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No quedaba ningún mueble. El suelo estaba cubierto de paja y una fila de cubos demostraba que los alemanes habían pensado en nuestras necesidades. Las tres naves podían acoger a los seiscientos cincuenta prisioneros del convoy. Curiosamente, todos los que venían de la prisión de Saint-Michel se reagruparon cerca del altar. A las mujeres, que no habíamos visto en nuestro vagón, las hacinaron en un espacio vecino, al otro lado de una verja.
Así, algunas parejas se reencontraron junto a los barrotes que los separan. Esto basta para algunos si hace mucho que no se han visto. Muchos lloran cuando sus manos vuelven a tocarse. La mayoría permanece en silencio, las miradas bastan para decirlo todo cuando se ama. Otros apenas susurran, ¿qué pueden contar de sí mismos, de los días pasados, sin hacer daño al otro?
Al llegar la mañana, nuestros carceleros necesitarán toda su crueldad para separar a estas parejas y, a veces, tendrán que hacerlo a golpe de culata. Porque al alba, se llevan a las mujeres a una caserna de la ciudad.
Los días pasan y todos se parecen al anterior.
Por la noche, nos reparten un bol de agua caliente en el que nadan una hoja de col y, en ocasiones, pasta. Recibimos esta comida como si fuera un festín. De vez en cuando, los soldados vienen a buscar a algunos a los que no volvemos a ver, y se extiende el rumor de que sirven de rehenes; cuando la Resistencia lleva a cabo alguna acción en la ciudad, son ejecutados.
Algunos piensan en huir. Aquí, los prisioneros de Vernet simpatizan con los de Saint-Michel. Los hombres de Vernet se sorprenden de nuestra edad. No creen lo que ven sus ojos: chavales que hacen la guerra.
14 de julio
Estamos decididos a celebrar este día como es debido. Cada uno busca con qué fabricarse insignias con trozos de papel. Nos las colgamos al pecho. Cantamos «La Marsellesa». Nuestros carceleros miran hacia otro lado. La reprimenda sería demasiado violenta.
20 de julio
Hoy, tres miembros de la Resistencia, a los que conocimos aquí, han intentado escapar. Un soldado de guardia los ha sorprendido cuando removían la paja, detrás del órgano, donde hay una verja. Quesnel y Damien, que celebra hoy sus veinte años, han conseguido largarse a tiempo.
Roquemaurel ha recibido su tanda de patadas, pero, en el momento del interrogatorio, ha tenido la presencia de ánimo suficiente para afirmar que buscaba una colilla que le había parecido ver. Los alemanes lo han creído y no lo han fusilado. Roquemaurel es uno de los fundadores de los maquis de Bir-Hakeim que actuaba en Languedoc y Cévennes. Damien es su mejor amigo. A ambos los habían condenado a muerte tras su arresto.
En cuanto se recupera de sus heridas, Roquemaurel y sus camaradas traman un nuevo plan para otro día, que seguramente llegará.
La higiene aquí no es mejor que en el tren, y la sarna hace estragos. Las colonias de parásitos proliferan. Juntos, nos hemos inventado un juego: por la mañana, cada uno recoge en su cuerpo la cosecha de pulgas y piojos. Juntamos todos los bichos en pequeñas cajas improvisadas y, cuando pasan los Feldgendarmes para contarnos, las abrimos y les echamos encima el contenido.
Ni siquiera entonces nos rendimos, y este juego, por trivial que parezca, para nosotros es una manera de resistir, utilizando la única arma que nos queda y que nos corroe todos los días.
Pensábamos que estábamos solos en la lucha, pero aquí hemos conocido a quienes, como nosotros, no aceptaron jamás la condición que se les quería imponer y no admitieron que se atentara contra la dignidad de los hombres. Había mucho coraje en esa sinagoga, una valentía en ocasiones invadida por la soledad, pero tan fuerte que, algunas noches, la esperanza expulsaba de nuestro ánimo los pensamientos más oscuros que nos torturaban.
