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Te doy mi palabra, la guerra nunca se ha parecido a una película. Ninguno de mis compañeros tenía la cara de Robert Mitchum, y si Odette hubiera tenido las piernas de Lauren Bacall, probablemente habría intentado besarla en lugar de dudar como un tonto delante del cine. Aquello ocurrió la víspera de la tarde en la que dos nazis la abatieron en la esquina de la Rue des Acacias. Desde entonces, no me gustan las acacias.
Lo más duro, y sé que resultará difícil de creer, fue encontrar a la Resistencia.
Después de la desaparición de Caussat y de sus compañeros, mi hermano pequeño y yo lo veíamos todo muy negro. En el instituto, entre las reflexiones antisemitas del profesor de historia y geografía y los sarcasmos de los alumnos de filosofía con los que se debatía, la vida no era demasiado divertida. Me pasaba las noches delante de la radio, intentando enterarme de noticias de Londres. Cuando volvimos al colegio, encontramos sobre nuestros pupitres pequeños folletos con el título de «Combate». Yo había visto a un muchacho que salía de la clase con disimulo; era un refugiado alsaciano llamado Bergholtz. Corrí con todas mis fuerzas para alcanzarlo en el patio, para decir que quería hacer lo mismo que él y distribuir octavillas para la Resistencia. Cuando se lo dije, se rio de mí, pero conseguí convertirme en su segundo. Los días siguientes, cuando salía de clase, lo esperaba en la calle. En cuanto doblaba la esquina, yo me ponía en marcha y él aceleraba el paso hasta alcanzarme. Juntos, echábamos panfletos gaullistas en los buzones, y, en ocasiones, desde el tranvía antes de saltar en marcha y desaparecer.
Una tarde, Bergholtz no apareció a la salida del instituto, y al día siguiente siguió sin aparecer…
A partir de entonces, cuando se acababan las clases tomaba con mi hermano pequeño, Claude, el trenecito que recorría Moissac. A escondidas, íbamos al «Manoir», una casa grande donde vivían ocultos treinta niños cuyos padres habían sido deportados; un grupo de exploradores escoltas los habían recogido y los cuidaban. Claude y yo íbamos a binar el huerto, y en ocasiones dábamos clases de matemáticas y de francés a los más jóvenes. Todos los días que íbamos al Manoir aprovechaba para suplicar a Josette, la directora, que me ayudara a unirme a la Resistencia, y cada vez que lo hacía, me miraba exasperada, con cara de no saber de lo que estaba hablando.
Hasta que un día, Josette me llamó aparte a su oficina.
– Creo que tengo algo que te puede interesar. Preséntate en el número 25 de la Rue Bayard a las dos de la tarde. Una persona que pasará por allí te preguntará la hora. Tú le responderás que no te funciona el reloj. Si él te dice «¿Es usted Jeannot?» es que es el tipo correcto.
Y así ocurrió.
Fui con mi hermano pequeño y nos encontramos a Jacques frente al número 25 de la Rue Bayard, en Toulouse.
Llegó con un abrigo gris y un sombrero de fieltro, y una pipa en la comisura de los labios. Tiró su periódico a la papelera clavada en la farola; no lo recogí porque no era ésa la consigna; tenía que esperar a que me preguntara la hora. Él se paró a nuestra altura, nos miró y, cuando le respondí que mi reloj no funcionaba, dijo que se llamaba Jacques y me preguntó cuál de nosotros dos era Jeannot. Di un paso adelante.
Jacques reclutaba él mismo a los guerrilleros. No confiaba en nadie y tenía razón en no hacerlo. Sé que puede sonar un poco injusto, pero hay que ponerse en situación.
En ese momento, no sabía que dentro de unos pocos días un miembro de la Resistencia llamado Marcel Langer sería condenado a muerte porque un procurador francés había pedido su cabeza y la había conseguido. Y nadie en Francia, estuviera o no en la zona libre, dudaba de que ningún tribunal de justicia se atrevería a pedir la cabeza de ninguno de los guerrilleros detenidos, después de que uno de los nuestros se hubiera cargado a ese procurador frente a su casa, un domingo cuando iba a misa.
Yo tampoco sabía que me cargaría a un cabrón, a un alto responsable de la Milicia, denunciante y asesino de muchos jóvenes de la Resistencia. El susodicho militar no llegó nunca a saber que su muerte se debía a un hecho concreto, ni que pasé tanto miedo que habría podido hacerme pis encima; no se imaginó que estuve a punto de no disparar, ni que yo no habría estado tan enfadado como para matarlo de cinco balazos en el vientre si no me hubiera suplicado piedad, después de no haberla tenido por nadie.
Hemos matado. Me ha costado años decirlo, no se puede olvidar el rostro de alguien contra el que se va a disparar. Pero nunca hemos matado a un inocente, ni siquiera a un imbécil. Lo sé, y mis hijos también lo sabrán, eso es lo que cuenta.
Durante un momento, Jacques me mira, me juzga, me olfatea, casi como un animal, se fía de su instinto, y finalmente se planta delante de mí; las palabras que pronunciaría dos minutos más tarde me cambiarían la vida:
– ¿Qué quieres exactamente?
– Irme a Londres.
– Entonces, no puedo hacer nada por ti -dijo Jacques-. Londres está lejos y no tengo ningún contacto.
Esperaba que se diera media vuelta y se fuera, pero Jacques se queda frente a mí. No deja de mirarme, de modo que pruebo una segunda vez.
– ¿Puede usted ponerme en contacto con los guerrilleros? Me gustaría luchar a su lado.
– Eso también es imposible -responde Jacques, al tiempo que vuelve a encender su pipa.
– ¿Por qué?
