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Marc recuperó el conocimiento tres días después de nuestra huida, el convoy conducido por Schuster entraba en el campo de la muerte de Dachau, su destino final, adonde llegó el 28 de agosto de 1944.
De los setecientos prisioneros que habían sobrevivido al terrible viaje, apenas un puñado escapó a la muerte.
Cuando las tropas aliadas recuperaban el control del país, Claude y yo conseguimos hacernos con un coche abandonado por los alemanes. Seguimos las líneas y nos fuimos a Montélimar para recuperar los cuerpos de Jacques y de François para llevárselos a sus familias.
Diez meses más tarde, una mañana de primavera de 1945, tras las rejas del campo de Ravensbrück, Osna, Damira, Marianne y Sophie vieron llegar las tropas americanas que las liberaron. Poco tiempo antes, en Dachau, Marc, todavía con vida, fue liberado también.
Claude y yo no volvimos a ver jamás a nuestros padres.
Saltamos del tren fantasma el 25 de agosto de 1944, el mismo día que fue liberado París.
Durante los días siguientes, el granjero y su familia nos colmaron de cuidados. Recuerdo la noche en que nos prepararon una tortilla. Charles nos miraba en silencio; el rostro de nuestros compañeros sentados a la mesa en la pequeña estación de Loubers volvía a nuestras memorias.
Una mañana, mi hermano me despertó.
– Ven -me dijo sacándome de la cama.
Lo seguí al exterior de la granja, donde Charles y los demás seguían durmiendo.
Seguimos caminando así, uno junto al otro, sin hablar, hasta que nos encontramos en medio de un gran campo de rastrojos.
– Mira -me dice Claude agarrándome de la mano.
Las columnas de carros americanos y las de la división Leclerc convergían a lo lejos, en el este. Francia había sido liberada.
Jacques tenía razón, la primavera había vuelto… y sentí la mano de mi hermano apretando la mía.
En aquel campo de rastrojos, mi hermano pequeño y yo éramos y seguiríamos siendo para siempre dos hijos de la libertad, perdidos entre sesenta millones de muertos.