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8 de julio
Hemos vuelto a ponernos en marcha, estoy perdido, no volveré a ver nunca mis gafas.
Al alba, llegamos a Angulema. A nuestro alrededor todo es desolación; la estación ha quedado destruida por los bombardeos aliados. Cuando el convoy aminora la marcha, miramos estupefactos los edificios destripados, las carcasas calcinadas de los vagones empotrados unos en otros. Las locomotoras siguen consumiéndose en las vías, en ocasiones, tumbadas de lado. Las grúas siniestras yacen como esqueletos. Y a lo largo de los raíles arrancados que apuntan al cielo, algunos obreros, con el zapapico en la mano, miran pasar nuestro convoy con horror: setecientos fantasmas que cruzan un paisaje apocalíptico.
Con un chirrido de frenos, el tren se para. Los alemanes prohíben a los ferroviarios acercarse. Nadie debe saber lo que pasa en el interior de los vagones, nadie debe ser testigo del horror. Schuster teme cada vez más un ataque. El miedo a los maquis se ha vuelto para él una obsesión. Desde que nos embarcaron, el tren no ha llegado a recorrer cincuenta kilómetros al día, y el frente de batalla de la Liberación avanza hacia nosotros.
Nos está estrictamente prohibido comunicarnos de un vagón a otro, pero las noticias circulan de todos modos, sobre todo las que hablan de la guerra y del avance de los aliados. Cada vez que un ferroviario valiente consigue acercarse al convoy, cada vez que de noche acude un civil generoso a traernos un poco de consuelo, pedimos información. Y siempre renace la esperanza de que Schuster no consiga alcanzar la frontera.
Somos el último tren que parte hacia Alemania, el último convoy de deportados, y algunos se convencen de que acabaremos siendo liberados por los americanos o por la Resistencia. Gracias a ella, no avanzamos, gracias a ella, las vías saltan por los aires. A lo lejos, los Feldgendarmes piden cuentas a dos ferroviarios que intentan acercarse a nosotros. De ahora en adelante, para este batallón en retirada, el enemigo está por todas partes. Y en cualquier civil que quiera ayudarnos, en cualquier obrero, los nazis ven a terroristas. No obstante, ellos son los que se dedican a gritar empuñando su fusil y con granadas en la cintura, ellos apalean a los más débiles de nosotros y maltratan a los más ancianos sólo para aliviar la tensión que sufren.
Hoy ya no volveremos a ponernos en marcha. Los vagones permanecen cerrados bajo custodia. Y sigue estando el calor, que no deja de aumentar y de matarnos lentamente. Fuera, hay treinta y cinco grados; dentro, nadie podría decirlo. Todos estamos casi inconscientes. El único consuelo en medio de ese horror es vislumbrar el rostro familiar de los compañeros. Adivino la sonrisa que esboza Charles cuando lo miro, y Jacques parece seguir velando por nosotros. François permanece a su lado, como si fuera el padre que ya no tiene. Yo sueño con Sophie y Marianne; imagino la frescura del Canal du Midi y vuelvo a ver el pequeño banco en el que nos sentábamos para intercambiar mensajes. Marc parece muy triste y, no obstante, es afortunado. Piensa en Damira, y estoy seguro de que ella también en él, si sigue viva. Ningún carcelero, ningún torturador podrá apresar esos pensamientos. Los sentimientos se cuelan a través de los barrotes más estrechos, se van sin miedo a la distancia, no conocen ni las fronteras de las lenguas ni de las religiones, se reúnen más allá de las prisiones inventadas por los hombres.
Marc cuenta con esa libertad. Querría creer que allá donde se encuentre Sophie, piensa un poco en mí; unos pocos segundos serían suficientes, que dedicara algún tiempo a pensar en el amigo que era… ya que para ella no podía ser nada más.
Hoy no tendremos ni agua ni pan. Algunos ya no pueden hablar, no tienen fuerzas. Claude y yo no nos separamos. Comprobamos constantemente que el otro no ha desfallecido, y que la muerte no se lo está llevando, y de vez en cuando, nuestras manos se unen, sólo para comprobarlo…
9 de julio
Schuster ha decidido cambiar de ruta. La Resistencia ha hecho saltar un puente y nos ha impedido el paso. Volvemos a Burdeos. Mientras el tren se aleja de Angulema y de su estación devastada, vuelvo a pensar en un cubo en el que dejé mi última oportunidad de ver con nitidez. Llevo ya dos días en las tinieblas.
