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CAPÍTULO VI

ALFONSO REYES, el ex cajero del Banco Arús, que tanto ayudó a Ignacio al estallar la guerra civil -fue un amigo fiel, como lo fue Ezequiel para Marta-, continuaba redimiendo penas en Cuelgamuros, en el Valle de los Caídos, la gigantesca obra que Franco había concebido y que sería, según sus propias palabras, un nuevo Escorial, el monumento erigido por Felipe II para conmemorar la batalla de San Quintín.

Mateo y Pilar habían visitado Cuelgamuros a raíz de su viaje de bodas, en compañía de Núñez Maza. No se había avanzado mucho desde entonces, porque la roca era la roca, la piedra era la piedra y los barrenos y los picos cantaban su canción. A Pilar el lugar elegido le pareció tétrico y Mateo le había dicho: "Es que España es así…" Continuaban trabajando en la carretera de acceso y el constructor Banús se quejaba de la lentitud de las obras. No era culpa de los "trabajadores", la mitad de los cuales procedía de las empresas constructoras -don Anselmo Ichaso, de Pamplona, tenía algo que ver con ellas-, y la otra mitad eran presos que redimían penas. Dos días de pena por cada día de trabajo. Alfonso Reyes señalaba con un lápiz rojo los días del calendario, y trabajaba con más ahínco cuando recibía carta de Gerona.

A veces le escribía su hijo, Félix, el muchacho dibujante, alumno del pintor Cefe y a la sazón ahijado de Padrosa. Éste, desde la Agencia Gerunda, le escribía que Félix era un encanto de criatura, con dotes portentosas para el arte y que daría mucho que hablar. Félix le decía con insistencia: "Padre, no te preocupes por mí. Estoy muy bien. Padrosa y su madre me atienden como si fuera de la familia. Son estupendos. Y Cefe, no digamos. Con su lacito en el cuello y su larga cabellera, va corrigiendo mis fallos y me dice que puedo llegar a ser un artista como él. Me gustaría poder ir a verte, pero no me dan permiso. A ver si ahora lo consigo con el nuevo gobernador, que a veces le da por ser generoso y que hace poco inauguró los nuevos locales penitenciarios que se han construido en Salt. Ahí te mando un retrato tuyo dibujado por mí al carbón. El modelo ha sido la última fotografía que me enviaste, por la que deduzco que pasas mucho frío. Cuídate y ya sabes que tu hijo te adora y espera con ansia que te dejen en libertad".

Otras veces le escribía Padrosa, robándole un tiempo a la incansable labor que, junto con la Torre de Babel, desarrollaba en la Agencia Gerunda. "Cefe no se da cuenta, porque es más vanidoso que el comisario Diéguez, el del clavel blanco en la solapa. Pero pronto el alumno superará al maestro. Últimamente les ha vendido un cuadro a los hermanos Costa, un cuadro representando las preciosas casas colgando sobre el río Oñar, y ahora se dispone a pintarle un retrato a Silvia, una manicura que tú no conoces y que, por cierto, está a punto de contestar "sí" a mis honestas proposiciones. No sé si ahí lees periódicos. Si llega alguno, presta atención. Esos japoneses se meten donde no les llaman! Y los Estados Unidos, claro, no han tenido más remedio que gritar: "sálvese quien pueda". Recuerdos de la Torre de Babel, que todavía sigue creciendo. Un abrazo, Padrosa".

