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Capítulo 26

El sol de mayo calienta nuestra celda. A mediodía, los barrotes del ventanuco dibujan tres rayas negras sobre el suelo. Con el viento a favor, los primeros olores de los tilos llegan hasta nosotros.

– Parece que los compañeros han conseguido apoderarse de un coche.

La voz de Étienne rompe el silencio. A Étienne lo conocí aquí, se unió a la brigada unos días después de que Claude y yo fuéramos arrestados; cayó como los otros en las redadas del comisario Gillard. Y mientras hablo, intento imaginarme fuera, en una vida diferente a la mía. En la calle, oigo a los peatones que caminan con pasos ligeros de libertad, sin saber que a pocos metros de ellos, detrás de un doble muro, estamos prisioneros y esperamos la muerte. Étienne canturrea para matar el aburrimiento. Y además, está el encierro, que es como una serpiente que nos estrangula sin descanso. Con su mordedura indolora, su veneno se difunde. Entonces, las palabras que canta nuestro amigo nos recuerdan al momento que no, no estamos solos, estamos aquí todos juntos.

Étienne está sentado en el suelo, apoyado contra la pared, su frágil voz es dulce, es casi la de un niño que cuenta una historia, la de un crío valeroso que canta a la esperanza:

Sur c'te butte-là, y avait pas d'gigolette,Pas de marlous, ni de beaux muscadins.Ah, c'était loin du moulin d'la Galette,Et de Paname, qu'est le roi des pat'lins.C'qu'elle en a bu, du beau sang, cette terre,Sang d'ouvrier et sang de paysan,Car les bandits, qui sont cause des guerres,N'en meurent jamais, on n'tue qu'les innocents.

La voz de Étienne se mezcla con la de Jacques; y los compañeros que estaban arreglando sus jergones de paja siguen con su obligación, pero ahora lo hacen al ritmo del estribillo.

La Butte Rouge, c'est son nom, l'baptême s'fit un matinOù tous ceux qui grimpèrent, roulèrent dans le ravinAujourd'hui y a des vignes, il y pousse du raisinQui boira d'ce vin-là, boira l'sang des copains.

En la celda vecina, oigo el acento de Charles y el de Boris que se suman al canto. Claude, que estaba garabateando unas palabras en una hoja de papel, deja su lápiz para tararear otras. De repente, se levanta y canta:

Sur c'te butte-là, on n'y f'sait pas la noce,Comme à Montmartre, où l'champagne coule à flots.Mais les pauv' gars qu'avaient laissé des gosses,I f'saient entendre de pénibles sanglots.C'qu'elle en a bu, des larmes, cette terre,Larmes d'ouvriers et larmes de paysans,Car les bandits, qui sont cause des guerres,Ne pleurent jamais, car ce sont des tyrans.La Butte Rouge, c'est son nom, l'baptême s'fit un matinOù tous ceux qui grimpèrent, roulèrent dans le ravinAujourd'hui y a des vignes, il y pousse du raisinQui boit de ce vin-là, boira les larmes des copains.

A mi espalda, los españoles se ponen también a cantar; aunque no conocen la letra, tararean con nosotros. Muy pronto, en todo el piso suena «La Butte Rouge». Ahora son cien los que cantan:

Sur c'te butte-là, on y r'fait des vendanges,On y entend des cris et des chansons.Filles et gars, doucement y échangentDes mots d'amour, qui donnent le frisson.Peuvent-ils songer dans leurs folles étreintes,Qu'à cet endroit où s'échangent leurs baisers,J'ai entendu, la nuit, monter des plaintes,Et j'y ai vu des gars au crâne brisé?La Butte Rouge, c'est son nom, l'baptême s'fit un matinOù tous ceux qui grimpèrent, roulèrent dans le ravinAujourd'hui y a des vignes, il y pousse du raisinMais moi j'y vois des croix, portant l'nom des copains <emphasis><strong>[3]</strong></emphasis>

Como ves, Étienne tenía razón, no estamos solos, sino que estamos aquí todos juntos. El silencio vuelve a caer, y con él la noche en la ventana. Todos vuelven a sumirse en la angustia y el miedo. Muy pronto habrá que salir a la pasarela y quitarse toda la ropa excepto los calzoncillos, que, gracias a algunos compañeros españoles, tenemos derecho a conservar.

