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Capítulo 20

El día de Año Nuevo no había ninguna celebración, no teníamos nada que celebrar. Allí, en medio de ninguna parte, conocí a Chahine. Enero avanzaba, y ya se habían llevado a algunos de nosotros ante sus jueces; mientras se desarrollaba una farsa de proceso, una camioneta venía a dejar sus ataúdes en el patio. A continuación, se oían los gritos de los prisioneros y el ruido de los fusiles, y, después, el silencio recaía sobre su muerte y la nuestra que estaba por llegar.

Nunca supe el verdadero nombre de Chahine, porque ya no le quedaban fuerzas para pronunciarlo. Le di ese apodo porque los delirios febriles que agitaban sus noches le hacían hablar. En esas ocasiones, le pedía a un pájaro blanco que viniera a buscarlo. En árabe, Chahine es el nombre que recibe el halcón peregrino de plumas blancas. Lo busqué después de la guerra cuando me esforcé por recordar estos momentos.

Chahine llevaba meses encerrado, y moría un poco cada día. Su cuerpo se resentía por las múltiples carencias y el estómago se le había hecho tan pequeño que ni siquiera podía tolerar una sopa.

Una mañana, mientras me desnudaba, sus ojos se cruzaron con los míos y noté que su mirada me llamaba en silencio. Me acerqué, y él hizo acopio de todas sus fuerzas para sonreírme; aunque con dificultad, consiguió mostrarme una sonrisa. Su mirada se volvió hacia sus piernas. La sarna había hecho estragos en ellas. Comprendí su súplica. La muerte no tardaría en llevárselo de allí, pero Chahine quería reunirse con ella dignamente y tan limpio como fuera posible. Acerqué mi jergón al suyo y, a partir de entonces, cuando llegaba la noche, le quitaba las pulgas y arrancaba de los pliegues de su camisa los piojos que se habían instalado allí.

A veces, Chahine me dedicaba una de sus débiles sonrisas que tanto esfuerzo le exigían, pero con las que, a su manera, me daba las gracias. En realidad, era yo quien tenía que dárselas.

Cuando repartían la comida de la noche, me hacía una señal para que le diera la suya a Claude.

– ¿Para qué alimentar un cuerpo que ya está muerto? -murmuraba él-. Salva a tu hermano, es joven y le queda mucho por vivir.

Chahine esperaba a que se extinguiera el día para intercambiar algunas palabras. Probablemente necesitaba verse rodeado por el silencio de la noche para encontrar un poco de fuerza. Juntos en ese silencio, compartíamos un poco de humanidad.

El padre Joseph, el capellán de la prisión, sacrificaba sus tiques de racionamiento ayudándolo. Todas las semanas, le traía un paquetito de galletas. Para alimentar a Chahine, las trituraba y le obligaba a comer. Tardaba más de una hora en comerse una galleta, a veces el doble. Agotado, me suplicaba que le diera el resto a los compañeros, para que el sacrificio del padre Joseph no fuera en vano.

Ya ves, ésta es la historia de un cura que deja de comer para salvar a un árabe, de un árabe que salva a un judío dándole una razón para vivir, y de un judío que sujeta a un árabe entre sus brazos en la hora de su muerte, mientras él espera su propio turno; la historia del mundo de los hombres tiene insospechados y maravillosos momentos.

La noche del 20 de enero hacía un frío glacial que te calaba hasta los huesos.

Chahine tiritaba, yo lo apretaba contra mí, pero los temblores lo agotaban. Aquella noche se negó a comer el alimento que le acercaba a los labios.

– Ayúdame, sólo quiero recuperar mi libertad -me dijo de repente.

Le pregunté cómo podía darle algo que no tenía. Chahine sonrió y respondió:

– Imaginándolo.

Ésas fueron sus últimas palabras. Mantuve mi promesa y estuve lavando su cuerpo hasta el alba; después lo envolví en sus ropas, justo hasta el amanecer. Aquellos de nosotros que tenían fe rezaron por él; y no importaban las palabras de sus oraciones, tan sólo que venían del corazón. Yo, que nunca había creído en Dios, también recé durante un instante para que se cumpliera el deseo de Chahine y pudiera ser libre en otra parte.