También a veces recibía carta de Ignacio. Éste parecía rebosante e intentaba darle ánimo. "Me alegro mucho de que estés bien, y de que gracias a haber trabajado en el Banco Arús ahora te hayan destinado al economato, dejando el pico y la pala. Descansa todo lo que puedas y no fumes demasiado. El día que me case con Ana María -no sé cuándo será- iremos a verte, si nos dan permiso, que espero que sí. Hay mucha nieve en la Sierra? Mateo me dijo que teníais todos una gota helada en la nariz. Es curioso que algunos obtengáis permiso para ir al cine a El Escorial y a las fiestas del Guadarrama. No te imagino bailando la conga, aunque, quién sabe… La vida tiene sus caprichos. Podías imaginar que Padrosa y la Torre de Babel tendrían un día mucho líquido en el banco? Pues ahí están. Agencia Gerunda. El no va más. Te envío el último recorte de Amanecer en el que anuncian su gestoría. Agencia Gerunda lo resuelve todo. Lástima que no puedan resolver con un papel y una póliza tus seis años y un día. Pero se habla de un indulto para la próxima Navidad. Ojalá sea así. Es cierto que te has dejado creer la barba? Yo me dejé crecer el bigote, aunque a Ana María no le gusta mucho. Mi gratitud, como siempre. Ya lo sabes. Un fuerte abrazo, Ignacio".

Alfonso Reyes, al recibir estas cartas, respiraba hondo, aprovechando que, en efecto, ya no trabajaba donde los barrenos, cuya polvareda destrozaba los pulmones. Tampoco estaba expuesto, como tantos otros, a la silicosis. Llevaba un gorro que le había regalado un ex legionario y en el economato tenía estufa. El ambiente en Cuelgamuros era de camaradería y hermandad, a menudo incluso con los guardianes. Se podía dejar un billete de cinco duros en la ventana con la seguridad de que nadie lo cogería.

Y si alguien necesitaba algo, los voluntarios acudían al instante. Dentro de la dureza de las obras, el reglamento se había suavizado. Las esposas de los prisioneros podían pasar con ellos los domingos y las parejas se hacían el amor bajo los árboles o detrás de las rocas. Continuaban sin alambradas para evitar las huidas, pues se demostró que nadie tenía este propósito, a sabiendas de que no llegaría lejos. Un par de anarquistas que lo intentaron, se jugaron el pellejo. Lo mismo que en el frente, terminado el trabajo cada preso demostraba su aptitud. Había un campesino gallego que sabía hacer sombras chinescas en la pared. Un tal Espárrago, alto y delgado, tocaba la guitarra. Alfonso Reyes había descubierto que, valiéndose de los dedos y de los labios, podía imitar onomatopéyicamente toda clase de animales, desde el gallo tempranero hasta el lobo de las estepas. Un hombre mayor, Federico, de Castellón de la Plana, que pergeñaba poesías -"Romancero de la tierra"-, les leyó lo último que escribió Miguel Hernández, que acababa de morir, el 28 de marzo, en la cárcel de Alicante: Adiós, cantaradas y amigos. Despedidme del sol y de los trigos. Este "Romancero de la tierra" eran cantos a la clandestinidad y los papeles iban a parar a la hoguera después de ser recitados. Federico lloró por la muerte de Miguel Hernández, al que consideraba una síntesis de Lorca y de Machado.

Aquellas gentes querían vivir. Rebasaban el millar, de suerte que había muchos pueblos en España con un censo inferior. Angustias, congelaciones, mareos. Y tres o cuatro accidentes mortales. Los muertos no pudieron ser enterrados en aquel valle, que estaba destinado a los vencedores. El arquitecto, don Pedro Muguruza, lo visitaba con mucha frecuencia. También el general Moscardó, detrás de sus gafas impenetrables y el general Millán Astray, que se las arreglaba para combinar distribución de tabaco y arengas. Y por descontado, Franco visitaba también su "mausoleo", al que muchos consideraban su "querida". Franco llegaba de improviso, con su escolta de metralletas y ante su aparición todo quedaba paralizado. Siempre hacía algún donativo a los presos y se pasaba largos ratos contemplando Cuelgamuros desde todas las perspectivas. La cruz iba a tener, en efecto, ciento veinte metros y se la suponía la más alta de la cristiandad. Franco decía que había que hacer "el monumento que simbolizara, que representara plásticamente las virtudes raciales, como las del heroísmo, el ascetismo, el espíritu aventurero, el afán de conquista, que definían lo español como una unidad de esencia sublime y una permanente aspiración hacia lo eterno". Según él, "el Valle de los Caídos era algo insólito, algo que rebasaba lo normal. Era una pretensión con dimensiones de historia. Debía ser nada más y nada menos que el altar de España, de la España heroica, de la España mística, de la España eterna".

