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A primera hora de la mañana del 17 de febrero, los guardias vienen a buscar a André. Cuando va a salir de la celda, se encoge de hombros y nos mira de reojo. La puerta se cierra, y, custodiado por dos matones, parte hacia el tribunal militar. No habrá alegatos, y no tiene abogado. Tardan un minuto en condenarlo a muerte. El pelotón de ejecución lo espera ya en el patio.
Los gendarmes han venido expresamente de Grenade-sur-Garonne, del mismo sitio donde arrestaron a André cuando estaba cumpliendo una misión. Hay que acabar el trabajo.
André querría despedirse, pero eso va contra el reglamento. Antes de morir, escribe una nota a su madre que entrega al vigilante Theil, quien sustituye a Touchin ese día.
Ahora están atando a André al poste, pide unos segundos, el tiempo justo para quitarse el anillo que lleva en el dedo. El jefe Theil refunfuña un poco, pero acaba aceptando el anillo que André le entrega con la súplica de que se lo devuelva a su madre. «Era su alianza», explica él, ella se la había regalado el día que se fue para unirse a la brigada. Theil se lo promete, y, ahora, le atan las manos juntas.
Agarrados a los barrotes de nuestras celdas, nos imaginamos a los doce hombres uniformados formar el pelotón. André se mantiene derecho. Los fusiles se levantan, apretamos los puños y doce balas despedazan el delgado cuerpo de nuestro amigo, que se dobla en dos y se queda allí, jadeando, en el poste, con la cabeza ladeada y la cara chorreando sangre.
La ejecución ha acabado, los gendarmes se van. El jefe Theil rompe la carta de André y se guarda el anillo en el bolsillo. Mañana se encargará de otro de nuestros compañeros.
Un zapatero detenido en Montauban fue fusilado en el mismo poste. A su espalda, la sangre de André apenas se había secado.
De noche, todavía veo a veces cómo vuelan los trocitos de papel. En mi pesadilla, revolotean hasta el muro que hay detrás del poste de los fusilados y se vuelven a unir los unos a los otros para recomponer las palabras que André había escrito justo antes de morir. Acababa de cumplir dieciocho años.
Cuando acabó la guerra, el jefe de los guardias Theil fue ascendido a vigilante general de la prisión de Lens.
Pocos días después llegaría el turno del juicio de Boris, y nos temíamos lo peor. Pero en Lyon teníamos hermanos.
Su grupo se llamaba Carmagnole-Liberté. Ayer arreglaron cuentas con un fiscal del estado que, como Lespinasse, había conseguido cortarle la cabeza a un miembro de la Resistencia. El compañero Simon Frid había muerto, pero al procurador Fauré-Pingelli le llenaron el cuerpo de plomo. Después de ese golpe, ningún magistrado se atrevería a pedir la vida de uno de los nuestros. Boris, condenado a veinte años de prisión, se burla de su pena porque su lucha continúa fuera. Como prueba, los españoles nos han contado que ayer por la noche la casa de un miliciano había saltado por los aires. Conseguí pasarle una nota a Boris para que lo supiera.
Boris ignora que el primer día de primavera de 1945 morirá en Gusen, en un campo de concentración.
– ¡No pongas esa cara, Jeannot!
La voz de Jacques me saca de mi aturdimiento. Levanto la cabeza, cojo el cigarrillo que me ofrece y, con un gesto, le indico a Claude que venga a mi lado para dar unas caladas. Pero mi hermano pequeño, exhausto, prefiere quedarse apoyado contra la pared de la celda.
Lo que deja a Claude sin fuerzas no es la falta de alimento, no es la sed, no son las pulgas que nos devoran de noche, ni tampoco los maltratos de los guardias; no, lo que pone a mi hermano tan triste es seguir allí, lejos de la acción, y lo entiendo porque siento lo mismo.
– No renunciaremos -continúa Jacques-. Fuera siguen luchando, y los aliados acabarán desembarcando, ya lo verás.
Mientras me dice estas palabras para reconfortarme, Jacques no se imagina que los compañeros preparan una operación contra un cine en el que proyectan películas de propaganda nazi.
Rosine, Marius y Enzo participan en la acción, pero, por una vez, Charles no se ha encargado de preparar la bomba. La explosión debe producirse una vez finalizada la sesión, cuando la sala esté vacía, para evitar toda víctima entre la población civil.
El artefacto que Rosine tiene que colocar debajo de una butaca de platea debía estar equipado con un dispositivo retardante, y nuestro jardinero de Loubers no tenía lo necesario para fabricarlo. El golpe debía haber tenido lugar ayer por la noche, cuando estaba programada la película El judío Süss. Pero la policía estaba por todas partes, se vigilaba quién entraba, se registraban los bolsos, de modo que los compañeros no pudieron entrar con su cargamento.
