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En la mañana del 27 de enero de 1945 reinaba un ambiente de mal contenida excitación entre los diez mil aliados internados en el Stalag Luft III (campamento de prisioneros de guerra de la Aviación) de Sagan, a sólo ciento cincuenta kilómetros al sudeste de Berlín. A pesar del intenso frío y de la nieve que caía persistentemente en grandes copos, los prisioneros se agrupaban en el exterior de los barracones, comentando animadamente el último informe: los rusos se hallaban a menos de treinta kilómetros al Este, y seguían avanzando.
Dos semanas antes habían comenzado a filtrarse noticias en el campamento, procedentes de los inquietos guardias, acerca de una gran ofensiva que estaba llevando a cabo el ejército soviético. Los prisioneros se mostraron llenos de júbilo hasta que varios guardias les hicieron saber que habían llegado órdenes de Berlín de hacer del campamento un Festung (fortaleza), que debía defenderse a toda costa hasta el fin. Pocos días después se difundió otro rumor según el cual los alemanes pensaban emplear a los kriegs (abreviación de kriegsgefangenen, prisioneros de guerra) como rehenes, fusilándolos si los rusos trataban de apoderarse de la zona. Esta versión fue seguida de otra aún más estremecedora: el mando alemán iba a transformar las duchas en cámaras de gas para exterminar a los internados.
Los ánimos decayeron a tal punto que Arthur Vanaman, un general de brigada norteamericano que ostentaba la más alta graduación del campamento de Sagan, envió una orden a los cinco grupos que constituían el mismo, exhortándoles a que no propalasen más rumores y estuviesen preparados para una posible marcha forzada hacia el Oeste.
Uno de los prisioneros escribió en su Diario: «Nuestros barracones parecen una reunión del Círculo Benéfico de Damas Costureras.» Los hombres permanecían sentados en sus literas, con las piernas cruzadas, cortando trozos, en forma de guante, de la parte inferior de sus abrigos, y haciendo también gorros para la nieve y mochilas de pantalones viejos. Unos pocos, más decididos, se dedicaban incluso a construir trineos con trozos de leña y restos de catres.
Pero nada pudo hacer acallar los rumores, por lo que el 26 de enero Vanaman ordenó efectuar una reunión en el mayor de los recintos del campamento. Subió al estrado y anunció que por un aparato clandestino se había enterado de un informe de la BBC según el cual los rusos se hallaban a sólo veinticinco kilómetros del campo. El oficial acalló los gritos de alegría y dijo que probablemente les obligarían a cruzar todo el territorio alemán.
– Nuestra última posibilidad de sobrevivir -manifestó- reside en que sepamos mantenernos unidos como un solo hombre, haciendo frente a lo que pueda llegar. Dios es nuestra única esperanza, y debemos confiar en El.
El 27 de enero, por la mañana, los internados en Sagan estaban ya preparados. Los bultos y mochilas se apilaban junto a las puertas de cada barracón, y algunas pertenencias se hallaban aún sobre los camastros, dispuestas a ser empaquetadas. Mientras la nieve caía lentamente, los hombres esperaban sin prisas, con una extraña sensación de calma y serenidad. Muchos eran los que miraban por encima de las alambradas, hacia las hileras uniformes de nevados pinos. Detrás de éstos se hallaba lo desconocido.
Tiempo atrás Hitler tuvo en su poder todo el territorio europeo, así como el Norte de África. Sus tropas habían penetrado profundamente en Rusia, llegando a dominar más tierras que el Imperio Romano en su época. Pero ahora, después de casi cinco años y medio de guerra, sus vastos dominios habían quedado reducidos a los mismos límites de Alemania. Los ejércitos combinados de los norteamericanos, ingleses, canadienses y franceses, se aprestaban al asalto final contra la frontera occidental, desde Holanda hasta Suiza, y el extenso frente oriental, disperso desde las cálidas aguas del mar Adriático hasta el helado Báltico, acababa de romperse en una docena de sitios. Tras liberar a media Yugoslavia, la mayor parte de Hungría y el tercio oriental de Checoslovaquia, el Ejército Rojo se hallaba ya en el decimoquinto día de la mayor ofensiva militar de la historia.
El 12 de enero, casi tres millones de rusos -más de doce veces la cantidad de hombres que desembarcaron en el día D-, apoyados por intenso fuego de artillería y conducidos por una riada aparentemente interminable de carros de asalto «Stalin» y «T-34», atacaron de improviso a unos 750.000 alemanes pobremente armados, sobre un frente de seiscientos cuarenta kilómetros, que se extendía desde el mar Báltico hasta el centro de Polonia. En el extremo norte, el mariscal Ivan Danilovich Chernyakhovsky, del Tercer Frente Ruso Blanco (equivalente a un cuerpo de ejército), presionaba hacia la histórica ciudad de Koenigsberg, en Prusia Oriental, cerca del Báltico. A su izquierda, el Segundo Frente Ruso Blanco, mandado por el joven y dinámico mariscal Rokossovsky, avanzaba sobre Danzig y se aproximaba a Tannemberg, escenario de uno de los mayores triunfos alemanes de la primera gran guerra. A la izquierda de Rokossovsky se hallaba el comandante de más talento de todo el ejército soviético, mariscal G. K. Zhukov, cuyo Primer Frente Ruso Blanco había conquistado Varsovia en sólo tres días. En esos momentos estaban rodeando Poznan, y su objetivo final era Berlín. Por fin, por el alejado extremo sur de esta gran ofensiva, se desplazaba el Primer Frente Ucraniano, del mariscal Ivan Konev, una de cuyas avanzadas lo constituía las tropas que se aproximaban al campo de prisioneros de Sagan.
El generaloberst (capitán general) Georg-Hanus Reinhardt, del Grupo de Ejército del Norte, había sido el blanco principal de Chernyakhovsky y de Rokossovsky, simultáneamente, y en el curso de dos semanas sus tropas habían sido derrotadas en varios puntos. Uno de sus ejércitos, el Cuarto, se hallaba ya en plena retirada. El comandante de este ejército, general Friedrich Hossbach, aun sabiendo que Hitler no lo consentía, había comenzado a desplazarse hacia el Oeste por propia iniciativa. Pero Rokossovsky ya había avanzado trescientos kilómetros por delante de él, y Hossbach comprendió que si no iniciaba una retirada desesperada sus tropas serían aniquiladas. Y lo que era más importante, se daba cuenta de que tenía la obligación de abrir un paso por el que pudiesen huir hacia el Oeste el medio millón de civiles de Prusia Oriental, amenazados de quedar aislados.
Reinhardt, el superior inmediato de Hossbach, aprobó el plan, pero el generaloberst Heinz Guderian, jefe de Estado Mayor del Ejército, y también comandante de todo el Frente Oriental, montó en cólera cuando supo que todos los efectivos de Prusia Oriental habían cedido tras escasa lucha, y sin su consentimiento. Nacido junto al río Vístula, en Prusia Oriental, Guderian fue educado considerando a Rusia como el más temible de los enemigos. Prusiano hasta lo más hondo de su ser, el general se hallaba decidido a salvar a su país de los bolcheviques. A pesar de todo, Guderian defendió obstinadamente a Hossbach y a Reinhardt cuando Hitler los mandó llamar acusándolos de traición. -Merecen que se les juzgue en consejo de guerra -dijo el Führer-. Serán destituidos al momento, junto con sus colaboradores inmediatos.
– Podría ofrecer mi brazo derecho, como garantía por el general Reinhardt -replicó Guderian.
En cuanto a Hossbach, afirmó que bajo ninguna circunstancia podía considerársele un traidor.
Hitler hizo caso omiso de Guderian. Destituyó a Reinhardt y le reemplazó en seguida por un hombre singular, el cual recientemente había dicho a sus tropas, que se hallaban cercadas: -Cuando las cosas se pongan feas y no sepáis qué hacer, golpead vuestro pecho y decid: «Soy nacional-socialista.» ¡Eso mueve las montañas!
Tal era el generaloberst Lothar Rendulic, un talentoso historiador militar austríaco de encantadores modales, que gustaba de la buena vida. Era astuto, sutil y conocía la manera de manejar a Hitler. Por fortuna para las tropas que se hallaban bajo su mandato, también era competente.
El comandante del Grupo Central de Ejército, a la derecha del doctor Rendulic, había sido anteriormente destituido por Hitler, y en tal ocasión también Guderian se opuso decididamente, sobre todo porque el reemplazante era el generaloberst Ferdinand Schoerner, uno de los favoritos del Führer.
Schoerner era un bávaro sanguíneo y robusto que necesitaba de tales atributos para enfrentarse con la caótica situación que había heredado. Su ala izquierda ya se hallaba destrozada ante el avance de Zhukov, y la derecha estaba sufriendo los embates de Konev. Schoerner comenzó a recorrer todo el frente, desde la retaguardia a la vanguardia, cambiando comandantes, reorganizando los sistemas de suministro, y en general provocando la zozobra en cada unidad que visitaba. En retaguardia, donde sacaba a los hombres de sus escritorios para entregarles fusiles, se le odiaba, y en el frente, donde los combatientes y los oficiales jóvenes nunca habían visto hasta entonces un comandante de grupo de ejército llegar tan adelante, se le apreciaba. Schoerner amenazó con dejar muerto de un tiro en su sitio a todo aquel que huyese, y prometió a sus hombres que recibirían la mejor comida y vestimenta de todo el frente. Palmeó en la espalda con familiar actitud a los oficiales de la vieja escuela, que no disimularon su desagrado; insultó a los generales que a su juicio merecían ser insultados, y regaló pasteles y caramelos a los soldados.
Schoerner era para Hitler lo que fuera el mariscal Ney para Napoleón, y lo cierto es que el 27 de junio, y a pesar de sus métodos heterodoxos, el Grupo Central de Ejército había constituido un frente, tambaleante e irregular, pero un frente al fin, y estaba aguantando una tremenda ofensiva rusa. Lo que no pudo hacer el general bávaro, desde luego, fue cerrar la brecha que Zhukov -el mariscal ruso más temido de los alemanes- había abierto entre él y el doctor Rendulic.
Este era el problema que más preocupaba a Guderian, quien dijo a Hitler que sólo había un modo de detener el arrollador avance de los carros de combate de Zhukov: la formación de un grupo de ejército de emergencia que debería constituirse inmediatamente para taponar la brecha abierta entre Schoerner y Rendulic. Guderian deseaba que dicha fuerza fuese mandada por el generalfeldmarschall Maximilian von Weichs, un competente y osado oficial. Hitler accedió a que se formase el grupo de ejército solicitado, pero declaró que Weichs se hallaba agotado. «Dudo que esté en condiciones de realizar semejante tarea», afirmó, y propuso encargar de la misión al reichsführer Heinrich Himmler, [1] el hombre más poderoso de Alemania, después del propio Hitler.
Ofendido, Guderian protestó diciendo que Himmler no tenía experiencia militar. Hitler replicó que el reichsführer era un gran organizador y administrador, cuyo solo nombre bastaría para impulsar a sus hombres a una lucha hasta el fin. Decidido a evitar que «semejante estupidez se perpetrase en el desgraciado frente oriental», Guderian siguió oponiéndose tercamente al punto que causó el asombro del feldmarschall Wilhelm Keitel, jefe de OKW (Oberkommando der Wehrmacht: Alto mando de las Fuerzas Armadas) y burlonamente apodado Lakeitel -de lakei, lacayo- por sus compañeros de armas.
Hitler se mostró inflexible, y replicó que Himmler, como comandante del Ejército de Relevo, era el único hombre capaz de constituir una fuerza importante de la noche a la mañana. Lo que no dijo Hitler es que Himmler era uno de los pocos hombres en quien todavía podía confiar.
Himmler aceptó la tarea con el ciego entusiasmo con que acogía toda proposición del Führer, y anunció que detendría a los rusos en el Vístula. A tal efecto partió hacia el Este en un tren especial. A ochenta kilómetros de Berlín cruzó sobre el río Oder, y luego siguió hasta llegar al Vístula, en un lugar al sur de Danzig. La nueva fuerza se llamaría, adecuadamente, Grupo de Ejército del Vístula, y para detener a Zhukov contaba Himmler con unos pocos oficiales de Estado Mayor y una situación en el mapa que ya no era la real. A excepción de unas cuantas unidades dispersas, el Grupo de Ejército del Vístula sólo existía sobre el papel. Mientras llegaban nuevas divisiones, Himmler, desacertadamente, comenzó a formar una línea defensiva que iba de Este a Oeste, desde el Vístula hasta el Oder, lo que simplemente servía de protección para Pomerania y el Norte. En una palabra, estaba defendiendo cuidadosamente la puerta del servicio, mientras dejaba indefensa la puerta principal.
Zhukov, que no tenía intención de desviarse de su camino, pasó sencillamente junto a la línea lateral de Himmler y siguió su marcha hacia el Oeste, hallando sólo la débil oposición de algunas fuerzas aisladas, hasta que el 27 de enero sus tropas se encontraron a sólo ciento sesenta kilómetros de Berlín. Ante él se hallaba el Oder, el mayor obstáculo natural que debía superar antes de llegar a la Cancillería del Reich.
Los prisioneros internados en los campamentos situados al este de Sagan ya estaban siendo evacuados hacia el Oeste, y avanzaban a pie trabajosamente, sobre la nieve, junto a las columnas de civiles que huían del avance de los rusos. Un grupo de norteamericanos llevaba en la carretera una semana. Muchos de ellos habían sido capturados en la batalla de Bulge, y desde entonces habían perdido un promedio de trece kilos por cabeza en su constante marcha de uno a otro campamento. Por ello, resultaban presa propicia para la pulmonía y la disentería. Mil cuatrocientos habían salido del campamento de Szubin, no lejos del Vístula, y el 27 de enero eran sólo novecientos cincuenta.
Hacía tanto frío que cuando al teniente coronel James Lockett se le cayó la bufanda que cubría sus orejas, la piel expuesta al aire helado durante sólo unos momentos, quedó como si hubiese sufrido una quemadura. A última hora de la tarde los prisioneros fueron enviados a una granja donde los alojaron en pocilgas y húmedos graneros. Ciento dieciocho se hallaban demasiado enfermos para seguir andando y los metieron en un tren de carga. Los restantes hicieron pequeñas fogatas y pusieron a secar sus zapatos y calcetines. Por asombroso que parezca, todos se sentían animados y estaban decididos a marchar hasta su meta, cualquiera que fuese.
Después de una mezquina comida, compuesta únicamente por una sopa de patatas y de cebada, los hombres se echaron a dormir, pensando no en mujeres, sino en comida. Algunos recordaron una poesía escrita por un antiguo redactor de publicidad, el teniente Larry Phelan, el cual la había dedicado a su mujer, «La muchacha más encantadora del mundo, a la que no gustará mi poema».
«Sueño como sólo un cautivo puede soñar,
Con la vida, como era en días pasados;
con huevos revueltos, y tortitas llenas de crema,
y sopa de cebollas, y langosta "Thermidor".
Con ternera asada, y chuletas, y bistecs jugosos,
y pechuga de pavo, o ala, o zanca dorada.
Días de salchichas, de pasteles de alforfón,
de pollo asado, o en pepitoria, o a la cacerola.
Me recreo con el recuerdo de buñuelos y pasteles,
de pan de maíz caliente, de tarta de manzana,
de espárragos con crema, y a la holandesa.
Suspiro por el bizcocho horneado,
por las ostras, rezumando salsa de mantequilla.
Y a veces, vida mía, por ti también suspiro.»
Centenares de miles de alemanes que huían de sus granjas en Polonia, seguían el mismo camino en convoyes de carromatos. Los niños, los ancianos y los enfermos, iban a caballo, o en los carros, mientras que los más fuertes avanzaban penosamente, cubriéndose la cabeza con sacos de patatas provistos de agujeros para los ojos, a fin de preservarse del frío. Se veían los vehículos de tracción animal más variados, desde carretones hasta cochecillos tirados por perros. Todo lo que podía desplazarse se había aprovechado. Sólo unos pocos vehículos eran cubiertos, y los viajeros se amontonaban en su interior, sobre el heno húmedo, en un vano intento de luchar contra el cortante viento y los remolinos de nieve.
La caravana avanzaba muy lentamente, cruzando eminencias y depresiones en una línea continua, mientras hostigaban a los animales, por lo general, los jóvenes trabajadores forzados de las granjas. Estos eran franceses, polacos y ucranianos, tan ansiosos de huir de los rusos como podían estarlo sus amos, los alemanes. Por otra parte, a muchos los habían tratado tan bien, que estaban deseando llevar a sus «familias» a lugar seguro.
Pero estos refugiados eran afortunados en comparación con los que trataban de huir de Prusia Oriental, a cuatrocientos kilómetros al Este. Su gauleiter (jefe regional del Partido), Erich Koch, había declarado que Prusia Oriental jamás caería en manos de los rusos, y prohibió que la gente huyese al Oeste. Pero en cuanto Chernyakhovsky irrumpió a través de la frontera, unos pocos funcionarios locales, haciendo gala de valor, desafiaron abiertamente las órdenes de Koch y mandaron a la gente que huyese. Lo habían hecho sin preparativo alguno, y en esos momentos avanzaban con la nieve hasta las rodillas, mal calzados y alimentados, con la única esperanza de marchar por delante del implacable avance de las tropas rojas.
Uno de esos grupos empezaba a entrar en el pueblo de Nemmerdsdorf, cuando aparecieron de improviso los tanques rusos, derribando todo a su paso. Numerosos carromatos quedaron destrozados, con el equipaje disperso y sus ocupantes aplastados. Los carros de combate avanzaban implacablemente, y pocos minutos más tarde se presentaron los camiones militares, de los que descendieron los soldados rusos, que comenzaron a realizar toda clase de desmanes. En el restaurante «El jarro blanco», cuatro mujeres fueron violadas varias veces, luego las arrojaron desnudas al exterior y las clavaron por las manos a un carromato. No muy lejos, en «El jarro rojo», otra mujer fue clavada desnuda contra un granero. Cuando los rusos se marcharon, dejaron detrás setenta y dos muertos.
A unos pocos kilómetros más hacia el Oeste, los rusos irrumpieron también en el pueblo de Weitzdorf, donde una muchacha, Lotte Keuch, contempló horrorizada cómo fusilaban a su suegro y a otros seis vecinos. Luego los rusos reunieron a una docena de trabajadores forzados franceses y les quitaron los anillos… cortándoles los dedos, tras lo cual los alinearon y los mataron a tiros. Luego empezaron las violaciones. [2]
Escenas semejantes se reproducían aquel día en miles de pueblos, por todo el este alemán, conforme iban llegando las tropas de los cuatro frentes del Ejército Rojo, cuyos soldados robaban, violaban y mataban, sin el menor reparo. El motivo principal de esta conducta salvaje era la represalia a más de cuatro años de implacable y sistemática brutalidad nazi. La ignominia había alcanzado su punto culminante, posiblemente, en el campo de concentración de Auschwitz, situado en el extremo sudoeste de Polonia, a donde acababa de llegar una de las unidades del mariscal Konev. A primera vista, el campo de concentración parecía tener un aspecto inocente, incluso atractivo, con sus pulcras hileras de edificios de ladrillo, separados por calles en las que crecían arbolillos, y un gran letrero sobre la puerta de cada barracón, que decía: EL TRABAJO PROPORCIONA LIBERTAD. Colmada en un tiempo su capacidad, con más de 200.000 prisioneros, sólo quedaban 5.000 cuando las tropas soviéticas llegaron, y los internados se hallaban en tal estado de debilidad que apenas si pudieron vitorear a sus salvadores. Los demás supervivientes habían sido enviados, a pie o en vehículos, a otros campos del Oeste, a fin de impedir su liberación. Durante la semana anterior, los guardias de las SS habían estado quemando montañas de ropas, zapatos y de pelo cortado, con el fin de ocultar los rastros de las exterminaciones en masa. En el verano de 1941, Himmler había dicho al comandante de Auschwitz, Rudolf Hess: «El Führer ha ordenado que la cuestión judía quede resuelta de una vez, y nosotros vamos a cumplir esa orden.» El principal campamento de muerte iba a ser Auschwitz, ya que estaba bastante apartado, y a pesar de ello tenía buenas comunicaciones por carretera y ferrocarril.
Hess era un miembro tan concienzudo de las SS, que supervisó personalmente todas las ejecuciones que pudo en los tres extensos campamentos y treinta y nueve subcampamentos que componían el complejo de cuarenta kilómetros cuadrados de área de Auschwitz. Hess quería dar ejemplo a sus hombres «evitando la crítica que entrañaba el ordenar a otros lo que uno no hubiera querido hacer», y por consiguiente estuvo en todas partes, oportuno y eficaz, desde el mismo momento en que llegó un tren cargado de judíos, hasta que se incineraron los cadáveres. Unos dos mil seres, entre hombres, mujeres y niños, fueron apartados a su llegada, y después de decirles que iban a recibir una ducha, los condujeron desnudos en rebaño hasta la cámara de gas. Los que adivinaron la verdad y quisieron retroceder, fueron apaleados y azuzados por los perros.
Los esfuerzos para borrar todo rastro de los crímenes prosiguieron hasta la mañana del 27 de enero, con la descarga completa de las cámaras de gas, pero esto no pudo ocultar la terrible prueba de lo que allí había ocurrido durante los cuatro años anteriores. A pesar de las precauciones tomadas, el Ejército Rojo halló varias toneladas de zapatos, gafas y miembros artificiales, y las fosas comunes de centenares de miles de seres humanos. [3]
La primera caravana de refugiados llegó a las afueras de Berlín relatando el brutal comportamiento de los soldados soviéticos, y al momento una oleada de terror se extendió por la capital. Muchos ciudadanos, sin embrago, aún tenían fe en la promesa de Goebbels, de que ciertas armas secretas salvarían a Alemania en el último momento. Afortunadamente para los aliados, la bomba V-2 no estuvo dispuesta para su uso hasta el otoño anterior, pues de lo contrario, y según las palabras del general Eisenhower, la invasión aliada de Francia «hubiera tenido que ser cancelada». Pero en esos momentos, las V-2, creadas en el campamento experimental de cohetes de Peenemünde bajo la dirección del doctor Wernher von Braun -un científico de treinta y cuatro años-, estaban asolando Londres, Amberes y Lieja, y recientemente Von Braun había revisado los proyectos para construir un cohete de varias fases con una V-2 alada en la parte superior. Esta última fase podría poner un satélite en órbita hasta alcanzar la ciudad de Nueva York.
Uno de los responsables de la creación de aquella Wunderwaffen, el general de brigada Walter Dornberger, se hallaba celebrando una entrevista en Berlín, en aquellos momentos. Se le acababa de confiar la tarea de lograr un proyectil dirigido que destruyese infaliblemente a cualquier avión que intentase atacar Alemania, terminando al mismo tiempo con la superioridad aérea de los Aliados. Los diez miembros del «Grupo Dornberger», después de revisar numerosos experimentos realizados en dicho campo -desde cohetes antiaéreos no dirigidos hasta proyectiles controlados a distancia para el lanzamiento tierra-aire-, llegaron a la conclusión de que su única posibilidad de éxito residía en dedicarse a unos pocos proyectos. Por consiguiente, decidieron estudiar sólo tres de aquellos cohetes antiaéreos dirigidos: el «mariposa», del profesor Wagner, capaz de alcanzar la velocidad del sonido; el «X-4», del doctor Kramer, cohete que podía ser lanzado desde un avión, y el «Catarata», gran cohete guiado por radio que estaba siendo desarrollado en Peenemünde. El grupo de Dornberger accedió posteriormente a que todos los talleres, institutos técnicos y centros de investigación relacionados con la producción de esas armas secretas fueran trasladados al centro de Alemania, lo más lejos posible de las zonas de combate, ya que Peenemünde, que se hallaba a orillas del Báltico, podía caer en poder de Zhukov en contadas semanas.
A unas pocas manzanas de distancia de donde comenzaban a llegar las caravanas de refugiados, las personas citadas para asistir a la conferencia de la tarde del Führer empezaban a entrar en la Cancillería del Reich, haciéndolo los militares por una puerta y los miembros del Partido por otra. El general Guderian y su ayudante, el comandante barón Bernd Freytag von Loringhoven, ascendieron la docena de escalones hasta llegar ante la pesada puerta principal de roble. Una vez en el interior del edificio, dieron un largo rodeo hasta las oficinas del Führer, pues el pasillo de costumbre estaba obstruido a consecuencia de los daños producidos por los bombardeos aliados. Ambos militares pasaron ante ventanas cuyos cristales habían sido reemplazados por cartones, y ante salas desiertas, sin cuadros, alfombras ni tapices, hasta llegar por fin a la antesala donde los centinelas vigilaban empuñando sus pistolas ametralladoras. Un oficial de las SS les pidió cortésmente las carteras y las examinó con rapidez. Aquello se había convertido en una norma desde que el conde Claus von Staufenberg colocó una bomba de tiempo junto a la silla de Hitler, poco antes del comienzo de la conferencia que debía pronunciar el Führer el 20 de julio de 1944. Cuando la bomba hizo explosión, dos de los asistentes al acto resultaron muertos, pero Hitler, increíblemente, sólo sufrió leves heridas. Desde aquel día se aplicaron rigurosas medidas de seguridad, incluso con Guderian, jefe de Estado Mayor de Ejército y comandante del Frente Oriental.
A las cuatro la estancia se hallaba llena de militares y de dirigentes políticos, entre los que podía citarse a Goering, a Von Keitel y a su competente jefe de Operaciones, el generaloberst Alfred Jodl. Pocos minutos después las puertas del despacho del Führer se abrieron, dejando ver una amplia habitación, parcamente amueblada. En un extremo, un balcón aparecía tapado con cortinas grises, y el suelo estaba cubierto en su mayor parte por alfombras. Ante la parte central de una de las paredes estaba el gran escritorio de Hitler, detrás del cual se hallaba un sillón de cuero, de cara al jardín. Los personajes asistentes a la entrevista tomaron asiento en pesados sillones de cuero, en tanto que sus ayudantes y otros funcionarios de menor importancia se sentaban en sillas corrientes. En la estancia se encontraban veinticuatro hombres.
Hitler se presentó a las cuatro y veinte, con el cuerpo encorvado y andar inseguro. Su brazo izquierdo pendía inerte a su costado. El Führer saludó a los presentes con un débil apretón de manos, antes de dirigirse lentamente hacia su escritorio. Un ayudante le corrió el sillón, y Hitler se hundió pesadamente en el mismo. Los que vieron así a Hitler imaginaron que su brazo izquierdo era el que había sufrido el efecto de la bomba de Staufenberg, y sin embargo era el derecho el que resultó ligeramente dañado con la explosión, y ya se le había curado hacía tiempo. Hitler tuvo una fuerte gripe en 1942, y la paralización del brazo izquierdo era consecuencia de las inyecciones que le diera el desastrado doctor Morell, su médico personal. La gripe desapareció por completo, pero poco a poco el ojo izquierdo del Führer empezó a lagrimear cada cierto tiempo. Pocas semanas más tarde Hitler experimentó una sensación de torpeza en la pierna izquierda, que después se trasladó a su mano izquierda. El Führer solía decir con frecuencia a su chófer privado, el SS Obersturmbannführer (teniente coronel) Erich Kempa, que su mano izquierda constituía para él una molestia, y más tarde tomó el hábito de introducirla durante largo tiempo en un bolsillo.
Desde el momento del atentado, Hitler había envejecido visiblemente, [4] no porque sufriese las consecuencias de un daño físico, sino por haberse enterado de que en la conjura estaban complicados tantos militares de alta graduación. Aunque numerosos sospechosos de conspiración habían sido ya ejecutados en una purga despiadada, y otros estaban esperando a ser juzgados, Hitler se sentía inquieto, y desconfiaba de casi todos los militares. Por el contrario, recompensó largamente a los que se habían mostrado leales a él el 20 de julio. Al mayor (comandante) Otto Remer, le ascendió de golpe a general, y jamás dejó de agradecer a Von Keitel, en los términos más sentidos, el haberle conducido fuera del recinto destrozado. Los recelos que sentía contra sus oficiales no hicieron más que unirle con mayor fuerza a los' miembros de su círculo íntimo: secretarios, criados, ayudantes militares y otros miembros de su personal. Hitler solía escuchar pacientemente sus problemas privados, y les aconsejaba o reprendía paternalmente. Se cuidaba de proporcionarles comodidades y les trataba con toda consideración. «Soy el hombre más democrático del Reich», solía decir con frecuencia a Kempa.
La reunión se inició con el crudo informe de Guderian sobre el creciente desastre del Este. Hitler le interrumpió para decirle que había que evacuar a los prisioneros de guerra de Sagan antes de que los rusos los liberasen. Guderian continuó con su informe, y el Führer hizo muy pocas observaciones más, pero cuando comenzó a hablarse del frente occidental, pareció recuperar el interés. Escuchó resignadamente mientras el reichsmarschall Hermann Goering explicaba con su lenguaje salpicado de términos arrabaleros la razón por la que el generaloberst Kurt Student debía retener el mando del grupo de ejército H, de Holanda y el Bajo Rin. Los detractores de Student, manifestó Goering, no se daban cuenta de que la gran lentitud con que hablaba el general no era más que una peculiaridad personal. -Piensan que es un necio, pero no le conocen como yo le conozco… Me gustaría que siguiera en su puesto, porque sé que está capacitado para mantener el viejo espíritu alemán entre sus paracaidistas
Luego Goering imitó el habla trabajosa de Student:
– Suele afirmar: «el… Führer… me… dijo…» Yo le conozco mucho mejor que los demás. El otro día alguien me preguntó de él si no era un mentecato. Yo contesté: «No es un mentecato. Siempre ha hablado de ese modo…»
– Ha hecho algunas cosas extraordinarias -admitió Hitler.
– Bien, me gustaría conservarle, porque cuando se presente un momento de crisis estoy seguro de que usted lo lamentaría y le mandaría llamar. Deseo que llegue ese momento.
– Yo no -replicó Hitler, secamente.
Goering siguió exponiendo su tema:
– Tal vez con el tiempo llegue a hablar aún más lentamente, pero estoy convencido de que también se retirará mucho más despacio.
– Me hace recordar a Fehrs, mi nuevo criado de Holstein -declaró Hitler-. Cuando le digo que haga algo, se eterniza. Es lento como un buey, pero no hay duda de que trabaja duro. Su único defecto es la lentitud.
La conversación recayó después sobre otro comandante del Oeste, el SS obertsgruppenführer (general) Paul Hausser.
– Tiene el aspecto de un zorro… -musitó Hitler.
– Es vivo como un látigo -intervino Guderian.
– Muy rápido al tomar decisiones -declaró Von Keitel, a su vez.
– …Con sus astutos ojillos -prosiguió diciendo Hitler, que no había interrumpido su pensamiento-. Aunque tal vez ahora se sienta afectado por la seria herida que ha recibido. (Un trozo de granada le había destrozado parte del rostro.)
– No debió de ser tan serio lo ocurrido -manifestó el SS brigadeführer (general de brigada) Hermann Fegelein, oficial de enlace de Himmler en la Cancillería.
Era un antiguo jinete de ridículo aspecto, que se había ensoberbecido con su rápido ascenso en el Waffen SS. Ello había ocurrido gracias a una buena hoja de servicio militar en el Frente Oriental, y a su reciente casamiento con Gretl Braun, hermana de Eva, la que fue durante largo tiempo amante de Hitler.
– El reichsführer (Himmler) -prosiguió diciendo -nunca le hubiera propuesto (a Hausser) a menos de estar totalmente seguro de que todo seguía bien. El reichsführer es muy cuidadoso con esas cosas.
– ¿No lo somos todos?-comentó Hitler, humorísticamente.
– Pero es que el reichsführer siempre recibe críticas -insistió Fegelein, y varios oficiales más jóvenes se esforzaron por no sonreírse. A sus espaldas le llamaban «flegelein», de flegel, palurdo.
– Eso es sólo cuando algo marcha mal -replicó Hitler.
Sin darse cuenta de que estaba aburriendo al Führer, Fegelein prosiguió con su terca defensa.
– Por otra parte, Hausser considera que no hay nada mejor para un soldado de sesenta y cinco años, que morir valerosamente en el frente.
– No es eso lo que yo quiero -contestó Hitler-. Es una forma de pensar absurda.
– Bueno -objetó Guderian-. Hausser es un hombre que ama la vida.
– A pesar de eso, corre todos los riesgos posibles -siguió diciendo Fegelein-. Recorre el frente, sin preocuparse, bajo el fuego de la artillería enemiga…
– Yo sin duda me protegería -dijo Hitler.
Luego desvió la conversación, como solía hacerlo, hacia la Primera Guerra Mundial.
– Yo estaba con un general que nunca se ponía a cubierto… Es que no oía muy bien. Por lo común, en la Primera Guerra, entre 1915 y 1916, teníamos una asignación de municiones que les haría erizar el pelo a ustedes.
Hitler siguió hablando incansablemente de su antiguo regimiento de artillería, como si no se sintiera con valor para abordar las catástrofes militares que se sucedían en aquellos momentos en que se dedicaba a recordar.
– Casi siempre nos limitaban bastante -añadió-, pero cuando se llevaba a cabo un ataque, entonces se prodigaban las municiones. Recuerdo que un nueve de mayo las baterías del mayor Parseval lanzaron casi cinco mil proyectiles. Disparaban tan rápido como podían durante todo el día, lo que significaba más de un centenar de descargas por cañón.
Jodl trató de llevar la conversación hacia el tranquilo frente italiano.
– No sé si… -murmuró Hitler, con tono abstraído. Sin duda estaba pensando en otra cosa, ya que de pronto dijo-: ¿No creen que a los ingleses no les hace demasiada gracia los éxitos que obtienen los rusos?
– Desde luego -contestó Jodl, quien sabía que Churchill temía tanto al peligro bolchevique como ellos mismos.
– Si esto sigue así -aseguró Goering-, no tardaremos en recibir un telegrama. Los ingleses no esperan que nos defendamos tan encarnizadamente, y que les aguantemos denodadamente en el Oeste, mientras los rusos entran cada vez más profundamente en Alemania y se apoderan de la mayor parte del país. En la voz de Goering había algo más que un tono de ironía, pues él, lo mismo que Guderian, consideraba una ridiculez luchar tan tenazmente en el Oeste, cuando el Este se estaba desmoronando rápidamente.
Haciendo caso omiso del tono sarcástico del reichmarschall, Hitler dijo con creciente entusiasmo que el ministro de Asuntos Exteriores, Joachin von Ribbentrop, había hecho llegar a manos inglesas un informe en el que se revelaba que los rusos estaban enviando a Alemania un ejército de 200.000 germanos capturados, «totalmente infectados de comunismo».
– ¡Eso servirá para que tomen buena nota los ingleses! -concluyó.
– Nos declararon la guerra para evitar que marchásemos hacia el Este -dijo Goering-, pero no para que el Este llegase hasta el Atlántico.
– Así es. La cosa no parece tener mucho sentido. Los periódicos ingleses ya se están preguntando amargamente: «¿Cuál es el objeto de esta guerra?»
La conversación prosiguió y los temas fluctuaron desordenadamente desde un informe de Jodl sobre la lucha en Yugoslavia hasta una disertación de Hitler sobre un nuevo ataque de los rusos, y la fabricación de una nueva granada para destruirlo. Luego surgió una áspera discusión entre Hitler y Goering acerca de la situación de los oficiales que habían sido llamados desde su situación de retiro al servicio activo, con un grado inferior. Ambos habían chocado siempre en aquel aspecto. Goering, el último comandante del famoso «circo» de Richthofen, en la Primera Guerra Mundial, siempre veía las cosas como un oficial, en tanto que Hitler, antiguo cabo del ejército, las consideraba desde el punto de vista de soldado. Por otra parte, Hitler se había vuelto más desconfiado con los militares desde que sufriera el atentado contra su vida.
– Todo este sistema burocrático tiene que recibir una limpieza en seguida -anunció el Führer, secamente-, porque ha experimentado un incremento tan grande, que en relación con la burocracia civil es como un dinosaurio comparado con un conejo.
Goering se desentendió de este argumento para manifestar acaloradamente que un oficial debería ser colocado en un puesto que pudiera desempeñar, pero siempre conservando su graduación anterior.
– Pero no se les puede dar su antigua graduación -replicó Hitler-. Si uno de esos hombres volviese a ser coronel, entregarle un regimiento significaría asesinar a tres mil hombres. Tal vez en este momento no sea capaz siquiera de mandar una escuadra.
– En tal caso, se le puede dar una misión menos comprometida. Es lo que he hecho con algunos de mis generales…
Goering y el Führer seguían enzarzados como dos escolares, y cuando Hitler dijo que el grado y la labor desempeñada debían estar equiparados, el reichsmarchall replicó:
– Sólo un ser despreciable aceptaría una disminución de grado. Un digno militar preferiría antes pegarse un tiro.
Hitler trató de calmarle un poco prometiéndole no bajar la paga de los oficiales retirados, aunque se alistasen de nuevo como sargentos, pero Goering estalló:
– Yo les tiraría la paga a la cara y diría: «¡Lo que me estáis robando es el honor!» Es sabido que hasta ahora esto se ha considerado como la peor humillación.
– Eso no es cierto -contestó Hitler, visiblemente molesto-. Sólo se trata de la forma en que ustedes lo consideran.
La discusión prosiguió sin tener trazas de concluir, y Guderian se agitó inquieto en su asiento, impaciente por regresar a su cuartel general de Zossen y a los desesperados problemas del Frente Oriental que se apilaban sobre su escritorio.
– Hoy nos hallamos en estado de emergencia -añadió Hitler-, y hemos de tener en cuenta lo que es un jefe de compañía. Se trata de un teniente perfectamente capacitado para dirigir una compañía; suponga un coronel incapaz de hacerlo, porque está retirado desde hace veinticuatro años al que se le ha dado el mando de un pelotón, y tal vez ni eso siquiera, pero vistiendo un uniforme de coronel. ¿A qué clase de desbarajuste conduciría todo eso?¿Debe el comandante de la compañía saludar al coronel?
– El cambio es tan fundamental que acabará con todo lo establecido hasta hoy -insistió Goering-. Se trata de una idea inconcebible.
– En el resto del mundo se hace así -contestó Hitler.
Guderian seguía revolviéndose en su asiento, mientras Von Keitel y el general Wilhelm Burgdorf, jefe de personal del Ejército, apoyaban a Hitler con vehementes argumentos que resultaban ridículos con tres millones de vengativos rusos irrumpiendo por la frontera oriental de Alemania.