Félix tenía quince años, aunque parecía mayor. Su vida eran el dibujo y la pintura. Ya no dibujaba bicicletas en el mar. Seguía los consejos de Cefe: "Academia, mucha academia". En casa de Padrosa, la madre de éste, viuda, cuidaba de los dos. Padrosa era bajito y vanidosillo y llevaba siempre corbata roja. Félix, un buen día, al entrar en el estudio de Cefe, se encontró con una modelo, una muy joven pupila de la Andaluza, posando desnuda. Era la primera mujer desnuda que veía al margen de los libros de arte. Su impresión fue fortísima. Se conoció a sí mismo e intuyó que el mundo era más ancho de lo que había imaginado. Cefe le dijo: "Ya es hora de que vayas acostumbrándote". La pupila comentó: "Vaya consejos! No comprendes que a esta edad no pueden pagar? La Andaluza le daría una tableta de chocolate…" Félix no era muy fuerte y tenía los pies planos. Padrosa le dijo: "Tanto mejor. Así no tendrás que hacer la mili".

* * *

Entretanto, Manuel Alvear, la espina que, aparte de Pachín, Paz llevaba clavada, decidió por fin que sí, que lo del seminario le iba. No se atrevía a decírselo a su hermana y pensaba: "A final de curso lo sabrá". Mosén Alberto le interrogó a fondo temiendo que su pretendida vocación fuera un acto de rebeldía contra el ateísmo que había vivido en su hogar.

– Cuándo notaste que te gustaba la sotana? -le preguntó el sacerdote.

El muchacho, expansivo cuando hablaba de los demás, titubeaba al hablar de sí mismo. En esta ocasión acarició la boina vasca que le regaló "tío Matías" y que posaba en sus rodillas'.

– No sabría decirle… Ha sido poco a poco. Es difícil precisar.

– No puede tratarse de una simple corazonada?

– No, no, al contrario. Al principio, así lo temía y procuraba apartarlo de mi pensamiento. Y además, me daba miedo mi hermana, que me quiere mucho y que no se merece que le dé este disgusto.

– De todos modos, cuando llegaste de Burgos no podías ni soñar con que te ocurriera esto…

– Desde luego que no… -otra caricia a la boina-. Entonces los curas para mí eran todos fariseos. Y es que en mi tierra se portaron muy mal…

– Supongo que no habré sido yo quien haya intentado influirte -y mosén Alberto esbozó una sonrisa.

– No, no… Creo que lo primero que me influyó fueron los campanarios.

– Los campanarios? Cuál de ellos?

– El de San Félix, que parece una oración.

– No lo entiendo. Si en Burgos tenías la catedral!

– La miraba con odio. La muerte de mi padre no la podía perdonar.

– El museo tal vez? -insinuó mosén Alberto, impecablemente afeitado.

– El museo, sí… Ya lo sabe usted. Los crucifijos. Ante un crucifijo todas las teorías de Paz se vienen abajo. Y las custodias…

– Las custodias?

– Sí. La hostia blanca dentro es una llamada.

– Y qué más?

– Me ha influido la muerte de mi primo César, del que llevo siempre una fotografía.

– Pretendes imitarle?

– Eso es imposible. Yo quiero vivir…

– Sabes que la vida del sacerdocio es muy dura?

– Lo sé. Soy mayor de lo que todo el mundo piensa. Me asustan varias cosas, entre ellas, la castidad y la obediencia…

Hubo un silencio.

– Qué sientes por la figura del Papa? -mosén Alberto se levantó, como si quisiera dar más énfasis a su interrogatorio.

– No sabría contestar… Respeto. Es como si san Pedro viviera ahora.

– Te das cuenta de lo que significa poder perdonar los pecados?

– Eso, ni pensarlo… Es demasiado. De momento al seminario, a estudiar. Me gusta el latín!

– Curioso! A mí me gustaría decir la misa en catalán, y no me dejan… No me deja el gobernador.

Manuel se mordió una uña.