Jan decidió posponerlo para la mañana siguiente. En esta ocasión, no hay control en las taquillas; Rosine entra en la sala y se sienta al lado de Marius, que empuja la mochila con la bomba debajo de su sillón. Enzo ocupa su lugar detrás de ellos, donde debe vigilar que no los descubran. Si me hubiera enterado de esa historia, habría mandado a Marius a pasar toda una noche en el cine junto a Rosine. Es tan bonita, con su ligero acento cantarín y esa voz que provoca escalofríos incontrolables.
Las luces se apagan y las novedades desfilan sobre la pantalla del cine. Rosine se acomoda en su sillón, y su larga cabellera morena cae sobre su hombro. A Enzo no le ha pasado por alto el suave y elegante movimiento de la nuca. Es difícil concentrarse en la película que empieza cuando se tienen diez kilos de explosivos delante de las piernas. Aunque Marius ha querido convencerse de lo contrario, está un poco nervioso. No le gusta trabajar con material que no conoce. Cuando Charles se encarga de preparar las cargas, está tranquilo, pues el trabajo de su amigo nunca ha fallado; pero, en este caso, el mecanismo es diferente, y la bomba es demasiado sofisticada para su gusto.
Cuando acabe el espectáculo, deberá deslizar la mano en la mochila de Rosine y romper un tubo de cristal que contiene ácido sulfúrico. En treinta minutos, el ácido habrá corroído la pared de una pequeña caja de hierro llena de clorato de potasio. Cuando las dos sustancias se mezclen, harán saltar los detonadores implantados en la carga. Pero todos esos chismes de químicos son muy complicados para Marius. A él le gustan los sistemas simples, los que fabrica Charles con dinamita y una mecha. Basta con contar los segundos cuando empieza a echar chispas; si hay problemas, siempre se puede arrancar el cordón de la mecha con un poco de valor y destreza. Además, el artificiero ha añadido otro sistema a la parte inferior de su bomba; cuatro pequeñas pilas y una bolita de mercurio unidas entre ellas desatarían la explosión inmediatamente si algún vigilante la encontraba e intentaba levantarla una vez activado el mecanismo.
Marius está sudando e intenta, en vano, interesarse por la película. A falta de eso, mira discretamente a Rosine, que pone cara de no estar dándose cuenta de nada; hasta que le da una palmadita en la pierna para recordarle que el espectáculo tiene lugar al frente, y no en su cuello.
Incluso al lado de Rosine, los minutos que pasan parecen muy largos en el cine. Por supuesto, Rosine, Enzo y Marius habrían podido activar el mecanismo en el entreacto y largarse de inmediato. La misión estaría cumplida y ellos estarían ya sanos y salvos, en lugar de sufrir y sudar como lo están haciendo. Pero como ya te he dicho, nunca hemos matado a un inocente, ni siquiera a un imbécil. Por tanto, esperarán al final de la sesión, y cuando la sala se vacíe, activarán la bomba, sólo entonces.
Por fin, las luces vuelven a encenderse. Los espectadores se levantan y se dirigen a la salida. Como están sentados en medio de la fila, Marius y Rosine se quedan en su lugar, mientras esperan a que la gente salga. Detrás de ellos, Enzo tampoco se mueve. En la punta, una vieja dama se toma todo su tiempo para ponerse el abrigo. Su vecino no puede esperar más. Harto, da media vuelta y se dirige hacia el otro pasillo.
– ¡Venga, fuera, la película ha acabado! -refunfuña él.
– Mi novia está un poco cansada -responde Marius-, estamos esperando a que recupere fuerzas para levantarnos.
Rosine lo fulmina con la mirada, y se dice que Marius es un caradura y que se lo dirá cuando salgan. Mientras tanto, lo que más le gustaría es que ese tipo se fuera por donde ha venido.
El hombre echa una ojeada a la fila, la vieja dama ya se ha ido, pero, para salir por allí, tendría que volver a hacer todo el camino. Da lo mismo, se pega al respaldo de la butaca y pasa a la fuerza por delante de ese muchacho imbécil que sigue sentado a pesar de que todo ha acabado ya; después, pasa por encima de su vecina, empujándola, y comprueba que es demasiado joven para estar cansada; finalmente, se aleja sin disculparse.
Marius vuelve lentamente la cabeza hacia Rosine, su sonrisa es extraña; algo no va bien, lo sabe, lo siente. Rosine tiene el rostro desencajado.