Por fin, Hitler comenzó a detallar sus argumentos:
– En primer lugar, no puedo consentir que esa gente vuelva a casa. No voy a llamar al servicio a hombres incapaces, de casi cincuenta y seis años, mientras despido a otros de cuarenta y cinco que al fin y al cabo han sido soldados. Eso es imposible. En segundo lugar, tampoco puedo entregar unidades a gentes incapacitadas para mandarlas…
– …Y en tercer lugar -interrumpió Goering-, yo no puedo decir a las personas que una vez mandaron esas unidades, que ya no les será entregado su mando…
– Si son competentes, les será entregado -aseguró Hitler.
– En una ocasión lo fueron…
– En tal caso pronto estarán en condiciones de asumirlo de nuevo. Lo único que tendrán que hacer es aprender otra vez. Eso no es una desgracia. Después de todo, ¿no he aprendido yo a ser Canciller del Reich? Era jefe de un Partido y nadie mandaba en mí, y en cambio como canciller estaba subordinado al presidente del Reich. Durante un tiempo incluso fui funcionario del Gobierno de Brunswick.
Un ministro nazi de Brunswick nombró en 1932 a Hitler para ocupar un puesto en el Gobierno del Estado, con lo que adquiría automáticamente la ciudadanía alemana, pero a Hitler no le gustaba recordar aquello.
– Pero no era en servicio activo -replicó Goering, y se produjo un silencio embarazoso.
– ¡Cómo se atreve a decir eso! -contestó Hitler, conteniéndose a duras penas-. Hice mucho por esa zona del país.
A pesar de los rumores que corrían de que Goering había perdido su ascendiente con el Führer, tras su renuncia al mando de la Luftwaffe, tal diálogo indicaba que las relaciones entre ambos seguían siendo buenas todavía, y se reseñaba el hecho de que el reichsmarschall seguía siendo el sucesor legal del Führer.
En ese momento entró un mensajero y entregó a Fegelein un informe. El rechoncho general llamó la atención de Hitler.
– Esos diez mil oficiales y suboficiales -los ingleses y norteamericanos de Sagan- comenzarán a ser trasladados dentro de dos horas en un convoy -manifestó, añadiendo que a otros 1.500 prisioneros de un campamento situado más hacia el Este se les había dicho que podían permanecer en él esperando que los liberasen los rusos-. Se negaron, y ofrecieron luchar por nosotros.
Hasta el mismo general Jodl comprendió la excitación que trasuntaba la voz de Fegelein.
– Si conseguimos que los ingleses y norteamericanos luchen contra los rusos -afirmó Jodl-, sería algo digno de celebrarse. Pero Hitler se mostró escéptico.
– Tal vez uno de ellos habló algo de eso, y sin duda exageraba. No estoy muy seguro de que sucedan así las cosas.
– Bien -dijo Fegelein, como si el Führer se hubiese mostrado entusiasmado-. Si hubiese una posibilidad, quizá pudiéramos lograr algo interesante.
Dos de los jóvenes oficiales intercambiaron discretos codazos.
– No hay que confiar en ello sólo porque un prisionero haya hecho tal declaración -manifestó Hitler, cautamente.
La reunión terminó a las 18,50 y Guderian y Freytag von Loringhoven salieron en seguida para Zossen, localidad situada a treinta kilómetros al sur de Berlín. El general se mostraba disgustado. Habían hablado durante dos horas y media sin llegar siquiera a una decisión importante acerca de la crítica situación en la frontera oriental.
Uno de los comandantes de grupo de ejército de dicho frente, Ferdinand Schöerner, acababa de resolver un problema delicado, y estaba tratando de hablar con Hitler por teléfono. Había conseguido rehacer su destruido flanco norte, donde Zhukov había llegado hasta el Oder, cuando surgió otra complicación, esta vez en el flanco sur, donde el 17.° Ejército recibía los embates de las tropas de Konev.
Tras una apresurada visita al punto más delicado de las operaciones, Schöerner tuvo la convicción de que toda la unidad quedaría aniquilada si no se ordenaba una retirada inmediata. Sin embargo, una retirada significaba entregar a los rusos la importantísima industria de la Alta Silesia, que después de la del Ruhr era la última, industrial y carbonífera, que le quedaba al Reich. Hitler había ya enviado a Schöerner varios telegramas prohibiéndole que abandonase la región, fuesen cuales fueren las circunstancias. Pero la zona estaba destinada a perderse inexorablemente, por lo que Schöerner ordenó al comandante del 17.° Ejército que se retirase. Luego el mismo Schöerner dijo a su jefe de Estado Mayor, el generalleutnant (teniente general) Woldfdietrich von Xylander, que escuchase por un teléfono supletorio mientras él hablaba con Hitler.
– Führer -comenzó diciendo Schöerner, y al momento entró en materia-. Acabo de ordenar la evacuación de la zona industrial de la Alta Silesia.
Xylander, que estaba tomando nota de la conversación, esperaba una réplica iracunda y una revocación de la orden, pero desde Berlín no llegó respuesta alguna por la línea telefónica. -Esas tropas han estado luchando duramente en los últimos quince días, y ahora se encuentran exhaustas -prosiguió diciendo Schöerner-. Si no les damos un respiro, perderemos por completo el 17.° Ejército, y el camino de Baviera quedará desguarnecido totalmente. Retrocederemos hasta el Oder y allí nos detendremos.
Continuó el silencio durante unos momentos, y al fin una voz cansada dijo:
– Está bien, Schöerner; si considera que esto es lo que debe hacerse, hágalo.
En el campamento de Sagan algunos de los prisioneros estaban leyendo una octavilla en la que se les exhortaba a luchar contra los bolcheviques:
«¡SOLDADOS DE LA COMMONWEALTH BRITÁNICA! ¡SOLDADOS DE ESTADOS UNIDOS DE NORTEAMÉRICA!
La gran ofensiva bolchevique acaba de trasponer las fronteras de Alemania. Los hombres del Kremlin consideran que ha quedado abierta la conquista del mundo Occidental. Esta va a ser indudablemente la batalla decisiva para nosotros. Pero también lo será para Inglaterra, para Estados Unidos y para la supervivencia de la civilización de Occidente… Por consiguiente, nos dirigimos a vosotros como un hombre blanco puede hacerlo a otro hombre blanco… ESTAMOS SEGUROS DE QUE MUCHOS DE VOSOTROS COMPRENDÉIS LAS CONSECUENCIAS QUE ACARREARÁ LA DESTRUCCIÓN DE EUROPA -NO SÓLO DE ALEMANIA, SINO DE EUROPA- PARA VUESTRO PROPIO PAÍS…
Consideramos que nuestra lucha es también la vuestra… Os invitamos a que entréis en nuestras filas y en las de decenas de millares de voluntarios procedentes de las naciones conquistadas y oprimidas de Europa, que han tenido que elegir entre la sumisión al más brutal de los dominios asiáticos, y una existencia nacional en el futuro, con ideas europeas, muchas de las cuales, desde luego, constituyen nuestros propios ideales…
Os pedimos que informéis al oficial de caravana de vuestra decisión, y seréis recibidos con los mismos privilegios que nuestros propios hombres, pues sabemos que compartiréis sus obligaciones. Esto es algo que supera los meros límites de una nación. El mundo se halla hoy enfrentado con una lucha entre el Este y el Oeste. Pensadlo bien.
¿ESTÁIS A FAVOR DE LA CULTURA OCCIDENTAL, O DE LA BARBARIE ORIENTAL?
¡TOMAD AHORA VUESTRA DECISIÓN!»
Los internados en el campamento de Sagan reaccionaron del mismo modo que otros que estaban más hacia el Este, y justamente en la forma que Hitler había sospechado que reaccionarían: No se presentó un solo voluntario, y los que guardaron la octavilla en su mochila lo hicieron sólo para tener un recuerdo, o para disponer de papel higiénico.
Aquella misma noche la mayoría de los prisioneros de los cinco grupos estaban dedicados a efectuar los últimos preparativos para la marcha, con la excepción de unos quinientos hombres del Grupo Sur, que se hallaban contemplando una representación de su conjunto teatral, denominada No podéis llevarlo con vosotros. El auditorio había sido construido por los mismos prisioneros, y sus asientos estaban hechos de cajones vacíos de la Cruz Roja Canadiense. Todos los billetes fueron solicitados, y la entrada «costaba» una briqueta de carbón. Los candeleros y los reflectores se habían construido con grandes latas de bizcochos, y a los lados había incluso unas pasarelas elevadas para situar reflectores a diferentes distancias. Desde la noche de la inauguración de la sala, en el pasado mes de febrero, los hombres del Grupo Sur habían puesto en escena algunos espectáculos de variedades, piezas teatrales de un solo acto, y obras de Broadway, como Front Page, Kiss and Tell y Room Service. Los papeles de mujer eran desempeñados -sin remilgos- por hombres.
Las estufas que se hallaban encendidas en las cuatro esquinas de la sala únicamente conseguían atenuar algo el frío intenso del auditorio, pero los hombres se hallaban demasiado absortos en la comedia de Kaufman y Hart para notar aquella circunstancia. A las siete y media la puerta de la sala se abrió con estruendo y el coronel C. G. Goodrich, el oficial de mayor grado del grupo, subió al estrado haciendo retumbar las tablas con sus zuecos de madera. Era un fornido piloto de bombardero norteamericano que se había roto la espalda volando sobre África. En cuanto subió al escenario se produjo un repentino silencio.
– Los guardias acaban de informar que nos dan treinta minutos para estar preparados ante la puerta del campamento -manifestó-. Coged vuestros petates y formad en línea.
Al momento los espectadores abandonaron el local y se dirigieron hacia sus barracones. Se habló poco mientras se colocaban ropa interior limpia y el mejor uniforme de que disponía cada uno. Los más afortunados sacaron los zapatos nuevos que guardaban entre sus pertenencias, y la comida que no podría ser llevada no tardó en ser consumida con apresurados bocados. Los prisioneros se colocaron los abrigos, y encima de los hombros una manta arrollada. El teniente coronel Harold Decker ocultó el receptor de radio bajo su abrigo. Los auriculares estaban cosidos ya en el interior de su gorro. Otros hombres se apresuraban a escarbar en el suelo helado de los barracones para recuperar códigos, mapas y dinero que habían enterrado antes.
Delante de cada barraca se formó una fila. Los prisioneros se ayudaron mutuamente, ajustándose los bultos a las espaldas, mientras golpeaban el suelo con ritmo inconsciente, y se dispusieron a esperar, que era algo a lo que estaban acostumbrados desde que entraron en el campamento. Los que no tenían gorros que tapaban también el rostro, padecían un frío tan intenso que les causaba dolor de cabeza. Después de treinta minutos que les parecieron varias horas, llegaron unos cien guardianes con una docena de perros que aullaban fieramente y tiraban de las correas que les sujetaban. Los guardianes comenzaron a sacar a los prisioneros fuera del Grupo Sur. Al pasar ante los Grupos Oeste y Norte, sus compañeros les despidieron deseándoles buena suerte. Eran ya un poco más de las diez de la mañana cuando la larga columna de dos mil hombres estuvo al fin fuera del campamento encaminándose hacia el Oeste, entre los remolinos de nieve que se formaban a su alrededor. El Grupo Oeste avanzaba a continuación del Grupo Sur, y cada uno de los sobrecargados prisioneros recibió, en el momento de trasponer la puerta, un paquete de cinco kilos donado por la Cruz Roja. Muchos de ellos sólo quisieron conservar unos pocos alimentos, como el chocolate y las sardinas, y las cunetas de la carretera no tardaron en quedar llenas de comida.
Los hombres del Grupo Central supieron por su jefe, el coronel Delmar Spivey, que el general Vanaman iría al frente de su columna, y que deseaba el estrecho cumplimiento de las órdenes dadas por los alemanes.
– No nos pasará nada si nos mantenemos unidos -manifestó Spivey, y advirtió a sus hombres que no hicieran ninguna tentativa para escapar.
A causa del lento avance de los que se encontraban ya en la carretera, eran casi las cuatro de la mañana del 28 de enero cuando los últimos hombres atravesaron la puerta del campamento.
En ese momento, los que avanzaban en cabeza de la larga columna de trece kilómetros se encontraban ya exhaustos, pues llevaban andando siete horas. Se había levantado un fuerte viento, lo que unido al medio metro de nieve que cubría la carretera hacía que cada paso que daban resultase un tormento. Aun así, el teniente coronel Albert Clark, un piloto de caza derribado en 1942, no se decidía a abandonar dos grandes álbumes de recortes que había obtenido de periódicos alemanes. En broma había ofrecido una caja de whisky escocés al que le llevase los libros, pero el teniente coronel Willie Lanford lo tomó en serio Y avanzaba arrastrando a sus espaldas un trineo improvisado sobre el que iban los dos álbumes. Otra media docena de prisioneros, entre los que se contaba el propio Clark, se turnaban para tirar del vehículo, ya que el habilidoso Lanford había hecho el trineo lo suficiente grande como para que en él pudieran llevar varios hombres su impedimenta.
Cada pocas horas la columna se detenía, y los hombres se agrupaban dando patadas al suelo. Nadie hablaba, ni se oían bromas. Los zapatos y las ropas suplementarias, así como los recuerdos tanto tiempo guardados, iban a parar a la cuneta. Algunos hacían pequeñas fogatas con las cartas de los seres queridos, y con sus Diarios.
Cuando se reanudaba la marcha, a pesar de lo que se había tirado a la cuneta, los paquetes parecían más pesados que antes. Cuando uno de los hombres se tambaleó y cayó al suelo, fue recogido entre dos compañeros que temían lo matasen los guardias de un tiro, y lo llevaron entre ambos, dejando atrás los bultos y las mantas. Sólo los prisioneros más débiles iban en carromatos. Por lo demás, poca era la diferencia que había entre prisioneros y guardias, en esos momentos, pues hasta los alemanes se aligeraban de peso deshaciéndose de algunas pertenencias. Uno de los guardias, que tenía bastantes años y se había portado bien con los internados, avanzaba apoyado en dos de ellos, en tanto que otro le llevaba el fusil.
Mediada la mañana la vanguardia de la columna se detuvo en un pueblo situado a veintinueve kilómetros de Sagan, y sus componentes fueron alojados en tres graneros. Los que veían atrás seguían marchando, y se desplomaban cada vez en mayor número sobre la carretera, con las ropas húmedas por la nieve y el sudor. Por lo regular, uno de los compañeros se quedaba con el caído, frotándole los brazos y las piernas hasta que llegaba el carro de socorro. Si éste ya estaba demasiado lleno, alguno de los que se encontraban mejor, saltaba al suelo y cedía su lugar al hombre tendido en el camino.
Los integrantes del Grupo Central llegaron a la ciudad de Halbav a las tres de la tarde. Era imposible que siguieran adelante sin tomarse algún descanso, por lo que, mientras los prisioneros estaban expuestos al aire helado, un sargento alemán fue en busca de alojamiento. Por fin, un sacerdote consiguió colocarlos en una iglesia luterana donde cabían quinientos fieles, y los que no entraron allí fueron a descansar al depósito de cadáveres y a una escuela.
Mil quinientos hombres se apiñaron en la iglesia, hasta que cada centímetro de la misma estuvo ocupada, desde los retretes del sótano hasta la buhardilla. Los prisioneros estaban tan apelotonados en los bancos, que no podían hacer un solo movimiento. Otros durmieron bajo los bancos, en el suelo. No tardó la iglesia en quedar desagradablemente caldeada con el calor corporal de tantos hombres hacinados. Se inició entonces un constante desfile hacia los servicios, que se acentuó al llegar la noche. Pero el avance se hacía tan dificultoso a través de los cuerpos tendidos, que muchos de los enfermos vomitaban encima de sus compañeros que dormían, antes de poder llegar a los retretes. Los enfermos de disentería empujaban desesperadamente para llegar hasta los servicios, y a las pocas horas el hedor era insoportable, al tiempo que la lucha entre los que querían salir y los que deseaban dormir se aproximaba a lo frenético. De pronto alguien gritó:
– ¡Atención!
Era el coronel Spivey, que se hallaba de pie, en ropa interior, junto al púlpito. A su lado se hallaba Daniel, el joven pastor protestante.
– Al próximo hombre que vea peleando -anunció Spivey, cuando el tumulto se hubo acallado le haré quedar de pie afuera, sobre la nieve, durante toda la noche. Las incomodidades que pasamos ahora, incluso el que nos vomiten encima, no es lo peor que puede sucedernos. En este momento nos hallamos a cubierto, pero hace tres horas estábamos en la carretera, helándonos de frío.
Luego pidió a los prisioneros que ayudasen a sus compañeros enfermos, y que tuviesen paciencia.
– Si no pueden dormir, quédense sentados y piensen en sus hogares. Y si no son capaces de decir algo agradable, más vale que mantengan la boca cerrada. Buenas noches.
El joven sacerdote avanzó luego y dijo con tono conciliador:
– ¿No se han parado a pensar que tal vez Dios esté probando la fe de ustedes?
Luego empezó a orar, pidiendo protección para los enfermos y los más débiles.
– Dadnos la fuerza necesaria para sobrevivir -dijo- y para seguir adelante siempre, hasta que logremos nuestra liberación. Amén.
Los hombres parecieron serenarse, y la mayor parte de ellos no tardaron en quedarse dormidos.
Justamente por el camino principal que seguía Zhukov en su marcha hacia Berlín, avanzaba otro grupo de prisioneros aliados. Habían salido del campamento de Schokken, Polonia, ocho días antes, y se encontraban ya cerca del pueblo de Wugarten, a treinta kilómetros al oeste de la frontera alemana. Era un grupo heterogéneo, integrado por 79 norteamericanos y 200 italianos, entre los que se contaban 30 generales de avanzada edad, que fueron encarcelados tras la capitulación del rey Humberto. El jefe de los prisioneros era el coronel Hurley Fuller, comandante de un regimiento de la División 28. Cuando le capturaron en Bulge, uno de sus sargentos manifestó:
– Los nazis van a lamentar haber apresado a Hurley.
Este justificó las palabras del sargento desde el principio.
Ya en el día inicial de la marcha, Fuller ordenó repentinamente hacer un alto en el camino, lo mismo que si aún estuviese mandando su regimiento. A continuación se tendió sobre la nieve, a un lado de la carretera. Los atónitos guardias no tardaron en comprender, lo mismo que lo habían comprendido anteriormente los superiores de Fuller, que aquel tejano de cuarenta y nueve años era un hombre testarudo, y como hiciera caso omiso de sus amenazas, terminaron por encargarle de la caravana. En el curso de la última semana, Fuller había estado retrasando todo lo posible el avance hacia el Oeste, ya que quería ser liberado por los rusos. Por consiguiente, los prisioneros sólo habían llegado a Wugarten cuando debían haber cruzado ya el río Oder.
El intérprete de los alemanes, teniente Paul Hegel, buscó refugio para los prisioneros en una escuela y les llevó alimentos. Había pasado cerca de cinco años en Nueva York, preparándose para un cargo en una institución bancaria, por lo que casi podía decirse que era partidario de los norteamericanos.
– Ayúdenos -le dijo Fuller-, y conseguiremos que vuelva a Estados Unidos.
Aquella noche Hegel oyó un mensaje de Goebbels, por la radio, con el que pretendía tranquilizar a los alemanes. Afirmaba que la situación en el Este era delicada, pero que no había motivos para sentir pánico. Las armas secretas del Führer no tardarían en estar preparadas, y resultaría fácil hacer retroceder a los rusos. Pero en cuanto Hegel apagó el receptor, se percibió con claridad el estruendo de la artillería.
Al día siguiente, 29 de enero, por la mañana temprano, el hauptmann (capitán) Matz, jefe de los guardias, oyó no muy lejos el crepitar de las ametralladoras, y decidió que la única forma de librarse de los rusos era dejar atrás a los prisioneros. Por consiguiente se trasladó a la escuela, despertó a Hegel cuando eran las siete de la mañana, y le hizo escribir una nota, que entregó a Fuller: La nota decía: «Estos oficiales norteamericanos deben quedar atrás debido a la lentitud con que marchan, y al avance de los tanques pesados rusos.»
– Cuando los rusos se apoderen de nosotros, bastardo, voy a conseguir un fusil y correré detrás tuyo para matarte -gruñó Fuller, como si estuviese encolerizado, aun cuando se sentía satisfecho por librarse al fin de Matz. Pero lo que necesitaba era un intérprete. Por lo tanto, Fuller fue a donde Hegel se estaba vistiendo apresuradamente y, quitándose la pistola «Walther», le dijo:
– Usted se queda con nosotros.
Luego le hizo vestir un uniforme de oficial de Estados Unidos, incluyendo ropa interior y calcetines, y le entregó una chapa de identificación.
– Desde ahora es usted norteamericano, teniente George Muhlbauer.
Muhlbauer había huido no hacía mucho del grupo de Fuller.
– No se inquiete -le dijo al asombrado Hegel-. Se ha portado usted bien con nosotros, y yo le sacaré de este atolladero.
El coronel Fuller reunió a los norteamericanos y les dijo que permaneciesen en la escuela, al tiempo que les recordaba el castigo que recibirían si se entregaban al pillaje. La noticia de la marcha de Matz se divulgó rápidamente y a los pocos minutos el alcalde de Wugarten se presentó, y se le hizo responsable de los alimentos y suministros del pueblo. Luego llegaron dos soldados polacos que ofrecieron los servicios de 185 de sus compatriotas. Fuller los aceptó, y lo mismo hizo con diecisiete prisioneros franceses, entre los que había uno que hablaba ruso. Estableció a continuación un puesto de mando en la casa del alcalde y ordenó que todas las armas del pueblo fueran entregadas. Una vez armado, el coronel se preparó a defender Wugarten de todo aquel que se presentase, fuese alemán o ruso.
Tres de los hombres del grupo de Fuller ya estaban luchando contra los alemanes. El teniente coronel Doyle Yardley y otros dos norteamericanos habían huido del grupo una semana antes. Cuando fueron alcanzados por una unidad de tanques del Ejército Rojo, el comandante golpeó en la espalda a Yardley y exclamó:
– Amerikansky, Roosevelt, Churchill, Stalin, «Studebaker», «Chevrolet», ¡muy bueno!
Luego dio vodka a los norteamericanos, así como mantas y alimentos, e insistió en que se uniesen a su batallón para luchar contra los alemanes, como buenos aliados.
El 29 de enero los tres norteamericanos estaban ya cerca de Wugarten, tomando parte en un ataque de carros de asalto del Ejército Soviético. De pronto tres «Messerschmitt 109» picaron sobre la columna acorazada. Los americanos se lanzaron instintivamente a una zanja, ante el regocijo de los rusos, que siguieron despreocupadamente de pie, disparando contra los aviones con fusiles, metralletas e incluso con pistolas. La columna se desplazó lentamente pero sin pausa, dejando a sus muertos en el camino, y llegó al pueblo de Kreuz, donde los infantes rusos estaban acabando con los últimos núcleos de resistencia. Yardley observó que de una casa salían dos alemanes para rendirse. Un oficial soviético les disparó tranquilamente con su pistola, y los cadáveres fueron arrastrados al centro de la calle. Entonces comenzaron a pasar sobre los cuerpos, deliberadamente, los camiones y tanques de la unidad. Esto hizo estremecer a Yardley, pues aquélla no era la clase de lucha que había presenciado en el Frente Occidental.
Mientras Zhukov avanzaba hacia el Oeste, en dirección a Berlín, Rokossovsky se dirigía al Norte, al mar Báltico y al histórico puerto de Danzig. Delante de las avanzadillas de Rokossovsky huían caravanas de refugiados procedentes de Prusia Oriental. Un hombre que iba a caballo corrió a lo largo de una columna de refugiados que marchaba hacia Danzig, gritando:
– ¡Los rusos llegarán aquí dentro de media hora!
Muchos de los que iban a pie se dispersaron cortando camino por la nieve, pero los carros estaban atestados y avanzaban con gran lentitud. De improviso comenzaron a estallar las granadas en los campos cercanos, y sin que se supiera de dónde salían, las ráfagas de ametralladora empezaron a barrer la carretera. Josefina Scheleiter, una estudiante de Medicina, se arrojó sobre la nieve mientras a su alrededor restallaban las balas y hacían explosión las granadas con estrépito ensordecedor. La muchacha tuvo la seguridad de que su vida había llegado a término.
Repentinamente volvió a reinar la calma, y unos momentos más tarde, tan de improviso como antes, surgieron unos enormes tanques rusos, de distintos puntos. Detrás de ellos avanzaban con movimientos decididos unos soldados soviéticos que vestían ropajes blancos. Uno de los tanques se internó en la carretera, volcando varios carromatos y aplastando a otros. Más tanques siguieron al primero, y poco después los caballos heridos yacían en las cunetas, relinchando de terror, mientras la gente saltaba apresuradamente de los carros y escapaba para salvar la vida.
Josefine oyó que una muchacha rogaba a su padre que la matase de un disparo.
– ¡Sí, padre, y a mí también! -añadió el hermano, de dieciséis años-. No tengo ningún motivo para vivir.
– Esperad un poco más, hijos míos -replicó el padre, mientras las lágrimas se deslizaban por su rostro.
Un oficial soviético avanzó sobre su caballo y escuchó con impaciencia las súplicas de varios soldados alemanes, que se le acercaron. Josefine vio que el oficial sacaba su pistola y entonces cerró los ojos. Oyó varios disparos, y cuando volvió a mirar, descubrió a los alemanes tendidos en el suelo, mientras la sangre teñía de rojo la nieve. Josefine quiso acudir en su ayuda, pero estaba demasiado aterrada. Pasaron varios carros de combate más, sobre los cuales iban robustos soldados que agitaban los brazos y gritaban mientras reían:
– Hitler kaputt!
Algunos saltaron a tierra exclamando:
– Uri, uri!
Era su versión del vocablo uhren, relojes. Los refugiados fueron despojados de sus relojes, anillos y guantes de piel. Llegaron más tanques, conducidos por mujeres, lo mismo que por hombres. Todos eran fornidos y vestían buenos uniformes, botas nuevas y gorras de piel.
Algunos trabajadores forzados polacos estaban ya trabando amistad con rusos.
– Volved a vuestras casas -dijeron a sus antiguos amos alemanes-. Los rusos son buena gente, nada malo os ocurrirá.
Por la noche el coronel Fuller y sus allegados habían hecho de Wugarten un baluarte. Además de los veintiséis fusiles y las dos ametralladoras abandonadas por Matz y sus hombres, habían conseguido de los habitantes del pueblo varias escopetas, pistolas e incluso espadas. Fuller armó a sus americanos y a los 185 polacos, y apostó centinelas en cada extremo de la población. Al este de la misma se excavaron trincheras y se emplazaron las dos ametralladoras. Hacia las nueve, varios grupos organizados de alemanes fueron capturados.
Una hora más tarde, Fuller, Hegel y el teniente Craig Campbell, que dormían en el segundo piso de la alcaldía, fueron despertados por unos disparos de cañón. Fuller miró a través de la ventana y vio una docena de tanques pintados de negro. No parecían alemanes, sino que tenían la alta silueta de los «Sherman» americanos. Antes de que los tres hombres se hubieran terminado de vestir, oyeron golpes en la puerta de abajo y fuertes gritos.
– No hablan alemán -declaró Campbell.
– Creo que es ruso -dijo Fuller-. Abrid la puerta.
Ya se oían recias pisadas que ascendían la escalera. Hegel comenzó a gritar:
– Amerikansky! Amerikansky!
La puerta de la habitación se abrió de golpe, y varios rusos se abalanzaron sobre los tres hombres, apoyándoles en el vientre sus ametralladoras ligeras. Fuller señaló hacia la habitación vecina, y al fin los rusos parecieron comprender y trajeron a Alex Bertin, el prisionero francés que hablaba ruso. Cuando el comandante soviético, capitán Mayarchuk, oyó decir que los tres eran oficiales norteamericanos, se rió sarcásticamente.
– ¿Cómo pueden estar los americanos en el Frente Oriental, por delante del Ejército Rojo?-replicó, al tiempo que hundía aún más su pistola en el estómago de Fuller.
Bertin explicó la razón, y el ruso dio entonces a Fuller un fuerte abrazó, le besó en una mejilla y dijo que los americanos podían pedir lo que quisieran. Fuller dijo que necesitaba municiones alemanas y velas, y que quería verse libre de los treinta y seis prisioneros germanos capturados. El capitán contestó que se cuidaría de todo ello, y dijo que debería imponerse inmediatamente el toque de queda para la población civil alemana. Fuller envió a por el alcalde, el cual se mostró plenamente dispuesto a colaborar, y afirmó que mandaría en seguida al pregonero por todo el pueblo para que divulgase la orden. A continuación se marchó apresuradamente de la estancia.
Se oyó entonces un disparo, y Fuller, presintiendo algo desagradable, salió a la calle. El alcalde yacía tendido sobre la nieve, con una herida mortal en la cabeza. El capitán Mayarchuk, junto al cuerpo, se rió sarcásticamente de la indignación de Fuller.
– Solemos matar a todos los alcaldes alemanes -manifestó. Los dos militares aliados se dirigieron a continuación a la plaza del pueblo, donde los tanques rusos -«Sherman» cedidos por los americanos- se hallaban detenidos junto a la iglesia. Los treinta y seis prisioneros alemanes fueron sacados de la bodega donde estaban encerrados. Uno se hallaba tan mal herido que le traían en carretilla. Mientras Fuller proseguía su camino conducido por el capitán ruso, se oyó otro disparo. Volvióse Fuller al momento y descubrió al hombre de la carretilla con los miembros inertes, muerto de un balazo.
– ¡Esto va contra las leyes de guerra! -protestó Fuller-. Informaré a su superior.
Cuando Bertin tradujo estas palabras, Mayarchuk se limitó a sonreír.
– Está bien, diga al coronel que ya no mataremos más nazis en la ciudad -manifestó-. Desde ahora los llevaremos al campo, para hacerlo.
Por todo el pueblo se veía a los rusos bebiendo vodka y celebrando el acontecimiento de haberse encontrado con los americanos. Pero la indignación de Fuller llegó a impresionarles. Aunque se emborracharon e hicieron grandes destrozos, Wugarten fue probablemente la única población de todo el Frente Oriental en que no se violó a una sola mujer aquella noche. Sólo en una casa se registró un acto de violencia. Los soviéticos hallaron unos retratos de Hitler colocados para celebrar al día siguiente el duodécimo aniversario de su ascenso al poder, y como castigo dieron muerte a los diez integrantes de la familia.
Eran casi las cinco de la mañana del 30 de enero, cuando un gran «Skymaster» -transporte C-54 de Estados Unidos- tomó tierra en la isla de Malta. En el aparato viajaban Winston Churchill y otros personajes ingleses que llegaban para asistir al «Cricket», nombre clave de una conferencia de cuatro días de duración con los militares y los jefes políticos norteamericanos, que se realizaba previamente a la entrevista de los Tres Grandes, en el balneario de Yalta.
El gobernador de Malta, así como el comandante en jefe del Mediterráneo y muchos otros importantes funcionarios militares y civiles, se hallaban reunidos en el aeropuerto cuando el ayudante personal de Churchill, comandante C. R. Thomson, se asomó a la puerta del avión. Llevaba puesto el pijama, y una chaqueta sobre el mismo. Ante su asombro y desconcierto, se vio bañado en el resplandor de los reflectores. Pero aún se desconcertó más cuando supo que el gobernador de Malta había estado esperando una hora al frío, ya que el telegrama anunciaba la hora de llegada de Churchill según el T. M. de Greenwich.
También se hallaba despierto en aquellos momentos el general George C. Marshall, jefe del Estado Mayor del Ejército de Estados Unidos. Una hora antes, un diligente sargento británico le había entregado un sobre con la inscripción «Muy urgente». Se trataba de una invitación impresa, para la cena del día siguiente en la residencia del gobernador, solicitándose una respuesta inmediata.
A las diez, Marshall y otros miembros del Estado Mayor Conjunto de Estados Unidos se reunían en «Montgomery House», residencia de La Valetta, capital de Malta, para decidir la postura que debía adoptarse en la primera reunión formal de «Cricket». Después de algunas bromas acerca de las intempestivas invitaciones nocturnas, y sobre la gélida temperatura que reinaba en las habitaciones, comenzó a considerarse el aspecto militar más importante que debería tratarse en «Cricket»: la estrategia final a adoptar en el Frente Occidental.
Entre británicos y americanos habían surgido graves diferencias, acerca de la forma de realizar la ocupación de Alemania, ya desde el mismo momento de la invasión de Normandía. Desde su cuartel general de Francia, el mariscal de campo Bernard Montgomery, comandante del 21.° Grupo de Ejército, se mostraba inclinado a realizar un solo ataque por el norte de Alemania, a través del Ruhr, y bajo su propia dirección. Afirmó que lo único que necesitaba, además de sus tropas, era el Primer Ejército norteamericano. Pero los comandantes norteamericanos se mostraban igualmente insistentes en que el ataque debía hacerse simultáneamente desde su propia zona, bastante hacia el Sur, contra Francfort del Main. Con las tropas germanas retirándose desordenadamente, tanto el mando de Estados Unidos como el británico, consideraban justificadamente que podían lograr una victoria total hacia fines de 1944, siempre que se les diera carta blanca. Pero el comandante supremo, general Eisenhower, era más bien un estadista militar que un jefe de operaciones, y halló una solución equitativa: permitió que Montgomery llevase a cabo la ofensiva principal desde el Norte, con preferencia en los suministros, pero dejó también que el teniente general George S. Patton siguiese atacando desde el Sur, con el Tercer Ejército de Estados Unidos, aunque en menor escala. Como resultado de ello, los Aliados avanzaron hacia el Este en un amplio frente, y llegaron a la frontera alemana en septiembre, para quedar detenidos por falta de suministros. Muy poco fue lo que ocurrió en aquel frente durante los tres meses siguientes, permitiendo a los alemanes reorganizar sus ejércitos, que habían sido duramente castigados en Francia, creando una fuerte línea defensiva desde Holanda hasta Suiza. La calma permitió a Hitler, incluso, lanzar una ofensiva realmente inesperada: la batalla del Bulge. Sorprendiendo a los norteamericanos en situación débil, los alemanes avanzaron arrolladoramente hacia el río Mosa, y aunque los soldados de Hitler fueron después rechazados hasta las fronteras germanas, el prestigio militar americano y la moral de las tropas quedaron seriamente dañados. La discusión originada por la petición de Montgomery de llevar a cabo una sola ofensiva en Alemania, se vio agravada durante la batalla del Bulge, cuando Eisenhower decidió transferir repentinamente el sector norte de las Ardenas al mariscal inglés. Bradley quedó desconcertado al verse sin la mitad de sus tropas, justamente cuando creía tener dominada la situación. Luego montó en cólera cuando Montgomery, una vez ganada la batalla, explicó a los corresponsales de los periódicos la forma en que había «solucionado el embrollo». Bradley consideró que Montgomery había exagerado el papel que le cupo en la victoria, «aprovechando nuestro descalabro en las Ardenas».
Perfectamente al corriente de esta desagradable situación, Eisenhower había elaborado su plan final para invadir Alemania. Su proyecto era similar al del otoño anterior, y consistía en presionar sobre la frontera alemana desde Holanda a Suiza. En el extremo de la línea se hallaba el 21.° Grupo de Ejército de Montgomery, que comprendía tres ejércitos: el Primero canadiense, el Segundo británico y el Noveno americano. A continuación se hallaba el 12.° Grupo de Ejército de Bradley, integrado por los ejércitos Primero y Tercero de Estados Unidos. En el Sur, por fin, estaba el general Jacob L. Devers con el 6.° Grupo de Ejército compuesto por los ejércitos Primero y Séptimo franceses. Los jefes de Estado Mayor norteamericanos se reunieron para conocer los planes estratégicos del comandante supremo, que fueron expuestos por el jefe de Estado Mayor de Eisenhower, teniente general Walter Bedell Smith, al que apodaban «Descarado». Montgomery conduciría su 21.° Grupo de Ejército en el ataque final a través de la cuenca del Rhur, y Bradley llevaría a cabo el segundo ataque en importancia contra la zona de Francfort. Smith manifestó que la oportunidad en las operaciones era el factor más importante, y que los Aliados deberían avanzar con ímpetu hacia el Este, en tanto los alemanes recibían un duro castigo en el frente opuesto, por parte del Ejército Rojo.
A mediodía, los jefes británicos de Estado Mayor se reunieron con sus colegas norteamericanos. Entre todos constituían la Jefatura del Estado Mayor Conjunto, y tenían la responsabilidad de la marcha de la guerra en el Oeste. El mariscal de campo Alan Brooke, con prerrogativas similares a las del general Marshall, asumió la presidencia. De afable apariencia, reservó sus ingeniosos sarcasmos para el Diario que llevaba fielmente. Tenía la seguridad de conocer la forma de ganar la guerra mucho mejor que Eisenhower, pero procuró ocultar su parecer al comandante supremo. Para los amigos íntimos, no era ningún secreto que Brooke consideraba a Eisenhower como una persona que se dejaba influir por la opinión del último con quien hablaba. Brooke también tenía sus reparos acerca de Marshall, y se habría sentido mucho más satisfecho si Mac Arthur -a su modo de ver el general más competente de la contienda- hubiese sido el jefe de Estado Mayor norteamericano.
Brooke escuchó cortésmente mientras Smith bosquejaba el plan de Eisenhower, aunque sin dejar de pensar que el llamado ataque secundario de Bradley amenazaba con convertirse en algo casi tan importante como el de Montgomery. Por fin, hizo notar que los ingleses consideraban que no existían fuerzas suficientes como para llevar a cabo dos operaciones de gran envergadura, por lo que sería necesario decidirse por una sola. Y de las dos, la de Montgomery en el Norte parecía ser la más prometedora.
Con irascibilidad que se veía agravada por su úlcera estomacal, Smith contestó que Eisenhower pensaba proporcionar a Montgomery todas las unidades que logísticamente pudiera mandar, o sea, treinta y seis divisiones, con diez más de reserva, y añadió que «el ataque del Sur no pretende competir con el del Norte». Esto hizo suscitar mayores recelos en Brooke, quien declaró que le parecía bien la explicación, pero que seguía creyendo que el ataque de Bradley podría exigir el empleo de numerosas fuerzas, debilitando la ofensiva de Montgomery. Marshall comenzaba a impacientarse, y dominando su irritación declaró -como lo habían hecho antes que él muchos otros generales americanos-que no era conveniente confiar en una línea única de ataque contra Berlín. Se hacía indispensable contar con otro recurso al que echar mano si no le salían bien las cosas a Montgomery.
