38970.fb2 Los hijos de la libertad - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 30

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Capítulo 28

Cuando salí del calabozo pude reunirme con mis compañeros. Se me acercaron para ofrecerme tabaco suficiente para liarme, como mínimo, tres cigarrillos.

En mitad de la noche, bombarderos ingleses sobrevuelan la prisión. A lo lejos se oyen las sirenas; me agarro a los barrotes y miro al cielo.

El rugido lejano de los motores parece una tormenta que se acerca; invade el espacio y resuena hasta nosotros.

Con los rayos de luz que cruzan el cielo, veo dibujarse los tejados de la ciudad: Toulouse, la ciudad rosa. Pienso en la guerra que tiene lugar fuera de estos muros, pienso en las ciudades de Alemania y en las de Inglaterra.

– ¿Adónde van? -pregunta Claude sentado en su jergón.

Me giro y, en la oscuridad, veo a los compañeros y sus cuerpos delgados. Jacques está apoyado en la pared, y Claude hecho un ovillo. Golpeamos las paredes con nuestros platos y, desde otras celdas, se alzan voces que nos dicen: «¿Oís eso?». Sí, todos oímos esos ruidos de libertad, tan cerca y tan lejos a la vez, a unos cuantos miles de metros por encima de nuestras cabezas.

En los aviones, allá arriba, hay tipos libres, termos de café, galletas y muchos cigarrillos, justo encima de nosotros, ¿te das cuenta? Y los pilotos con cazadoras de cuero cruzan las nubes y flotan en medio de las estrellas. Bajo sus alas, la tierra está oscura, no hay ni una luz, ni siquiera la de las prisiones, y llenan nuestros corazones de un soplo de esperanza. Dios, cómo me gustaría ser uno de ellos, habría dado mi vida por estar sentado a su lado, pero mi vida ya la había dado por la libertad allí, en un calabozo de piedra en la prisión de Saint-Michel.

– ¿Adónde van? -repite mi hermano.

– ¡No tengo ni idea!

– ¡A Italia! -afirma uno de los nuestros.

– No, cuando van allá salen de África -responde Samuel.

– Entonces, ¿adónde? -vuelve a preguntar Claude-. ¿Qué están haciendo aquí?

– No sé, no sé, pero aléjate de la ventana, nunca se sabe.

– ¿Y tú? ¡Estás pegado a los barrotes!

– Yo miro y te cuento…

Unos silbidos desgarran la noche, las primeras explosiones hacen temblar la prisión de Saint-Michel y todos los prisioneros se levantan, y se ponen a gritar vítores. «¿Oís eso, chicos?» Sí, lo oímos. Están bombardeando Toulouse, y el cielo se vuelve rojo a lo lejos. Los cañones antiaéreos responden, pero los silbidos continúan. Los compañeros se han reunido conmigo en los barrotes. ¡Qué magníficos fuegos artificiales!

– Pero ¿qué están haciendo? -suplica Claude.

– No sé -murmura Jacques.

Un compañero alza la voz y se pone a cantar. Reconozco el acento de Charles y me acuerdo de la estación de Loubers.

Mi hermano está a mi lado, Jacques, enfrente, François y Samuel, en su jergón; en el piso inferior, están Enzo y Antoine. La 35.a brigada no ha dejado de existir.

– Ojalá una de esas bombas tirara estos muros… -dice Claude.

Cuando nos levantemos al día siguiente, nos enteraremos de que esa noche los aviones extendían bajo sus alas el inicio del desembarco.

Jacques tenía razón, la primavera vuelve, tal vez Enzo y Antoine se hayan salvado.

***

Al amanecer del día siguiente, tres hombres de negro entran en el patio. Un oficial de uniforme los sigue.

El guardia jefe los recibe, incluso él está estupefacto.

– Esperadme en el despacho -dice él-, tengo que avisarlos, no los esperábamos.

Mientras el vigilante vuelve sobre sus pasos, un camión cruza el umbral y doce hombres con cascos bajan de él.

Aquella mañana, Touchin y Theil libran, y Delzer está de servicio.

– Tenía que tocarme a mí -gruñe el suplente del guardia jefe.

Entra en la cámara y se acerca a la celda. Antoine oye los pasos y se levanta.

– ¿Qué hacéis aquí? No es de noche todavía, ni tampoco la hora de la comida.

– Ya está -dice Delzer-, están aquí.

– ¿Qué hora es? -pregunta el chico.

El guardia mira su reloj, son las cinco.

– ¿Vienen por nosotros? -pregunta Antoine.

– No han dicho nada.

– Entonces, ¿van a venir a buscarnos?

– En una media hora, creo. Tienen que cumplimentar el papeleo.