– Yo prefiero la misa en latín…

– Comprendo -hubo otra pausa-. Cómo te gustan las iglesias? Iluminadas u oscuras?

Manuel alzó los hombros.

– No lo sé… A veces iluminadas, a veces oscuras. Y también me gustan las misas en una cabana, por esas tierras lejanas, como las de los misioneros…

– Los misioneros?

– Sí, en realidad eso es lo que yo querría ser un día: misionero.

– Me temo que no sabes en qué consiste…

– He leído revistas. Y la vida de san Francisco Javier…

– Sabes que el padre Forteza tiene un hermano misionero en el Japón?

– Sí, lo sé. El padre Forteza fue el que me prohibió llevar cilicio…

– Cómo? Creí que tu confesor era yo… -mosén Alberto no pudo ocultar una reacción de incomodidad.

– Según qué pecados, me los confieso con usted; otros, con él…

– Pues vaya sorpresa! Eso parece una tienda. Aquí venden zapatos, allí venden sellos de correos…

Manuel se turbó. Temió haber ofendido al sacerdote.

– Creí que, para eso, uno tenía libertad…

– Claro que sí, muchacho! -mosén Alberto se sacó el pañuelo y se sonó-. Claro que se tiene libertad!

Mosén Alberto cortó bruscamente el diálogo y le aconsejó que de momento no dijera nada a nadie -"excepto, si quieres, al padre Forteza"-, y que llegado el momento lo mejor sería comunicárselo a Matías, el tío de Manuel. "Él sabrá cómo hay que enfocar este asunto".

Manuel le confió que, pese a todo, tenía una esperanza. Dijo que su hermana Paz no era la misma que antes, que se había apaciguado mucho, como si hubiera descubierto que se podía vivir sin llorar. Posiblemente, el ganar dinero había sido decisivo. "A Pachín no le puede perdonar; pero que yo entre en el seminario, quién sabe!, a lo mejor lo mismo le da…"

Mosén Alberto sonrió. Era la primera vez que conseguía hacerlo abiertamente. Se acercó al muchacho y, siguiendo su costumbre, con la mano derecha le alborotó los cabellos.

– Bien… Aprobado. Enhorabuena, Manolito… Te molestaría que te llamara Manolito?

– Pues…, prefiero Manuel -confesó el muchacho, turbado otra vez-. Y se levantó y besó la mano del sacerdote.

* * *

Eloy, el "renacuajo" de los Alvear, seguía estudiando en el Grupo San Narciso, pero los libros le daban telele. "Yo sólo sirvo para meter goles". Continuaba en las mismas. Era la mascota del Gerona Club de Fútbol y, por lo tanto, de su presidente, el capitán Sánchez Bravo. El encargado del estadio de Vista Alegre, Rafa, no hubiera podido prescindir del chaval. Le aumentaron el sueldo y él gritó Eurekal Además, y puesto que Pachín jugaba en el Barcelona, era hincha de este club. El capitán Sánchez Bravo le había prometido que lo llevaría un día al estadio de Las Corts, en algún partido importante, como, por ejemplo, el Barcelona y el Atlético de Bilbao. Y cumplió su promesa. El "renacuajo" Eloy en Las Corts, en la tribuna de presidencia! Le pareció que descubría un nuevo horizonte. Le impresionó más que ver el mar. La multitud, el césped, casi perfecto, las camisetas de los jugadores, y los goles de Pachín! Pachín metió dos, uno con la cabeza, otro con la rodilla. "Oportunista, eso es". "Siempre está en su sitia" "Podré parecerme a él?". Pachín era el ídolo y casi lo sacaron en hombros.

– Lo malo -le dijo a Eloy el capitán Sánchez Bravo- es que a partir de ahora el juego del Gerona no te va a gustar…

– Sí… Eso es verdad -admitió Eloy-. Pero usted puede mejorar la plantilla, no?

– Mejorar la plantilla? Y de dónde sacamos el dinero? De las chapitas de Auxilio Social?

Eloy apretó los puños.

– De los hermanos Costa… -soltó, por fin.

