38970.fb2
Como ya te he dicho, nunca renunciamos. Los pocos que escaparon ya se están organizando. Algunos compañeros de Grenoble se han unido a ellos. A partir de ahora, Urman no daría respiro al enemigo y la semana siguiente las acciones volverían a sucederse.
Había anochecido hacía tiempo. Claude dormía, como la mayoría de nosotros; yo intentaba ver estrellas en el cielo, más allá de los barrotes.
En mitad del silencio, oí los sollozos de un compañero y me acerqué a él.
– ¿Por qué lloras?
– Mi hermano era incapaz de matar, nunca pudo levantar su arma contra un hombre, ni siquiera contra una mierda de miliciano.
Samuel demostraba una extraña mezcla de sabiduría y cólera. Creía que eran dos cosas irreconciliables hasta que las vi en él.
Samuel se pasa la mano por la cara para secarse las lágrimas, y desvela la palidez de sus mejillas demacradas. Tiene los ojos hundidos en el fondo de sus órbitas, parece un milagro que no se le caigan, prácticamente no tiene músculo en la cara, y la piel translúcida casi deja ver sus huesos.
– Eso fue hace mucho tiempo -continúa con un susurro apenas audible-. Fíjate, entonces sólo éramos cinco. Cinco miembros de la Resistencia en toda la ciudad y juntos no sumábamos ni cien años. Yo sólo he disparado una vez, pero fue a un cerdo, a uno de esos que denunciaban, que violaban y torturaban. Mi hermano era incapaz de hacer daño alguno, ni siquiera a ésos.
Samuel se echó a reír sarcásticamente, y su pecho, corroído por la tuberculosis, no dejaba de sufrir estertores. Su voz era extraña, a veces tenía un timbre de hombre y otras el de un niño: Samuel tenía veinte años.
– No debería contarte nada, lo sé, no está bien, pero cuando hablo de él, hago que vuelva un poco a la vida, ¿no crees?
Yo no sabía qué responder, pero asentí con la cabeza. No importa lo que fuera a decir, un compañero necesitaba que yo lo escuchara. No había estrellas en el cielo y tenía demasiada hambre para dormir.
– Ocurrió al principio. Mi hermano tenía el corazón de un ángel y la cara de un muchacho. Creía en el bien y el mal. Hazte cargo, supe desde el inicio que estaba jodido. Con un alma tan pura no se puede hacer la guerra, y la suya era tan bella que destacaba sobre la suciedad de las fábricas y la de las prisiones; iluminaba el camino al amanecer cuando te ibas a trabajar con el calor de la cama todavía en el cuerpo.
»A él no se le podía pedir que matara. Ya te lo he dicho, ¿no? Creía en el perdón. Cuidado, era valiente, nunca se negaba a participar en una acción, pero siempre lo hacía sin arma. "¿De qué serviría? No sé disparar", decía él burlándose de mí. Su corazón le impedía apuntar, tenía un corazón enorme, te lo aseguro -insistía Samuel gesticulando con los brazos-. Iba con las manos vacías al combate, tranquilo y seguro de su victoria.
»Nos habían pedido que saboteáramos la cadena de montaje de una fábrica donde se producían cartuchos. Mi hermano me dijo que había que ir, para él era lógico: cuantos menos cartuchos se fabricaran, más vidas se salvarían.
»Hicimos juntos la investigación. No nos separábamos nunca. Tenía catorce años, así que tenía que vigilarlo y cuidarlo. Pero si quieres que te diga la verdad, creo que durante todo ese tiempo fue él quien me protegió a mí.
»Tenía mucho talento, deberías haberlo visto con un lápiz entre los dedos, era capaz de dibujar cualquier cosa. Con dos trazos de carboncillo te habría esbozado un retrato que tu madre habría colgado en la pared del salón. Así, encaramado al murete del recinto, en medio de la noche, dibujó el perímetro de la fábrica y pintó de colores todos los edificios, que surgían en su hoja de papel como el trigo sale de la tierra. Yo vigilaba y lo esperaba abajo. Entonces, de golpe, se echó a reír sin más, en medio de la noche; era una risa plena y clara, una risa que llevaré siempre conmigo, incluso a la tumba cuando la tuberculosis me gane la batalla. Mi hermano se reía porque había dibujado a un hombre en medio de la fábrica, un tipo con las piernas arqueadas como las del director de su escuela.
»Cuando acabó su dibujo, saltó a la calle y me dijo: "Venga, ya nos podemos ir". Ya ves, así era mi hermano; si los gendarmes hubieran pasado por allí, seguro que habríamos acabado en prisión, pero a él le daba todo igual; miraba su plano de la fábrica con su hombrecito de las piernas arqueadas y se reía a mandíbula batiente; te juro que su risa llenaba la noche.