– Porque dices que quieres luchar, y en las guerrillas no se lucha; en el mejor de los casos, se recogen paquetes, se pasan mensajes, pero la resistencia es todavía pasiva. Si quieres luchar, debes hacerlo junto a nosotros.
– ¿Nosotros?
– ¿Estás dispuesto a luchar en las calles?
– Lo que quiero es matar a un nazi antes de morir. Quiero un revólver.
Había dicho eso en un tono orgulloso. Jacques se echó a reír. Yo no veía que hubiera nada gracioso en mis palabras, ¡me parecían más bien dramáticas! Justamente eso es lo que hizo reír a Jacques.
– Has leído demasiados libros, tendremos que enseñarte a utilizar la cabeza.
Su observación paternalista me resultó un poco humillante, pero no quería que se diera cuenta. Después de meses de intentar establecer un contacto con la Resistencia, ahora estaba a punto de echarlo todo a perder.
Busco las palabras adecuadas sin éxito, alguna frase que me permita demostrar que los guerrilleros podrán contar conmigo. Jacques parece leer mis pensamientos, sonríe, y, de repente, veo en sus ojos un destello de ternura.
– No luchamos para morir, sino por la vida, ¿entiendes?
Aunque no parezca gran cosa, esta frase me conmocionó profundamente. Eran las primeras palabras de esperanza que oía desde el inicio de la guerra, desde que vivía sin derechos, sin estatus, despojado de toda identidad en aquel país, que era el mío. Añoro a mi padre, y a mi familia también. ¿Qué ha pasado? A mi alrededor todo se ha desvanecido, me han robado la vida, simplemente porque soy judío, y eso le basta a mucha gente para querer verme muerto.
Detrás de mí, mi hermano pequeño espera. Se huele que pasa algo importante; entonces, carraspea para recordarnos que él está también ahí. Jacques me coge por el hombro.
– Ven, no nos quedemos aquí. Una de las primeras cosas que debes aprender es a no quedarte nunca quieto, porque si lo haces te pueden atrapar. Un muchacho que espera en la calle, en los tiempos que corren, siempre es sospechoso.
Así que empezamos a caminar por una callejuela oscura, con Claude pisándonos los talones.
– Tal vez tenga un trabajo para vosotros. Esta noche, iréis a dormir a la Rue du Ruisseau, 15, a casa de la señora Dublanc, ella os hospedará. Debéis decirle que sois estudiantes. Seguramente te preguntará qué le ha pasado a Jérôme. Respóndele que vais a ocupar su lugar, y que él ha ido a reunirse con su familia en el norte.
Vislumbré ahí unas palabras mágicas que nos darían acceso a un techo y, quién sabe, tal vez incluso a una habitación caliente.
Entonces, tomándome muy en serio mi papel, pregunté quién era el tal Jérôme, por si la señora Dublanc intentaba saber más sobre sus nuevos arrendatarios. Jacques me devolvió enseguida a la cruda realidad.
– Murió antes de ayer, a dos calles de aquí. Y si la respuesta a mi pregunta «¿quieres entrar en contacto directo con la guerra?» sigue siendo sí, entonces puede decirse que lo reemplazas. Esta noche, alguien llamará a tu puerta. Te dirá que viene de parte de Jacques.
Al decirlo así, estuve seguro de que ése no era su verdadero nombre, pero también sabía que, una vez que entrabas en la Resistencia, tu vida anterior dejaba de existir, junto con tu nombre. Jacques me deslizó un sobre en la mano.
– Mientras pagues el alquiler, la señora Dublanc no hará preguntas. Id a haceros una foto, hay una cabina en la estación. Ahora marchaos, tendremos ocasión de volver a vernos.
Jacques siguió su camino. En la esquina de la callejuela, su larga silueta desapareció en medio de la llovizna.
– ¿Nos vamos? -dijo Claude.
Llevé a mi hermano a un café y nos tomamos algo para entrar en calor. Sentado junto a la vitrina, me quedé mirando al tranvía que subía por la gran calle.
– ¿Estás seguro? -preguntó Claude, mientras acercaba sus labios a la taza humeante.
– ¿Y tú?
– Yo estoy seguro de que voy a morir, aparte de eso, no sé nada más.
– Si entramos en la Resistencia, lo hacemos para vivir, no para morir. ¿Entiendes?
– ¿Dónde has oído una cosa así?
– Jacques me lo dijo antes.
– Pues si lo dice Jacques…
Después nos quedamos en silencio. Dos militares entraron en el local y se sentaron sin prestarnos atención. Temía que Claude hiciera alguna tontería, pero se limitó a encogerse de hombros. Le gruñó el estómago.
– Tengo hambre -dijo-. Pero no puedo tenerla.
Me avergonzaba de tener frente a mí a un muchacho de diecisiete años que no podía saciar su hambre, me avergonzaba mi impotencia; pero esa noche quizás entraríamos por fin en la Resistencia, y estaba seguro de que, entonces, las cosas cambiarían. Jacques, más adelante, dirá que la primavera volvería; cuando eso ocurriera, pensaba llevar a mi hermano pequeño a una panadería y comprarle todos los dulces del mundo, para que los devorara hasta no poder más, y esa primavera sería la mejor de mi vida.
Abandonamos el café, y después de hacer una parada en el vestíbulo de la estación, nos dirigimos a la dirección que nos había indicado Jacques.
La señora Dublanc no hizo preguntas. Sólo dijo que a Jérôme no debían de importarle mucho sus cosas después de haberse ido así. Le di el dinero y me entregó la llave de una habitación en la planta baja que daba a la calle.
– ¡Es individual! -añadió ella.
