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Cuando Boris nos despierta, apenas ha amanecido. Siento retortijones en el estómago, pero no puedo hacerles caso. Y además, tengo una misión que cumplir. El nudo de mi estómago se debe más al miedo que al hambre. Boris ocupa su lugar en la mesa, Charles ya ha empezado a trabajar; ante mis ojos, la bicicleta roja se transforma, ha perdido sus mandos de cuero, ahora están desparejados, uno es rojo, el otro, azul. Aunque eso perjudique la elegancia de mi bicicleta, me rindo a la evidencia: lo importante es que las bicis robadas no se puedan reconocer. Mientras Charles comprueba el funcionamiento del cambio de marchas, Boris me invita a que me reúna con ellos.
– Los planes han cambiado -dijo él-, Jan no quiere que vayáis los tres. Sois novatos y, en un golpe importante, quiere que os apoye un veterano.
No sé si eso significa que la brigada no confía lo suficiente en mí. Por tanto, no digo nada y dejo hablar a Boris.
– Tu hermano se queda, yo te acompañaré y aseguraré tu huida. Ahora escúchame bien, te voy a explicar cómo debe salir todo. Matar a un enemigo requiere un método y es importante que lo sigas escrupulosamente. ¿Me estás oyendo?
Asentí con la cabeza, Boris había debido de notar que había estado ausente durante unos segundos. Pienso en mi hermano pequeño y en la cara larga que pondrá cuando se entere de que se ha quedado fuera del golpe. Y yo no podré confesarle que me tranquiliza saber que, esa mañana, su vida no correrá peligro.
Todavía me tranquiliza más que Boris sea estudiante de tercer año de Medicina, porque podrá salvarme si resulto herido; aunque esto carece de fundamento ya que, en una acción de ese tipo, el mayor riesgo no es que te hieran, sino que te arresten o que simplemente te maten, que es lo que acaba ocurriendo en la mayoría de los casos.
Confieso que Boris no se equivocaba del todo: tenía la cabeza en otro sitio mientras me hablaba; pero, en mi defensa, he de decir que siempre he sido un poco soñador y que mis profesores ya me decían que era algo distraído. Eso fue antes de que el director del instituto me enviara a mi casa el día que me presenté a los exámenes de bachillerato, ya que, con mi nombre, no me podía presentar.
Hago un esfuerzo para centrarme, porque si no, en el mejor de los casos, me ganaré una bronca del camarada Boris, que intenta explicarme cómo deben hacerse las cosas; en el peor, me dejará fuera de la misión por no prestar atención.
– ¿Me estás escuchando? -dice él.
– ¡Sí, sí, por supuesto!
– En cuanto localicemos a nuestro objetivo, deberás comprobar que el revólver no tiene puesto el seguro. En ocasiones, ha habido compañeros que han tenido serios problemas por pensar que su arma se había encallado, cuando, en realidad, se habían olvidado tontamente de quitar el seguro.
Me pareció efectivamente una idiotez, pero cuando se tiene miedo, miedo de verdad, uno es mucho menos hábil, te doy mi palabra. Lo importante era no interrumpir a Boris y concentrarse en lo que decía.
– Tenemos que matar a un oficial. ¿Lo has entendido bien? Le dispararemos desde cierta distancia, ni desde demasiado cerca ni desde demasiado lejos. Yo me ocuparé del perímetro circundante. Tú te acercas al tipo, vacías tu cargador y cuentas los disparos con cuidado de guardar una bala. Ese detalle es muy importante para la huida, nunca se sabe si puedes necesitarla. Yo te cubriré en la fuga. Tú sólo debes preocuparte de pedalear. Si alguien intentara interponerse, intervendré para protegerte. ¡Pase lo que pase, no te gires! Pedaleas y te largas, ¿me has entendido bien?
Intenté decir que sí, pero mi boca estaba tan seca que se me había pegado la lengua. Boris asumió que estaba de acuerdo y continuó.