Al principio, todo contacto con el mundo exterior nos resultaba imposible, pero después de pasarnos dos semanas pudriéndonos allí, las cosas se organizan un poco. Siempre que los encargados de la comida salen del patio para ir a buscar la marmita, una pareja mayor que vive en una casa vecina canta las informaciones del frente a voz en grito. Una vieja dama que vive en un apartamento que da a la sinagoga escribe cada día en letras grandes los avances de las tropas aliadas, y nos los muestra en una pizarra que nos enseña por la ventana.
Roquemaurel se había prometido intentar una nueva evasión. Cuando los alemanes autorizan a algunos prisioneros a subir al piso superior para recoger útiles de aseo (ya que se habían apilado en la galería nuestras pocas maletas), se lanza con tres de sus compañeros. La ocasión es demasiado buena. Al final de la crujía que domina la gran sala de la sinagoga hay un cuartucho. Su plan es arriesgado pero posible. El cuartito linda con una de las vidrieras que adornan la fachada. Cuando llegue la noche, sólo habrá que romperlo y huir por los tejados. Roquemaurel y sus amigos se esconden a la espera de la caída de la noche. Pasan dos horas y la esperanza aumenta. Pero, de repente, oyen ruidos de botas. A los alemanes no les cuadran las cuentas y empiezan a buscar a los presos que faltan. Unos pasos se acercan y la luz penetra en su refugio. Por la cara de felicidad del soldado pueden imaginarse lo que les espera. Los golpes son tan violentos que Roquemaurel se queda inconsciente, bañado en su propia sangre. Cuando recobra la contienda a la mañana siguiente, lo llevan ante el teniente de guardia, cuyo nombre de pila es Christian. No alberga demasiadas esperanzas ante los acontecimientos que se avecinan.
No obstante, la vida no le reserva el destino que supone.
El oficial que lo interroga debe de tener unos treinta años. Está sentado a horcajadas en un banco del patio y mira a Roquemaurel en silencio. Respira profundamente, tomándose el tiempo necesario para juzgar a su interlocutor.
– Yo también estuve prisionero -dice en un francés casi perfecto-. Fue durante la campaña de Rusia. También me escapé y recorrí en condiciones más que penosas decenas y decenas de kilómetros. Los sufrimientos que he soportado no se los deseo a nadie, y no soy un hombre que disfrute con la tortura.
Christian escucha sin hablar al joven teniente que se dirige a él. De repente, empieza a tener esperanzas de salvar la vida.
– Hablando claro -continúa el oficial-, y estoy seguro de que no traicionará el secreto que me dispongo a confiarle: me parece normal, casi legítimo, que un soldado intente escapar. Pero entenderá usted que también es normal que, si se deja pillar, reciba un castigo que sancione su falta a ojos de su enemigo. ¡Y yo soy su enemigo!
Christian escucha la sentencia. Durante todo el día, tendrá que permanecer inmóvil, en posición de firmes frente al muro, sin poder nunca recostarse en el mismo ni buscar el menor apoyo. Se quedará así, con los brazos pegados al cuerpo, bajo el sol de justicia que caerá enseguida sobre el patio asfaltado.
Todo movimiento será castigado con golpes, y los desmayos acarrearán una sanción superior.
Se dice que la humanidad de ciertos hombres nace del recuerdo del sufrimiento, y de la similitud que los liga a su enemigo. Ésas fueron las dos razones que salvaron a Christian del pelotón. Pero todavía hay que suponer que ese tipo de humanidad conoce sus límites.
Los cuatro prisioneros que habían intentado huir deben colocarse frente a un muro, separados por pocos metros. A lo largo de la mañana, el sol sube en el cielo hasta alcanzar su cenit.
El calor es insoportable, se les anquilosan las piernas, los brazos se vuelven tan pesados como si fueran de plomo y se les agarrota la nuca.
¿Qué pensará el guardia que camina a su espalda?
A primera hora de la tarde, Christian vacila y recibe al instante un puñetazo en la nuca que lo lanza contra el muro. Con la mandíbula rota, cae y vuelve a levantarse enseguida, temiendo sufrir el castigo supremo.
