38971.fb2
EN EFECTO, empezó la batalla de El-Alamein, mientras en España se rebajaban los cupos de racionamiento y de luz eléctrica, hasta el punto de que apareció el Petromax, que despedía una luz temblorosa y macilenta. Con pocos días de diferencia, los Alvear vieron instalado en su piso el teléfono -gestión de Mateo, celebrada por todo lo alto-, y también el Petromax, que Matías definió como un sucedáneo deprimente.
El-Alamein significaba "dos mundos". Y era muy cierto que dos mundos se enfrentaban entre las dunas del desierto africano, muy cerca de la depresión de Qattara: el mundo del mariscal Montgomery, hijo del obispo de Tasmania, y el mundo del mariscal Rommel, el "zorro del desierto", el ídolo de Cacerola, Era la primera vez que Inglaterra y Alemania combatían en tierra frente a frente, con la excepción de Dunkerque.
Todos los pronósticos eran favorables a Rommel, cuya toma de Tobruk, gran baluarte, había tenido repercusión mundial. Se perfilaba allá abajo la toma de Alejandría y la llegada a El Cairo y al canal de Suez. Tal vez el caballo blanco de Mussolini pudiera efectuar su prevista entrada en la capital de Egipto.
Pero los hechos desmintieron tales profecías. La verdad era que las tropas de Rommel estaban desgastadas. Escasez de hombres, de material y, sobre todo, de combustible. La situación podía ser peligrosa para el Eje si la victoria no se producía con rapidez. Y pronto hubo que descartar semejante posibilidad. En consecuencia, se reunieron, en Salzburgo, Hitler y Mussolini para tomar una decisión. Mussolini, destrozado por sus dolores de estómago, viviendo de leche con azúcar, aplastado, encogido. Hitler, más espantoso aún, con la espalda encorvada, los ojos cavernosos y la mirada vidriosa. Se engañaron mutuamente asegurándose que harían de Túnez el Mame de África.
Era preciso no olvidar que Mussolini hablaba alemán. El padre Forteza hacía hincapié en este hecho, porque la fuerza de Hitler -y de ello tomó buena nota el doctor Andújar- radicaba en las palabras. Hablando en alemán, Mussolini llevaba las de perder. Hitler convencía a diplomáticos, a periodistas, a generales, a gentes de todas clases con su elocuencia en alemán. Si Mussolini hubiera necesitado de intérprete no hubiera sucumbido hasta tal punto a la elocuencia de Hitler.
Resumiendo, no se produjo el Mame de África. El mariscal Montgomery atacó con fuerzas superiores. La batalla de la artillería y de los tanques. A Rommel sólo le quedaban treinta y dos tanques. Quería retirarse, pero una orden de Hitler se lo impidió, e impidió también la retirada de las tropas italianas. Montgomery no persiguió al enemigo debido a las lluvias que se desencadenaron y a una cierta superstición por el nombre de Rommel. Pero muchos generales se rindieron sin oponer resistencia, mientras Hitler seguía insistiendo en la defensa hasta la muerte. Nada que hacer. El Eje había perdido 25 000 hombres, entre muertos y heridos, además de 30000 prisioneros, de los cuales 10000 eran alemanes. Veteranos guerreros esperaban tranquilamente el cautiverio sentados como turistas en las terrazas de los cafés. El Afrika Korps depuso las armas. Montgomery telefoneó a Churchill: "Haga tocar las campanas". Y las campanas de Londres, las que quedaban, y que no repicaban desde 1940, y que sólo estaban preparadas para tocar a rebato anunciando la invasión, ahora repicaron por El-Alamein.
Simultáneamente, llegaron rumores de que los aliados preparaban un desembarco a las espaldas de Rommel, en Argel y que previamente estaban dispuestos a ocupar las islas Canarias. Franco declaró que en ese caso se defendería y abriría los puertos a los alemanes para que pudieran ocupar el Marruecos francés. Al mismo tiempo, dijo: "Si Hitler no respeta nuestra neutralidad, instantáneamente pondré todos los puertos españoles a disposición de los aliados".
El general Sánchez Bravo admiró a Franco todavía más y, al corriente de los sucesos, se pasaba el día ante el mapamundi mientras su fiel Nebulosa vigilaba la entrada para que nadie le estorbara. Entretanto, el 8 de noviembre, y en el momento en que doña Cecilia le decía al general: "Con tanta banderita te volverás loco", la más poderosa flota de desembarco de toda la historia, a las órdenes de Eisenhower, ocupaba el litoral mediterráneo de Argelia y el Marruecos francés, entre Bina y Agadir, sin encontrar entre las tropas dependientes de Pétain, en Vichy, más que apoyo. Era el cambio de signo de la guerra mundial.
En este momento el embajador de los Estados Unidos en España, mister Hayes, pidió una entrevista con el Caudillo para entregarle un mensaje personal. Franco se encerró en su capilla, donde pasó casi toda la noche. A las nueve de la mañana, Franco recibió de mister Hayes una carta de Eisenhower, en la que éste, después de encabezar con un "Querido general Franco", le daba plena seguridad de que el movimiento o desembarco no iba dirigido en forma alguna ni contra el gobierno o pueblo español ni contra Marruecos u otros territorios españoles, ya fueran metropolitanos o de ultramar. "Creo también que el gobierno español y su pueblo desean conservar la neutralidad y permanecer al margen de la guerra. España no tiene nada que temer de los aliados".
El general Franco temía una reacción alemana en los Pirineos y no andaba descaminado. El 11 de noviembre el ejército alemán ocupó en doce horas la hasta entonces "zona libre" de Francia controlada por Pétain desde Vichy, mientras por primera vez, ante el estupor del camarada Montaraz y Mateo, un editorial del periódico de Falange, Arriba, admitía la posibilidad de una victoria aliada.
Por si fuera poco, el gobierno español colaboró con los aliados en el rescate de aviadores y, sobre todo, en el tránsito de voluntarios franceses hacia el norte de África. El embajador, mister Hayes, declaró que España les había devuelto por lo menos mil aviadores americanos derribados en Francia o en el mar, así como también unos doce mil franceses.
Entretanto, la flota francesa de Tolón se suicidó, antes de que los alemanes alcanzaran a ocupar la capital. La orden fue dada desde el acorazado Strasbourg. Dos acorazados, ocho cruceros, veintinueve destructores, doce submarinos, en total más de cien barcos de un tonelaje global de doscientas treinta mil toneladas. Era la flota más poderosa que había poseído Francia desde Luis XIV. La orden la dio el almirante conde de Laborde y constituía la prueba fehaciente de que aún los medios franceses más hostiles a Inglaterra no eran cómplices de Alemania.