Le expliqué que Claude era mi hermano pequeño, y que estaba de visita durante unos cuantos días. Me parece que la señora Dublanc se imaginaba que no éramos estudiantes, pero, mientras se le pagara el alquiler, la vida de sus arrendatarios no le importaba. La habitación no valía gran cosa: ropa vieja de cama, una jarra de agua y una palangana. Las necesidades tenían que hacerse en un cubículo situado al fondo del jardín.
Esperamos el resto de la tarde. Al final del día, llamaron a la puerta, no de una manera que pudiera sobresaltarte, como ese golpeteo seguro propio de militares que vienen a detenerte, sino que fueron dos golpecitos en el marco. Claude abrió. Émile entró y, enseguida, sentí que nos haríamos amigos.
Émile no es muy grande y detesta que digan que es pequeño. Hace ya un año que entró en la clandestinidad, y su actitud demuestra que se ha habituado por completo a la situación. Es tranquilo y esboza una sonrisa curiosa, como si nada tuviera importancia.
A los diez años había huido de Polonia por la persecución que sufrían los suyos. Con apenas quince años, mientras veía a los ejércitos de Hitler desfilar por París, Émile comprendió que los que habían querido arrebatarle la vida en su país habían llegado hasta allí para cumplir su asqueroso propósito. Siempre tiene sus traviesos ojos muy abiertos, y nunca puede cerrarlos completamente. Tal vez sea eso lo que le da esa curiosa sonrisa; no, Émile no es pequeño, sino más bien achaparrado.
Se salvó gracias a su portera. Hay que decir que en aquella Francia triste había caseras majas que pensaban de forma diferente, que no aceptaban que se matara a gente buena sólo porque su religión fuera diferente; mujeres que no habían olvidado que, fuera cual fuera su condición, un niño es sagrado.
El padre de Émile había recibido la carta de la prefectura que lo obligaba a ir a comprar las estrellas amarillas que debía coser en sus abrigos a la altura del pecho, para que se vieran bien, como decía el aviso. En aquella época, Émile y su familia vivían en París, en la Rue Sainte-Marthe, en el distrito X. El padre de Émile había ido a la comisaría de Avenue Vellefaux; como tenía cuatro hijos, le habían dado cuatro estrellas, más una para él y otra para su mujer. El padre de Émile pagó las estrellas y se fue a su casa, con la cabeza baja, como un animal al que habían marcado con un hierro al rojo. Émile se puso su estrella, y, al poco, empezaron las redadas. Sin duda, él se había rebelado y le había dicho a su padre que arrancara esa porquería, pero no había conseguido nada. El padre de Émile era un hombre que vivía dentro de la ley, y confiaba en aquel país que lo había acogido, donde las personas honradas no podían sufrir ningún daño.
Émile había encontrado una pequeña buhardilla donde alojarse. Un día, según iba bajando, su portera se le abalanzó.
– Vuelva a subir rápidamente, están deteniendo a todos los judíos que están en la calle, la policía está por todas partes. Se han vuelto locos. Émile, sube a esconderte enseguida.
Ella le dijo que cerrara la puerta, que no respondiera a nadie que llamara, y que ella le subiría comida. Días más tarde, Émile salió sin su estrella. Volvió a la Rue Sainte-Marthe, pero en el apartamento de sus padres no quedaba nadie; ni su padre, ni su madre, ni sus dos hermanas pequeñas, una de seis años y la otra de quince, ni siquiera estaba allí su hermano, al que le había suplicado que se quedara con él y que no volviera al apartamento de la Rue Sainte-Marthe.
A Émile no le quedaba nadie; todos sus amigos estaban detenidos; dos de ellos, que habían participado en una manifestación en la Porte Saint-Martin, habían conseguido irse corriendo por la Rue de Lancry cuando soldados alemanes en moto habían disparado contra la multitud; pero finalmente los habían atrapado: acabaron fusilados ante un muro. Un conocido miembro de la Resistencia, llamado Fabien, mató al día siguiente a un oficial enemigo en el andén de metro de la estación Barbes como represalia, pero eso no había resucitado a los dos compañeros de Émile.
No, Émile ya no tenía a nadie, aparte de André, un camarada con el que había tomado algunas clases de contabilidad. Entonces fue a verlo, buscando ayuda. La madre de André le había abierto la puerta. Y cuando Émile le anunció que se habían llevado a su familia, y que estaba solo, cogió la partida de nacimiento de su hijo y se la dio a Émile, aconsejándole que abandonara París lo más rápido posible. «Haga lo que pueda, tal vez consiga un carné de identidad.» El apellido de André era Berté, y, como no era judío, el certificado era un salvoconducto que valía su peso en oro.
En la Gare d'Austerlitz, Émile esperó a que se montara el tren que salía hacia Toulouse. Allí tenía un tío. Después, se subió a un vagón y se escondió debajo de una banqueta, sin moverse. Los viajeros que iban en el compartimento ignoraban que detrás de sus pies se escondía un chaval que temía por su vida.
El convoy empezó a tambalearse, Émile se quedó escondido, inmóvil, durante horas. Cuando el tren alcanzó la zona libre, Émile salió de su escondite. Los pasajeros pusieron una cara extraña al ver a ese chaval salir de ninguna parte; confesó que no tenía papeles; un hombre le dijo que volviera enseguida a su escondite, estaba habituado a hacer ese trayecto y los gendarmes no tardarían en hacer otro control. Lo avisaría cuando pudiera salir.
Ya ves, en esa oscura Francia triste no sólo había porteras y caseras formidables, sino también madres generosas, viajeros sorprendentes, personas anónimas que resistían a su manera, personas anónimas que se negaban a actuar como el vecino, personas anónimas que infringían las reglas, porque eran indignas.