Los ingleses tuvieron entonces la seguridad de que los norteamericanos estaban planeando una segunda ofensiva importante, y comenzaron a criticar enérgicamente el plan de Eisenhower de concentrar todas las tropas ante el Rhin antes de intentar el cruce del río. El cáustico Smith replicó que Eisenhower nunca había dicho que se tomara toda la zona occidental del Rhin antes de cruzarlo, lo cual fue confirmado, con su tono mesurado, por el jefe de operaciones de Eisenhower, general Harold Bull. La reunión en las márgenes del Rhin no se intentaría, añadió Smith, si ello significaba una demora en el avance. Pero Brooke estaba secretamente convencido de que eso serviría como excusa para efectuar una ofensiva a lo largo del Rhin, en lugar de concentrar las energías en el único ataque en que actuase Patton, y estaba destinada a convertirse en principal, por lo que cortésmente dijo que en lugar de aprobar el plan de Eisenhower preferiría que la Jefatura del Estado Mayor Conjunto sólo tomase nota del proyecto en esos momentos. La acción sufría así una demora, y en cuanto la entrevista hubo terminado Bedell Smith envió a Eisenhower, que estaba en Versalles, el siguiente telegrama:
…Los jefes de Estado Mayor británicos insistirán en que se estipule algo por escrito para asegurarse de que el ataque principal se llevará a cabo por el Norte, y de que usted no demorará la operación hasta haber eliminado a todas las fuerzas alemanas al oeste del Rhin…
Mientras se celebraba este debate, los jefes políticos de ambas naciones se hallaban a bordo de navíos de guerra de sus respectivos países. Churchill estaba en el «H. M. S. Orión», anclado en el puerto de La Valetta. Aquejado de fiebre, se encontraba en cama. El presidente Roosevelt se hallaba en el nuevo crucero «Quincy», a tres días de navegación de Malta. Consideraba que un día bastaba para solucionar la conferencia «Cricket», pues no quería reanudar las discusiones con Churchill acerca de su plan favorito de avanzar a través de los Balcanes hasta Viena y Praga.
Aquel día Roosevelt cumplía sesenta y tres años y su única hija, la señora Anna de Boettiger, estaba organizando una fiesta para celebrar su aniversario. Por todo el territorio de Estados Unidos se celebraría el acontecimiento, a beneficio de la sociedad filantrópica por la que el presidente sentía especial predilección.
El 30 de enero también era una fecha que se celebraba en Alemania. En 1933, el mismo año en que Roosevelt inició su primer mandato presidencial, el presidente alemán Paul von Hindenburg nombró a Adolf Hitler canciller del Gobierno. En aquella ocasión, doce años más tarde, era de suponer que destacados jefes del Partido Nazi hablarían a los soldados en todos los frentes para ponerles al corriente de las favorables perspectivas que se presentaban en el futuro, y para asegurarles que la guerra sería ganada por Alemania El SS obergruppenführer (teniente general) Karl Wolff, jefe de las SS y de la Policía de Italia, había reunido a sus hombres principales. Antiguo ayudante de Himmler, Wolff era un individuo corpulento, enérgico y de sencilla mentalidad, que creía ardientemente en el Nacional Socialismo y tenía tal confianza con Himmler que firmaba las cartas que le enviaba como «Wolffchen». [5] Pero cuando Wolff trataba de hallar las palabras que debía decir, tales como «victoria final» y otras, no se le ocurría nada. ¿Cómo podía ganarse la guerra, si no era gracias a un milagro? En consecuencia, Wolff prefirió improvisar un discurso en el que no hizo mención alguna a los días brillantes que les reservaba el futuro.
Aún antes de terminar su discurso, Wolff tomó la decisión más trascendental de su vida: Vería a su jefe, Himmler, y le haría directamente esta pregunta: ¿Dónde están los maravillosos aviones y las armas secretas que Hitler ha prometido para ganar la guerra? Si Himmler no se lo podía contestar, vería al propio Führer, y si éste respondía con evasivas, insistiría en la necesidad de solicitar un armisticio honorable. Wolff había contraído un gran afecto por el pueblo italiano, y no quería que siguiera sufriendo. Del mismo modo, ¿por qué había de morir innecesariamente uno más de los SS o de los soldados de la Wehrmacht? Wolff se enteró mediante una llamada telefónica al cuartel general de Himmler que éste se hallaba a buena distancia, en el Este, al mando del Grupo de Ejército Vístula, aunque le informaron que si era necesario se concertaría una entrevista más adelante. Wolff declaró que se trasladaría en avión a Alemania dentro de unos días.
Por la tarde, Martín Bormann, jefe delegado del Partido Nazi y la persona en quien Hitler más confiaba en esos momentos, escribió otra de sus sentimentales cartas a su «querida mami», su esposa, que residía en las proximidades de Berchtesgaden. Le aconsejaba que se proveyese de verduras deshidratadas y de «unos veinte kilos de miel». También le contaba de las atrocidades que se cometían en el Este:
«Los bolcheviques están arrasándolo todo. Consideran la violación de mujeres como un pasatiempo, y los fusilamientos en masa, especialmente en los distritos rurales, como un hecho rutinario. Ni tú ni los niños debéis caer jamás en las manos de esas fieras salvajes. Pero confío en que este peligro no llegue a presentarse, y que el Führer conseguirá salvar este obstáculo, como ha conseguido salvar otros, anteriormente. Entre los dos o tres millones que han sido desalojados de su tierra y de sus hogares, reina la más indescriptible miseria, como podrás comprender. Los niños se mueren de hambre y de frío, y lo único que podemos hacer es endurecer nuestro corazón y esforzarnos cuanto podamos para salvar el resto de nuestro pueblo y para rehacer nuestras líneas defensivas. Tenemos que conseguirlo.
»Con todo cariño,»M.»
Entre los fugitivos de que Bormann hablaba se encontraban 30.000 que pugnaban por llegar a Alemania en cuatro buques mercantes. El convoy iba destinado a un puerto cercano a Hamburgo y ya estaba contorneando la península de Hela, abandonando el golfo de Danzig para entrar en el mar Báltico. El mayor de los barcos era el «Wilhelm Gustloff», de 25.000 toneladas, que nunca había llevado tantos pasajeros: 8.000 civiles y 1.500 jóvenes que recibían instrucción para la navegación submarina, es decir, ocho veces el número de pasajeros que transportaba habitualmente el «Lusitania». Nadie sabía con exactitud la cantidad de personas aterrorizadas que habían subido a bordo en el puerto de Danzig. Aunque todo el mundo debía tener sus billetes y los papeles de evacuación en regla, eran muchos los que se habían introducido subrepticiamente a bordo. Algunos hombres se escondieron en cajones y otros adoptaron algún disfraz. Se supo de algunos refugiados que llegaron a extremos aún más vergonzosos con el fin de escapar de los rusos. Recientemente, en Pillau, donde sólo se consentía subir a bordo del buque a los adultos con niños, algunas madres arrojaban sus criaturas desde la borda a los parientes que estaban en el muelle. El mismo niño era utilizado de este modo cerca de una docena de veces. En la confusión algunos chiquillos cayeron al agua, y otros fueron a parar a manos de extraños.
Cuando el «Wilhelm Gustloff» ponía rumbo al Oeste, hacia el encrespado Báltico, salió a cubierta Paul Uschdraweit, uno de los valerosos funcionarios de distrito que desafió al gauleiter Koch, dejando que las gentes evacuasen sus tierras. El también había conseguido escapar a duras penas del Ejército Rojo, en compañía de su chófer, Richard Fabian.
El resto del convoy iba bordeando las costas de Pomerania con el fin de evitar a los submarinos rusos, pero el «Wilhelm Gutsloff» tenía mucho calado y navegaba solo, con la única compañía de un dragaminas, a una milla de distancia. En ese momento el capitán anunció por los altavoces que los hombres que tuvieran salvavidas debían entregarlos, ya que no había bastantes para las mujeres y los niños. Tampoco debía usarse ninguna linterna o aparato de radio.
En el Báltico reinaba un fuerte oleaje, y la mayoría de las mujeres y los niños se marearon fuertemente. Como estaba prohibido asomarse por la borda, el hedor no tardó en hacerse insoportable. Los enfermos fueron llevados a la parte central del buque, donde el balanceo era menos perceptible. Uschdraweit halló una tumbona y se tendió en ella, pues en los últimos días apenas sí había dormido. Mientras se disponía a descabezar un sueño se preguntó si volvería a ver a su mujer alguna vez. También pensó que aún en el caso de llegar a salvo a Alemania, tal vez le castigasen por haber desobedecido las órdenes del gauleiter Koch.
Cuando se hallaba a veinticinco millas de la costa de Pomerania, el buque puso proa al Oeste. Cierto número de luces seguían aún encendidas en la nave, que recortaba su silueta contra las oscuras aguas del Báltico. A las 21,10 Uschdraweit fue despertado por una sorda explosión. Aún estaba tratando de recordar en qué lugar se hallaba, cuando oyó la segunda detonación. Su chófer, Fabian, salió corriendo sin hacer caso de los gritos de Uschdraweit. Se produjo una tercera explosión y se extinguieron las luces, que deberían haberse apagado horas antes. Por el lado de babor acechaba un submarino ruso, esperando para disparar el cuarto torpedo, si se hacía necesario, o para hundir a otro buque que acudiese en ayuda del «Wilhelm Gustloff».
Uschdraweit creyó que habían sido bombardeados, hasta que notó que el buque escoraba a babor. Entonces comprendió que las explosiones habían sido causadas por torpedos. Tanteando, avanzó a través de un pasillo en tinieblas, y al fin pudo encontrar su equipaje. Sacó del mismo una chaqueta forrada de piel, un gorro de esquiar, una pistola y una caja de mapas que contenía documentos oficiales. Abrió una ventana y saltó a la cubierta de paseo, que se hallaba más abajo. Allí no estaba tan oscuro, y encontró una puerta que comunicaba con la proa. Corrió hacia ella y en el camino se cruzó con un grupo que se dirigía lleno de pánico hacia el puente, sin chalecos salvavidas. En las puertas, los hombres se abrieron paso a la fuerza entre los aterrados grupos de mujeres y niños. Los oficiales del buque trataron de evitar el pánico. Algunos extrajeron sus pistolas e hicieron ademán de disparar, pero no se sintieron capaces de ello y la turba los echó a un lado.
El buque tenía ya una inclinación de 25 grados a babor. En la sala de máquinas, los hombres se hallaban aún en sus puestos, mientras otros tripulantes cerraban los accesos de los compartimientos inundados y hacían funcionar las bombas. En las cubiertas, los marineros trataban de echar al agua las lanchas salvavidas del costado de babor, pero los pescantes estaban helados por completo y no respondían a la maniobra. A pesar de ello, los frenéticos viajeros apartaban a los marineros y se introducían en los botes.
En la proa, Uschdraweit observó que se lanzaban al aire cohetes rojos -señal de socorro- y confió en que otros buques acudiesen en ayuda de la nave torpedeada. Junto a él se desarrollaban escenas estremecedoras. Centenares de pasajeros, gritando histéricamente, corrían hacia la popa, que adquiría por momentos mayor altura. Un pescante de acero cayó junto a él, y lo pudo evitar a duras penas, saltando de costado. El «Wilhelm Gustloff» se inclinaba cada vez más, y Uschdraweit comenzó a oír gritos de angustia. Al volverse, observó que una mujer, con su niño de la mano, caían desde un bote al agua.
Alguien cogió por un brazo a Uschdraweit. Era una mujer con la que había hablado durante la larga espera en el muelle. La mujer tenía un niño en brazos y dos asidos a su falda.
– ¡Socórrame, por favor! -exclamó-. Usted es hombre, y tiene que conocer alguna solución.
A Uschdraweit no se le ocurría nada. Todos los botes se habían marchado. Luego recordó las balsas neumáticas, y dijo a la mujer:
– Quédense conmigo. Trataré de salvarla a usted y los niños en una balsa.
– ¡Está usted loco! Mis hijos no soportarán el agua helada -replicó la mujer, con acento indignado-. Ustedes, los hombres, sólo saben dar vueltas sin hacer nada.
Con la mirada llena de pánico, la mujer empujó a sus hijos por un pasillo y se dirigió hacia el puente de proa.
La reacción de la mujer sacó de quicio a Uschdraweit. Miró hacia las olas. Reinaba una temperatura rigurosa, por debajo de los cero grados. Oyó varios disparos de pistola, por encima de los alaridos, y las heladas olas salpicaron su rostro. Un temor irracional se adueñó de él. No quería morir; no quería dejar sola a su mujer en un mundo semejante. Al fin pudo dominarse. «Muere dignamente», pensó. Recordaba que un oficial del buque le había ordenado que no fumase a bordo. El, bromeando, le contestó: «Supongo que podré fumar, si el barco se hunde.» Decidió entonces fumar un cigarrillo antes de que llegara la muerte. Después de unas chupadas, tiró el cigarrillo por la borda. Encendió otro, y volvió a arrojarlo nerviosamente. Por fin, pudo fumar el tercer cigarrillo hasta el final.
– ¿Cómo puede usted fumar en un momento como éste?-oyó que alguien le decía en tono de reproche. Era un alto oficial de la OT (Organización Todt), que lucía la Cruz de Hierro.
– Tome usted un cigarrillo. De todos modos, esto habrá concluido dentro de poco.
El hombre miró a Uschdraweit como si éste hubiera perdido el juicio; dijo algo más y luego se marchó. Un marinero que se hallaba junto a la borda se quitó el uniforme y se lanzó al agua. Una alta silueta se acercó penosamente a Uschdraweit, en la semioscuridad. Era uno de los cadetes submarinistas, que tenía pálido el rostro y los ojos muy abiertos. Señaló a su muslo, donde se advertía el hueso saliendo por una rotura de su pantalón de fajina, entre la sangre que se deslizaba al suelo, manchando la cubierta helada.
– ¿Qué te ha sucedido, muchacho?-inquirió Uschdraweit.
– Me encontraba abajo… y me hirió un trozo de metralla. Ya no tengo salvación. Bajo cubierta… se han ahogado por millares, como ratas… y pronto me ocurrirá a mí lo mismo.
El muchacho se volvió y se alejó lentamente.
Tres buques acudían al rescate: dos destructores de 600 toneladas, el «T-36» y el «Löwe», y una barcaza. Poco antes de las diez de la noche, el capitán Hering, del «T-36», avistó el buque siniestrado. Cuando acercaba su navío, observó que la barcaza se encontraba junto al «Wilhelm Gustloff», pero el oleaje era tan intenso que las dos embarcaciones comenzaron a chocar peligrosamente entre sí. La gente saltaba llena de pánico desde las cubiertas del buque a las de la barcaza. Algunos cayeron bien, pero otros lo hicieron entre ambos barcos y fueron aplastados por los cascos de los mismos. Hering comprendió que sería inútil tratar de acercarse, ya que el destructor podía sufrir una vía de agua en el costado. Lo único que podía hacer era permanecer en el lugar y recoger a los supervivientes. Ordenó parar las máquinas, a fin de que el sonar pudiese localizar más fácilmente a los submarinos enemigos, que según sus sospechas, deberían de estar acechando debajo, en espera de nuevas víctimas.
Sin darse cuenta de que los buques de salvamento estaban cerca, Uschdraweit se aferraba a la borda para no resbalar por la inclinada cubierta. La proa del «Wilhelm Gustloff» ya se hallaba casi por completo bajo el agua, cuando divisó a un teniente. Uschdraweit dijo:
– Todo ha concluido, ¿verdad?
El teniente se acercó. Era el oficial del buque que le había ordenado no fumar.
– Venga, vamos a salvarnos -dijo a Uschdraweit-. Vaya hacia popa y ayúdenos a lanzar al agua la balsa. Rápido, o será demasiado tarde.
Con el viento silbándole en los oídos, Uschdraweit se dirigió cautelosamente hacia la parte posterior del buque. El teniente y tres cadetes soltaron la balsa, que se deslizó, yendo a golpear a Uschdraweit en las espinillas. Helada como una roca, la balsa no le fracturó las piernas gracias a las pesadas botas que calzaba. El dolor fue intenso, pero Uschdraweit no le prestó mucha atención.
Cuando entre los cinco hombres lograron asir la balsa, una gran ola les lanzó contra las ventanas del puente. Uschdraweit vio a la gente mirarle desde el otro lado de los cristales como si fueran peces en un armario. Era como una horrible pesadilla. La ola siguiente arrojó a Uschdraweit al mar. El repentino chapuzón le proporcionó mayores energías, y nadó con fuerza hacia la balsa, que ya flotaba sobre las olas. Por algún motivo incomprensible, su miedo se había desvanecido. El y los otros cuatro hombres se aferraron a las cuerdas de la balsa.
– ¡Remad, remad con los brazos! ¡Vamos hacia nuestra salvación! -exclamó el teniente.
Los cinco hombres se aferraron a la balsa con una mano y con la otra chapotearon desesperadamente en el agua. Cuando habían recorrido unas cincuenta brazas, Uschdraweit notó que la chaqueta de pieles y las botas le arrastraban hacia el fondo. Trató de subirse a la balsa, pero el teniente le dijo que esperase a que recorriesen otras cincuenta brazas.
Por fin todos treparon sobre la balsa, y por primera vez Uschdraweit creyó que podrían salvarse. Miró hacia atrás y vio la popa del buque levantada, como una alta torre. Alcanzaba a percibir centenares de alaridos de mujeres y niños. Los pavorosos lamentos estuvieron a punto de volverle loco. Fue lo más horrible de aquella espantosa noche.
El buque se hundía cada vez más de proa. Los mamparos comenzaron a crujir y al cabo reventaron, inundando el agua las cubiertas inferiores. Cuando el «Wilhelm Gustloff» se inclinó profundamente hacia un lado, los gritos se hicieron aún más agudos. Uschdraweit, con el rostro contraído por el sufrimiento también gritó:
– ¡Si esto no acaba pronto…!
Pero el teniente le retuvo por un hombro.
El balanceo del buque se acentuó, y el «Wilhelm Gustloff», con la sirena sonando, cayó totalmente de costado. Los cinco hombres contemplaron la sombra del buque que se hundía cada vez más rápido, hasta que desapareció por completo.
– ¡Hay alguien nadando! -exclamó el teniente.
Uschdraweit vio un brazo que salía del agua y tiró del mismo, consiguiendo izar a un joven marinero a la balsa. Ahora eran seis, y permanecieron temblando de frío, sentados en la balsa, mientras contemplaban silenciosamente el mar. Varios cadáveres flotaban cerca de la balsa, con sus chalecos salvavidas puestos. Los seis hombres estaban demasiado deprimidos para hablar. De vez en cuando divisaban sobre las olas uno de los botes salvavidas, no muy lejos. Pero nada más. Era la única señal de vida que veían a su alrededor.
Sobre la balsa, Uschdraweit notó que el agua le subía lentamente por las piernas, pero no dijo nada.
– Creo que nos hemos hundido un poco -manifestó el teniente.
Cuando la ola siguiente les permitió divisar el bote salvavidas cercano, el teniente les ordenó que remaran con la mano. Luego gritó al bote que los admitiesen a bordo, pero alguien contestó que la embarcación ya iba sobrecargada. Cuando los seis hombres trataron de aproximarse más en la balsa, el bote se alejó rápidamente, impulsado por los remos.
Uschdraweit empleaba un trozo de madera como remo, hasta que se dio cuenta de que tenía las manos insensibles. Arrojó la madera al agua, volvió a utilizar las manos de nuevo, y al momento pareció restablecerse la circulación. El teniente regañó a los muchachos, ordenándoles que siguieran remando. Estos gruñeron, pero terminaron obedeciendo.
El «T-36» y el «Löwe» iban a la deriva en la oscuridad, con las máquinas paradas y unas redes tendidas a los lados para recoger a los supervivientes. De improviso, el sonar del «T-36» localizó un submarino. Hering dio las órdenes oportunas y se alejó un poco del lugar.
– ¡Miren, un destructor nuestro! -gritó alguien en la balsa, y todos comenzaron a remar frenéticamente. Uschdraweit no alcanzaba a ver nada, hasta que una sombra oscura surgió enfrente. Luego el haz de un reflector barrió las aguas e iluminó la balsa. Las olas aproximaron más a los náufragos al destructor. Cuando estuvieron junto al costado del mismo, el teniente asió un cabo que lanzaron desde el «T-36», y en seguida los cuatro jóvenes treparon a bordo. Uschdraweit dijo al teniente que subiera, pero éste replicó:
– Vamos, apresúrese; yo seré el último.
Alguien cogió por el brazo a Uschdraweit y le izó a bordo del destructor. Mientras trataba de conservar el equilibrio, sobre la cubierta, Uschdraweit vio que un golpe de mar alejaba la balsa del «T-36», con el teniente aún sobre ella.
Los marineros ayudaron a Uschdraweit a bajar al entrepuente, le quitaron las ropas y le envolvieron en una manta, dejándole sobre una hamaca. Todo su cuerpo se estremecía con los temblores. El repentino calor le resultaba aún más penoso que el frío, pero en lo único que pensaba era en el teniente, alejándose en la balsa después de haberles salvado a ellos la vida.
El capitán Hering extrajo a más de seiscientas personas de las heladas aguas del Báltico. Algunos estaban ya muertos por congelación, y a una buena parte de ellos les faltaba poco para dejar de existir. Luego apareció un segundo submarino en la pantalla del sonar, y el T-36 se vio obligado a huir en zig zag, para evitar los torpedos. En ese momento se dejó oír con estruendo la voz del Führer a través de los altavoces, ensalzando los doce años de grandeza transcurridos desde que asumiera el poder. Después la voz se interrumpió repentinamente. Se presentó en seguida un oficial, el cual dijo a los náufragos que no se asustaran, ya que iban a lanzar algunas cargas de profundidad. Le interrumpió un sordo rumor, y el buque se estremeció. Luego se oyó otra serie de detonaciones espaciadas. El duelo mortal siguió durante un buen rato. El submarino lanzó otro torpedo, y una vez más el comandante Hering maniobró el «T-36» eludiendo el peligro.
Las mujeres y los niños gemían aterrados, pues habían creído hallarse a salvo en el destructor. Cerca de Uschdraweit se hallaba un muchacho de dieciséis años por cuyo rostro se deslizaban profusamente las lágrimas. Contó a Uschdraweit que cuando anunciaron en el «Wilhelm Gustloff» que sólo las mujeres y los niños podrían utilizar los chalecos salvavidas, él entregó en seguida el suyo. Entonces su madre le convenció para que aceptase el de ella, ya que podría salvarla si se lo ponía. Pero en la confusión de los últimos momentos ambos quedaron separados.
– Si yo no hubiera cogido el salvavidas de mi madre, a estas horas ella viviría -dijo a Uschdraweit-. Además, yo sé nadar.
Sólo 950 personas fueron salvadas por los buques de rescate, muriendo más de 8.000 en el que fue el mayor de los desastres marítimos, pues hubo más de cinco veces el número de víctimas que se produjeron cuando el hundimiento del «Titanic». Al amanecer del siguiente día, mientras el «T-36» se dirigía hacia Kolberg, se ordenó a todos los supervivientes varones que se reunieran en cubierta. Uschdraweit trepó por la escalerilla. Allí, frente a la puerta, se hallaba Fabian, su chófer. Llenos de emoción, los dos hombres se dieron un fuerte abrazo.
También en Wugarten cundió el terror aquella noche. Un oficial ruso de enlace, el teniente coronel Theodosius Irshko, había llegado al pueblo al mediodía con un buen aprovisionamiento de comidas y vino para los hombres de Fuller. Dijo que probablemente Wugarten sería convertido en punto de reunión de los soldados aliados dispersos, y nombró al tejano comandante de la población. Tras exhortarle a que mantuviese la calma en la localidad, Irshko se marchó… llevándose todas las armas que Fuller había reunido. Por la noche comenzaron a llegar al pueblo grupos de soldados rusos borrachos, que violaron a mujeres de todas las edades, matando a dieciséis de ellas. Como se hallaban desarmados, los norteamericanos no podían acudir en ayuda de las desgraciadas mujeres, cuyos gritos oían claramente.
La vanguardia de Zhukov, que había pasado por Wugarten camino de Berlín, casi no halló oposición. Cuando llegó a Landsberg, una importante ciudad situada a dieciséis kilómetros al oeste de Wugarten, se produjo una breve escaramuza, pero mediada la mañana del 3 de enero, la lucha había terminado.
Katherina Textor, una maestra de edad madura, vio por vez primero a unos rusos, con vestimentas blancas, que saltaban sobre la valla del jardín, en dirección al edificio que ocupaban diez familias. Un minuto más tarde comenzaron a golpear en las puertas. Como de costumbre pidieron «Uri, uri!», pero se mostraron corteses y redactaron una nota explicando que se habían llevado todos los relojes de la casa. Montaron en cólera cuando en uno de los pisos hallaron una vieja escopeta de caza y un retrato de Hitler. Preguntaron burlonamente:
– Hitler, Hitler, ¿dónde está, camarada?
Pero siguieron sin molestar a nadie. Katherina y sus vecinos creían ya que los relatos sobre la brutalidad rusa no eran más que propaganda de Goebbels, cuando dos jóvenes soldados rusos entraron de improviso, en busca de mujeres. Uno empujó a Katherina y a otras dos ancianas a la cocina, y les ofreció cigarrillos, mientras su amigo se llevaba a una muchacha llamada Lenchen y la forzaba. Cuando Katherina se quejó a un oficial soviético, éste se limitó a sonreír con indulgencia, al tiempo que decía:
– No es posible controlar el amor, madrecita.
La vanguardia de Zhukov siguió hacia el oeste, acercándose a Küstrin, ciudad a orillas del Oder, que sólo se encontraba a ochenta y cuatro kilómetros de la Cancillería del Reich, por una carretera asfaltada. Poco antes del mediodía, un grupo de norteamericanos procedentes del campamento Stalag IIIC avanzaban apresuradamente, con cinco de ellos a la cabeza. Por delante comenzaron a caer varias granadas, y las balas de ametralladora deshicieron sus filas. Rápidamente, los sargentos Charles Straughn, Herman Kerley y Lemoyne Moore, confeccionaron banderas blancas y avanzaron hacia los tanques. Pero los rusos creyeron que eran húngaros y dispararon sobre ellos, matando a Moore e hiriendo a Kerley. Cuando los rusos descubrieron que estaban disparando contra sus aliados, ya habían muerto cinco norteamericanos, y otros cinco estaban heridos.
Junto a la desembocadura del río Oder, a ciento cincuenta y cinco kilómetros en línea recta hacia el Norte, el doctor Wernher von Braun, director técnico de la base de cohetes de Peenemünde, estaba celebrando una entrevista con sus principales colaboradores. Habían conseguido crear el A-4, un cohete que consideraban como el primer paso en la conquista del espacio. Pero Hitler lo consideró como un arma de largo alcance, y Goebbels lo volvió a bautizar V-2: «Venganza, arma 2».
Von Braun explicó a sus ayudantes que había ordenado celebrar la entrevista a causa de las órdenes contradictorias recibidas aquel mismo día, de funcionarios de las SS. El delegado especial de Himmler para el proyecto, SS obergruppenführer (teniente general) doctor Hans Kammler, había enviado una orden por teletipo según la cual la base de cohetes debía trasladarse al centro de Alemania. Por su parte, Himmler, como comandante del Grupo de Ejército Vístula, despachó un mensaje ordenando que todos los ingenieros de Von Braun se uniesen al Volkssturm, el Ejército del Pueblo, a fin de que defendiesen la zona ante la aproximación de las tropas soviéticas.
– Alemania ha perdido la guerra -siguió diciendo Von Braun-, pero no debemos olvidar que ha sido nuestro grupo el que primero ha llegado al espacio exterior terrestre… Hemos sufrido muchos disgustos a causa de nuestra fe en el gran futuro que cabe al cohete en tiempos de paz. Ahora tenemos una obligación que cumplir. Cada una de las potencias vencedoras querrá disponer de nuestros conocimientos. La pregunta que debemos contestar es ésta: ¿A qué país debemos confiar nuestros hallazgos?
Alguien sugirió permanecer allí y entregarse a los rusos, pero la propuesta fue rechazada. Por fin se votó unánimemente la rendición al ejército de Estados Unidos. El primer paso para ello consistía en obedecer la orden de Kammler y trasladarse hacia el Oeste. No había tiempo que perder, ya que los preparativos para el traslado total podían llevar más de dos semanas, y en aquel mismo momento ya se alcanzaba a escuchar el retumbar de la artillería de Zhukov.
Pese a las malas noticias que llegaban del Frente Oriental, Hitler no se sentía desanimado. Después de la entrevista de la tarde, algunos de los asistentes a la misma se quedaron con él, mientras el Führer hablaba despreocupadamente de la situación. Hitler solía celebrar estas sencillas reuniones en un deseo de hacer comprender a sus jefes militares -y especialmente a Guderian, que sólo pensaba con mentalidad de soldado- que la guerra también era un asunto de economía, de geopolítica y de ideología.
Muy pocas personas sabrán que Hitler tenía una memoria de tipo fotográfico, y por lo general la gente se dejaba impresionar por el profundo conocimiento de que hacía gala el Führer sobre asuntos complicados, ya que en el curso de las conversaciones solía mencionar datos y cifras que había retenido con una simple lectura. El ambiente era apacible, y Hitler habló como un profesor a un grupo de discípulos favoritos, explicando primero por qué había mandado realizar el ataque del Bulge. Dijo haber comprendido que la guerra ya no se podía ganar únicamente por medios militares. La solución era una paz honorable con el Occidente, a fin de poder lanzar todo el poderío alemán contra Rusia. Pero para lograr esta paz tendrían los alemanes que hallarse en buena posición para negociar, por lo que había atacado en las Ardenas, con todas las divisiones que le sobraron de uno u otro lado, en un intento para alcanzar Amberes, introduciendo así una cuña entre los ingleses y los norteamericanos. Churchill siempre había tenido tanto recelo del comunismo como él mismo, siguió diciendo Hitler, y aquel revés militar podía servir al primer ministro británico como excusa para insistir en la necesidad de llegar a un acuerdo pacífico con Alemania. Admitió el Führer que su plan había fracasado militarmente, pero que se había obtenido una victoria psicológica. Ya los norteamericanos y los ingleses estaban disputando pública y enconadamente acerca de la forma en llevar la lucha, y era inminente una escisión entre los aliados.
Guderian comenzó a mirar impaciente su reloj, pero los jóvenes oficiales, como el altísimo ayudante del Führer en el Waffen SS, Otto Günsche, parecían hipnotizados mientras Hitler explicaba por qué había enviado el Sexto Ejército Panzer, mandado por el SS oberstgruppenführer (general) Josef Dietrich, desde las Ardenas a Hungría, a pesar de la insistencia de Guderian de que esa poderosa fuerza debía ser empleada contra Zhukov o Konev. Las razones, aseguró el Führer, excedían de lo puramente militar. En primer lugar, Dietrich proyectaba lanzar un ataque relámpago que no sólo permitiría salvar las últimas reservas petrolíferas de Hungría, sino también recuperar el petróleo de Rumania. En segundo término, y más importante aún, de este modo se ganaba tiempo. En cualquier momento el Occidente podía comprender que el régimen bolchevique era su verdadero enemigo, y entonces se unirían a Alemania en una cruzada común. Churchill sabía tan bien como él que si el Ejército Rojo conquistaba Berlín, la mitad de Europa se volvería inmediatamente comunista, y que al cabo de pocos años la otra mitad sería también absorbida.
– Yo nunca quise luchar contra Occidente -dijo Hitler, con repentino tono de amargura en la voz-, pero me obligaron a ello.
Los planes rusos se hacían cada día más evidentes, y hasta el mismo Roosevelt debió de abrir los ojos cuando poco antes Stalin había reconocido el Gobierno polaco de Lublin, respaldado por los comunistas.
– El tiempo es nuestro aliado -añadió el Führer.
Luego explicó que por ese motivo había decidido que el grupo de ejército Kurland permaneciese en Letonia. ¿Acaso no era evidente que cuando los ingleses y los norteamericanos se uniesen a los alemanes, aquella fuerza sería una valiosa cabeza de puente para un ataque conjunto contra Leningrado, de la que sólo le separaban quinientos sesenta kilómetros? ¿No era también lógico que cada festung en el Este sería un trampolín para la cruzada germano-británico-americana contra el judaísmo y el bolchevismo?
Ese ataque continuo, aseguró Hitler, lleno de excitación, estaba muy próximo a llevarse a cabo. Con un lápiz rojo el Führer subrayó un informe del ministerio de Asuntos Exteriores, acerca de las disputas internas existentes entre Estados Unidos y Gran Bretaña.
– ¡Lean esto, esto y esto! -exclamó.
Se advertía que en los países aliados la gente cada vez se oponía con mayor fuerza y no tardarían en solicitar la paz con Alemania y la guerra contra el enemigo común, la Rusia comunista. La voz de Hitler se elevó apasionada cuando recordó a los que le escuchaban que en 1918 la Patria había sido traicionada por el Estado Mayor General. De no ser por su prematura rendición, Alemania hubiese logrado una paz honrosa, y no se habría producido el caos que siguió a la guerra, ni la depresión económica, ni las tentativas comunistas de adueñarse del país.
– Esta vez -aseguró Hitler-, no nos rendiremos cinco minutos antes de la medianoche.
Las predicciones de Hitler, de que las querellas entre británicos y norteamericanos aumentarían, no se basaban en especulaciones carentes de fundamento. Lo mismo que en 1944, los ingleses querían que se llevase a cabo una ofensiva única por el Norte, contra Alemania, en tanto que los americanos insistían en la conveniencia de realizar una ofensiva de mayor amplitud. Una vez más, Eisenhower halló la solución intermedia: Montgomery desempeñaría el papel principal, dirigiendo el ataque más importante, mientras que Bradley lanzaría una ofensiva secundaria desde el Sur. Como antes, la solución equitativa no hizo más que disgustar a las dos partes.
Durante la segunda entrevista de jefes conjuntos, que se llevó a cabo en Malta, el 31 de enero, Bedell Smith leyó un telegrama de Eisenhower en el que aseguraba que aún proyectaba dejar que Montgomery cruzase el Rhin por el Norte, «con un máximo de fuerzas y total determinación», antes de esperar a que Bradley y Devers se aproximasen al río, pero añadió que eso sólo se haría cuando «la situación en el Sur me permita reunir las fuerzas precisas, sin incurrir en riesgos innecesarios».
Brooke quedó desilusionado. Para él el mensaje no era más que otra tentativa de complacer a ambas partes, creando desconcierto donde ya reinaba bastante confusión, y se convenció más aún de que Eisenhower era un jefe de segundo orden. Aquella noche escribió en su Diario: «Así pues, estamos otra vez atascados.»
Hubiera resultado interesante conocer el punto de vista de Marshall en los días referidos, pero éste no llevaba Diario. En realidad, rara vez discutía semejantes problemas con sus ayudantes. En cierta ocasión, dijo al general John E. Hull, el relativamente joven jefe del Estado Mayor, que nunca escribiría un libro, ya que prefería no hablar abiertamente sobre ciertas personas.
Una de las mayores decepciones de Marshall fue el no haber sido designado como comandante supremo en Europa. Churchill lo hubiera preferido, pero Roosevelt, aconsejado por Leahy, King y Arnold, decidió que se le necesitaba más en el Alto Mando militar de Estados Unidos. Marshall, por su parte, recomendó a un notable aviador, su antiguo jefe de operaciones, el teniente general Frank M. Andrews, pero éste resultó muerto en un accidente de aviación ocurrido en Islandia, y el segundo propuesto por Marshall fue Dwigt D. Eisenhower, un general de brigada relativamente desconocido en la época del ataque de Pearl Harbour. Algunos afirmaban que Eisenhower se limitaba a repetir lo que decía Marshall. Los más allegados, como Hull, manifestaban que si bien ambos habían sostenido una relación como de padre a hijo, Marshall nunca se mostró autoritario, lo cual queda confirmado al leer los frecuentes mensajes que los dos generales intercambiaron. Eisenhower y sus ayudantes tomaban las decisiones casi siempre con la aprobación de Marshall. E incluso cuando estaba en desacuerdo, el jefe del Estado Mayor parecía preguntar, en lugar de criticar.
Aunque Marshall se mostraba tan imperturbable como siempre en las entrevistas de Malta, lo cierto es que ocultaba a duras penas una creciente irritación contra los ingleses, por su falta de confianza en Eisenhower. Temía Marshall que esto diese motivos a los británicos a realizar lo que tanto deseaban: colocar junto a Eisenhower un ayudante que mandase todas las operaciones de tierra. Los ingleses habían manifestado que de ese modo Eisenhower quedaría más libre de desempeñar su papel de comandante supremo. Marshall siempre se opuso a tal proyecto, y sólo pocos días antes había dicho a Eisenhower: «Mientras yo sea jefe del Estado Mayor, no consentiré que le endosen a usted un comandante de operaciones terrestres.»
Brooke se disponía a acostarse aquella noche, cuando Beddell Smith se detuvo a charlar un rato con él. Tras unos momentos de conversación intrascendente, Brooke preguntó si Eisenhower era «lo suficiente enérgico» para ser comandante supremo. Esto llevó a Smith a sugerir que ambos hablasen abiertamente, de hombre a hombre. Brooke había comenzado con el tema, y prosiguió diciendo que tenía grandes dudas acerca de Eisenhower, debido a que éste prestaba demasiada atención a los deseos de sus comandantes. Smith replicó que Eisenhower mandaba un grupo de generales caracterizados por su individualismo, y que hombres como Monty, Patton y Bradley no podían ser manejados más que con una mezcla de energía y diplomacia.
Esto no convenció en absoluto a Brooke, quien dijo que Eisenhower había cambiado muchas veces de opinión, en el pasado, influido por terceras personas. Sin duda se hallaba singularmente capacitado para suavizar las diferencias de los Aliados, pero precisamente por su simpatía con el punto de vista de todos, resultaba sumamente susceptible de aceptar la opinión del último hombre con quien hablaba. Smith replicó que era mejor dejar el asunto de la competencia de Eisenhower en manos de los jefes del Mando Combinado. Brooke respaldó prontamente este parecer, y admitió que Eisenhower tenía numerosas y excelentes cualidades ¿Acaso él mismo no había aprobado su designación como comandante supremo, en un principio? Lo único que esperaba era que Smith comprendiese la necesidad que había de concentrar los refuerzos en el Norte, no permitiendo que Bradley iniciase una ofensiva secundaria contra Francfort, que podría terminar convirtiéndose en una operación fundamental. Los dos hombres se despidieron algo más tranquilos. Brooke confiaba que Smith, el ejecutor de los planes de Eisenhower, se hallase de acuerdo con él en los asuntos principales. Smith estaba seguro de que Brooke consideraba ya a Eisenhower como el hombre más capacitado para el cargo de comandante supremo. Sin embargo, ambos estaban equivocados en sus presunciones.