Es la primera hora de la tarde. Nuncio y su amigo sólo piensan en escapar. Por la noche, nos entretenemos cazando las pulgas y los piojos que nos roen la poca carne que nos queda. Los parásitos se alojan en las costuras de nuestras camisas y de nuestros pantalones. Hace falta mucha maña para eliminarlos, y en cuanto has eliminado una colonia, aparece otra. Por turnos, unos se tumban para intentar descansar mientras otros se acurrucan para hacerles sitio. En mitad de aquella noche, se me ocurre una pregunta curiosa: si sobrevivimos a este infierno, ¿podremos olvidarlo siquiera un momento? ¿Tendremos derecho a vivir como personas normales? ¿Puede borrarse la parte de memoria que turba el espíritu?
Claude me mira extrañado.
– ¿En qué piensas? -me pregunta mi hermano.
– En Chahine, ¿te acuerdas de él?
– Creo que sí. ¿Por qué te da por pensar en él ahora?
– Porque su cara no se me olvidará jamás.
– ¿En qué piensas de verdad, Jeannot?
– Busco una razón para sobrevivir a todo esto.
– ¡La tienes ante tus ojos, imbécil! Un día, recuperaremos la libertad. Y además, te prometí que volarías, espero que te acuerdes.
– Y tú, ¿qué querrás hacer después de la guerra?
– Dar la vuelta a Córcega en moto con la chica más guapa del mundo agarrada a mi cintura.
Mi hermano me acerca la cara para que pueda distinguir mejor sus rasgos.
– ¡Ya me había parecido a mí que tu risa era sarcástica! ¿Qué? ¿Me crees incapaz de seducir a una chica y llevármela de viaje?
Aunque intento contenerme, la risa se apodera de mí y noto que mi hermano se impacienta. Charles se echa también a reír, e incluso Marc se une a nosotros.
– Pero ¿qué os pasa a todos? -pregunta Claude, exasperado.
– Apestas terriblemente, amigo mío, ¡tendrías que ver la pinta que llevas! En tu estado, dudo de que ni siquiera una cucaracha quisiera seguirte a ningún sitio.
Claude me olfatea y se une a esa absurda risa tonta que se resiste a abandonarnos.
10 de julio
A primera hora, el calor es ya insoportable, y el maldito tren sigue sin moverse. No hay ni una nube en el horizonte, ni esperanza de que las gotas de lluvia puedan apaciguar los sufrimientos de los prisioneros. Se dice que los españoles cantan cuando algo va mal. Una melodía se eleva en la bella lengua de Cataluña, y se cuela por las paredes del vagón vecino.
– ¡Mirad! -dice Claude, que se ha aupado hasta la ventana.
– ¿Qué ves? -pregunta Jacques.
– Los soldados se mueven agitados por la vía. Llegan unas camionetas de la Cruz Roja, bajan unas enfermeras que traen agua y vienen hacia nosotros.
Avanzan hasta el andén, pero los Feldgendarmes les ordenan que dejen el cubo y se vayan. Los prisioneros vendrán a buscarlos cuando ellas se hayan ido. ¡No está permitido ningún contacto con los terroristas!
La enfermera jefe rechaza al soldado con un gesto de la mano.
– ¿Qué terroristas? -pregunta ella furiosa-. ¿Los viejos? ¿Las mujeres? ¿Los hombres hambrientos de esos vagones propios de bestias?
Ella lo injuria y le dice que está harta de tantas órdenes. Dentro de poco, tendrán que rendir cuentas. Sus enfermeras van a ir a llevar provisiones a los vagones, ¡las cosas van a ser así, y de ninguna otra manera! Y añade que no la va a impresionar por mucho uniforme que lleve.
Y cuando el teniente blande su revólver y le pregunta si eso la impresiona un poco más, la enfermera jefe se queda mirando a Schuster y le pide cortésmente un favor. Si consigue hacer acopio del suficiente valor para disparar a una mujer, y por la espalda, le rogaría que tuviera la amabilidad de apuntar al centro de la cruz que lleva en el uniforme. Añade que, por suerte, es lo suficientemente grande para que incluso un imbécil como él sea capaz de acertar el tiro. Eso le hará tener méritos en su hoja de servicios cuando vuelva a su casa, y todavía más si llegara a ser arrestado por los americanos o la Resistencia.
Aprovechando el estupor de Schuster, la enfermera jefe ordena a su particular tropa avanzar hacia los vagones. A los soldados del andén parece divertirles su autoridad. Quizá simplemente se sientan aliviados porque alguien obligue a su jefe a tener un poco de humanidad.
Ella es la primera en abrir la cancela de una puerta, y las otras mujeres la imitan.
