38970.fb2 Los hijos de la libertad - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 26

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Capítulo 24

Desde su llegada, Gillard se ha mantenido alejado de los policías locales y permanece aislado en una oficina del primer piso de la comisaría. Si los polis de Toulouse hubieran sido competentes, no habrían necesitado llamarle y los jóvenes terroristas estarían ya tras los barrotes. Además, Gillard sabe que, tanto entre las filas de la policía como en la prefectura, hay simpatizantes de la causa de la Resistencia, y están a veces en el origen de las fugas. ¿O acaso algunos judíos no reciben el soplo de que los van a arrestar? Si éste no fuera el caso, los milicianos no encontrarían apartamentos vacíos cuando proceden a las detenciones. Gillard recuerda a los miembros de su equipo que deben desconfiar, y que los judíos y los comunistas están por todas partes. En su investigación, no quiere correr ningún riesgo. Una vez acabada la reunión, se organiza una vigilancia de la oficina de Correos.

***

Esa mañana Sophie está enferma. Una gripe la tiene clavada a la cama, pero tiene que ir a recoger un paquete que ha llegado como cada jueves, sin el que los compañeros no podrían recibir su sueldo; como mínimo, deben poder pagar el alquiler y comprar algo de comer. Simone, una nueva recluta que acaba de llegar de Bélgica, irá en su lugar. Cuando entra en la oficina de Correos, Simone no se fija en los dos hombres que fingen estar rellenando unos papeles. Ellos identifican, de inmediato, a la muchacha que está abriendo el apartado de correos número 27 para recoger el paquete que hay dentro. Simone se marcha y ellos la siguen. Dos polis experimentados contra una chica de diecisiete años: el resultado está decidido de antemano. Una hora más tarde, Simone va a casa de Sophie para llevarle sus «compras», ignorando que acaba de permitir a los hombres de Gillard localizar su domicilio.

Ella que sabía esconderse tan bien para seguir a los otros, que recorría las calles incansablemente para no llamar la atención, que sabía, mejor que nosotros, señalar los horarios, los desplazamientos, los contactos y los mínimos detalles de la vida de aquellos a los que seguía, no se imagina que delante de sus ventanas hay dos hombres que la vigilan y que, ahora, es a ella a quien siguen. Gato y ratón han invertido los papeles.

Esa misma tarde, Marianne visita a Sophie. Cuando cae la noche, los hombres de Gillard la siguen a ella.

***

Se citaron en el Canal du Midi. Stefan la espera en un banco. Marianne duda y le sonríe de lejos. Se levanta y le da las buenas tardes. Está a unos pocos pasos de sus brazos. Desde ayer, la vida es diferente. Rosine y Marius han muerto y no consigue dejar de pensar en ello, pero Marianne ya no está sola. Se puede amar mucho a los diecisiete años, se puede amar hasta olvidar el hambre, se puede amar hasta olvidar que ayer todavía tenía miedo. Pero, desde ayer, su vida ha cambiado, porque ahora alguien ocupa sus pensamientos.

Sentados uno junto al otro, en ese banco cerca del Pont des Demoiselles, Marianne y Stefan se besan, y nada ni nadie podrá robarles esos minutos de felicidad. El tiempo pasa y se acerca la hora del toque de queda. Detrás de ellos, los faroles de gas están ya encendidos: es hora de separarse. Por la mañana, volverán a verse, como todas las tardes siguientes. Y todas las tardes siguientes, en el Canal du Midi, los hombres del comisario Gillard espiarán a su gusto a dos adolescentes que se aman en medio de una guerra.

A la mañana siguiente, Marianne se encuentra con Damira. Cuando se separan, empiezan a seguir a Damira. Al día siguiente, ¿o más tarde, quizá?, Damira se encuentra con Osna; por la tarde, Osna tiene una cita con Antoine. Pocos días bastan para que casi toda la brigada esté vigilada por los hombres de Gillard. El cerco se estrecha a su alrededor.