El general Sánchez Bravo encendió su pipa. Él, un simple militar español destinado en una minúscula ciudad en el mapa ibérico, había previsto lo que no previo Hitler, cuando al tomar París, desarticuladas las fuerzas enemigas, no tomó toda Francia, no se quedó con la flota y no ocupó el Marruecos francés. No supo qué opinar. Llamó a su hijo, el capitán:
– Qué opinas de todo esto? Franco no hubiera cometido este pecado de imprevisión.
El capitán Sánchez Bravo le dio su versión.
– Lamento hablarle así, padre, pero nunca he creído que Hitler fuera un genio militar. Estoy seguro de que si les hubiese hecho caso a sus generales no se hubiera embarcado en la campaña de Rusia, que significaba la apertura de dos frentes. Y por supuesto, hubiera ocupado toda Francia, la flota y el Marruecos francés.
Por si fuera poco, las noticias que llegaban de Stalingrado no eran tampoco excesivamente optimistas. La resistencia rusa era feroz. Hitler quería, además, ocupar el Caucase con sus recursos petrolíferos, sin los cuales su situación se convertiría en precaria. Pero las distancias eran tan enormes que necesitaría el triple de fuerzas de las que disponía y el triple de material. El Volga fascinaba a Hitler, pese a que el invierno había llegado otra vez, como el año anterior. Los generales que no obedecían sus órdenes eran destituidos en el acto. ' La Pasionaria' y Cosme Vila, desde Ufa, continuaban dando partes de guerra y su voz era cada vez más fuerte. "Aquí, Radio Moscú…" Moscú parecía a salvo, por lo menos de momento. Y también Leningrado. Por cierto, que en el hospital de Riga había ingresado el camarada Salazar, herido en una mano, y María Victoria, ex novia de José Luis Martínez de Soria, le atendía con el mismo cariño con que Solita había atendido a Mateo y a Núñez Maza.
A caballo de estos hechos, de los que la población española se enteraba sólo a medias, don Anselmo Ichaso, desde Pamplona, telefoneó a la Voz de Alerta y a Carlota para darles un notición: don Juan de Borbón había hecho en el Journal de Généve unas declaraciones en las que decía literalmente: "No soy el jefe de ninguna conspiración. Soy el depositario de un tesoro político secular: la Monarquía española".
' La Voz de Alerta' hubiera querido colar esa noticia en Amanecer, pero Mateo le hizo saber que en adelante se anduviera con más tiento si no quería ver tambalear su vara de alcalde.
Llegó, como en ocasiones precedentes, la quincena del amor. La Torre de Babel y Paz se casaron. Ninguno de los dos quería hacerlo por la Iglesia, pero todo el mundo se lo aconsejó. De no hacerlo, podían luego encontrarse con mil inconvenientes y con la consabida maledicencia de un gran sector de la ciudad. Ello no convenía a la Agencia Gerunda, y tampoco a Paz. Ésta se negó a casarse de blanco. "Un traje chaqueta y voy que chuto". Cefe, el pintor, fue el encargado de llevar el ramo de flores a la novia. Se casaron en la iglesia del Mercadal y quien bendijo la unión fue mosén Alberto. A Manuel Alvear le dieron permiso en el seminario para asistir a la ceremonia y ejercer de monaguillo.
El templo casi se llenó. Desde la familia Alvear al completo, Eloy incluido, hasta Padrosa, los hermanos Costa y los componentes de la Gerona Jazz. Recibieron muchos regalos, que adornarían el piso de la plaza del Ayuntamiento que la Torre de Babel había alquilado y en el que varios albañiles y pintores estuvieron trabajando durante un mes. Matías y Carmen Elgazu obsequiaron a Paz con toda la batería de cocina e Ignacio, por su parte, le regaló un jarrón oriental, por consejo de Esther. Era curioso ver a Paz encandilarse con los regalos. Apenas si quedaba en ella nada de aquella muchacha agresiva, agria, que se paseaba por Burgos vendiendo tabaco a los militares.
No estaba enamorada de la Torre de Babel. Ni siquiera le quería. Sentía un cierto aprecio por el ex empleado del Banco Arús y también un cierto agradecimiento "por su tenacidad". Pero Paz, desde que Manuel ingresó en el seminario, se sentía sola en casa y no veía claro su porvenir, puesto que Pachín le había dado calabazas. Todo el mundo le aconsejó: "cásate", empezando por su tío Matías. La última vez que Paz fue a verle en Telégrafos, Matías fue explícito. " La Torre de Babel es un excelente muchacho. No lo desprecies. Te repugna estar a su lado?". "Repugnarme, no". "Pues adelante. Es posible que un día llegues a quererle. Y luego, además, están los hijos que cabe esperar de vuestra juventud".
Paz hizo de tripas corazón. Cefe le dijo: "Si te casas, le pintaré gratis un desnudo a la Torre de Babel. Y por de pronto, os regalaré este cuadro de las casas colgando sobre el río Oñar, que cuando yo haya muerto valdrá una fortuna".
El acoso fue de tal calibre que Paz no supo qué objetar. Por otro lado, la Torre de Babel tenía más o menos sus mismas ideas -ex militante de la UGT-, aunque paliadas por el filón de oro que resultó ser la Agencia Gerunda. "Cuando se ha sufrido como tú -le decía él-, se tiene derecho a calefacción y cuarto de baño". Ella lo pensó y asintió con la cabeza. Ya verían las señoritingas de Gerona de lo que ella era capaz! Capaz de todo, menos de leer libros, como le aconsejaba Jaime, quien le regaló, completa, la Enciclopedia Salvat, que a ella la dejó indiferente, pero que encandiló a la Torre de Babel.
Mosén Alberto pronunció una homilía brevísima. Sólo una vez aludió a la Santa Madre Iglesia. Y sólo dos veces a Cristo. El resto consistió en un canto al amor conyugal y a la familia, "que era la célula de la sociedad". También les dijo que en épocas de prosperidad debían acordarse de los menesterosos. Mosén Alberto habló sin micrófono, lo que desconcertó a la vocalista Paz. Manuel ejerció sus funciones de monaguillo con tales respeto y unción que Carmen Elgazu se conmovió. Matías, en un momento dado, susurró a oídos de Carmen Elgazu: "Fíjate en el muchacho. Y en la seriedad de Paz. Y tú no querías que los trajera de Burgos! Apréndete la lección". Carmen Elgazu, escéptica, replicó: "Ya veremos en qué para todo esto".