***

Ya ha amanecido. Los prisioneros han vuelto a vestirse y están todos esperando el desayuno. Dos cocineros transportan la marmita por la pasarela y van sirviendo la comida en los cuencos que les tienden. Los detenidos vuelven a entrar en las celdas, las puertas se cierran y el concierto de cerrojos acaba. Todo el mundo se aísla en alguna parte de su soledad e intenta calentarse las manos con los bordes de su bol de metal. Acercan los labios al caldo y soplan sobre el líquido amargo. Procuran beberse a pequeños sorbos el nuevo día.

Ayer, cuando cantábamos, una voz no respondió a la llamada. Enzo está en la enfermería.

– Estamos esperando tranquilamente a que lo ejecuten, pero deberíamos actuar -dice Jacques.

– ¿Desde aquí?

– Desde luego, Jeannot, desde aquí precisamente no se puede hacer gran cosa, y por eso tendríamos que hacerle una visita -responde él.

– ¿Para…?

– Mientras no se pueda tener en pie, no podrán fusilarlo. Tenemos que evitar que se cure demasiado rápido, ¿entiendes?

Por mi cara, Jacques adivina que todavía no entiendo el papel que me reserva; nos jugamos al palito más corto quién de nosotros tendrá que retorcerse de dolor.

Nunca he tenido suerte en el juego, y el refrán que dice que debería tenerla en el amor es idiota, ¡sé muy bien de lo que hablo!

Así que momentos después, ahí me tienes, revolcándome por el suelo y fingiendo males que no me ha costado imaginar.

Los guardias tardarán una hora antes de venir a ver quién estaba sufriendo hasta el punto de gritar como lo hacía; y mientras sigo con mis lamentos, la conversación va a buen ritmo en la celda.

– ¿Es verdad que los compañeros tienen un coche? -pregunta Claude, que no presta ninguna atención a mis talentos como actor.

– Sí, eso parece -responde Jacques.

– ¿Te das cuenta?, ellos están ahí fuera cumpliendo sus misiones en coche, y nosotros seguimos aquí como idiotas sin poder hacer nada.

– Sí, me doy cuenta -farfulla Jacques.

– ¿Crees que volveremos con ellos?

– No sé, tal vez.

– ¿Crees que nos ayudarán? -pregunta mi hermano.

– ¿Quieres decir los del exterior? -responde Jacques.

– Sí -responde Claude, casi jovial-, quizás intenten liberarnos.

– No podrán hacerlo. Con los alemanes que están en las torres de vigilancia y los guardias franceses del patio, se necesitaría un ejército para liberarnos.

Mi hermano se detiene a reflexionar, sus esperanzas se ven frustradas, así que vuelve a sentarse apoyado contra la pared y a la palidez de su cara se suma una expresión de tristeza.

– ¡Oye, Jeannot, podrías gemir un poco menos fuerte, apenas puedo oír nada! -dice para callarse después definitivamente.

Jacques mira fijamente la puerta de la celda. Se oyen pasos de botas militares sobre la crujía.

Se levanta la trampilla y aparece la cara rojiza de un guardia. Parece buscar con su mirada de dónde vienen los quejidos. La cerradura gira, y dos guardias me levantan del suelo y se me llevan afuera.

– Más vale que tengas algo grave, porque nos has molestado fuera de nuestro horario; si no, te haremos pagar caro el paseo -dice uno.

– ¡Puedes estar seguro! -añade el otro.

Pero me da igual que me den unos cuantos palos más, me llevan a ver a Enzo.

Duerme inquieto en su cama. El enfermero me hace tumbar en una camilla, cerca de Enzo. Espera a que los guardias se vayan y se gira hacia mí.

– ¿Estás fingiendo para descansar aquí unas horas o de verdad te duele algo?

