38970.fb2 Los hijos de la libertad - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 32

Los hijos de la libertad - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 32

TERCERA PARTECapítulo 30

El sol no está todavía en lo más alto del cielo, los cuatrocientos prisioneros del campo de Vernet esperan en el andén, que ya está impregnado de la tibieza del día. Los ciento cincuenta detenidos de la prisión de Saint-Michel se unen a ellos. Se añaden al convoy algunos vagones de pasajeros, además de los de mercancías que están reservados para nosotros. En aquéllos, embarcan los alemanes acusados de pequeños delitos. Regresan a su casa custodiados. También suben algunos miembros de la Gestapo que han conseguido ser repatriados junto con sus familias. Los Waffen-SS se sientan en los estribos con el fusil sobre las rodillas. Cerca de la locomotora, el jefe del tren, el teniente Schuster, da órdenes a sus soldados. A la cola del convoy añaden una plataforma a la que suben un inmenso proyector y una ametralladora. Los SS nos empujan. A uno de ellos no le gusta la cara de un prisionero y le asesta un golpe con la culata. El hombre se cae al suelo y se levanta agarrándose el estómago. Las puertas de los vagones, propios de ganado, se abren. Me vuelvo y miro por última vez el color del día. No hay ni una nube, se anuncia un caluroso día de verano, y yo parto hacia Alemania.

El andén está repleto de gente, hay deportados en fila delante de todos los vagones, y yo, extrañamente, ya no oigo ruido alguno. Cuando nos empujan, Claude se inclina a mi oído.

– Éste es el último viaje.

– ¡Cállate!

– ¿Cuánto tiempo crees que estaremos ahí dentro?

– El tiempo que haga falta. ¡Te prohíbo que te mueras!

Claude se encoge de hombros, le ha llegado el turno de subir, me tiende la mano y lo sigo. Detrás de nosotros, la puerta del vagón se cierra.

Necesito un poco de tiempo para habituarme a la oscuridad. Los ventanucos están tapados con tablas rodeadas de espino. En ese vagón, han amontonado a sesenta personas, tal vez incluso a unos pocos más, y me doy cuenta de que tendremos que hacer turnos para descansar.

Enseguida llega el mediodía, el calor es insoportable y el convoy todavía no se mueve. Si el tren se pusiera en marcha, tal vez tendríamos un poco de aire, pero no ocurre así. Un italiano que no puede soportar la sed hace pis entre sus manos y se bebe su propia orina. Entonces, se tambalea y acaba desvaneciéndose. Lo sostenemos entre tres ante la pequeña corriente de aire que entra por el ventanuco. Mientras lo reanimamos, otros pierden la conciencia y se derrumban.

– ¡Escuchad! -susurra mi hermano.

Aguzamos el oído y todos lo miramos dudando.

– Shhh -insiste él.

Se oye el rugido de la tormenta que se acerca, y gruesas gotas estallan sobre el techo. Meyer se precipita, extiende los brazos hacia los espinos y se hiere; no le importa en absoluto, con la sangre que fluye sobre su piel, se mezcla un poco de agua de lluvia y se la lame. Otros pelean por ocupar su lugar. Sedientos, agotados, atemorizados, los hombres se están convirtiendo en animales; pero, después de todo, ¿puede recriminárseles que pierdan la razón? ¿Acaso no estamos encerrados en vagones para bestias?

Con una sacudida, el convoy se pone en marcha. Recorre unos metros y vuelve a detenerse.

Es mi turno para sentarme. Claude está a mi lado, acurrucado contra la pared para ocupar el menor espacio posible. La temperatura alcanza los 40 grados y noto su respiración jadeante, como la de los perros que se entregan a la siesta sobre una piedra caliente.

El vagón está en silencio. En ocasiones, un hombre tose antes de desvanecerse. En la antecámara de la muerte, me pregunto en qué piensa el conductor de la locomotora, en qué piensan las familias alemanas que han ocupado su lugar en los cómodos bancos de sus compartimentos, hombres y mujeres que, a dos vagones de nosotros, beben y comen a su antojo. ¿Alguno de ellos se imaginará a estos prisioneros que se ahogan, a los adolescentes desmayados, a todos estos seres humanos a los que quieren quitar la dignidad antes de asesinarlos?

– Jeannot, tenemos que largarnos de aquí antes de que sea demasiado tarde.

– ¿Cómo?

– No lo sé, pero me gustaría que lo pensaras conmigo.