– ¡Ese idiota ha pisado mi bolso!
Ésas son las últimas palabras que Marius oirá; el mecanismo se ha activado; con el empujón, la bomba se ha movido, la bolita de mercurio ha entrado en contacto con las pilas e, inmediatamente, ha explotado. Marius, partido en dos, ha muerto en el acto. Proyectado hacia atrás, Enzo, al caer, ve el cuerpo de Rosine levantarse lentamente y caer tres filas más adelante. Intenta ayudarla, pero se desploma inmediatamente, con la pierna rota, casi arrancada.
Tumbado en el suelo, con los tímpanos rotos, no puede oír a los policías que se precipitan. En la sala, diez filas de butacas han quedado destrozadas. Lo levantan y se lo llevan, está perdiendo sangre y está a punto de caer inconsciente. Frente a él, Rosine está en el suelo y tiene la mirada petrificada; la rodea un charco rojo que no deja de hacerse más grande.
Eso pasó ayer, en el cine, cuando acabó la sesión; Enzo lo recuerda, Rosine tenía una belleza primaveral. Los llevaron al hospital del Hôtel-Dieu.
Rosine murió a primera hora de la mañana sin volver a recuperar el conocimiento.
Los cirujanos volvieron a coserle la pierna a Enzo como pudieron.
Tres milicianos custodian su puerta.
El cadáver de Marius fue lanzado a una fosa del cementerio de Toulouse. A menudo, de noche, en mi celda de la prisión de Saint-Michel, pienso en ellos, para que nunca se borren sus rostros, para no olvidar nunca su valor.
Al día siguiente, Stefan, que vuelve de cumplir una misión en Agen, se encuentra con Marianne; lo está esperando cuando baja del tren, con el rostro deshecho. Stefan la coge por la cintura y se la lleva al exterior de la estación.
– ¿Estás al corriente de lo ocurrido? -pregunta ella con un nudo en la garganta.
Por su cara, entiende que Stefan no sabe nada del drama sucedido la noche anterior en la sala de cine. En la calle, sin dejar de caminar, le informa de la muerte de Rosine y de la de Marius.
– ¿Dónde está Enzo? -pregunta Stefan.
– En el Hôtel-Dieu -responde Marianne.
– Conozco a un doctor que trabaja en el servicio de cirugía. Es bastante liberal, veré qué puedo hacer.
Marianne acompaña a Stefan hasta el hospital. No dicen ni una palabra en todo el camino; cada uno, por su parte, piensa en Rosine y en Marius. Al llegar ante la fachada del Hôtel-Dieu, Stefan rompe el silencio.
– Y Rosine, ¿dónde está?
– En el depósito. Esta mañana, Jan fue a ver a su padre.
– Entiendo. Recuerda, la muerte de nuestros amigos no servirá de nada si no llegamos hasta el final.
– Stefan, no sé si el «final» del que hablas existe de verdad, si conseguiremos despertar algún día de esta pesadilla en la que vivimos desde hace meses. Pero si quieres saber si tengo miedo porque Rosine y Marius han muerto, pues sí, Stefan, tengo miedo; cuando me levanto por la mañana, tengo miedo; durante todo el día, cuando merodeo por las calles para conseguir información o seguir a un enemigo, tengo miedo; en cada cruce, tengo miedo de que me estén siguiendo, miedo de que se me echen encima, miedo de que me detengan, miedo de que otros compañeros caigan en sus misiones, miedo de que fusilen a Jeannot, Jacques y Claude, miedo de que les pase algo a Damira, a Osna, a Jan, a todos los que formáis parte de mi familia. Tengo miedo siempre, Stefan, incluso cuando duermo. Pero no más que ayer o antes de ayer, no más del que tenía el día en que me uní a la brigada, ni más del que tengo desde que nos quitaron la libertad. Por tanto, sí, Stefan, seguiré viviendo con miedo, hasta ese «final» del que hablas, aunque no sepa dónde está.
Stefan se acerca a Marianne y sus torpes brazos la rodean. Con tanto pudor como él, apoya la cabeza sobre su hombro, y le da igual que a Jan le parezca que tomarse esas libertades sea peligroso. En medio de la soledad que domina su vida diaria, si Stefan quiere, ella le dejará amarla, aunque sea sólo un momento, con la condición de que lo haga con ternura. Vivir un instante de consuelo, sentir la presencia de un hombre que le dijera, con la dulzura de sus gestos, que la vida continúa, que existe, simplemente.
Los labios de Marianne se acercan a los de Stefan y se besan, allí, ante los escalones del Hôtel-Dieu, donde Rosine descansa en un sótano oscuro.