La Torre de Babel había soñado con un viaje al extranjero. Pero la guerra mantenía cerradas las fronteras, ahora incluso las del sur de Francia. La Torre de Babel le preguntó a Paz: "Quieres que vayamos a tu tierra, a Burgos?". "No, no, de ningún modo!", protestó Paz. Y se fueron a Mallorca en barco, sin marearse y allí se pasaron quince días de luna de miel, sin aburrirse nunca y sin que Paz tuviera que arrepentirse. La Torre de Babel no era Pachín, pero era todo un hombre. E inspiraba seguridad. A la Torre de Babel le atrajo el mar, aunque el invierno deslucía un poco la bahía de Palma y las playas de la isla; a Paz, quién pudo predecirlo!, le encantó la cartuja de Valldemosa. En la Gerona Jazz había oído hablar con elogio del maestro Chopin, aunque no sabía con exactitud qué instrumento tocaba. En las cuevas del Drach coincidieron con otras muchas parejas de novios. La humedad les caló los huesos, pero la barca al fondo, surcando el agua y con un violinista romántico les invitó a apretarse las manos fuertemente. Compraron muchas chucherías de vidrio y de cerámica. Enviaron una retahila de postales a las amistades. Fueron dos novios perfectos, con un capricho: los molinos de viento y los olivos. Los molinos de viento fascinaron a Paz, tal vez porque le recordaron que la vida giraba sin cesar. La Torre de Babel, que se excedía en sus solicitudes, le prometió que encargaría un molino en miniatura para la sala de estar. "No digas tonterías -protestó Paz-. Parecería un ventilador". En cuanto a los olivos. Paz dijo que parecían hombres robustos que habían llegado torturadamente a centenarios.
– Empieza a familiarizarte con los viajes -le dijo la Torre de Babel-. Cuando la guerra haya terminado pienso llevarte por ahí, incluso en avión…
– No digas tonterías. Tendremos que ahorrar.
– Ahorrar? Dónde aprendiste esa palabra?
– En la cuna. Fue la primera que pronuncié.
– Anda, olvídate del pasado, y piensa que la Agencia Gerunda lo resuelve todo.
Quincena del amor. Al regreso de la Torre de Babel y Paz, se casaron Padrosa y Silvia, la manicura. Pese a que Padrosa no tenía coche todavía. Silvia, que vivía con su madre, viuda, y pasaba estrecheces -Dámaso no era muy generoso con ella, por cuanto los hombres que se hacían la manicura eran pocos-, vio, de pronto, la puerta abierta para garantizarles el porvenir. Tampoco Silvia estaba enamorada de Padrosa, pero supo simular que sí. Y el tiempo diría. Padrosa, por su parte, era un volcán. La atracción física que sentía por Silvia le hubiera hecho cometer cualquier locura. No fueron tan reacios a casarse por la Iglesia, pues Silvia era creyente, hasta el punto que de niña sus padres tuvieron que llevarla a Lourdes porque estaba segura de presenciar algún milagro.
De hecho, el milagro fue Padrosa, que cabía extenderlo al ahijado de éste, Félix Reyes, el alumno predilecto de Cefe. De todos los regalos que recibieron -vivirían en un amplio piso de la calle Figuerola-, el que más les emocionó fue un retrato al carbón que Félix hizo de Silvia en poco más de una hora. Una hora de inspiración, de trazo firme. Silvia quedó hermosísima, hasta el punto de parecer un grabado antiguo. Dicho retrato presidiría el comedor, junto con la lámpara y dos candelabros de plata que les regalaron los hermanos Costa.
Agencia Gerunda lo resuelve todo. También resolvió el viaje de la pareja: Andalucía. Silvia era friolera y aquel mes de noviembre se presentaba cortante y con muchos nubarrones. Andalucía los acogió con un sol pálido que no por ello dejaba de ser sol. Sevilla, Córdoba, Málaga y Cádiz. Una gigantesca ampliación de los ghettos de la calle de la Barca y de la fortaleza de Montjuich. Padrosa, que no pasó por la universidad pero que era un lince, descubrió la tristeza de los andaluces.
– Te das cuenta, Silvia? Esta gente es triste. Cuentan chistes, palmotean, cantan, pero en el fondo es gente triste. Mucho traje de lunares, pero también mucho vestido negro. Las mujeres parecen bultos enlutados salidos de las plazas de toros. Y los niños, escuálidos. Cuánta mendicidad! Me gustaría saber el número anual de suicidios, sobre todo en el campo. Y los gitanos… No abundan mucho los Niños de Jaén. Aquí son pillos que no saben lo que son los zapatos con cordones. García Lorca fue un embustero. Se emborrachó con las palabras e idealizó la lenta agonía de esta tierra…
Silvia no sabía qué decir. Ella era intuitiva, temperamental. Por eso en la cama elevó a Padrosa al séptimo cielo. Pero considerarla una aguda observadora hubiese sido una calumnia. Lo que le gustaba eran los caballos. Caballos árabes, de pura raza? No importaba. Conformaban una estampa sensual de inusitada fuerza. En Sevilla les dijeron que Franco proyectaba canalizar el Guadalquivir, hacerlo navegable, hasta el mar. Ello sería un regalo de los dioses para quienes malvivían a sus orillas. Les hablaron del cardenal Segura… "Cuidado con los novios! -había alertado-. Se acarician en público sin ningún pudor". Silvia y Padrosa se enlazaron por la cintura y se pasearon por doquier como dos tortolitos.
– Yo no ordenaría ningún sacerdote sin que antes hubiera cursado ciertos estudios en casa de la Andaluza -propuso Padrosa.
Silvia se rió.
– Entiendo, entiendo -admitió-. Vamos a almorzar al hotel y a la hora de la siesta me fabricas nuestro primer hijo…
Les hubiera gustado ir a Cuelgamuros, al Valle de los Caídos, a visitar al padre de Félix. Pero la Agencia Gerunda les reclamaba y tampoco estaban seguros de conseguir el permiso necesario. Fue una lástima, porque en aquellos días Alfonso Reyes, en el economato, había capitaneado una protesta general por el mal rancho que les servían y sus pretensiones habían sido tenidas en cuenta.
En Cádiz fueron a un circo. Los circos encantaban a Silvia. Sobre todo, el número de los elefantes. Ella hubiera querido ser domadora de elefantes y no manicura en la barbería de Dámaso.
– Con que me domes a mí -le dijo Padrosa-, basta y sobra para que esta luna de miel se prolongue toda la vida.