Yo le señalo el vientre gesticulando y él me toca, dubitativo.

– ¿Te han quitado ya el apéndice?

– No lo creo -balbuceé, sin pensar de verdad en las consecuencias de mi respuesta.

– Déjame explicarte algo -responde el hombre en un tono seco-: si la respuesta a mi pregunta sigue siendo que no, podemos abrirte y extirparte ese apéndice inflamado. Por supuesto, eso tendría sus ventajas: cambiarías dos semanas en la celda por otros tantos días en una buena cama y disfrutarías de una comida mejor. Si tuvieras que ir a juicio, se pospondría y, si tu compañero sigue aquí cuando te despiertes, podríais incluso charlar.

El enfermero saca un paquete de cigarrillos del bolsillo de su bata, me ofrece uno y se pone otro entre los labios. Continúa en un tono más solemne:

– Desde luego, también hay inconvenientes. En primer lugar, no soy cirujano, si lo fuera no trabajaría como enfermero en la prisión de Saint-Michel. Cuidado, no digo que la operación no pueda salir bien, me sé los manuales de memoria, pero debes entender que no es como estar en manos expertas. Además, te puedes imaginar que las condiciones de higiene no son las ideales. Nunca se está a salvo de una infección y, en ese caso, tampoco puedo negarte que una mala fiebre podría acelerar tu ejecución. Bueno, me voy fuera a fumarme este cigarrillo. Mientras tanto, intenta recordar si la cicatriz que veo en la parte inferior de tu abdomen no es precisamente de una operación de apendicitis.

El enfermero salió de la habitación y me dejó solo con Enzo. Lo zarandeé suavemente y lo saqué probablemente de un sueño, porque me sonrió al abrir los ojos.

– ¿Qué estás haciendo aquí, Jeannot? ¿Te han herido?

– No, no tengo nada, sólo he venido a hacerte una visita.

Enzo se recostó en su cama y, en esta ocasión, su sonrisa no se debía a ningún sueño.

– ¡Es verdaderamente halagador! ¿Te has tomado todas estas molestias para venir a verme?

Le respondí asintiendo, porque sinceramente, estaba muy emocionado por ver a mi compañero Enzo. Y cuanto más lo miraba, más me embargaba la emoción; y también porque, además de él, veía a Marius en aquel cine, y a Rosine, a su lado, sonriéndome.

– No deberías haberte molestado, Jeannot, muy pronto podré volver a andar, casi estoy recuperado.

Bajé los ojos, no sabía cómo explicárselo.

– Vaya, no parece alegrarte mucho que esté mejorando.

– Lo cierto, Enzo, es que sería mejor que no estuvieras tan bien, ¿entiendes?

– ¡En absoluto, no!

– Escúchame: en cuanto puedas volver a caminar, te llevarán al patio para cumplir tu condena. Mientras no puedas llegar a pie al patíbulo, seguirás vivo. ¿Lo entiendes ahora?

Enzo no dijo nada. Yo me sentía avergonzado, porque mis palabras eran crudas y porque, si hubiera estado en su lugar, no me habría gustado que nadie me las dijera. Pero lo hacía por su bien y para salvarle el cuello, así que procuré sobreponerme a mi disgusto.

– No debes curarte, Enzo. El desembarco acabará llegando, debemos ganar tiempo.

Enzo apartó bruscamente la sábana para dejar la pierna al descubierto. Las cicatrices eran inmensas, pero casi se habían cerrado.

– ¿Y qué puedo hacer?

– Jacques todavía no me ha dicho nada al respecto; pero no te preocupes, hallaremos la manera. Mientras tanto, intenta fingir dolor. Si quieres te puedo enseñar cómo, he adquirido una cierta práctica.

Enzo me dijo que no me necesitaba para eso; tenía el dolor muy fresco en su memoria. Oí que el enfermero volvía, Enzo fingió volver a dormirse y yo regresé a mi camilla.

