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LA TERTULIA DEL CAFÉ NACIONAL continuaba fiel a sí misma. Los periódicos y las radios les proporcionaban noticias a barullo. En aquella primavera de 1942, todo parecía dislocarse, como a veces los campos de girasoles. La guerra mundial seguía y había mucho que decir de ella, puesto que estaba proporcionando grandes sorpresas. Pero los contertulios cumplían su promesa: tema tabú.
Excepto alguna que otra incursión de Marcos -Galindo le dijo a éste que quien estaba dando guerra era Adela, su mujer-, los amigos de Matías habían adquirido la costumbre de repasar el anecdotario nacional. Y así se supo que en Valencia habían sido entregados a las chicas de la Sección Femenina varios lotes de gallos reproductores, para que la Hermandad de la Ciudad y el Campo cuidara del mejoramiento avícola de la comarca. Y que la censura había prohibido publicar un manual de cunicultura si no se tachaban las páginas dedicadas a explicar cómo se producía la monta de la coneja por el conejo, ya que esto se consideraba extremadamente inmoral. "Señora, señorita! No tire usted su cepillo de dientes! Por el módico precio de tres pesetas, nosotros se lo restauraremos, dejándolo como nuevo". Carlos Grote, que había silueteado con su máquina de escribir la figura de Serrano Súñer -"Mírale por dónde viene, el Jesús del Gran Poder. Ayer era Jesucristo, hoy es Serrano Súñer"-, comentó que restaurar un cepillo de dientes debía ser más difícil que descifrar un telegrama secreto. Asimismo se supo que algunos fabricantes del ramo textil que habían ido a parar a la cárcel se hacían operar de apendicitis para poder estar en la enfermería. Y que se había inventado la radio-hucha, que funcionaba a base de ir metiendo monedas en una ranura. "Periódicamente pasa un empleado de la empresa y se lleva la recaudación del mes". Y se comprobó que la prensa española, La Vanguardia incluida, se había "japonizado". Llegó a escribirse que la conquista de las Filipinas por los japoneses vengaba el honor español, mancillado por la ocupación, por parte de los Estados Unidos, de aquel archipiélago impar. También se supo que el capitán Sánchez Bravo y Ricardo Montero, éste novio de Gracia Andújar, cansados de perder dinero al póquer en el Casino y de beber una copita de más, jugaban a "batallas navales". Matías comentó: "Por cierto, que en cuestión de un mes los norteamericanos han hundido los portaaviones Kaga, Soryu y Akagi, además del crucero Mikuma". Los contertulios se comprometieron a traer cada uno, los sábados, una tira de noticias de ese tenor. Terminó de encandilarles Galindo asegurándoles que, según Radio Nacional, aquel año de 1942 iba a ser declarado "año de la alcachofa".
Sí, la guerra mundial seguía su curso. En el hospital de Riga, Mateo, Núñez Maza y Solita cantaban canciones españolas, mientras los médicos procuraban restablecerles la salud. Mateo estaba desesperado porque llevaba un mes sin recibir carta de Pilar, aunque sí las había recibido de Alfonso Estrada y de Cacerola, éstos descansando en Novgorod, después de los terribles asedios a que se habían visto sometidos.
En efecto, la guerra continuaba, y pese a haberse estrellado en Moscú el intento alemán de ocupar la capital -pronto se lanzarían a otro ataque, y esta vez sería decisivo-, la victoria en aquellos meses parecía inclinarse del lado de Hitler. Sus tropas estaban a tres marchas de Suez, en África, y en el frente ruso se aprestaban al asalto del Cáucaso y del Volga, al tiempo que se fijaban un ideal supremo: la conquista de Stalingrado, enclave de primer orden. Stalin se quejaba de que sus aliados le traicionaban pues no abrían el segundo frente que les exigió. Llegó incluso a creer en contactos secretos entre Inglaterra y Berlín. Churchill se desplazó a Moscú. "Ustedes tienen miedo de medirse con los alemanes", le dijo Stalin. "Ustedes eran sus aliados mientras que nosotros ya luchábamos solos contra ellos".
