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Capítulo 31

4 de julio

Las puertas se cierran de nuevo y la temperatura vuelve a subir. El convoy se pone en marcha. En el vagón, los hombres se han tumbado en el suelo. Los compañeros de la brigada estamos sentados apoyados contra la pared del fondo. Si alguien nos viera así, podría pensar que somos sus hijos y, sin embargo, sin embargo…

Discutimos sobre la ruta: Jacques apuesta por Angulema, Claude sueña con París y Marc está seguro de que nos encaminamos a Poitiers, aunque la mayoría se decanta por Compiègne. Allí hay un campo de tránsito que sirve como estación de enlace. Todos sabemos que la guerra en Normandía continúa, y parece que también hay combates en la región de Tours. Los ejércitos aliados avanzan hacia nosotros, y nosotros avanzamos hacia la muerte.

– ¿Sabes? -dice mi hermano pequeño-, me parece que somos más rehenes que prisioneros. Tal vez nos dejen en la frontera. Todos estos alemanes quieren volver a su casa y, si el tren no llega a Alemania, Schuster y sus hombres serán capturados. De hecho, temen que la Resistencia los retrase demasiado haciendo saltar las vías. Por eso el tren no avanza. Schuster intenta escapar. Por un lado, lo acosan los compañeros maquis, y por el otro, tiene un miedo terrible a un bombardeo de la aviación inglesa.

– ¿De dónde sacas esa idea? ¿Te lo has imaginado tú solo?

– No -confiesa él-. Mientras hacíamos pis en las vías, Meyer ha oído a dos soldados hablando entre ellos.

– ¿Y Meyer entiende el alemán? -pregunta Jacques.

– Habla yidis…

– ¿Y dónde está Meyer, ahora?

– En el vagón vecino -responde Claude.

En cuanto acaba de pronunciar su frase, el convoy se detiene. Claude se eleva hasta el ventanuco.

A lo lejos se ve el andén de una pequeña estación, es la de Parcoul-Médillac.

Son la diez de la mañana, no se ve ni rastro de viajero o de ferroviario alguno. El silencio preside el campo circundante. La jornada transcurre en medio de un calor insoportable. Nos ahogamos. Para ayudarnos a aguantar, Jacques nos explica una historia; François, sentado a su lado, lo escucha, perdido en sus pensamientos. Un hombre gime al fondo del vagón y pierde el conocimiento. Lo llevamos entre tres hacia el ventanuco. Sopla una suave corriente de aire. Otro gira en redondo sobre sí mismo y parece haberse vuelto loco. Se pone a gritar con un quejido cargante y se desploma también. Así transcurre la jornada de un 4 de julio, a pocos metros de la pequeña estación de Parcoul-Médillac.