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LA VIDA DE LOS EXILIADOS proseguía su camino. Julio García y Amparo continuaban en Washington, en el Imperial Hotel. Recibían algunos periódicos y revistas que les mandaba Matías, entre las que figuraba ' La Codorniz'. Este semanario provocaba en Julio verdaderos ataques de risa, lo mismo que la noticia publicada en Amanecer, según la cual su caso había sido ya juzgado por el Tribunal de Responsabilidades Políticas, que lo había condenado a treinta años de cárcel, a multa de cien mil pesetas y a la pérdida de la nacionalidad española. Julio, que de vez en cuando añoraba a Berta, su tortuga, puso esas cien mil pesetas a disposición de David y Olga para reforzar la editorial que los maestros dirigían en Méjico -Editorial Ibérica-, que se ocupaba sobre todo de libros de texto e iba viento en popa.
En la última carta que Julio escribió a Matías, el optimismo rebasaba la dimensión del papel. Estados Unidos en guerra! Entre líneas le recordaba a su amigo, y también a Ignacio, que el país de Roosevelt era el más rico y poderoso de la tierra. "A veces pintan oros, a veces pintan bastos. Aquí, a partir de ahora, pintan oros". A Julio no le cabía la menor duda de que, a la larga, la victoria no podía escaparse de las manos de los aliados. Amparo no estaba tan segura, pero, por las trazas, le importaba poco. Vivía como una reina. Y el aire de libertad que soplaba en el país que los había acogido llegaba a conmoverla. Tenía la impresión de que en Estados Unidos todo el mundo, incluso los chiquillos, nacía lo que le daba la gana.
Washington, 20 de enero de 1942.
Queridos Alvear: Estoy atiborrándome de libros sobre la conquista de América en general y de California en particular. Realmente la raza española hay que tomarla en serio. Aquellos honres eran gigantes y fray Junípero Serra una figura mítica. Casi da gusto andar por ahí y decir: soy español, aunque la verdad es que fui con Amparo a las cataratas del Niágara, donde se me ocurrió hacer pis. Nunca me había sentido tan insignificante! Bueno, escribidme más a menudo. Qué tal el pequeño César, el hijo de Pilar? Qué tal Ignacio, con su título en el bolsillo y trabajando, si lo entendí bien, en el que fue mi despacho? Qué tal Carmen? Y tú, Matías, sigues siendo el campeón del dominó? Me entero del destino de Mateo. Que tenga suerte! Eso de las guerras es un tostón. Yo prefiero irme de vez en cuando a Miami a tomar el sol. Claro que echo de menos la Dehesa, por lo que intentaré convencer a Roosevelt de que la traiga aquí con el botín. Muchos abrazos, y recibid otro sombrerazo fraternal. Julio.
A Olga se le había pegado increíblemente el acento mejicano y lo que al principio le sonaba mal ahora la entusiasmaba: Jorge Negrete, Cantinflas… David estaba al frente del Círculo Catalán, donde se hacían exposiciones de todas clases y donde iban exiliados a leer, a charlar y a jugar a las cartas. También los maestros habían continuado atiborrándose de libros sobre el descubrimiento de América, y la gesta de la raza les dejaba más que atónitos.
En Méjico, paraíso de los arqueólogos -había culturas enteras que estaban por desenterrar, en la mismísima capital-, se habían dado cuenta de que sus ideas socialistas eran perfectamente válidas. Había tanto desnivel! Unos cuantos ricachos, petróleo, que ahora con la guerra doblaba su valor, y luego la gran miseria, que recordaba la calle de la Barca pero multiplicada por mil. En sus libros de texto se las arreglaban para meter todo esto en la mollera de los crios, y personalmente tenían la impresión de que cada día que pasaba los enriquecía en el sentido de tener una visión del mundo más certera.
El día que los Estados Unidos entraron en la guerra se bebieron una botella de champán; exactamente lo que, en el hotel del Centro, de Gerona, hizo mister Edward Collins. Sin embargo, ellos no veían el final tan próximo como Julio. El fanatismo era el fanatismo y el enemigo había estado preparándose durante años. Claro que, a decir verdad, tampoco tenían tanta prisa. Cuanto más durara la contienda, más completa sería la destrucción del imperio nazi y del imperio del Duce.
Méjico, 30 de enero de 1942.