La batalla de Stalingrado fue implacable desde el primer momento. La resistencia de los rusos era feroz y no daban importancia a la caída de vidas humanas, porque las tenían de respuesto. Parte del material se fabricaba al otro lado de los Urales, pero lo importante se lo suministraban los Estados Unidos a través de las rutas más diversas. Stalin no dejaba de pedir más y más. En sólo un año América había suministrado a Rusia más de tres mil aviones, cuatro mil tanques y más de medio millón de vehículos automóviles. Y habiendo perdido Rusia la mitad de sus recursos alimenticios, América les enviaba proteínas y calorías en la forma más concentrada y deshidratada posible. Varias fábricas del Middle West fabricaban bortsch reducido a las dimensiones de una caja de cerillas, y tushuha, o cerdo a la rusa. Pero el gobierno soviético pedía la supresión de todas las indicaciones de origen, afirmando que a su pueblo le parecería una humillación ser alimentado por el extranjero. Hitler trasladó gran parte de las fuerzas de Sebastopol al norte, a Leningrado. La ciudad estaba a la vista. Desde sus posiciones, los alemanes veían la cúpula de San Isaac, la aguja del Almirantazgo, la fortaleza de Pedro y Pablo. Las tropas alemanas las mandaba el más reciente de los maríscales: Erich von Manstein. La población civil se mostraba a la altura del heroísmo de los combatientes. El arsenal humano de que Rusia disponía era inextinguible. Habían perdido más de cuatro millones de prisioneros en catorce meses de combate, pero la capacidad de reconstitución de su ejército seguía siendo fenomenal.
Más al Sur, en Damiansk y en Volchov, las batallas eran también horribles. En Volchov los rusos, cercados, llegaron al canibalismo, a los suicidios colectivos, a las muertes por hambre. El verano había transformado el bosque petrificado en un cenagal de gusanos. Los destacamentos alemanes que penetraban en el perímetro cercado veían continuamente verdaderos montones de insectos que indicaban la situación de los cadáveres. Sin embargo, Alemania no podía atender a tantas operaciones a la vez: le faltaba material humano de reserva y material bélico para ofensivas simultáneas.
Un ejemplo podía ser el que señalaba el general Sánchez Bravo: Rommel había dado un tropezón en El-Alamein. La victoria había desgastado al vencedor. Al Af rika Korps sólo le quedaban cincuenta tanques y los combatientes en forma no pasaban de los mil quinientos. El desgaste italiano no era menor. Sus tropas habían quedado reducidas a un tercio de sus efectivos. Faltaba aprovisionamiento. Por suerte, en Tobruk se habían encontrado con un gran arsenal que dejaron los aliados. El ejército alemán, irónicamente, se anglosajonizó. Fumaba tabaco inglés, comía conservas americanas, aseguraba el ochenta y cinco por ciento de sus transportes con vehículos fabricados en Coventry o en Detroit. Fricción entre alemanes e italianos. Rommel era odiado por los italianos. Mussolini se había trasladado a Libia con un caballo blanco para hacer su entrada triunfal en El Cairo. Ahora se sentía humillado. Rommel, en el transcurso de tres semanas, no se había dignado hacerle una visita. Rommel se sentía enfermo. Los médicos le aconsejaban que cediera el mando a algún otro oficial. Pero Hitler era tajante: al pie del cañón.
Las fuerzas alemanas habían ocupado Ucrania, obsesión de Hitler. Buena parte de las industrias fundamentales de Ucrania habían sido trasladadas por los rusos, en un esfuerzo incomparable, a los Urales. La operación alemana era magistral, pese a que algunos generales querían ir directamente a Moscú. Hitler se sentía "el más grande militar de todos los tiempos". El nuevo ataque hacia Moscú se haría con un número de tropas diez veces superior a las que Napoleón empleó en Borodino. Al mando, el general Guderian. Esta victoria igualaría en grandeza a la de Ucrania. Los rusos se habían rendido en masa. Una vez más interminables columnas de prisioneros se ponían en marcha hacia el Oeste, sembrando el camino de hombres muertos de disentería y otras privaciones. En el Sur había sido capturado un ejército ruso al borde del mar Azov y lo habían destruido, haciéndoles sesenta y cinco mil prisioneros, y continuaban avanzando hacia Rostov.