Hace algunas horas que Émile, con toda su historia y con todo su pasado, ha entrado en la habitación que me alquila la señora Dublanc. Aunque no conozco demasiado bien la historia de Émile, estoy seguro de que nos vamos a entender bien.
– Entonces, ¿tú eres el nuevo? -pregunta él.
– Los dos lo somos, no te olvides de mi hermano pequeño, que está harto de que todo el mundo lo ignore.
– ¿Tenéis las fotos? -pregunta Émile.
Y saca de su bolsillo dos carnés de identidad, tiques de racionamiento y un tampón. Con los papeles arreglados, se levanta, gira la silla y vuelve a sentarse a horcajadas.
– Hablemos de tu primera misión. Bueno, como sois dos, de vuestra primera misión.
Mi hermano tiene los ojos brillantes, no sé si por el hambre que le perfora el estómago sin descanso o la ilusión floreciente por una nueva aventura, pero lo veo claramente, sus ojos brillan.
– Tendremos que robar unas bicis -dijo Émile.
Claude se vuelve hacia la cama, con el rostro descompuesto.
– ¿Eso es lo que hace la Resistencia? ¿Birlar bicicletas? ¿He hecho todo este viaje para que me pidan que me convierta en un ladrón?
– ¿Crees que vas a llevar a cabo las operaciones en coche? La bicicleta es la mejor amiga de la Resistencia. Piénsalo un momento, si no es pedirte demasiado: nadie presta atención a un hombre en bici; eres sólo un tipo que vuelve de la fábrica o que entra a trabajar, según la hora que sea. Un ciclista se confunde con la multitud, tiene mucha movilidad, puede colarse por cualquier parte. Das el golpe, coges la bici, y para cuando la gente empiece a comprender lo que acaba de pasar, tú estarás ya en la otra punta de la ciudad. Por tanto, ¡ si quieres que se te confíen misiones importantes, empieza por robarte una bicicleta!
Ésa era la lección del día. Quedaba por saber dónde habría que ir para birlar las bicis. Émile debió de adivinar que haría esa pregunta. Ya había hecho las comprobaciones y nos indicó el pasillo de un edificio en el que había tres bicicletas que nunca estaban atadas. Teníamos que actuar enseguida; si todo iba bien, debíamos volver a encontrarnos con él a primera hora de la noche en casa de un compañero cuya dirección debía aprenderme de memoria.
Era una estación en desuso del barrio de Loubers, en las afueras de Toulouse, a unos cuantos kilómetros de allí. «Daos prisa -insistió Émile-, tenéis que estar allí antes del toque de queda.»
Era primavera, la noche no caería hasta algunas horas después, y el edificio de las bicis no distaba mucho de donde estábamos. Émile se fue y mi hermano pequeño siguió poniendo mala cara.
Conseguí convencer a Claude de que Émile no se había equivocado y de que, además, aquello era probablemente una prueba. Aunque refunfuñando, mi hermano pequeño aceptó seguirme.
Nos las arreglamos relativamente bien en esta misión. Claude se mantenía oculto en la calle, ya que nos podían caer dos años de prisión por el robo de una bicicleta. El pasillo estaba desierto y, tal y como había prometido Émile, había tres bicis, apoyadas las unas contra las otras, libres de toda atadura.
Émile me había dicho que cogiera las dos primeras, pero la tercera, la que estaba apoyada contra la pared, era un modelo deportivo con un cuadro rojo fuego y un manillar con empuñaduras de cuero. Aparté la de delante, que se cayó provocando un terrible estruendo. Me veía ya obligado a enfrentarme a la portera, pero, por un golpe de suerte, nadie vino a perturbar mi trabajo. La bicicleta que me gustaba no era fácil de pillar. Cuando uno tiene miedo, las manos son más torpes. Los pedales estaban enredados y no conseguía separar las dos bicicletas. Tras un gran esfuerzo, y conseguir calmar lo mejor que pude los latidos de mi corazón, me salí con la mía. Mi hermano pequeño se había dado prisa, así que había estado un buen rato de plantón en la calle.
– Pero, por Dios, ¿dónde te habías metido?
– Toma, coge tu bici en lugar de quejarte.
– ¿Y por qué te quedas tú con la roja?
– ¡Porque es demasiado grande para ti!
Claude siguió refunfuñando, pero le recordé que estábamos en mitad de una misión y que no era el momento de discutir. Se encogió de hombros y se subió a la bicicleta. Un cuarto de hora más tarde, pedaleando a toda prisa, recorríamos la vía del tren abandonada en dirección a la antigua y pequeña estación de Loubers.
Émile nos abrió la puerta.
– ¡Émile!
Émile puso una cara extraña, como si no se alegrara de vernos, y después nos dejó entrar. Jan, un tipo alto y esbelto, nos miraba sonriendo. Jacques también estaba en la habitación; nos felicitó a los dos y, al ver la bici roja que había elegido, se echó a reír.
– Charles las pintará para que queden irreconocibles -añadió riéndose todavía más.
Yo no le veía la gracia, y Émile, por la cara que ponía, tampoco.
Un hombre en camiseta bajaba por la escalera; era el habitante de la pequeña estación abandonada; era la primera vez que veía al manitas de la brigada. Él desmontaba y volvía a montar las bicis; fabricaba las bombas, explicaba cómo sabotear, en las bateas de los trenes, las carlingas ensambladas en las fábricas de la región, o cómo cizallar los cables de las alas de bombarderos para que, una vez montados en Alemania, los aviones de Hitler no despegaran de inmediato. Debo hablarte de Charles, el compañero que había perdido todos sus dientes delanteros durante la guerra de España, que había viajado tanto que había llegado a inventar su propio dialecto, hasta el punto de que nadie lo entendía de verdad. Debo hablarte de Charles porque, sin él, nunca habríamos podido realizar todo lo que hicimos en los meses siguientes.