Queridos Alvear: Aquí estamos otra vez, para que Ignacio y la familia sepa de nosotros. Contentos, porque esta tierra es acogedora y tenemos campo abierto para nuestros programas pedagógicos. Olga canta Guadalajara… que es un primor. Quién pudo predecirlo! Ignacio, por quién te has decidido al fin? Por Marta o por Ana María? Piénsalo tres veces, pues esto es para toda la vida, sobre todo si la pareja pone un cura de por medio. Qué tal la abogacía? Aquí, esta palabra es la repanocha. Se dejan sobornar. En realidad, se deja sobornar casi todo el mundo, razón por la cual los españoles, que hemos llegado con una carga de sufrimientos y más serios en nuestro quehacer, nos abrimos paso como Pedro por su casa. Nos gustaría deciros hasta pronto, pero de momento la pelota está en el tejado. Sin embargo, lo seguro es que, algún día, cuando al calendario le dé la real gana, volveremos a vernos y a daros un abrazo. Y entonces podremos contaros todo lo que por carta es imposible. Ignacio, te deseamos toda la suerte del mundo, mientras recordamos tu estancia en San Feliu de Guixols aquel verano en que nos bañamos juntos. Saludos a los campanarios de Gerona. Vive mosén Alberto? Aquí, con el Museo Nacional de Méjico, se volvería tarumba. No dejéis de escribirnos. Y mandadnos algo de prensa, que no sea Arriba, que a veces llega al Círculo Catalán y que nos pone de malhumor. Abrazos, David y Olga.
José Alvear formaba parte de las guerrillas de la Résistance francesa. Admiraba a De Gaulle, al que llamaba "la torre Eiffel". Su compañera en París era ahora Nati -no quería llamarla Natividad- y tenía veinte años. Nati consideraba a José un dios. José Alvear se dedicaba a volar trenes, junto con una patrulla de doce expertos, que estaban a sus órdenes. No quería saber nada con los comunistas, ni franceses ni españoles, pues con tanta burocracia lo retrasaban todo. Actuaba por su cuenta, como siempre lo había hecho. José era tan feliz que había levantado el ánimo del socialista Antonio Casal, eternamente pesimista y tocándose el algodón de la oreja, con una mujer triste que no hacía más que hablar de Gerona. José Alvear era feliz porque creía haber descubierto algo original, nunca dicho, de lo que, según él, no había hablado ningún periódico: que Pétain le había dado a Hitler sopas con onda. "El listo francés ha ganado al tonto alemán", decía. Era la tesis sostenida por mucha gente, pero que José se atribuía en exclusiva: si Pétain hubiera apretado las clavijas, Hitler hubiera ocupado toda Francia desde el primer momento, el Marruecos francés y se hubiera quedado con la flota francesa, anciada en Tolón. Simulando estar de su parte, se instaló en Vichy. Los franceses, demasiado untados con foie gras, no se daban cuenta de la astucia del mariscal, de su cuquería. No sabían valorarle. "Le llamaban colaboracionista! Se necesitan cojones para estar, tan ciego! Si Pétain me pide que le ceda a Nati, se la cedo sin pestañear". José Alvear utilizaba el mismo argumento que todos los pétainistas, aunque éstos solían emplear palabras un poco más amables.
José Alvear, en París, a veces se encontraba con Gorki, el comunista de postín, ex alcalde de Gerona, que también había dejado Toulouse y Perpiñán. Gorki no actuaba en ningún grupo, alegando que estaba demasiado gordo y que tenía una úlcera de estómago que no lo dejaba vivir. También hacía de gigolo. Su madame se llamaba Mady y tenía una pastelería. Gorki, gourmet y goloso por más señas, estaba en el séptimo cielo. "Vete con cuidado -le decía José-, no vayas a tener un hijo que te salga mitad crema, mitad nata". Gorki había perdido por completo la pista de Cosme Vila, del que no sabía si estaba en Moscú, preparando la defensa de la ciudad, o se había ido más allá de los Urales. En cambio, José estaba en contacto con Canela, a la que por fin arrancó de Perpiñán. Canela tuvo suerte, y ya no se hacía polvo el hígado a base de Pernod. La morriña que padecía en Perpiñán se le había curado por completo, gracias a un tal monsieur Petitfrére que la mantenía, que estaba loco por ella, desconociendo su pasado. A lo mejor se creyó que era virgen! Monsieur Petitfrére era experto en antigüedades y un lascivo, al que Canela conseguía fácilmente contentar. Canela se estaba convirtiendo en una burguesita que iba descubriendo la dulce Francia. A veces, al oír Radio Pirenaica, pensaba en Ignacio con ternura. "Será ya abogado, el muy rufián…"
París, 30 de enero de 1942.