Con respecto a la postura española, los Estados Unidos enviaron a su nuevo embajador, mister Garitón F. H. Hayes, quien en su entrevista con Franco utilizó un tono muy cordial. "El presidente de los Estados Unidos me encarga muy especialmente exprese a V.E. la estima personal que le tiene". Y recalcó: "No trataremos de imponer nuestro sistema de gobierno a ningún país". Franco, que tanto había hablado de autarquía, contestó inesperadamente: "Ningún pueblo de la tierra puede vivir normalmente de su propia economía y todos ellos se necesitan".
También a Gerona había llegado un nuevo cónsul americano, mister John Stern. Éste se entrevistó en seguida con el cónsul inglés mister Collins, y ambos se fueron a comer ancas de rana al restaurante de la Barca, en una mesa contigua a la que ocupaban los hermanos Costa, el capitán Sánchez Bravo y Carlos Civil, el hijo del profesor Civil y hombre de paja de la EMER.
Mister Stern y mister Collins se reían mucho y los hermanos Costa se preguntaban por qué. Sería una consigna? Dar la impresión de que todo marchaba bien? Tal vez hablaban de los partes que emitía la BBC, según los cuales la ciudad renana de Colonia había sufrido un bombardeo masivo, ocasionando daños inmensos, y que al día siguiente mil aviones británicos habían caído sobre Essen. La BBC añadió que Hitler había acusado a Goering de vividor y perezoso y había rehusado darle la mano, por cuanto Goering le había prometido que sus aviones decidirían la lucha. Y entretanto América producía aviones. Cazas, por supuesto, pero sobre todo bombarderos para la ofensiva. Los americanos habían empezado también sus incursiones aéreas, pero los alemanes se negaban a aceptar que los americanos fuesen aptos para combatir. Goering había dicho: "No subestimo a los americanos.
No tienen igual para fabricar hojas de afeitar, pero no olvidemos que la palabra clave de su sociedad es bluff…"
La División Azul iba a ser relevada. Los miembros que la componían estaban visiblemente cansados, excepto la minoría que, al igual que les ocurría a los legionarios, en la guerra se sentían como en su casa. Llegarían otros divisionarios de refresco, que a la sazón estaban ya siendo reclutados en España. Incluso el general Muñoz Grandes, que había recibido las máximas condecoraciones, iba a ceder el puesto al general Esteban Infantes, después de repetir, en frase que se consideró feliz, que había que "repartir la gloria y el riesgo".
El relevo no se haría de un solo golpe, sino progresivamente, a fin de que hubiera siempre "veteranos" que pudieran adiestrar a los recién llegados. Primero fueron repatriados los enfermos y convalecientes de alguna herida, lo que afectaba a Mateo y a Núñez Maza. Luego, a los que se habían batido en el Wolchow y lago limen, entre los que figuraban Cacerola, el camarero Rogelio y Alfonso Estrada. También se unirían a estos últimos Solita y mosén Falcó, quien había quedado descolgado de sus conciudadanos y que en la División había destacado por sus ardores belicistas. Mosén Falcó, en la fiesta del Corpus, "encontrándose en Possad, llegó a escupir al rostro de un prisionero ruso que hizo alarde de irreverencia y burla.