¿Qué le pasa al alma de ese soldado que lo vigila y que se nutre del sufrimiento que provoca?
Más tarde, empieza a tener espasmos. Los músculos se contraen sin poder relajarse y el sufrimiento es insostenible. Sufre calambres en todo el cuerpo.
¿A qué sabrá el agua que corre por la garganta de ese teniente, mientras sus víctimas se consumen ante sus ojos? Esa duda todavía me persigue a veces por la noche, cuando sus rostros tumefactos y sus cuerpos abrasados por el calor vuelven a mi memoria.
Al caer la noche, los torturadores los devuelven a la sinagoga. Nosotros los recibimos con el clamor reservado a los vencedores de una carrera, pero dudo de que se dieran cuenta antes de hundirse en la paja.
24 de julio
Las acciones que la Resistencia lleva a cabo en la ciudad y en sus alrededores ponen cada vez más nerviosos a los alemanes. Ahora es frecuente que su comportamiento roce la histeria y nos golpean sin razón, porque no les gusta nuestra cara o por estar en el sitio equivocado en un mal momento. A mediodía, nos reúnen bajo la tribuna. Un centinela apostado en la calle afirma haber oído el ruido de una lima dentro de la sinagoga. Si quien tiene la herramienta para huir no la entrega en los siguientes diez minutos, se fusilará a diez prisioneros. Nos apuntan con una metralleta. Y mientras pasan los segundos, el hombre apostado tras la boca del cañón de aliento carnicero se divierte apuntándonos. Juega a cargar y descargar su arma. El tiempo pasa sin que nadie hable. Mientras los soldados nos apalean, gritan y aterrorizan, pasan los diez minutos. El comandante agarra a un prisionero, le apoya el revólver en la sien, carga el arma y vocifera un ultimátum.
Entonces, un deportado tembloroso da un paso adelante. En su palma abierta aparece una lima como las que se utilizan para las uñas. Esa herramienta no podría ni siquiera rayar los gruesos muros de la sinagoga; con esa lima apenas puede afilar su cuchara de madera para cortar el pan, cuando hay. Es una artimaña aprendida en las prisiones, un truco tan viejo como el mundo, que se hace desde que se encierra a los hombres.
Los deportados tienen miedo. El comandante pensará probablemente que se ríen de él. Conducen al «culpable» al muro y le asestan un disparo en mitad del cráneo. Nos pasamos la noche en vela, a la luz de un foco, bajo la amenaza de esa metralleta que nos apunta y de ese miserable que sigue jugando con su cargador para mantenerse despierto.
7 de agosto
Llevamos veintiocho días retenidos en la sinagoga. Claude, Charles, Jacques, François, Marc y yo nos reunimos cerca del altar.
Jacques ha retomado la costumbre de contarnos historias para matar el tiempo y nuestras angustias.
– ¿Es verdad que tu hermano y tú no habíais entrado nunca en una sinagoga antes de hoy? -pregunta Marc.
Claude baja la cabeza como si se sintiera culpable. Yo respondo en su lugar.
– Sí, es verdad, ha sido la primera vez.
– Con un nombre tan judío como el vuestro es un poco banal. No os lo toméis como un reproche -replica Marc enseguida-. Es sólo que pensaba…
– Pues te equivocas, en casa no éramos practicantes. No todos los que se llaman Dupont y Durand van los domingos a la iglesia.
– ¿No hacíais nada, ni siquiera en las fiestas señaladas? -pregunta Charles.
– Pues, visto que tanto te preocupa, los viernes, nuestro padre celebraba el sábat.
– ¿Ah sí? ¿Y qué hacía? -pregunta François, curioso.
– Nada diferente a las otras noches, aparte de recitar una plegaria en hebreo y de compartir un vaso de vino.
– ¿Sólo uno? -pregunta François.
– Sí, sólo uno.
Claude sonríe, veo que mi relato le divierte. Me da un codazo.
– Venga, cuéntales la historia, después de todo, ya ha pasado mucho tiempo.
– ¿Qué historia? -pregunta Jacques.
– ¡Ninguna!