Después de una madura reflexión, preferí tranquilizar al hombre con bata; me había vuelto la memoria gracias a ese breve momento de descanso; y estaba casi seguro de que ya me habían operado de apendicitis a los cinco años. De todos modos, el dolor había remitido y podía volver a la celda. El enfermero me metió algunas pastillas de azufre en el bolsillo para que pudiéramos encender nuestros cigarrillos. A los guardias que me llevaban de vuelta les dijo que habían hecho bien en llevarme allí, porque tenía un principio de oclusión que podría haber acabado mal, y que, si no hubiera sido por su intervención, habría podido incluso morir.

Al más cretino de los dos, que se atrevió a remarcarme que me había salvado la vida, tuve que darle las gracias, y esas palabras todavía me queman en la boca; pero cuando pienso que lo hice para salvar a Enzo, el fuego se apaga.

***

De regreso a la celda, doy las noticias de Enzo, y, por primera vez, veo a personas entristecerse porque su amigo se cura; eso nos recuerda la época absurda que vivimos, en la que la vida ha perdido toda su lógica y el mundo está patas arriba.

Andando de un lado a otro, con los brazos cruzados a la espalda, todos intentábamos encontrar una forma de salvar a nuestro compañero.

– De hecho -dije aventurándome un poco-, simplemente hay que encontrar un medio de que las cicatrices no se acaben de cerrar.

– Gracias, Jeannot -gruñe Jacques-, ¡hasta ahí, todos estamos de acuerdo contigo!

Mi hermano, que sueña con estudiar Medicina algún día, lo que en su situación revela un cierto optimismo, añade enseguida:

– Para eso bastaría con que las heridas se infectaran.

Jacques se lo queda mirando y se pregunta si aquellos dos hermanos comparten algún tipo de defecto congénito que los predisponga a decir obviedades.

– Lo difícil -añade Claude- es conseguir que las heridas se infecten.

– Necesitamos ganarnos la complicidad del enfermero.

Saco de mi bolsillo el cigarrillo y las pastillas de azufre que me dio hace un rato, y le digo a Jacques que he notado en ese hombre una cierta compasión por nosotros.

– ¿Hasta el punto de correr riesgos para salvar a uno de los nuestros?

– Jacques, hay mucha gente que está dispuesta a asumir riesgos para salvar la vida de un muchacho.

– Jeannot, me da igual lo que haga o deje de hacer la gente, lo que me interesa es ese enfermero que has conocido. ¿Cómo valoras las oportunidades que podemos tener con él?

– No sé qué decir, en fin, no me parece un mal tipo.

Jacques camina hacia la ventana, reflexiona; no deja de pasarse la mano por su rostro demacrado.

– Hay que volver a verlo -dice él-. Debemos preguntarle si nos ayudará a conseguir que el compañero Enzo vuelva a caer enfermo. Él sabrá cómo hacerlo.

– ¿Y si no quiere? -interviene Claude.

– Le hablaremos de Stalingrado, le diremos que los rusos han llegado a las fronteras de Alemania, que los nazis están perdiendo la guerra, que el desembarco no tardará y que la Resistencia sabrá recompensarlo cuando todo haya acabado.

– ¿Y si no se deja convencer? -insiste mi hermano.

– Entonces, lo amenazaremos con saldar cuentas con él después de la Liberación -responde Jacques. Y aunque detesta sus propias palabras, los medios no importan, hay que conseguir que la herida de Enzo se gangrene.

– ¿Y cómo le vamos a decir todo eso al enfermero? -pregunta Claude.

– Todavía no lo sé. Si volvemos a usar el truco del enfermo, los guardias no se lo tragarán.

– Creo que sé un modo -dije sin reflexionar demasiado.

– ¿Cómo pretendes hacerlo?

– A la hora del paseo, los guardias están todos en el patio. Voy a hacer la única cosa que no se esperan: voy a escaparme dentro de la prisión.

– No digas tonterías, Jeannot, si te pillan, te matarán.

– ¡Pensaba que había que salvar a Enzo a cualquier precio!