Núñez Maza precedió a todos los demás, incluso a Mateo. Sus fiebres no habían remitido, había adelgazado mucho y no podía con su alma. En unión de varios heridos graves fue evacuado y trasladado a Madrid, donde médicos amigos suyos le prestarían la ayuda necesaria. Sin embargo, nada más llegar, y pese a poder gozar de las ventajas de un país "no beligerante", experimentó una doble sensación. Por un lado, fue recibido como un héroe, incluso por el mismísimo Serrano Súñer, quien siempre le había demostrado un gran afecto; por otro lado, sintió que en la capital de España se vivía completamente al margen de lo que pudiera ocurrirle a la División Azul.
Para la mayoría de ciudadanos aquello era una anécdota y la gente se ocupaba en vivir, en chantajear, en divertirse y en llenar las calles de tenderetes, formando una especie de inmenso mercado. Como por ensalmo habían salido los vendedores ambulantes.
Chufas, pipas, altramuces, piedras para encendedores, trompetillas, viseras y, por supuesto, tabaco. Una charlatana, llamada Tomasa, llevaba consigo un micrófono y en la avenida del Generalísimo Franco era la gran atracción. También le hablaron de los meublés, cada día más en auge, de algunos bares llamados "putódromos" y de los realquilados, con muchos líos de faldas en los pisos y en las salas de fiestas recientemente inauguradas y que trabajaban a tope.
El doctor Jiménez Mendoza, que se puso a su disposición, le dijo: "Si tus fiebres fueran tan difíciles de curar como la España que tenemos hoy, mi pronóstico sería preocupante". Núñez Maza quedó de una pieza. Todavía era consejero nacional. Echó de menos a Salazar y su cachimba. Se acordó de algo que ambos habían escrito y publicado poco después de terminada la guerra civil: "Excepto Alemania, Italia, el Japón, Portugal y España, el resto del mundo es masonería y comunismo, es decir, escoria". No sabía si arrepentirse o no. Su mente estaba confusa y las fiebres le impedían poner orden en su pensamiento. El doctor Jiménez Mendoza le puso a tratamiento y le dio ánimo. "Dentro de un mes te sentirás mucho mejor. Pero ya veremos dónde te mandamos luego para que mejoren tus pulmones".
Días después llegó Mateo. El avión le dejó en Madrid, desde donde se trasladó en tren a Barcelona. Varias horas de espera en Barcelona y por fin otro tren, de locomotora humeante, como si sufriera, a Gerona. Había enviado un telegrama, de modo que en el andén de la estación le esperaban, además de la familia, el camarada Montaraz y la Voz de Alerta, Herida leve? Herida grave? Durante el viaje recompuso la situación. Herida grave, al parecer. La bala, como si se la hubiera enviado Cosme Vila desde Ufa, le interesó el coxo-femoral. Se la extrajeron, hubo infección, luego el correspondiente drenaje. Ahora se estaba cicatrizando, pero la cadera, por el momento, le había quedado rígida. Cojo, cojo para toda la vida, a menos que los experimentos que, según los médicos que le atendieron, se estaban llevando a cabo para utilizar prótesis se perfeccionasen y llegaran a tiempo para recomponerle a él. El doctor Chaos, sin el barullo del hospital de Riga, le daría su opinión. Solita le había dicho: "Si no te cura el doctor Chaos no te curará nadie".
Al detenerse el tren en la estación se oyó un grito. Era Pilar. Pilar gritó: "Mateo!", y corrió para acercarse a la portezuela de descenso. Detrás estaban don Emilio Santos, Matías y Carmen Elgazu, Ignacio y el pequeño Eloy. El camarada Montaraz y la Voz de Alerta retrocedieron unos pasos para permitir que la familia pudiera darle antes que nadie la bienvenida.
Entonces ocurrió lo inevitable. Después de entregarle a Ignacio la mochila dentro de la cual había un equipo completo de soldado y un precioso icono, para bajar los peldaños del vagón tuvieron que ayudarle. Cojo! Mateo apenas si podía valerse por sí mismo. Por fin consiguió apearse y los abrazos se fundieron alrededor de su cuello. Sin embargo, flotaba en la mente de todos el enigma. Qué clase de cojera? Y por qué estaba tan demacrado? En el uniforme, la Cruz de Hierro, que le impuso el mismísimo general Muñoz Grandes. De qué le iba a servir esa cruz, si acababan de recibir a un mutilado?