Durante la ceremoniosa cena que previamente se había celebrado aquella misma noche en la Gobernación, Edward Stettinius Jr. -el reciente sustituto de Cordell Hull, que se hallaba enfermo, y el segundo secretario de Estado más joven de Estados Unidos, a sus cuarenta y cuatro años- había sostenido un cambio de impresiones con Winston Churchill. Para decirlo con mayor exactitud, Stettinius había sido objeto de un violento ataque verbal por parte del primer ministro inglés. En el cáustico lenguaje que Churchill solía emplear -y que los secretarios que transcribían sus conversaciones se encargaban de atemperarle preguntó qué demonios intentaba al criticarle públicamente su postura acerca de Italia. Harry Hopkins, el consejero jefe de Roosevelt, ya había advertido a Stettinius que Churchill les iba «a vapulear» en ese aspecto. De todos modos, el nuevo secretario de Estado no estaba del todo preparado para el violento ataque del primer ministro. Stettinius era un hombre de aspecto imponente, con su cabello plateado y sus espesas cejas oscuras, y había desempeñado con eficacia el puesto de presidente de la «US Steel Corporation», con una retribución de cien mil dólares anuales. Mientras estudiaba en la Universidad de Virginia, se había dedicado a enseñar en las escuelas dominicales y a leer la Biblia en los momentos libres a las congregaciones de montañeros. Ya entonces ni fumaba, ni bebía, ni practicaba deporte alguno, y a pesar de ello contaba con las simpatías suficientes como para que resultase elegido jefe de su clase. Era sincero, honrado y no tenía ambiciones políticas, contentándose sólo con el deseo de servir a su patria…, lo cual hizo por la suma de un dólar al año. Pero esto no bastaba para hacer de él un secretario de Estado competente. Lanzado a los complejos asuntos internacionales con escasa preparación, no se hallaba en condiciones de competir con gentes avezadas en la política, como eran Churchill, Eden, Stalin y Molotov.
En los asuntos del Departamento de Estado, Stettinius casi siempre se apoyaba en las opiniones de sus consejeros. Cuando se le presentaba algún documento para su aprobación y firma, sus únicos comentarios se referían a la anchura de los márgenes de la hoja. Pero si bien algunos de los políticos se burlaban de él, considerándole como un trabajador vulgar y concienzudo, sin demasiada perspicacia, en cambio era universalmente querido por su modestia y su buen carácter. Tal vez fueran éstas las cualidades que decidieron a Roosevelt a elegirle para el puesto. A causa de la enfermedad de Cordell Hull, Roosevelt había actuado como secretario de Estado durante algún tiempo, y luego, en lugar de elegir a una persona enérgica, como James Byrnes, sin duda prefirió a un hombre afable que llevase a cabo sus deseos sin crear desilusiones. Esto puede explicar la razón de que Roosevelt diera instrucciones a su fiel y astuto ayudante, Harry Hopkins -su mano derecha-, para que acompañase a Stettinius a Malta, a fin de que supervisase todas sus actuaciones. Los enemigos del Gobierno ya estaban acusando a Stettinius de ser simplemente el hombre de paja de Hopkins, y le calificaban despectivamente de «el muchacho de pelo blanco». Churchill también atacaba a Stettinius, como si éste hubiese sido directamente responsable de la oleada de críticas que se desencadenó en Norteamérica contra el primer ministro inglés al haber ordenado a las tropas británicas de Atenas que luchasen contra los partisanos comunistas, que hasta poco antes habían combatido contra los nazis. Churchill replicó que de no haber tenido Inglaterra tropas en Grecia, los comunistas griegos se hubiesen adueñado del poder.
Al día siguiente, 1.° de febrero, por la mañana, las cosas se presentaron más tranquilas para Stettinius. El y Anthony Eden, el secretario de Asuntos Exteriores británico, abandonaron el crucero ligero británico «Orion» para dar un paseo por los muelles y discutir amigablemente acerca de los problemas que podrían surgir en Yalta. Eden era un hombre de temperamento tranquilo, y resultaba un anfitrión muy agradable. No es que no tuviera también momentos temperamentales. Aunque la gente creía que era un caballero de suaves modales y carácter pasivo, Eden era capaz a veces de tener arrebatos de cólera. Y el cordero que de pronto ruge como un león resulta siempre más desconcertante.
Cerca del mediodía, Eden, Stettinius y sus ayudantes se reunieron en el «Sirius», donde los americanos se alojaban, con el fin de estudiar la postura que debían asumir en la conferencia de Yalta. Eden consideró que los norteamericanos concedían demasiada importancia a la proyectada organización mundial, y poco interés al problema de Polonia. Era del parecer de que las Naciones Unidas no servirían de mucho, si a los soviéticos no «se les persuadía u obligaba a tratar a Polonia decentemente».
Por más que el problema polaco tenía su origen en un remoto pasado, la crisis actual podía considerarse como originada el 23 de agosto de 1939, cuando, ante la consternación de casi todos los países del mundo, Rusia y Alemania firmaron el Pacto de Moscú. Ribbentrop y Molotov acordaron dividirse el territorio polaco a cambio de la no intervención soviética, y el 1.° de septiembre los tanques germanos avanzaban hacia Varsovia. Dos días después, Gran Bretaña y Francia declaraban la guerra a la Alemania de Hitler. La Segunda Guerra Mundial había empezado.
Para Polonia, la entrada de sus aliados en el conflicto no significaba más que un apoyo moral. Al cabo de tres semanas todo el país se hallaba ocupado por Alemania y Rusia, y centenares de miles de polacos eran recluidos por los nazis y los soviéticos en los campos de concentración. El Gobierno polaco, sin embargo, después de huir a Inglaterra a través de Rumania y Francia, fue reconocido por las democracias occidentales, como el Gobierno legal en el exilio.
El 22 de junio de 1941, Hitler hizo estremecer de nuevo al mundo al volverse contra su aliada e invadir la Unión Soviética. Pocas semanas más tarde, Roosevelt y Churchill revelaban al mundo los términos de la Carta del Atlántico, que ambos habían firmado. Este documento proporcionaba nuevas esperanzas a los polacos de todas las confesiones políticas. Allí se encontraban los cimientos de una Polonia verdaderamente libre. Cuando Rusia se adhirió más tarde a los principios de la Carta, prometiendo «no buscar incremento territorial de ninguna clase», el optimismo polaco pareció tener entonces una base real. Luego cambió la suerte de la guerra, y al iniciar el Ejército Rojo su lucha contra Alemania, en términos similares, Stalin insistió en que la frontera rusopolaca debía ser trasladada al Este, a la línea de demarcación estipulada en la Conferencia de Paz de París, de 1919, por lord Curzon. Esto significaba que Rusia iba a conservar casi todo el territorio que el Ejército Rojo había ocupado en 1939. Los polacos pusieron el grito en el cielo, pero sus protestas no conmovieron a Churchill. Este, lo mismo que Stalin, consideraba que el gran cambio que había experimentado la situación militar, justificaba también un cambio de la política. Ese fue también el parecer de Roosevelt, y en la conferencia de Teherán, celebrada en 1943, ambos estadistas prometieron secretamente a Stalin que aceptarían la Línea Curzon.
El Premier polaco, Stanislaw Mikolajczyk, no sabía nada de este acuerdo, como es natural, y se trasladó a Estados Unidos para conseguir de Roosevelt las debidas seguridades de que defendería los derechos de Polonia. Cuando los dos hombres se reunieron el 6 de junio de 1944 -el día D-, Roosevelt nada dijo acerca de la Línea Curzon, y sólo prometió que Polonia sería libre e independiente.
– ¿Qué me dice de Stalin?-inquirió Mikolajczyk.
– Stalin es un hombre práctico -dijo el presidente, encendiendo un cigarrillo-, no debemos olvidar, al juzgar los actos de Rusia, que el régimen soviético sólo posee unos pocos años de experiencia en materia de relaciones internacionales. Pero de una cosa estoy seguro: Stalin no es un imperialista.
Roosevelt prosiguió diciendo que los polacos debían llegar a un acuerdo con Stalin.
– Ustedes solos -añadió-, no tienen ninguna esperanza de derrotar a Rusia, y debo decirle que ni los ingleses ni los norteamericanos tenemos la menor intención de combatir a la Unión Soviética.
Al notar la preocupación que reflejaba el rostro de Mikolajczyk, Roosevelt procuró tranquilizarle:
– Pero no se preocupe; Stalin no trata de privar a Polonia de su libertad. No osará hacer tal, porque sabe que nuestro Gobierno apoya decididamente a Polonia. Me ocuparé de que su país no salga perjudicado en esta guerra.
Luego el presidente americano exhortó a Mikolajczyk a que se entrevistase con Stalin inmediatamente, para estudiar la posibilidad de llegar a un acuerdo.
– Cuando algo se hace ineludible -concluyó diciendo Roosevelt-, lo mejor es adaptarse a la situación.
Mikolajczyk, jefe del Partido Campesino, no era tan insistente como la mayoría de los polacos acerca de la conveniencia de no hacer la menor concesión a los rusos, y accedió a trasladarse a Moscú. Ya en camino, estuvo a punto de volverse, lleno de cólera, pues se enteró que Stalin había entregado el territorio polaco recientemente liberado por el Ejército Rojo, al nuevo Comité Nacional de Liberación Polaco de Lublin, cuyos dirigentes eran comunistas polacos o simpatizantes del Partido.
La llegada a Rusia de Mikolajczyk, el 30 de julio, no podía producirse en circunstancias más dramáticas. La emisora de radio Kosciusko, de Moscú, acababa de hacer un llamamiento al pueblo de Varsovia, para que ayudase al Ejército Rojo, que se acercaba rápidamente, mediante «lucha directa y activa en las calles».
Los dirigentes polacos clandestinos oyeron la exhortación final de la emisión: «¡Polacos, ha llegado la hora de la libertad! ¡Polacos, a las armas, no hay tiempo que perder!» Resolvieron entonces poner en juego la operación «Tempestad», consistente en una rebelión general contra los nazis, y el jefe del ejército clandestino, general Bor (su verdadero nombre era Tadeusz Komorowski), ordenó iniciar las hostilidades el 1.° de agosto. En tal fecha, unos 35.000 polacos de todas las edades, pobremente armados, atacaron la guarnición germana de Varsovia. Unidades de las SS y de la policía -incluyendo a los reos en libertad condicional y los prisioneros rusos renegados, que odiaban a los polacos-, fueron enviadas a la ciudad, y bajo el mando del SS gruppenführer (general de división) Erich von dem Bach-Zelewski, se inició una brutal campaña destinada a arrasar Varsovia por completo, y a aplastar de raíz la sublevación.
Los polacos lucharon, confiando en que las tropas rusas situadas en la otra orilla del río Vístula no tardarían en liberar a Varsovia. Pero pasaron días, y los rusos ni siquiera disparaban contra los aviones alemanes que atacaban las posiciones de los polacos sublevados, pese a que los aparatos se hallaban al alcance de sus antiaéreos.
Por fin, cuatro días después de su llegada a Moscú, consiguió Mikolajczyk hablar con Stalin, quien accedió de mala gana a hacer unas pocas concesiones, si los polacos de Londres lograban llegar a un entendimiento con los de Lublin. Por consiguiente, Mikolajczyk sostuvo varias entrevistas con los dirigentes polacos de Lublin, quienes ofrecieron hacerle primer ministro de una coalición gubernamental, pero insistiendo en que Boleslaw Bierut, un comunista declarado, fuera el presidente, y que catorce de las diecisiete carteras ministeriales irían a los comunistas o a sus simpatizantes. A todo esto, Mikolajczyk trataba por todos los medios de conseguir ayuda militar para Varsovia. En una ocasión Stalin le dijo que el Ejército Rojo no podía cruzar el Vístula a causa de un ataque que llevaban a cabo cuatro nuevas divisiones alemanas de carros de asalto, y añadió que de todos modos no sabía que hubiera lucha alguna en las calles de Varsovia.
En Gran Bretaña y en Estados Unidos, la opinión pública estaba tan alterada a causa de la promesa dada a los polacos, que Roosevelt terminó por aprobar una orden para el envío de aviones norteamericanos a Varsovia, los cuales, tras arrojar suministros a los polacos, seguirían hasta territorio ruso para abastecerse de combustible. Pero los rusos consiguieron revocar este proyecto, alegando que el levantamiento de Varsovia era «un asunto arriesgado, en el que el Gobierno soviético no deseaba comprometerse».
«Si se estudia la posición del Gobierno soviético… -escribió el embajador W. Averell Harriman a Washington-, se ve que su negativa está basada en implacables consideraciones políticas, y no en el hecho de que no exista resistencia interna, o de que se adviertan dificultades de tipo operativo». A pesar de las negativas, Roosevelt y Churchill siguieron pidiendo ayuda para Varsovia. Pero Stalin se mantuvo firme, y envió el siguiente telegrama a los dos estadistas:
«…Tarde o temprano se conocerá la verdad acerca del puñado de criminales en busca del poder que iniciaron la aventura de Varsovia. Estos elementos, aprovechándose de la credulidad de los habitantes de la ciudad, expusieron a gentes prácticamente desarmadas a los cañones, tanques y aviones alemanes… No obstante, las tropas soviéticas, que últimamente han tenido que hacer frente a renovados contraataques alemanes, están haciendo todo lo que pueden para rechazar las incursiones hitlerianas y para llevar a cabo una nueva ofensiva en gran escala sobre Varsovia. Puedo asegurarles que el Ejército Rojo no ahorrará esfuerzo alguno para aplastar a los germanos en Varsovia, liberándola para los polacos. Esa será la ayuda más eficaz que pueda prestarse a los polacos antinazis.»
Si el Ejército Rojo era realmente incapaz de liberar a Varsovia -lo cual resulta dudoso-, la torpe tentativa de Stalin de convertir la rebelión en una «aventura», indica claramente que deseaba que los alemanes destruyesen por completo el ejército clandestino polaco. Con la eliminación de esos polacos resultaría mucho más fácil, para el Gobierno comunista de Lublin, adueñarse de Polonia al terminar la guerra.
Cuando al fin el general Bor se rindió, el 2 de octubre de 1944, después de sesenta y tres días de valiente resistencia, unos 15.000 hombres de sus fuerzas habían muerto, otros 200.000 polacos perecieron con ellos, y Varsovia se hallaba en ruinas. Una semana más tarde Churchill llegó a Moscú para tratar de hallar soluciones satisfactorias al nuevo problema que presentaba la expansión soviética en el Este y el Sudeste de Europa. Como los polacos de Londres aún seguían denunciando la traición de Stalin en el levantamiento de Varsovia, Churchill temió que pudieran trastornar las reuniones entre los Tres Grandes. Por lo tanto, envió un telegrama a Mikolajczyk -quien había llegado recientemente a Londres, profundamente disgustado-, e insistió en que regresase de nuevo con una delegación para continuar las entrevistas con los polacos de Lublin.
De mala gana, Mikolajczyk y un grupo de polacos de Londres llegaron a Moscú pocos días después, sólo para recibir otro rudo golpe: en una reunión celebrada el 14 de octubre, Molotov reveló que Roosevelt había accedido en Teherán al establecimiento de la frontera en la Línea Curzon. Mikolajczyk inquirió a Churchill y Harriman acerca de la certeza de aquello. El elocuente silencio de ambos fue la mejor respuesta, y los polacos de Londres sólo hicieron lo que ya estaban acostumbrados a hacer: protestar violentamente. Churchill contestó, con igual energía, que la fortaleza que demostraban terminaría por «destruir la paz de Europa», haciendo estallar una contienda que costaría veinticinco millones de vidas.
– ¿Para qué estáis luchando?¿Para que os aniquilen del todo?
Mikolajczyk, siempre indignado, pidió permiso para lanzarse en paracaídas sobre Polonia, a fin de reunirse con los partisanos.
– Prefiero morir luchando por la independencia de mi patria, antes de que me ahorquen los rusos en presencia de vuestro embajador -contestó.
A pesar de su arrebato, Mikolajczyk no tardó en comprender que debía llegarse pronto a un acuerdo, y a su regreso a Londres exhortó al Gobierno polaco en el exilio a que estableciese un nuevo convenio con Moscú. Como era de prever, los exilados se negaron a todo lo que no estuviese contenido en la Carta del Atlántico, y Churchill dijo entonces a Mikolajczyk:
– Si hubiesen seguido mis consejos del pasado enero, y aceptado la Línea Curzon, ahora no tendrían a esos terribles polacos en Lublin.
Luego Churchill amenazó con «lavarse las manos» en relación con los polacos de Londres, a causa de sus intemperancias, y entonces Mikolajczyk preguntó:
– ¿Por qué entre todos los países de las Naciones Unidas sólo Polonia es la única que tiene que hacer sacrificios territoriales, y tan pronto, además?
– Está bien -replicó Churchill sarcásticamente-. Dejen que los polacos de Lublin sigan manejando los asuntos de Polonia, ya que ustedes no quieren lo contrario. Son polacos quisling, sucios, salvajes, los que asumirán el poder de vuestro país.
Luego manifestó que la única manera de que los polacos de Londres pudiesen gobernar en Polonia, al concluir la guerra, era accediendo inmediatamente al establecimiento de la Línea Curzon. De hacerlo, tendrían el apoyo de Inglaterra y de Estados Unidos.
– A menos que me dé usted una respuesta hoy o mañana, consideraré que todo ha terminado. En realidad, no existe Gobierno polaco si éste es incapaz de tomar una decisión -dijo Churchill.
– No puedo convencer a mis colegas de la necesidad de aceptar condiciones tan duras, establecidas además sin las debidas garantías -contestó Mikolajczyk.
– ¡Basta ya! -exclamó Churchill-. Ustedes no pueden negociar más que sobre un aspecto: la Línea Curzon…
– Nos pide algo enorme, extremadamente difícil -contestó Mikolajczyk-. Tenga en cuenta que esto significa la transferencia de cinco o seis millones de polacos a las nuevas regiones de Polonia, y la expulsión de éstas de siete millones de alemanes.
– ¿Para qué ha venido usted a Londres, entonces?-preguntó furioso Churchill, pegando con el pie en el suelo, como un chiquillo irritado. Luego hizo algunas amenazas más, y de pronto volvió a inquirir-: ¿Está usted dispuesto a salir mañana hacia Moscú?
– No, no puedo hacerlo.
– ¿Y pasado mañana?
Mikolajczyk manifestó que se tardaría más en conseguir la aprobación del Gobierno polaco en el exilio.
Perdido ya el dominio de sí mismo, Churchill agitó los brazos en el aire y gritó:
– ¡Si su actitud es negativa, tenga el valor de decirlo! No vacilaré en volverme contra usted. Ha desperdiciado dos semanas enteras en continuas discusiones, sin haber logrado ningún resultado. ¿Qué pretende? Se lo digo por última vez: ¡después de esta noche no volveré a recibirle!
Cuando Mikolajczyk informó de esto a su Gobierno, los componentes del mismo, como era de esperar, se negaron indignados a verse así coaccionados. Acosado por ambas partes, Mikolajczyk entregó su renuncia.
En este ambiente de disputas, sospechas e intrigas, por lo que al problema polaco se refería, discutieron Stettinius y Eden el asunto de Polonia a bordo del «Sirius», en la mañana del 1.° de febrero. Stettinius declaró que el reconocimiento del Comité Nacional de Liberación de Lublin -que controlaban los comunistas-, como Gobierno de Polonia, provocaría el descontento en Estados Unidos. Eden también se mostró de acuerdo en que los ingleses no reconocerían al Gobierno de Lublin. Para él, la única solución residía en el establecimiento de un «nuevo Gobierno provisional en Polonia, que lleve a cabo elecciones libres en cuanto la situación lo permita». Después de la entrevista, Eden escribió en su Diario que se había llegado a un «completo acuerdo en los asuntos principales», y que hizo todo lo posible porque Stettinius comprendiese que en esa ocasión eran los americanos los que debían llevar el peso del asunto. Aseguró que habrían apoyado a los polacos, pero que la situación había cambiado, y tenían que hacer lo que más conviniese.
La armonía entre los diplomáticos fue seguida poco después por nuevos roces entre los militares, cuando éstos se reunieron por la tarde y volvieron a considerar la campaña del Frente Occidental. Marshall solicitó que se celebrase la sesión a puerta cerrada, a fin de que pudieran hablar con mayor libertad. Una vez que los taquígrafos hubieron salido de la estancia, Marshall exhortó a que aceptasen el plan de Eisenhower sin más dilaciones. Brooke rechazó la proposición, y sólo accedió a que se «tomase nota» de ella.
Fue aquella una de las pocas ocasiones en que Marshall perdió el dominio de sí mismo. Con una violencia que asombró a los asistentes, expresó su opinión acerca de Montgomery, que para los ingleses no tenía ningún defecto, y declaró luego que si no se aceptaba el plan de Eisenhower, recomendaría a éste que renunciase como comandante supremo, ya que no había otra alternativa.
Así pues, la entrevista destinada a preparar la conferencia de Yalta, había creado una situación difícil.
Pocas horas más tarde Stettinius y Hopkins se hallaban cenando en el «Orion», con Churchill y Eden. Churchill expresó su preocupación por los sufrimientos a que se veía sometida la Humanidad. Al contemplar el mundo, decía, sólo podía ver penas y matanzas, y manifestó que la paz de la posguerra dependería de un estrecho entendimiento entre Gran Bretaña y Norteamérica.
No era ésta una opinión aislada y pesimista, sino que tres semanas antes el mismo Churchill había enviado a Roosevelt el siguiente telegrama:
«Esta puede resultar una conferencia trascendental, al celebrarse en un momento en que los grandes aliados se encuentran tan divididos, y la sombra de la guerra se agranda ante nosotros. En el momento actual considero que el fin de esta guerra resultará aún más decepcionante que el de la anterior contienda.»
Y desde el envío de este telegrama, la división había aumentado, no sólo entre los Tres Grandes, sino entre los aliados occidentales. A menos que Gran Bretaña y Estados Unidos consiguiesen resolver sus diferencias al día siguiente, serían muy escasas las posibilidades de lograr algo efectivo en Yalta.
Por difícil que resultase a veces que los americanos e ingleses llegasen a un acuerdo, lo cierto es que ambos tenían una herencia cultural común, y que creían con igual firmeza en la democracia. Y lo que era más importante, su idioma y su actitud acerca de la Humanidad eran los mismos. Pero entre ellos y la Unión Soviética se abría un gran abismo, no sólo en el aspecto político, sino también en el cultural, y lo que era más importante, en el comportamiento con las personas, que se evidenciaba especialmente en el trato que cada uno de ellos daba a los enemigos civiles.
Hasta la mañana del 1.° de febrero, los habitantes del pueblo de Kurzig, situado no muy lejos del poblado del coronel Fuller, no habían visto a un solo ruso, ya que no se encontraban junto a la carretera de Küstrin a Francfort. En Kurzig no había electricidad, y por consiguiente no había aparatos de radio. De otro modo los moradores del lugar se hubieran enterado de que las avanzadas de Zhukov ya se encontraban al oeste de ellos. Pero sí escucharon el retumbar de los cañones, y se preguntaron qué medida debían tomar. Friedrich Paetzold, un funcionario policial, se hallaba en la alcaldía con su primo Otto, el alcalde, quemando apresuradamente los documentos del Partido Nazi. A mediodía los dos hombres fueron a su casa a comer, pero Paetzold se hallaba inquieto y salió en seguida a dar un paseo. Divisó entonces a un grupo de hombres que salían del bosque. El que iba delante llevaba un ropaje totalmente blanco, y cada cien metros, aproximadamente, se arrodillaba y miraba a través de unos prismáticos.
Paetzold regresó corriendo a la granja y gritó:
– ¡Los rusos están aquí!
Sin detenerse subió apresuradamente hasta su habitación, desde cuya ventana observó a cuatro hombres, que se aproximaban empuñando fusiles ametralladores. Cuando el primer ruso levantó su arma, Paetzold se lanzó al suelo. Trozos de vidrio cayeron sobre su rostro, y otra serie de disparos destrozó una ventana en el piso inferior. Las mujeres que se hallaban en la habitación gritaron aterradas.
Los rusos se apoderaron de todos los relojes, y luego fueron de cuarto en cuarto destrozando los enseres y las vajillas que habían pasado de generación en generación. Paetzold observó afligido cómo los rusos destruían cuanto caía en sus manos, haciéndolo con delectación de vándalos, e incluso arrancando el teléfono, que arrojaron por una ventana. Pensó que parecían chiquillos malcriados.
De improviso, uno de los soldados rusos entró en la habitación con la bandera de un club local de tiro, y con un sable que pertenecía a su primo Otto. El ruso lanzó la bandera al suelo y trató de romper el águila del asta, pero no lo consiguió. Intentó luego desgarrar la bandera, pero la tela era demasiado resistente. Lleno de cólera, empezó a jurar y a saltar sobre la enseña, y Paetzold no pudo evitar una carcajada. En vez de matar a Paetzold, el soldado reaccionó extrañadamente, y se calmó por completo.
El primer grupo de rusos se fue del pueblo sin provocar más incidentes, pero llegaron otros, encontraron una destilería de licores, y una vez borrachos comenzaron a incendiar, a violar mujeres y a matar. Frau Lemke, una joven casada con un soldado, cogió la pistola de su marido y dio muerte a sus dos hijos y luego se suicidó. Su padre se cortó las venas de la muñeca. La granja de la viuda Rettig fue incendiada, y la mujer recibió un balazo y cayó muerta en su jardín. Hacia el anochecer casi todas las casas de Kurzig se hallaban en llamas, y en la calle principal del pueblo se alineaban los cadáveres. Paetzold, junto con sus parientes y una docena más de habitantes del poblado, fueron encerrados en la bodega de la granja, donde tuvieron que esperar, sin saber lo que iba a ocurrirles.
Dos soldados rusos bajaron al fin y cogieron a la mujer que se hallaba más cerca de la puerta, la viuda Semisch.
– ¡Ven, haznos la comida! -dijo uno de los rusos.
– ¡Allí hay mujeres jóvenes! -exclamó la mujer, señalando hacia la paja, donde se ocultaban dos recién casadas. Pero los soldados probablemente no comprendieron, pues siguieron arrastrándola fuera de la habitación. Entonces su hija, de diez años de edad, se aferró a ella llorando, pero la apartaron. Una hora más tarde la viuda regresó con paso vacilante a la bodega. Tenía el vestido desgarrado, y lloraba fuertemente, mientras se apretaba los costados y gemía:
– ¡Mi cintura, mi cintura!
La niña corrió hacia ella, hecha un mar de lágrimas, y exclamó:
– ¡Madre querida! ¿Qué te han hecho los soldados?
Nadie dijo una sola palabra en la bodega.
Paetzold se sentía preocupado por Otto, al cual retenían arriba, en la casa. Al fin se deslizó fuera de la bodega, miró en la cocina con su linterna, y luego en otras estancias. Pero todo lo halló vacío. Luego se encaminó hacia dos habitaciones que pertenecían a la madre de Otto. La primera estaba vacía, y en la segunda vio a Otto caído en una esquina, junto al armario, que aparecía perforado por los balazos. Paetzold se inclinó sobre Otto y vio que tenía dos orificios de bala en la cabeza.
Dejóse caer Paetzold sobre una silla, sintiéndose incapaz de ir a contar a la madre y la esposa de Otto lo que había visto. Permaneció allí sentado, hora tras hora, mientras recordaba como él y Otto jugaban de pequeños, y lo mucho que todos le querían, incluso los trabajadores forzados polacos. Se preguntó por qué Dios habría consentido aquello, en lugar de sucederle a Hitler, que había destrozado la vida y la felicidad de tantos seres. Al amanecer regresó a la bodega. Todos le miraron cuando entró en silencio y se sentó ante la madre de Otto.
– Está muerto -dijo ella, serenamente-. Puedo verlo en tu rostro.
Paetzold hizo una señal afirmativa con la cabeza, y después de un largo silencio contó que Otto estaba en el dormitorio de su madre.
– Nunca podré volver a dormir allí -dijo la anciana-. Tendría siempre su imagen ante mis ojos.
A las 9,35 del 2 de febrero, el «Quincy», navío de guerra norteamericano, pasó a través de la abertura de red antisubmarina que cerraba la entrada del puerto de La Valetta. Era una mañana calurosa, y el cielo estaba totalmente despejado. Una densa multitud se alineaba a ambos lados del canal. Todos habían acudido a ver al hombre que, vistiendo una chaqueta parda, se sentaba en el puente del buque. El «Quincy» avanzó lentamente y pasó ante el «Orion», que se encontraba amarrado al muelle. Winston Churchill, desde este último buque, vestido con uniforme de la marina y con un cigarro en la boca, saludó con el brazo. La figura sentada en el puente del «Quincy» devolvió el saludo en la misma forma. Se hizo un repentino silencio cuando todos se volvieron hacia Roosevelt. Era, según dijo Eden, «uno de esos momentos en que todo parece acallarse y se comprende que se está marcando un hito en la historia».
De pronto el silencio quedó roto por el rugir de una escolta de «Spitfires» que cruzaron el cielo, así como por el estampido de las salvas y la música de las bandas de los buques amarrados que tocaban «Barras y Estrellas».
Franklin Delano Roosevelt esbozó su forzada sonrisa, evidentemente satisfecho por el recibimiento. Aquello era el comienzo de lo que podía ser la cúspide de su existencia. En los días siguientes, él y otros dos hombres tendrían una ocasión inigualada para crear un mundo mejor.
La edad y el sufrimiento se pintaban en el rostro del presidente norteamericano, pero también se advertía en su semblante un gesto de decisión y de confianza en su propio destino. Cuando en Washington se despidió de su mujer, confirmó las grandes esperanzas que tenía en la conferencia de Yalta.
– Puedo hacer bastante para fortalecer los vínculos personales entre el mariscal Stalin y yo -le dijo.
A pesar de su enfermedad, Roosevelt estaba decidido a dar los pasos necesarios a fin de asegurar una paz justa y permanente para el mundo. Sus relaciones con Churchill eran inmejorables, casi con el afecto y los sentimientos de dos hermanos. En 1940, cuando la Gran Bretaña se vio en peligro mortal, Roosevelt arriesgó su carrera política enviando ayuda incondicional. Pero después de salvar a aquel hombre que le superaba en edad, Roosevelt insistió en la inmoralidad que para él suponía el colonialismo. No le convencía la frase británica de «gobierno propio dentro de la Comunidad Británica», y siguió decidido a ayudar a los pueblos sometidos -incluyendo los del Imperio Británico-, para que pudieran lograr su libertad.
– Creo que está usted tratando de acabar con el Imperio Británico -le dijo una vez Churchill, en privado.
De aquello no podía caber la menor duda.
– El sistema colonial significa guerra -dijo Roosevelt a su hijo Elliot, en otra ocasión-. Explota los recursos de países como la India, Birmania y Java; les quita todas sus riquezas, y no les proporciona educación, ni buen nivel de vida, ni un mínimo de condiciones sanitarias. Todo lo que hace es negar los valores de cualquier estructura de paz, antes de que ésta se inicie.
Pero el colonialismo no era más que uno de los problemas que debían abordarse en Yalta, y poco antes de salir de Estados Unidos, Roosevelt mandó llamar a Bernard Baruch, para que le aconsejase.
– Anoche tuve algunas diferencias con los muchachos, Bernie -dijo Roosevelt, para explicar el temblor que agitaba sus manos, y expresó la esperanza de que pudieran sentarse los cimientos de la paz mundial en la conferencia de Crimea.
Baruch, que en cierta ocasión se calificó acertadamente a sí mismo como un «maestro de lo evidente», estaba ya preparado y le entregó una carta, la cual decía en una de sus partes:
«… La Biblia y la Historia están llenas de casos en que innumerables hombres han llevado a cabo misiones para ayudar a sus semejantes.
"Nunca se ha visto nadie ante las responsabilidades con las que va usted a enfrentarse.
"No sólo es el depositario de las esperanzas del mundo, sino que tiene ocasión de hacer que triunfen todas las tentativas anteriores, logrando una paz en que los esfuerzos rindan su fruto… Podemos aprender de los errores del pasado. Debe usted triunfar en su misión. Por encima de todo, mis esperanzas y mis plegarias van hacia los que tienen puestos los ojos en usted, y sé que no les defraudará.»
Profundamente conmovido, Roosevelt dijo que haría que su secretario, el general Edwin Watson, le leyese toda la carta antes de la entrevista.
– No voy a llevarle conmigo, Bernie -dijo Roosevelt-, pues sé que se marea, pero le prometo que no estableceré ninguna base para un tratado de paz. Cuando lo haga, estará usted sentado junto a papá.
– Evite hacer propuestas de ninguna clase -aconsejó Baruch, colocando su brazo alrededor de los hombros del presidente, y era la primera vez que se tomaba tal confianza-. Y recuerde que en cualquier lugar donde usted se siente, allí estará la cabecera de la mesa.
Las lágrimas afluyeron a los ojos de Roosevelt, que bajó la cabeza para ocultar aquella desacostumbrada muestra de emoción, y luego quedóse en silencio.
George Marshall fue a informar al presidente, poco después de las once de la mañana del 2 de febrero. Se les unió el almirante de la flota Ernest King. Tanto Marshall como King se asombraron al ver el semblante consumido y macilento que tenía Roosevelt. Sin darse cuenta de la preocupación de los dos hombres, el presidente escuchó con interés el relato de las desagradables entrevistas sostenidas con los militares británicos, y la violenta reacción de éstos ante un posible cruce del Rhin por Bradley.
El presidente pidió un mapa, y tras examinarlo detenidamente hizo notar que conocía bien el terreno, ya que en una ocasión había hecho una excursión en bicicleta por la zona comprendida entre Bonn y Francfort, y que por consiguiente aprobada calurosamente el plan de Eisenhower. Marshall y King no querían cansar a Roosevelt, y se marcharon después de media hora de conversaciones. Una vez a bordo de la lancha que les conducía a tierra, seguían tan alarmados por el aspecto del presidente, que se miraron mutuamente, llenos de consternación, pero en presencia de los tripulantes no quisieron hacer comentarios y se limitaron a mover la cabeza, significativamente.
Poco antes del mediodía, Churchill subió a bordo del «Quincy» con su hija Sara y con Eden. Durante la comida que siguió, el primer ministro, aunque no del todo recuperado de su propia enfermedad, dominó la reunión con su agudo ingenio y su brillante conversación. En un determinado momento, Roosevelt hizo notar que la Carta del Atlántico nunca llegó a ser firmada por Churchill, al punto de que el propio Roosevelt tuvo que poner el nombre del primer ministro inglés en su ejemplar. Luego, el presidente dijo, bromeando, que esperaba que Churchill estampase su firma, para dar así validez al documento. Por su parte, Churchill declaró que habiendo leído recientemente la Declaración de Independencia de Estados Unidos, le divirtió comprobar que la misma se hallaba sintetizada en la Carta del Atlántico.
Después de la comida, Eden dijo a Stettinius que le parecía haber notado al presidente más tranquilo que durante la reunión de Quebec, celebrada el otoño anterior, a pesar de lo cual Eden escribió en su Diario: «…Da la sensación de que sus energías flaquean.» No obstante las palabras de Eden, Stettinius no se sintió confortado, y aún recordaba la forma en que las manos y el cuerpo de Roosevelt habían temblado durante los recientes discursos. Ya en la comida, Roosevelt hizo notar que había dormido diez horas en la noche del viaje por mar a Malta, pese a lo cual «aún no se sentía del todo despejado.»
Aquella misma tarde, el presidente y su hija fueron invitados por el gobernador general de Malta a hacer una excursión de unos cincuenta kilómetros por la isla. El Diario de Roosevelt registró que «el tiempo era delicioso». Reanimado por este agradable intermedio, el presidente se encontró por vez primera con Churchill y los jefes de Estado Mayor Conjunto, en la sala de oficiales del «Quincy», a las seis de la tarde. Como de costumbre, Churchill fue el que lo dijo casi todo, mientras que Roosevelt se limitaba a aprobar afirmativamente con la cabeza. El explosivo asunto de la estrategia en el Frente Occidental fue solucionado con sorprendente facilidad cuando Churchill aceptó rápidamente el plan de Eisenhower. Pero luego el primer ministro creó un nuevo problema; el que Marshall tanto temía: sugirió que el mariscal de campo Harold Alexander, que mandaba todas las fuerzas de los aliados en Italia, fuese nombrado delegado de Eisenhower, con la misión de encargarse de todas las operaciones terrestres. Los jefes norteamericanos se opusieron resueltamente. Churchill tomó la negativa con buen talante, y se dio por terminada la entrevista.
Mientras Marshall esperaba para regresar a tierra, Roosevelt le mandó llamar, y le dijo que Churchill seguía deseando que Alexander fuese designado delegado de Eisenhower. Marshall contestó que nunca aprobaría tal medida, y poco después le destituían de su cargo.
Aquel mismo día, algo más temprano, Bradley, que se hallaba en Spa, Bélgica, habló a los comandantes de los ejércitos Primero, Tercero y Noveno de Estados Unidos -tenientes generales Courtney Hodges, George Patton y William Simpson-, acerca del plan de Eisenhower. Cuando éstos se enteraron de que Montgomery dirigiría el ataque principal, y de que el Noveno Ejército de Simpson quedaría bajo el mando del mariscal inglés, sus reacciones fueron las que cabía esperar.
Los tres generales eran viejos amigos, con muchas experiencias en común, y el comienzo de sus respectivas carreras militares había sida igualmente negativo. En West Point, Simpson había terminado el último de su clase, en tanto que Patton y Hodges eran suspendidos en 1905. Patton consiguió por fin terminar junto con Simpson en 1909, pero Hodges recibió otro suspenso, esta vez en matemáticas, y comenzó de nuevo desde abajo, como soldado. Los tres habían luchado contra Pancho Villa, en Méjico, y combatieron en el frente durante la Primera Guerra Mundial. Aunque muy diferentes en cuanto a personalidad, todos eran agresivos, extremadamente competentes y se hallaban impacientes por aplastar a los alemanes cuanto antes. Los tres generales escucharon con creciente decepción, mientras Bradley seguía explicando que Hodges y Patton podían seguir con sus reducidos ataques contra la Línea Sigfrido -a la que los alemanes llamaban Muro del Oeste-, hasta que Montgomery llevase a cabo la ofensiva principal. Después de eso, el combate se desarrollaría según se presentasen las circunstancias.