– Cuando estés bastante lejos, disminuye la velocidad y circula como si fueras otro chico más en bici, con la diferencia de que tú circularás durante mucho tiempo. Debes fijarte en si alguien te ha seguido y no arriesgarte nunca a llevarlo hasta donde vives. Ve a pasearte por los muelles, detente a menudo para comprobar si reconoces a alguien con el que te pudieras haber cruzado más de una vez. No creas en las coincidencias, en nuestro mundo no las hay nunca. Si estás seguro, entonces, y sólo entonces, toma el camino de vuelta.
Había perdido todas las ganas de distraerme y me sabía la lección de cabo a rabo, excepto por una cosa: no sabía cómo disparar a un hombre.
Charles regresó de su taller con mi bici, que había sufrido serias transformaciones. «Lo importante -había dicho él- es que estés seguro con los pedales y la cadena.» Boris me hizo una señal, era hora de irse. Claude seguía durmiendo, me pregunté si debía despertarlo. Si me pasara algo, podría enfadarse por no haberme despedido de él antes de morir. Pero preferí dejarlo dormir; cuando se despertara tendría un hambre de lobo y nada que llevarse a la boca. Cada hora de sueño era tiempo ganado al hambre. Me pregunté por qué Émile no venía con nosotros.
– ¡Déjalo tranquilo! -me susurró Boris. El día anterior, a Émile le habían robado la bici. Ese idiota la había dejado en el pasillo de su edificio sin atar. Lo más lamentable era que se trataba de un modelo muy bonito con mangos de cuero, ¡exactamente como la que yo había robado! Mientras estábamos en la misión, tenía que ir a robar otra. Boris añadió que Émile estaba muy enfadado por ese tema.
La misión se desarrolló como había descrito Boris. O casi. El oficial alemán que habíamos elegido bajaba por una escalera que conducía a una placita en la que había una vespasiana, uno de los urinarios verdes públicos de la ciudad. Nosotros las llamábamos tazas, por su forma, pero como las había inventado el emperador romano Vespasiano, las habían bautizado con su nombre. Finalmente, tal vez habría podido sacarme el bachillerato, si no hubiera cometido el error de ser judío en los exámenes de junio de 1941.
Boris me hizo una señal, era el sitio perfecto. La pequeña plaza estaba a un nivel más bajo que la calle y no había nadie en los alrededores; seguí al alemán, que no sospechó nada. Para él, yo era un quídam que, a pesar de no tener el mismo aspecto (él llevaba un uniforme verde impecable, y yo iba bastante mal vestido), tenía la misma necesidad. Como el urinario contaba con dos cubículos, no parecería extraño que yo bajara por la escalera a la vez que él. Poco después, me encontré en un urinario, en compañía de un oficial alemán contra el que iba a disparar el cargador de mi revólver (menos una bala, como había precisado Boris). Ya me había asegurado de haber quitado el seguro cuando un grave problema de conciencia me atenazó el ánimo. ¿Podía uno pertenecer a la Resistencia honestamente, con toda la nobleza que eso representaba, y matar a un hombre con la bragueta bajada y en una situación tan poco honrosa?
No podía preguntarle al camarada Boris qué pensaba al respecto, pues me esperaba con dos bicis en lo alto de las escaleras para asegurar la huida.
Estaba solo y tenía que decidirme. No disparé, era inconcebible. No podía aceptar la idea de que el primer enemigo al que abatiera estuviera meando cuando yo llevara a cabo mi acto heroico. Si hubiera podido hablar con Boris, probablemente me habría recordado que el susodicho enemigo pertenecía a un ejército que no se planteaba dilema alguno cuando disparaba a la nuca de los niños, acribillaba a los muchachos en las esquinas de nuestras calles, y todavía menos cuando exterminaba a innumerables personas en los campos de la muerte. Boris no se habría equivocado, pero resultó que yo soñaba con ser piloto de un escuadrón de la Royal Air Force, de manera que, a falta de avión, salvaguardaría mi honor. Esperé a que mi oficial estuviera en condiciones de ser abatido. No me dejé distraer por su media sonrisa cuando se fue, y él, por su parte, no se fijó en mí cuando lo seguí de nuevo hacia la escalera. El urinario estaba al final de un callejón sin salida, sólo había un camino de vuelta.