Apenas teníamos veinte años, y los que los teníamos hacía poco que los habíamos cumplido. Nos quedaban muchas cosas por aprender sobre cómo hacer la guerra sin delatarnos, cosas que los detectives de la policía de Vichy conocían a la perfección.

***

Se está preparando una redada, el comisario Gillard ha reunido a todos sus hombres en la oficina que ocupaba en la comisaría de Toulouse. Para proceder a los arrestos, sin embargo, habrá que pedir refuerzos a los policías de la brigada 8.a. En el primer piso, un inspector no se ha perdido detalle de lo que se está tramando. Abandona su puesto discretamente y se dirige a la oficina central de Correos. Se presenta en la taquilla, pide a la operadora un número de Lyon y le pasan la comunicación a una cabina.

Echa una ojeada por la puerta de cristal, la encargada discute con su colega, la línea es segura.

Su interlocutor no habla, se limita a escuchar la terrible noticia. Dentro de dos días, la 35.a brigada de Marcel Langer será detenida al completo. La información es segura, hay que avisarlos de inmediato. El inspector cuelga y reza para que el mensaje llegue.

En un apartamento de Lyon, un teniente de la Resistencia francesa cuelga el teléfono.

– ¿Quién era? -pregunta su capitán.

– Un contacto de Toulouse.

– ¿Qué quería?

– Informarnos de que los chicos de la brigada 35.a caerán dentro de dos días.

– ¿Por la Milicia?

– No, polis de Vichy.

– Entonces no tienen ninguna oportunidad.

– No si no los avisamos; todavía tenemos tiempo de sacarlos de ahí.

– Tal vez, pero no lo haremos -responde el capitán.

– ¿Por qué? -pregunta el hombre, estupefacto.

– Porque la guerra no durará. Los alemanes han perdido cien mil hombres en Stalingrado, se dice que otros cien mil son prisioneros de los rusos, entre los que hay miles de oficiales y una veintena de generales. Sus ejércitos están siendo derrotados en los frentes del este, y el desembarco aliado, se produzca en el oeste o en el sur, no tardará. Sabemos que Londres se está preparando.

– Estoy al corriente de todas esas noticias, pero ¿qué tienen que ver con los de la brigada Langer?

– A partir de ahora hay que hacer política. Los hombres y mujeres de los que hablamos son todos húngaros, españoles, italianos, polacos y demás; todos o casi todos son extranjeros. Cuando Francia sea liberada, será preferible que la historia cuente que fueron los franceses los que lucharon por ella.

– Entonces, ¿los vamos a dejar caer sin más? -dice, indignado, el hombre, con su pensamiento fijo en esos adolescentes que han estado luchando desde el primer momento.

– Nadie dice que vayan a ejecutarlos obligatoriamente…

Ante la mirada asqueada de su teniente, aquel capitán de la Resistencia francesa suspira y concluye:

– Escúchame: en poco tiempo, el país deberá levantarse de esta guerra, y tendrá que poder llevar la cabeza alta; la población tendrá que saber reconciliarse en torno a un solo jefe, y éste será De Gaulle. La victoria debe ser nuestra. Eso es lamentable, es verdad, ¡pero Francia necesitará que sus héroes sean franceses, no extranjeros!

***

En su pequeña estación de Loubers, Charles estaba disgustado. A principios de semana le habían comunicado que la brigada no recibiría más dinero y que también se acababa el suministro de armas. Eso significaba que se habían cortado los lazos con la Resistencia. La razón que se daba era el ataque al cine. La prensa no había dicho que las víctimas eran miembros de la Resistencia. Para la opinión pública, Rosine y Marius eran dos civiles, dos muchachos víctimas de un cobarde atentado, y nadie se preocupaba de que el tercer joven héroe que los acompañaba estuviera retorciéndose de dolor en la cama de una enfermería de la prisión de Saint-Michel. A Charles le habían dicho que semejantes acciones llenaban de oprobio a toda la Resistencia y que preferían cortar los puentes.