No sé si Claude ha dicho eso porque cree de verdad que es posible huir o, simplemente, porque notaba que yo empezaba a desesperar. Mamá nos decía siempre que la vida sólo dependía de la esperanza que tengas. Me gustaría oler su perfume, oír su voz y acordarme de que hace sólo unos meses era un niño. Vuelvo a ver su sonrisa, y me dice palabras que no entiendo: «Salva la vida de tu hermano pequeño, no te rindas nunca, Raymond, ¡no te rindas!».

– ¿Mamá?

Una bofetada me golpea la mejilla.

– ¿Jeannot?

Sacudo la cabeza y, entre tinieblas, veo la cara de confusión de mi hermano.

– Me ha parecido que estabas a punto de palmarla -me dice para disculparse.

– Deja de llamarme Jeannot, ¡ya no tiene ningún sentido!

– ¡Seguiré llamándote Jeannot hasta que hayamos ganado la guerra!

– Como quieras.

Llega la noche. El tren no se ha movido en todo el día. Mañana cambiará varias veces de vía, pero no llegará a salir de la estación. Los soldados gritan y añaden nuevos vagones. Al atardecer del día siguiente, los alemanes nos reparten una pasta de fruta y una hogaza de pan de centeno para tres días, pero siguen sin darnos agua.

Al día siguiente, cuando el convoy, por fin, se pone en marcha, ninguno de nosotros tiene fuerzas para darse cuenta en el momento.

Álvarez se ha levantado. Observa las líneas que la luz dibuja en el suelo al pasar a través de las tablas clavadas en el ventanuco. Se vuelve y nos mira antes de desgarrarse las manos apartando los alambres de espino.

– ¿Qué estás haciendo? -pregunta atemorizado un hombre.

– ¿Tú qué crees?

– Espero que no intentes escapar.

– ¿Y a ti qué podría importante? -responde Álvarez mientras se chupa la sangre que cae por sus dedos.

– Me importa porque, si te cogen, fusilarán a diez de nosotros como represalia. ¿No lo oíste cuando lo dijeron en la estación?

– Pues si estás decidido a quedarte aquí, y eres uno de los diez escogidos, deberías darme las gracias. Habré acortado tus sufrimientos. ¿Adónde crees que nos lleva este tren?

– ¡No lo sé y no quiero saberlo! -gime el hombre agarrando a Álvarez de la chaqueta.

– ¡A los campos de la muerte! Allá irán todos aquellos que no se hayan ahogado antes, asfixiados por su propia lengua hinchada. ¿Lo entiendes? -grita Álvarez, a la vez que se libera de las manos del deportado.

– Escápate y déjalo en paz -interviene Jacques, y ayuda a Álvarez a quitar las tablas del ventanuco.

Álvarez está al límite de sus fuerzas, sólo tiene diecinueve años, y la desesperación se mezcla con la cólera.

Dejan los listones en el interior del vagón. El aire entra por fin y, aunque algunos temen lo que va a intentar nuestro amigo, todo el mundo disfruta del frescor que entra.

– ¡Menuda mierda de luna! -farfulla Álvarez-. Mira cuánta luz, parece que estemos en pleno día.

Jacques mira por la ventana, a lo lejos hay una curva y un bosque se dibuja en la oscuridad.

– ¡Date prisa, si quieres saltar, tienes que hacerlo ahora!

– ¿Quién viene conmigo?

– Yo -responde Titonel.

– Yo también -añade Walter.

– Eso se verá después -ordena Jacques-, venga, sube, utiliza mi mano como estribo.

El compañero se prepara para ejecutar el plan que ha tenido en mente desde que las puertas del vagón se cerraron hace dos días, dos días y dos noches que habían sido más largos que todos los del infierno juntos.

Álvarez se aúpa hasta el ventanuco y pasa las piernas antes de girarse. Tendrá que agarrarse a la pared y deslizar el cuerpo. El viento le golpea las mejillas y le devuelve algo de fuerza o, tal vez, haya sido la esperanza de salvarse. Bastaría con que el soldado alemán que va al final del convoy, apostado tras su metralleta, no lo viera; bastaría con que no mirara en su dirección. Faltan tan sólo unos segundos para llegar al bosquecillo, allí saltará. Y si no se rompe el cuello al caer sobre el balasto, entonces, en la oscuridad del bosque hallará la salvación. Unos segundos más y Álvarez salta. Enseguida retumban las ametralladoras, que disparan desde todas partes.

– ¡Os lo había dicho! -grita el hombre-. Era una locura.

– ¡Cállate! -ordena Jacques.