Querido tío Matías: La cosa se complica, pero todo se andará. Tengo a mi lado a una tal Nati, que es de Jaén y me toca las castañuelas. París está muy bien, pero no tiene plaza de toros ni conoce el chotis. Andan por ahí unos apaches con acordeón, y hablan de los faroles, del Sena y de los clochards. Menudos pelmas! Hitler se los merendó en un santiamén, palabrita religiosa que se las trae. Oyeron una palabra en alemán y todos hicieron mutis por el foro. Excepto Pétain! Algún día os contaré esta historia. De momento, echo de menos el frontón. En España no iba nunca; ahora lo echo de menos. Si seré carcamal! Ignacio ya me conoce. Escribidme, si es que en España queda tinta, a nombre de Nati Miranda, 74 Avenue de Villiers, París, XVII. Escribidme en francés. Lo leo mejor que el español. Felicidades a Pilar, por el crío. A mí siempre me han gustado los crios de los demás. Abrazos de vuestro sobrino y primo. José.
Ignacio se acercaba a los veinticuatro años y se encontraba pictórico de salud. La llegada de Moncho a Gerona había sido providencial para él, porque durante una temporada, con los estudios, los amoríos y el bufete de Manolo, se había olvidado de que tenía un cuerpo que cuidar. Moncho, que continuaba haciéndose friegas por todas partes, sin recato, utilizando uno tras otro varios limones, le convenció para salir de excursión e incluso para ir a esquiar. Fueron al Pirineo, con reiterada inclinación hacia Nuria, pese a que Eva, más débil, les seguía con mucho esfuerzo. Ignacio se había bronceado otra vez -bronceado de nieve, que según Moncho era el ideal-, y presentaba un aspecto magnífico, lo que hacía felices a Matías y a Carmen Elgazu.
El muchacho iba con mucha frecuencia a visitar a su hermana Pilar y a su sobrinito César. Leyó en La Vanguardia -se había suscrito a este periódico porque traía más información general que Amanecer- que habían salido al mercado unas sillas patentadas Portabebés y le regaló una a Pilar. "Oh, Ignacio, qué preciosidad!". Y estampó un beso en la frente de su hermano.
Matías se enternecía pensando en su hijo Ignacio. Carmen Elgazu lo mismo, pero, como siempre, había algo de él que no acababa de gustarle. A raíz de la entrada de los japoneses en la guerra, al parecer Ignacio se había interesado… por las religiones orientales! Carmen Elgazu no acertaba a comprender. "Pero, hijo, no te basta con la nuestra?". Carmen no lograba siquiera retener los nombres del sintoísmo, del budismo, del hinduismo, del islam… Para ella, todos eran protestantes. Cualquier religión que no fuera la católica era protestante.
Una vez Ignacio le dijo:
– Hablas de este modo porque has nacido en España, en Bilbao. Y si hubieras nacido en Pekín?
– Dónde está eso? -preguntó Carmen-. Bueno, qué más da! Pues, si hubiera nacido donde tú dices, me hubiera venido aquí andando.
Matías añadió:
– Y yo la hubiera esperado en Madrid, en la verbena de San Antón.
Ignacio había resuelto de una vez para siempre su problema capital: se casaría con Ana María. Cualquier obstáculo sería inútil, empezando por la negativa de su futuro suegro, don Rosendo Sarro.
– Ya eres mayor de edad, no es cierto?
– Pues claro! -respondió Ana María.
– Entonces, esperaremos a que yo me afiance en la profesión, lo que me va a costar quizá un año, y adelante con las flores de azahar!
– Ignacio, siempre seré tan dichosa?
– Eso depende de ti, no de mí…
– Qué quieres decir?
– Yo seré siempre el mismo; es decir, nunca sabrás cómo soy. Así que, la costa está clara.
Ana María se reía. Ya no llevaba, como antaño, los mofletes uno a cada lado. Llevaba una larga cabellera, en la que Ignacio ensortijaba sus dedos. Cambió de peinado el día en que el gran amigo de la pareja, el pintoresco Ezequiel, fotógrafo, que continuaba saludando con títulos de película -últimamente, Los tres lanceros bengalíes-, le dijo que con los mofletes sería una muñequita hasta el fin de los tiempos, y que ya era hora de que se mostrara como mujer.
Ana María obedeció, e Ignacio encantado. "Ya era hora! -exclamó-. Siempre pensaba: cuándo se quitará esos aparatos para la sordera, que me recuerdan a Gaspar Ley?". Gaspar Ley era el sordo director del Banco Arús en Gerona, y su mujer, Charo, cansada de viudedad, se había ido por fin a vivir con él, y tenía un proyecto embrionario: montar en la ciudad una lujosa peluquería de señoras acorde con la que Dámaso había establecido para los caballeros.