– Calma, calma -decía Mateo-. Ya os explicaré. Todo se arreglará…
Pilar, al igual que el resto de la familia, tuvo una corazonada. Pilar, que se había pasado noches enteras preguntándose cuál podía ser la herida de Mateo, estaba a punto de desvelar el misterio.
– La pierna? La cadera…? Qué te ha pasado?
– La cadera… Una bala. Pero ya me la extrajeron y ahora falta la recuperación.
Nadie le creyó. Se movía con dificultad y, pese a las promesas que se había hecho a sí mismo, habló sin convicción. Por si fuera poco, no conocía al nuevo gobernador. El camarada Montaraz le abrazó también. ' La Voz de Alerta' se había preparado para pronunciar unas palabras, pero el desconcierto reinante se lo impidió. Don Emilio Santos se abalanzó a su cuello. "Hijo! Qué te ha ocurrido?". Ignacio tenía un nudo en la garganta, mezcla de dolor y de irritación. No sabía qué hacer con la mochila, que pesaba lo suyo. Mateo se había ido "en busca de los luceros" y llegaba con la cadera rota. Por fin, Ignacio se decidió a darle un abrazo, pero sólo para balbucear: "Qué tristeza!". Carmen Elgazu le besó en ambas mejillas y Matías, que desde lejos ya se había quitado el sombrero, le atrajo también hacia sí.
Pilar y Mateo tenían el piso en la misma plaza de la Estación. Eran unos doscientos pasos. Demasiados pasos para el héroe. Subieron a un taxi, en medio de un gran silencio. E Ignacio y Pilar, con gran esfuerzo, tuvieron que ayudarle a subir, peldaño a peldaño, la escalera. La puerta del piso se abrió… Mateo vio el retrato de José Antonio, el pájaro disecado, unos libros y una sirvienta, llamada Teresa, que tenía un crío en los brazos. "Dejad que me siente! Y traedme a mi hijo…" Mateo se sentó en el comedor, se hizo cargo del pequeño y lo inundó de besos. "César… César Santos Alvear! Qué hermoso está!". Quería levantarlo en brazos, pero no pudo. Formuló frases inconexas. "Se parece a mí. Verdad que se parece a mí?". Por lo menos se parecía al Mateo anterior a la cruzada contra Rusia.
Sólo habían subido los familiares. Al cabo de un rato de tensión, Ignacio no pudo más y rompió el silencio.
– Ese gobernador que te ha abrazado, es al mismo tiempo el jefe provincial del Movimiento. Adiós, Mateo… Pronto nos veremos.
Esta noticia le sentó a Mateo como un rayo. En realidad, cruzaban por el piso rayos de todas partes. Poco a poco todo el mundo se fue, para dejar solos a Mateo y a Pilar. Mateo, haciendo un esfuerzo, sólo tuvo tiempo para decirles a todos que "era de esperar que aquello se curaría" -habría que avisar al doctor Chaos-, y que, fuere lo que fuere, no sería nada comparado con lo que habían sufrido otros camaradas de la División. "Cumplí con mi deber y volvería a hacerlo una y cien veces".
Pilar no hacía más que llorar. Mateo, cabizbajo, no se atrevía siquiera a acercársele. César dormía en la cuna, muy cerca de la mochila con el icono dentro, y Teresa había salido a comprar "lo que al señorito le podría apetecer". Mateo tenía al alcance de la mano un tazón de café, que sabía a malta, y que no podía compararse al que le preparaba Solita en el hospital de Riga.