Quincena del amor. Ricardo Montero recayó. Recayó en una profunda depresión, agravada por las copas de más que solía tomar en compañía del capitán Sánchez Bravo y porque en el póquer perdía todos sus dineros. En cuestión de ocho días fue perdiendo todo interés por la vida, llegando casi al estado catatónico. El doctor Andújar tuvo que aplicarle seis electrochoques. La medida era drástica, traumatizante, pero no existía otra fórmula para detener el avance del mal.
Gracia Andújar le vio en aquel estado y decidió cortar por lo sano. El muchacho le dio mucha lástima, pero comprendió que su padre tenía razón: los tiros de gracia con que remató en el cementerio a los condenados a muerte le perseguirían toda la vida.
Esperaría un tiempo prudencial y rompería sus relaciones con él. Llena de vida en la Sección Femenina -Coros y Danzas-, se sintió incapaz de casarse y convivir con un hombre enfermo que podía llegar a serlo mental.
De otro lado, Marta no había cesado de hablarle de su hermano, José Luis Martínez de Soria, quien estaba al acecho de lo que pudiera acontecer. Marta organizó un almuerzo en su casa con motivo de su cumpleaños y todo marchó sobre ruedas. La madre de Marta y de José Luis colmó de atenciones a Gracia Andújar, quien era como una gacela que en muchas cosas recordaba a Ana María y a Esther. José Luis quedó vivamente impresionado. La muchacha podía también llamarse Cascabel. Era capaz de bailar sobre la punta de los pies y lo sabía todo del arte de Diáguilev. Entendía que había que cuidar del cuerpo como lo que era: depositario del alma. Se había educado incluso la voz. Marta, cantando, era el puro desastre. Gracia Andújar, aconsejada por Chelo Rosselló, emitía un sonido puro, las palabras le fluían con matices que arrullaban al prójimo. Su padre siempre le decía: "Acércate… Habíame de lo que quieras y me quedaré dormido". O bien: "Acércate… Habíame en tono más alto y me espabilaré". Era un diapasón hecho carne.
José Luis quedó prendado de la muchacha y Gracia Andújar sintió por José Luis una oleada de súbito afecto que nunca hubiera podido sospechar. Comprendió que ahí podía estar la clave del enigma que, con Ricardo Montero, daba vueltas sin parar. José Luis era transparente como aquel hombre de cristal que habían expuesto en la farmacia Ribas. El uniforme le sentaba como si lo hubiera llevado desde la niñez, como si hubiera ido creciendo con él.
Alto, sobrio, se parecía a Marta en la claridad de su mirada y en sus breves afirmaciones. Peinado corto: orden del general. Admiraba mucho a Mateo, del que había copiado el mechero de yesca. Tenía una verruga en la sien izquierda -se la rascaba con frecuencia-, sin decidirse nunca a ir al dermatólogo. Olía bien, a colonia de calidad. Su profesión de teniente jurídico le había ido humanizando poco a poco desde que en Lérida, en plena guerra civil, mosén Alberto le dijo: "Los vencedores podríais dedicaros a perdonar". Hacía lo que estaba de su parte, con lo que se había ganado el aprecio de Manolo y del profesor Civil. Todo el mundo le respetaba. Y lograba amistades contradictorias, como la del fanático jesuíta padre Jaraíz, "enemigo potencial" del padre Forteza. El padre Jaraíz era partidario, como mosén Falcó, de la mano dura. José Luis se acordaba del final de "aquel que a hierro mata".
La madre de Marta, siempre con el espíritu enlutado, vio en aquella pareja una esperanza de resurrección. Gracia Andújar había arrancado de ella, sino carcajadas, por lo menos sonrisas que casi había olvidado. La mujer, al sonreír, se rejuvenecía. Se había propuesto -y lo había conseguido- amar a todo el mundo, excepto al general, por la causa de siempre, porque se había negado a ir al cementerio a depositar un ramo de flores a la tumba del comandante Martínez de Soria, al que calificaba de "traidor" porque se rindió.
Por descontado, mientras durara la crisis de Ricardo Montero no era cuestión de salir los dos a la calle "para conocerse mejor". Pero lo más probable era que no tardaran en hacerlo. Por de pronto, Gracia Andújar le dijo a su padre: "No sé si será falta de caridad, pero no me siento capaz de convivir con un depresivo, que además se emborracha". Al doctor Andújar le acosaron los escrúpulos. A lo largo de su vida había procurado convencer a los parientes de los depresivos de que debían dedicarles todo el cariño posible; y ahora que esta dolencia le tocaba directamente no podía por menos que alegrarse de la decisión de su hija. Ah, qué fácil resultaba teorizar, cuan difícil ser consecuente! Los dos hijos mayores del doctor Andújar, Carlos y Juan, que estudiaban en Barcelona, se alegraron mucho de la decisión tomada por su hermana. Si la cosa seguía adelante, celebrarían la Navidad en paz.
Quincena del amor. El doctor Chaos había encontrado su víctima propiciatoria: un ayudante de mister Collins, el cónsul inglés. Se llamaba Alvin Stevenson y tenía el rostro tan pálido que parecía drogado. Se conocieron en la cafetería España. Casualmente juntos en la barra del bar, la gesticulación de Alvin llamó la atención del doctor Chaos. Éste le invitó en nombre de la "hospitalidad española". Hubo un intercambio de miradas, la intervención de un sexto sentido y el doctor Chaos le propuso al muchacho visitar su clínica.
Y allí se produjo el emparejamiento. El doctor Chaos cerró con llave la puerta de su despacho, ordenando a las monjas que no le molestaran hasta nuevo aviso. Apenas si el doctor tuvo necesidad de demostrar sus amplios conocimientos del idioma inglés. El idioma común fue la pasión. Alvin Stevenson era como una mujer. Desde que llegó a España -llevaba en Gerona más de seis meses-, siempre le había sorprendido que sus inclinaciones fueran consideradas tabú por la población. A su ver, eran de lo más normal y, en épocas anteriores, sólo remontándose a Grecia, consideradas incluso de signo superior. El doctor Chaos casi enloqueció de placer. Las monjas, entretanto, atendían a los pacientes internos o rezaban el rosario; él desgranaba las jaculatorias de la más ortodoxa homosexualidad. Los jadeos de Alvin casi traspasaron las paredes. Fue una unión perfecta, como la de la Torre de Babel y Paz, como la de Padrosa y Silvia. La palidez de Alvin intensificó los deseos del doctor Chaos. Una temporada le atrajeron los tísicos; tal vez Alvin lo fuera. Quedaron en verse en la clínica otra vez; aunque siempre con mucho tiento para que el cónsul, mister Collins, no se enterara y considerara aquello como una alianza bélica entre España e Inglaterra.