Ignacio y Ana María acostumbraban a verse donde siempre, en el café del frontón Chiqui. No siempre sus diálogos eran de color de rosa. Aparte la sombra de don Rosendo, quien se paseaba con un haiga -última moda de los estraperlistas-, y que tenía una querida sin apenas ocultarlo, porque este detalle daba también un toque de elegancia y de poder, estaban la guerra mundial y la posguerra en España. Esta última llevaba trazas de nunca acabar. Todo estaba como el primer día de la victoria: los vencedores, al cielo, los vencidos al reino de Satanás, como hubiera dicho el especialista demoniológico José Luis Martínez de Soria.
– Te fijas en La Vanguardia, Ana María? Cada día la lista de los ejecutados en el campo de la Bota. Hoy dos, mañana seis, pasado mañana tres, y así hasta no parar. Y me sé de memoria, porque lo vivo en Gerona cómo actúan los jueces: un minuto para cada víctima y sanseacabó. Cómo se puede consentir semejante matanza?
– Claro que me fijo en esto, Ignacio. Y estoy perpleja. Y los obispos, mutis… Protesta el de Gerona? Pues aquí, lo mismo.
– Has visto lo que trae hoy? Fíjate. Ha sido ejecutado Crisanto Pérez, que era completamente rojo en todas sus manifestaciones… Te das cuenta? Ha sido detenido Anastasio Escardera, tenaz propagador del NO PASARAN.
– Y la gente, tan tranquila… -Ana María guardaba para su colección otro terrón de azúcar de los que servían en el frontón Chiqui.
– Pero yo no! -barbotaba Ignacio, conteniéndose para no gritar-. Yo protesto con todas mis fuerzas. No luché para esto. Luché para que se acabaran los sepultureros a sueldo.
Ana María encendía un pitillo.
– Y qué me dices del superhombre Adolfo Hitler?
– Ésa es otra -contestaba Ignacio, acercando el cenicero hacia sí-. Ése los condena por millares. Pero lo malo es que ha involucrado a los rusos; y a los soviéticos tampoco les puedo perdonar…
– Como siempre, te encuentras en el fiel de la balanza.
– Exacto.
– Insatisfecho…
– En este sentido, sí… Pero te tengo a ti! Y eso es mucho más que terminar una guerra.
Ezequiel los llamaba "los tortolitos", o Romeo y Julieta, película que se acababa de estrenar. Y lo eran, aunque confiaban en que su vida sería menos truculenta y el final más feliz. Ignacio solía ir a Barcelona casi todos los domingos, en un tren renqueante que se paraba en todas las estaciones. Allí comprobaba los mil ardides de los estraperlistas de poca monta, de comestibles para vivir. Odres en el pecho de las mujeres, que semejaban niños de teta. Gente que, doscientos metros antes de una parada, tiraban la mercancía por la ventana, donde la recogían cómplices que la estaban esperando. De vez en cuando se paseaba por el convoy un inspector. Osear Pinel, fiscal de tasas, padre de Solita, había contratado a seis inspectores vascos de eficacia probada. Los expedientes se amontonaban… Siempre que le era posible, el bueno de Óscar Pinel hacía con dichos expedientes una gran fogata.
Ignacio y Ana María podían tratar todos los temas sin reserva, excepto uno: Adela. Ignacio continuaba en Gerona con Adela.
No lo podía remediar. Y puesto que Manolo le había confesado una vez que "había engañado a Esther", Ignacio le contó a Manolo, su amigo y maestro, que él también estaba engañando a Ana María. Lo raro era que el marido, Marcos, que desde hacía tiempo husmeaba algo -aunque jamás podía sospechar que se tratase de Ignacio-, no le hubiera descubierto. Lo malo de él es que ante Adela se quedaba mudo. Era un pusilánime. Ignacio decía: "En el fondo, es un consentido. Un consentido por la gracia de Dios".
Ignacio vivió una prueba de la que, al pronto, no quiso hablar con Ana María. Se enteró por Ricardo Montero de que algunas de las ejecuciones de la pena máxima, y no sólo en Barcelona, eran públicas, a condición de tener alguien que se interesara por tal deferencia. Decidió hablar con Manolo y éste le confirmó que ello era cierto, incluso en Gerona. "Yo mismo puedo arreglártelo. Te acompañaré hasta el cementerio para que te dejen pasar. Pero si me lo permites, yo me quedaré fuera, fumando un pitillo".
Manolo le llamó un miércoles y le dijo: "Mañana, a las seis de la madrugada, hay una ejecución". Ignacio se presentó en el cementerio, mientras Carmen Elgazu supuso que el muchacho iba a misa al Sagrado Corazón. José Luis, en la puerta, le informó. "Se trata de un tal Aurelio Prat, que formaba parte de aquel famoso comité de Orriols. Este comité clavó en una verja a seis monjas adoratrices. Comprenderás que el asunto está claro".