Ese abandono le sabía a traición. Aquella noche, en compañía de Robert, que había recuperado el mando de la brigada después de la marcha de Jan, expresó todo su disgusto. ¿Cómo podían abandonarlos, volverles la espalda a ellos, que habían estado ahí desde el principio? Robert no sabía muy bien qué decir, quería a Charles como a un hermano, e intentó tranquilizarlo en el aspecto que, probablemente, más le preocupaba, el que le hacía sufrir más.

– Escucha, Charles, nadie se cree lo que escribe la prensa. Todo el mundo sabe qué paso de verdad en el cine y quién perdió allí la vida.

– ¡Y a qué precio! -farfulló Charles.

– Al de la libertad -respondió Robert-, y toda la ciudad lo sabe.

Marc se reunió con ellos un poco más tarde. Charles se encogió de hombros al verlos y salió a su encuentro en el jardín de la parte trasera de la casa. Mientras golpea un terrón, Charles piensa que Jacques se había equivocado, era ya finales de marzo de 1944, pero la primavera todavía no había llegado.

***

El comisario Gillard y su adjunto Sirinelli reunieron a todos sus hombres. En el primer piso de la comisaría, es hora de hacer los preparativos. Ha llegado el día de efectuar las detenciones. Se ha dado la orden, silencio absoluto, debe evitarse que alguien pueda avisar a quienes, dentro de unas horas, caerán en la redada que preparan. Sin embargo, desde la oficina de al lado, un joven comisario de policía escucha lo que se dice. Su trabajo se centra en los delitos comunes, la guerra no ha hecho desaparecer a los truhanes y alguien debe ocuparse de ellos.

Pero el comisario Esparbié nunca ha enchironado a partisanos, sino que, muy al contrario, cuando se está preparando algo, los avisa: es su forma de colaborar con la Resistencia.

Informarlos del peligro que corren es expuesto y arriesgado, y no hay tiempo; Esparbié no está solo, uno de sus colegas actúa como su cómplice. El joven comisario se levanta de su silla y va a verlo de inmediato.

– Vete ahora mismo a la tesorería principal. En el departamento de pensiones, pide ver a una tal Madeleine, dile que su compañero Stefan debe irse de viaje inmediatamente.

Esparbié le ha confiado esta misión a su colega porque él tiene otra cita. Yendo en coche, llegará en una media hora a Loubers. Allí debe entrevistarse con un amigo; ha visto su ficha en una carpeta en la que hubiera sido mejor que no hubiera aparecido nunca.

A mediodía, Madeleine sale de la tesorería principal y se va a buscar a Stefan, pero, aunque ha ido a todos los sitios que suele frecuentar, no lo encuentra. Cuando llega a casa de sus padres, la policía está esperándola.

Ellos no saben nada de ella aparte de que Stefan va a verla casi todos los días. Mientras los policías registran la casa, Madeleine, aprovechando un momento de despiste, garabatea una nota a toda prisa y la esconde en una caja de cerillas. Finge encontrarse mal y pregunta si puede ir a tomar el aire a la ventana…

Bajo su ventana, ve a uno de sus amigos, un tendero italiano que la conoce mejor que nadie. Una caja de cerillas cae a sus pies. Giovanni la recoge, levanta la cabeza y sonríe a Madeleine. ¡Es hora de cerrar la tienda! Al cliente extrañado, Giovanni responde que, de todos modos, hace mucho que no tiene nada que vender en sus estantes. Después de bajar la persiana, se monta en la bici y va a avisar a quien debe.

En ese mismo momento, Charles se despide de Esparbié. En cuanto éste se ha ido, prepara la maleta y, haciendo de tripas corazón, vuelve a cerrar por última vez la puerta de la estación abandonada. Antes de girar la llave en la cerradura, echa una última ojeada a la habitación. Sobre el hornillo hay una vieja sartén que le recuerda una cena en la que una de sus tortillas casi provoca la catástrofe. Aquella noche, todos los compañeros estaban reunidos. Aquel fue un día terrible, pero corrían tiempos mejores que ahora.