»Otro día, mientras estaba en la escuela, fui a visitar la fábrica. Me paseaba por el patio intentando no hacerme notar demasiado cuando un obrero se me acercó. Me dijo que si venía a por trabajo, tenía que tomar el camino de los transformadores, los que señalaba con el dedo; y como añadió "camarada", comprendí su mensaje.
»Cuando volví a casa, se lo expliqué todo a mi hermanito, que había completado su mapa. Entonces, mirando el dibujo acabado, ya no se reía ni siquiera cuando le mostré el hombrecito de piernas arqueadas.
Samuel dejó de hablar el tiempo suficiente para recobrar un poco de aliento. Me había guardado una colilla en el bolsillo, la encendí pero no le propuse compartirla a causa de su tos. Me dio tiempo para saborear una primera calada y, después, continuó su relato con una voz que cambiaba de entonación según hablara de él o de su hermano.
– Ocho días después, mi compañera Louise llegó a la estación con una caja de cartón que agarraba bajo el brazo. En la caja, había doce granadas. Dios sabrá cómo había logrado encontrarlas.
»Como ves, no podíamos contar con lanzamientos en paracaídas, estábamos solos, muy solos. Louise era una chica genial, yo estaba encaprichado con ella y ella conmigo. A veces nos gustaba ir a la estación de clasificación para amarnos; desde luego, había que amarse mucho para no prestar atención al decorado, pero, de todos modos, tampoco teníamos nunca tiempo. El día siguiente a que Louise llegara con su paquete, partimos a una misión; era una noche fría y oscura como la de hoy, bueno, diferente, porque mi hermano todavía estaba vivo. Louise nos acompañaba hasta la fábrica. Llevábamos dos revólveres que les habíamos robado a dos policías a los que había sacudido en días y calles diferentes. Mi hermano no quería arma, así que yo llevaba las dos pistolas en la bolsa de mi bicicleta.
»Tengo que decirte lo que me pasó, porque no te lo vas a creer aunque te lo jure ahora mismo. Pedaleamos, la bicicleta se tambalea sobre la grava y, a mi espalda, oigo a un hombre que me dice: "Señor, se le ha caído algo". No tenía ganas de prestarle atención a ese hombre, pero un tipo que sigue su camino después de perder algo es sospechoso. Puse un pie en el suelo y me volví. En la calle de la estación, los obreros vuelven a la fábrica con su morral en bandolera. Caminan en grupos de tres, porque la calle no es lo bastante grande para que quepan cuatro. Ten en cuenta que la fábrica entera está subiendo por la calle. Delante de mí, a treinta metros, está mi revólver, que se ha caído de mi bolsa; mi revólver, brillando en el suelo. Apoyo mi bici contra la pared y camino hacia el hombre que se agacha, recoge mi pistola y me la devuelve como si fuera un pañuelo. El hombre me saluda y se reúne con sus compañeros que lo esperan, tras desearme buenas tardes. Esa noche, vuelve a su casa donde encuentra a su mujer y la comida que aquélla le ha preparado. Yo me vuelvo a subir a mi bici, con el arma bajo la chaqueta, y pedaleo para alcanzar a mi hermano. ¿Te lo puedes creer? ¿Te imaginas qué cara habrías puesto si hubieras perdido tu pistola en una misión y alguien te la hubiera devuelto?
No le dije nada a Samuel, no quería interrumpirle, pero enseguida resurgió en mi memoria la mirada de un oficial alemán, con los brazos en cruz, cerca de un urinario, y las de Robert y Boris.
– Ante nosotros, la fábrica de cartuchos se dibujaba como un trazo de tinta china en la noche. Rodeamos el muro del recinto. Mi hermano lo escaló, apoyando los pies en las piedras como si subiera una escalera. Antes de saltar al otro lado, me sonrió y me dijo que no podía pasarle nada y que nos quería a Louise y a mí. Yo trepé después y me reuní con él, como habíamos quedado, en el patio, detrás de un poste que había señalado en su mapa. Oíamos rozarse las granadas en nuestras bolsas.
»Hay que tener cuidado con el guardia. Duerme lejos del edificio que vamos a quemar y la explosión lo hará salir en un momento en que ya no corra ningún peligro, pero ¿qué nos pasaría si nos viera?
»Mi hermano ya se está colando y avanza en la oscuridad, lo sigo hasta que nuestros caminos se separan; él se ocupa del almacén, yo, del taller y de las oficinas. Tengo su plano en la cabeza y la noche no me asusta. Entro en la nave, rodeo la cadena de montaje y subo los escalones de la pasarela que lleva a las oficinas. La puerta está cerrada con un travesaño de acero, y sólidamente cerrado con un candado; no importa, las baldosas son frágiles. Cojo dos granadas, arranco las anillas y las lanzo, una con cada mano. Los cristales estallan, y tengo el tiempo justo para agacharme, aunque la onda expansiva llega hasta mí. Me proyecta hacia atrás y caigo con los brazos en cruz. Aturdido, con un zumbido en los oídos, grava en la boca y los pulmones llenos de humo, escupo cuanto puedo. Intento levantarme, mi camisa está ardiendo, y me parece que me voy a quemar vivo. Oigo otras explosiones a lo lejos, en los almacenes. Me dejo caer por los escalones de hierro y aterrizo frente a una ventana. El cielo está enrojecido por obra de mi hermano; otros edificios se iluminan cuando las explosiones les prenden fuego en la noche. Busco en mi bolsa, arranco las anillas y lanzo mis granadas, una a una, mientras corro rodeado de humo hacia la salida.