El día 8 de diciembre el amor fue de otro cariz. Se creó el Día de la Madre, en nombre de la Inmaculada Concepción. En todos los colegios se organizaron concursos literarios y de dibujos dedicados a la madre. Ignacio y Pilar le regalaron a Carmen Elgazu la instalación de una nueva ducha, puesto que la que tenían se había deteriorado con el tiempo y apenas si goteaba. "Teléfono y ducha, qué más queréis! Agua fría y agua caliente, como debe ser". Carmen Elgazu se compró un gorro de baño, de goma, que arrancó de Matías sabrosos comentarios.
El Día de la Madre fue un éxito total. En las joyerías se exhibieron unas chapitas con la inscripción: "A mi madre, con amor" y se agotaron en cuestión de una semana. Esther mandó una a su madre, Katy; Manolo otra a su madre, Inés; Ángel, el hijo del gobernador, otra a su madre, María Fernanda, la cual se emocionó. María Fernanda hubiera deseado tener muchos hijos y se quedó con sólo uno. "Claro que Ángel, soltero, arquitecto y fotógrafo, vale por tres". Los ocho hijos del doctor Andújar obsequiaron a su madre, Elisa, con un gato persa, de color azul, al que bautizaron con el nombre de Pastilla en recuerdo de las medicinas que recetaba su padre. Etcétera.
Quienes no tenían madre, como Paz y Manuel, esbozaron una mueca. También esbozó una mueca Mateo, que apenas si se acordaba de la mujer que le dio el ser. Eloy llegó al piso de la Rambla con un obsequio espectacular: un balón con las firmas del entrenador y de los once titulares del Gerona Club de Fútbol. 'El Niño de Jaén' le regaló a su madre, una gitana de buen ver, llamada Lolita, un precioso espejo de mano. Lolita se pirraba por los espejos, que la ayudaban a acicalarse cuando entre sus hijos o en su clan se celebraba una boda y que le traían buena suerte. Las pupilas de la Andaluza le regalaron a ésta una radiogramola Philips, que alegraría la espera de los clientes.
Mateo recibió órdenes de Madrid: era preciso que el Frente de Juventudes celebrara con toda pompa el Día de la Madre. El texto oficial decía literalmente: "El día 8 te sacrificarás por tu madre. No es bien nacido quien no ama a su madre. Un beso sobre la frente de nuestras madres, un abrazo a su cintura. Así lo quiso Dios al hacerse carne en las dulcísimas entrañas de la más alta Señora del Universo. Bendita sea. La madre te dio el orgullo y la alegría de nacer en España".
Mateo entregó una copia de esta circular a los muchachos y Marta a las chicas. Unos y otras prometieron besar la frente, el día 8, y abrazar la cintura de sus respectivas madres. Y tener algún detalle con ellas, aunque fuera un "chusco" tierno de pan del que se suministraba a los soldados. El obispo, doctor Gregorio Lascasas, celebró una misa pontifical en la catedral, con un éxito que mosén Iguacen comparó con los de Semana Santa.
Sólo un pequeño incidente: en el teatro Municipal se anunció la puesta en escena de la obra de Jardiel Poncela: Madre (el drama padre). Matías se precipitó a comprar seis entradas… Pero el gobernador, camarada Montaraz, entendió que se trataba de una burla y prohibió la representación.
Sin embargo, Matías no se fue de vacío. Leyó en La Vanguardia que se festejaba en Montserrat el cincuentenario del Cremallera, que había transportado desde su fundación más de cinco millones de pasajeros. Convenció a Mateo y a Pilar para subir con el coche oficial a la Santa Montaña. Mateo cedió: no se atrevió a negarse en nombre de la austeridad. Y allá se fueron. Carmen Elgazu, qué extraño!, no había estado nunca en Montserrat. Siempre había oído decir que Montserrat era la "Cataluña subterránea", el "feudo separatista". Cataluña subterránea! Con aquellas montañas ciclópeas, aquellas rocas que se sostenían en contra de todas las leyes del equilibrio. Carmen Elgazu no sabía dónde posar los ojos. El día era nublado, pero las nubes, veloces, dejaban a trechos entrever el grandioso paisaje. Varios millares de "peregrinos" se concentraban allí, cada cual con su plegaria a cuestas.
Apenas si pudieron entrar en la basílica, fastuosamente iluminada, con las lámparas votivas circunvolando los altares. Por fortuna, encontraron todavía sitio muy cerca del presbiterio y pudieron seguir con atención el solemne oficio, que tuvo lugar a las once. El padre abad y los monjes, poblando el hemiciclo con sus hábitos benedictinos, configuraban un mundo aparte, al margen de cualquier guerra y de cualquier pasión humana. Diríase que eran seres puros arrancados de la entraña de la cristiandad. Carmen Elgazu se emocionó sobre todo en el momento de la Elevación y también con el canto de los monjes. Formaban una sola voz. "Eso es canto gregoriano", le indicó Mateo. "Gregoriano…?". "Del papa Gregorio, mujer", remachó Matías. Y tocó madera pidiendo no haberse equivocado.
Allá arriba, allá en lo alto, en el camerino, estaba la Moreneta, que era un símbolo que muchos no catalanes, empezando por el camarada Montaraz, rechazaban de plano. Carmen Elgazu era de otra pasta. La Virgen era la Virgen, fuera cual fuera el color. "Morena, de color negro?". Qué importaba! Ello significaba que era la madre de todas las razas. Terminado el oficio, uniéronse los cuatro a la fila india que iba subiendo penosamente la escalera que conducía al camerino. En los laterales, estandartes, blasones, banderas y muchos exvotos. Copas del Club de Fútbol Barcelona! Lástima que Eloy no estuviera allí… Por fin les tocó el turno y Carmen Elgazu no supo si besar a la Virgen o al Niño que ésta sostenía en sus rodillas. Finalmente besó las dos imágenes y se sintió como transportada. Bajaron por el otro lado y se encontraron fuera, en la explanada frente a la basílica. "Y la Salve? Cuándo canta la Salve la escolanía?". "A la una en punto". Carmen Elgazu quiso quedarse donde estaban, descansando en los pretiles del barranco. No le importaba gran cosa el Cremallera, a cuyos pies se celebraban festejos. Matías, por el contrario, hubiera querido subir a aquel artefacto "milagroso" que trepaba por el abismo como una gigantesca oruga, cruzándose a mitad de camino con el que descendía.