Esa noche, en la pequeña habitación de planta baja de una estación en desuso, tenemos diecisiete y veinte años, muy pronto vamos a hacer la guerra, y a pesar de la risa que le causó ver mi bici roja, Jacques parece inquieto. Enseguida comprenderé por qué.
Llaman a la puerta, y en esta ocasión, entra Catherine. Es guapa, y por la mirada que ha cruzado con Jan, juraría que están juntos, pero es imposible. «Regla número uno: nada de historias de amor cuando vives en la clandestinidad de la Resistencia», explicará Jan en la mesa cuando nos instruya sobre las normas de conducta. Es demasiado peligroso, porque si a uno de nosotros lo detienen, corre el riesgo de hablar para salvar al amado o a la amada. «El resistente no puede atarse», dijo Jan. Sin embargo, él se vincula a todos nosotros y eso ya lo puedo adivinar. Mi hermano pequeño no escucha nada, se limita a devorar la tortilla de Charles; en algunos momentos me da la impresión de que si no lo detengo va a comerse también el tenedor. Lo veo mirar de reojo la sartén. Charles también lo ve, sonríe, y se levanta para volver a servirle otra ración. Es cierto que la tortilla de Charles está deliciosa, y todavía lo está más para nuestras panzas vacías desde hace mucho tiempo. Detrás de la estación, Charles cultiva un huerto, tiene tres pollos e incluso conejos. Es jardinero o, al menos, ésa es su tapadera, y la gente de la región lo aprecia, a pesar de su terrible acento extranjero. Les da lechugas. Además, su huerto es un toque de color en ese barrio triste, y la gente aprecia a ese colorista improvisado, a pesar de su terrible acento extranjero.
Jan habla con voz pausada. Es apenas mayor que yo, pero ya tiene el aspecto de un hombre maduro, su calma inspira respeto. Lo que nos dice nos apasiona, parece que lo rodea una especie de aura. Las palabras de Jan son terribles cuando nos explica las misiones realizadas por Marcel Langer y los primeros miembros de la brigada. Marcel, Jan, Charles y José Linarez llevan ya un año operando en la región de Toulouse. Doce meses durante los que han lanzado granadas contra un banquete de oficiales nazis, han prendido fuego a una chalana repleta de gasolina, han incendiado un garaje de camiones alemanes y otras tantas acciones que no se podrían enumerar en una velada; no obstante, las palabras de Jan siguen siendo terribles, emana de él una especie de ternura que nos falta a todos aquí, como a niños abandonados.
Jan se calló. Catherine vuelve de la ciudad con noticias de Marcel, el jefe de la brigada. Está encarcelado en la prisión de Saint-Michel.
La forma en la que cayó fue estúpida. Había ido a la estación de Saint-Agne para recoger una maleta que traía una joven miembro de la brigada. La maleta contenía explosivos, barras de dinamita, ablonita antigel EG de veinticuatro milímetros de diámetro. Estas barras de sesenta gramos las habían obtenido gracias a unos mineros españoles simpatizantes, empleados en la fábrica de Paulilles.
José Linarez había organizado la operación de recogida. Se había negado a que Marcel subiera a bordo del pequeño tren que comunicaba las ciudades de los Pirineos; la muchacha y un compañero español habían ido y vuelto solos hasta Luchon, donde habían tomado posesión del paquete; la entrega debía tener lugar en Saint-Agne. La parada de Saint-Agne era más un paso a nivel que una estación propiamente dicha. No había mucha gente en aquel punto del campo apenas urbanizado; Marcel esperaba detrás de la barrera. Dos gendarmes hacían su ronda, observando para intentar detectar a los viajeros que transportaran vituallas destinadas al mercado negro de la región. Cuando la muchacha bajó, su mirada se cruzó con la del gendarme. Al sentirse observada, retrocedió un paso, y así despertó enseguida el interés del hombre. Marcel comprendió de inmediato que la someterían a un control, y fue a ponerse delante de ella. Él le hizo una señal para que se acercara a la barrera que marcaba un alto en el camino, le cogió la maleta de las manos y le dio la orden de largarse.
El gendarme no se había perdido ni un detalle de la escena y se precipitó sobre Marcel. Cuando él le preguntó por el contenido de la maleta, Marcel le respondió que no tenía la llave. El gendarme quería que lo siguiera, entonces Marcel dijo que era un paquete para la Resistencia y que tenía que dejarlo pasar.
El gendarme no lo creyó. Condujo a Marcel a la comisaría central. El informe dactilografiado afirmaba que un terrorista en posesión de sesenta barras de dinamita había parado en la estación de Saint-Agne.
Era algo gordo. Un comisario que respondía al nombre de Caussié se encargó del caso y, durante días, apalizaron a Marcel. No dio ningún nombre ni dirección. Concienzudo, el comisario Caussié se fue a Lyon para consultar a sus superiores. La policía francesa y la Gestapo se habían topado, por fin, con un caso ejemplar: un extranjero en posesión de explosivos, judío y, además, comunista; era, por tanto, el perfecto terrorista y un ejemplo elocuente que iban a utilizar para calmar las ínfulas reivindicativas de la población.
Tras inculparlo, habían llevado a Marcel ante la sección especial del Ministerio Fiscal de Toulouse. El fiscal Lespinasse, un hombre de extrema derecha, ferozmente anticomunista, devoto del régimen de Vichy, sería el procurador ideal, ya que el gobierno del Mariscal podría contar con su fidelidad. Con él, la ley se aplicaría sin remisión, sin circunstancia atenuante alguna, sin preocuparse por el contexto. En cuanto fue confirmado en su puesto, Lespinasse, henchido de orgullo, se juró obtener la cabeza de Marcel en el tribunal.