La enfermera jefe de la Cruz Roja de Burdeos pensaba que lo había visto todo. Dos guerras y muchos años procurando sus cuidados a los más desfavorecidos la habían convencido de que nada podría sorprenderla. Sin embargo, cuando nos descubrió, se quedó boquiabierta, sintió arcadas y no pudo evitar que un «Dios mío» se escapara de su boca.
Las enfermeras, paralizadas, nos miran; en su rostro, los compañeros pueden ver el disgusto y el asco que nuestra condición les inspira. Aunque nos hubiéramos vestido lo mejor que hubiéramos podido, nuestra demacrada figura habría traicionado nuestro estado.
Las enfermeras llevan cubos y galletas a todos los vagones y cruzan algunas palabras con los prisioneros, pero Schuster empieza de inmediato a gritar a los de la Cruz Roja que se retiren, y la enfermera jefe considera que ya ha tentado suficientemente a la suerte por hoy. Las puertas vuelven a cerrarse.
– ¡Jeannot!¡Ven a ver! -dice Jacques, que se ocupa de repartir las galletas y el agua.
– ¿Qué pasa?
– ¡Date prisa!
Levantarse exige mucho esfuerzo y en la confusión en la que vivo desde hace varios días, el ejercicio es todavía más penoso. Pero siento una urgencia en los compañeros que me fuerza a reunirme con ellos. Claude me coge por el hombro.
– ¡Mira! -dice él.
Desde luego, Claude tiene unas curiosas ocurrencias. Aparte de la punta de mi nariz, no veo gran cosa: algunas siluetas entre las que reconozco la de Charles, y las de Marc y François detrás de él.
Distingo el contorno del cubo que Jacques levanta hacia mí, y, de repente, en el fondo vislumbro la montura de unas gafas nuevas. Extiendo la mano, que desaparece en el cubo, y agarro algo que todavía no puedo ver.
Los compañeros esperan silenciosos, aguantando la respiración, a que me ponga las gafas. De golpe, el rostro de mi hermano se vuelve tan claro como antes; veo la emoción en los ojos de Charles, la cara de alegría de Jacques, y las de Marc y François que me aprietan entre sus brazos.
¿Quién lo ha podido entender? ¿Quién ha sabido adivinar el destino de un deportado sin esperanza, al descubrir en el fondo de un cubo unas gafas rotas? ¿Quién ha tenido la bondad de hacer unas nuevas, de seguir al tren durante varios días, de encontrar, sin equivocarse, el vagón del que provenían y de hacer lo necesario para entregar un par nuevo?
– La enfermera de la Cruz Roja -responde Claude-. ¿Quién si no?
Quiero volver a ver el mundo, ya no estoy ciego, las tinieblas han desaparecido. Entonces, giro la cabeza y miro a mi alrededor. El primer paisaje que se ofrece a mi visión recobrada es de una tristeza infinita. Claude me lleva a la ventana.
– Mira qué buen día hace fuera.
Sí, mi hermano tiene razón, fuera hace buen día.
– ¿Crees que es guapa?
– ¿Quién? -pregunta Claude.
– ¡La enfermera!
Esa noche pienso que, tal vez, mi destino se perfile al fin. Las negativas de Sophie, de Damira y, para hablar claro, de todas las chicas de la brigada a besarme tenían, después de todo, un sentido. La mujer de mi vida, la verdadera, sería la que me había salvado la vista.
Al descubrir las gafas en el fondo del cubo, había comprendido enseguida la llamada de socorro que le había hecho desde mi infierno. Ella había escondido la montura en su pañuelo, tomando con un infinito cuidado los trozos de cristal que colgaban de él. Se había ido a ver a algún óptico de la ciudad, simpatizante de la Resistencia. Este último había buscado sin descanso cristales que se correspondieran con los fragmentos que había estudiado. Con la montura arreglada, vuelve a coger la bici, y sigue los raíles hasta que da con el convoy. Cuando lo vio dar media vuelta hacia Burdeos, supo que conseguiría entregar su paquete. Con la complicidad de la enfermera jefe de la Cruz Roja, escogió, antes de llegar al andén, el vagón que reconocía por los agujeros de balas que estriaban su lateral. Así, me devolvieron las gafas.