Los compañeros, ávidos de relatos para paliar el aburrimiento que sienten desde hace casi un mes, insisten al unísono.
– Está bien. Todos los viernes, a la hora de comer, papá nos recitaba una plegaria en hebreo. Era el único que la comprendía, pues nadie en la familia hablaba o entendía el hebreo. Celebramos el sábat así durante años y años. Un día, nuestra hermana mayor nos anunció que había conocido a alguien y que quería casarse. Nuestros padres recibieron bien la noticia, y, debido a esto, ella lo invitó a comer para presentárnoslo. Alice enseguida propuso que viniera el viernes siguiente a celebrar el sábat con nosotros.
»Para sorpresa de todos, papá no parecía estar muy contento con la idea. Afirmó que esa noche estaba reservada a la familia y que cualquier otra noche sería mejor.
»Aunque mamá observó que, tras haberse sabido ganar el corazón de su hija, su invitado pertenecía ya a la familia, no consiguió que nuestro padre cambiara de opinión. Le parecía mejor que nos visitara por primera vez el lunes, el martes, el miércoles y el jueves. Nos unimos todos a la causa de mamá e insistimos en que el encuentro tuviera lugar la noche del sábat, cuando la comida era más copiosa y el mantel más bonito. Mi padre puso el grito en el cielo y preguntó por qué toda la familia tenía que aliarse siempre contra él. Le gustaba mucho hacerse la víctima.
»Añadió que le parecía extraño que la familia se empeñara en recibir a un desconocido la única noche que a él no le parecía bien, a pesar de que aceptaba sin rechistar y sin hacer preguntas (lo que demostraba su inmensa apertura de miras) abrir la puerta de su casa cualquier otro día de la semana excepto ése.
»Mamá, que era de natural obstinado, quiso saber por qué la elección del viernes noche parecía suponerle un problema tan grande a su marido.
»"¡Por nada!", concluyó él, aceptando su derrota.
»Mi padre no supo nunca negarle algo a su mujer, porque la amaba más que a nadie en el mundo, incluso creo que más que a sus propios hijos, y no recuerdo ni un solo deseo de mi madre que él no se esforzara por complacer. En resumen, pasa la semana sin que mi padre deje de mostrarse disgustado, y conforme van pasando los días, más tenso lo vemos.
»La víspera de la tan esperada cena, papá se lleva a su hija aparte y le pregunta en susurros si su prometido es judío. Cuando Alice le responde: "Sí, evidentemente", mi padre vuelve a clamar al cielo gimiendo: "¡Estaba seguro!".
»Como os imagináis, su reacción deja a nuestra hermana estupefacta, y le pregunta por qué esa noticia lo ha contrariado tanto.
»"Por nada, querida", le responde, y añade con una evidente hipocresía: "No le busques tres pies al gato".
»Nuestra hermana Alice, que heredó el carácter de mamá, lo agarra por el brazo, cuando él intenta escaparse al comedor, y se planta delante de él.
»"¡Perdona, papá, pero estoy muy asombrada por tu reacción! Temía que pudieras tener esta actitud si te hubiera dicho que mi prometido no era judío, ¡pero no entiendo por qué te pones así ahora!"
»Papá le dice a Alice que deje de imaginarse cosas tan grotescas, y jura que le dan completamente igual los orígenes, la religión o el color de la piel del hombre que haya escogido su hija, siempre y cuando éste sea un caballero y la haga feliz, igual que él ha sabido amar a su madre. Alice no está convencida, pero papá ha conseguido zafarse y cambia enseguida de tema de conversación.
»El viernes por la noche llega por fin, nunca habíamos visto a nuestro padre tan nervioso. Mamá lo pincha todo el tiempo, recordándole cada vez que se quejaba por el mínimo dolor, o por el menor reumatismo, de que se moriría antes de haber podido casar a su hija… Tenía una salud de hierro y Alice estaba enamorada, con lo que tenía muchas razones para estar alegre y ningún motivo para angustiarse.
»Papa juró que no sabía de qué hablaba su mujer.
»Alice y Georges, así se llama el prometido de nuestra hermana, llaman a la puerta a las siete en punto. Mi padre se sobresalta, y mamá, exasperada, va a recibirlo.
