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19 de agosto
El tren circula a buena velocidad. De repente, los frenos chirrían, el convoy resbala por los raíles y saltan chispas bajo las ruedas. Los alemanes saltan de los vagones y se precipitan a las cunetas. Un diluvio de balas cae sobre nuestros vagones, un ballet de aviones americanos gira en el cielo. Con su primera pasada, han conseguido una verdadera carnicería. Todos se lanzan a las ventanas, agitando trozos de tela, pero los pilotos están demasiado altos para vernos, y enseguida el ruido de los motores aumenta cuando los aparatos caen sobre nosotros.
El instante se congela y ya no oigo nada más. De repente, todo parece suceder a cámara lenta. Claude me mira, Charles también. Frente a nosotros, Jacques sonríe, asombrado, y escupe un chorro de sangre; lentamente, cae de rodillas. François se precipita para detener su caída y lo recoge en sus brazos. Jacques tiene un agujero en la espalda. Quiere decirnos algo, pero no sale ningún sonido de su garganta. Se le ponen los ojos en blanco, y, aunque François le sujeta la cabeza, se le cae a un lado: Jacques ha muerto.
Con la mejilla manchada de la sangre de su mejor amigo, del que no se ha separado en ningún momento durante ese largo trayecto, François grita un «NO» que invade el espacio. Sin que podamos impedírselo, se lanza a la ventana y arranca, con las manos desnudas, las tablas. Una bala alemana silba y le arranca la oreja. En esta ocasión es su sangre la que cae por su nuca, pero eso no le hace desistir; se agarra a la pared y sale al exterior. En cuanto cae, vuelve a levantarse, se lanza hacia la puerta del vagón y levanta la cancela para dejarnos salir.
Vuelvo a ver una vez más la silueta de François recortarse ante la luz del sol; detrás de él, en el cielo, veo a los aviones girar en el cielo y volver hacia nosotros, y, a su espalda, a un soldado alemán que apunta y dispara. El cuerpo de François es proyectado hacia delante y la mitad de su rostro se derrama sobre mi camisa. Su cuerpo se agita, y, con un último espasmo, François se reúne con Jacques en la muerte.
El 19 de agosto, en Pierrelatte, entre muchos otros, perdimos a dos amigos.
La locomotora echa humo por todas partes. El vapor se escapa por sus flancos llenos de agujeros. El convoy no puede volver a ponerse en marcha. Hay muchos heridos. Un Feldgendarme va a buscar a un médico. ¿Qué puede hacer ese hombre, desamparado ante los prisioneros tumbados, con las entrañas fuera del cuerpo y los miembros cubiertos de heridas muy graves? Los aviones vuelven. Aprovechando el pánico que se adueña de los soldados, Titonel se escabulle. Los nazis abren fuego contra él, una bala lo alcanza, pero prosigue su carrera campo a través. Un campesino lo recoge y lo lleva al hospital de Montélimar.
El cielo está en calma. A lo largo de la vía, el médico le suplica a Schuster que le confíe a los heridos que todavía puede salvar, pero el teniente no quiere ni oír hablar de eso. Por la noche, los cargan en los vagones en el momento mismo en que una locomotora llega a Montélimar.
Hace casi una semana que las fuerzas francesas libres han pasado a la ofensiva. Los nazis están perdiendo, y empieza su retirada. Las vías del tren, como la Nacional 7, son objeto de violentos combates. Tras desembarcar en Provenza, los ejércitos americanos y la división blindada del general De Lattre de Tassigny avanzan hacia el norte. El valle del Rin es un callejón sin salida para Schuster, pero las fuerzas francesas se repliegan para dar apoyo a los americanos que tienen como objetivo apoderarse de Grenoble, y se trasladan a Sisteron. Ayer todavía no teníamos ninguna posibilidad de cruzar el valle, pero momentáneamente los franceses han levantado el cerco. El teniente está decidido a aprovechar la situación. O pasan ahora o no lo harán nunca. En Montélimar, el convoy se detiene en la estación, en la vía por donde pasan los trenes que bajan al sur.