– No tenías por qué alistarte, comprendes? -dijo Pilar-. Nunca! Nunca! Yo te había dado mi vida y la rechazaste…
– Pero, qué estás diciendo? He de repetirlo? Los yugos y las flechas que yo llevaba en la camisa, que llevo todavía!, te gustaban igual que a mí…
– Pero aquello fue nuestra guerra… En ésta de ahora, llena de nombres raros, no se te había perdido nada…
– La División está llena de hombres casados. Algunos, con tres hijos y más… Fui consecuente con mis ideas y no me arrepiento de nada -hubo una pausa-. Si supieras cuánto he aprendido! Ya te irás dando cuenta…
– Estoy enterada. Perfectamente… Sabes lo que es una bala y cómo huelen los muertos y un hospital. Y también sabes mandar telegramas ocultando la verdad…
Mateo miró a Pilar con inmensa ternura.
– Pilar… Procura comprenderme…
– No comprenderé nunca. Nunca…! Y tampoco lo comprenderá César cuando sea mayor -Pilar se había levantado-. A nuestro hijo tuve que parirlo sin tenerte al lado… Y horas enteras pegada a la radio. Mientras tanto, tú y tus camaradas con la nieve hasta el cuello y cantando Cara al sol…
Mateo se había guardado la bala y la llevaba en el bolsillo de la camisa. Por todos los santos, que Pilar no la viera! La rebotaría contra la pared, o iría a tirarla al río o al cementerio. Qué ocurría? El mundo estaba loco, desquiciado, partido en pedazos, por culpa de las ideas. Lo que para él era un deber, para otros era un pecado mortal. Da, da…, decían los rusos en sus isbas. Los divisionarios llamaban "mama" a todas las viejas. A Cacerola las viejas le querían porque era cariñoso y les daba un buen potaje. Qué ocurría? Él amaba a Pilar con todas sus fuerzas! Al fin y al cabo, había regresado y dentro de poco, aunque cojo, podría hacer vida normal. Él había visto muñones coagulados por el frío. Brazos y piernas amputados. Y hombres muertos porque se les había helado el ano…
– Lo que me ha ocurrido no es irreparable, comprendes, Pilar? -Sí, ya lo sé! Me fui, al puesto que tengo allí…
Y cómo era posible que, en su ausencia, hubieran ocupado el cargo de jefe provincial? Ah, claro, la unificación! Desde el punto de vista operacional, era lógico y posiblemente eficaz. Las leyes no las dictaban los sentimientos. Él mismo, detrás de una mesa, posiblemente había causado daño a mucha gente. Hubiérase dicho que nadie se acordaba del comunismo! Había que oír, en el lago limen, a los españoles "del otro lado", de "las trincheras de enfrente", con sus altavoces. No hacían más que cantar las glorias de Stalin, invitarles a que se pasaran y amenazándoles con llegar a España. "Curioso… Ya no soy el jefe provincial… Hubieran podido esperar mi regreso". Cómo sería el camarada Montaraz? Sólo le vio un instante: gafas negras y algunos dientes de oro. Y le oyó unas palabras: voz rotunda, acostumbrada a mandar. En Rusia había vejetes que buscaban dientes de oro entre los muertos. Por más que esto también había ocurrido en la guerra de España…
Pilar se tumbó en la cama. Por lo visto, no tenía nada que añadir. A lo mejor le dejaría cenar solo, con la sirvienta sin saber qué hacer. Estuvo a punto de irritarse a su vez. Pero la respiración pausada de César le apaciguó. Acercó su silla a la cuna.
"César, pequeño… Tampoco tú me comprenderás?". No se atrevió a tocarle, por miedo a que despertase. "Mejor que duermas. El mundo está loco". Se calló y sintió ganas de sollozar… Se lo impidió el pitido de un tren que pasaba veloz provinente de quién sabe dónde. Entonces tuvo ganas de orinar. Arrastrando el pie se fue al lavabo. Y al salir, oyó que se movía la cerradura. Era su padre, don Emilio Santos. Cuánto había envejecido! Debía estar enfermo de verdad. "Por culpa mía? Quizá…"
– Padre, no sé qué hacer -hubo un silencio-. Pilar ni siquiera quiere hablarme. Se ha tumbado en la cama. Menos mal que César duerme…
Don Emilio Santos se secó la frente con el pañuelo. Se había encorvado.