En la calle, los peatones ralentizan el paso, divertidos al ver a esa pareja abrazada en un beso que parece no querer acabarse nunca. En medio de esa horrible guerra, algunos encuentran todavía la fuerza para amarse. Un día, Jacques dijo que la primavera volvería, y ese beso robado ante un hospital siniestro permite creer que, tal vez, tuviera razón.
– Tengo que irme -murmura Stefan.
Marianne se aparta y mira a su amigo subir los escalones. Cuando llega a la entrada, ella le hace un gesto con la mano, tal vez una forma de decirle «hasta esta noche».
El profesor Rieuneau trabajaba como cirujano en el Hôtel-Dieu. Había sido profesor de Stefan y de Boris cuando tenían derecho todavía a seguir sus estudios de Medicina en la facultad.
A Rieuneau no le gustaban las leyes indignas de Vichy; de sensibilidad liberal, su corazón se inclinaba a favor de la Resistencia. Recibió a su antiguo alumno cordialmente y se lo llevó aparte.
– ¿Qué puedo hacer por ti? -preguntó el profesor.
– Tengo un amigo -respondió Stefan dudando-, un muy buen amigo que está en alguna parte de este hospital.
– ¿En qué servicio?
– En el que se ocupen de aquellos a los que una bomba les ha arrancado una pierna.
– Entonces, supongo que estará en cirugía. ¿Lo han operado?
– Esta noche pasada, creo.
– No está en mi servicio, lo habría visto en las visitas de la mañana. Voy a informarme.
– Profesor, habría que hallar un medio para…
– Ya lo había entendido, Stefan -le interrumpió el profesor-, veré lo que se puede hacer. Espérame en el vestíbulo, voy a preguntar por su estado de salud.
Stefan obedeció y se fue a la escalera. Cuando llegó a la planta baja, reconoció la puerta de madera desconchada; detrás, otros escalones llevaban al sótano. Stefan dudó; si alguien lo sorprendía allí, le harían muchas preguntas a las que le costaría responder. Pero el deber pesaba más que el riesgo que entrañaba la acción, y sin esperar más, empujó los batientes.
Al final de las escaleras había un pasillo que parecía adentrarse en las entrañas del hospital. En el techo, diversos cables recorrían las cañerías que chorreaban agua. Cada diez metros, un aplique eléctrico irradiaba una luz pálida; en algunos sitios, la bombilla estaba rota y el pasillo se sumía en la oscuridad.
A Stefan le daba igual la oscuridad, conocía bien su camino. Tenía que estar allí. El local que buscaba estaba a su derecha, y entró.
Rosine descansaba sobre una mesa, sola en la habitación. Stefan se acercó a la sábana manchada de sangre.
La cabeza vuelta ligeramente delataba la nuca rota. ¿Era ésa la herida que la había matado o las otras muchas que veía? Se colocó ante el cadáver.
Venía de parte de sus compañeros para despedirse de ella, para decirle que su rostro permanecería siempre en nuestros recuerdos y que nunca nos rendiríamos.
«Si allá donde te encuentres te cruzas con André, salúdalo de mi parte.»
Stefan besó a Rosine en la frente y salió del depósito, con un gran peso en el alma.
Cuando volvió al vestíbulo, el profesor Rieuneau lo esperaba.
– Demonios, lo estaba buscando, ¿dónde se había metido? Su compañero ha superado la operación, los cirujanos le han vuelto a coser la pierna. No estoy diciendo que vuelva a andar con normalidad, pero sobrevivirá a sus heridas.
Y como Stefan no dejaba de mirarlo en silencio, el viejo profesor concluyó:
– No puedo hacer nada por él. Lo vigilan permanentemente tres milicianos, esos salvajes ni siquiera me han dejado entrar en la habitación en la que se encuentra. Dígale a sus amigos que no intenten nada aquí, es demasiado peligroso.
Stefan le dio las gracias a su profesor y volvió a irse enseguida. Esa noche, se encontraría con Marianne y le daría la noticia.
A Enzo le concederían sólo unos pocos días de respiro antes de sacarlo de su cama de hospital para transferirlo a la enfermería de la prisión. Los milicianos se lo llevaron sin miramientos, y Enzo perdió en tres ocasiones el conocimiento a lo largo de su traslado.
Su suerte estaba decidida antes incluso de su encarcelación. En cuanto se hubiera recuperado, lo fusilarían en el patio; como tenía que poder caminar hasta el poste de ejecución, confiábamos en que tardara en poder tenerse de pie. Estábamos a principios del mes de marzo de 1944, los rumores de la inminencia de un desembarco aliado se volvían cada vez más numerosos. Nadie dudaba de que, cuando eso pasara, las ejecuciones cesarían y seríamos libres. Por tanto, salvar al compañero Enzo era una carrera contra reloj.