Ignacio entró y vio a Aurelio Prat adosado a una tapia, con los ojos vendados. El piquete, alineado. Un alférez, el sustituto de Ricardo Montero, con el sable en alto. La escena fue vista y no vista. "Fuego!". Y sonó la descarga. El "reo", como si fuera un pelele, se desplomó. No gritó ni "Viva" ni "Muera". Se desplomó. El alférez se aproximó a él y lo remató con el tiro de gracia.
Ignacio se retiró. Fuera le esperaba Manolo, con su coche. "Así que, eres un morboso…" "Nada de eso. Quiero vivir de realidades". "Las seis monjas eran reales". "Sí, lo creo, pero me consta que no siempre es así". "También a mí me consta. De ahí que no haya encendido el pitillo. Me dio vergüenza".
Enmudecieron. El frío de la madrugada era cortante, pero asomaba el sol al otro lado de las Pedreras. Cielo azul. Ni una nube, a excepción de la que vagaba por el cerebro de Ignacio.
Manolo era hijo del abogado barcelonés José María Fontana Vergés, ponderado y ecuánime. Manolo había aprendido en el bufete de su padre el amor a la justicia. José María Fontana podía permitirse el lujo de "elegir" los asuntos, pues con ser abogado de la FECSA le bastaba para vivir. Nunca aceptaba pleitos sucios. Su honor era intachable, lo que hacía compatible con una sana ambición. Un poco más bajo que Manolo, con muchas manchas hepáticas en la cabeza, destacaba por ser el campeón de Barcelona de golf. Siempre decía que la salud de que gozaba y la precisión y autocontrol eran debidos al golf. Le hubiera gustado que Manolo le imitara, pero Manolo, por influencia de Esther, se inclinó por el tenis y el bridge.
José María Fontana, durante la guerra -nunca se había metido en política- permaneció tranquilamente en casa, hasta que un vecino de la escalera, que era comisario político, descubrió que tenía a un cura escondido en la buhardilla, mosén Alfredo, de la parroquia de Santa Eulalia, y obligó al abogado a trabajar de mecanógrafo en uno de los comisariados rusos que funcionaban en Barcelona. Aprendió mucho al tratar con jerarcas rusos, militares y civiles, y tenía su opinión. Aprendió un poco el idioma, sin contar con que los había que hablaban con bastante perfección el castellano. Los consideraba complejos, de reacciones imprevisibles para un meridional. Cuando pensaba que iban a reírse, se enfadaban; cuando pensaba que iban a enfadarse, se lo tomaban a chacota. Decía que las novelas de Dpstoievski, y Alioska, el personaje creado por éste, eran la síntesis del temperamento eslavo. Una frialdad tremenda a la hora de castigar. Y una extraordinaria tendencia a dramatizar los acontecimientos. Un comisario ruso, Mik Bronstein, quería volar el templo del Tibidabo y la Sagrada Familia, de Gaudí. A su entender eran el símbolo del alma de los catalanes, contra el cual había que luchar. El padre de Manolo se dio cuenta en seguida de que los "rojos" perderían la guerra, porque Rusia no estaba dispuesta a ayudar en serio a "la revolución". Y ahora estaba seguro de que Hitler se estrellaría contra aquella muralla hermética y contra la grandiosidad de las Repúblicas Soviéticas.
Siempre aconsejaba a Manolo, y lo hacía certeramente. Le dijo que tuviera mucho cuidado con don Rosendo Sarro, que era tan peligroso como el camarada Mik Bronstein. Amaba con pasión a los nietecitos Jacinto, nueve años, y Clara, siete, y exigió verlos Ppr lo menos una vez al mes. Su mujer, Inés, era feminista recalcitrante. Quería mandar a la par con su marido y éste estaba de acuerdo. Manolo discutía con ella sobre este punto: el cerebro de las mujeres era más pequeño, imposible imaginar una Sócrates o una Leonarda da Vinci, etc. Inés se defendía con los mismos argumentos que usaba Esther.