Mientras tanto, la muchacha que había escapado del arresto fue a avisar a la brigada. Los compañeros se pusieron enseguida en contacto con el decano del Colegio de Abogados, Arnal, uno de los mejores en su profesión. Para él, los alemanes eran el enemigo, y había llegado el momento de posicionarse a favor de esas personas a las que se perseguía sin razón. La brigada había perdido a Marcel, pero acababa de ganar para su causa a un hombre influyente y respetado en la ciudad. Cuando Catherine le había hablado de sus honorarios, Arnal se había negado a que se le pagara.
La mañana del 11 de junio de 1943 será terrible, terrible en la memoria de los guerrilleros. Cada uno lleva su vida y, muy pronto, los destinos se van a cruzar. Marcel está en su celda, mira por el ventanuco el sol naciente, hoy es el día de su juicio. Sabe que lo van a condenar, no tiene apenas esperanzas. En un apartamento no lejos de allí, el viejo abogado que lo va a defender está ordenando sus notas. Su secretaria entra en su oficina y le pregunta si quiere que le prepare algo de desayuno, pero el maestro Arnal no tiene hambre aquella mañana del 11 de junio de 1943.
Durante toda la noche ha estado oyendo la voz del fiscal pidiendo la cabeza de su cliente; se ha pasado toda la noche dando vueltas en la cama, buscando palabras contundentes y justas que contradigan la requisitoria de su adversario, el fiscal general Lespinasse.
Y mientras el maestro Arnal repasa una y otra vez sus papeles, el temible Lespinasse entra en el comedor de su mansión señorial. Se sienta a la mesa, abre su diario y se toma el café de la mañana, que le sirve su mujer en el comedor de su mansión señorial.
En su celda, Marcel también se toma el brebaje caliente que le lleva el guardia. Un ujier acaba de entregarle su citación para comparecer ante la Corte especial del Tribunal de Toulouse. Marcel mira por el ventanuco, el sol está un poco más alto que antes. Piensa en su niña pequeña, en su mujer, en alguna parte de España, al otro lado de las montañas.
La mujer de Lespinasse se levanta y, tras besar a su marido en la mejilla, se va a una reunión de beneficencia. El fiscal se pone el abrigo y se mira en el espejo, orgulloso de su porte, convencido de ganar. Se sabe el texto de memoria. Un Citroën negro lo espera delante de su casa para llevarle al palacio.
Al otro lado de la ciudad, un gendarme elige la camisa más bonita de su armario, blanca, con el cuello almidonado. Él lo detuvo y hoy lo han llamado para comparecer. El joven gendarme Cabannac tiene las manos húmedas cuando se anuda la corbata. Algo no cuadra en los acontecimientos que van a tener lugar, algo feo, y Cabannac lo sabe; por otro lado, si pudiera volver atrás, dejaría marchar a aquel tipo con su maleta negra. Los enemigos son los cabezas cuadradas alemanes, no los chicos como él. Entonces piensa en el Estado francés bajo la ocupación nazi y su mecánica administrativa. Él es sólo un simple engranaje y no puede cambiar las cosas. El gendarme Cabannac conoce bien la mecánica, su padre se lo ha explicado todo al respecto, y también sobre la moral que se requiere. Los fines de semana le gusta reparar su motocicleta en el cobertizo de su padre. Sabe perfectamente que una pieza que no funciona puede estropear todo el mecanismo. Entonces, con las manos húmedas, Cabannac se aprieta el nudo de la corbata en el cuello almidonado de su bonita camisa blanca y se encamina a la parada del tranvía.
Un Citroën negro circula a lo lejos y pasa por delante del vagón del tranvía. En la parte trasera del vagón, sentado en un banco de madera, un anciano relee sus notas. El maestro Arnal levanta un instante la cabeza para volver a hundirse después en su lectura. El resultado será reñido, pero todavía no está todo perdido. Es algo impensable que un tribunal francés condene a muerte a un patriota. Langer es un hombre valiente, de los que actúan porque son valerosos. Lo supo en cuanto lo conoció en su celda. Tenía el rostro deformado por ello; bajo sus pómulos, se adivinaban los puñetazos recibidos en peleas, y tenía los labios cortados y azules, tumefactos. Se pregunta qué aspecto tendría Marcel antes de que lo molieran a palos, antes de que se le deformara el rostro y de que la violencia dejara su huella en él. «Demonios, luchan por nuestra libertad -piensa Arnal-, no es tan complicado de entender. Si el tribunal no lo ve, tendrá que abrir los ojos. Que lo condenen a cumplir una pena de prisión, por ejemplo, puede aceptarse, podrá servir para salvar las apariencias, pero la muerte, no. Ese juicio sería indigno para un magistrado francés.» Cuando el tranvía se para con un quejido metálico en la estación Palais de Justice, el señor Arnal ha recobrado la confianza necesaria para desarrollar adecuadamente su alegato. Está convencido de que va a ganar ese proceso, se batirá con su adversario, el fiscal Lespinasse, y le salvará el cuello a ese joven. «Marcel Langer», se repite en voz baja mientras sube las escaleras.
Mientras el maestro Arnal avanza por el largo pasillo del Palais, Marcel, esposado a un gendarme, espera en un pequeño despacho.