Patton no pudo contenerse, y manifestó que él y Hodges tenían más posibilidades de llegar los primeros al Rhin. Además, consideraba él -y creía que Hodges compartía su opinión-, que el poder ofensivo de las tropas británicas no era muy grande. Para Patton aquella forma de concluir la guerra, por parte de los norteamericanos, era ridícula y poco gallarda. Dijo que todas las divisiones disponibles debían lanzarse al ataque, en cuyo caso los alemanes seguramente no tendrían posibilidades de detener la ofensiva.
Tanto Eden como Churchill estaban preocupados porque Roosevelt había evitado hablar con ellos acerca del aspecto político a considerar en Yalta. Para remediar tal situación se concertó con el presidente una cena íntima, aquella noche, a bordo del «Quincy». Stettinius tuvo la impresión de que durante la cena se aclaró la postura de los americanos y británicos en relación con las Naciones Unidas, con Polonia, y con la conducta a seguir respecto a Alemania, pero Eden no se mostró tan optimista. Según él, no se había llegado a ningún acuerdo, y escribió en su Diario:
«…Es imposible tratar del asunto. Hablé airadamente con Harry (Hopkins) acerca de ello, cuando éste llegó más tarde, haciéndole notar que íbamos a reunirnos en una conferencia decisiva, y hasta el momento nadie había acordado lo que se iba a discutir, ni cómo debían llevarse las cosas con un Oso que sin duda sabe muy bien lo que debe hacer.»
El presidente Roosevelt, según Eden, era «desconcertante», y tanto él como Churchill estaban inquietos porque no hubiera habido verdaderas consultas angloamericanas a nivel superior. Después de la cena, Roosevelt y Churchill se trasladaron al aeropuerto de Luqa, para marchar en avión al lugar de la entrevista con Stalin. El primer ministro subió a bordo de su cuatrimotor «Skymaster» y se retiró a dormir. El presidente, siempre en su silla de ruedas, fue colocado en un ascensor especial, en el que subió hasta su aparato, un «C-54» [6] transformado. Era la primera vez que Roosevelt empleaba el avión, ya que, además de disgustarle la monotonía del viaje por aire, el presidente consideraba que un avión adaptado especialmente para él, y dedicado únicamente a su uso, constituía un gasto innecesario. A pesar de todo, Roosevelt se hallaba excitado y optimista. Adelante le esperaba la aventura. Le dijeron que su aparato no despegaría hasta varias horas después, por lo cual Roosevelt también se dispuso a dormir.
Hacía frío y el cielo estaba cubierto cuando los 700 conferenciantes destinados a Yalta subieron a los veinte «Skymaster» americanos y a los cinco «York» británicos. El ambiente, en el aeropuerto oscurecido como prevención contra los ataques aéreos, era de gran tensión. De acuerdo con un informe del Servicio de Inteligencia norteamericano, Hitler se hallaba al corriente del lugar exacto en que los Tres Grandes iban a realizar su entrevista. Un vuelo de prueba efectuado tres noches antes por el teniente coronel Henry T. Myers, casi había terminado en un desastre. Al tomar tierra en el aeropuerto de Saky, en la península de Crimea, Myers halló numerosos agujeros en el fuselaje, producidos por disparos antiaéreos. O bien éstos habían sido causados al pasar el aparato sobre la isla de Creta, en poder de los germanos, o los artilleros turcos le habían tomado por un avión alemán.
A las once y media, mientras caía sobre Luqa una llovizna fina y helada, el primer avión despegó, emprendiendo su viaje de más de dos mil kilómetros hasta Saki. Otros aparatos siguieron a intervalos regulares, con un plan de vuelo de tres horas y media hacia el Este, seguido de un giro de 90° hacia el Norte, para evitar la isla de Creta. El avión del presidente despegó hacia las tres y media de la madrugada, inmediatamente antes que el de Churchill. Sin escolta y con las luces apagadas, el gran aparato de transporte no tardó en desaparecer entre las oscuras nubes. Cuando el ruido de sus motores se extinguió, la suerte del presidente de Estados Unidos sería una incógnita durante casi siete horas, ya que todos los aparatos en vuelo debían guardar el más estricto silencio.
La primera parte del vuelo transcurrió sin novedad. Pero poco después de que seis cazas «P-38» se hubieron unido al «C-54» de Roosevelt, sobre los montes de Grecia, comenzó a formarse hielo en las alas de los siete aviones. Uno de los cazas tuvo que regresar a Atenas, al quedársele parado un motor. Los hombres del Servicio Secreto se mostraron tan preocupados por el hielo, que estuvieron a punto de despertar al presidente, a fin de prepararle para una eventualidad. Pero el peligro pasó, y poco después del mediodía, hora de Crimea (dos horas de adelanto con Malta), el piloto efectuó el giro de 90° previsto.
A las 12,10 el aparato de Roosevelt tomó tierra en una helada pista de bloques de hormigón sumamente lisa, y se detuvo casi al final de la misma. La región aparecía desprovista de árboles, llana y triste. Mientras el avión se aproximaba a la zona de estacionamiento, los que se hallaban a bordo alcanzaron a ver algunos soldados rusos de flamantes uniformes, que rodeaban el aeropuerto, con sus fusiles ametralladores preparados. Un regimiento seleccionado del Ejército Rojo se aprestaba a recibir a los viajeros, en tanto que una banda militar interpretaba algunas marchas. El ministro soviético de Asuntos Exteriores, Vyacheslav M. Molotov, así como el embajador Harriman y Stettinius, subieron a bordo del aparato para dar la bienvenida al presidente Roosevelt, informándole al mismo tiempo que el mariscal Stalin aún no había llegado a Crimea.
Poco después, a las 12,30, llegó el avión de Churchill escoltado por seis «P-38». Churchill se encaminó hacia el aparato de Roosevelt, y observó cómo bajaban a éste en el ascensor y le colocaban en un «jeep» ruso -préstamo de los americanos-, bajo la atenta supervisión del jefe de escolta del presidente, Michael Reilly. El comandante de la guardia de honor pronunció un discurso de bienvenida a los dos dirigentes occidentales, y la banda rompió a tocar «Barras y Estrellas». El vehículo avanzó ante las filas de soldados, marchando junto a él Churchill, con un cigarro de veinte centímetros que parecía un pequeño cañón.
Roosevelt fue trasladado a un automóvil, para recorrer en él los ciento veinte kilómetros que le separaban de Yalta. No había más vehículos en la carretera, la cual aparecía flanqueada cada cien metros por guardias vestidos con largos y pesados capotes, provistos de brillantes correajes. Algunos llevaban gorros de astracán, y otros gorras de vivo color verde, azul o rojo. Cada uno de los centinelas efectuaba un rápido saludo con el fusil en el momento de pasar el automóvil del presidente. La hija de Roosevelt tiró de la manga de su padre y dijo con acento de sorpresa:
– ¡Mira, muchos de los centinelas son chicas!
En efecto, colocadas en los cruces había muchachas uniformadas, cada una con una bandera roja y otra amarilla. Si el camino estaba libre, la chica apuntaba con la bandera amarilla hacia el coche, colocaba luego ambas banderas bajo el brazo, y saludaba marcialmente con la mano derecha. Esto no dejó de impresionar a los norteamericanos, que se sintieron más tranquilos acerca de la seguridad de su presidente.
El primer tercio del viaje discurrió a través de un terreno levemente ondulado, desprovisto de árboles y cubierto de nieve, que se parecía bastante a las grandes planicies de Estados Unidos. Pero a diferencia de aquel país, las tierras que atravesaban aparecían cubiertas de tanques destrozados, edificios quemados y otros restos de la contienda. Después de dejar atrás Simferopol, la capital de Crimea, la carretera se hacía sinuosa al ascender por una escarpada cadena montañosa. La caravana de coches se encaminó hacia el mar Negro, y luego hacia el Sur, bordeando la costa. Pasaron por Yalta a las seis, y siguieron aún tres kilómetros en dirección Sur, hasta llegar al fin al palacio Livadia, que sería la residencia de Roosevelt. El palacio, de cincuenta habitaciones, había sido proyectado por Krasnov en estilo Renacimiento italiano, y fue construido durante el reinado del zar Nicolás, en 1911. Situado a unos cincuenta metros sobre el nivel del mar, el edificio de granito blanco daba simultáneamente a las montañas y al mar. Para Stettinius el panorama resultaba admirable, y le recordaba algunas partes de la costa de Estados Unidos en el Pacífico.
Livadia había sido convertido en un sanatorio antituberculoso para trabajadores, después de la Revolución. Los alemanes lo habían saqueado a conciencia, despojándole incluso de sus artesonados. Sólo quedaron dos cuadros y una plaga de insectos. Durante los diez días anteriores, los rusos habían llenado el palacio con muebles y enseres del hotel Metropole, de Moscú, y llevaron un ejército de albañiles, fontaneros, calefactores, electricistas y pintores para que reparasen los innumerables desperfectos. Los parásitos quedaron a cargo de los escrupulosos norteamericanos, y un grupo de hombres del «Catoctin», navío auxiliar de la marina de guerra de Estados Unidos, que se hallaba amarrado en Sebastopol, llevó a cabo la completa desinsectación del edificio.
Roosevelt fue acomodado en el primer piso, que disponía de un comedor privado, estancia que fuera anteriormente el salón de billares del zar. A Marshall le alojaron en el dormitorio imperial, y al austero almirante King en el cuarto tocador de la zarina, lo cual nunca dejaron de recordarle sus compañeros.
Pese a todo este despliegue de lujo, los 216 norteamericanos alojados en el palacio encontraron un grave defecto: sólo Roosevelt disponía de baño privado. Además, las camareras rusas entraban en los demás cuartos de aseo sin llamar siquiera, ajenas por completo a la turbación de los sorprendidos americanos.
Churchill y su comitiva abandonaron inmediatamente el aeropuerto y siguieron a Molotov hasta una amplia tienda ovalada, dotada de calefacción, en cuyo interior aparecían unas mesas cargadas de té caliente, vodka, coñac, champaña, salmón y esturión ahumados, caviar y huevos cocidos y pasados por agua, así como mantequilla, queso y pan.
Ya en camino, el viaje a Yalta requirió más de dos veces el tiempo que tardó Roosevelt. Tras la comida de bocadillos, que suministró un precavido oficial de Estado Mayor, el séquito de Churchill se detuvo en Alustha, una pequeña población costera situada al norte de Yalta, donde Molotov les ofreció un pantagruélico almuerzo. Los corteses británicos hicieron lo posible por fingir apetito. Llenos hasta reventar, pasaron ante el palacio Livadia, donde se alojaba Roosevelt, y siguieron diez kilómetros más, hasta avistar el palacio del príncipe Yusupov -el que diera muerte a Rasputin-, donde se alojaría Stalin. Continuaron hacia el Sur, bordeando la costa durante otros seis kilómetros, y al fin llegaron al alojamiento previsto para Churchill, el palacio Vorontsov. Aunque menos grande y lujoso que el palacio Livadia, la residencia era sumamente cómoda. Desde una parte, el edificio parecía un castillo escocés, y desde otra, un palacio árabe. Unos leones tallados flanqueaban la entrada -detalle muy apropiado-, y en el comedor Churchill observó un cuadro que le resultaba familiar.
– Me parece haberlo visto antes -dijo Churchill al comandante Thompson.
Era un retrato de la familia Herbert, que había visto en Wilton, y que se hallaba allí por haberse casado la hermana del príncipe Vorontsov con un miembro de dicha familia.
Lo mismo que en Livadia, todos los muebles, los aditamientos y el personal de servicio había sido llevado desde Moscú. Cuando el general Hastings Ismay, jefe de Estado Mayor de Churchill, entró en el palacio, reconoció a dos criados que solían servirle en el hotel Nationale, de Moscú. Al hacer éstos caso omiso de la sonrisa que les dirigiera, Ismay se sintió profundamente desconcertado, pero en cuanto hubieron quedado a solas, los dos sirvientes cayeron de rodillas y le besaron la mano, tras lo cual se incorporaron rápidamente y salieron de la estancia sin decir una palabra.
La víspera de la conferencia que debía decidir el destino de la Alemania de Hitler, los mismos nazis estaban aún juzgando a algunos hombres que habían intentado acabar con el Tercer Reich, y que habían fracasado. El Tribunal del Pueblo ya había condenado a varios centenares, acusados de complicidad en la conjura del 20 de julio. Entre ellos Karl Goerdeler, antiguo oberbürgemeister de Leipzig, el cual había escrito la carta secreta a los generales, en 1943:
«…Es un gran error creer que la energía moral de los alemanes se ha desvanecido. Lo cierto es que sólo se halla deliberadamente debilitada. La única esperanza de salvación reside en barrer definitivamente el terror y la clandestinidad, restableciendo la justicia y el gobierno adecuado, a fin de conseguir reactivar nuestra moral. No debe asombrarnos que el pueblo alemán tenga sed de justicia, de honradez y realismo para el futuro, como la tuvo en el pasado. Y como en el pasado, los pocos elementos degenerados que no lo querían, deberán ser mantenidos bajo control por el poder legal del Estado.
»La solución más práctica consiste en crear una situación, aunque sólo sea por veinticuatro horas, en que pueda decirse la verdad, restableciendo la confianza de que la justicia y el buen gobierno prevalecerán una vez más.»
Los procedimientos del 3 de febrero fueron presididos, como de costumbre, por Roland Freisler, presidente del Tribunal del Pueblo. Este era un hombre astuto, de palabra mordaz e indudable capacidad. Ardiente bolchevique en su juventud, había sido calificado por Hitler como «nuestro Vishinsky», y en los pasados seis meses se había hecho acreedor a tal título. Actuando como fiscal y juez, Freisler atacó, amenazó, ridiculizó, y cuando nada de esto dio resultado, vociferó con toda la potencia de sus pulmones. Su aguda voz podía oírse a buena distancia de la sala donde se celebraba el juicio contra Ewald von Kleit-Schmenzin, un propietario de tierras. Sin inmutarse, Kleist admitió con orgullo haber combatido siempre a Hitler y al Nacional Socialismo. Otros encartados escucharon estas declaraciones y desearon interiormente hacer frente al tribunal con igual dignidad.
Desconcertado ante las respuestas de Kleist, Freisler suspendió repentinamente su caso y reanudó el de Fabian von Schlabrendorff, un joven funcionario, abogado de profesión. Este no sólo había tomado parte en la conjura del 20 de julio, sino que colocó una bomba de tiempo en el avión de Hitler, en marzo de 1943, bomba que no llegó a estallar. Desde el día de su detención, Von Schalbrendorff había sufrido una serie de torturas que no le habían hecho confesar ni el nombre de uno solo de sus cómplices. Le habían apaleado con pesados garrotes, le clavaron alfileres en los dedos y le colocaron en las piernas unos artefactos en forma de tubo, forrados interiormente con púas, que se apretaban con un tornillo, punzándole y desgarrándole la carne.
Freisler comenzó por agitar una carpeta que contenía las pruebas contra Von Schlabrendorff, y gritó:
– ¡Eres un traidor!
Pero en ese momento sonaron las sirenas de alarma antiaérea y el tribunal suspendió apresuradamente la sesión. Los prisioneros fueron llevados a toda prisa, aherrojados de manos y piernas, al mismo refugio que ocupaba Freisler. Por encima, a unos diez mil metros de altura, casi mil fortalezas volantes de la Octava Fuerza Aérea norteamericana comenzaron a descargar sus bombas. Von Schlabrendorff oyó un estampido ensordecedor, y creyó que había llegado su fin. Cuando el polvo se disipó, vio que una gran viga había caído sobre un funcionario de los Tribunales, y sobre Freisler. Llamaron a un médico, pero Freisler ya estaba muerto. Cuando Von Schlabrendorff vio el cuerpo inerte de Freisler, aferrando aún la carpeta que contenía las pruebas, una amarga sensación de triunfo se difundió por todo su ser, y se dijo a sí mismo: «Los designios de Dios son inescrutables. Yo era el acusado, y él el juez. Ahora él está muerto y yo he quedado con vida.»
Los miembros de la Gestapo sacaron a Von Schlabrendorff, a Kleits y a otro acusado de la bodega, y los condujeron a la prisión de la Gestapo. Era aún mediada la tarde, pero el cielo ya estaba oscureciendo por el humo y las cenizas desprendidas de los incendios. Se veían llamas por todas partes, y hasta el mismo edificio de la Gestapo -a donde iban-, situado en el número 9 de la Prinz Albrechtstrasse, se hallaba incendiado. Pero el refugio antiaéreo había sido levemente afectado, y allí introdujeron a Von Schalabrendorff. Cuando éste pasaba ante otro prisionero, el almirante Wilhelm Canaris -antiguo jefe del Servicio de Inteligencia, y conspirador desde hacía mucho tiempo contra Hitler-, se detuvo para gritar:
– ¡Freisler ha muerto!
La buena nueva circuló entre los demás prisioneros: el generaloberst Franz Halder, antiguo jefe de Estado Mayor del Ejército; el magistrado Carl Sack, y otros más. Con un poco de suerte, los aliados les liberarían antes de que se llevase a cabo el próximo juicio.
En el palacio Livadia, Roosevelt pasó una noche tranquila, descansando. Al día siguiente, en el soleado porche que daba al mar, se entrevistó con sus consejeros militares para una breve consulta antes de que los Tres Grandes se reuniesen esa misma tarde. El almirante William Leahy dijo que todo estaban de acuerdo en que Eisenhower debía comunicarse inmediatamente con el Estado Mayor General soviético, y Marshall manifestó que hacerlo por intermedio de los jefes de los ejércitos aliados conjuntos, como querían los ingleses, no era práctico en esos momentos, ya que exigiría una gran pérdida de tiempo, y los rusos se encontraban ya a sólo sesenta kilómetros de Berlín.
Los jefes militares aliados se disponían a marcharse, cuando el embajador Harriman se acercó al porche en compañía de Stettinius y de tres funcionarios del Departamento de Estado: Freeman Matthews, Charles Bohlen y Alger Hiss. Stettinius exhortó a los militares a que se quedaran para escuchar la postura del Departamento de Estado en el aspecto diplomático. Asesorado y aconsejado con frecuencia por Matthews, Stettinius enumeró los temas que a su entender debían estudiar los Tres Grandes. Los más importantes eran: el de Polonia, el establecimiento de una organización de Naciones Unidas, la actitud respecto a Alemania, y el allanamiento de diferencias entre el Gobierno chino y los comunistas. El único que no tomó parte en la discusión fue Hiss. [7]
Roosevelt se mostró de acuerdo en que el Gobierno de Lublin no debía ser reconocido, y pidió un informe sobre Polonia, para entregárselo a Churchill y Stalin.
Stalin había llegado aquella misma mañana, después de un tedioso y cansado viaje en ferrocarril desde Moscú. A las tres de la tarde, cuando iba camino de la primera reunión plenaria de Livadia, Stalin se detuvo ante el palacio de Vorontsov para cumplimentar a Churchill. El dirigente soviético expresó su optimismo acerca de la marcha de la guerra. Alemania estaba quedándose sin pan y sin carbón, y su red de transportes se estaba desmoronando.
– ¿Qué harán ustedes, si Hitler se traslada al Sur, a Dresde, por ejemplo?-inquirió Churchill.
– Le seguiremos -replicó serenamente Stalin, y añadió que el Oder ya no constituía ninguna barrera. Por otra parte, Hitler había destituido a sus mejores generales, a excepción de Guderian, «y éste es un aventurero», aseguró. Stalin dijo también que los alemanes eran lo bastante necios como para dejar once divisiones acorazadas en los alrededores de Budapest. ¿Acaso no se habían dado cuenta de que ya no eran una potencia mundial, capaz de tener fuerzas en todas partes?
– Aprenderán con el tiempo -terminó diciendo torvamente el mariscal-, pero entonces será demasiado tarde para ellos.
Stalin se despidió de Churchill y salió hacia el palacio Livadia en su gran «Packard» negro, con Molotov y un intérprete, para dar igualmente la bienvenida a Roosevelt. Eran las cuatro y cuarto de la tarde, es decir, cuarenta y cinco minutos antes de la hora concertada para la inauguración de la conferencia, cuando los soviéticos entraron en el despacho del presidente americano. Roosevelt agradeció a Stalin los esfuerzos realizados a fin de acomodarle convenientemente. Bohlen hizo de intérprete, ya que hablaba el ruso con facilidad. Aparte de Roosevelt fue el único norteamericano presente en aquella entrevista. Luego el presidente americano bromeó acerca de las muchas apuestas que se habían cruzado durante su viaje por mar, sobre si los rusos llegarían a Berlín antes de que los americanos entrasen en Manila. Stalin reconoció que probablemente los norteamericanos llegarían antes a su meta, ya que «actualmente se desarrolla una lucha muy dura en el frente del Oder».
Después Roosevelt dijo a Stalin que le había impresionado grandemente la devastación reinante en la zona de Crimea, que habían atravesado, lo que le había hecho considerar «más sanguinarios» a los alemanes de lo que creyera un año antes.
– Espero que volverá usted a proponer en un brindis la ejecución de cincuenta mil oficiales del ejército alemán -añadió Roosevelt.
Stalin replicó que todos deseaban vengarse de los alemanes, y que la destrucción de Crimea no era nada comparada con la de Ucrania.
– Los alemanes son unos salvajes, y parecen aborrecer con odio reconcentrado todas las obras creadoras de los seres humanos -manifestó Stalin.
Después de comentar brevemente la situación militar, Roosevelt inquirió de Stalin acerca de la reunión que había tenido con el general De Gaulle en su entrevista de diciembre, celebrada en Moscú.
– No me parece que De Gaulle sea una persona demasiado complicaba -replicó Stalin-. Pero creo que no está acertado, en el sentido de que Francia no ha luchado mucho en esta guerra, a pesar de lo cual exige igual trato que los americanos, ingleses y rusos, que han llevado el peso de la lucha.
Roosevelt, a quien disgustaba el dirigente francés y que le consideraba sólo como un mal necesario, manifestó que en Casablanca De Gaulle se había comparado con Juana de Arco. Stalin apreció tanto la anécdota que llegó a sonreír un poco. Tras mostrarse sólo cortésmente deferente con Churchill, ahora se manifestaba afable con el presidente americano. Lo cierto es que ambos congeniaron tanto que comenzaron a hacerse confidencias. Roosevelt informó a Stalin acerca de un reciente rumor sobre que Francia no proyectaba anexionar ningún territorio alemán, sino que deseaba colocarlo bajo control internacional. Stalin movió afirmativamente la cabeza y repitió lo que De Gaulle le había dicho en Moscú: el Rhin era la frontera natural de Francia, y deseaba que hubieran tropas francesas estacionadas allí permanentemente.
Este cambio de impresiones proporcionó tal confianza a Roosevelt, que anunció que iba a decir algo quizá indiscreto; algo que no comentaría con Churchill: después de terminada la guerra, los ingleses deseaban que Francia situase una fuerza de 200.000 hombres a lo largo de su frontera oriental, para detener cualquier ataque de los alemanes, hasta tanto Inglaterra hubiese reorganizado su propio ejército.
– Los ingleses son un pueblo original -añadió enigmáticamente Roosevelt-. Quieren tener el pastel y comérselo al mismo tiempo.
Stalin escuchaba con gran interés, y Roosevelt prosiguió señalando las dificultades que había tenido con los británicos en relación con las zonas de ocupación de Alemania.
– ¿Cree usted que Francia debe poseer una zona de ocupación? -inquirió el mariscal a Roosevelt.
– No me parece mala idea -contestó éste-, pero sin concesiones de ninguna clase.
– Sólo así se le proporcionaría una zona -dijo Stalin, con firmeza. Molotov, callado hasta aquel momento, apoyó a Stalin con la misma energía. Era un negociador duro y flemático, al que Roosevelt llamaba «mula de piedra», ya que era capaz de permanecer a lo largo de toda una conferencia repitiendo una y otra vez la misma proposición.
El presidente comprobó que eran las cinco menos tres minutos, por lo que sugirió que se trasladasen al salón de conferencias, donde ya estaba reunido el personal militar de los Tres Grandes. Roosevelt prefería que hubiera la menor cantidad de testigos, cuando se presentaba a una de esas entrevistas. Sentado en un escabel montado sobre ruedecillas, el presidente fue introducido en la amplia estancia, usada antiguamente por el zar Nicolás como salón de banquetes y de baile. Al llegar a la gran mesa de conferencias, Roosevelt se pasó él mismo a un sillón, con sus musculosos brazos. Bohlen tomó asiento a su lado, dispuesto a hacer de intérprete.
En ese momento, los fotógrafos militares se dedicaron a sacar fotografías, mientras Stalin, Churchill, Stettinius, Eden, Molotov, Marshall, Brooke y otros dirigentes políticos y militares tomaban asiento en sus respectivos sitios. Los consejeros se colocaron detrás de sus jefes. En total, diez norteamericanos, ocho ingleses y diez rusos se situaron alrededor de la mesa, dispuestos a iniciar la trascendental reunión. La importancia de su misión les abrumaba a todos, y entre ellos se oían toses nerviosas y frecuentes carraspeos.
Stalin abrió la sesión sugiriendo que Roosevelt hiciese las reseñas iniciales, como había hecho en Teherán. Los americanos que veían por vez primera a Stalin se asombraron de lo bajo que era -medía un metro sesenta y cinco centímetros- y de su afable manera de expresarse.
Roosevelt dio espontáneamente las gracias a Stalin, y comenzó diciendo que el pueblo al que representaba deseaba la paz por encima de todas las cosas, y el rápido fin de la guerra. Puesto que en ese momento se entendían mejor que anteriormente, consideraba adecuado proponer que las conversaciones se desarrollasen sin protocolo alguno, de modo que todos pudieran expresarse con plena franqueza y libertad. Propuso que se hablase primeramente del aspecto militar «especialmente del punto principal, el concerniente al Frente Oriental».
El general Alexei Antonov, delegado soviético del Estado Mayor, leyó una declaración sobre el desarrollo de la nueva ofensiva, que fue seguida de un conciso resumen de Marshall acerca del Frente Occidental. Stalin dijo entonces que Rusia tenía 180 divisiones en Polonia, contra 80 los alemanes. La superioridad de la artillería era abrumadora, hallándose en una proporción de cuatro piezas por cada una germana. Había 9.000 carros de asalto soviéticos, y el mismo número de aviones en un frente relativamente reducido. Stalin terminó preguntándose qué era lo que los Aliados esperaban del Ejército Rojo.
Churchill, hablando también con espontaneidad, expresó la satisfacción de Inglaterra y Norteamérica por el poderío y el éxito de la gran ofensiva soviética, y pidió únicamente que las tropas rusas continuaran con su ataque.
– La ofensiva actual no es el resultado de los deseos de los Aliados -replicó Stalin, un poco ásperamente, e hizo hincapié en el hecho de que la Unión Soviética no estaba obligada, por un tratado como el de Teherán, a llevar a cabo una ofensiva de invierno.
«Digo esto sólo para poner de manifiesto el espíritu de los dirigentes soviéticos, quienes no sólo han querido cumplir con sus obligaciones normales, sino que han ido más lejos, y han actuado en la forma que mejor podían cumplir con un deber moral, en relación con sus aliados.»
Siguió diciendo Stalin que a petición de Churchill había lanzado la gran ofensiva soviética con tiempo suficiente para quitarles algún peso a los norteamericanos en la batalla de Bulge. Por lo que se refería a continuar con el ataque, afirmó que el Ejército Rojo seguiría con él, siempre que el tiempo y el estado del terreno lo permitiesen.
Roosevelt había solicitado franqueza, y la estaban obteniendo. El presidente hizo algunas observaciones conciliadoras, y Churchill se le unió, expresando su total confianza en que el Ejército Rojo apresuraría el avance mientras fuese posible.
Con esta única excepción, el tono de la primera asamblea plenaria, según hizo notar Stettinius, fue «de plena cooperación», y todo el mundo se mostraba del mejor talante cuando se levantó la sesión a las siete menos diez. Un momento más tarde, dos miembros del NKVD, identificados como guardaespaldas de Stalin, perdieron el rastro de éste. Una contenida sensación de pánico se extendió por los corredores mientras los dos hombres le buscaban activa y silenciosamente… hasta que le vieron salir sin prisas de los lavabos.
El primer día de la conferencia terminó con una cena de gala en el palacio Livadia, que ofreció e] presidente a sus dos colegas, invitando a los ministros de Asuntos Exteriores y a unos pocos consejeros políticos, catorce en total. La cena fue una combinación de platos rusos y norteamericanos: caviar, esturión y champaña ruso; pollo asado al gusto del Sur, hortalizas y tarta. Se propusieron numerosos brindis, y Stettinius observó divertido que Stalin, después de beber la mitad de su vaso de vodka, lo llenaba otra vez con agua, furtivamente. El observador Stettinius, que tomó una nota detallada de la conferencia, también observó que el mariscal prefería los cigarrillos americanos.
Cuando Molotov brindó por Stettinius, y expresó su deseo de verle en Moscú, Roosevelt dijo en tono de broma:
– ¿Cree usted que Ed se comportará en Moscú como Molotov en Nueva York?
Con eso quiso dar a entender que «mula de piedra» lo había pasado muy bien, en la gran ciudad americana.
– Le queda el recurso (a Stettinius) de ir a Moscú de incógnito -bromeó a su vez Stalin.
El ambiente se hizo cada vez más liberal, y Roosevelt, al fin, dijo a Stalin:
– Hay algo que quiero decirle. El primer ministro y yo hemos intercambiado telegramas constantemente, desde hace dos años, y tenemos un término para designarle a usted; es «el tío Joe». La mandíbula de Stalin se cerró con fuerza, y luego preguntó secamente qué quería decir el presidente. Los norteamericanos no le entendían, pero el tono de su voz no dejaba dudas, y se hizo la pausa necesaria para la traducción, lo que motivó que la tensión aumentase.
Por último, Roosevelt dijo que era un término afectuoso, y ordenó otra ronda de champaña.
– ¿No es hora de regresar?-adujo Stalin.
Cuando Roosevelt contestó que todavía no se lo parecía, el mariscal dijo fríamente que era tarde y que tenía algunos asuntos militares por resolver. Entonces, James Byrnes, director de la Oficina de Movilización de Estados Unidos, trató de salvar la situación, y dijo:
– Después de todo, si ustedes hablan siempre del tío Sam, ¿qué tiene de malo hablar del tío Joe?
Molotov, en un desacostumbrado papel de pacificador, se echó a reír y agregó:
– No se preocupen, el mariscal les está tomando el pelo. Ya sabíamos eso desde hace dos años. Y en toda Rusia se le conoce como «el tío José».
No estaba muy claro si Stalin se había ofendido, o sólo lo fingía, pero el caso es que prometió quedarse hasta las diez y media. Churchill, maestro consumado en tales momentos, brindó por la histórica entrevista. El mundo entero les estaba observando, dijo, y si tenían éxito, seguirían un centenar de años de paz para el mundo. Los Tres Grandes, que habían luchado en la guerra, deberían mantener la paz.
El brindis, y tal vez su oportunidad, espolearon el sentido de responsabilidad de Stalin, el cual alzó su copa y declaró que los Tres Grandes habían cargado con el peso de la guerra, liberando a los países pequeños de la dominación nazi. Algunas de las naciones salvadas, añadió irónicamente, parecían creer que las tres grandes potencias estaban obligadas a derramar su sangre para liberarlas.
– Y ahora critican a las potencias por no tener en consideración los derechos de los países pequeños -añadió, manifestando luego que a pesar de ello estaba dispuesto a unirse a Norteamérica e Inglaterra en la protección de tales derechos.
«Pero no consentiré que ninguna acción de ninguna potencia importante, esté sometida a la crítica de los países pequeños.» Por el momento, Stalin y Churchill se hallaban de acuerdo, aunque Roosevelt disentía.
– El problema que presenta el trato con las naciones pequeñas -manifestó el presidente americano- no es tan sencillo. En Estados Unidos, por ejemplo, hay numerosos polacos que se hallan interesados en el futuro de su país.
– Pero de sus siete millones de polacos, sólo votan siete mil -replicó Stalin-. Lo he estudiado concienzudamente y sé que tengo razón.
Roosevelt era demasiado cortés para decir que aquello era ridículamente inexacto, y Churchill, en una evidente tentativa por cambiar de tema, brindó por todas las masas proletarias del mundo. Ello originó una animada discusión acerca de los derechos del pueblo para autogobernarse.
– Aunque se me tacha constantemente de reaccionario, de los presentes soy el único que puedo ser destituido de mi cargo, en cualquier momento, por sufragio de mi pueblo -aseguró Churchill-. Personalmente, me produce una gran satisfacción semejante riesgo.
Cuando Stalin hizo notar jocosamente que el primer ministro parecía temer esas elecciones, éste comentó:
– No sólo no las temo, sino que estoy orgulloso del derecho que tiene el pueblo inglés de cambiar de Gobierno cada vez que lo juzgue conveniente.
Poco después Stalin reconocía que estaba dispuesto a colaborar con Gran Bretaña y Estados Unidos para proteger los derechos de las naciones pequeñas, pero de nuevo insistió que no aceptaría sus censuras. Esta vez fue Churchill quien no se mostró de acuerdo. Dijo que no debía interpretarse como si las demás naciones fuesen a dictar su parecer a las grandes potencias. Estas tenían el deber de ejercer su supremacía con moderación y con manifiesto respeto hacia los derechos de los países pequeños.
– El águila -dijo Churchill, citando una frase conocida- puede permitir que canten los pajarillos, sin cuidarse de lo que cantan.
Roosevelt y él se hallaban de acuerdo en ese momento, y era Stalin el tercero en discordia. Pero aquello no era más que una afable contienda, una prueba que se realizaba, bajo el efecto del vodka y el champaña, de los asuntos que deberían tratarse. Stalin mostró hallarse tan a gusto, que permaneció hasta las once y media de la noche, y cuando él y Roosevelt abandonaron la estancia, ambos se hallaban sumamente satisfechos. Eden, en cambio, aparecía taciturno. Para él había sido una «terrible reunión». Roosevelt se había mostrado «impreciso e ineficaz», en tanto que Churchill «hizo demasiados discursos para tratar de arreglar las cosas. Por lo que se refería a Stalin, su actitud acerca de las pequeñas naciones impresionó a Eden como «sombría», por no decir siniestra. El ministro inglés se sintió sumamente aliviado cuando «el asunto hubo concluido». Pero las discusiones aún no habían terminado. Cuando Eden y Churchill se dirigían hacia su automóvil, en compañía de Bohlen, el primer ministro hizo notar que debía permitirse que cada república integrante de la Unión Soviética tuviera un voto en las Naciones Unidas, asunto éste al que se oponían los norteamericanos. Eden perdió la paciencia y defendió el punto de vista norteamericano con vehemencia. De viva voz, Churchill respondió ásperamente que todo dependía de la unidad de las tres grandes potencias. Afirmó que sin eso el mundo se vería sujeto a una tremenda catástrofe, por lo que cualquier cosa que contribuyera a mantener esa unidad recibiría su apoyo.
– ¿Cómo un acuerdo semejante puede atraer a las naciones pequeñas a esa organización?-inquirió Eden, y añadió que personalmente consideraba que la idea no encontraría apoyo entre el público inglés.
Churchill se dirigió a Bohlen inquiriendo cuál era, según él, la solución de Norteamérica a la cuestión del voto.
Bohlen contestó diplomáticamente con una broma.
– La propuesta americana me hace recordar la anécdota del hacendado que entregó una botella de whisky a un negro, como regalo. Al día siguiente, el plantador preguntó al negro que cómo había encontrado el whisky. «Perfecto», dijo el negro. El hacendado inquirió lo que quería decir con eso. «Digo que de haber sido mejor, usted no me habría regalado el whisky, y si hubiera sido peor, yo no hubiese podido beberlo.»
Churchill miró pensativamente a Bohlen, y después de un momento dijo:
– He comprendido.
Alemania, atacada por el Este y el Oeste, también recibía embates desde el aire. Por más que la situación desastrosa del Frente Oriental se ocultaba en parte a los alemanes -y a Hitler-, casi todo el mundo en Alemania, incluyendo al mismo Führer, estaba en peligro, tratándose de ese tipo de combate. El 4 de febrero, Martin Bormann escribió a su esposa Gerda acerca del penoso estado en que se encontraba el cuartel general del Führer.
«Amada mujercita:
»En este preciso momento acabo de refugiarme en la oficina de mi secretario, que es la única habitación que conserva algunos cristales, por lo que se encuentra aceptablemente templada… El jardín de la Cancillería presenta un aspecto desolador. Se ven profundos agujeros, árboles caídos y caminos obstruidos por los escombros. La residencia del Führer ha sido alcanzada varias veces. Del salón de banquetes y de los invernaderos no quedan más que algunos restos de paredes, y el vestíbulo de Wilhelmtrasse, donde generalmente montaba guardia la Wehrmacht, ha quedado destruido por completo…
»A pesar de todo, tenemos que seguir trabajando activamente, ya que la guerra continúa en todos los frentes. Las comunicaciones telefónicas siguen siendo deficientes, y la residencia del Führer y la Cancillería del Partido todavía permanecen incomunicadas con el mundo exterior…
»Para completar la situación en el Barrio Gubernativo se carece de electricidad y de agua. Tenemos un carro cisterna ante la Cancillería del Reich, y ése es nuestro único suministro para cocinar y lavarnos. Y lo peor de todo, según me dice Müller, son los excusados. Esos cerdos del Kommando los utilizan constantemente, y ni uno solo se molesta siquiera en echar un cubo de agua…»
Aquel mismo día Bormann escribió a su «querida mami» acerca del hundimiento del Frente Oriental, detallándole la situación mejor de lo que se la revelaban al mismo Führer.
«…La situación no se ha estabilizado en absoluto. Cierto es que hemos enviado algunas reservas, pero los rusos tienen muchos más tanques, cañones y otras armas pesadas, y contra ellos la resistencia más desesperada de la Volkssturm resulta impotente…
»No te escribiría todo esto, si no supiera que en ti tengo una camarada nacional socialista muy valiente y comprensiva. A ti te puedo escribir con franqueza, contándote lo muy desagradable, o para ser sincero, lo muy desesperada que es la situación, pues bien sé que tú, lo mismo que yo, nunca perderemos la fe en una victoria final.