Schuster quiere deshacerse lo antes posible de los muertos y entregarlos a la Cruz Roja.
Richter, jefe de la Gestapo de Montélimar, está allí. Cuando la responsable de la Cruz Roja le pide que le entregue también a los heridos, él se niega categóricamente.
Entonces, ella da media vuelta y se va. Él le pregunta adónde va.
– Si no me deja llevarme a los heridos conmigo, entonces tendrá que apañarse usted con sus cadáveres.
Richter y Schuster lo discuten, acaban cediendo pero juran volver a buscar a sus prisioneros en cuanto se hayan curado.
Desde los ventanucos de nuestros vagones, vemos a nuestros compañeros partir en camillas, algunos gimen, otros ya no dicen nada. Los cadáveres están alineados en el suelo de la sala de espera. Un grupo de ferroviarios los mira con tristeza, se quitan sus gorras y les rinden un último homenaje. La Cruz Roja hace evacuar a los heridos al hospital, y para disuadir a los nazis que todavía ocupan la ciudad de intentar acabar con ellos, la responsable de la Cruz Roja se inventa que todos padecen tifus, una enfermedad terriblemente contagiosa.
Cuando las camionetas de la Cruz Roja se van, conducen a los muertos al cementerio.
Entre los cuerpos que yacen en la fosa, la tierra se cierra sobre los rostros de Jacques y François.
20 de agosto
Estamos de camino a Valence. El tren se detiene dentro de un túnel para protegerse de un escuadrón de aviones. El oxígeno es tan escaso que perdemos todos el conocimiento. Cuando el convoy llega a la estación, una mujer aprovecha una distracción de un Feldgendarme para mostrar un cartel desde la ventana de su domicilio. En él puede leerse: París está rodeado, tened coraje.
21 de agosto
Cruzamos Lyon. Algunas horas después de pasar nosotros, las fuerzas francesas del interior incendian los depósitos de carburante del aeródromo de Bron. El Estado mayor alemán abandona la ciudad. El frente se acerca a nosotros, pero el convoy continúa su camino. En Chalon, nuevo obstáculo: la estación está en ruinas. Nos cruzamos con miembros de la Luftwaffe que se dirigen al este. Un coronel alemán está a punto de salvarles la vida a algunos prisioneros. Le exige a Schuster dos vagones en el tren; sus soldados y sus armas son mucho más importantes que los despojos humanos que el teniente tiene a bordo. Los dos hombres llegan casi a las manos, pero Schuster es duro de pelar. Piensa llevar a todos esos judíos, metecos y terroristas a Dachau. Ninguno de nosotros será liberado, y el convoy vuelve a ponerse en marcha.
En mi vagón, la puerta se abre. Tres jóvenes soldados alemanes desconocidos nos dan unos quesos y la puerta vuelve a cerrarse enseguida. Llevamos treinta y seis horas sin recibir ni agua ni alimentos. Los compañeros organizan enseguida un reparto equitativo.
En Beaune, la población y la Cruz Roja vienen a ayudarnos. Nos traen algo con lo que arreglarnos un poco. Los soldados se apoderan de cajas de vino de Borgoña. Se emborrachan y, cuando el tren vuelve a ponerse en marcha, juegan a disparar con la metralleta a las fachadas de las casas que están junto a la vía.
Hemos recorrido apenas treinta kilómetros, y ahora estamos en Dijon. En la estación, reina una confusión terrible. Ningún tren puede subir hacia el norte. La batalla por la red ferroviaria causa estragos. Los ferroviarios quieren impedir que el tren vuelva a salir. Los bombardeos son incesantes. Pero Schuster no se va a dar por vencido y, a pesar de las protestas de los obreros franceses, la locomotora silba, sus bielas se ponen en movimiento, y empieza a remolcar su terrible cortejo.