»A mi espalda, las deflagraciones se suceden; con cada una, mi cuerpo entero vacila. Hay tantas llamas que parece pleno día, y, en algunos instantes, la claridad desaparece dejando paso a la oscuridad más profunda. Mis ojos me fallan, las lágrimas que caen de ellos arden.
»Quiero vivir, quiero evadirme del infierno, salir de aquí. Quiero ver a mi hermano, apretarlo entre mis brazos, decirle que todo eso no era más que una absurda pesadilla; que, al despertar, volvamos a encontrar nuestras vidas, sin más, por casualidad, en el baúl en el que mamá guardaba nuestras cosas; nuestras dos vidas, la suya y la mía: aquellas en las que íbamos a robar bombones al colmado de la esquina, en las que mamá nos esperaba al volver de la escuela, en las que nos hacía recitar nuestros deberes; justo antes de que vinieran a arrebatarnos y robarnos nuestras vidas.
»Ante mí, una viga de madera acaba de hundirse, está ardiendo y me impide el paso. El calor es terrible, pero fuera espera mi hermano, lo sé, y no se irá sin mí. Entonces cojo las llamas entre mis manos y aparto la viga.
»No se puede imaginar cómo es el mordisco del fuego cuando no se ha sufrido. Deberías haber visto cómo grité, como un perro al que apalean, grité como si fuera a morirme, pero yo quiero vivir, te lo he dicho; prosigo mi camino por en medio de aquella hoguera, rogando que me corten los puños para que cese el dolor. Ante mí, por fin, aparece el pequeño patio, tal y como mi hermano lo había dibujado. Un poco más lejos, veo la escala que ha colocado contra la pared. "Me preguntaba qué estabas haciendo", dice al ver mi cara negra como la de un carbonero. Y añade: "tienes un aspecto terrible". Me ordena que pase primero, a causa de mis heridas. Subo como puedo, apoyándome con los codos porque las manos me hacen demasiado daño. Cuando llego arriba, me vuelvo y lo llamo para decirle que es su turno, y que no puede retrasarse.
Samuel se calló de nuevo, como para hacer acopio de la fuerza necesaria para explicar el final de su historia. Después, abre las manos y me muestra las palmas; son las de un hombre que se ha ganado la vida trabajando duramente la tierra, un hombre de cien años; Samuel sólo tiene veinte.
– Mi hermano está allí, en el patio, pero cuando lo llamo, responde la voz de otro hombre. El guardia de la fábrica levanta su fusil y grita: «Alto, alto». Saco el revólver de mi bolsa, olvido el dolor de las manos y apunto; pero mi hermano grita: «¡No lo hagas!». Lo miro y el arma se me escurre entre los dedos. Cuando cae a sus pies, sonríe, tranquilo porque no puede hacer daño. Ya ves, te dije que tenía el corazón de un ángel. Con las manos desnudas, se vuelve y le sonríe al guardia. «No dispares», dice él, «no dispares, somos de la Resistencia.» Dijo esas palabras como para tranquilizar a aquel hombrecillo rechoncho que le apuntaba con su fusil, como para decirle que no quería hacerle daño.
»Mi hermano añade: "Después de la guerra, te construirán una fábrica nueva, que podrás guardar todavía mejor". Y después, se vuelve y pone un pie en el primer peldaño de la escala. El hombre rechoncho grita de nuevo: "Alto, alto", pero mi hermano continúa su camino hacia el cielo. El guardia aprieta el gatillo.
»Vi cómo le explotó su pecho y se le heló la mirada. Con sus labios empapados de sangre murmuró: "Sálvate, te quiero". Su cuerpo cayó hacia atrás.
»Yo estaba arriba, sobre el muro, y él abajo, bañado en aquel charco rojo que se extendía debajo de él, rojo por todo el amor que se perdía.
Samuel no dijo nada más en toda la noche. Cuando acabó de contarme su historia, fui a acostarme cerca de Claude, que refunfuñó un poco por haberle despertado.
En mi jergón de paja, vi, por fin, a través de los barrotes, algunas estrellas que brillaban en el cielo. Aunque no creo en Dios, esa noche imaginé que en alguna de ellas centelleaba el alma del hermano de Samuel.