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Capítulo 38

26 de agosto

Llega el alba. Samuel ha perdido mucha sangre durante la noche.

Mientras los otros siguen durmiendo, lo oigo gemir. Me llama, y me acerco a él. Está pálido.

– ¡Qué tontería, tan cerca del final! -murmura él.

– ¿De qué estás hablando?

– No te hagas el tonto, Jeannot, voy a morir, ya no siento las piernas y tengo mucho frío.

Tiene los labios de color violeta y está tiritando, así que lo abrazo para hacer que entre en calor lo mejor que puedo.

– Ha sido una huida memorable, ¿no crees?

– Sí, Samuel, ha sido una huida memorable.

– ¿Notas lo agradable que es el aire?

– Reserva tus fuerzas, amigo mío.

– ¿Para qué? Sólo me quedan unas horas. Jeannot, algún día tendrás que contar nuestra historia. No puede desaparecer como yo.

– Cállate, Samuel, no dices más que tonterías, y yo no sé contar historias.

– Escúchame, Jeannot, si tú no lo consigues, entonces, tus hijos lo harán en tu lugar. Tendrás que pedírselo. Júramelo.

– ¿Qué hijos?

– Verás -continúa Samuel, presa de un delirio alucinado-, dentro de unos años, tendrás uno, dos o más, no lo sé, no he tenido tiempo para contarlos. Entonces, tendrás que pedirles algo de mi parte, y diles que es muy importante para mí. Será como si mantuvieran una promesa que hubiera hecho su padre en un pasado que ya no existirá. Porque este pasado de guerra habrá dejado de existir, ya verás. Les dirás que cuenten nuestra historia en su mundo libre, que luchamos por ellos. Les enseñarás que, en este mundo, no hay nada más importante que la jodida libertad, capaz de someterse al mejor postor. Les dirás también que esa gran zorra ama el amor de los hombres, que siempre se escapará de quienes quieran apresarla, y que siempre dará la victoria al que la respete y a quien no espere nunca mantenerla en su cama. Jeannot, diles que cuenten todo eso de mi parte, con sus propias palabras, con las de su época. Las mías están hechas con acentos de mi país, de la sangre que tengo en la boca y en las manos.

– Para, Samuel, te agotas por nada.

– Jeannot, hazme esta promesa: júrame que un día amarás. Me habría gustado tanto poder hacerlo, me habría gustado tanto poder haber amado. Prométeme que cogerás a un niño en tus brazos y que, la primera vez que lo veas, en tu mirada de padre pondrás un poco de mi libertad. Si lo haces, quedará algo de mí en este maldito mundo.

Se lo prometí y Samuel murió al amanecer. Inspiró muy fuerte, le chorreó sangre de la boca y se le contrajo la mandíbula por el violento dolor. La herida del cuello se había vuelto malva, y se quedó así. Creo que bajo la tierra que lo cubre, en ese campo del Haute-Marne, un poco de púrpura resiste al tiempo, y a la absurdidad de los hombres.

***

A mediodía, vimos a lo lejos a un campesino que avanzaba por su campo. En nuestro estado, hambrientos y heridos, no podríamos aguantar mucho tiempo. Tras discutirlo, decidimos que yo iría a su encuentro. Si era alemán, levantaría los brazos, y los compañeros se quedarían escondidos en el bosquecillo.

Cuando caminaba hacia él, no sabía cuál de los dos asustaría más al otro: yo, que iba vestido con andrajos, con aspecto fantasmal, o él, pues seguía ignorando la lengua en la que iba a hablarme.

– Soy un prisionero huido de un tren de deportación, y necesito ayuda -grité tendiéndole la mano.

– ¿Está usted solo? -me preguntó él.

– Entonces, ¿es usted francés?

– ¡Pues claro que soy francés! ¡Menuda pregunta! Vamos, venga, lo llevaré a la granja -dijo el granjero estupefacto-, ¡está usted en un estado penoso!

Les hice una señal a mis compañeros, y acudieron enseguida a nuestro encuentro.

***

Era el 26 de agosto de 1944, y estábamos salvados.