No llegará muy lejos, más adelante los raíles están desplazados. Los soldados nos hacen descender y nos ponen a trabajar. Ahora hemos pasado de ser deportados a ser forzados. Bajo un sol abrasador, ante los Feldgendarmes que nos apuntan con sus fusiles, volvemos a colocar los raíles que la Resistencia había desmontado. Schuster, de pie en la plataforma de la locomotora, nos grita que estaremos privados de agua hasta que completemos la reparación.
Dijon está detrás de nosotros. Al anochecer, empezamos a creer que podemos salvarnos. Los maquis atacan el tren, tomando las precauciones necesarias para no herirnos; enseguida los soldados alemanes responden desde la plataforma enganchada al final del convoy y rechazan el ataque enemigo. Pero los maquis no abandonan la lucha y nos siguen en esa carrera infernal que nos acerca inexorablemente a la frontera alemana; una vez que la hayamos cruzado, sabemos que no volveremos. A cada kilómetro que pasa bajo las ruedas del tren, nos preguntamos cuántos nos separan todavía de Alemania.
De vez en cuando, los soldados disparan al campo, ¿han visto alguna sombra que los preocupe?
23 de agosto
El viaje nunca ha resultado tan insoportable. Los últimos días han sido caniculares. No nos quedan ni víveres ni agua. Los paisajes que recorremos están devastados. Muy pronto hará dos meses que dejamos el patio de la prisión de Saint-Michel, dos meses de que empezara el viaje, y con los ojos hundidos en las órbitas de nuestros rostros demacrados, vemos que se nos marca el esqueleto en nuestro cuerpo descarnado. Los que se han resistido a la locura se sumergen en un profundo.
25 de agosto
Ayer se escaparon unos prisioneros. Nitti y algunos de sus compañeros consiguieron arrancar las tablas y saltaron a las vías aprovechando la noche. El tren acababa de pasar la estación de Lécourt.
Encontraron el cuerpo de uno cortado en dos, a otro con la pierna arrancada; en total hubo seis muertos. Pero Nitti y otros consiguieron escapar. Nos reunimos alrededor de Charles. A la velocidad a la que circula el convoy, cruzaremos la frontera en cuestión de horas. Aunque nos sobrevuelan aviones a menudo, no nos liberarán.
– Sólo podemos contar con nosotros mismos -farfulla Charles.
– ¿Vamos a intentar el golpe? -pregunta Claude. Charles me mira y asiento con la cabeza. No tenemos nada que perder.
Charles nos explica su plan. Si conseguimos arrancar algunos listones del suelo, podremos escabullimos por el agujero. Por turnos, los compañeros sujetarán al que se cuele. A la señal, lo soltarán. Entonces, habrá que dejarse caer con los brazos pegados al cuerpo para que las ruedas no nos hagan picadillo. Sobre todo, no hay que levantar la cabeza, para no ser decapitado por el eje, que llegará a toda velocidad. Habrá que contar los vagones que pasarán por encima de nosotros, ¿doce, trece, tal vez? Después habrá que esperar, sin moverse, a que la luz roja del tren se aleje, antes de volver a levantarse. Para evitar soltar un grito que pudiera alertar a los soldados de la plataforma, el que salte deberá meterse un trozo de tela en la boca. Y mientras Charles nos hace repetir las instrucciones, un hombre se levanta y se pone manos a la obra. Tira con todas sus fuerzas de un clavo. Sus dedos se deslizan bajo el metal e intentan hacerlo girar sin descanso. El tiempo aprieta, ¿estamos todavía en Francia?
El clavo cede. Con las manos ensangrentadas, el hombre lo el tren vuelva a salir. Los bombardeos son incesantes. Pero Schuster no se va a dar por vencido y, a pesar de las protestas de los obreros franceses, la locomotora silba, sus bielas se ponen en movimiento, y empieza a remolcar su terrible cortejo.