El juicio tiene lugar a puerta cerrada. Marcel está en el estrado de los acusados, Lespinasse se levanta y ni siquiera lo mira; le trae sin cuidado el hombre al que quiere condenar, y, sobre todo, no quiere conocerlo. Frente a él, sostiene unas pocas notas. En primer lugar, rinde homenaje a la perspicacia de la gendarmería, que ha sido capaz de neutralizar a un peligroso terrorista, y después recuerda al tribunal cuál es su deber: cumplir la ley y hacerla respetar. El fiscal Lespinasse señala con su dedo acusador al detenido. Enumera la larga lista de atentados de los que han sido víctimas los alemanes, recuerda también que Francia ha firmado un armisticio con honor y que el acusado, que ni siquiera es francés, no tiene ningún derecho a poner en duda la autoridad del Estado. Concederle circunstancias atenuantes significaría pisotear la palabra del Mariscal.
– El Mariscal ha firmado el armisticio por el bien de la Nación -continúa Lespinasse con vehemencia-. Y un terrorista extranjero no es quién para considerar lo contrario.
Para añadir un poco de humor, recuerda, por último, que los artefactos que transportaba Marcel Langer no eran petardos del Catorce de Julio, sino explosivos para destruir instalaciones alemanas que perturbarían la tranquilidad de los ciudadanos. Marcel sonrió. ¡Qué lejos quedan los fuegos artificiales del Catorce de Julio!
Por si acaso la defensa esgrimía algún argumento de orden patriótico para que se le apliquen circunstancias atenuantes, Lespinasse recuerda al tribunal que el detenido es apátrida, y que decidió abandonar a su mujer y a su hija de corta edad en España, adonde había ido a luchar, a pesar de ser polaco y de que el conflicto no le incumbiera; que Francia lo había acogido dócilmente, y que él, a cambio, había traído consigo el desorden y el caos.
– ¿Cómo podría creerse que un hombre apátrida actuaba movido por un ideal patriótico? -Y Lespinasse se ríe sarcásticamente de su juego de palabras.
Temiendo que el tribunal pueda sufrir amnesia, recuerda los cargos, recita las leyes que condenan actos semejantes a la pena capital y se congratula por la dureza de los textos en vigor. Después, de marcar una pausa, se gira hacia el acusado y, por fin, accede a mirarlo.
– Es usted extranjero, comunista y miembro de la Resistencia, tres razones que, por separado, bastan para pedir su cabeza al tribunal.
Esta vez, se gira hacia los magistrados y reclama con voz tranquila la pena de muerte para Marcel Langer.
El maestro Arnal, lívido, se levanta en el mismo momento en que Lespinasse, satisfecho, vuelve a sentarse. El viejo abogado tiene los ojos medio cerrados, el mentón inclinado hacia delante y las manos apretadas ante la boca. El tribunal está inmóvil, en silencio; el escribano apenas se atreve a dejar su pluma. Incluso los gendarmes contienen la respiración, esperando a que hable. Pero, por el momento, el maestro Arnal no puede decir nada, la náusea puede con él. Es el último en comprender que el proceso está amañado, que la decisión ya se ha tomado. En su celda, Langer le había dicho que sabía que ya estaba condenado. Pero el viejo abogado todavía creía en la justicia y no había dejado de asegurarle que se equivocaba, que lo defendería como debía y que ganarían. A su espalda, el maestro Arnal siente la presencia de Marcel, cree oír el susurro de su voz: «Ya ve, yo tenía razón, pero no le recrimino nada; de todos modos, usted no podía hacer nada».
Entonces levanta los brazos, sus mangas parecen flotar en el aire, respira hondo y se lanza a un último alegato. ¿Cómo alabar el trabajo de una policía cuando los estigmas de la cara del detenido ponen de manifiesto la violencia que ha tenido que soportar? ¿Cómo se atreven a bromear sobre el Catorce de Julio en una Francia que ya no tiene derecho a celebrarlo? ¿Y qué sabe el procurador de esos extranjeros a los que acusa?
Cuando conoció a Langer en el locutorio pudo descubrir lo mucho que estos apátridas, tal y como los ha llamado Lespinasse, quieren al país que los ha acogido, ya que llegan a sacrificar su vida para defenderlo, como Marcel Langer. El acusado no es la persona que ha descrito el procurador. Es un hombre sincero y honesto, un padre que quiere a su mujer y a su hija. No se ha ido a España para pegar tiros, sino porque ama la humanidad y la libertad de los hombres más que cualquier otra cosa. ¿No era Francia, en otro tiempo, el país de los derechos humanos? Condenar a Marcel Langer a muerte significa condenar la esperanza de un mundo mejor.
Arnal habla durante más de una hora hasta agotar sus últimas fuerzas; pero su voz resuena sin eco en un tribunal que ya ha tomado su decisión. Fue un día triste aquel 11 de junio de 1943. Se dicta sentencia: Marcel Langer será enviado a la guillotina. Cuando Catherine se entera de la noticia en el despacho de Arnal, aprieta con fuerza los labios y encaja el golpe. El abogado jura que no ha acabado, y que irá a Vichy a suplicar un indulto.
Esa tarde, en la pequeña estación en desuso que hace las veces de vivienda y taller de Charles, la mesa se ha ampliado. Después del arresto de Marcel, Jan ha tomado el mando de la brigada. Catherine se sienta a su lado. Por la mirada que se han cruzado, he sabido que se amaban. Sin embargo, Catherine tiene una mirada triste, sus labios apenas se atreven a articular las palabras que debe decirnos. Nos anuncia que un fiscal francés ha condenado a muerte a Marcel. No lo conozco, pero como todos los compañeros de la mesa, tengo el corazón en un puño, y mi hermano pequeño ha perdido el apetito.
Jan se pasea de un lado a otro de la habitación. Todo el mundo guarda silencio esperando a que él hable.