Don José María Montana odiaba la guerra y "prohibió" que Manolo y Esther les regalaran a los crios juguetes bélicos. Le debía la vida a su hijo, puesto que al terminar la contienda civil le acusaron de colaborar con los rusos. Manolo defendió su causa y lo ocultó hasta que el peligro hubo pasado. Ahora le parecía estar en condiciones de opinar sobre la guerra en Rusia. Decía que los rusos eran torpones y patosos, pero acostumbrados a ser esclavos. Ello podía resultar determinante. Inés, muy aficionada a las alfombras persas y al arte oriental -Ignacio deseaba tratar con ella este tema-, decoró su casa como lo hubiera hecho Chang Kai-Shek. Los biombos. Los canteranos con mil pequeños cajones, las cerámicas. No le gustaba la posibilidad de que los japoneses atacaran China. Era anglófila, adoraba la administración inglesa, el protocolo, las pelucas, la tradición. Estuvo tres años en Inglaterra y desde entonces España le parecía un yermo, con todas las consecuencias. Manolo decía: "Mi madre perdona todos los pecados, a condición de que sean pecados ingleses". Inés no podía congeniar con la madre de Esther, con Katy, porque según ella Katy representaba lo más odioso del feudalismo andaluz. Nunca quisieron ir al cortijo que Katy poseía en Jerez.
Los padres de Manolo adoraban a Ignacio, al que veían "caballo vencedor". Don José María envidiaba la juventud… Por ello eligió el golf, porque otros deportes había que arrumbarlos al llegar a cierta edad. Tenía una voz cariñosa, como si hubiera nacido en Canarias. Inés detestaba los reptiles.
Manolo y Esther, con la entrada de los Estados Unidos en la guerra, vieron un rayo de esperanza. Continuaban admirando al viejo Churchill y llamando a Hitler "el pintor de brocha gorda". Manolo, barbita a lo Balbo, indumentaria deportiva, fumaba tabaco inglés y le gustaban los pijamas vistosos. Voz rotunda, que resonaba en la Audiencia. Las alfombras exóticas del piso se debían a regalos de la madre de Manolo. Estaba acostumbrado a decir "No te quejes" a Esther cuando ésta tenía razón.
Se ocupaba de la herencia de los hermanos Estrada, Alfonso y Sebastián. Tenían -habían heredado- una considerable fortuna, sobre todo en terrenos de la Costa Brava y en prietos olivares cerca de Cadaqués. Pero se daba el caso de que Alfonso Estrada, presidente de las Congregaciones Marianas, se encontraba en la División Azul, junto a Mateo, y Sebastián, que estuvo en el Baleares, navegaba de tercer oficial en un buque de pasaje de la Compañía Trasatlántica, probablemente cerca del Caribe, aunque se rumoreaba que había decidido quedarse muy pronto en tierra. "Cuando les tenga a los dos aquí -decía Manolo-, les propondré partir la herencia en dos partes iguales, restando el pago de los derechos reales. Y será curioso ver qué hace cada uno de ellos con la parte que le corresponda".
Esther, al igual que su suegra, hacía figuritas de cerámica, y en el bufete de Manolo continuaba trabajando aquel viejecito que se sabía el Aranzadi de memoria. Por fin el matrimonio consiguió entrar en relación con el cónsul inglés, mister Edward Collins, al alimón con el capitán Sánchez Bravo. Mister Collins se dio cuenta de que Manolo y Esther eran sinceros, por lo que de vez en cuando les hacía alguna confidencia. Por ejemplo, les dijo que en el primer bombardeo diurno de los alemanes sobre la ciudad de Londres, éstos habían perdido la tercera parte de sus efectivos.
Manolo, catalán, y Esther, andaluza, congeniaron pronto con el camarada Montaraz, tal vez a través del sentido del humor. Y pese a que el gobernador era germanófilo hasta la médula, por amor a Antonio Machado hicieron juntos una excursión a Colliure, a la tumba del poeta, tumba que consiguieron localizar gracias al sepulturero, puesto que nadie se había ocupado de poner siquiera el nombre en la lápida. "Ahora va a resultar que, en vez de los exiliados, tendremos que poner la lápida nosotros". Lápida que estaba además partida por la mitad, debido a que estalló cerca un polvorín.
Manolo congeniaba sobre todo con el hijo de los Montaraz, con Ángel, admirador de la arquitectura de Mussolini y también, y más aún, de los rascacielos. Ángel les repetía lo de siempre: estaba harto de España, de sus defectos, de su intolerancia. Esther se irritaba al oírle. Ella admiraba a los ingleses, pero se sentía tan española como Marta.
Muchas veces Manolo discutía muy en serio con el gobernador, en contra del Eje. El gobernador detestaba, no sólo a los soviéticos, sino a la propia Rusia. Ignacio ejercía de intermediario, alegando que fuera quien fuera el ganador de aquel incendio, sería un desastre para la humanidad. Ignacio hablaba así porque a través de Jaime estaba devorando mucha literatura eslava -no sólo Dostoievski, sino también Tolstói, Gogol y Turgueniev-, y también, y como siempre, porque el profesor Civil no veía razón válida para que existieran los incendios.