No llegará muy lejos, más adelante los raíles están desplazados. Los soldados nos hacen descender y nos ponen a trabajar. Ahora hemos pasado de ser deportados a ser forzados. Bajo un sol abrasador, ante los Feldgendarmes que nos apuntan con sus fusiles, volvemos a colocar los raíles que la Resistencia había desmontado. Schuster, de pie en la plataforma de la locomotora, nos grita que estaremos privados de agua hasta que completemos la reparación.
Dijon está detrás de nosotros. Al anochecer, empezamos a creer que podemos salvarnos. Los maquis atacan el tren, tomando las precauciones necesarias para no herirnos; enseguida los soldados alemanes responden desde la plataforma enganchada al final del convoy y rechazan el ataque enemigo. Pero los maquis no abandonan la lucha y nos siguen en esa carrera infernal que nos acerca inexorablemente a la frontera alemana; una vez que la hayamos cruzado, sabemos que no volveremos. A cada kilómetro que pasa bajo las ruedas del tren, nos preguntamos cuántos nos separan todavía de Alemania.
De vez en cuando, los soldados disparan al campo, ¿han visto alguna sombra que los preocupe?
23 de agosto
El viaje nunca ha resultado tan insoportable. Los últimos días han sido caniculares. No nos quedan ni víveres ni agua. Los paisajes que recorremos están devastados. Muy pronto hará dos meses que dejamos el patio de la prisión de Saint-Michel, dos meses de que empezara el viaje, y con los ojos hundidos en las órbitas de nuestros rostros demacrados, vemos que se nos marca el esqueleto en nuestro cuerpo descarnado. Los que se han resistido a la locura se sumergen en un profundo mutismo. Mi hermanito parece un anciano con sus mejillas hundidas y, sin embargo, siempre que me mira me sonríe.
25 de agosto
Ayer se escaparon unos prisioneros. Nitti y algunos de sus compañeros consiguieron arrancar las tablas y saltaron a las vías aprovechando la noche. El tren acababa de pasar la estación de Lécourt.
Encontraron el cuerpo de uno cortado en dos, a otro con la pierna arrancada; en total hubo seis muertos. Pero Nitti y otros consiguieron escapar. Nos reunimos alrededor de Charles. A la velocidad a la que circula el convoy, cruzaremos la frontera en cuestión de horas. Aunque nos sobrevuelan aviones a menudo, no nos liberarán.
– Sólo podemos contar con nosotros mismos -farfulla Charles.
– ¿Vamos a intentar el golpe? -pregunta Claude. Charles me mira y asiento con la cabeza. No tenemos nada que perder.
Charles nos explica su plan. Si conseguimos arrancar algunos listones del suelo, podremos escabullimos por el agujero. Por turnos, los compañeros sujetarán al que se cuele. A la señal, lo soltarán. Entonces, habrá que dejarse caer con los brazos pegados al cuerpo para que las ruedas no nos hagan picadillo. Sobre todo, no hay que levantar la cabeza, para no ser decapitado por el eje, que llegará a toda velocidad. Habrá que contar los vagones que pasarán por encima de nosotros, ¿doce, trece, tal vez? Después habrá que esperar, sin moverse, a que la luz roja del tren se aleje, antes de volver a levantarse. Para evitar soltar un grito que pudiera alertar a los soldados de la plataforma, el que salte deberá meterse un trozo de tela en la boca. Y mientras Charles nos hace repetir las instrucciones, un hombre se levanta y se pone manos a la obra. Tira con todas sus fuerzas de un clavo. Sus dedos se deslizan bajo el metal e intentan hacerlo girar sin descanso. El tiempo aprieta, ¿estamos todavía en Francia?
El clavo cede. Con las manos ensangrentadas, el hombre lo maniobra y, en esta ocasión, el rostro de Claude desaparece. Armand se gira, Marc está demasiado cansado para saltar.