»Georges es un chico guapo; por su elegancia natural, se diría que es inglés. Alice y él pegan tanto que parece evidente que tuvieran que ser pareja. Nada más llegar, la familia acepta a Georges. Incluso mi padre parece relejarse durante el aperitivo.
»Mamá anuncia que la cena está lista. Todo el mundo ocupa su lugar alrededor de la mesa, y espera religiosamente a que mi padre recite la plegaria del sábat. Entonces, lo vemos respirar profundamente, su pecho se infla y… vuelve a desinflarse enseguida. En un nuevo intento, vuelve a tomar aire y… de nuevo lo suelta. Tras un tercer intento, sin previo aviso, mira a Georges y anuncia:
»"¿Por qué no dejamos a nuestro invitado que recite en mi lugar? Después de todo, es evidente que todo el mundo lo aprecia ya, y un padre debe aprender a apartarse por la felicidad de sus hijos, cuando llega el momento."
»"¿De qué estás hablando?", pregunta mamá. "¿Qué momento? ¿Y quién te ha pedido que te apartes? Hace veinte años que recitas todos los viernes esta plegaria que sólo entiendes tú, porque nadie más aquí habla hebreo. ¿Y ahora me sales con que, de repente, sientes miedo escénico ante el novio de tu hija?"
»"No tengo miedo", asegura nuestro padre, frontándose el reverso de su chaqueta.
Georges no dice nada, pero todos lo habíamos visto palidecer cuando papá le ha propuesto que oficie en su lugar. Desde que mamá ha acudido en su ayuda, tiene mejor cara.
»"Bien, bien", replica mi padre. "Entonces, ¿sería posible que Georges, al menos, se uniera a mí?"
»Papá empieza a recitar, Georges se levanta y repite palabra por palabra lo que él dice.
»Una vez recitada la plegaria, vuelven los dos a sentarse y la cena se desarrolla en medio de un ambiente distendido en que todo el mundo ríe de buena gana.
»Al final de la comida, mamá le propone a Georges que la acompañe a la cocina para poder conocerse un poco mejor.
»Con una sonrisa cómplice, Alice lo tranquiliza, todo va bien. Georges recoge los platos de la mesa y sigue a nuestra madre. Una vez en la cocina, ella le coge la vajilla y lo invita a sentarse.
»"Dígame, Georges, ¿verdad que usted no es del todo judío?"
»Georges se sonroja y carraspea.
»"Me parece que no, lo soy un poco por mi padre… o uno de sus hermanos; mamá era protestante."
»"¿Hablas de ella en pasado?"
»"Murió el año pasado."
»"Vaya, lo siento", murmura mamá con sinceridad.
»"¿Eso supone un problema?"
»"¿El que no seas judío? Ni lo más mínimo", dice mamá riendo. "Ni mi marido ni yo damos importancia a las diferencias de los demás. Al contrario, siempre hemos pensado que eran apasionantes y fuente de múltiples placeres. Cuando se quiere vivir en pareja toda la vida, lo más importante es estar seguro de que no os aburriréis juntos. El aburrimiento es lo peor en una pareja, es lo que mata el amor. Mientras hagas reír a Alice, mientras consigas que sienta ganas de verte en cuanto la hayas dejado para irte a trabajar, mientras seas la persona con la que comparta sus secretos y en la que confíe, mientras vivas tus sueños con ella, incluso los que no puedas cumplir; mientras hagas todo esto, estoy segura de que, sean cuales sean tus orígenes, los únicos elementos extraños que habrá en vuestra vida de pareja serán el mundo y los envidiosos."
Mamá toma a Georges en sus brazos y le da la bienvenida a la familia.
»"Venga, ve a reunirte con Alice", dice ella, casi con lágrimas en los ojos. "No le va a gustar que su madre retenga como rehén a su prometido. ¡Y como se entere de que he pronunciado la palabra prometido, me mata!"
»Cuando se aleja ya hacia el comedor, Georges se vuelve y le pregunta a mamá, en el umbral de la cocina, cómo ha adivinado que no era judío.