A la una, la escolanía cantó la Salve. Carmen Elgazu, al ver a los monaguillos con su sobrepelliz blanco y su aspecto angélico recordó a su hijo César, cuando regresaba del Collell. Supuso que todo aquello era más puro aún y que emanaban de las voces retazos de divinidad. La Salve terminó pronto -por qué?- y el pueblo que volvía a abarrotar la basílica inició el cántico del Virolai. Ninguno de los cuatro conocía la letra. Mateo se puso evidentemente nervioso y no comprendía cómo se las habían ingeniado los monjes para obtener el permiso necesario. Lo más probable era que no lo hubieran pedido. Leía en los rostros como una secreta venganza, como un triunfo colectivo y pensó insistentemente en lo que hubiera gozado mosén Alberto dirigiendo aquel coro catalán entusiasta y clamoroso.
Terminado el Virolai los monjes, después de una profunda reverencia, fueron desapareciendo al otro lado del altar mayor. Y los fieles empezaron también a desfilar. Carmen Elgazu hizo varias genuflexiones y poco a poco encontraron la puerta de salida. Fuera hacía frío. Un frío cortante. Pero la gente se mostraba eufórica y llevaba banderas de incomprensible significado.
Pilar comentó:
– Ha sido muy hermoso.
Mateo le preguntó:
– De veras te ha gustado?
– Quiero que me traigas aquí en primavera, un día corriente, en que no se agolpe tanta multitud…
Matías opinó, hablando en tono más alto que de ordinario:
– Cataluña es Cataluña, qué caray! El librero Jaime tiene razón. Contra esto, Mateo, no podréis luchar. Es lo mismo que pegarle puñetazos a una roca.
Mateo apenas si le oyó. Había mejorado bastante de su cojera y se dirigió renqueante hacia el sitio en el que les esperaba el chófer Hernando con el coche oficial. Hernando les dijo que media hora antes se había producido un altercado en la explanada. Varios pequeños grupos habían intentado cantar y bailar La Santa Espina, sardana considerada el himno separatista. Intervino la guardia civil y disolvió los grupos. Entonces un niño se colocó una barretina, pegó un grito y desapareció entre la multitud.
Quincena del amor. Ana María, cumpliendo su promesa, se plantó en Gerona aprovechando que su padre se había ido a Portugal. Se hospedó en casa de Gaspar Ley y de Charo, donde la colmaron de atenciones.
Ana María estaba paliducha y había adelgazado. "Te encuentras bien?". "Sí, sí, estoy perfectamente!". Pero sus ojos no mentían. No podía decirse de ella que fuera un Cascabel. Había un fondo de tristeza en su mirada e Ignacio quiso conocer la verdad.
La verdad era que había tenido con su padre discusiones violentísimas, porque le repitió una vez más que era mayor de edad y que estaba decidida a casarse con Ignacio. "Si no venís a la boda, me casaré lo mismo, en la intimidad. Y me iré a vivir con él en Gerona".
Por fortuna, e inesperadamente, su madre se puso de su parte. Ella había hecho averiguaciones por su cuenta y todo el mundo estaba de acuerdo. Ignacio no era un "don nadie". Ignacio era un abogado que ya había probado sus facultades y que trabajaba en el mejor bufete de la ciudad.
– Quién eras tú cuando nos casamos, a ver? -le dijo a don Rosendo-. Tu abuelo tenía un almacén de alpargatas y tu padre trabajaba en él con un sueldo ínfimo. Sí, ya lo sé, te has hecho a ti mismo! Cómo puedes afirmar que Ignacio no seguirá tus pasos? Es un muchacho sano, inteligente, trabajador. No se le conoce vicio de ninguna clase. Ni que fueras un marqués! A mis padres tampoco les hizo gracia nuestra boda y ahora tienes un yate, dos coches, negocios por todas partes, incluso con Inglaterra y mis padres están con la boca abierta. Que yo sepa sólo hay una diferencia: yo no sé con qué fórmulas mágicas has ganado tanto dinero, y en cambio Ana María, que tiene más carácter, estoy segura de que vigilará a Ignacio mucho más de lo que yo te he vigilado a ti.
Don Rosendo pegó un puñetazo en la mesa. Estaba a punto de soltar alguna barbaridad. Por último se mordió el labio inferior, se fue hacia el ventanal, encendió un cigarro habano y claudicó.
– De acuerdo. Que haga lo que le dé la gana. Pero, para la boda, no contéis conmigo -y don Rosendo se fue a Portugal.
Todo ello había afectado lo indecible a Ana María, pese a que, de hecho, era un gran triunfo. Ya no tendrían que verse a escondidas, ya no tendría que inventar excusas y ya podría explicar a su madre por qué guardaba todos aquellos terrones de azúcar del frontón Chiqui.
Ignacio, al enterarse de todo esto, pegó un brinco de satisfacción.
– Pero… Ana María! Te das cuenta de lo que esto significa? Vamos a quemar las etapas. Yo estoy ya situado, si te conformas con vivir sin demasiado boato. Podríamos casarnos en verano. Por ejemplo, el doce de agosto, día de tu cumpleaños. Ah, pero antes tienes que recuperar esos kilos que has perdido y aquel brillo de tus ojos! Voy a llamar a Moncho para que te eche un vistazo.
Moncho y Eva, solícitos como siempre, recibieron a la pareja en su domicilio-laboratorio. Moncho, de entrada, y después de una somera exploración, descartó cualquier tipo de gravedad y así lo dijo. Pero harían falta unos análisis. Tal vez faltaran glóbulos rojos o algún tipo de mineral. La estructura de Ana María era fuerte y había sido bien alimentada. En la espera, a vivir confiados.
– Si queréis, aprovechad para ver algún bichito en el microscopio…
Ignacio casi aplaudió.
– Hala, sí! Que conviene ver esas cosas!
Ana María negó con la cabeza. Estaba un poco mareada.
– En todo caso, cuando sepamos los resultados de los análisis…
Moncho no supo qué decir. La llegada de Ana María había alterado sus planes. Había proyectado, como siempre, ir con Ignacio a esquiar, estaba vez a La Molina. Ana María no estaba en condiciones ni siquiera de subir a pie las escalinatas de la catedral. Bien! Renunciaría a todo ello y organizarían varias tertulias, en las que Moncho intentaría explicarle a Ana María por qué él amaba tanto los vegetales, la vida inmóvil -aunque también el correr del agua de los arroyos- y todas sus teorías sobre vivir hasta los setenta años y luego morir de repente.
– Te acuerdas, Ignacio? La duda permanente es un error. Hay que elegir, y elegir cosas humildes: el trabajo, los amigos, la marca de tabaco… Aunque yo, como es de suponer, no he fumado en mí vida y ahora estoy leyendo a Rousseau.