En su curiosa bicicleta, Charles pedalea tan rápido como puede. Tiene que ver a muchos compañeros. Pasa el tiempo y sus amigos están en peligro. Avisado por el tendero italiano, Stefan ya ha huido. No tendrá tiempo de despedirse de Marianne, ni tampoco de ir a besar a su amiga Madeleine, cuyo valor ha podido salvarle la vida, aun a riesgo de la suya.

Charles se ha reunido con Marc en un café. Le informa de lo que se prepara y le ordena que vaya enseguida a unirse a los maquis junto a Montauban.

– Ve con Damira, ellos os acogerán en sus filas.

Antes de separarse de él, le entrega un sobre.

– Ten cuidado. He anotado la mayoría de nuestras acciones en este diario -dice Charles-, dáselo de mi parte a los que encuentres allá abajo.

– ¿No es peligroso conservar estos documentos?

– Sí, pero si todos morimos, alguien debe saber algún día lo que hemos hecho. Puedo aceptar que me maten, pero no que me hagan desaparecer.

Los dos amigos se separan, Marc debe encontrar a Damira lo antes posible. Su tren sale a primera hora de la tarde.

***

Charles había escondido algunas armas en la Rue Dalmatie, y otras en una iglesia no lejos de allí. Tiene que intentar salvar lo que pueda. Cuando llega cerca del primer escondite, Charles ve, en el cruce, a dos hombres, uno de los cuales está leyendo un diario.

«Mierda, esto se va a ir al garete», piensa.

Todavía queda la iglesia, pero cuando se acerca, un Citroën negro aparece en la plaza, se bajan cuatro hombres y se le tiran encima. Charles se resiste como puede, pero la lucha es desigual y no paran de lloverle los golpes. Charles chorrea sangre, vacila, los hombres de Gillard acaban reduciéndolo y lo meten en el coche.

***

El día se acaba, Sophie vuelve a su casa. Dos individuos la vigilan desde el final de la calle. Ella los ve y da media vuelta, pero otros dos avanzan ya hacia ella. Uno de ellos se abre la chaqueta y saca un revólver con el que apunta hacia ella. Sophie no tiene forma de escapar, sonríe y se niega a levantar las manos.

***

Esa noche, Marianne cena en casa de su madre una sopa aguada de aguaturmas. No está muy sabrosa, pero sirve para olvidar el hambre hasta el día siguiente. Llaman violentamente a la puerta. La joven se sobresalta, ha reconocido esa forma de llamar y no se hace ilusión alguna sobre la naturaleza de sus visitantes. Su madre la mira preocupada.

– No te muevas, es para mí -dice Marianne, soltando su servilleta.

Rodea la mesa, abraza a su madre y la aprieta contra ella.

– Te digan lo que te digan, no lamento nada de lo que he hecho, mamá. He actuado por una causa justa.

La madre de Marianne mira fijamente a su hija y le acaricia la mejilla como si ese último gesto de ternura le permitiera contener las lágrimas.

– Me digan lo que me digan, mi amor, eres mi hija y estoy orgullosa de ti.

La puerta tiembla bajo los golpes. Marianne besa por última vez a su madre y se va a abrir.

***

Es una noche tranquila; Osna está apoyada en la ventana, fumándose un cigarrillo. Un coche recorre la calle y aparca frente a su casa. Bajan cuatro hombres con gabardina. Osna lo ha entendido. Mientras suben a su piso, tal vez podría haber tenido tiempo para esconderse, pero es mucho el cansancio tras todos esos meses de clandestinidad. Y, además, ¿dónde esconderse? Entonces, Osna cierra la ventana. Entra en el lavabo y se echa un poco de agua en la cara.