– Mateo, te costará mucho rehacer tu vida. Eso no se cura con medallas de hierro ni con los titulares que en honor tuyo saldrán mañana en Amanecer…
En efecto, al día siguiente Amanecer dedicaba la portada a Mateo Santos. Una fotografía de su llegada a la estación abrazando a Pilar ocupaba media página, y en la otra media un texto de bienvenida redactado por el camarada Montaraz -BIEN VENIDO EL HÉROE FALANGISTA-, a la par que una sintética semblanza, redactada por la Voz de Alerta, desde la llegada de Mateo a Gerona, el año 1933, hasta su regreso, herido, mutilado, de la División Azul.
En esta semblanza se recordaba a la población que Mateo llegó para fundar la célula falangista en la ciudad, coronando su labor con éxito y ofreciendo a la patria la vida de varios de sus afiliados al inicio de la guerra civil. Junto con él sólo sobrevivían Miguel Rosselló, secretario del gobernador, Jorge de Batlle, propietario y presidente de Acción Católica y los hermanos José Luis y Marta Martínez de Soria. José Luis, teniente jurídico militar, Marta, jefe provincial de la Sección Femenina. Los demás habían muerto en manos de las "hordas rojas" o en el frente. Mateo Santos era el resumen y el símbolo de la vocación de Imperio.
En las páginas centrales una entrevista realizada al caer la noche por Miguel Rosselló, en la que Mateo Santos daba cuenta de su aventura en el Este y procuraba quitarle importancia a su peripecia personal. La División Azul era un todo, cuya actuación había merecido los máximos elogios del mando alemán, de los propios rusos y, por descontado, del Caudillo. Según el último número de El Alcázar, la hoja que se publicaba a diario en el frente, en aquellos meses transcurridos la División había perdido mil cuatrocientos hombres, entre muertos y prisioneros. "Borbotones de sangre española han teñido las estepas y los lagos de Rusia, y muchas cruces de palo se han quedado allí para siempre. Tal vez algún día, cuando se produzca la victoria, los muertos puedan ser trasladados al Valle de los Caídos actualmente en construcción". Félix, el hijo de Alfonso Reyes, al leer esto último trazó en el papel, sin saber por qué, un gran interrogante, dedicado quizá a su padre, del que había recibido una carta comunicándole que acababa de decidir fumar en pipa.
Todo el mundo se enteró de la llegada de Mateo. Al día siguiente, por la mañana, el teléfono no dejaba de sonar. Pilar no tenía más remedio que hacer la criba, con voz dolorida. Pasó la llamada del general Sánchez Bravo, del notario Noguer, del profesor Civil, y algunas más. Mateo contestaba escuetamente. Tenía un objetivo prioritario: ser visitado aquella misma tarde por el doctor Chaos. Éste accedió. En la clínica del doctor se sacaron radiografías y se examinó la herida. El doctor Chaos le dijo: "Quiero tenerte aquí varios días. Creo que esto se puede mejorar. Andarás menos cojo de lo que te dejaron en Riga".
Albricias! Mateo Santos respiró hondo. Aquello era una gran noticia. Pero Pilar y el resto de la familia no se contentaron con eso. Andaría "cojo" y eso era todo. Al dar el paso la pierna derecha se doblaría con dificultad provocando un balanceo. Con el tiempo, cuando la herida estuviera cicatrizada, Mateo se acostumbraría al hecho y los demás también. En el fondo, había tenido suerte. Si la bala hubiera penetrado un centímetro más, la cojera hubiera sido mucho mayor.