»En esto, querida mía, sé que no te exijo más de lo que tú puedes dar, y ésa es la razón por la que me doy cuenta, en estos días dramáticos, del tesoro que tengo en ti…»Hasta el momento nunca había llegado a advertir la suerte que significa tener a una nacional socialista tan decidida como esposa, como compañera, como madre de mis hijos, y tampoco he apreciado debidamente mi inmensa fortuna al tenerte a ti y a los niños… A ti, querida mía, hermosa criatura, que eres el mayor tesoro de mi vida.»
La dedicación total a los asuntos del Partido Nazi hacía que el amor de ambos esposos resultase algo singular. Después de seducir a la actriz «M», Bormann contó a Greta todos los detalles en una larga carta, declarándose un individuo dichoso, que se hallaba entonces «doble e increíblemente feliz por estar casado». Ella le contestó que la noticia la llenaba de contento y que era «una gran vergüenza que a tan buenas chicas se les negase el tener hijos». Luego dijo que era una pena que ella y «M» no pudiesen comparar notas y trabajar en equipo, para de ese modo proporcionar al Führer una cosecha regular de miembros del Partido. Los diez hijos que ella y Martin habían producido no eran suficientes, por lo visto.
El coronel Fuller, situado en el centro de la tormenta acerca de la cual escribía Bormann, se hallaba redactando una carta para el comandante del cuartel general ruso más próximo, establecido en Friedeberg:
«Estoy impaciente por que sepa usted de nuestra presencia aquí, a fin de que informe de nosotros al oficial ruso encargado de hacer que nos reunamos con nuestras propias fuerzas.
»En este momento no necesitamos alimentos. Sin embargo, nos estamos quedando sin harina para hacer pan, debido a que no llega ahora la corriente eléctrica a este pueblo, y el molino no puede funcionar…
»Quiero aprovechar esta ocasión para recomendarle al capitán Abramov, quien el 3 de febrero, en este pueblo, actuó rápida y enérgicamente para evitar un acto de violencia…»
Abramov era un afable oficial de enlace soviético que había llegado a Wugarten a tiempo para salvar a una mujer alemana de ser violada por un teniente ruso borracho. Pocas horas después de que Abramov se hubo marchado para Friedeberg, aumentó el fragor que de la batalla llegaba desde el norte. Un coronel ruso informó a Fuller que los tanques alemanes estaban contraatacando, y ordenó que se excavasen trincheras al norte del pueblo para rechazar un posible ataque.
Al anochecer el estampido de los cañones se oía tan cerca, que Fuller decidió ir en busca del coronel ruso, llevándose a Bertin como intérprete. Dos kilómetros más adelante fueron detenidos por un centinela que, lleno de sospechas, les condujo por la nieve hasta un extenso grupo de tanques situados en el centro del valle. Allí les detuvieron otros dos centinelas y un oficial que comenzó a hablar en voz alta y amenazadora.
Bertin cogió por un brazo a Fuller y dijo:
– Coronel, quieren fusilarnos. ¡Creen que somos francotiradores!
Tras una larga discusión, el oficial manifestó que podían seguir hasta el cuartel general, y concluyó diciendo:
– ¡Si le ocurre algo a un soldado ruso, esta noche, éste -dijo señalando a Fuller- será fusilado!
El cuartel general se hallaba instalado en una granja cercana. Todo el mundo bebía, y algunos oficiales yacían en el suelo, totalmente borrachos. El comandante, un capitán, también creyó al principio que eran francotiradores, pero cuando se convenció de que Fuller era realmente americano, comenzó a proponer brindis por Stalin y el Ejército Rojo.
No obstante, y como toda la zona iba a quedar aislada por el avance de los tanques alemanes, el capitán creyó conveniente escoltarles hasta la retaguardia. Se encaminaban ya hacia Wugarten, cuando se aproximó a ellos un soldado al galope de su caballo, enarbolando con gesto fiero un fusil ametrallador.
– Amerikansky! -gritó el capitán, en el momento en que el soldado apuntaba con su arma a Fuller. Pero el hombre se hallaba demasiado borracho para comprenderle, y comenzó a amenazar al mismo capitán ruso. Sólo después de una larga y acalorada discusión el soldado se marchó y los dos hombres pudieron llegar a salvo a Wugarten.
Al día siguiente, por la mañana, un pequeño biplano tomó tierra en un campo cercano. Dos oficiales que salieron del mismo, pidieron los nombres de los prisioneros de guerra aliados que había en el pueblo, a fin de confeccionar una lista para su repatriación. Los recién llegados informaron también que diez oficiales norteamericanos del grupo de Fuller se hallaban ya camino de Odesa, para ser repatriados a su país. Uno de ellos era George Muhlbauer, cuyo nombre había estado empleando el antiguo guardia intérprete, el alemán Hegel. Fuller volvió a bautizarle rápidamente con el nombre de primer teniente George F. Hoffmann, con número de serie del Ejército 0-1293395. También le hizo una nueva biografía: había sido entrenado en Fort Benning, Georgia, integrando posteriormente los efectivos del COS en Virginia. Luego sirvió con Fuller en el 109° regimiento, siendo capturado en la batalla del Bulge. Desde ese día Fuller interrogó continuamente a Hegel, despertándose incluso a altas horas de la noche para que le repitiese lo aprendido.
Otros tres mil norteamericanos capturados en el Bulge acababan de llegar al Stalag IIA, localizado en las alturas que dominaban Neubrandenburg, a unos ciento sesenta kilómetros al norte de Berlín. Además, de los norteamericanos, había, en grupos separados, entre servios, holandeses, polacos, franceses, italianos, belgas, ingleses y rusos, más de 75.000. El campamento era para soldados rasos y sólo había allí dos oficiales norteamericanos, un médico y el padre Francis Sampson, capellán católico capturado cerca de Bastogne, cuando trataba de pasar medicamentos tras las líneas alemanas. El capellán había sido un hombre robusto, optimista y lleno de buen humor, pero en esos momentos se hallaba enflaquecido y enfermo…, aunque con el mismo buen humor. Los alemanes consintieron que permaneciese con los soldados a causa de que un comprensivo médico servio hizo creer al comandante del campamento que el padre Sampson tenía pulmonía doble y no podía ser trasladado.
Una mañana, a comienzos de febrero, el padre Sampson encabezó una delegación de norteamericanos hasta el almacén para recoger los primeros paquetes de la Cruz Roja de Estados Unidos que llegaban al campamento. El grupo de hombres desnutridos se reunió alrededor de las grandes cajas de cartón, todos pensando en alimentos. El padre Sampson recordó en ese momento su primera comida en el campamento: sopa de repollo con unos pocos trozos de nabo y muchos gusanillos flotando en la superficie. Uno de los hombres, mirando al sacerdote con gesto de pesadumbre, manifestó:
– Lo único que lamento es que los gusanos no están lo suficientemente gordos.
Con ansioso ademán abrieron las cajas de la Cruz Roja. Se produjo un silencio lleno de expectación, y luego se oyó una serie de maldiciones que superaban a todo lo que el padre Sampson había oído durante dieciocho meses de convivencia con los paracaidistas. Dentro de los paquetes aparecían raquetas de tenis, pantalones de baloncesto, paletas de ping-pong, centenares de juegos y muchas hombreras para camisetas de rugby.
Por la tarde, el padre Sampson visitó el hospital por vez primera, situado a alguna distancia del grupo americano, y atendido por médicos servios y polacos. El padre estuvo viendo cómo un médico polaco amputaba las dos piernas a un joven soldado americano, aplicando luego papel higiénico en vez de gasas, y periódicos como vendajes. Hubo que amputar, a causa de la gangrena que se le había declarado al helársele los pies durante las prolongadas marchas y el viaje en tren por todo el territorio alemán. Con las lágrimas deslizándose por sus mejillas, el médico contó al capellán que éste era el quinto norteamericano que perdía ambas piernas. A otros dieciocho se les había amputado una sola.
Mientras el padre Sampson hablaba con otros pacientes americanos -la mayoría de ellos enfermos de disentería o de pulmonía-, se presentó un guardia alemán con el bigote recortado a lo Hitler. Era el hombre más odiado del campamento. Le llamaban «el pequeño Adolfo», y aunque sólo era cabo, tenía un cargo destacado en el Partido, y hasta el mismo comandante del campo le respetaba. En Stalag IIA, la palabra del «pequeño Adolfo» era ley, y los demás centinelas, que generalmente trataban bien a los prisioneros, decían que él se hallaba siempre detrás de cualquier atrocidad que se cometía.
«El pequeño Adolfo», que al padre Sampson le recordaba un empleadillo, gustaba discutir con él acerca de «cultura» y «civilización», por lo que en ese momento se dirigió al capellán y le preguntó:
– ¿Qué le parecen los bolcheviques?¿Cómo pueden ustedes justificar el ser aliados de los ateos rusos?
– A mi entender el Gobierno comunista y el Gobierno nazi son dos gatos de la misma raza -contestó el sacerdote-. En este momento, los nazis son los más peligrosos, debemos emplear cualquier medio para librarnos de ellos.
– ¡Está usted loco! -exclamó «el pequeño Adolfo»-. Por si no sabe la verdad, deje que le demuestre lo cerdos que son los rusos.
Y al decir esto señaló hacia los alojamientos soviéticos, que estaban increíblemente sucios, y cuyo hedor se extendía por todo el campamento.
– Sí; viven en una pocilga -admitió el padre Sampson-. Pero no resulta fácil tener aquí las cosas limpias.
– Veo que no lo comprende. Otras gentes son más aseadas. Hay varios profesores en el grupo de los rusos. He hablado con ellos y sé que son sus mejores intelectos. Sin embargo, no saben diferenciar la cultura y la civilización.
– Es sólo una cuestión de semántica.
– No; usted no lo entiende. Es que esas gentes no advierten la diferencia. Esos rusos no son seres humanos. ¿Sabe usted que cuando muere un hombre no lo dicen y le tienen ahí días y días?
– Es para aprovechar las raciones de los muertos -contestó el sacerdote.
De 21.000 rusos que habían entrado al campamento, sólo quedaban con vida 4.000. El resto había muerto de hambre.
– El médico de ustedes, el doctor Hawes, ha examinado algunos de esos cuerpos, comprobando que se trataba de canibalismo -manifestó «el pequeño Adolfo».
El capitán Cecil Hawes había confirmado el hecho. De todos modos, el padre Sampson no podía hacer responsables a los rusos de sus actos. Después de haber estado él mismo durante siete semanas sin comer, sabía perfectamente que un hombre hambriento hacía cualquier cosa por seguir viviendo.
El «pequeño Adolfo» condujo al padre Sampson a la parte del hospital reservada exclusivamente a los rusos. Aquello era una cámara de horrores. Los moribundos yacían tendidos en el suelo, tan apretados, que sus miembros se confundían. Se arañaban y escupían unos a otros, empujándose débilmente. Algunos miraron al padre Sampson con ojos vacíos, que no reflejaban sentimiento alguno. Pero todos parecían comprender que iban a morir muy pronto. El único que los cuidaba era un sacerdote francés, aparentemente muy joven, que parecía tener poco más de veinte años. Por todo el campo se decía que daba a los rusos paquetes de comida que recibía, y que pasaba casi todo su tiempo con ellos. El padre Sampson observó mientras el sacerdote francés les atendía cuidadosamente, ignorando la absoluta falta de agradecimiento de sus pacientes.
– ¡Vea usted! ¡Son como animales! -comentó «el pequeño Adolfo».
En el momento en que desapareció el alemán, el «joven» sacerdote, que en realidad tenía cerca de cincuenta años, se acercó al padre Sampson y le dijo que iban a sacar un camión lleno de cuerpos humanos.
– ¡Y algunos están vivos, padre! -dijo el sacerdote francés-. Se libran de ellos tan pronto como pueden.
Los germanos no le dejaban acercarse al camión, y el francés rogó al padre Sampson que hiciera algo, cualquier cosa. El padre Sampson se apresuró y llegó a tiempo para ver un gran camión cargado de cuerpos que se dirigía hacia el cementerio. Vio algunos brazos y piernas que se movían débilmente. Iban a enterrar vivos a muchos hombres, y lo único que podía hacer era mirar pasivamente.
Horrorizado, el padre Sampson se dirigió hacia la puerta principal, donde un ruso estaba siendo registrado por un guardia. Este hizo desabrochar el cinturón al prisionero, y entonces le cayó a los pies una pieza de pan. El guardia lo recogió, pero el ruso se lo arrebató, y por más que le hundían la bayoneta en el cuello, el prisionero no soltaba el pan. El guardia pegó con la culata de su fusil en la cabeza del ruso, y cuando éste cayó al suelo siguió golpeándole y dándole patadas. A pesar de todo el prisionero seguía aferrado a su pan. «¿Quién es el animal?», pensó para sus adentros el padre Sampson.
En un alemán deficiente, el americano se dirigió al centinela: -Soy sacerdote -le dijo una y otra vez, señalando su crucifijo, pero el castigo continuaba. El padre Sampson se arrodilló junto al ruso, murmurando una plegaria. El guardia vaciló, intimidado por el crucifijo, o quizá por sus insignias de capitán, y ordenó a dos compañeros que llevasen al ruso al pabellón de los guardias. Mientras le llevaban en vilo, el prisionero seguía aferrado a su pieza de pan.
A pocos kilómetros al este de Francfort del Oder, el Ejército Rojo acababa de detener a otra caravana de alemanes que huían, y los estaban haciendo salir de los carros en que se hallaban. Unos muchachos y niñas fueron separados de sus padres y puestos en fila en una zanja, mientras un oficial ruso exclamaba:
– Khleb za khleb, krov za krov!
Uno de los alemanes, Irwin Schneider, que contaba dieciséis años de edad, sabía que aquello quería decir: «¡Pan por pan, sangre por sangre!»
Los muchachos mayores cayeron de rodillas, suplicando y sollozando, cuando observaron que varios soldados alzaban sus fusiles ametralladores. Pero el oficial no hizo caso de las súplicas, y las balas comenzaron a segar las filas de los jóvenes. Schneider sintió un pinchazo en un brazo y vio a los otros muchachos que caían a su lado, mientras pálidas manchas rojas aparecían en la nieve. Luego un objeto redondo voló por el aire hacia él, antes de que se diera cuenta de que era una granada, se oyó una aterradora explosión, y se vio levantado en vilo como en una pesadilla. Algún tiempo después, el martilleo que oía en su cabeza cesó, y consiguió mover los dedos de las manos. Luego hizo lo propio con el resto del cuerpo, y oculto por el humo se arrastró cautelosamente fuera del montón de cuerpos -algunos de los cuales aún se movían- hasta esconderse en unos matorrales cercanos. Oyó gritos salvajes, seguidos de detonaciones con las que se eliminaba metódicamente a los muchachos que quedaban vivos. Por último cesó el estrépito, y sólo se alcanzó a oír el gemido de los padres de los chiquillos muertos.
En esa ocasión, los rusos habían matado a sangre fría, inspirados por propagandas tales como la de Ilya Ehrenburg, que exhortaba a tomar venganza:
«Las ciudades alemanas no tienen alma… Todas las trincheras, las fosas y las cunetas llenas de cadáveres de inocentes, avanzan hacia Berlín… Las botas de los hombres y los zapatos de los niños asesinados con gas en Maidenek, marchan sobre Berlín… No debemos olvidar nada. Mientras avanzamos por Pomerania, tenemos ante nuestros ojos los campos devastados y sangrantes de Bielorrusia… Un alemán es un alemán, en cualquier parte donde se halle. Los germanos han sido castigados, pero no lo suficiente. Los Fritz siguen corriendo, pero no yacen muertos. ¿Quién puede detenerlos, ahora…?¿El Oder?¿El Volkssturm? No, ya es demasiado tarde. Alemania, puedes revolverte, y arder y aullar en tu agonía. ¡La hora de la venganza ha sonado!»
Pero los soldados de Mongolia y de otras regiones orientales se dedicaban a saquear, a violar y a asesinar, no por venganza, sino sólo porque obedecían al concepto primitivo de sus antepasados, de que los despojos de guerra pertenecen al vencedor. Durante los últimos días eso era lo que había ocurrido en Landsberg, la ciudad cercana al pueblo de Fuller. El 6 de febrero, dos soldados soviéticos dispararon a una niña en el estómago, más por error que por deseos de hacerlo, y salieron corriendo atemorizados cuando la maestra de escuela, Katherina Textor, salió en su ayuda. Katherina y otras dos ancianas hallaron un cochecillo de niño y lo utilizaron para llevar a la chiquilla al hospital. Cuando llegaron, después de cruzar el helado río Warthe, ya se había hecho de noche, y el doctor Bartoleit tuvo que extraer la bala a la luz de una linterna, y sin anestesia.
Katherina y sus dos amigas decidieron permanecer en el hospital para verse libres de la temible orden de los rusos: «Frau, komm!», pero no podían haber elegido peor lugar. La tropa soviética recorrió los pasillos del hospital durante toda la noche, en busca de mujeres. Algunos irrumpieron en la habitación donde las tres recién llegadas trataban de dormir, y las examinaron con las linternas. Uno de los rusos dijo lleno de disgusto:
– Viejas moribundas.
Y salieron de la habitación. Pero todas las enfermeras fueron violadas y luego las metieron en camiones con destino al Este. Cuando los rusos llegaron al piso del doctor Bartoleit, le hallaron muerto en el suelo, con una pistola en la mano. A su lado yacían, también sin vida, su mujer y su hija.
Al día siguiente, 6 de febrero, el Führer decía en Berlín a sus allegados que los Tres Grandes trataban de aniquilar a Alemania. [8]
– Hemos llegado al último cuarto de hora -dijo sombríamente-. La situación es seria, muy seria. Parece incluso desesperada.
Pero insistió en que aún había una oportunidad de lograr la victoria si se defendía palmo a palmo el suelo de la patria.
– Mientras sigamos luchando -agregó-, seguirá habiendo esperanza, y eso, indudablemente, será bastante para impedirnos pensar en que todo ha terminado. Ningún partido se pierde hasta el momento del pitido final. Como Federico el Grande, nosotros también vamos a combatir a la coalición, y ésta, recordadlo, no es una entidad estable, sino que existe sólo en la voluntad de un puñado de hombres. Si Churchill desapareciese repentinamente, todo podría cambiar en un instante.
La voz de Hitler se elevó de tono, llena de excitación:
– ¡Aún podemos lograr la victoria, en la carrera final! Disponemos de tiempo para ello. Todo lo que tenemos que hacer es negarnos a considerarnos derrotados. Para el pueblo alemán, el simple hecho de continuar con una vida independiente, resultará una victoria. Y sólo eso, será suficiente justificación para esta guerra, que así no se habrá librado en vano
El general de las SS Karl Wolff -el «Wolffchen» de Himmler, y jefe de las SS en Italia, llegó a la Cancillería para pedir explicaciones satisfactorias acerca del asunto de las armas secretas, y sobre el futuro de Alemania. Su jefe, el reichsführer, no fue capaz de contestarle, por lo que se dispuso a entrevistarse con el mismo Hitler. Con él se hallaba el ministro de Asuntos Exteriores, Joachin von Ribbentrop.
– Mi Führer -dijo Wolff-. Si no le es posible dar una fecha para el empleo de las armas secretas, los alemanes debemos entrevistarnos con los angloamericanos para concertar la paz. El rostro de Hitler permanecía inexpresivo como una máscara, mientras el locuaz Wolff revelaba que había celebrado ya dos entrevistas con tal fin: con él cardenal Schuster, de Milán, un antiguo amigo del Papa, y con un agente del Servicio Secreto británico.
Wolff dejó de hablar unos instantes. Hitler nada dijo, pero comenzó a chasquear los dedos. Wolff interpretó esto como que podía seguir hablando, y propuso que había llegado el momento de elegir uno de esos mediadores.
– Mi Führer -prosiguió diciendo-. Es perfectamente evidente que existen diferencias naturales entre esos antinaturales aliados (los Tres Grandes). Pero no se ofenda si le digo que no creo que esa alianza vaya a destruirse espontáneamente, sin nuestra activa intervención.
Hitler inclinó la cabeza, como si asintiera, y siguió chasqueando los dedos. A continuación sonrió, indicando que los veinte minutos de la audiencia habían ya transcurrido. Wolff y Ribbentrop salieron de la estancia, comentando animadamente la actitud del Führer, en apariencia favorable hacia su proposición. Cierto es que no había dicho una palabra, y que no había dado instrucciones específicas, pero tampoco había dicho que no. Ambos se separaron. Wolff para investigar las posibilidades que había en Italia, y Ribbentrop las de Suecia.
A un centenar de metros se hallaba Bormann en su despacho, escribiendo otra carta a Gerda, en la que describía la fiesta celebrada el día anterior con motivo del cumpleaños de Eva Braun, y en la que, como era lógico, había estado presente Hitler:
«Ella parecía dichosa, pero se quejó de que no había tenido un buen compañero de baile. También criticó a diversas personas con una aspereza que no es habitual en ella.»
Añadía Bormann que Eva se mostraba inquieta porque el Führer le acababa de decir que ella y otras mujeres tendrían que dejar Berlín dentro de pocos días. Esta carta de Bormann se cruzó con otra de Gerda en la que ésta exaltaba las glorias del Nacional Socialismo en los siguientes términos:
«…El Führer nos ha dado un concepto de lo que es el Reich, el cual se ha difundido -y aún sigue haciéndolo en secreto, por todo el mundo-. Los increíbles sacrificios que realizan nuestras gentes -y que sólo pueden hacer debido a que están imbuidas de esa idea-, son buena prueba de su fortaleza, y demuestran al mundo lo necesaria que es nuestra lucha.
»Llegará el día en que el Reich de nuestros sueños surgirá ante todos. ¿Viviremos nosotros o nuestros hijos, para verlo? En cierto modo, esto me recuerda el "Crepúsculo de los Dioses", de las Eddas: los gigantes y los enanos, el lobo Fenris, la serpiente de Mitgard y todas las fuerzas del mal, se unen contra los dioses. La mayoría ya han caído, y los monstruos asolan el puente de los dioses. Los ejércitos de los héroes caídos luchan en una batalla invisible; las Valkyrias se les unen, la ciudadela de los dioses se desmorona y todo parece perdido. Y de pronto, una nueva ciudadela se levanta, más hermosa que nunca, y Baldur comienza a vivir de nuevo.»"Papi", siempre me asombra observar lo próximos que los antepasados se hallaban a nosotros en sus mitos, especialmente en las Eddas…
»Mi bienamado, soy tuya totalmente, y viviremos para seguir luchando, aun cuando sólo uno de nuestros hijos sobreviva a esta tremenda conflagración.
»Tuya,
«Mami.»
Para los habitantes de un país democrático, la filosofía nazi resulta incomprensible, algo así como una fantasía retorcida; pero no era lo mismo para los germanos, que habían visto a Hitler rescatar a su patria de un estado cercano a la revolución comunista, y salvarlo del desempleo y el hambre. Aunque eran pocos relativamente los alemanes miembros del Partido, nunca en la historia se dio el caso de un hombre que encandilase a tantos millones de seres. Hitler había surgido de un lugar ignorado para llegar a dominar por completo una gran nación, no sólo por la fuerza y el terror, sino también con ideas. Ofreció a los alemanes el destacado lugar que éstos creían merecer, mientras les advertía constantemente que sólo lo lograrían si se aniquilaba a los judíos y a su siniestra confabulación para dominar el mundo con la doctrina bolchevique.
Por encima de todo, el odio contra el bolchevismo había sido inculcado incesantemente en los germanos, durante más de un decenio, y era este odio el que animaba a los soldados del Frente Oriental a resistir desesperadamente. Hitler les había dicho una y otra vez que los rojos destruirían a sus mujeres, sus hijos, sus hogares y a la patria misma. Y por ello los soldados seguían luchando contra toda esperanza, impulsados por el odio, el temor y el patriotismo. Más que con máquinas y armas, luchaban con firmeza, desesperación y ruda valentía. Y a pesar de los inmensos recursos del ejército soviético, que les superaba abrumadoramente en tanques, cañones y aviones, el Frente Oriental comenzaba a estabilizarse. Una semana antes, aquello hubiera parecido realmente imposible.
El compendio del espíritu de lucha, en el Frente Oriental, era el oberst (coronel) Hans-Ulrich Rudel, jefe de un grupo de bombarderos «Stuka». De estatura mediana, el coronel impresionaba por su exuberante vitalidad. Más que andar, saltaba; más que hablar, clamaba con su fuerte voz. Tenía el pelo ondulado, de color castaño claro; ojos verdes, y recias facciones que parecían talladas con cincel. Creía sin reservas en el Führer, a pesar de lo cual no había nadie que criticase más abiertamente los errores de los miembros del Partido y de los jefes militares. Tras casi 2.500 misiones de combate durante seis años, sus hazañas se habían convertido en legendarias. Había hundido un acorazado y destruido unos 500 carros de asalto.
El 8 de febrero sus hombres estaban combatiendo sobre el río Oder, entre Küstrin y Francfort, justamente encima de la punta de lanza que Zhukov había hecho avanzar más allá del grupo de ejército de Himmler. Este, a decir verdad, poco tenía para detener a los rusos, si no era el Oder, unas cuantas unidades dispersas detrás del río, y los «Stukas» de Rudel, que, con toda propiedad, llevaban pintado el emblema de los Caballeros Teutónicos, que habían luchado en el Este seiscientos años antes. El «Stuka» ya no era el terror de los aires, sino que resultaba lento y pesado, un blanco fácil cuando salía estremeciéndose de un picado. El mismo Rudel había recibido muchas veces los impactos enemigos, y en aquellos momentos tenía aún la pierna izquierda enyesada curando de las heridas recibidas de una ametralladora soviética. Durante las dos semanas anteriores, los pilotos de Rudel habían recorrido las márgenes del río, arriba y abajo, como si fueran camiones de bomberos tratando de detener el avance de los tanques rojos. Destruyeron centenares de éstos, pero otros miles llegaban, avanzando implacablemente hacia las orillas del río Oder.
Durante la batalla del Bulge, Rudel había sido llamado al cuartel general del Führer en el Frente Occidental, para recibir una condecoración especial.
– Ahora ya ha volado usted bastante -le manifestó Hitler, cogiéndole una mano y mirándole a los ojos-. Es preciso que conserve la vida, para que la juventud alemana pueda aprovecharse de su experiencia.
Para Rudel no había nada peor que quedarse en tierra, por lo que contestó:
– Mi Führer, no podré aceptar la condecoración, si no se me permite volver a mi escuadrilla.
Hitler, reteniendo aún la mano derecha de Rudel, le tendió un estuche forrado de terciopelo, con la izquierda. En él refulgía engastada con brillantes la condecoración que había diseñado él mismo para Rudel, especialmente. El serio semblante de Hitler se distendió lentamente en una sonrisa.
– Está bien -dijo-, puede seguir volando.
Pero pocas semanas más tarde cambió de parecer y ordenó que Rudel fuese destinado a servicios terrestres. Rudel se enfureció y trató de hablar con Goering, pero éste había salido de viaje. Quiso hablar con Von Keitel, más tenía una conferencia. Sólo le quedaba una solución: entrevistarse con el propio Hitler. Cuando pidió audiencia, un funcionario celoso le preguntó su graduación.
– Soy cabo -bromeó Rudel. El otro rió la ocurrencia del aviador, que un momento más tarde se hallaba hablando con el oberst Nicolaus von Below, ayudante de Hitler en la Luftwaffe, el cual le manifestó:
– Sé lo que usted desea, pero le ruego que no exaspere más al Führer.
Rudel decidió hacer una llamada personal a Goering, que se hallaba en su casa de campo, Karinhall. El reichsmarschall llevaba puesta una bata de vivos colores, cuyas mangas pendían como las alas de una mariposa. [9]
– Fui a ver al Führer hace una semana, en relación con su caso -manifestó Goering-, y esto es lo que me dijo: «Cuando Rudel está en mi presencia, no tengo valor para decirle que tiene que dejar de volar. Me resulta imposible hacerlo. Pero ¿para qué es usted el jefe de la Luftwaffe? Usted puede decírselo. Yo no. A pesar de lo que me satisface ver a Rudel, no quiero volver a recibirle hasta que no se haya resignado a aceptar mis deseos.» Estoy citando las mismas palabras del Führer, y no quiero discutir más sobre esto. Ya conozco sus argumentos y objeciones. Así pues, Rudel no dijo nada, pero regresó al frente decidido a seguir volando. Continuo haciéndolo en secreto, hasta que en un comunicado se le mencionó por haber destruido once tanques en un solo día, y le ordenaron que informase a Karinhall inmediatamente.
Goering estaba furioso, y dijo con voz alterada:
– El Führer sabe que usted sigue volando. Me ha dicho que le advierta que debe abandonar los vuelos de una vez por todas. Espera que no le obligará a tomar medidas disciplinarias por desobedecer una orden. Por otra parte, se halla molesto porque no puede concebirse tal conducta en el hombre que luce la más importante condecoración alemana al valor. No creo necesario añadir mis propios comentarios.
A pesar de todo, dos semanas más tarde Rudel seguía volando, y una noche recibió la visita de Albert Speer, el más capacitado e inteligente ministro de Hitler, encargado de la cartera de Armamento y Producción de Guerra.
– El Führer proyecta un ataque contra los embalses de la industria rusa de armamento, localizada en los Urales -comenzó diciendo Speer-. Con ello espera interrumpir la producción de armas del enemigo durante un año. Usted deberá organizar la operación, pero sin volar. El Führer ha hecho hincapié expresamente en este punto.
Rudel protestó, asegurando que había otras personas mucho más capacitadas que él para llevar a cabo aquella tarea. El estaba entrenado únicamente para realizar bombardeos en picado. A éstas y otras objeciones Speer sólo replicó:
– El Führer quiere que se haga así.
Luego manifestó que le enviaría detalles acerca del proyecto de los Urales. Mientras se despedía, Speer confesó a Rudel que la gran destrucción de la industria alemana le hacía sentirse pesimista acerca del futuro, pero esperaba que Occidente reconociese la situación y no dejase caer a Europa en manos de los rusos. Por fin, suspiró y dijo:
– Estoy convencido de que el Führer es el hombre apropiado para resolver el problema.
Antes de asistir a la conferencia diaria del Führer, aquel 9 de enero, el general Heinz Guderian, jefe del Estado Mayor del Ejército y comandante del Frente Oriental, se hallaba estudiando los informes acerca de la situación, con creciente desánimo. La defensa no era su punto fuerte, ni lo era el mando a semejante nivel. Guderian era un jefe nato de tropas; un soldado íntegro y ardiente, de inquieta naturaleza, que luchaba con tal habilidad y placer, que sus hombres -desde los generales a los soldados rasos- le seguían con devoción. Después de cuatro años en la Academia Militar Prusiana, se había integrado a una compañía de infantes mandada por su padre, sirviendo en la Primera Guerra Mundial como oficial de señales, primero, luego como oficial de Estado Mayor, de la 4.ª división de infantería, y finalmente como oficial del Estado Mayor General.
Guderian adquirió un vivo interés por los carros de asalto. A diferencia de los ingleses y los franceses, que consideraban que las características principales de los tanques debían ser una gran capacidad artillera y una robusta coraza, él manifestó que eso supeditaba el tanque a la acción de la infantería. La esencia de guerra panzer consistía, según él, en la velocidad y la capacidad de maniobra. Luego interesaba la potencia artillera, y por último las defensas acorazadas. Para él, la división panzer no era sólo un conjunto de tanques, sino un contingente militar totalmente independiente, que comprendía cañones antitanques y antiaéreos, infantería motorizada e ingenieros. Tales divisiones deberían agruparse en ejércitos Panzer, que operarían con tremenda fuerza y serían capaces de llevar a cabo avances vertiginosos.
Pero el Estado Mayor General alemán estaba de acuerdo con las teorías francesas e inglesas, y los sueños de Guderian sólo se realizaron cuando Hitler, al que seducía la posibilidad de una guerra relámpago, subió al poder. La teoría de Guderian pudo al fin ponerse en práctica en Polonia y en el avance acorazado a través de Bélgica, donde, de no haberle detenido Hitler, probablemente Guderian hubiese llegado hasta el Canal de la Mancha a tiempo para evitar la retirada de Dunquerque.
Los primeros grandes éxitos obtenidos después del ataque a Rusia, durante el verano de 1941, se debieron en gran parte a la teoría de Guderian, pero cuando la nieve comenzó a caer y éste suplicó a Hitler que le dejase avanzar a toda prisa hasta Moscú, el Führer le ordenó que en lugar de ello rodease y tomase Kiev. Así se hizo, pero a costa de perder un tiempo sumamente valioso. Entonces, Guderian solicitó permiso para esperar hasta la primavera para tomar Moscú. Una vez más Hitler se mostró en desacuerdo, e inmediatamente se lanzó al ataque contra la capital soviética. Se produjo el desastre y Hitler relevó a Guderian del mando. Sólo la hecatombe de Stalingrado le sacó del retiro dos años más tarde. A pesar de su ascenso a jefe del OKH (Oberkomando des Heeres: Alto Mando del Ejército) las diferencias entre ambos sólo quedaron salvadas a medias, amenazando con ahondarse en cada conferencia. A tal punto la situación era violenta, que el ayudante de Guderian barón Freytag von Loringhoven llegó a temer por la vida de su jefe.
Guderian se mostraba impaciente e irritado durante el viaje de treinta kilómetros hacia el Norte, desde Zossen a Berlín, para asistir a la conferencia del Führer, aquel 9 de febrero. Manifestó que había que hacer algo. Lejos, en el Norte, las doce divisiones del Grupo de Ejército Curlandia se hallaban al margen de la lucha, en las costas de Letonia, porque Hitler no las había evacuado por mar. En la zona costera de Koeningsberg, el Grupo de Ejército del Norte también estaba aislado. Como sus camaradas situados más al Norte, sólo recibían suministros por mar y aire, y ninguno de los dos grupos contribuía en nada a ayudar en la batalla por Alemania. Luego estaba el Grupo de Ejército Vístula, de Himmler, poco más que una fuerza teórica, que nada había podido hacer por detener el avance de Zhukov hacia Berlín. A pesar de la amenaza directa que se cernía sobre la capital alemana, Hitler había ordenado iniciar una gran ofensiva hacia Hungría, por el Sur. Aquello era ridículo, murmuraba Guderian, añadiendo que tendría una discusión definitiva con el Führer aquel mismo día.
Como de costumbre, los guardias les registraron con humillante minuciosidad, antes de que fueran admitidos al despacho de Hitler.
Apenas había comenzado la conferencia, cuando Guderian solicitó inopinadamente al Führer que postergase la ofensiva contra Hungría, y que en lugar de ello lanzase un contraataque para detener la punta de lanza de Zhukov, que se dirigía hacia Berlín. Dijo que Zhukov había agotado sus provisiones, y que un ataque simultáneo a ambos flancos de sus fuerzas podía cortar a éstas en dos.
Hitler escuchó pacientemente hasta el momento en que Guderian especificó los efectivos que serían necesarios para realizar tal contraataque. Se precisarían las divisiones de Curlandia, así como todas aquellas de los Balcanes, Italia y Noruega, de que pudiera disponerse inmediatamente. Esto provocó una seca negativa del Führer, lo que no impidió que Guderian siguiera insistiendo en su proyecto.
– Debe creerme cuando afirmo que no es tozudez lo que me hace insistir en la evacuación de Curlandia. No veo otra manera de conseguir tropas de reserva, y sin ello no tenemos esperanza alguna de defender la capital. Le aseguro que sólo actúo en bien de los intereses germanos.
Al llegar a este punto, Hitler se puso de pie, con la mano izquierda temblándole, y gritó:
– ¿Cómo se atreve a hablarme de esa forma?¿Acaso piensa que yo no estoy luchando por Alemania?¡Toda mi vida ha sido una larga lucha por Alemania!
Goering se acercó a Guderian, y cogiéndole por un brazo le llevó hasta la próxima habitación, donde los dos tomaron una taza de café, mientras Guderian trataba de contener su ira. Cuando regresaron al salón, el militar volvió a dejar perplejos a todos al repetir su petición de evacuar las tropas de Curlandia. Hitler, lleno de cólera, se acercó, arrastrando los pies, a Guderian, quien se levantó inmediatamente de su silla. Los dos hombres se miraron cara a cara durante unos instantes. A pesar de que Hitler tenía contraídos los puños, Guderian se negó a moverse. Por fin, el general Wolfgang Thomale, uno de los miembros del Estado Mayor de Guderian, cogió a éste por el faldón de su chaqueta y le hizo retroceder.
Poco después Hitler había recuperado el control de sí mismo, y ante la sorpresa general se mostró de acuerdo en que Guderian lanzase el contraataque que proyectaba. Eso sí, no sería posible hacerlo con la magnitud que el general deseaba, ya que era imposible retirar tropas de Curlandia. Entonces el Führer explicó el plan que había ideado: un ataque muy limitado desde el Norte, con tropas que Himmler estaba ya usando para proteger la zona de Pomerania.
Guderian puso algunos reparos, pero concluyó diciendo que era mejor una pequeña ofensiva que nada en absoluto. Al menos se salvaría Pomerania y se mantendría abierto el paso hacia Prusia Oriental.
Sin preocuparse en absoluto por la posibilidad de alguno de esos contraataques, Zhukov seguía haciendo penetrar su punta de lanza más hacia el interior de Alemania. Ya había establecido una cabeza de puente en la orilla occidental del Oder, entre Küstrin y Francfort, y se preparaba para utilizarla como trampolín hacia Berlín.
En la mañana del 9 de febrero, el cuartel general de la Luftwaffe informó a Rudel que los tanques rusos acababan de cruzar el río en la mencionada cabeza de puente. El Alto Mando no podía enviar artillería con tiempo suficiente para impedir que esos carros de combate se internasen por la carretera que conducía a Berlín. Sólo los «Stukas» podían detenerles. Pocos minutos más tarde Rudel estaba en el aire, con todos los pilotos que se hallaban disponibles, dirigiéndose hacia el helado río Oder. Ordenó que una escuadrilla atacase los pontones que se habían tendido junto a Francfort, y luego se dirigió con la escuadrilla antitanque hacia la orilla occidental.