– Ay, hermosa criatura! Si el Gerona no tiene deudas, es porque los hermanos Costa se hacen cargo de ellas…

– Entonces, hundidos en Segunda División?

– Eso me temo -dijo el capitán, que la víspera había tenido otra desagradable conversación con su padre, el general.

Eloy estuvo a punto de llorar.

* * *

Ya sólo faltaba el niño de Jaén, el gitanillo que asombraba a todo el mundo porque era un "cantaor" nato, un "bailaor" y porque tocaba las castañuelas como si fuera un "tocaor" profesional. Era la alegría, el grito y el ritmo de la calle de la Barca. El patrón del Cocodrilo no le dejaría morir de hambre jamás. Ni a él ni a su familia, que se dedicaba al mercado negro de metales, por lo que a veces iban todos a parar a la cárcel. El niño de Jaén tenía una cintura de torero en ciernes. Esther, de Jerez, estaba encantada con él. Manolo detestaba el flamenco, "por razones atávicas", explicaba. El gitanillo tenía los ojos como platos y admiraba al nuevo gobernador porque, según le dijeron, subía tan de prisa las escaleras.

El patrón del Cocodrilo no quiso que su ahijado se acostumbrase a vivir de limosna y le compró las modestas herramientas que se necesitaban para hacer de limpiabotas. Fue un éxito. El muchacho se instaló en la Rambla, delante del café Montaña, el bar de los futbolistas, como antaño lo hicieran los limpiabotas anarquistas. Tenía salidas ocurrentes y cantaba coplillas al gusto de todos. Le había puesto música al "Como en España ni habla. Y eso lo digo en China y Madagascá". Limpiaba las botas a media ciudad, desde los que salían de la barbería de Raimundo, como Ignacio, hasta las polainas de los oficiales a la salida de los cuarteles. "Limpio, relimpio y cobro lo que me dan!". Un día se detuvo ante el chaval el doctor Chaos. "Estás libre?", le preguntó. Y posó su pie derecho en el taburete. El doctor Chaos estuvo mirando la piel aceitunada del chaval. Y su pelo negro en revoltijo. Y la agilidad de sus manos. Y pecó de pronto, sin que se enterara nadie, ni siquiera el doctor Andújar.

* * *

Noticia inesperada. Carmen Elgazu llevaba unos días pensando: "Algo malo va a ocurrir". Hacía dos semanas que no sabían nada de Mateo. Amanecer continuaba publicando el goteo de los muertos en la División Azul. Aquello no era vivir. "Mañana, cualquier día, podemos leer la esquela, Mateo Santos, y ya está". Matías andaba también preocupadillo y sus amigos del Nacional se abstenían de citar la "cruzada de España en Rusia". Marcos, el hombre que se jactaba de ser el calvo más calvo de Europa -Galindo le decía: la calvicie es el campo de aterrizaje de los dípteros-, estaba bastante enterado de los asuntos de la guerra, gracias a un camarero del hotel del Centro, donde se hospedaban los cónsules mister Collins y Paúl Günther. Por cierto, que el comisario Diéguez confirmó que Paúl Günther había hecho unos cursillos en la Gestapo.

Y la noticia llegó. Mateo estaba herido. Llegó, por fin!, una carta suya, desde "algún lugar de Rusia", en la que les contaba que estaba de baja por causa de una herida sin importancia, y estupendamente cuidado por Solita. "A lo mejor me dan un permiso y puedo regresar pronto -añadía-. Es la costumbre. Nuestros jefes nos tratan con mucho afecto y estoy dispuesto a pedirles un descanso. No vivo pensando en mi hijo. Cómo está? Repito que no os preocupéis. La herida es leve". Y les daba las nuevas señas a las que podían escribirle.

La alarma fue total. Herido! Qué tipo de herida, dónde, con qué se la hizo? Metralla, una bala, la explosión de una granada? Pilar se deshizo en llanto, porque le constaba que no podía fiarse del optimismo de Mateo. "Si su herida fuera grave habría empleado el mismo lenguaje. Él se fue allí dispuesto a todo, y ha encontrado lo que buscaba".