– Ha llegado el momento -murmura ante su reflejo del espejo.

Ya oye los pasos en la escalera.

***

En el andén de la estación, el reloj marca las siete y treinta y dos minutos. Damira está nerviosa, se inclina con la esperanza de ver aparecer el tren que los llevará lejos de allí.

– ¿Llega tarde, no?

– No -responde Marc con calma-, llegará dentro de cinco minutos.

– ¿Crees que los otros lo habrán logrado?

– No sé nada, pero no estoy demasiado preocupado por Charles.

– Yo lo estoy por Osna, Sophie y Marianne.

Marc sabe que nada podrá tranquilizar a la mujer que ama. La coge entre sus brazos y la besa.

– No pienses en ello, estoy seguro de que las habrán avisado a tiempo, como a nosotros.

– ¿Y si nos arrestan?

– Bueno, al menos, estaríamos juntos, pero no nos arrestarán.

– No pensaba en eso, sino en el diario de Charles, soy yo la que lo lleva.

– ¡Ah!

Damira mira a Marc y le sonríe con ternura.

– Lo siento, no quería decir eso, pero tengo tanto miedo que no sé lo que digo.

A lo lejos, la locomotora se perfila sobre los raíles.

– Ya verás, todo saldrá bien -dice Marc.

– ¿Hasta cuándo?

– Algún día volverá la primavera, ya verás, Damira.

El convoy pasa por delante de ellos, las ruedas de la locomotora se detienen, haciendo saltar unas cuantas chispas, y el tren se detiene con un chirrido de los frenos.

– ¿Crees que seguirás amándome cuando la guerra acabe? -pregunta Marc.

– ¿Quién ha dicho que te ame? -responde Damira con una sonrisa maliciosa.

Y cuando ella lo está llevando al vagón, una mano cae pesadamente sobre su hombro.

Marc está aplastado contra el suelo, dos hombres lo cachean. Damira se resiste, una bofetada tremenda la lanza contra la pared del vagón. Su cara queda aplastada contra el suelo del tren. Justo antes de perder el conocimiento, lee escrito en grandes letras «Montauban».

En la comisaría, los policías encuentran la carta que lleva encima Damira, el sobre que Charles le había confiado a Marc.

***

Aquel 4 de abril de 1944, la brigada cayó en manos de la policía casi al completo. Algunos se libraron: Catherine y Jan escaparon a la redada, la policía no consiguió localizar a Alonso, y Émile consiguió desaparecer justo a tiempo.

Aquella noche del 4 de abril de 1944, Gillard y su terrible adjunto Sirinelli brindan con champán. Con su copa levantada, se felicitan por haber puesto fin a las actividades de una banda de jóvenes «terroristas».

Gracias a su trabajo, esos extranjeros perjudiciales para Francia pasarán el resto de su vida tras los barrotes.

– Aunque -añade él hojeando el diario de Charles- con estas pruebas, podemos estar seguros de que esos extranjeros no tardarán mucho en ser fusilados.

Cuando empezaban las torturas de Marianne, Sophie, Osna y de todos los detenidos de ese día, el hombre que los había traicionado con su silencio, el que había decidido, por razones políticas, no transmitir la información proporcionada por los miembros de la Resistencia infiltrados en la prefectura, ese mismo hombre preparaba ya su entrada en el Estado Mayor de la Liberación.

Cuando se enteró, al día siguiente, de que la 35.a brigada Marcel Langer, que pertenecía a la MOI, había caído casi en su totalidad, se encogió de hombros y le quitó el polvo a su chaqueta, donde, meses más tarde, se colgaría el emblema de la Legión de Honor. Ahora es capitán de las fuerzas francesas del interior, pero muy pronto será coronel.

En cuanto al comisario Gillard, tras recibir la felicitación de las autoridades, le confiaron al final de la guerra la dirección de la Brigada de estupefacientes, donde acabó tranquilamente su carrera.