Rudel vio algunos rastros en la nieve. ¿Eran de tanques o de tractores antiaéreos? Siguió volando bajo, hacia el pueblo de Lebus, donde localizó una docena o más de carros de asalto hábilmente camuflados. En ese momento se le empezó a disparar y Rudel se elevó tan rápido como pudo. Debajo alcanzaba a ver al menos ocho baterías antiaéreas, y comprendió que sería suicida perseguir carros de asalto en una zona llana, desprovista de árboles o edificios altos, que permitieran acercarse con alguna seguridad. En otras circunstancias, Rudel se hubiese limitado a elegir otro blanco más adecuado, pero ahora se trataba de Berlín, que estaba en peligro, por lo que informó por radio que él y su artillero de cola, hauptmann (capitán) Ernst Gadermann, irían solos a atacar la formación de tanques. Los otros deberían esperar hasta que viesen el resplandor de las baterías antiaéreas, y entonces tratar de ponerlas fuera de combate.
Rudel examinó la zona y al fin vio a un grupo de tanques «T-34» que salían de un bosque.
«Esta vez tengo que confiar en mi suerte» se dijo, y enfiló su «Stuka» hacia ellos.
El fuego comenzó a surgir desde varios lados, pero Rudel siguió descendiendo. Al llegar a unos 150 metros de altura ascendió ligeramente y se dirigió hacia un gran carro de asalto. No quería atacar desde un ángulo muy abierto por si erraba el blanco. Disparó entonces sus dos cañones y el tanque quedó envuelto en llamas. Inmediatamente tuvo un segundo tanque en su mira. Hizo fuego en dirección a la parte posterior del vehículo, y se produjo una explosión en forma de hongo. A los pocos minutos había destruido dos tanques más. Luego regresó a la base para reabastecerse de municiones, y regresó a donde estaban los carros de asalto. Después de destrozar varios tanques más, volvió penosamente a su base, con las alas y el fuselaje hechos una criba por el fuego antiaéreo, y cambió de avión. En su cuarta salida, Rudel había ya destruido doce tanques, y sólo quedaba uno, un «Stalin» de gran tamaño. Ascendió por entre las balas antiaéreas, y de pronto inclinó el morro del avión hacia tierra, iniciando un agudo y ensordecedor picado, mientras zigzagueaba violentamente para evitar el fuego antiaéreo. Al acercarse al carro de asalto, enderezó el aparato e hizo fuego, saliendo en zig zag hasta que se halló fuera del alcance de los cañones y pudo ascender otra vez, sin peligro. Miró hacia abajo y vio que el tanque humeaba, aunque seguía avanzando. Las arterias de las sienes le latían con fuerza. Sabía que era un juego peligroso, y que las probabilidades en contra suya aumentaban con cada nueva pasada, pero había algo en aquel tanque solitario que le enardecía. Tenía que destruirlo.
Rudel observó entonces que la luz roja indicadora de uno de sus cañones parpadeaba. ¡La recámara estaba obstruida! Y en el segundo cañón no quedaba más que una sola carga. Cuando llegó a una altura de 800 metros, Rudel discutía consigo mismo. ¿Por qué arriesgar todo a un solo tiro? La respuesta era que tal vez se necesitaba ese solo tiro para evitar que aquel tanque siguiera avanzando por territorio alemán. «¡Qué tontería! -se dijo a sí mismo-. Muchos más serán los tanques que entren en territorio alemán, aunque destruya éste, y estoy seguro que lo voy a destruir.»
Volvió a iniciar el ensordecedor picado, y mientras descendía vio el centelleo de varios cañones del tanque. De pronto niveló el aparato e hizo fuego. El «Stalin» quedó envuelto en llamas. Lleno de júbilo, Rudel inició un ascenso en espiral. Sintió entonces un crujido y un dolor en la pierna derecha, como si le hubiesen aplicado un hierro candente. No podía ver; todo estaba oscuro ante él. Jadeando con fuerza, Rudel luchó por mantener el control del aparato.
– Ernst -dijo con voz ahogada a su artillero, por el intercomunicador-. ¡Mi pierna derecha ha desaparecido!
– No puede ser -manifestó Gadermann-. De ser así, no podrías hablar.
Gadermann era médico, aunque también era un luchador nato. Cuando estudiaba en la Universidad, había sostenido innumerables duelos, y tanto le gustaba el combate que se había hecho artillero de cola.
– El ala izquierda está ardiendo -dijo Gadermann serenamente-. Nos han acertado dos veces.
– ¡Guíame hasta donde pueda hacer un aterrizaje de emergencia! -exclamó Rudel, que seguía sin poder ver-. Luego sácame rápidamente, para que no me queme vivo aquí dentro. Gadermann guió al piloto ciego.
– ¡Pronto, asciende! -exclamó.
Rudel se preguntó si sería un árbol o unos cables telefónicos. ¿Tardaría mucho en desprenderse el ala? Poco después el dolor de la pierna se intensificó de tal modo que Rudel sólo reaccionaba a gritos de su compañero.
– ¡Asciende! -gritó Gadermann, de nuevo.
La exclamación hizo estremecer a Rudel como si hubiese recibido un jarro de agua en el rostro.
– ¿Cómo es el terreno?-inquirió.
– Malo, bastante accidentado.
Rudel sabía que podía desvanecerse en cualquier momento, e hizo un esfuerzo para poder aterrizar. Sintió que el aparato dejaba de obedecer a los mandos y dio un tirón a la palanca. Un dolor insoportable le atenazaba el pie izquierdo, y no pudo impedir un quejido. ¿Pero no era la pierna derecha donde le habían herido?, se preguntó, olvidando que también tenía la izquierda enyesada.
Comenzaban a salir llamas del avión cuando Rudel hizo ascender suavemente la proa del aparato para realizar el aterrizaje de emergencia. Sintió un estrépito ensordecedor, una serie de sacudidas, y luego notó que el aparato se deslizaba ruidosamente sobre el suelo. Después se produjo un repentino silencio. Pasado el momento de tensión, Rudel se desvaneció, abrumado por el dolor. Volvió ligeramente en sí y de nuevo perdió el conocimiento. Cuando lo recuperó del todo se hallaba en la mesa de operaciones de un hospital situado a pocos kilómetros al oeste del Oder.
– ¿Me la han cortado?-inquirió débilmente.
Un cirujano que le miraba atentamente hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. Rudel pensó en seguida en lo que aquello significaba. Nunca más podría esquiar, saltar con pértiga y practicar otros deportes. Pero, ¿qué importaba, cuando tantos camaradas habían sido heridos mucho más seriamente?¿Qué era la pérdida de una pierna si había contribuido en algo a salvar a la Patria?
– A excepción de unos restos de músculos y de tejido fibroso -le estaba explicando el cirujano-, nada queda ya de la pierna, por lo tanto…
Poco después se presentó el médico personal de Goering, el cual dijo que el reichsmarschall quería que Rudel fuese trasladado al hospital montado en el bunker del zoológico de Berlín. También contó a Rudel que Goering había informado del accidente a Hitler, el cual, después de expresar su contento porque el mayor héroe de Alemania hubiese salido tan bien librado, dijo: «Esperemos que los polluelos actúen con más juicio que la gallina.»
Si Rudel era el ideal de Hitler en la guerra, el doctor Josef Goebbels lo era en el aspecto intelectual. Goebbels, que contaba entonces cuarenta y siete años, había sufrido a los siete una operación que le dejó la pierna izquierda siete centímetros más corta que la derecha. En el colegio se mostró ya aficionado a las actividades del intelecto, y antes de cumplir los treinta años había sido, en rápida sucesión, novelista aficionado, dramaturgo y guionista, si bien cada intento fue seguido del correspondiente fracaso. Dotado de una serie de cualidades de segundo orden, y amargado por los fracasos, Goebbels se hizo portavoz ardiente de las ideas de Hitler. Si algún comunista alemán dotado del mismo genio político que Hitler, hubiese aparecido en escena en aquel momento, Goebbels se habría convertido igualmente en su eficaz y voluntario instrumento, ya que en el fondo era un espíritu rebelde, y lo que le atraía eran las doctrinas revolucionarias, como la Nacional Socialista.
Martín Bormann era tan adicto al nazismo como el propio Goebbels, y ambos hombres fueron probablemente los seguidores más entusiastas de Hitler. Los dos eran capaces de hacer cualquier cosa en beneficio del Führer, y los dos desconfiaban de Himmler y eran objeto de la desconfianza de éste. A pesar de estos puntos de contacto, las diferencias que existían entre ellos eran notables. Bormann era bajo, fornido, y poseía un grueso cuello de toro. Su redondo rostro y ancha nariz acentuaban su aspecto rudo, proporcionándole una apariencia cruel, casi animal. De personalidad hosca y un tanto desvaída, prefería mantenerse en segundo plano. Goebbels, por el contrario, era enjuto, quijotesco, exuberante como un ídolo de opereta, y le satisfacía verse bajo las luces de los estrados. Tenía un agudo sentido del humor, y podía atraerse lo mismo a un extenso auditorio que a un solo interlocutor, gracias a su atractivo e ingenio. Mientras que Bormann era concienzudo y preciso en lo que se refería a los detalles, Goebbels era imaginativo y, de acuerdo con el parecer de Speer, poseía una mente latina, antes que germánica, lo cual le permitía ser un consumado orador y un maestro de la propaganda.
Bormann había sido atraído al Nacional Socialismo, posiblemente por su nacionalismo, su apartamiento de la Iglesia y el deseo de progresar. Como ayudante de Rudolf Hess, Bormann careció del menor relieve, y en esos momentos en que era jefe de la Cancillería del Partido, casi se le desconocía en Alemania. Se convirtió en la sombra fiel de Hitler, en el hombre siempre dispuesto para la ejecución de tareas lo mismo triviales que arduas, y una mera insinuación del Führer bastaba para que iniciase una acción inmediata.
Cierto día, por ejemplo, hallándose en su finca de Berchtesgaden, el Führer comentó el lamentable panorama que desde sus ventanas ofrecía la granja de unos ancianos vecinos. Sugirió que cuando estos muriesen se hiciera desaparecer el antiestético edificio. Pocos días más tarde, Hitler descubrió que la granja había desaparecido como por ensalmo. El concienzudo Bormann se había limitado a derribarla, trasladando previamente a sus moradores a otra finca mucho mejor, pero que detestaban.
Bormann era el más enigmático de todos los dirigentes nacional socialistas. Rechazaba cualquier condecoración y los honores que se le quisieran tributar. Eludía toda clase de publicidad, y sus retratos eran tan escasos que muy pocos alemanes eran capaces de identificarle personalmente. Lo que deseaba por en cima de todo era convertirse en un hombre del que Hitler no pudiera nunca prescindir.
En abril de 1943, Bormann fue designado oficialmente secretario del Führer, cargo que le proporcionó un poder desmesurado. Era él quien decidía las personas que podían entrevistarse con Hitler, y los documentos que éste debía leer. Por otra parte, Bormann se hallaba presente, casi siempre, en todas las entrevistas que concedía el Führer.
Tras el atentado de que fue objeto el 20 de julio, Hitler se inclinó a confiar aún más en el reducido círculo de sus allegados, y entre ellos Bormann era el único capaz de reducir las ideas y proyectos en proposiciones claras y sencillas.
– Los conceptos de Bormann -dijo en cierta ocasión Hitler-están elaborados con tal exactitud, que sólo necesito decir sí o no. Con él despacho en diez minutos un montón de papeles que me llevaría varias horas, si me ayudase otro hombre. Cuando le pido que me recuerde cierto asunto al cabo de seis meses, tengo la seguridad de que lo hará.
Y cuando alguien se quejaba de los expeditivos métodos de Bormann para cumplir con sus obligaciones, Hitler replicaba:
– Sé que es brutal, pero realiza lo que se propone. Puedo confiar totalmente en eso.
Los dos altos personajes, con tantas semejanzas y tantas diferencias entre sí, competían vigorosamente por conseguir el afecto y confianza del Führer, pero su duelo era encubierto y silencioso. Comprendiendo lo mucho que el Führer confiaba para sus asuntos en Bormann, Goebbels se mostraba lo suficientemente inteligente como para no desprestigiarle. Bormann, por su parte, sabía que Goebbels seguía siendo amigo personal del Führer, y tampoco deseaba llevar la lucha a terreno abierto.
Además de sus obligaciones como ministro de Propaganda, el doctor Goebbels era también el encargado de la defensa de Berlín. A principios de febrero reunió a un pequeño grupo en su oficina por este motivo. Se hallaban presentes el generalleutnant (general de división) Bruno von Hauenschild, comandante militar de Berlín; el alcalde de la ciudad; el jefe de policía; el secretario de Estado, doctor Werner Naumann; el ayudante de Goebbels, y el capitán Karl Hans Hermann, designado por Hauenschild como oficial de enlace con Goebbels. Durante los nueve días anteriores el joven Hermann había permanecido en casa de Goebbels, ocupando el dormitorio de un hijo de la esposa de éste, habido en un matrimonio anterior. Después de todas las anécdotas que Hermann había oído acerca de la activa vida amorosa de Goebbels, [10] se sorprendió al comprobar que era un esposo atento y considerado, y que a pesar de sus devaneos, el matrimonio se llevaba perfectamente bien. Una noche en que los residentes de la casa se hallaban en el refugio a causa de una alarma aérea, Hermann observó que frau Goebbels cogía la mano de su marido y la presionaba afectuosamente contra su mejilla.
En la entrevista de febrero, Goebbels anunció que iba a revelar un secreto de Estado, e hizo prometer a los presentes que guardarían riguroso silencio.
– Acabo de ver al Führer -dijo Goebbels, haciendo luego una pausa dramática-. Pase lo que pase, está decidido a no abandonar Berlín.
Todo el mundo comprendió la importancia que tenía defender la capital, pero aquello significaba para Goebbels su primer gran triunfo sobre Bormann. Goebbels siempre había sostenido que el fin de Hitler, si había de llegar, tenía que producirse en Berlín, con todos sus principales allegados presentes. El práctico Bormann, en cambio, aconsejaba que Hitler huyese a Berchtesgaden. En realidad, no se trataba verdaderamente de un triunfo. Aunque Goebbels tiraba en un sentido y Bormann en otro, Hitler ya había decidido quedarse en Berlín por razones personales… que podían cambiar al día siguiente, si la situación variaba.
De todos los gobernantes de Europa, Hitler era el único que se había hecho indispensable a causa del dominio especial que ejercía sobre su pueblo. Era un hombre predestinado, y él lo sabía. Para él era una buena prueba de ello la milagrosa salvación cuando el atentado de la bomba, y aún seguía creyendo lo que había escrito en la prisión de Landsberg, en 1924:
«En espaciados intervalos de la historia de la Humanidad, puede ocurrir ocasionalmente que el político práctico y el político doctrinario coincidan en una misma persona. Cuanto más íntima sea la unión, mayores serán las dificultades políticas. Un hombre semejante no trabaja para satisfacer las demandas de cada individuo, sino que trata de llegar a objetivos que sólo comprenden unos pocos. Por consiguiente, su vida fluctúa entre el odio y el amor de los demás. Las protestas de la actual generación, que no le comprende, luchan con el reconocimiento de la posteridad, para la cual también trabaja.»
En aquella época, los fines de Hitler sólo eran comprendidos por «unos pocos», pero había millones de alemanes que aún le seguían con ciega lealtad.
La temperatura era apenas de cuatro grados cuando la segunda reunión plenaria se inició, a las cuatro de la tarde, en el gran salón del palacio de Livadia. Un agradable fuego de leña ardía en la chimenea, en la esquina de la estancia, y Churchill, con las mejillas sonrosadas, aparecía vestido con uniforme de coronel y fumaba su sempiterno cigarro. Harry Hopkins, el hombre de confianza de Roosevelt, hacía su primera aparición pública en Yalta. Sufría de hemocromatosis, y en la pasada semana había perdido más de cinco kilos. Se hallaba sentado detrás del presidente, en actitud alerta, a pesar de los espasmos de dolor que experimentaba.
Roosevelt abrió la sesión sugiriendo que se hablara de los asuntos políticos concernientes a Alemania. La partición de este país, después de su derrota, era uno de los mayores problemas a considerar, y había sido tratado extensamente por la Comisión Consultiva Europea, compuesta por representantes de la URSS, Estados Unidos y Gran Bretaña. [11] Dicha comisión ya había recomendado que, terminada la guerra, Alemania debería dividirse en tres zonas de ocupación, siendo el tercio oriental para Rusia, el tercio del noroeste para Gran Bretaña y el del sudoeste para Estados Unidos. Tanto Gran Bretaña como Rusia habían aprobado el plan, pero Roosevelt, descontento con la zona sudoeste, menos accesible, aún no había firmado.
Después de las observaciones iniciales del presidente, Stalin declaró llanamente que deseaba la resolución inmediata del asunto de la partición de Alemania. Ante la sorpresa de los asistentes, fue Churchill, y no Roosevelt, quien se opuso a tomar una decisión apresurada.
– Si se me preguntase hoy cómo iba a dividir Alemania -manifestó-, no sabría qué contestar. No tengo una idea definida, y me gustaría que el asunto se estudiase y acordase en unión de mis dos grandes aliados.
Cuando Stalin siguió insistiendo en que el asunto debía resolverse allí, en aquel mismo momento, Churchill contestó obstinadamente:
– No creo posible discutir ahora la forma exacta de llevar a cabo la desmembración del país. Esto se realizará durante la conferencia de paz.
– Los dos están hablando del mismo asunto -intervino Roosevelt con suavidad, actuando de arbitro de los dos antagonistas. Y añadió que sería una buena solución «dividir a Alemania, tal vez en cinco o seis estados…»
– Algo menos -murmuró Churchill-. Por otra parte no veo la necesidad de informar a los alemanes, en el momento de la rendición, de si va o no a dividirse su país, y en qué modo. Harry Hopkins garabateó una nota y se la pasó al presidente Roosevelt. El papel decía:
«Señor presidente:
»Me permito sugerir que diga usted que se trata de un asunto muy importante y urgente, y que los tres ministros de Asuntos Exteriores pueden presentar mañana una proposición <strong>[12]</strong> para llegar a un pronto acuerdo, en el asunto de la división.
«Harry.»
No bien acababa Roosevelt de leer esta nota, cuando Stettinius le entregó otra, escrita con su prolija caligrafía, y cuya firma terminaba en una optimista rúbrica ascendente:
«Señor presidente:
»Podemos acceder de buen grado a esa primera entrevista de ministros de Asuntos Exteriores.
»Ed.»
– Si este asunto se discutiese por todo el mundo, habría un centenar de planes de partición -manifestó Roosevelt-. Por consiguiente, solicito que quede limitado a nuestros tres países, y que los ministros de Asuntos Exteriores correspondientes presenten mañana un plan.
– ¿Se refiere usted a un plan para estudiar el asunto de la partición, o un plan para la división en sí misma?
– A un plan para estudiar la partición.
Si Churchill pareció estar conforme, Stalin no lo estaba, ciertamente.
– Considero que la sugestión del primer ministro, de no decir la verdad a los alemanes, es un tanto arriesgada. Debemos decírsela, y por adelantado.
– La idea del mariscal, que en cierto modo es semejante a la mía -aclaró Roosevelt-, es que resultaría más fácil si se les informa de lo que se proyecta.
– No querrá usted hacer eso -replicó Churchill-. A Eisenhower no le parece conveniente. Eso impulsaría a los alemanes a luchar con mayor energía. Es necesario que no se divulgue este asunto.
Roosevelt preguntó a Churchill si accedería a que se incluyese la palabra «desmembración» en los artículos del armisticio que la Comisión Consultiva Europea también había redactado.
– Sí, accedería a ello -asintió Churchill, con un gruñido.
– Queda por decidir lo de la zona francesa -prosiguió diciendo Roosevelt.
Churchill y Stalin se miraron uno a otro como dos gallos de pelea. Recientemente, ante la insistencia de De Gaulle, y con el apoyo entusiasta de Churchill, Francia había sido admitida como miembro de la Comisión Consultiva Europea, pero no se le había asignado una zona de ocupación a causa de la firme oposición de Stalin. La noche anterior Churchill había dicho que cualquier cosa que contribuyese a mantener la unidad de los Tres Grandes, recibiría su voto, pero en ese momento estaba dispuesto a arriesgar tal unidad por una causa que lo merecía… como era dar una zona de ocupación a Francia.
Churchill se puso de pie aparentemente para defender la causa de Francia, pero en realidad para detener la agresividad soviética. Tenía la seguridad de que en cuanto la Alemania de Hitler hubiese quedado derrotada, el equilibrio del poder quedaría gravemente alterado, y Rusia trataría de atraer a la órbita comunista al occidente europeo, como ya estaba haciendo con el sudeste. Proporcionar a Francia una zona en Alemania, contribuiría a fortalecer el frente contra el comunismo.
– Los franceses desean una zona, y yo estoy en favor de entregársela. Incluso les daría con gusto una parte de la británica -afirmó Churchill.
– Creo que pueden presentarse complicaciones en nuestro trabajo, si admitimos un cuarto miembro -contestó Stalin, aparentando la misma inocencia.
– Esto trae a colación el futuro de Francia en Europa -siguió diciendo Churchill-, y considero que los franceses han de jugar un papel importante en ese aspecto… Poseen gran experiencia en la ocupación de Alemania. Lo hacen eficazmente, y no se mostrarán remisos. Debemos permitir que aumente el poderío francés, para mantener sujeta a Alemania.
Luego Churchill miró significativamente a Roosevelt y añadió:
– No sé durante cuánto tiempo Estados Unidos seguirán con nosotros en la ocupación.
– Dos años -contestó rápidamente Roosevelt, sin darse cuenta de la repercusión que tal respuesta podía tener.
«Doc» Mathews, sentado detrás del presidente de Estados Unidos, vio que los ojos de Stalin refulgían cuando Pavlov tradujo esta frase.
Como si quisiera asegurarse de que Pavlov había oído «dos años» correctamente, Stalin pidió al presidente que se explicara, lo cual hizo éste:
– Puedo conseguir que el pueblo y el Congreso cooperen plenamente en beneficio de la paz, pero no me será posible conservar un ejército durante largo tiempo en Europa. Dos años serán el límite máximo.
La contenida alegría de Stalin era evidente. Harriman, que conocía al mariscal tan bien como a cualquier norteamericano, habría deseado que Roosevelt no hubiera proporcionado semejante ventaja a Stalin tan irreflexivamente.
– Espero que eso sea según se presenten las circunstancias -contestó Churchill, tratando de ocultar su desaliento-. De todos modos, necesitaremos a los franceses para que nos ayuden.
– Francia es nuestra aliada -dijo Stalin, de un modo que recordó a uno de los norteamericanos la imagen de un gato tragándose un ratón-. Hemos firmado un pacto con ella, y queremos que disponga de un gran ejército.
Stalin podía permitirse una muestra de magnanimidad.
Pocos momentos más tarde Roosevelt volvió a provocar la consternación de Churchill cuando dijo:
– Preferiría que los franceses no tomasen parte en el control de los asuntos.
Esto no resultaba claro ni siquiera para Hopkins, ya que Francia se había unido recientemente a la Comisión Consultiva Europea, por lo que comenzó a escribir otra nota.
Stalin prefirió pensar que Roosevelt le apoyaba en contra de Churchill, y por ello dijo:
– Estoy de acuerdo en que los franceses deben fortalecerse, pero no olvidemos que en esta guerra Francia abrió las puertas al enemigo… El control y administración de Alemania debe ser sólo para aquellas potencias que han permanecido firmes contra ella desde el comienzo. Y hasta ahora, Francia no se halla incluida en ese grupo.
– Todos hemos tenido dificultades desde el principio de esta guerra -hizo notar Churchill, con gesto de disgusto-. Pero lo cierto es que Francia debe ocupar el lugar que le corresponde. La necesitamos para defendernos de Alemania… Después que los norteamericanos se hayan marchado, habrá que pensar seriamente en el futuro.
Sin duda Stalin se daba cuenta de lo que Churchill quería significar, y repitió que estaba en contra de que Francia tomase parte en la dirección superior de los asuntos. Mientras Churchill seguía defendiendo su punto de vista, Harry Hopkins terminó su nota y se la pasó a su jefe. Decía así:
«1. Francia está en la Comisión Consultiva Europea, en este momento. Puede por consiguiente tratar de los asuntos alemanes ahora.
»2. Prometa la entrega de una zona.
»3. Postergue cualquier decisión acerca de la Comisión de Control.»
Roosevelt miró al frente, después de leer atentamente la nota, y declaró:
– Creo que no hemos tenido en cuenta la situación de Francia en la Comisión Consultiva Europea. Sugiero que se proporcione a Francia una zona de ocupación, pero que posterguemos la discusión acerca del control del asunto.
– Estoy de acuerdo -contestó Stalin, con una presteza que resultó sorprendente.
Para Stettinius era evidente que el mariscal no deseaba en esos momentos tener roces con Roosevelt, e igualmente era claro que se hallaba decidido a discutir encarnizadamente todos los aspectos con Churchill. Este dijo:
– Propongo que los tres ministros de Asuntos Exteriores proyecten el tipo de comisión de control que debe establecerse. Eden se inclinó hacia Churchill, le dijo algo al oído, y el primer ministro inglés añadió:
– Dice (Eden) que ya se ha estudiado esto, y por lo tanto retiro mi propuesta.
A continuación se habló de las compensaciones de guerra. Cuando Iván Maisky -que impresionó a Stettinius por su recortada barbita y su correcto inglés- presentó una demanda soviética de diez mil millones de dólares, fue Churchill el que se opuso a un pago tan oneroso, haciendo notar los desgraciados resultados que habían provocado las pesadas cargas establecidas al término de la Primera Guerra Mundial. También habló acerca del espectro del hambre en Alemania.
– Si ochenta millones de seres se mueren de hambre, ¿vamos a decir «os lo merecéis»? En caso contrario, ¿quién va a pagar para alimentarles?
– Habrá comida para ellos, de todos modos -contestó Stalin. Roosevelt, actuando de nuevo como pacificador, tomó una posición intermedia.
– No queremos matar gente. Deseamos que Alemania siga viviendo, pero que no posea un nivel de vida superior al de la Unión Soviética. Sueño con una Alemania que se mantenga a sí misma, y que no se muera de hambre… Al efectuarse las compensaciones, debemos tomar de lo que podamos, pero no todo en absoluto. Es menester dejar a Alemania bastante industria y trabajo para evitar que perezca de inanición.
Pocos minutos más tarde se levantaba la sesión, y algunos norteamericanos, como Bohlen, se mostraban preocupados porque el presidente no se había colocado decididamente de parte de los ingleses en materia de reparaciones de guerra. Aunque Roosevelt había abandonado públicamente el plan Morgenthau, que hubiera despojado a Alemania de las zonas industriales del Ruhr y del Sarre, convirtiéndole en «un país de carácter primordialmente agrícola y ganadero», aún quedaba algún vestigio de tal intención, y Bohlen y otros que se hallaban al corriente de la historia del centro y el este de Europa, sabían que una Alemania agrícola daría lugar con toda seguridad a una dominación de todos esos territorios por la Unión Soviética.
La asamblea plenaria del día siguiente se inició con una discusión sobre el asunto que más preocupaba a Roosevelt: la organización de las Naciones Unidas.
Churchill declaró que aunque la paz dependía de las tres grandes potencias, debería asegurarse la libre expresión de las naciones pequeñas.
– Podría parecer que nosotros tres estamos tratando de dominar el mundo… mientras que nuestro deseo es servirles, y evitar la repetición de los tremendos horrores en que se ve envuelta su población. Por consiguiente, creo que las grandes potencias… debemos hacer lo que yo llamaría una orgullosa sumisión a las comunidades del mundo.
El siempre observador Stettinius comprobó que las gafas de Churchill se hallaban muy bajas, cabalgándole sobre la nariz, en tanto que Stalin, que volvía a fumar cigarrillos rusos, garabateaba incesantemente en un trozo de papel.
– No se trata de si una potencia o tres potencias desean dominar el mundo -replicó Stalin-. No sé de ninguna gran nación que trate de adueñarse del globo. Tal vez esté equivocado, y no vea claro. Así que me gustaría pedir a mi amigo, míster Churchill, me diga qué potencias son las que pretenden dominar el mundo. Estoy seguro de que míster Churchill e Inglaterra no desean tal cosa. Estoy seguro de que Estados Unidos tampoco lo desea. Lo mismo ocurre con la Unión Soviética. Eso sólo deja en el tapete a una potencia: ¡China!
– Yo me refería a las tres grandes potencias aquí representadas -contestó Churchill-, elevándose colectivamente hasta tal altura que las demás terminarían por considerar que estaban tratando de dominar el mundo.
Stalin explicó que el problema era mucho más serio.
– Mientras vivamos cualquiera de los tres -manifestó-, no dejaremos que nuestros países incurran en acciones agresivas. Pero dentro de diez años ninguno de nosotros puede hallarse presente. Llegará una nueva generación que no habrá experimentado los horrores de la guerra, y que olvidará todo lo que nosotros hemos pasado. Nos gustaría asegurar la paz al menos durante cincuenta años. Esa es la idea que yo tengo. Creo que debemos establecer una estructura que origine cuantos obstáculos sean posibles para llegar a la dominación del mundo… El mayor peligro para el futuro reside en los conflictos que puedan crearse entre nosotros mismos.
El presidente de Estados Unidos trató de cambiar de tema trayendo a colación el asunto de Polonia…, el más delicado de todos. Durante varios meses Churchill había insistido vanamente ante Roosevelt para que forzase a los polacos de Londres a hacer concesiones a Stalin en nombre de la colaboración con Rusia; pero ahora era Churchill el que salía en defensa de Polonia.
– Gran Bretaña no tiene interés material en Polonia -comenzó diciendo el primer ministro-. Su interés reside puramente en el aspecto del honor, ya que nosotros sacamos la espada para defender a Polonia del brutal ataque de Hitler. Nunca me contentaré con una solución que no deje a Polonia como Estado libre e independiente. Nuestro más firme deseo, que estimamos tanto como nuestras propias vidas, es que Polonia sea dueña de su propia casa y de su propia alma.
Luego Churchill sugirió que las tres grandes potencias podían concertar un gobierno en aquel mismo momento.
– …Un gobierno provisional o interino, como ha dicho el presidente, que quedará pendiente de elecciones libres, de modo que los tres podamos otorgar nuestro reconocimiento… Si lo conseguimos, podremos abandonar esta mesa habiendo dado un gran paso hacia la paz futura y la prosperidad del centro de Europa.
Stalin propuso un descanso de diez minutos, y entonces entró en el salón el mayordomo del palacio donde se alojaba Roosevelt -era el maître del hotel Metropole-, seguido de varios camareros vestidos de etiqueta, que portaban bandejas con pasteles, bocadillos y té caliente en unos vasos altos, de fino cristal. Los rusos se mostraron divertidos al ver los apuros que pasaban los norteamericanos para tomar aquel té hirviente.
Se reanudó la sesión con un vehemente discurso de Stalin en el que señaló que en los últimos treinta años Alemania había pasado por Polonia dos veces para invadir a Rusia. Ni Roosevelt ni Churchill mencionaron, claro está -pues eran lo suficientemente corteses-, que la marcha de Alemania a través de medio territorio polaco, en 1939, había coincidido con la de sus ahora aliados, los rusos, en la otra mitad, para encontrarse con ellos.
Hizo notar Stalin que la Línea Curzon no había sido inventada por rusos, sino por extranjeros, y que él no podía volver a Moscú con menos de lo que Curzon y Clemenceau habían ofrecido en una ocasión.
– Y ahora, por lo que se refiere al gobierno -prosiguió diciendo Stalin-, el primer ministro ha solicitado que formemos un gobierno polaco aquí mismo. Me temo que haya sido una equivocación involuntaria. Sin la participación de los polacos no podemos formar ningún Gobierno polaco. Ellos dicen que soy un dictador -añadió sonriendo levemente-, pero tengo el suficiente sentido democrático como para no constituir un gobierno polaco sin polacos.
Al terminar Stalin este discurso, Roosevelt, que parecía agotado, dijo que siendo ya las ocho menos cuarto era mejor que se suspendiese la sesión. Pero Churchill quería decir la última palabra, y manifestó:
– Tal vez estemos equivocados, pero considero que el Gobierno de Lublin sólo representa a un tercio del pueblo polaco… Creo que el Gobierno de Lublin no tiene derecho a representar a la nación polaca.
A continuación se redactó un informe para los periódicos de todo el mundo, anunciando que se había llegado a un «completo acuerdo para realizar operaciones militares conjuntas en la fase final de la guerra contra la Alemania nazi», y que «la discusión de los problemas concernientes al establecimiento de una paz duradera también había comenzado».
El comunicado parecía tranquilizador, pero buena parte de los ' norteamericanos que habían tratado íntimamente con los rusos se sentían preocupados. El antiguo embajador de Rusia, William C. Bullitt, temía que Roosevelt hubiera sido engañado. Recordó que una vez, en privado, el presidente le dijo que convertiría a Stalin de imperialista soviético en demócrata, dándole todo lo que necesitase para luchar contra los nazis. Stalin necesitaba tanto la paz, dijo Roosevelt, que de buena gana colaboraría con el Oeste para conseguirla. Bullitt predijo entonces que Stalin nunca cumpliría sus promesas.
– Bill, no discuto tus razones -contestó entonces Roosevelt-. Las considero justificadas, pero tengo la impresión de que Stalin no es de esa clase de hombres. Harry (Hopkins) asegura eso, y afirma que sólo quiere la seguridad de su país. Yo creo que si le doy lo que pide, y no solicito nada a cambio, como noblesse oblige, él no tratará de apoderarse de nada, y colaborará conmigo para lograr un mundo democrático y pacífico.
Como Bullitt siguiese defendiendo su postura, el presidente dijo que ello le hacía recordar la época en que los alemanes dividieron los ejércitos francés y británico en 1918. Rogó entonces a Woodrow Wilson que enviase soldados norteamericanos para cerrar la brecha; de lo contrario los Aliados serían derrotados. -Wilson me miró y dijo: «Roosevelt, no quiero enviar a nuestras tropas para tapar ese agujero. Lo que pronostica usted tal vez llegue a ocurrir, pero tengo la impresión de que no sucederá así. La responsabilidad es mía, y no suya, y yo voy a actuar de acuerdo con mi corazonada.» Eso es lo que yo le digo, Bill. Es mía la responsabilidad, y no suya, y voy a obrar según mi intuición.
Roosevelt creía en lo que acababa de decir a Bullitt, pero además estaba siguiendo los consejos de sus mejores expertos militares y políticos. Los militares le exhortaban a que continuase una íntima colaboración con el Ejército Rojo, lo que era un importante factor para facilitar el ataque general en el Occidente.
Cuando Marshall se encontró con Eisenhower antes de la reunión de Malta, el comandante supremo hizo hincapié en que el éxito de su ataque final a través de Alemania dependería en gran parte de la continuación de la gran ofensiva que se llevaba a cabo en el Este.
George Marshall se sentía aún más preocupado por la guerra del Pacífico. Ya había advertido a Roosevelt que costaría entre medio millón y un millón de vidas americanas la conquista del Japón, a menos que Rusia entrase en la lucha, y le rogó que obtuviese una promesa definitiva de Stalin, en tal sentido, durante la conferencia de Yalta. Siendo intérprete sensible de la opinión americana, Roosevelt sabía que la mayor parte de la población de Estados Unidos apoyaría con entusiasmo un programa como ése, destinado a ahorrar vidas americanas, por lo que decidió seguir el consejo de Marshall.
Durante las pasadas semanas Roosevelt se había mostrado más propicio que nunca a recibir los consejos del Departamento de Estado. La influencia de hombres tales como el secretario del Tesoro, Henry Morgenthau, y de otros partidarios de una política severa con Alemania, se estaba desvaneciendo y comenzaba a hacerse notar el razonamiento más moderado de diplomáticos de carrera, como Bohlen y Matthews. El presidente prestaba especial atención a los informes de Averell Harriman, quien le había advertido de que aunque Stalin parecía sincero y sin dobleces, la mayoría de la gente cometía el error de tomar por buena su primera declaración.
– Hágale tres o cuatro preguntas -aconsejó Harriman- hasta que compruebe cuál es su verdadera intención.
Harriman sabía que Stalin era un hombre recio, con una enorme capacidad de trabajo. Stalin estudió Teología y era hijo de un sacerdote, a pesar de lo cual su credo actual era el Comunismo, y llegaría a cualquier extremo con tal de propagarlo. Harriman le había oído decir, sin el menor asomo de emoción, que había dejado morir de inanición a millones de kulaks, sólo para poder dominar a los campesinos.
También informó Harriman que, en contra de lo que se creía habitualmente, las relaciones personales también tenían importancia para Stalin. Este admiraba a Churchill como un luchador incansable, pero sólo confiaba en él mientras durase la guerra. En una ocasión, refiriéndose al primer ministro, Stalin dijo: «Es un individuo desesperado.» Pero le intimidaba el presidente de Estados Unidos, y escuchaba atentamente todo cuanto decía, reconociendo que su política del New Deal era un concepto original que confundía las teorías de Marx y de Lenin.
Con todo esto en la mente, Roosevelt estaba jugando su baza en el Palacio Livadia. Además, no podía olvidar que a principios de junio de 1944 había cuatro veces más alemanes en el Este que en el Oeste, y que sin el Ejército Rojo no hubiese sido posible llevar a cabo el desembarco del Día D.
Aquella noche, después de la tercera reunión plenaria, Roosevelt cambió impresiones con sus consejeros y luego decidió escribir a Stalin acerca de Polonia, ya que era evidente que la conferencia podía fracasar a causa de aquel problema. Con la ayuda de Harry Hopkins y del Departamento de Estado, se redactó un mensaje. Harriman llevó una copia al palacio Vorontsov, donde Churchill y Eden la leyeron. Eden consideró que estaba acertada en líneas generales, aunque «no era lo suficientemente enérgica», y sugirió que se efectuaran algunas enmiendas. Tanto Churchill como Harriman aprobaron los cambios efectuados, y aquella noche Roosevelt hizo incorporar las rectificaciones a la misiva, quedando concebida en los siguientes términos:
«Estimado mariscal Stalin:
»He estado pensando seriamente en nuestra entrevista de esta tarde, y deseo expresarle con toda franqueza mi opinión por lo que al Gobierno polaco se refiere.