Nadie sabía cómo consolar a nadie. Carmen Elgazu hizo mil promesas al cielo para que en la tierra no hubiera ocurrido lo peor. "Lo peor, no -le decía Matías-. Lo peor sería que hubiera muerto. Tal vez esta herida haya sido providencial, si realmente es leve. Y por el momento, debe de estar en la retaguardia y no en el frente. A los heridos los llevan a un hospital. No ves lo que pone ahí? A lo mejor me dan permiso y puedo regresar pronto. No hablaría de ese modo si los aviones rusos zumbaran sobre su endiablada cabezota".

Este argumento de Matías fue válido también para don Emilio Santos, quien estaba cansado de sufrir y se agarraba a la mínima posibilidad. En cambio, Pilar e Ignacio presentían que algo duro, perforante, había ocurrido. A Pilar se lo dictaba su instinto de mujer; a Ignacio, el exhaustivo conocimiento que tenía de las reacciones de Mateo. "Si la herida fuera tan leve -pensaba para sí-, no hubiera dicho nada y santas pascuas". Animaba a Pilar; pero por dentro le bullía la sangre. Se lo confesó incluso al camarada Montaraz; y el gobernador, apretando un cacahuete lo partió y le dijo a Ignacio:

– Todo es posible. En principio, no creo que si estuviese grave le hubieran dado permiso para comunicárselo a la familia…

Ahí estaba. Todos miraban el mapa de Rusia y en vez de clavar en él banderitas, como hacía el general, clavaban en él mentalmente manchas de sangre.

* * *

La otra noticia procedía de Bilbao. Un telegrama a su nombre que Matías recibió en la oficina. "Abuela Mati gravísima. Venid cuanto antes". Había transcurrido sólo una semana desde la carta de Mateo. Mes de abril. Según los poetas, flores y rebrotar de la naturaleza; la realidad no ofrecía el menor parentesco con la primavera.

De nuevo las dudas. "Estará ya muerta?". Carmen Elgazu temió lo peor. De nuevo el llanto. "Es lo que se dice en esos casos. No nos pedirían que hiciéramos el viaje si hubiera remedio". De modo que ni siquiera intentaron poner una conferencia telefónica, que por otra parte hubiera tardado quién sabe cuánto tiempo.

Toda la familia se reunió en el piso de la Rambla, mientras Matías había abierto ya las maletas para que Carmen Elgazu las llenase con lo que fuera menester. Don Emilio Santos no supo qué decir. La abuela Mati le pillaba lejos… Pilar e Ignacio se inquietaron mucho, porque sabían lo que aquello significaba para su madre, Carmen Elgazu.

Matías y Carmen se marcharon en tren -trasbordo en Barcelona-, y el viaje se les hizo interminable, como el de la Pasionaria hacia Ufa. En total, unas catorce horas. Tren sucio, con el hollín que penetraba por las ventanillas mal cerradas. A Carmen le había entrado polvillo en un ojo y le escocía el alma. Apenas si se hablaban; pero ambos pensaban en su anterior viaje a Bilbao, durante el cual se cogieron de la mano y se gastaron toda clase de bromas. El termo del café les aliviaba un poco el cuerpo. A Matías le entró un hambre feroz; Carmen, en cambio, no podía probar bocado. "No pierdas la esperanza, mujer. Y si ha ocurrido lo que temes, piensa en la edad de tu madre. Más de los ochenta, algún día tenía que llegar".

– Pero si hace un mes me escribió una carta de su puño y letra, y me decía que estaba fuerte como un roble!

– Ah… -replicó Matías-. Esas cosas, a veces, ocurren en un minuto.