Mientras Mateo permaneció en la clínica un par de semanas, la reacción de la familia apenas si se alteró. Pilar iba a verle dos veces al día, mañana y tarde, pero al quedarse solos apenas si le dirigía la palabra. Don Emilio Santos fue más sensible y de vez en cuando se incorporaba hacia Mateo y le apretaba la mano. Mateo tenía la cabeza prodigiosamente clara y hablaba con todo el mundo con enorme precisión. Matías sacó la impresión, o bien de que la familia le importaba un bledo -excepto el pequeño César-, o bien que estaba seguro de que el rencor desaparecería un día u otro. Era tan difícil no perdonar! El rencor era una carga insoportable. Él empezaba a notarlo. Y asimismo Carmen Elgazu. Por lo demás, todo el mundo les felicitaba: "Mateo había salvado la vida!". Las noticias que llegaban del frente de Rusia eran escalofriantes. Luchas cuerpo a cuerpo. Y Radio España Independiente, desde Ufa -la gente se creía que desde Moscú-, daba cuenta del desgaste de las tropas de Hitler, especialmente en el sector de Stalingrado.
– Pilar…, un día u otro eso tiene que acabar -le decía Matías a su hija-. Es tu marido! Y Mateo tiene razón; cuando te casaste con él ya lo conocías. De hecho, le conocíamos todos. Debemos reconocer que no hubo trampa ni engaño. Fue fiel a esa Falange que ha emborrachado a la mitad de la juventud…
– Pilar -le decía Carmen Elgazu-. Esto no puede continuar así, hija. Corres el peligro de romper el matrimonio. Ya ves que Mateo no piensa ceder. Cree que fue su obligación y es sincero al afirmar que volvería a alistarse una y cien veces. Procura dominarte… y ten con él algún detalle. Los días pasan, y César no tiene que quedarse huérfano de padre.
Nada que hacer. Pilar, la dulce Pilar, la hermosa criatura de que el camarada Montaraz había hablado, tenía ante los ojos una pared negra y no podía ver nada que no estuviera cubierto de luto.
Lo impresionante de Mateo era que no suplicaba nada a nadie y que parecía totalmente seguro de sí. "Podré andar, doctor Chaos? Sí? Pues se acabaron la lágrimas! No faltaría más!". Núñez Maza le había escrito que, por su parte, tenía los pulmones muy mal y que tardaría mucho tiempo en reponerse, si es que no la palmaba de sopetón. También recibió carta de sus amigos divisionarios. Todos volverían antes de finalizar el mes de junio: Cacerola, Alfonso Estrada, Rogelio, mosén Falcó y Solita.
Se acordaba de Solita de un modo especial. Era una mujer muy valerosa, que contra su tragedia personal había reaccionado dedicándose a los demás. Mateo le dijo a Üscar Pinel, fiscal de tasas: "Tiene usted una hija que es un tesoro… Nunca podré agradecerle lo que hizo por mí". También llegarían con Solita tres falangistas adictos "al alférez Santos", que habían congeniado con él en el lago limen. Estuvieron restableciéndose de heridas leves en el hospital de Riga y pasarían por Gerona. Uno de ellos, León Izquierdo, estuvo diciendo todo el tiempo que él no se alistó por un ideal, "sino porque le había abollado el auto a papá y tenía miedo de que lo regañase". El otro, Eugenio Rojas, sevillano, motorista en servicios de enlace, en cierta ocasión se despistó y fue a parar cerca de Grecia.
Entretanto, el camarada Montaraz había fijado con estilo falangista la posición de Mateo: sería nombrado jefe local del Movimiento y delegado provincial del Frente de Juventudes. Cobraría además pensión de mutilado y con todo ello podría vivir.
Ésta fue la pildora que con mayor dificultad se tragó Mateo: después de los servicios prestados, renunciar a la Jefatura Provincial, cuyo despacho amaba apasionadamente. Pero estaba siendo así en toda España y no había nada que objetar. Reemprendería el estudio de la carrera de abogado y el tiempo se encargaría del resto.
Ignacio fue a verle una vez y le dijo, en tono tajante:
– Termina la carrera, y defiende con tesón tu pleito con Pilar… Yo ya he defendido el mío ante Marta y dentro de un año me caso con Ana María.