Ana María quedó encantada con aquella pareja, que juzgó ideal, pues Eva no se quedó atrás y tuvo una brillante intervención en contra de las guerras e incluso en contra de los bichitos visibles al microscopio y que se comían unos a otros.
– Tu caso, Ana María, está clarísimo. No tienes por qué preocuparte. La psique influye mucho y por ese flanco a veces discuto con Moncho, quien acepta la tesis pero en la práctica concede demasiada importancia a las leyes bioquímicas y físicas…
Les acompañaron a la puerta. Quedaron en cenar juntos dos días después.
– Cenar temprano. Que a Ana María le conviene descanso…
Manolo y Esther recibieron con todos los honores a Ignacio y Ana María, lo mismo que a raíz de aquella visita fugaz de Semana Santa, cuando presenciaron desde el balcón el desfile procesionario. Ignacio recordaba que Manolo le había dicho: "Te has fijado? Esther y Ana María se entienden de maravilla. Son de la misma clase".
En esta visita se confirmó el diagnóstico. Manolo y Esther estaban enterados, por boca de Ignacio, del triunfo conseguido por Ana María con respecto a su padre. "Lo importante es que haya cedido. Ahora vosotros tenéis que ganaros a pulso la nueva situación". No hicieron en absoluto mención de la palidez de Ana María, de la que también estaban enterados por Ignacio. Al oír que posiblemente el 12 de agosto se celebraría la boda, Manolo palmeó.
– Ya está! En la ermita de los Angeles… Apenas si nadie se casa allí. Y la cuestión en la vida es ser un poco original, como me ocurre a mí con mi sombrero tirolés.
La conversación fue larga y Ana María aguantó perfectamente la prueba. Hablaron de mil cosas e hicieron planes para cuando estuvieran casados y Ana María viviera también en Gerona. Hablaron de la guerra, que evidentemente estaba dando un vuelco a favor de los aliados -la maniobra en África había sido magistral-, y de los datos que el doctor Andújar estaba recopilando sobre Hitler. Hablaron de María Fernanda, la esposa del gobernador, que era un tesoro y que a buen seguro haría buenas migas con Ana María, lo mismo que la condesa de Rubí. "Al gobernador, en cambio -terció Manolo-, no acabo de entenderle. A veces parece liberal y ocuparse de los problemas sociales, a veces te pega un porrazo de no te menees en nombre de José Antonio y del camarada Girón". Hablaron de Ángel, el hijo del gobernador, al que Manolo y Esther habían encargado los planos de un chalet en S'Agaró, con piscina y pista de tenis. "Aunque a lo mejor cometo un pecado -dijo Esther-, me gustaría que, en lo posible, sobresaliera el color blanco, que es el de la arquitectura de mi tierra". Hablaron de la reconciliación de Mateo y Pilar. Esther estimó que no tendría nada de extraño que de nuevo la cigüeña anduviera flotando sobre el piso de la plaza de la Estación. Hablaron de la nueva revista musical que hacía furor en el Paralelo, en Barcelona: Los vieneses. Al parecer, constituía una revolución, con fuentes luminosas, perfección del conjunto, la inimitable gracia de un showman llamado Franz Joham. Ana María les informó de que, en Barcelona, cuando se producía el cese de algún personaje político, como había ocurrido con Serrano Súñer, la gente cantaba: "Se va el caimán, se va el caimán…" Y que la canción Bésame mucho era prohibida una y otra vez, por sus insinuaciones pecaminosas. Ignacio intervino: "He leído a un autor francés, un tal Sully, según el cual la agricultura y la ganadería son las dos ubres de Francia; podría decirse que la hipocresía y el miedo son las dos ubres del franquismo". Etcétera.
Esther quedó con Ana María que jugarían al tenis y le preguntó si estaba aficionada al bridge. "Me temo que no conozco siquiera las cartas francesas, excepto el as de corazones". "Pues tendrás que aprender -insistió Esther-. Aquí organizamos campeonatos locales. Últimamente, suelen ganar Chafo y la condesa de Rubí". Ignacio protestó. Lo que le convendría a Ana María sería el deporte. La natación, por supuesto y también excursiones. Y aprender a esquiar. "Moncho se lo ha aconsejado y creo que tiene razón".
Manolo tuvo buena cuenta de no advertir a Ana María que se aproximaba la fecha en que su "bufete" tendría que enfrentarse con los abogados de su padre, Rosendo Sarro. Por lo visto éste se había metido en un buen lío, al vender en Sabadell y Tarrasa tejidos a precio legítimo, de escandallo, pero obligando al comprador a adquirir como si fueran Coyas o Grecos cuadros pintados por cualquier aficionado local. Un buen truco, que casi suscitaba admiración.
Ana María, en un momento determinado, se reclinó en el diván -la chimenea, ardiendo- como si se desperezara y dijo: "Se está bien aquí… Esto es confortable. Y estoy segura de que vuestro chalet en S'Agaró lo será también". Ignacio, al oír esto, arrugó el entrecejo. Ana María se dio cuenta y dándole una palmada prosiguió: "Anda, no seas tonto, que yo, por ti sería capaz de vivir en la calle de la Barca e incluso en el palacio episcopal".
La última pregunta que le formuló Ana María a Esther fue por qué no tenían en casa un perro o un gato. "Hacen mucha compañía, no?". "Sí, es verdad -accedió Esther-. Pero dan mucho la lata. Y te prometo que Jacinto y Clara se bastan y sobran para no dejarme respirar".
Manolo se rió de las palabras de Esther.
– Ya lo habéis oído, muchachos… Los hijos producen asma. Así que, tenedlo en cuenta…
La última visita de Ana María fue al piso de la Rambla. Ignacio decidió, ya era hora!, presentarla a sus padres. Por fortuna, el microscopio de Moncho les había dado buenas noticias. Un poco de anemia y una cierta falta de cal en los huesos. "Lo repito una vez más. Ejercicio, mucho ejercicio! Y pásate por aquí, que Eva te dará unas pócimas de herboristería que ella sabe preparar". Por lo demás, Ana María no era la misma que cuando llegó a Gerona. Por lo visto, la presencia de Ignacio y el afecto de sus amistades la habían mejorado sensiblemente.
Al entrar en el piso de la Rambla y ver el perchero con el sombrero de Matías colgado se quedó inmóvil por unos instantes.
Cuánta modestia! Era posible? Sí, lo era. Y en medio de esta modestia se había criado Ignacio, había terminado su carrera y había aprendido lo que era la intimidad.