Esta mujer había demostrado tanto corazón, generosidad y coraje que me prometí que, si salía con vida, la buscaría en cuanto acabara la guerra y le pediría que se casara conmigo. Me imaginaba ya, conduciendo con el cabello al viento por una carretera rural, a bordo de un Chrysler descapotable, o, por qué no, en una bicicleta, lo que le daría más encanto. Llamaría a la puerta de su casa, llamaría dos veces, y, cuando me abriera, le diría: «Soy al que le salvaste la vida, y ahora mi vida te pertenece». Comeríamos frente al hogar, y nos contaríamos el uno al otro los últimos años, todos esos meses de sufrimiento a lo largo del camino en el que, al final, habíamos acabado por encontrarnos. Y cerraríamos juntos las páginas del pasado para pasar a escribir juntos los días que están por venir. Tendríamos tres hijos o más si ella quería, y viviríamos felices. Yo tomaría clases de pilotaje, como Claude me había prometido, y cuando obtuviera mi diploma, lo llevaría los domingos a sobrevolar la campiña francesa. A partir de ahora todo era lógico, mi vida tenía por fin sentido.
Teniendo en cuenta el papel que había tenido mi hermanito en mi salvación, y vista la relación que nos unía, era completamente normal que le pidiera enseguida que fuera mi testigo.
Claude me miró y carraspeó.
– Escucha, amigo mío, no tengo nada contra la idea de ser testigo en tu boda, incluso me siento honrado, pero debo decirte algo antes de que tu decisión sea definitiva. La enfermera que te ha traído las gafas es mil veces más miope que tú, a juzgar por el espesor de los vidrios que llevaba sobre la nariz. Bueno, me dirás que te da igual, pero, ya que todavía veías borroso cuando se fue, tengo que decírtelo: tiene cuarenta años más que tú, debe de estar ya casada y tener al menos doce hijos. No digo que en nuestro estado podamos ser exigentes, pero bueno… en este caso…
Nos quedamos tres días hacinados en aquellos vagones inmóviles en el andén de la estación de Burdeos. Los compañeros se ahogaban; de vez en cuando, uno de ellos se levantaba buscando un poco de aire, pero no lo encontraba.
El hombre se acostumbra a todo, es uno de sus grandes misterios. Ya no notábamos nuestro hedor, nadie se preocupaba del que se inclinaba por encima del minúsculo agujero de la tabla para aliviarse. Habíamos olvidado el hambre hacía mucho, sólo perduraba la obsesión de la sed; sobre todo, cuando una nueva hinchazón se formaba en nuestras lenguas. El aire se enrarecía no sólo en el vagón, sino también en nuestras gargaritas; cada vez era más difícil tragar. Pero nos habíamos acostumbrado al continuo sufrimiento corporal; nos acostumbramos a todas las privaciones, incluida la del sueño. Y los únicos que, durante unos cortos instantes, hallaban una liberación, eran quienes se refugiaban en la locura. Se levantaban, se ponían a gemir o a gritar; a veces, algunos lloraban antes de derrumbarse inconscientes.
Quienes todavía aguantaban, intentaban tranquilizar a los otros como podían.
En un vagón vecino, Walter explicaba a quien quisiera oírlo que los nazis jamás conseguirían llevarnos a Alemania, ya que los americanos nos liberarían antes. En el nuestro, Jacques se agotaba contándonos historias para entretenernos. Cuando tenía la boca demasiado seca para seguir hablando, la angustia renacía en el silencio que se instalaba.
Y mientras los compañeros morían en silencio, yo revivía por haber recobrado la vista; y, en cierto modo, me sentía culpable.
12 de julio
Son las dos y media de la madrugada. De repente, las puertas se desbloquean. La estación de Burdeos es un hervidero de soldados, se ha enviado a la Gestapo allí. Soldados armados hasta los dientes gritan y nos ordenan recoger las pocas pertenencias que nos quedan. Con golpes de culata y patadas, nos hacen bajar de los vagones y nos reagrupan en el andén. Algunos prisioneros están aterrorizados, otros se contentan con respirar aire a grandes bocanadas.
En filas de cinco, nos adentramos en la ciudad negra y silenciosa. No hay ni una estrella en el cielo.
En la calle desierta, donde se extiende nuestra amplia hueste, nuestros pasos resuenan. Las informaciones circulan de fila a fila. Algunos dicen que nos conducen al fuerte del Hâ, otros están seguros de que nos llevan a la prisión. Pero los que entienden alemán se han enterado, por las discusiones de los soldados que nos rodean, de que todas las celdas de la ciudad están ya llenas.
– Entonces, ¿adónde vamos? -susurra un prisionero.
– Schnell, schnell! -grita un Feldgendarme, dándole un puñetazo en la espalda.
La marcha nocturna en la ciudad muda acaba en la Rue Laribat, ante las puertas inmensas de un templo. Es la primera vez que mi hermano y yo entramos en una sinagoga.