Álvarez rueda por el suelo. Las balas desgarran la tierra que hay a su alrededor. Tiene alguna costilla rota, pero sigue vivo. Corre con todas sus fuerzas. A su espalda, oye el chirrido de los frenos del tren. Un escuadrón se lanza a perseguirlo; y mientras él se escabulle entre los árboles, apresurándose hasta quedarse sin aliento, las balas llueven a su alrededor, haciendo saltar por los aires las cortezas de los pinos que lo rodean.

Se abren claros en el bosque, ante él aparece el Garona como una larga cinta plateada en la noche.

Han sido ocho meses de prisión, ocho meses privado de alimento a los que se añaden los terribles días en el tren, pero Álvarez tiene espíritu luchador. Cuenta con la fuerza que da la libertad. Y cuando se lanza al río, piensa que, si sale airoso, otros lo imitarán; por tanto, no va a permitirse morir ahogado, debe hacerlo por los compañeros. No, Álvarez no morirá esa noche.

Cuatrocientos metros más allá, aparece en la orilla opuesta. Vacilante, camina hacia la única luz que brilla ante él. Es la ventana iluminada de una casa que delimita un campo. Un hombre viene a su encuentro, lo rodea con el brazo y lo conduce hasta su casa. Había oído el ruido de los fusiles. Su hija y él le ofrecen su hospitalidad.

De vuelta en la vía, los SS, furiosos por no haber encontrado a su presa, dan patadas a los flancos de los vagones, como para prohibir todo susurro. Probablemente habrá represalias, pero no por el momento. El teniente Schuster ha decidido volver a poner el convoy en marcha. Con la Resistencia que se ha extendido ahora por la región, no es buena idea quedarse allí: el tren podría sufrir un ataque. Los soldados vuelven a subir poco a poco y la locomotora se pone en marcha.

Nuncio Titonel, que debía saltar justo después de Álvarez, ha tenido que desistir. Promete intentarlo la próxima vez. Mientras él habla, Marc baja la cabeza. Nuncio es el hermano de Damira. Tras su arresto, Marc y Damira se separaron y, desde los interrogatorios, no sabe qué ha sido de ella. En la prisión de Saint-Michel, no tuvo ninguna noticia de ella, y no puede apartarla de su pensamiento. Nuncio lo mira, suspira y va a sentarse junto a él. Todavía no se han atrevido a hablar de la mujer que los podría haber convertido en hermanos si hubiera sido libre para amarla.

– ¿Por qué no me dijiste que estabais juntos? -pregunta Nuncio.

– Porque ella me lo había prohibido.

– ¡A santo de qué!

– Ella temía tu reacción, Nuncio. No soy italiano…

– Pero a mí me da igual que no seas de nuestro país, siempre y cuando la ames y la respetes. Todos somos el extranjero de alguien.

– Sí, todos somos el extranjero de alguien.

– De todas formas, lo sabía desde el primer día.

– ¿Quién te lo dijo?

– ¡Deberías haber visto su cara el día que volvió a casa la primera vez que debíais de haberos besado! Y cuando se iba a alguna misión contigo, o tenía que verte en algún sitio, se pasaba un buen rato arreglándose. No había que ser muy astuto para entenderlo.

– Te lo ruego, Nuncio, no hables de ella en pasado.

– Marc, sabes que a estas alturas debe de estar ya en Alemania, no me hago demasiadas ilusiones.

– Entonces, ¿por qué me hablas ahora de ella?

– Porque antes pensaba que saldríamos de esta, que nos liberarían, no quería que te rindieras.

– ¡Si te escapas me voy contigo, Nuncio!

Nuncio mira a Marc. Le pone la mano en el hombro y lo aprieta contra él.

– Lo que me tranquiliza es que Osna, Sophie y Marianne están con ella; ya verás cómo se ayudan mutuamente. Osna procurará que todas salgan bien paradas, no cejará en su empeño, puedes confiar en mí.

– ¿Crees que Álvarez lo habrá conseguido? -continúa Nuncio.

No sabíamos si nuestro compañero había sobrevivido, pero, en todo caso, había conseguido escaparse y la esperanza renacía en todos nosotros.

Algunas horas después, llegábamos a Burdeos.

A primera hora de la mañana, las puertas se abren y nos reparten por fin un poco de agua. Tenemos que humedecernos los labios y tomar pequeños sorbos, antes de que la garganta acepte abrirse para dejar pasar el líquido. El teniente Schuster nos autoriza a bajar en grupos de cuatro o cinco durante el tiempo justo para aliviarnos a un lado de la vía. Todas las salidas están vigiladas por soldados armados; algunos llevan granadas para una huida colectiva. Tenemos que agacharnos delante de ellos: una humillación más con la que hay que vivir. Mi hermano pequeño nos mira con cara triste. Le sonrío como puedo, bastante mal, me temo.