Ah, los dos hijos de Manolo y Esther! El pequeño Jacinto tocaba la armónica, recordando que también la tocaba Pablito, mientras que Clara asistía a clase de ballet con Gracia Andújar, en compañía de otras seis pequeñas alumnas de Gerona.
Manolo se enteró de las condiciones-contrato con las que los obreros españoles se iban a trabajar a Alemania y se indignó y le dieron lástima. El gobernador le replicaba que menudas condiciones habían impuesto los ingleses a lo largo de la historia a su mano de obra, aparte de expoliar toda clase de monumentos y obras de arte. Manolo insistía: "También Goering colecciona cuadros fabulosos de los museos de los países ocupados, y a más de esto la aviación alemana destroza precisamente las ciudades artísticas de la Gran Bretaña ". El camarada Montaraz enseñaba sus dientes de oro y argüía: "Esperemos a ver lo que hace, cuando llegue el momento, la aviación inglesa, si es que le da tiempo a reaccionar…"
Esther y Manolo, pese a la penuria reinante, comían de todo, porque lo compraban en el mercado negro. Continuamente cambiaban de sirvienta, porque Esther era muy exigente. La última se llamaba Margarita y era cleptómana. Esther se daba cuenta, pero puesto que robaba cositas sin valor y en lo demás cumplía a satisfacción, se la quedó a su servicio. Margarita perdió a su madre en un bombardeo de Valencia y su padre huyó a Francia y no sabía nada de él. Era guapetona y Ramón, el camarero del café Nacional, le echó la vista encima. "Si algún día me caso con ella, la llevaré de viaje a la Pampa argentina…"
Manolo y Esther estaban en contra de la División Azul. "Se traerán unas cuantas medallas y dejarán allí varios millares de muertos". No le perdonaban a Mateo que dejara a Pilar. La veían a menudo, pese a que Pilar, sin Mateo al lado, se sentía perdida en las reuniones.
Manolo iba enterándose, cómo no!, de la cantidad de fugitivos que entraban en España huyendo de la guerra.
– Si de mí dependiera -decía siempre-, se quedarían en España todos lo judíos, como se ha quedado Eva, puesto que son grandes creadores de riqueza.
– No te preocupes -razonaba Esther-. Saldrán a flote. Siempre ha sido así, desde Babilonia.
– No olvides que los cuatro grandes revolucionarios de la época moderna son judíos: Marx, Einstein, Freud y Charlot. Por cierto, que ayer mosén Alberto me informó de que el nombre de Charlot está prohibido por la censura. En las carteleras se le llama Garlitos o se dibuja un gráfico con el sombrero, el bastón y las gruesas alpargatas…
– Eso se basta para descalificar a un régimen -declaró Esther.
– Querida, recibe un beso por frase tan lapidaria.
Paz Alvear continuaba visitando a menudo a Matías en Telégrafos. Marcos, al verla, se ponía en pie y parecía dispuesto a besarle la mano. Matías, que además del reuma sufría de estreñimiento y de hipertensión, estaba a punto de dejar de fumar, pero en honor de su sobrina liaba un pitillo que le sabía a gloria, pues las fábricas de papel de fumar de Alcoy habían vuelto a abastecer el mercado.
Paz se preocupaba por los achaques de Matías, y le llevaba anuncios que aparecían en los periódicos. "Se siente usted apático? Contéstese esta pregunta: Son mis evacuaciones suficientes, completas o solamente parciales y poco sólidas? Pildoras de Brandeth". Matías no sabía qué hacer, pues creía mucho en las pócimas caseras de Carmen Elgazu. "Ahora resultará -decía- que España es un país de estreñidos". "Y de herniados -apostillaba Marco-. No ves estos anuncios? Bragueros de todas clases. Elíjalo a su medida. Doctor Alonso". "Contra las hernias, bragueros Mundet". Etcétera.
La muchacha se reía. Para ella el tabaco era una bendición, puesto que la ayudaba a tener esa voz desgarrada que tantos éxitos había proporcionado a la Gerona Jazz y que hacía las delicias de Damián. Un día Matías le enseñó un anuncio que la hizo enrojecer de rabia. "Un busto sano y desarrollado es un atractivo que puedes poseer tomando pildoras Circasianas. Laboratorio Tarrés".
– Es que yo necesito esa ayudita? -protestó Paz, irguiendo los pechos hasta marear a Marcos-. Tocad si queréis! -Los dos hombres hicieron ademán de complacerla y luego soltaron una carcajada.
Matías, al igual que Ignacio, aconsejaba a Paz que se refinara un poco, que se relacionase con gente de postín.