Matías acertó. Llegados a Bilbao, en el piso paterno de los Elgazu conocieron la verdad. La abuela Mati había muerto. Cuando mandaron el telegrama estaba en coma profundo -hemorragia cerebral-, y según los médicos el corazón iba a detenerse de un momento a otro. Así ocurrió. "Ha sufrido poco. Del mal al menos…" Alguien dijo eso y sonó fatal. Todos los hijos estaban presentes, rodeando el cadáver de la abuela, la "alcaldesa", que con su bastón autoritario daba órdenes a todo el mundo y le había contado las verdades al lucero del alba. La muerte no le había suavizado las facciones. Estaba como crispada, con las manos cruzadas sobre el pecho y sosteniendo un rosario. Carmen Elgazu le besó la frente. Qué frío! La volvió a besar. Más frío aún! Matías, haciendo de tripas corazón, la besó también y no pudo evitar una sensación de repugnancia. Matías detestaba la muerte en cualquiera de sus facetas y en cualquier circunstancia. A veces le ocurría eso incluso cuando iba a pescar.

Salieron de la habitación, en la cual esperaba ya el ataúd. Faltaban dos horas para el entierro. En el ínterin, y mientras iban entrando visitas, los hermanos Elgazu iban abrazándose una y otra vez. Podía decirse que no habían estado todos juntos desde mucho antes de la guerra civil. Josefa y Mirentxu, las dos hermanas solteras que confeccionaban muñecas, parecían las más afectadas. Jaime Elgazu, el del frontón Gurrea, separatista y, por las trazas, desplazado y con sobredosis de alcohol, rondaba por el piso como un alma en pena. Lorenzo, el de la fábrica de armas de Trubia -el único que en el anterior viaje no consiguieron abrazar-, era una incógnita. Alto, fuerte, impávido, no se sabía si era una losa o si lloraba por dentro. Pero la menos afectada, por lo menos en apariencia, era sor Teresa, de Pamplona. Sentada al lado de su madre, la "abuela Mati", iba desgranando oraciones. Por lo visto había dicho repetidas veces: "Ya está en el cielo. Aprendamos a aceptar los designios del Señor". Matías se sulfuró. Se acordaba muy bien de sor Teresa, de su frialdad en el convento, de su distanciamiento. "Menos mal que no ha dicho que debemos alegrarnos!".

El entierro y la misa de réquiem fueron tristes. El cielo de Bilbao estaba plúmbeo, cumpliendo su obligación. Los Elgazu tenían un panteón y en él depositaron el féretro, junto al abuelo, Víctor Elgazu Letamendía, del que Ignacio, según Carmen y Matías, era el vivo retrato. La oración en el cementerio sonó de un modo especial. El sacerdote rezó un responso, un padrenuestro y con el hisopo bendijo la lápida, todavía sin nombre. Poco a poco todo el mundo se retiró, mientras en Bilbao silbaban las chimeneas de las fábricas, se oían sirenas, gentes se hacían a la mar y la ría, la ría que Carmen Elgazu echaba siempre de menos, estaba donde debía estar, al igual que el verde intenso de los montes circundantes.

* * *

Los seis hermanos juntos, y Matías. Fueron veinticuatro horas de difícil convivencia. Sin la abuela Mati, la casa parecía un orfelinato, sobre todo para Josefa y Mirentxu, a quienes las muñecas a medio terminar, sin los ojos, se les antojaban caricaturas grotescas.

Las palabras fluían con pena. Comieron mucho, presos de una inesperada voracidad, comparable a la que Matías sintió durante el viaje, en el tren. Jaime, además, bebió lo suyo, pese a que sus hermanos le miraban con ojos de desaprobación.

Transcurrida una hora fueron formándose corrillos y los diálogos impusieron inevitablemente su ley. Las mujeres a un lado, los hombres en otro. El grupo de las mujeres lo capitaneaba, sin proponérselo, con sólo su hábito y su rostro sereno, sor Teresa. A Carmen Elgazu se le ocurrió mostrarles una fotografía de su nieto, César, y la abuela Mati por unos instantes desapareció. "Qué preciosidad!". "Y qué tal Mateo? Sabéis algo de él?". "Uy, qué monada de criatura! Da mucho la lata?". "No, no, es un bendito. Duerme toda la noche, de un tirón". "Eso demuestra que todavía no sabe lo que es la muerte".