»"¡Ah!", exclama mamá sonriendo. "Mi marido lleva recitando todos los viernes por la noche una plegaria en una lengua inventada por él. ¡Jamás ha sabido ni una palabra de hebreo! Pero está muy unido al momento semanal en que toma la palabra rodeado de su familia. Es una especie de tradición que perpetúa a pesar de su ignorancia. Y, aunque sus palabras no tienen ningún sentido, sé que son plegarias de amor que formula e inventa para nosotros. Supongo que te imaginarás que, cuando antes te oí repetir su galimatías de manera casi idéntica, no me ha costado comprenderlo… Que todo quede entre tú y yo. Mi marido está convencido de que nadie sabe su pequeño arreglo con Dios, pero lo amo desde hace tantos años que su Dios y yo no tenemos ningún secreto."
»En cuanto regresamos al comedor, mi padre se lleva a Georges aparte.
» "Gracias por lo de antes", farfulla papá.
»"¿Por qué?", pregunta Georges.
»"Bueno, pues por no haberte ido de la lengua. Es muy generoso por tu parte. Imagino que debes de tener una mala opinión de mí. No es que me divierta manteniendo esta mentira; pero ¿cómo voy a decirles la verdad después de veinte años? Sí, es verdad que no hablo hebreo, pero celebrar el sábat significa para mí mantener la tradición, y eso es lo importante, ¿lo entiendes?"
»"Yo no soy judío, señor", responde Georges. "Antes me limité a repetir sus palabras sin tener ni la más remota idea de su significado, así que yo también quería darle las gracias por no haberme descubierto."
»"¡Ah!", dice papá, dejando caer los brazos a ambos lados del cuerpo.
»Los dos hombres se miran durante unos instantes, y finalmente nuestro padre le pone una mano a Georges sobre el hombro y le dice:
»"Bien, pues escúchame, te propongo que nuestro pequeño secreto quede entre nosotros. ¡Yo recito la plegaria del sábat, y tú sigues siendo judío!"
»"Me parece perfecto", responde Georges.
»"Bien, bien, bien", dice papá, al volver al salón. "Entonces, pasa a verme el jueves que viene por la noche a mi taller, será mejor que repitamos juntos las palabras que vayamos a recitar al día siguiente, ya que, a partir de ahora, diremos juntos la plegaria."
»Cuando la cena acaba, Alice acompaña a Georges a la calle, espera a estar al abrigo de la puerta y rodea con sus brazos a su prometido.
»"Ha ido todo muy bien; tengo que quitarme el sombrero, te has desenvuelto como un maestro. No sé cómo te lo has hecho, pero papá no se ha dado cuenta de nada, no se imagina que no eres judío."
»"Sí, creo que me las he arreglado bastante bien", sonríe Georges alejándose.
»Así que es verdad, ni Claude ni yo habíamos entrado en una sinagoga antes de estar encerrados aquí.
Esa noche, los soldados dieron la orden a voz en grito de recoger las provisiones y el equipaje imprescindible, y agruparlo todo en el pasillo principal de la sinagoga. El que dirigía el proceso hacía cumplir las órdenes con patadas y puñetazos. No teníamos ni idea de adónde íbamos, pero había algo que nos tranquilizaba: cuando venían a buscar prisioneros para fusilarlos, los que se iban para no regresar debían abandonar sus pertenencias.
A primera hora de la noche, habían vuelto a traer a las mujeres a las que habían transferido al fuerte de Hâ, y las habían vuelto a encerrar en una sala próxima. A las dos de la mañana, las puertas del templo se abren. En fila, nos ponemos en marcha y cruzamos la ciudad desierta y silenciosa, siguiendo el mismo camino por el que habíamos venido.
Hemos vuelto a subir al tren. Se han unido a nosotros los prisioneros del fuerte de Hâ y todos los miembros de la Resistencia capturados en las últimas semanas.