La noche acaba y llega un nuevo día, tan gris como los demás. Es la hora del paseo. Con el ruido de las botas de los guardias que avanzan por la pasarela, vuelve a mi memoria el aviso de Jacques: «si te cogen, te matarán»; pero, de inmediato, vuelvo a pensar en Enzo. Los cerrojos chasquean, las puertas se abren y los prisioneros se alinean ante Touchin, que empieza a contarlos.

Tras saludar al jefe de los guardias, el séquito se adentra en la escalera de caracol que lleva a la planta baja. Pasamos bajo la cristalera que ilumina pobremente la galería; nuestros pasos resuenan sobre la piedra desgastada y entramos en el pasillo que lleva al patio.

Todo mi cuerpo está en tensión, debo aprovechar la curva para colarme, camuflado en medio de la formación, por la pequeña puerta entreabierta. Sé que de día nunca está cerrada para que el guardia pueda echar una ojeada desde su silla a la celda de los condenados a muerte. Conozco el camino, ayer lo seguí bajo custodia. Ante mí, hay una cámara de apenas un metro, y, al final, unos escalones llevan a la enfermería. Los matones están en el patio, es mi oportunidad.

Cuando me ve, el enfermero se sobresalta. Por mi cara, sabe que no tiene nada que temer. Le hablo y él me escucha sin interrumpirme; de repente, se sienta abatido en un taburete.

– No aguanto más esta prisión -dice-, no puedo soportar durante más tiempo saber que todos me vigilan, ni la sensación de impotencia que me embarga cuando tengo que saludar a esos cerdos que os vigilan y os apalean a la primera de cambio. No aguanto más los fusilamientos del patio; pero debo vivir, ¿no? Tengo que alimentar a mi mujer, y al hijo que esperamos, ¿entiendes?

Entonces me toca a mí reconfortar al enfermero, a mí, el judío pelirrojo y miope que está en los huesos y con la piel en carne viva, llena de las picaduras que las pulgas me dejan cada día como recuerdo de la noche anterior; a mí, el prisionero que espera la muerte, como quien espera su turno en el médico, con el estómago vacío, ¡a mí me toca tranquilizarlo sobre su futuro!

Deberías haberme oído hablándole de todo aquello en lo que todavía creía: los rusos de Stalingrado, la degradación de los frentes del este, el desembarco y la derrota de los alemanes, que caerán de sus pedestales como las hojas en otoño.

El enfermero me escucha; me escucha como un niño que casi ha dejado de estar asustado. Al acabar mi relato, los dos nos hemos hecho cómplices. Cuando me parece que su ansiedad se ha calmado, le explico que tiene entre sus manos la vida de un muchacho de tan sólo diecisiete años.

– Escucha -dice el enfermero-, mañana lo bajarán a la celda de los condenados; antes, si él está de acuerdo, le pondré un vendaje en la herida y, con un poco de suerte, la infección volverá y lo subirán aquí de nuevo. Pero, en los próximos días, tendréis que pensar en alguna estrategia para que sea así.

En sus armarios encontramos desinfectante, pero ningún producto que sirva para infectar. Por tanto, el único recurso que nos queda es orinar sobre el vendaje.

– Vete ahora -me dice mirando por la ventana-, el paseo se está acabando.

Me reuní con los prisioneros, sin que los guardias notaran nada, y Jacques se acercó a mí discretamente.

– ¿Y bien? -me preguntó él.

– ¡Tengo un plan!

***

Al día siguiente, el día después de aquél, y todos los días que le siguieron, a la hora del paseo yo me organizaba el mío propio sin los demás. Cuando pasaba por delante de la cámara, me salía raudo de la fila de los prisioneros. Sólo debía girar la cabeza para ver a Enzo en la celda de los condenados a muerte, durmiendo en su lecho.

– ¿Ya vuelves a estar aquí, Jeannot? -decía él, mientras se estiraba y se levantaba inquieto-. ¿Qué te traes entre manos? Estás loco: si te pillan, te fusilarán.

– Lo sé, Enzo, Jacques me lo ha dicho cien veces, pero hay que volver a prepararte el vendaje.

– Vuestra historia con el enfermero es rara de verdad.