– Recupera tus fuerzas, haré pasar a los otros y nos iremos juntos.
Marc asiente con la cabeza. Samuel salta, Armand es el último en meterse por el agujero. Marc no ha querido irse. El hombre que ha roto el suelo se acerca a él.
– Venga, ¿qué tienes que perder?
Marc se decide al fin. Se abandona y se desliza también. El convoy frena bruscamente. Los Feldgendarmes bajan enseguida. Agazapado entre dos travesaños, los ve ir hacia donde está él, no tiene fuerza en las piernas para huir y los soldados lo cogen. Lo llevan de vuelta a un vagón. De camino, le pegan tan fuerte que pierde el conocimiento.
Armand sigue agarrado a los ejes para escapar de las linternas de los soldados que buscan a otros fugitivos. El tiempo pasa. Nota que sus brazos están a punto de fallarle. Pero tan cerca del final no puede fallar, así que resiste. De repente, el convoy se tambalea. El compañero espera a que recupere un poco de velocidad y se deja caer sobre la vía. Es el último que ve la luz roja extinguirse a lo lejos.
Hace una media hora que el tren ha desaparecido. Tal y como todos habíamos acordado, sigo la vía del tren para reencontrarme con mis compañeros. ¿Ha sobrevivido Claude? ¿Estamos en Alemania?
Ante mí se perfila un pequeño puente, guardado por un centinela alemán. Es donde mi hermano había estado a punto de saltar, justo antes de que Charles se lo impidiera. El soldado de guardia tararea «Lili Marlene». Eso parece responder a una de mis dos preguntas; la otra concierne a mi hermano. El único modo de salvar a ese guardia es deslizarse bajo una de las vigas que sostienen el puente. Suspendido en el vacío, avanzo en la noche clara, temiendo a cada instante que alguien me sorprenda.
He caminado durante tanto tiempo que ya no puedo contar mis pasos, ni los travesaños de la vía que he pasado. Delante de mí, sigue reinando el silencio y no hay ni un alma. ¿He sido el único que ha sobrevivido? ¿Están todos mis compañeros muertos? «Tenéis una posibilidad entre cinco de salir bien parados», había dicho el antiguo colocador de vías. Maldita sea, ¿y mi hermano? ¡Eso no! Que me maten a mí, pero no a él. No le pasará nada, lo llevaré de vuelta a casa, se lo prometí a mamá en el peor de mis sueños. Creía que ya no me quedaban lágrimas, ni razón alguna para llorar y, sin embargo, arrodillado en medio de la vía, solo en aquel campo desierto, te lo confieso, lloré como un niño. ¿De qué servía la libertad sin mi hermano? La vía se extiende a lo lejos y Claude no está en ninguna parte.
Un temblor en un arbusto me hace volver la cabeza.
– Bueno, ¿te importaría dejar de lloriquear y venir a echarme una mano? Estas espinas hacen un daño horrible.
Claude, boca abajo, está enmarañado en unas zarzas. ¿Cómo se las ha arreglado para acabar así?
– Libérame primero y luego te lo explico. ¡Ahora! -grita.
Y mientras lo estoy sacando del ramaje en el que se ha enganchado, veo la silueta de Charles que camina vacilante hacia nosotros.
El tren había desaparecido para siempre. Charles lloraba un poco cuando nos estrechó entre sus brazos. Claude intentaba quitarse como podía las espinas que tenía clavadas en los muslos. Samuel se sujetaba la nuca, ocultando una fea herida que se había hecho al saltar. No sabíamos si todavía estábamos en Francia o si ya habíamos llegado a territorio alemán.
Charles nos señala que estamos al descubierto y que sería mejor salir de allí. Llegamos a un pequeño bosque, llevando a rastras a Samuel, que se está quedando sin fuerzas, y esperamos escondidos detrás de los árboles la llegada del día.