En el corrillo de los hombres la sombra de la abuela Mati quedaba más lejos aún. Allí estaban un empleado de Telégrafos, un encargado del marcador en el frontón Gurrea y un capataz de la fábrica de armas de Trubia. Jaime daba pena. Separatista hasta la médula -Matías, en el anterior viaje, discutió agriamente con él-, veía esfumarse sus esperanzas. "A menos que ganen los ingleses y le echen una mano a Euskadi". Lorenzo, el de Trubia, era el revés de la medalla. Falangista militante, porque gracias a Franco se estaba reunificando España y además él tenía un empleo seguro. "Figuraos, con la guerra, una fábrica de armas… Trabajamos a tope y exportamos a unos y a otros, sin excepción. El que paga más, ése se lleva la pieza". Estaba en contra de los separatismos, "que no servían para nada y sembraban la dispersión". Tuvo que esforzarse para no levantar la voz. Él tenía dos hijos, y los dos eran flechas y desfilaban con pantalón corto y camisa azul. "Su madre no ha podido venir porque estamos esperando nuestro tercer hijo. Ojalá salga tan patriota como Mateo -se dirigió a Matías-, a quien no tengo el gusto de conocer".

Jaime echaba chispas. Y si se fuera con las mujeres a la otra habitación? Con sor Teresa, sería peor. Bebió un poco más. Eructó. Se secaba de continuo el sudor de la frente. "Qué tal el movimiento separatista en Gerona? Cómo? Nada de nada? Pues sí que estamos buenos!". España sería siempre un lastre para Euskadi y Cataluña. Matías le cortó: "Pero por lo menos allí todo el mundo habla catalán! Aquí el vascuence es una rareza. Parte del campesinado, cuatro curas y cuatro intelectuales. Los demás, hablando el castellano o así". Matías dijo "o así" en tono irónico. Pero Jaime no se atrevió a protestar. "Eso se arreglaría en diez años -barbotó-. Y el que no pasara por el aro, desterrado a Extremadura o a Cádiz. O donde le apeteciera".

Jaime quería luchar. Quería luchar de todos modos. Hasta el presente no se había atrevido, porque vivía la abuela Mati. Ahora sería la ocasión. Cédulas clandestinas? En España, no. Imposible. Estaba todo copado. Los guardias civiles! Sus tricornios eran el gran paraguas del país. Jaime había decidido irse a trabajar a Alemania, adonde se le adelantaron varios compañeros dispuestos a hacer sabotaje. "Alemania me espera. Hay que volar tanques, trenes, puentes, lo que sea. Los vascos entendemos de eso". Matías se puso serio. Advirtió que su cuñado no improvisaba. No supo qué decir. Por fin le puso la mano en un hombro. "A lo mejor te encuentras allí con un sobrino mío, llamado José Alvear. Creo que sigue la misma línea, aunque por motivos distintos". Jaime se irritó. Pensó para sus adentros: "A éste le voy a zurrar". Pero no era el momento. La abuela Mati lo aquietó. Jaime estaba borracho. Por supuesto, pese a ello sabía lo que decía. Pero era un cobardica y a las primeras de cambio echaría de menos el frontón Gurrea y los guisos de sus hermanas Josefa y Mirentxu.

Poco después se reunieron todos, hombres y mujeres. Matías aprovechó para ofrecerles hospitalidad en Gerona, que fueran a pasar unos días. "Todos juntos no, claro. Pero podríamos empezar por Josefa y Mirentxu". Éstas declinaron la invitación. "No es hora de programar nada. De momento, ordenar la casa y acostumbrarnos a la soledad". Jaime declinó también. "Tal vez más tarde", dijo, disimulando. En cuanto a Lorenzo, se lanzó. "Aceptado! En cuanto haya nacido nuestro tercer hijo te mandamos un telegrama y vas a esperarme a la estación".

Cayó la noche sobre Bilbao. Se acomodaron como pudieron para dormir. Antes, todos desfilaron por la habitación que la "abuela Mati" había dejado vacía. Si hubieran tenido la osadía de conectar radio Berlín, se hubieran enterado de que Rommel, al término de seiscientos quilómetros de marcha por el desierto, acababa de conquistar El-Alamein.