– No te preocupes por nada, Enzo, está de nuestra parte, sabe lo que se hace.

– ¿Entonces? ¿Tenéis alguna noticia?

– ¿De qué?

– ¡Del desembarco, claro! ¿Dónde están los americanos? -preguntó Enzo, del mismo modo que un niño, después de tener una pesadilla, pregunta si todos los monstruos han vuelto debajo de su cama.

– Escucha, los rusos han empezado a ganar a los alemanes, se dice incluso que pronto liberarán Polonia.

– Pues eso está muy bien.

– Pero sobre el desembarco, por ahora no se sabe nada.

Pronuncié esas palabras con voz triste y Enzo lo notó; frunció los ojos, como si la muerte tirara su lazo hacia él y fuera reduciendo las distancias.

Y mi compañero adopta una expresión seria mientras cuenta los días.

Enzo levanta un poco la cabeza para mirarme de reojo.

– De verdad que tienes que irte, Jeannot, ¿te das cuenta de lo que te harán si te pillan?

– Me iría con mucho gusto, pero ¿dónde quieres que vaya?

Enzo se rio y me alegré de ver a mi amigo sonreír.

– ¿Y tu pierna?

Se la miró y se encogió de hombros.

– ¡Pues va bastante bien!

– Pues va a volver a dolerte, pero eso es mejor que lo peor, ¿no?

– No te preocupes, Jeannot, lo entiendo; y siempre será menos doloroso que las balas que me hagan estallar los huesos. Ahora, vete, antes de que sea demasiado tarde.

La cara de mi amigo palidece y noto una patada en los riñones. Por mucho que grite que son unos cerdos, los guardias no dejan de apalearme; me doblo en dos, y, cuando caigo de espaldas al suelo, siguen las patadas. Mi sangre se extiende por el suelo. Enzo se ha levantado, y, sujetándose en los barrotes de su celda, suplica que me dejen.

– Vaya, veo que ya te tienes de pie -dice con sorna el guardia.

Querría desmayarme para dejar de sentir el incesante aluvión de golpes que me cae encima como una tormenta de verano. Qué lejos está la primavera de esos fríos días de mayo.


  1. <a l:href="#_ftnref3">[3]</a> En esta loma no hay prostitutas,ni proxenetas, ni chicos guapos.Ah, estaba lejos del molino de la Galette,Y de Paname, que es el rey de los seductores.Esta tierra ha bebido sangre,Sangre de obrero y sangre de campesino,Porque los bandidos, que son la causa de las guerras,No mueren nunca, pues sólo se mata a los inocentes.La Loma Roja es su nombre, el bautizo se hizo una mañanaEn la que todos aquellos que subieron, rodaron por el barrancoHoy allí hay viñas, y crecen uvasQuien beba ese vino, beberá la sangre de los compañeros.En esta loma, no se corren juergasComo en Montmartre, donde el champán mana a raudales.Sino los pobres tipos que habían dejado chicos,Sueltan penosos lamentos.Esta tierra ha bebido lágrimas,Lágrimas de obreros y lágrimas de campesinos,Porque los bandidos, que causan las guerras,No lloran jamás, porque son tiranos.La Loma Roja es su nombre, el bautizo se hizo una mañanaEn la que todos aquellos que subieron, rodaron por el barrancoHoy allí hay viñas, y crecen uvasQuien beba ese vino, beberá las lágrimas de los compañeros.En esta loma, se vuelve a hacer la vendimia,Se oyen gritos y canciones.Chicas y chicos se cruzan dulcementePalabras de amor, que provocan escalofríos.¿Podrán creer, en medio de sus alocados abrazos,Que en ese lugar en el que se besan,De noche, oí quejidos que se elevabanY que vi a chicos con el cráneo roto?La Loma Roja es su nombre, el bautizo se hizo una mañanaEn la que todos aquellos que subieron rodaron por el barrancoHoy allí hay viñas, y crecen uvasPero he visto allí cruces con el nombre de los compañeros.(«La Butte Rouge», letra de Monthéus, música de Georges Krier, 1923)