Ahora, hay dos vagones de mujeres a la cabeza del convoy. Volvemos a salir en dirección a Toulouse, y algunos creen que regresamos a casa. Pero Schuster tiene otros planes en la cabeza. Se ha jurado que el destino final sería Dachau y nada lo detendrá, ni los ejércitos aliados que no dejan de avanzar, ni los bombardeos que arrasan las ciudades que cruzamos, ni los esfuerzos de la Resistencia por retrasar nuestro avance.
Cerca de Montauban, Walter consiguió, por fin, escapar. Se había dado cuenta de que una de las cuatro tuercas que fijaban los barrotes de la ventana había sido reemplazada por un perno.
Con la poca saliva que le queda y con toda la fuerza de sus dedos, se esfuerza por hacerla girar, y cuando tiene la boca demasiado seca, utiliza la sangre de las heridas de sus dedos para poder mover el perno. Tras horas y horas de sufrimiento, la pieza de metal empieza a moverse; a Walter le parece que ha llegado su oportunidad y que hay una esperanza.
Cuando consigue su objetivo, tiene los dedos tan hinchados que casi no puede separarlos. Ahora sólo tiene que empujar el barrote y tendrá suficiente espacio para colarse por el ventanuco. Agazapados en la sombra del vagón, tres compañeros lo miran: Lino, Pipo y Jean, todos jóvenes reclutas de la 35.a brigada. Uno llora porque ya no puede más, cree que se va a volver loco. El calor nunca ha sido tan fuerte. El ambiente es sofocante, y el vagón entero parece expirar al ritmo de los estertores de los prisioneros que se ahogan. Jean le suplica a Walter que los ayude a escapar. Walter duda, pero se siente incapaz de callarse y no ayudar a quienes considera hermanos suyos. Entonces, los rodea con sus manos heridas y les revela lo que ha conseguido hacer. Esperarán a que se haga de noche para saltar, él irá primero y los demás lo seguirán. En voz baja, repiten el procedimiento: agarrarse al montante para poder pasar todo el cuerpo fuera, y después saltar y correr tan lejos como se pueda. Si los alemanes empiezan a disparar, cada uno deberá irse por su lado; si tienen éxito, cuando la luz roja haya desaparecido remontarán la vía para reagruparse.
El día empieza a extinguirse, el momento que todos esperan tanto no tardará en llegar, pero parece que el destino tiene otros planes. El convoy disminuye su velocidad al entrar en la estación de Montauban. Con un chirrido de ruedas, nos ponemos en una vía muerta. Y cuando los alemanes con sus ametralladoras toman posición en el andén, Walter se dice que todo se ha estropeado. Sintiendo la muerte en el alma, los cuatro compañeros se encogen y todos vuelven a su soledad.
Walter querría dormir para recobrar fuerzas, pero la sangre le late en sus dedos y el dolor es mucho más fuerte. En el vagón se oyen algunos lamentos.
Son las dos de la mañana y el convoy se tambalea. El corazón de Walter ya no repica en sus manos, sino en su pecho. Sacude a sus compañeros y, juntos, esperan al mejor momento. La noche es demasiado clara, la luna casi llena que brilla en el cielo los delatará demasiado fácilmente. Walter mira por el ventanuco, el tren rueda a buena velocidad, a lo lejos, se perfilan unos matorrales.
Walter y dos compañeros pudieron huir del tren. Tras caer en la cuneta, se quedó durante un buen rato agazapado. Cuando la luz roja del convoy se apagó en la noche, levantó los brazos al cielo y gritó: «Mamá». Walter caminó durante dos kilómetros. Cuando llegó a la linde de un campo, se topó con un soldado alemán que estaba haciendo sus necesidades y que tenía su fusil con bayoneta apoyado a su lado. Tumbado en medio de las espigas de maíz, Walter esperó el instante propicio y se lanzó sobre él. Es una incógnita de dónde sacó las fuerzas para imponerse en la pelea. La bayoneta se quedó clavada en el cuerpo del soldado; cuando recorrió otros muchos kilómetros, Walter tenía la impresión de volar, como una mariposa.
El tren no se detuvo en Toulouse, no volvimos a casa; pasamos de largo Carcassone, Béziers y Montpellier.