Al no haber oído el disparo, Boris debía de estar preguntándose qué estaba haciendo todo ese tiempo. Pero mi oficial subía los peldaños delante de mí y no iba tampoco a dispararle por la espalda. La única manera de conseguir que se volviera era llamarlo, lo que no era fácil si se tiene en cuenta que mi alemán se limitaba a dos palabras: ja y nein. Lo peor era que, en pocos segundos, volvería a la calle y todo se habría fastidiado. Después de haber corrido todos esos riesgos, fallar en el último momento habría sido demasiado tonto. Saqué pecho y grité ja con todas mis fuerzas. El oficial debió de entender que me dirigía a él porque se volvió enseguida y aproveché para dispararle cinco veces en el pecho, es decir, de frente. A partir de entonces, seguí con relativa fidelidad las instrucciones que me había dado Boris. Me guardé el revólver en el pantalón, quemándome cuando me rozó el cañón por el que acababan de pasar cinco balas a una velocidad que mi nivel de matemáticas no me permitía calcular.
Cuando llegué a lo alto de la escalera, me monté en la bici, se me cayó la pistola y me detuve a recogerla, pero oí a Boris gritar «lárgate, demonios» lo que me devolvió enseguida a la realidad. Pedaleé con todas mis fuerzas, esquivando a los peatones que corrían ya hacia el lugar de donde procedían los disparos. Durante todo el camino, pensé en la pistola perdida. Las armas escaseaban en la brigada. A diferencia de los maquis, no contábamos con los suministros que Londres lanzaba en paracaídas, lo que era verdaderamente injusto, porque los maquis no hacían gran cosa con las cajas que les enviaban, aparte de guardarlas ocultas para un futuro desembarco aliado, que, al parecer, no sería inmediato. Nuestro único medio de conseguir armas era quitárselas al enemigo; y en pocas ocasiones, embarcándonos en misiones extremadamente peligrosas. No sólo no había tenido la frialdad necesaria para coger el máuser que el oficial llevaba en su cinturón, sino que, además, había perdido mi revólver. Creo que le daba tantas vueltas a eso porque quería olvidar que, aunque al final todo se hubiera desarrollado como había dicho Boris, yo acababa de matar a un hombre.
Llamaron a la puerta. Con los ojos clavados en el techo, Claude, tumbado en la cama, fingió no haber oído nada; se hubiera podido pensar que estaba escuchando la música, pero, dado que la habitación estaba en silencio, deduje que estaba enfurruñado.
Por seguridad, Boris fue hasta la ventana y apartó ligeramente la cortina para echar una ojeada al exterior. La calle estaba tranquila. Abrí y dejé entrar a Robert. Su verdadero nombre era Lorenzi, pero allí nos limitábamos a llamarlo Robert; a veces, también lo llamaban Engañalamuerte y ese sobrenombre no era, en absoluto, peyorativo: se debía a que Lorenzi contaba con un buen número de cualidades. En primer lugar, su puntería era inigualable. No me habría gustado estar en el punto de mira de Robert, su índice de error se acercaba a cero. Había conseguido que Jan lo autorizara a llevar el revólver permanentemente encima, mientras que nosotros, debido a la escasez de armas que sufría la brigada, teníamos que devolver el material cuando se hubiera acabado la acción para que otro pudiera utilizarlo. Por extraño que parezca, todos teníamos nuestra agenda semanal: según el día, había una grúa que debía explotar sobre el canal, un camión militar que debíamos incendiar en alguna parte, un tren que teníamos que hacer descarrilar, un puesto de guarnición que atacar, y una larga lista de acciones semejantes. Aprovecho para añadir que, en los meses venideros, el ritmo que nos impondría Jan no dejaría de intensificarse. Los días de descanso escaseaban, de manera que estábamos agotados.