Charles lleva furioso desde ayer. Jan fue a visitarlo a su pequeña estación abandonada de Loubers, pero se trataba de una visita especial, ya que iba a despedirse. Se está formando una nueva brigada de resistentes en el interior del país; necesitan a hombres con experiencia, de manera que Jan debe unirse a ellos. No había sido una decisión suya, sino que se limitaba a cumplir órdenes.
– Pero ¿quién da esas órdenes? -pregunta Charles, cuyo enfado no deja de aumentar.
Hace un mes no existían resistentes franceses en Toulouse, fuera de la brigada. Y ahora, se organiza un nuevo grupo a costa de desmontar el suyo. Los tipos como Jan no abundan, y muchos compañeros han muerto o están presos, así que le parece bastante injusto tener que dejarlo irse sin más.
– Lo sé -dice Jan-, pero las órdenes vienen de arriba.
Charles dice que no sabe nada de «arriba». Durante los últimos largos meses, la lucha se ha llevado a cabo aquí abajo. Ellos han inventado la guerra callejera; ahora, es muy fácil copiar su trabajo. Charles no piensa lo que dice, pero despedirse de sus amigos le dolía casi más que cuando tuvo que decirle a una mujer que volviera con su marido.
Desde luego, ni Jan es tan guapo como lo era ella ni habría compartido nunca su cama con él aunque hubiera estado muy enfermo. Pero, antes que su jefe, Jan es su amigo, y así es como lo ve al irse…
– ¿Tienes tiempo para una tortilla? Tengo huevos -farfulla Charles.
– Guárdalos para los demás, de verdad que tengo que irme -responde Jan.
– ¿Para quiénes? ¡A este paso, acabaré siendo el único miembro de la brigada!
– Otros vendrán, Charles, no te preocupes. La lucha sólo acaba de empezar, la Resistencia se organiza, por lo que es normal que vayamos a echar una mano allá donde podamos ser útiles. Venga, despidámonos y no pongas esa cara.
Charles acompañó a Jan por el caminito.
Se abrazaron y se juraron volver a verse un día, cuando el país fuera libre. Jan se subió a la bici y Charles lo llamó una última vez.
– ¿Catherine se va contigo?
– Sí.
– Entonces, dale un beso de mi parte.
Jan se lo prometió con una señal de la cabeza y el rostro de Charles se iluminó al hacer una última pregunta.
– Entonces, como ya nos hemos despedido, ¿ya no eres mi jefe?
– ¡Técnicamente, no! -respondió Jan.
– Entonces, cojones, si ganamos la guerra, intentad ser felices Catherine y tú. ¡Y soy yo, el artificiero de Loubers, el que te da la orden!
Jan saludó a Charles como a un soldado al que se respeta y se alejó en su bici.
Charles le devolvió el saludo y se quedó allí, al final del camino de la vieja estación, hasta que Jan desapareció en el horizonte.
Mientras nos morimos de hambre en nuestras celdas y mientras Enzo se retuerce de dolor en la enfermería de la prisión de Saint-Michel, la lucha sigue en la calle. No pasa un día en el que no haya un sabotaje a los trenes enemigos, se arranquen postes, se hundan grúas en el canal o caigan granadas sobre camiones alemanes.
Pero, en Limoges, un delator ha informado a las autoridades de que algunos jóvenes, seguramente judíos, se reúnen furtivamente en un apartamento de su edificio. La policía procede inmediatamente a arrestarlos. El gobierno de Vichy decide enviar sobre el terreno a uno de sus mejores detectives.
El comisario Gillard, encargado de la lucha antiterrorista, ha sido enviado junto con su equipo a investigar lo que podría darles la manera de llegar hasta el núcleo de la Resistencia del suroeste, a la que hay que destruir a cualquier precio.
Gillard había dirigido sus investigaciones en Lyon, está habituado a hacer interrogatorios y no bajará la guardia en Limoges. Vuelve a la comisaría para ocuparse él mismo de las preguntas. Gracias a las torturas, acaba por enterarse de que se envían «paquetes» a Toulouse. En esta ocasión, sabe dónde puede lanzar el anzuelo, así que sólo tiene que esperar a que el pez lo muerda.
Ha llegado el momento de desembarazarse de una vez por todas de todos esos extranjeros que perturban el orden público y cuestionan la autoridad del Estado.
A primera hora de la mañana, Gillard abandona a sus víctimas en la comisaría de Limoges y coge el tren a Toulouse con su equipo.