– Si llegan hasta el final, habrá que matar a Lespinasse para acojonarlos; si no, esos cerdos enviarán a la muerte a todos los guerrilleros que caigan en su poder.
– Mientras Arnal pide el indulto, nosotros podemos preparar la acción -añade Jacques.
– Eso exegirá plus di tempo -murmura Charles en su lengua extraña.
– ¿Y nos vamos a quedar esperando, sin hacer nada? -interviene Catherine, que es la única que ha entendido lo que ha dicho.
Jan reflexiona mientras sigue paseándose por la habitación.
– Ahora tenemos que actuar. Ellos han condenado a Marcel, así que nos toca a nosotros condenar a uno de ellos.
– Mañana mataremos a un oficial alemán en plena calle y difundiremos una octavilla para explicar nuestra acción.
A pesar de que no tengo mucha experiencia en acciones políticas, hay una idea que me ronda la cabeza y me arriesgo a hablar.
– Si realmente queremos acojonarlos, sería mejor distribuir primero las octavillas y matar después al oficial alemán.
– ¿Y cómo quieres hacerlo si los pones antes en alerta? ¿Tienes más ideas de ese estilo? -añade Émile, que decididamente parece haberla tomado conmigo.
– Mi idea no es mala, si el tiempo que separa una acción de otra es unos minutos, y se ejecutan en el orden correcto. Me explico: si matamos primero al alemán y después lanzamos las octavillas, quedaremos como cobardes. A ojos de la población, Marcel primero fue juzgado y, sólo después, condenado. Dudo de que el diario informe de la condena arbitraria de un guerrillero heroico. Explicarán que un tribunal ha condenado a un terrorista. Mientras juguemos con sus reglas, la ciudad estará a nuestro favor, y no en contra.
Émile intentó interrumpirme, pero Jan le hizo una señal para que me dejara hablar. Mi razonamiento era lógico, sólo tenía que dar con las palabras adecuadas para explicar a mis compañeros lo que tenía en mente.
– Imprimamos mañana temprano un comunicado para anunciar que, como represalia a la condena a muerte de Marcel Langer, la Resistencia ha decretado la pena de muerte para un oficial alemán. Anunciemos también que la sentencia se ejecutará por la tarde. Yo me ocupo del oficial, y vosotros, de repartir las octavillas. Todo el mundo se enterará rápidamente, mientras que la noticia del cumplimiento de la acción tardará mucho más en extenderse por la ciudad. Los diarios no hablarán hasta la edición de mañana. Se respetará la cronología de los acontecimientos, aparentemente.
Jan consulta a cada uno de los miembros, y su mirada acaba cruzándose con la mía. Sé que apoya mi razonamiento, excepto, tal vez, un pequeño detalle: ha puesto mala cara cuando he soltado que mataría yo mismo al alemán.
De todos modos, si persisten sus dudas, tengo unos argumentos irrefutables: la idea es mía, he robado la bicicleta y he cumplido con la brigada.
Jan mira a Émile, Alonso y Robert, después Catherine asiente con la cabeza. Charles no se ha perdido ni un detalle de la escena. Se levanta, se va al trastero que hay debajo de la escalera y vuelve con una caja de zapatos. Me entrega un revólver de tambor.
– Surá más mejor que tu hermanon y tú dormáis aquí esta noche.
Jan se acerca a mí.
– Tú serás el tirador; tú, español -dijo señalando a Alonso-, el vigilante, y tú, el más joven, guardarás la bicicleta para la huida.
Desde luego, dicho así, suena anodino, excepto porque cuando Jan y Catherine se volvieron a perder en la noche yo tenía una pistola en la mano con seis balas y a mi pesado hermano pequeño queriendo ver cómo funcionaba.
Alonso se inclinó hacia mí, y me preguntó cómo sabía Jan que él era español, cuando no había dicho ni una palabra en toda la noche.
– ¿Y cómo sabía que yo sería el tirador? -dije, encogiéndome de hombros. No había respondido a su pregunta, pero el silencio de mi compañero atestiguaba que mi pregunta no le había respondido la suya.
Esa noche dormimos por primera vez en el comedor de Charles. Cuando me acosté estaba exhausto, pero seguía sintiendo un gran peso en el pecho; esto se debía, en parte, a la cabeza de mi hermano pequeño, que había cogido la molesta costumbre de dormirse pegado a mí desde que nos separaron de nuestros padres, y al revólver de tambor que guardaba en el bolsillo izquierdo de mi chaqueta. Aunque las balas no estaban dentro, tenía miedo de que pudiera hacerle un agujero a mi hermano en la cabeza.
En cuanto todo el mundo se hubo dormido, me levanté y, de puntillas, salí al jardín que había en la parte trasera de la casa. Charles tenía un perro que de bueno era tonto. Pienso en él porque aquella noche necesitaba su hocico. Me senté en la silla bajo las cuerdas de tender, miré al cielo y saqué la pipa de mi bolsillo. El perro vino a olisquear el cañón; entonces, le acaricié la cabeza mientras le decía que sería el único que podría olfatear el cañón de mi arma mientras yo siguiera con vida. Dije aquello porque, en ese momento, necesitaba verdaderamente ocultar mis sentimientos.
Una tarde, tras robar dos bicis, entré en la Resistencia, y sólo tomé conciencia de ello cuando oí los ronquidos de mi hermano pequeño. Jeannot, brigada Marcel Langer; en los meses venideros, iba a hacer saltar trenes por los aires y postes eléctricos, a sabotear motores y alas de aviones.
Formé parte de una banda que fue la única que consiguió derribar bombarderos alemanes… en bicicleta.