Generalmente se dice que los tipos de gatillo fácil son de naturaleza excitada, incluso intempestiva; Robert era todo lo contrario, tranquilo y pausado, por lo que los demás, de natural acalorado, lo admiraban. Siempre tenía una palabra amable y reconfortante, lo que resultaba extraño en aquellos tiempos. Y además, Robert siempre traía de vuelta a los hombres que realizaban una misión, de ahí que saber que te estaba cubriendo fuera verdaderamente tranquilizador.
Un día, me encontraría con él en un bar de la Place Jeanne-d 'Arc, donde a menudo íbamos a comer algarrobas, una legumbre que se parece a las lentejas y que se suele dar al ganado; a nosotros nos bastaba el parecido. Es increíble la imaginación que puede llegar a tener uno cuando siente hambre.
Robert comía frente a Sophie y, por su manera de mirarse, habría jurado que también se amaban. Pero debía de equivocarme, porque Jan había dicho que los miembros de la Resistencia no podían enamorarse, por el riesgo que suponía para la seguridad. Cuando pienso en los muchos compañeros que la víspera de su ejecución debieron de desear haberse saltado el reglamento se me encoge el estómago.
Aquella noche, Robert se sentó en una esquina de la cama y Claude no se movió. Algún día tendré que hablar con mi hermano pequeño sobre su carácter. Robert no le hizo caso y me tendió la mano, para felicitarme por la misión cumplida. No dije nada, pues me debatía entre sentimientos contradictorios y esto, debido a mi natural distraído, tal y como decían mis profesores, me hacía sumirme en un mutismo total para reflexionar seriamente.
Y mientras Robert permanecía allí, plantado ante mí, pensaba que había entrado en la Resistencia con tres sueños: reunirme con el general De Gaulle en Londres, enrolarme en la Royal Air Force y matar a un enemigo antes de morir.
Tras comprender que los dos primeros quedarían fuera de mi alcance, haber podido, al menos, cumplir el tercero debería haberme llenado de alegría, y mucho más porque seguía vivo horas después de la misión, pero, de hecho, me ocurría todo lo contrario. Pensar en mi oficial alemán, que en ese momento seguía, por exigencias de la investigación, en la posición en que lo había dejado -tirado en el suelo, con los brazos en cruz sobre los peldaños de una escalera que conducía a un urinario- no me procuraba ninguna satisfacción.
Boris carraspeó, Robert no me tendía la mano para que se la apretara -aunque estoy seguro de que no habría tenido nada en contra, por su carácter afectuoso-, sino que, evidentemente, quería recuperar su arma, porque la pistola que había perdido era la suya.
No sabía que Jan lo había enviado como segundo refuerzo, anticipando los riesgos ligados a mi falta de experiencia en acciones de ese tipo y a la huida que se produciría a continuación. Tal y como dije, Robert siempre traía de vuelta a sus hombres. Lamentaba que Robert hubiera entregado su arma a Charles ayer noche para que me la diera y que yo apenas le hubiera prestado atención durante la cena, absorto en mi parte de tortilla. Robert, responsable de mi retaguardia y de la de Boris, había tenido un gesto generoso al haber querido que yo dispusiera de un revólver que no se encallaba jamás, a diferencia de las armas automáticas.
Pero Robert no debía de haber visto el final de la misión, y probablemente tampoco que su pistola ardiente se había escurrido de mi cinturón hasta aterrizar en el pavimento, justo antes de que Boris me ordenara salir corriendo a toda velocidad.
Cuando la mirada de Robert se volvía más insistente, Boris se levantó y abrió el cajón del único mueble de la habitación. Sacó la pistola tan esperada y se la devolvió inmediatamente a su propietario, sin hacer el mínimo comentario.
Robert la guardó y aproveché para aprender cómo debía pasarse el cañón por debajo de la hebilla del cinturón, para evitar quemarse la parte interior del muslo y tener que asumir las consecuencias que se desprendieran.