– En un año te convertirías en una señora.
– Y desde cuándo pretendo yo convertirme en una señora?
– Has nacido para eso. Ves lo que te ha ocurrido con Pachín? Pachín desconocía también los buenos modos…, y la jugada que te ha hecho no tiene perdón.
Era la herida de Paz, que no conseguía cicatrizar. Pachín, que continuaba jugando con el Club de Fútbol Barcelona, siendo la figura, y que había sido ya seleccionado para un partido contra Portugal -por cierto, que la selección no exhibió la tradicional camiseta "roja", sino otra azul-, le había dado, por fin, las calabazas definitivas. Pachín, atlético y rubio, no quería hipotecar su porvenir. Había cortado en seco sus excesos sexuales; y además, y eso era lo peor, se había cansado de Paz. En Barcelona, cumpliéndose lo presumible, encontró otras muchas vocalistas que parecían moscardones a su alrededor.
Paz había jurado venganza eterna; pero, ante el hecho consumado, no se le ocurría nada. Ello probaba una cosa: se estaba aburguesando, aunque no de la misma forma que Canela en París. Ganaba dos buenos sueldos -en la orquesta Gerona Jazz y en la perfumería Diana-, y además de vez en cuando volvía a posar para Cefe, quien la amenazaba con suicidarse si la muchacha no accedía a su petición.
Paz no era feliz. Y tenía remordimientos. Casi nunca se acordaba de su madre, "tía" Conchi, que murió como un pajarito. También lamentaba haber tratado siempre con dureza a su prima Pilar, que ahora pasaba horas muy amargas. Por si algo faltaba, su hermano, Manuel, siempre a la sombra de mosén Alberto, parecía un caso perdido: el muchacho estaba a punto de romper de una vez con sus titubeos y decirle: "El próximo curso entro en el seminario".
Cómo luchar contra lo que su tía Carmen llamaba auténtica vocación? No podía reprochar nada a Manuel. Cierto que el muchacho había recibido influencias que Paz consideraba nefastas, pero él era dueño de su porvenir. Continuaba diciendo por todas partes que las tallas de Cristo que veía y desempolvaba en el Museo Diocesano le habían provocado como un terremoto personal.
Así que uno de los consuelos de Paz era el pequeño Eloy, la mascota del piso de la Rambla y del Gerona Club de Fútbol, que se ganaba unas perras en el estadio de Vista Alegre ayudando al encargado del equipo, Rafa. Eloy era un encanto de muchacho, por su espontaneidad, por su humildad y por llamar las cosas por su nombre. El presidente del club, que seguía siendo el capitán Sánchez Bravo, le acariciaba el pelo cortado a cepillo y le decía: "Hala, te doy permiso para que pises el césped en los entrenamientos y le metas seis golazos al portero desde el punto de penalty".
Paz era generosa. La avaricia no era su pecado capital; su pecado acaso fueran los celos. A Eloy le regaló un jutbolín en miniatura, pintoresco juego que acababa de aparecer y que Matías aceptó de buen grado colocar en el cuarto del muchacho. Ambos jugaban partidas feroces; casi siempre ganaba Eloy. "Gracias, tío Matías. Mañana le pegaré otra paliza".
A Eloy cada día se le marcaban más las pecas del rostro, lo que le distinguía de los demás. Paz apretaba en ellas la molla del dedo y le decía: "Quién nos garantiza que eres vasco? No habrás llegado de Suecia o algo así?". Paz decía "algo así" porque no tenía una idea muy precisa de los demás países escandinavos.
Paz ya no iba a la Agencia Gerunda, porque por fin le habían encontrado, en la calle del Carmen, el piso confortable que andaba buscando, pero no por ello la Torre de Babel había renunciado a la muchacha. Una y otra vez se hacía el encontradizo y le enviaba ramos de flores. La verdad es que la Agencia Gerunda había prosperado lo suyo, gracias a su acuerdo con los Costa, y lo mismo la Torre de Babel que Padrosa, que el abogado Mijares, podían permitirse una serie de lujos con los que aquéllos jamás hubieran podido soñar en el Banco Arús. El papeleo era cada vez más complicado y la clientela afluía sin cesar. Padrosa esperaba poseer un coche para plantearle a Silvia, la manicura, sus propósitos de boda; la Torre de Babel esperaba lo mismo para hacerle a Paz una declaración formal. Los Costa los animaban. "Son dos bombones, dos peces de color". Paz, pensando en la Torre de Babel, estiraba los brazos y bostezaba y luego se iba a ver al librero Jaime para entregarle la cuota mensual que pagaba para el Socorro Rojo.