El guardia busca en el bolsillo, saca un paquete de cigarrillos y lo pasa por entre los barrotes.

– De todas maneras, sería mejor que despertaras a tu compañero.

– ¡Pero todavía no puede tenerse en pie, no le pueden hacer eso!¡No tienen derecho a hacerlo, joder! -dice furioso Antoine.

– Lo sé -dice Delzer, bajando la cabeza-. Te dejo, tal vez sea yo quien vuelva después.

Antoine se acerca al jergón de Enzo. Le da unos golpecitos en el hombro.

– Despierta.

Enzo abre los ojos sobresaltado.

– Ha llegado el momento -murmura Antoine-, están aquí.

– ¿Vienen a por los dos? -pregunta Enzo con los ojos húmedos.

– No, a ti no te pueden tocar, sería demasiado repugnante.

– No digas eso, Antoine, me he acostumbrado a que estemos juntos, iré contigo.

– ¡Cállate, Enzo! No puedes caminar, te prohíbo que te levantes, ¿me oyes? Sabes que puedo ir solo.

– Lo sé, amigo, lo sé.

– Mira, tenemos dos cigarrillos de los de verdad, vamos a fumárnoslos.

Enzo se incorpora y enciende una cerilla. Pega una profunda calada y se queda mirando las volutas de humo.

– Entonces, ¿los aliados no han desembarcado todavía? -Al parecer no, amigo mío.

***

En la celda dormitorio, cada uno espera a su manera. Esa mañana, la sopa se retrasa. Son las seis, y los encargados de traer la comida no han entrado todavía en la galería. Jacques se pasea de un lado a otro; en su rostro se nota su inquietud. Samuel permanece tumbado contra el muro, Claude se dirige a los barrotes, pero el patio sigue oscuro y vuelve a sentarse.

– Maldita sea, ¿qué estarán haciendo? -farfulla Jacques.

– ¡Cerdos! -responde mi hermano.

– ¿Crees que…?

– ¡Cállate, Jeannot! -ordena Jacques, antes de volver a sentarse de espaldas a la puerta y con la cabeza hundida entre las rodillas.

***

Delzer ha vuelto a la celda de los condenados, con el rostro deshecho.

– Lo siento, chicos.

– ¿Y cómo lo van a llevar? -dice en tono de súplica Antoine.

– Lo llevarán en una silla. El retraso se debe a eso. He intentado disuadirles, decirles que esas cosas no deben hacerse, pero se han cansado de esperar a que se cure.

– ¡Menudos cerdos! -grita Antoine.

Enzo le dice para consolarlo:

– ¡Quiero ir a pie!

Se levanta, tropieza y cae. El vendaje se deshace, su pierna está completamente podrida.

– Te van a llevar en una silla -dice suspirando Delzer-, no vale la pena que sufras más.

Lo siguiente que oye Enzo tras esas palabras es el ruido de los pasos de quienes vienen a por ellos.

***

– ¿Lo has oído? -dice Samuel enderezándose.

– Sí -susurra Jacques.

En el patio retumban los pasos de los gendarmes.

– Acércate a la ventana, Jeannot, y dinos qué está pasando.

Avanzo hasta los barrotes, y Claude me ayuda a auparme. A mi espalda, los compañeros esperan a que les cuente la triste historia de un mundo en el que dos muchachos perdidos, a primera hora de la mañana, son conducidos a la muerte, la historia en la que uno de ellos se tambalea sobre una silla que llevan dos gendarmes.

Al que está de pie, lo atan al poste, y al otro, lo dejan a su lado.

Doce hombres forman una fila. Oigo crujir los dedos de Jacques, y doce disparos que estallan al amanecer de un último día. Jacques grita: «¡no!», más fuerte todavía que el canto que se eleva, y por más tiempo del que duran los versos de «La Marsellesa».

Las cabezas de nuestros compañeros se balancean y caen, sus pechos agujereados derraman su sangre; la pierna de Enzo todavía da patadas, después se extiende y se desplaza hacia un lado.

Con la cabeza en el suelo, y en el silencio que ahora reina en el ambiente, te juro que sonríe.

***

Aquella noche, cinco mil buques provenientes de Inglaterra cruzaron el canal de la Mancha. Al amanecer, dieciocho mil paracaidistas bajaron del cielo, y soldados americanos, ingleses y canadienses desembarcaron a miles en las playas de Francia; tres mil se dejaron la vida en las primeras horas de la mañana, la mayoría descansa en los cementerios de Normandía.

Υ

Estamos a 6 de junio de 1944, son las seis. Al alba, en el patio de la prisión de Saint-Michel de Toulouse, han fusilado a Enzo y Antoine.