Jan estaba satisfecho con nuestra acción: a partir de ahora, formábamos parte de la brigada. Una nueva misión nos aguardaba. Un tipo de los maquis se había tomado una copa con Jan. En el transcurso de la conversación, había cometido una indiscreción voluntaria, desvelando, entre otros detalles, la existencia de una granja en la que se almacenaban armas lanzadas en paracaídas por los ingleses. A nosotros nos parecía una locura almacenar, para un futuro desembarco aliado, armas que nos hacían falta todos los días. Por tanto, con nuestras disculpas para los colegas maquis, Jan había tomado la decisión de ir a abastecernos a su casa. Para evitar desavenencias inútiles y prevenir cualquier error, iríamos desarmados. No digo que no hubiera cierta rivalidad entre los movimientos gaullistas y nuestra brigada, pero no podíamos arriesgarnos a herir a un «primo» de la Resistencia, aunque las relaciones familiares no fueran siempre las mejores. Por tanto, las instrucciones eran no recurrir a la fuerza. Si salía mal, nos largábamos, sin más.
La misión debía realizarse con habilidad. Por otro lado, si el plan concebido por Jan se llevaba a cabo sin problemas, retaba a los gaullistas a informar a Londres de lo que les había pasado, a riesgo de quedar como unos auténticos idiotas y perder su fuente de abastecimiento.
Mientras Robert explicaba cómo actuar, mi hermano pequeño fingía que no le importaba nada, pero yo veía que no se perdía ni un detalle de la conversación. Teníamos que presentarnos en aquella granja a algunos kilómetros al oeste de la ciudad, explicar a la gente que hubiera allí que veníamos de parte de un tal Louis, que los alemanes sospechaban del escondite y que no iban a tardar en presentarse; debían creer que estábamos allí para trasladar la mercancía y debían entregarnos algunas cajas de granadas y metralletas allí depositadas. Una vez las hubiéramos cargado en los pequeños remolques atados a nuestras bicis, nos largábamos sin mirar atrás.
– Se necesitan seis personas -dijo Robert.
Estuve seguro de no haberme equivocado respecto a Claude, porque se había enderezado en su cama, como si su siesta se hubiera acabado repentinamente, justamente en ese momento, por casualidad.
– ¿Quieres participar? -preguntó Robert a mi hermano.
– Con la experiencia que tengo ahora en el robo de bicicletas, supongo que también estoy cualificado para birlar armas. Debo de tener pinta de ladrón, puesto que pensáis sistemáticamente en mí para este tipo de misiones.
– Todo lo contrario, tienes cara de chico honesto y por eso estás particularmente cualificado, no levantas sospechas.
No sé si Claude se tomó estas palabras como un cumplido o si, simplemente, estaba contento de que Robert se dirigiera a él directamente, con la consideración que parecía echar en falta, pero su cara se relajó enseguida. Incluso me pareció verlo sonreír. Es curioso cómo el reconocimiento, por ínfimo que sea, reconforta el espíritu. Finalmente, sentirse anónimo entre gente que te rodea supone un sufrimiento mucho mayor de lo que se pudiera pensar, es como ser invisible. Probablemente, ésa es la razón por la que sufrimos tanto en la clandestinidad, y por la que, también, la brigada se convierte en una especie de familia, en una sociedad en la que todos tenemos una existencia. Eso era muy importante para todos nosotros.
Claude dijo: «Contad conmigo». Junto con Robert, Boris y yo mismo, faltaban dos más, de modo que Alonso y Émile se unieron a nosotros.
Los seis miembros de la misión debían, en primer lugar, irse lo antes posible a Loubers, donde se les añadiría un pequeño remolque a sus bicis. Charles había pedido que llegasen por turno; no por el modesto tamaño de su taller, sino para evitar que un convoy atrajera la atención del vecindario. Quedaron a las seis en la salida del pueblo, en dirección al campo, en un lugar llamado «Côte Pavée».