Carmen Elgazu y Matías se habían compuesto para recibir a la muchacha. Ana María no sabía si besarles o estrecharles la mano. Por fin les estrechó la mano, mientras Carmen Elgazu decía:
– Bien venida, hija…
Matías detestaba las situaciones equívocas.
– Anda, sentaos… Queréis una taza de café? Digo café, no digo malta.
Ignacio asintió, lo mismo que Ana María y Carmen Elgazu desapareció en la cocina. Ana María se disponía a sentarse, pero Matías se le dirigió de nuevo.
– Ven un momento, que quiero enseñarte nuestro Amazonas, el río Oñar.
Se acercó al ventanal y Ana María quedó a su lado, mirando. Había llovido bastante y el agua cubría el río de parte a parte.
– Te das cuenta? -añadió Matías-. Desde aquí, cuando no hace tanto frío, me dedico a pescar en caña.
– Sí, ya lo sé -se anticipó Ana María-. Y a veces el pescado va directamente del río a la sartén…
Matías soltó una carcajada.
– Ah, ese Ignacio! Te lo ha contado todo, verdad?
– Todo, no creo; pero sí bastantes cosas… -Ana María hizo un mohín-. Supongo, claro…
– Cómo que supongo?
– Todavía no me ha dicho cómo se las arregla usted para ganar siempre al dominó…
El resto de la velada fue feliz, sin el menor incidente, todos y cada uno comportándose de la forma más natural. Carmen Elgazu detectó al instante que Ana María llevaba cadenilla con una cruz colgada del cuello, y Matías, prestando atención a sus pendientes, que brillaban como el sol y a algún que otro gesto de la muchacha andaba rumiando: "Por supuesto, no es de nuestra clase". Esto le preocupó. Pero sólo un momento. El amor -amor, amor- con que miraba a Ignacio y el embobamiento de éste valían más que cualquier especulación dialéctica.
Ignacio había advertido a su madre: "No le digas que hemos instalado una ducha nueva… En cambio, puedes hablarle del teléfono, puesto que ya tiene el número y desde ahora sonará con frecuencia".
Carmen Elgazu no le habló de ninguna de las dos cosas. En cambio, le habló de Eloy, que estaba en la escuela. "Es nuestra mascota particular. Fíjate lo que me regaló el Día de la Madre!", y Carmen Elgazu fue en busca del balón con la firma del entrenador y de los once titulares del Gerona Club de Fútbol.
Ana María se encontró con el balón en las manos e iba dándole vueltas lentamente para observar las firmas. Tenía nociones da grafología y pensó: "Ninguno de éstos ha hecho siquiera el bachillerato". Por fin Ignacio le libró del balón y lo hizo rodar por el pasillo hasta el vestíbulo.
Carmen Elgazu se abstuvo de enseñarle el resto de la casa -cocina, alcoba conyugal, etc.-, pero, en cambio, Matías se empeñó en que viera el futbolín. Fueron a verlo y de pronto Ana María, rodando la vista por aquellas paredes atestadas de libros, con una mesa de buen tamaño y dos camas individuales, preguntó:
– Pero, éste es tu cuarto, Ignacio?
– El mío y el de Eloy… Se puede compaginar el meter goles con el Código Penal, no crees?
Ella le cogió del brazo y asintió.
Sí, Ana María se movió a gusto entre aquellos seres. Comprendió que debería adaptarse a determinadas costumbres; pero esto ya lo sabía de antemano, con sólo tratar a Ignacio. Por lo demás, Matías le pareció mucho más educado que Rosendo Sarro, su padre por la gracia de Dios.
La despedida fue emotiva. Ya en la puerta, de pronto Ana María dio media vuelta y mirando a Matías y levantando el índice dijo: Caldo Potax. Matías quedó mudo de asombro hasta que pudo balbucear: Caldo Potax…
La ronda se remató en la plaza de la Estación, en el piso de Mateo y Pilar. Todo se produjo con naturalidad, ante la sorpresa de Ana María, quien había imaginado qne Pilar la recibiría de uñas por su íntima amistad con Marta. Pilar había también doblado esta página… Por supuesto, se dedicó a observar a Ana María como Moncho los bichitos en el microscopio. Y dijo para sí: "No es una hija de papá. Es cariñosa y sabrá adaptarse. Y es alegre! No me sorprende que Ignacio la haya preferido. Ah, Marta, qué lástima, qué lástima de su camisa azul!".
Mateo estuvo un poco ausente, lo que molestó a Ignacio. A veces le ocurría esto a Mateo y seguramente provenía de algún problema que le había surgido en los cargos que ostentaba en la Falange. Sin embargo, el ex divisionario hizo un esfuerzo y se fue a la alcoba y regresó con el pequeño César llevándolo en alto como si fuese una bandera.
– Ahí tenéis! Es mi mejor condecoración…
Pilar le agradeció estas palabras. Rodearon al crío y los demás temas huyeron por la ventana. A Ignacio siempre le había preocupado que la presencia de un bebé hipnotizara de tal modo a los mayores que éstos olvidaban todas sus ideas y se convertían en seres de puro instinto, meramente zoológicos. Los diminutivos: "Ay, qué monada! Qué hermosura de crío! A ver, a ver, cómo te llamas? Cuántos años tienes?", le habían parecido siempre idiotas. Moncho compartía esta opinión y por ello, de acuerdo con Eva -por ello, y por razones más profundas-, no quiso tener hijos.
La tertulia se acabó. Tiempo tendrían de conversar, de confrontar opiniones, de comentar la guerra, la paz y de censurar la suciedad de Gerona, pese a los esfuerzos del camarada Montaraz. Por de pronto ya se habían conocido, por más que Pilar había visto ya muchas fotos de Ana María -fotos sacadas por Ezequiel- y ya tenía una idea. De Ana María le gustaron especialmente los ojos y la voz. Ana María tenía una voz mate, suave y su marcado acento catalán aumentaba todavía su encanto.
Se despidieron dándose los besos de costumbre. Mateo ayudó a Ana María a ponerse el abrigo de pieles. Y en cuanto estuvieron fuera Mateo dijo escuetamente: "Aprobado".
Pilar respiró. Sin embargo, le preguntó:
– Se puede saber por qué estabas un poco ausente? Ignacio, por supuesto, se ha dado cuenta…
Mateo se sentó en la mecedora que perteneció a don Emilio Santos.
– He recibido malas noticias. Me ha llamado por teléfono Núñez Maza… Le ha escrito una carta a Franco dimitiendo de su cargo de consejero nacional y poniendo al Régimen a parir. Y parece ser que el castigo será desterrarlo a cualquier sitio inhóspito, cuando lo que él necesitaría sería descansar y reponerse de su enfermedad.