»Me preocupa mucho que las tres grandes potencias no se hallen de acuerdo acerca de la situación política de Polonia. Tengo la impresión de que nuestra postura ante el mundo no queda favorecida por el hecho de que usted haya reconocido a un gobierno, en tanto que ingleses y norteamericanos reconocemos a otro que se encuentra en Londres. Estoy seguro de que esta situación no debe continuar, pues en tal caso nuestros respectivos pueblos pueden pensar que existen profundas diferencias entre nosotros, y éste no es el caso…
»Debe usted creerme cuando le aseguro que nuestros pueblos contemplan con ojo crítico lo que consideran un desacuerdo entre nosotros, en este punto crucial de la guerra. Afirman, en efecto, que si no podemos llegar a un acuerdo ahora que nuestros ejércitos convergen sobre un enemigo común, menos será posible conseguir un entendimiento sobre asuntos más importantes que se presentarán en el futuro.
»Es necesario que le aclare que no podemos reconocer el Gobierno de Lublin tal como está compuesto ahora, y el mundo considerará como un lamentable corolario de nuestro trabajo el que nos separemos en abierta y evidente divergencia en lo que se refiere a este aspecto…
Roosevelt proseguía sugiriendo que Beirut y Osobka-Morawski, del Gobierno de Lublin, debían ser llamados a Yalta inmediatamente, así como Mikolajczyk y otros representantes de los polacos de Londres.
«Creo que no es necesario asegurarle que Estados Unidos nunca darán su apoyo, en sentido alguno, a ningún gobierno provisional de Polonia que se halle en conflicto con los intereses de ustedes.
»Tampoco preciso afirmar que cualquier gobierno interino que pueda formarse aquí como resultado de nuestra conferencia con los polacos, deberá quedar sometido a la celebración de elecciones libres en Polonia lo antes posible. Sé bien que esto va de acuerdo con sus deseos de ver surgir a una nueva y democrática Polonia del caos de la guerra.
»Sinceramente suyo,
»Franklin D. Roosevelt.»
Aquella noche los norteamericanos de nivel bastante menor organizaron un baile en Yalta, y pronto las danzas de salón se convirtieron en un concurso de jitterburg. Todo terminó en tablas, pues no fue posible establecer quién bailaba más desenfrenadamente, si los sudorosos americanos o las robustas muchachas rusas.
Mientras los conferenciantes iban colocándose en torno a la gran mesa redonda para celebrar la cuarta reunión plenaria, en la tarde siguiente, Churchill arrastró una silla y se colocó entre Roosevelt y Stettinius.
– Tío José querrá tratar de Dumbarton Oaks -dijo con un ronco susurro.
Eso quería decir que Stalin accedería a las propuestas de Estados Unidos para votar en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. En la conferencia de Dumbarton Oaks, celebrada el otoño anterior, y en la que se había bosquejado un plan para una Organización Mundial, los delegados norteamericanos manifestaron que para conservar la paz mundial, los cinco miembros permanentes del Consejo (Gran Bretaña, Estados Unidos, la URSS, China y Francia) debían votar unánimemente. Los americanos también habían insistido en que todos los miembros de la organización, fuesen grandes o pequeños, debían ser escuchados con el mismo interés.
La sesión comenzó con la sugerencia de Roosevelt de volver a tratar el asunto polaco. Stalin dijo que hacía una hora y media que había recibido la traducción de la carta de Roosevelt y que desde entonces trató infructuosamente de conseguir comunicación telefónica con Osabka-Morawski.
– Mientras tanto -manifestó Stalin-, Molotov ha preparado un plan que concuerda en cierto modo con el del presidente. Podremos escucharlo cuando hayan concluido de traducirlo. Entretanto, hablemos de Dumbarton Oaks.
Por vez primera Roosevelt estuvo seguro de lo que Molotov iba a decir.
– Creemos que las decisiones tomadas en Dumbarton Oaks -manifestó- y las modificaciones sugeridas por el presidente, nos asegurarán la colaboración de todas las naciones, lo mismo grandes que pequeñas, después de la guerra. Por consiguiente, consideramos aceptables las propuestas presentadas.
Roosevelt se mostró enormemente satisfecho… hasta que Molotov agregó que la Unión Soviética se contentaría con la admisión de tres, o dos al menos, de las Repúblicas Soviéticas, como miembros fundadores de las Naciones Unidas. El rostro de Roosevelt se ensombreció, y escribió apresuradamente: «Esto ya no está tan bien», pasándole luego el papel a Stettinius. A pesar de ello, elogió a los soviéticos por los grandes avances realizados, y comenzó una larga, aunque cortés crítica, acerca de la propuesta que acababa de presentar Molotov.
Hopkins le interrumpió entregándole otra nota:
«Señor presidente: Creo que debe pedir someterlo al estudio de los ministros de Asuntos Exteriores, antes de que se produzcan complicaciones.
»Harry.»
Roosevelt echó una mirada a la nota y luego dijo a los conferenciantes que era importante establecer la nueva Unión de Naciones sin mayor demora. Agregó que se sometieran todos los temas al estudio de los ministros de Asuntos Exteriores, que también podían elegir una fecha para la primera reunión de la U.N., la cual podía ser en marzo, por ejemplo.
– No estoy en desacuerdo con las proposiciones del presidente -manifestó Churchill-, pero considero que los secretarios de Asuntos Exteriores ya se han visto bastante abrumados de trabajo.
Dijo también que el mes de marzo le parecía demasiado pronto para celebrar la primera entrevista. La lucha estaba en su punto culminante, y la suerte del mundo era aún demasiado incierta. Stettinius deslizó una nota ante Roosevelt:
«Stimson piensa de igual forma.»
Pero a Roosevelt le interesó más otra nota que recibió de Hopkins, y que decía:
«Detrás de estas conversaciones hay algo cuya base desconocemos.
»Será mejor que esperemos hasta más tarde, para ver cuáles son sus propósitos.»
Debajo Roosevelt escribió: «Todo esto es repugnante», y subrayó la palabra «repugnante», añadiendo a continuación: «Es política localista.»
Mientras tanto, un ayudante entregaba a Molotov el proyecto sobre Polonia, y el ministro soviético comenzó a leerlo en voz alta. Tanto Roosevelt como Churchill fruncieron el ceño cuando Molotov leyó la tercera parte: «Resulta muy de desear que en el Gobierno Polaco Provisional se integren algunos de los líderes democráticos procedentes de los círculos polacos emigrados.»
– Sólo hay una palabra que no me gusta -observó Roosevelt-, y es la palabra «emigrados».
Churchill intervino y explicó, como para dar a Stalin una lección de Historia, que la palabra se había originado durante la Revolución Francesa, y su significado era: una persona que sale de su país por voluntad de sus compatriotas.
Luego Roosevelt escribió otra nota a Hopkins con su conciso estilo: «Tenemos para media hora.» Roosevelt ya había bromeado a veces en privado acerca de los largos discursos del «viejo y querido Winston», que consideraba a veces improcedentes, y que sin duda irritaban a Stalin.
Churchill estaba declarando que deseaba que Polonia recibiera territorios en el este de Alemania para compensar el que la Unión Soviética iba a tomar de Polonia Oriental, pero advirtió que no debería dárseles a los polacos mucho de ese territorio alemán.
– No quiero atracar al ganso polaco para que muera de indigestión germana -manifestó, e hizo notar que muchos ingleses quedarían sorprendidos ante la transferencia por la fuerza de unos seis millones de alemanes.
– Ya no habrá alemanes allí -dijo Stalin-. Cuando nuestras tropas entraron en la zona, los alemanes salieron huyendo.
– Entonces está el problema de cómo manejarlos en Alemania -siguió diciendo Churchill-. Ya hemos matado a seis o siete millones y probablemente daremos muerte a otro millón antes de que termine la guerra.
– ¿Uno, o bien dos millones?-interrumpió Stalin, jocosamente. -Bueno, no estoy poniendo límites -replicó Churchill, de no menos buen humor, y preguntó a Stalin si le parecía bien añadir las palabras «y algunos dentro de Polonia».
Stalin, siempre de buen talante, contestó:
– Sí, me parece aceptable.
– Bien -concluyó Churchill-; estoy de acuerdo con el presidente en que debemos suspender la sesión hasta mañana.
– También yo lo considero oportuno -dijo Stalin.
Una vez que se hubo levantado la sesión, Leahy opinó que había sido la reunión más prometedora hasta aquel momento, y varios norteamericanos comentaron la habilidad de Roosevelt para conciliar las discusiones que se suscitaron entre los otros dos dirigentes.
Los ingleses no hicieron tantos elogios, y algunos se hallaban resentidos por el papel de mediador que el mismo Roosevelt se había asignado. Unos pocos hablaron incluso de lo que consideraban como una total ignorancia de la historia de Europa Oriental. Eden manifestó que Roosevelt estaba demasiado impaciente «por demostrar a Stalin que Estados Unidos no se estaba "confabulando" con Gran Bretaña "en contra de Rusia"», lo cual sólo originaba «confusiones en las relaciones angloamericanas, de lo que se aprovechaban los soviéticos». Para él Roosevelt era un consumado político, capaz de visualizar claramente un objetivo inmediato, pero «cuya perspectiva a largo plazo no era muy acertada».
En las últimas horas de la noche, Churchill envió un largo telegrama a Clement Attlee, jefe del partido Laborista y primer ministro suplente.
«Hoy ha salido mucho mejor. Todas las proposiciones americanas para la constitución de Dumbarton Oaks han sido aceptadas por los rusos, quienes declararon que ello se debía principalmente a nuestra explicación, que les había tomado en una actitud propicia para aceptar el plan en su totalidad. También disminuyeron su petición de dieciséis miembros votantes en la asamblea, a sólo dos… A pesar de nuestros sombríos presentimientos, Yalta ha resultado bastante propicia hasta el momento…»
Mencionó asimismo la carta que Roosevelt había enviado a Stalin en relación con el nuevo Gobierno polaco, más representativo. Si ocho o diez polacos democráticos como Mikolajczyk quedaban integrados en el nuevo Gobierno, resultaría beneficioso para Gran Bretaña reconocer tal Gobierno en seguida.
«…Entonces podremos enviar embajadores y misiones a Polonia, y averiguar al menos lo que está sucediendo allí, así como si es posible establecer los fundamentos para unas elecciones libres y válidas, que puedan dar vida a un Gobierno polaco. Esperamos que en este difícil terreno nos darán plena libertad de acción…»
Attlee se mostró complacido con el extenso telegrama. Aunque él y Churchill eran los polos opuestos en el terreno político, el Gobierno inglés de la época de guerra actuaba casi con completa exclusión del aspecto interior. Ocultando una notable capacidad bajo una apariencia incolora, Attlee parecía un insignificante empleadillo. Pero sentía afecto por el rutilante Churchill, y respetaba su indudable competencia, aun cuando aseguraba que el primer ministro «se descarriaba» en algunas ocasiones. «Winston -dijo en cierta oportunidad- está formado por un noventa por ciento de genio y diez por ciento de necio impetuoso. Lo que necesita es una buena secretaria que le diga con energía: «¡No sea tan necio e impetuoso!»
También recordaba Attlee el comentario de Lloyd George acerca de Churchill: «Ese es Winston. Tiene media docena de soluciones para cada problema, de las que sólo una es acertada. Lo malo es que no sabe cuál es la buena.»
Aquel día, 7 de febrero, el teniente general H.D.G. Crerar, comandante del Primer Ejército Canadiense, llamó a los corresponsables de guerra a su cuartel general táctico situado en Tillburg, Holanda, y les dio a conocer los planes de la operación «Veritable», que constituía el primer paso para el avance de Montgomery hasta el centro de Alemania.
La operación «Veritable» se iniciaría al día siguiente desde el flanco norte de las tropas de Montgomery. El campo de batalla se hallaba delimitado por dos ríos: el Rhin, que se internaba por Alemania hacia el norte y luego se dirigía bruscamente hacia el oeste, a Holanda. Pasaba entonces por Nimega, a sólo diez kilómetros al norte del Mosa, el segundo río, que procedía de Bélgica. El ataque canadiense comenzaría en esta estrecha franja de diez kilómetros, y seguiría hacia el sudeste, arrollando a todas las tropas alemanas situadas entre ambos ríos.
– Esta operación podrá prolongarse, resultando una lucha dura y fatigosa -manifestó Crerar a los corresponsales-. Todos confiamos, sin embargo, en que se concluirá satisfactoriamente la gran tarea que tenemos el honor y la responsabilidad de llevar a cabo.
El plan era simple en teoría, pero dependía en gran parte del tiempo y de la conformación especial del terreno que Crerar tendría que conquistar. Por la tarde, el hombre que había elegido para dirigir el asalto inicial, teniente general Brian Horrocks, comandante del 30.° Cuerpo británico, se dirigió hasta un puesto avanzado de observación cerca de Nimega, donde tantos americanos habían muerto en la tentativa de desembarco aéreo del otoño anterior. Hacia el sudeste, Horrocks descubrió un pequeño valle que se elevaba unos cincuenta metros en el Reichswald, un bosque de pinos tan denso que la visibilidad quedaba limitada a unos pocos metros. Horrocks tenía que atacar aquel siniestro bosque, y además la carretera que había más allá del mismo y que partía desde Nimega hacia el sudeste.
El problema inicial de Horrocks consistió en llevar doscientos mil hombres, así como tanques, cañones y vehículos, a la zona boscosa situada detrás de Nimega, sin que fuera observado. Durante las tres semanas anteriores, pero sólo por la noche, se habían trasladado 35.000 vehículos con soldados y suministros a la nueva posición, a pesar de la pertinaz lluvia que caía en aquellos momentos, que llegó a hacer intransitables numerosas carreteras.
Cuando Horrocks observó el horizonte, no pudo advertir ningún movimiento enemigo desacostumbrado, pero ello no hizo que disminuyera su preocupación. Los bosques y los alrededores de Nimega se hallaban atestados de tropas alemanas. ¿Qué ocurriría si llevaban a cabo un eficaz ataque aéreo, o si comenzaban de nuevo las lluvias?
Crerar no dijo a los corresponsales que una vez que los alemanes enviasen rápidamente refuerzos desde el sur, para detener la operación «Veritable», el flanco derecho de Montgomery avanzaría hasta la zona desocupada por esas tropas. Esa sería la operación «Granada», destinada a obligar al Alto Mando alemán a enviar de nuevo las reservas al sur. En la confusión subsiguiente, Horrocks se infiltraría rápidamente hasta el Rhin.
Para dirigir la operación «Granada», Montgomery había elegido al general William Simpson, comandante del 9.° Ejército de Estados Unidos. El «Gran Simp» -para distinguirlo del «Pequeño Simp», otro general americano de igual apellido- era alto, calvo y poseía recias facciones. Aunque tenía el aspecto de un fiero jefe indio, no había probablemente otro comandante de ejército que fuera menos temido por sus oficiales y más admirado, al mismo tiempo. Hablaba suavemente, rara vez perdía el control de sí mismo, y le bastaba una sola palabra de reproche para corregir al que cometía un error.
A unos cien kilómetros al sur de Nimega, Simpson aconsejó a sus comandantes que no mezclasen sus unidades.
– Manténgase en orden en el campo de batalla. Conserven intactas las unidades -manifestó.
Luego les reveló que el Día D era el 10 de febrero. Faltaban, pues, tres días. Pero por muy cuidadosamente que Simpson planease el ataque, su éxito final dependía del comandante de otro grupo de ejército, y también de un río, el Roer, que se dirigía hacia el norte, desde las Ardenas, y que era la primera barrera que Simpson tenía que atravesar en su marcha hacia el Rhin. El general era Courtney Hodges, y sus tropas trataban en aquellos momentos de tomar intactos los embalses del Roer. Si los alemanes los destruían, millones de toneladas de agua anegarían la zona, impidiendo a Simpson que alcanzase el otro lado durante dos semanas al menos, o lo que era peor, aislando a las tropas que ya hubieran cruzado.
Por consiguiente, el resultado de la operación «Veritable» dependía del agua: de los embalses situados cien kilómetros al sur, y de la lluvia. Al anochecer de aquel día el cielo aparecía despejado y la calma reinaba sobre la zona de Nimega. A las nueve de la noche Horrocks oyó el sordo rumor de los aviones: 769 bombarderos pesados británicos que se dirigían hacia Cleve y Goch, en la otra orilla del Reichswald.
Poco antes del amanecer del 8 de febrero, Horrocks trepó a una pequeña plataforma instalada en el tronco de un árbol -su puesto de mando- y observó una cortina de explosiones, quizá más de un millar a la vez, que se apreciaban sobre todo el frente. Era un amanecer frío y gris, y para disgusto de Horrocks comenzó a llover. Pero a pesar de ello podía seguir observando la mayor parte del campo de batalla. Hasta para una persona avezada a la guerra el espectáculo era estremecedor. De pronto cesó el fuego de los cañones, y entonces se inició entre el barro el avance de los tanques y de los «canguros» (tanques provistos de plataforma, para transportar a la infantería).
A las 21,20 un fuego de artillería comenzó a caer sobre las líneas alemanas, alcanzando su intensidad máxima cuarenta minutos después. A la hora H el blanco de la artillería fue avanzando cien metros cada cuatro minutos, mientras una cortina de humo blanco ocultaba los batallones de asalto de las cuatro divisiones que avanzaban por el valle. Si bien el enemigo no podía ver las tropas que realizaban el avance, Horrocks sí podía divisar con claridad los grupos de hombres y los carros de asalto que se aproximaban al bosque, encontrando escasa resistencia. Pero una hora más tarde, los tanques aminoraron la marcha y parecieron detenerse. Se estaban quedando atascados en el barro.
El cieno no era en modo alguno el peor de los problemas con que se enfrentaba la operación «Veritable». Hacia el sur, el ataque de la 78.ª división, de infantería de Hodges, contra los embalses, había remitido. Hodges llamó por teléfono al comandante del 5.° Cuerpo, general de división Clarence Huebner, y expresó su descontento por los pocos progresos de la 78.ª división. El ataque estaba respaldado por el fuego de potente artillería, y Hodges no comprendía que ésta no pudiese abrir un camino hasta los embalses.
– Debo tenerlos en mi poder mañana mismo -afirmó. Huebner sabía que la 78.ª división estaba agotada. Era necesario enviar una nueva unidad.
– Tengo que usar la 9.ª División -dijo a Hodges.
– Quiero tener los embalses en mi poder por la mañana -repitió Hodges-. La forma de conseguirlo es asunto suyo. Huebner habló con el general de división Louis Craig, comandante de la 9.ª División, el cual acababa de llegar, y le preguntó el tiempo que tardaría en trasladar sus tropas.
– Puedo hacerlo en seguida -manifestó Craig.
Los jefes norteamericanos del Estado Mayor se hallaban, sin embargo, mucho más preocupados con el desarrollo de la guerra en el Pacífico. Estaban a la sazón sentados ante una mesa al otro lado de la cual se hallaban los jefes de Estado Mayor soviéticos. La reunión se celebraba en el palacio Yusupov, que albergaba el cuartel general de Stalin, y en ella trataban de solucionar los problemas militares del Extremo Oriente, y en especial las medidas que debería tomar la Unión Soviética una vez que declarase la guerra al Japón.
Mientras se celebraba esta reunión, Roosevelt y Stalin consideraban el mismo asunto a un nivel superior, en presencia de Molotov, de Harriman y de los dos intérpretes, Pavlov y Bohlen. Roosevelt se mostraba partidario de un bombardeo intensivo, que hiciese rendir a los japoneses, evitando tener que invadir el archipiélago. A esto replicó Stalin:
– Me gustaría discutir las condiciones políticas según las cuales las URSS entraría en la guerra contra el Japón.
Tales condiciones, precisó Stalin, habían sido ya detalladas en una conversación con Harriman.
Roosevelt consideró que no había dificultad alguna en que Rusia se quedase con la mitad de la isla de Sakhalin y con las islas Kuriles, como reparación. En cuanto a proporcionar a los soviéticos un puerto de aguas cálidas en el Lejano Oriente, le parecía bien arrendar el puerto chino de Dairen, o bien hacer de él un puerto libre.
Dándose cuenta de la favorable posición en que se hallaba situado, Stalin replicó solicitando algo más: el empleo de los ferrocarriles de Manchuria. También esto pareció razonable a Roosevelt, que sugirió arrendarlos a Rusia, y colocarlos bajo el control de una comisión rusochina.
Stalin se mostró satisfecho.
– Si estas condiciones no se cumplen -dijo con aspereza-, nos resultará difícil explicar, a mí o a Molotov, ante nuestro pueblo, la razón de que Rusia entre en la guerra contra el Japón.
– No he tenido ocasión de hablar con el mariscal Chiang Kai Shek -contestó Roosevelt-. Una de las dificultades con que se tropieza al hablar con los chinos, es que cualquier cosa que se les dice se transmite al mundo por radio al cabo de veinticuatro horas.
Stalin declaró que por el momento no era necesario hablar con los chinos, y luego hizo notar afablemente:
– Respecto a la cuestión del puerto de aguas cálidas, no habrá dificultad, pues no pondré objeciones a que sea un puerto libre, internacionalizado.
Cuando la conversación abordó el tema de la administración fiduciaria de algunos territorios del Lejano Oriente, Roosevelt admitió que el problema coreano era muy delicado. En tono confidencial añadió que si bien personalmente creía que no era necesario invitar a los ingleses a que participasen en el fideicomiso de dicho país, éstos podían mostrarse resentidos, si no se solicitaba su colaboración.
– Sin duda alguna se ofenderían -dijo Stalin, haciendo un gesto significativo-. Creo que el primer ministro nos mataría, por lo que considero que debe ser invitado.
Eran casi las cuatro de la tarde, hora de iniciarse la cuarta asamblea plenaria, y ambos se dirigieron hacia el gran salón. Los demás conferenciantes se encontraban ya allí, charlando en pequeños grupos. Alger Hiss estaba hablando a Eden acerca de la debatida cuestión del procedimiento para votar en las Naciones Unidas. Aquella misma mañana Eden había ayudado a confeccionar el informe de los ministros de Asuntos Exteriores sobre dicho asunto, y Hiss preguntó si podría echar un vistazo al proyecto antes de que se iniciase la asamblea plenaria. Eden vaciló, y al fin le entregó el informe. La razón de sus dudas se hizo evidente para Hiss cuando leyó con creciente asombro que Estados Unidos apoyaban ahora la petición de Stalin de mayor número de votos asignados. Hiss exclamó que aquello era un error, y que Estados Unidos no habían aprobado semejante cosa.
– No sabe usted lo que ha ocurrido -dijo Eden, tomando asiento reposadamente, y sin decir Hiss que Roosevelt había aprobado la medida en privado.
La quinta reunión plenaria se inició con unas palabras de Eden aceptando la invitación de Estados Unidos para celebrar la primera reunión de las Naciones Unidas en Norteamérica, el día 25 de abril. Luego de una prolongada discusión sobre los países que debían participar, Molotov cambió de tema diciendo:
– Consideramos que resultaría útil discutir el problema polaco sobre la base de que el Gobierno actual debe ser ampliado. No podemos ignorar el hecho de que este Gobierno existe en Varsovia, y que ejerce la jefatura sobre el pueblo polaco con gran autoridad.
– Este es el punto crucial de la conferencia -manifestó Churchill, proyectando la mandíbula hacia adelante. Todo el mundo estaba esperando una resolución, y si abandonaban Yalta reconociendo aún varios Gobiernos polacos, se haría evidente que entre ellos existían «diferencias fundamentales», a pesar de todo. Por otra parte, y de acuerdo con los informes que Churchill tenía, el Gobierno de Lublin no gozaba del apoyo de la mayoría de los polacos, y si los tres grandes abandonaban a los polacos de Londres para respaldar a los de Lublin, los 150.000 polacos que luchaban por los aliados se considerarían traicionados.
– Las consecuencias de no llegar a un acuerdo serían lamentables -manifestó Churchill-, y colocarían el sello del fracaso sobre nuestra conferencia.
Luego añadió que el Gobierno de Su Majestad sería acusado en el Parlamento de haber abandonado la causa de Polonia. Debían celebrarse unas «elecciones libres y generales».
– Una vez que se haya hecho esto, el Gobierno de Su Majestad reconocerá al Gobierno que surja, sin tener en cuenta el de los polacos de Londres. Lo que nos causa zozobra es el intervalo que va de aquí a las elecciones.
Stalin replicó que el Gobierno de Lublin -que él llamaba el Gobierno de Varsovia- era muy popular, en realidad.
– Son las gentes que no abandonaron Polonia. Proceden de la Resistencia.
Agregó que en la Historia los polacos odiaban a los rusos, pero que se había producido un cambio radical al ser liberado su país por el Ejército Rojo.
– Ahora demuestran buena voluntad hacia Rusia. Es natural que los polacos sientan una enorme satisfacción al ver a los alemanes huir de su país, y al sentirse liberados. Mi impresión es que los polacos consideran esto como una fecha histórica. La población está grandemente sorprendida de que los integrantes del Gobierno polaco de Londres no tomen parte en esta liberación. Ven allí a los miembros del Gobierno provisional; pero, ¿dónde están los polacos de Londres?
Stalin admitió que, indudablemente, era mejor establecer un Gobierno basado en elecciones libres, pero que la guerra la impedía, debiendo formarse primero un Gobierno provisional.
– Es algo semejante al de De Gaulle -continuó diciendo-, que tampoco ha sido elegido. ¿Quién es más apreciado, De Gaulle o Bierut? Hemos considerado posible tratar con De Gaulle y establecer convenios con él. ¿Por qué, entonces, no tratar con el Gobierno provisional polaco? No podemos pedir más a Polonia que a Francia…
– ¿Cuánto tiempo tardarían en celebrarse las elecciones?-inquirió Roosevelt.
– Un mes, aproximadamente, a menos que se produzca una catástrofe en el frente y los alemanes nos derroten -replicó Stalin, demostrando de nuevo su cachazudo humor, y sonriendo-. Pero no creo que esto llegue a ocurrir.
Hasta el mismo Churchill estaba impresionado, o al menos parecía estarlo.
– Sin duda las elecciones libres disiparían las preocupaciones del Gobierno británico -dijo.
– Propongo que posterguemos las conversaciones hasta mañana -sugirió Roosevelt.
Era obvio que se hallaba satisfecho con aquellas muestras de armonía, y pidió que el asunto quedase a cargo de los tres ministros de Asuntos Exteriores.
– Mis colegas me ganarán con sus votos -dijo Molotov, con una de sus raras sonrisas.
Stalin siguió demostrando buen humor, incluso cuando preguntó la razón de que aún no se hubiese hablado de Yugoslavia. ¿Y respecto a Grecia?
– No tengo críticas que hacer, pero me gustaría saber qué ocurre allí -dijo el mariscal, mirando de reojo a Churchill, pues era sabido que Grecia se hallaba en la esfera de influencia de Inglaterra.
Churchill dijo que podía hablar durante varias horas acerca de Grecia. En cuanto a Yugoslavia, manifestó que se había persuadido al rey -o más bien se le había forzado- a que estableciese la regencia. El jefe del Gobierno yugoslavo en el exilio había salido ya de Londres, según tenía entendido, para formar en Belgrado un Gobierno de coalición con Tito.
– Tengo esperanzas de que la paz se establecerá basándose en una amnistía -dijo Churchill-; pero ambos se odian tanto que no pueden dejar de poner las manos en Yugoslavia.
Esto provocó otra sonrisa de Stalin, quien manifestó:
– Es que aún no están acostumbrados a las discusiones, y en lugar de ello se cortan la garganta mutuamente.
En lo concerniente a Grecia, el mariscal añadió con supremo aire socarrón:
– Sólo deseaba enterarme. De todos modos, no tenemos deseos de intervenir allí.
Este tono de jovialidad siguió imperando en la cena que se celebró en el palacio Yusupov, mientras se sucedían los brindis. Stalin proclamó que Churchill era un hombre de los que sólo nacía uno cada cien años. En reciprocidad, el primer ministro elogió a Stalin como el jefe de un poderoso país que había recibido el impacto más fuerte de la maquinaria guerrera germana, y que tras destruirla había expulsado a los tiranos de su suelo.
Luego Stalin brindó por Roosevelt con un calor que era algo más que político. Las decisiones tomadas por Churchill y por él mismo, manifestó, habían sido relativamente simples, pero Roosevelt se había unido a la lucha contra el nazismo a pesar de que su país no se hallaba seriamente amenazado por una invasión, constituyéndose luego en el «principal forjador del instrumento que condujo a la movilización del mundo contra Hitler». Los proyectos de préstamo de Roosevelt, dijo Stalin con acento agradecido, habían salvado a muchos. Conforme iba transcurriendo la velada, Stalin comenzó a bromear acerca de Feodor Gusov, uno de sus propios diplomáticos, que jamás sonreía. Stettinius consideró que el mariscal llevaba la broma casi hasta el punto de ridiculizar a su subordinado.
Los mosquitos torturaban continuamente los tobillos del almirante Leahy, irritándole casi tanto como los interminables brindis. El almirante se vertía él mismo la bebida en su copa, con el fin de mantenerse sobrio, pero en general consideraba que la reunión constituía una pérdida de tiempo. Se preguntaba por qué no se marcharían todos a sus respectivos alojamientos a descansar, a fin de estar recuperados para la siguiente jornada de trabajo.
Churchill se puso una vez más de pie e hizo otro brindis, tan optimista esta vez que Stettinius; recordando el deprimido estado de ánimo del primer ministro en Malta, no dejó de asombrarse. Churchill dijo que se hallaban en ese momento en la cúspide de la montaña, y que ante ellos se abría la perspectiva de la llanura.
– Mis esperanzas descansan en el ilustre presidente de Estados Unidos y en el mariscal Stalin, en los que hallamos a los campeones de la paz, y que tras derrotar al enemigo, nos señalarán el camino para vencer la pobreza, la confusión, el caos y la opresión. Esas son mis esperanzas, y al hablar de Inglaterra diré que no regatearemos tampoco nuestros esfuerzos, y que no desmayaremos en secundar las empresas que ustedes llevan a cabo. El mariscal ha hablado del futuro. Eso es lo más importante de todo. De otro modo los mares de sangre vertidos hubieran resultado inútiles y ultrajantes. Propongo un brindis por el radiante amanecer de la paz victoriosa.
Pocos minutos más tarde se propuso el brindis cuadragésimo quinto y final de la velada. Para el cauto y sobrio almirante Leahy, había tardado demasiado en llegar.
Los jefes militares de las tres grandes potencias se reunieron a las once de la mañana siguiente para discutir acerca del informe militar final. Se convino en que a fin de establecer planes, la fecha más temprana en que cabía esperar la derrota de Alemania era el primero de julio de 1945, y la última, el 31 de diciembre del mismo año. Se establecía que la caída del Japón se produciría dieciocho meses después de la de Alemania.
A mediodía se reunió con ellos Churchill, y quince minutos más tarde llegó Roosevelt, demorado por un tratamiento para aliviarse la sinusitis que padecía. Puesto que los jefes militares habían llegado a un completo acuerdo, ya no había necesidad de que los dirigentes políticos occidentales resolviesen más problemas en aquella esfera, por lo que se inició una afectuosa conversación entre el primer ministro y el presidente. Casi una hora después, Roosevelt se dirigió a Churchill y dijo con sonrisa traviesa:
– Esta ha sido una magnífica conferencia, Winston, a menos que vaya usted a París y haga otro discurso diciendo a los franceses que los británicos tratan de equipar veinticinco divisiones francesas más con material americano.
Churchill contestó riendo que jamás había dicho tal cosa, pero el presidente afirmó que «un montón de papeles» probaba que Churchill había hecho semejante declaración después de la reunión de Quebec.
– Sea lo que fuere lo que afirmé en París, lo dije en francés -contestó Churchill-, y nunca sé bien lo que digo cuando hablo en francés, de modo que es mejor que no le preste usted atención.
Poco después de celebrarse la sexta reunión, aquella tarde, los Tres Grandes y sus principales consejeros se reunieron en el patio del palacio de Livadia para que les tomasen unas fotos grafías. A su regreso al salón, Stettinius comenzó a leer el plan que los ministros de Asuntos Exteriores habían redactado acerca de los territorios en fideicomiso, tema que debía ser tratado en las Naciones Unidas. Antes de que estuviese por la mitad de la lectura, Churchill gritó irritado que hasta el momento no estaba de acuerdo con una sola palabra del proyecto.
– ¡No se me ha consultado ni he oído hablar del asunto hasta ahora! -exclamó, tan exaltado que sus gafas resbalaron hasta la punta de la nariz-. ¡Bajo ninguna circunstancia consentiré que los dedos de cuarenta o cincuenta naciones hurguen en la existencia del Imperio Británico! ¡Mientras yo sea primer ministro, no cederé un sólo trozo del patrimonio británico! Al fin Churchill se apaciguó la suficiente para que Stettinius pudiese terminar la lectura del informe, pero aquél siguió enfurecido, y en el momento en que Molotov propuso que se tratase acerca de Polonia, se agitó en su asiento como si se dispusiera a entrar en batalla.
En su papel de mediador, Roosevelt dijo creer que estaban próximos a llegar a un acuerdo sobre el caso de Polonia, el cual, según él, sólo era un asunto «de terminología». Por otra parte, también tenían importancia para él los siete millones de polacos que vivían en Norteamérica, a quienes debía asegurarse que Estados Unidos harían lo que pudiesen para establecer la celebración de elecciones libres en Polonia. Churchill declaró que también él tenía que informar a la Cámara de los Comunes acerca de parecido asunto, y añadió irritado:
– Personalmente no me preocupan demasiado los polacos. Stalin quiso aprovechar esa despectiva manifestación, y dijo rápidamente:
– También hay gentes notables entre los polacos.
Y a renglón seguido elogió sus cualidades como científicos, soldados y músicos. Llegó incluso a decir que eran elementos «no fascistas y antifascistas», tanto en el Gobierno de Lublin como en el de Londres. Churchill atacó inmediatamente el empleo de tales términos, y comenzó una querella de tipo semántico entre él y Stalin, quien terminó diciendo que la Declaración de Europa Libre hacía uso del mismo vocablo.
Los americanos se pusieron al momento en guardia. Esa Declaración había sido idea de Roosevelt, y ensalzaba «el derecho de los pueblos a elegir la forma de gobierno bajo la cual deberían vivir». Una vez Stalin hubo atraído la atención de todos, dijo de improviso:
– En general, la apruebo.
Roosevelt experimentó una gran alegría. Si Stalin firmaba la Declaración, la paz del mundo y los derechos universales del hombre estarían asegurados.
– Este es el primer ejemplo de cómo puede usarse la Declaración -manifestó el presidente, con vehemencia-. En ella está la frase «crear instituciones democráticas de elección propia». -y siguió citando parte del tercer artículo de la Declaración -: «…Formar autoridades de Gobierno interinas plenamente representativas de todos los estamentos democráticos de la población, y procurar en el menor plazo posible el establecimiento de elecciones libres para crear Gobiernos que respondan á la voluntad del pueblo.»
– Aceptamos el artículo tercero -dijo Stalin.
Roosevelt le miró con gesto agradecido y declaró:
– Quiero que estas elecciones de Polonia sean las primeras que se realicen.
Stalin volvió a mostrarse conforme.
El tercero en discordia, Churchill, quedó relegado y quiso sobreponerse:
– No disiento de la Declaración del presidente -dijo un tanto sombríamente-, siempre que se entienda que la referencia a la Carta del Atlántico no se aplica al Imperio Británico. Pero un momento más tarde, Churchill volvió a recuperar la atención de los presentes, cuando manifestó con acento dramático:
– Deseo anunciar que las tropas británicas han comenzado un ataque al amanecer de ayer en la zona de Nimega. Han avanzado cerca de tres mil metros, y ahora están en contacto con la Línea Sigfrido… Mañana seguirá el segundo ataque e intervendrá el Noveno Ejército americano. La ofensiva continuará sin interrupción alguna.
La operación «Veritable» halló más dificultades de las que hubiera previsto el más pesimista de sus comandantes. Las tropas hicieron escasos progresos en los campos convertidos en pantanos por los continuos aguaceros. Los tanques se atascaban en los barrizales de las carreteras, y cuando se inundó la carretera clave Nimega-Cleve, se produjo un monumental atasco de vehículos.
En el sur, Simpson también se veía obstaculizado por el agua. El río Roer crecía por momentos, y aunque sus ingenieros le aseguraron que ello sólo se debía a la lluvia, y no a una rotura en sus embalses, todos menos uno de sus comandantes de cuerpos le exhortaron a que aplazase la operación «Granada». Simpson replicó que les comunicaría su decisión hacia las cuatro de la tarde. Era un problema de difícil solución: el éxito de «Veritable», acción que ya comenzaba retrasándose, dependía en gran parte del ataque de la mañana siguiente. Pero, ¿qué ocurriría si enviaba al ataque a sus tropas, cruzando el Roer, y luego éstas quedaban aisladas, con la inundación a sus espaldas? Poco antes de las cuatro le comunicaron que el río seguía subiendo, aunque ligeramente. ¿Era una subida causada por las lluvias, o por el agua de los embalses?¿Debía arriesgarse? Probablemente su carrera terminaría allí, si fracasaba en el ataque. Simpson tomó asiento con gesto vacilante, de intensa preocupación. A las cuatro alguien le dijo:
– Postergue el ataque.
Y Simpson accedió a ello.
La 9.ª División de Craig aún no había llegado a los embalses. Los alemanes, al retirarse lentamente, hacían que cada metro avanzado resultase sumamente costoso. Sólo a las nueve de la noche -varias horas después de la decisión de Simpson-, el primer batallón del 309.° regimiento llegó penosamente en medio de la oscuridad hasta el mayor de los embalses. El batallón se dividió en dos partes: una se dirigió hacia la parte superior del mismo, y la otra descendió hasta la central eléctrica.
A media noche, y ante el fuego del enemigo, un equipo de ingenieros se dirigió corriendo por encima del dique hacia un túnel de inspección. Encontraron el aliviadero del embalse destruido y bloqueado, y se deslizaron hacia abajo por la vertical de 70 metros de altura, para entrar por el túnel de salida. Todo fue en vano. Los alemanes habían destruido ya toda la maquinaria de la central, volando también las compuertas. Una corriente de agua se deslizaba hacia el río Roer, lo suficientemente densa como para mantener el valle inundado durante las dos semanas siguientes.
Resulta extraño que los que hicieron que «Veritable» dependiese en tal grado de la operación «Granada» no se hubiesen dado cuenta de lo que iba a ocurrir. Como resultado de ello, doscientos mil soldados, entre canadienses, ingleses, galeses y escoceses, se hallaban enfrascados en una de las batallas más agotadoras de la guerra. La responsabilidad debía ser compartida por muchos, pero principalmente por los mandos superiores: Eisenhower y Montgomery, Marshall y Brooke.
Durante todo el día siguiente, 10 de febrero, los hombres de Horrocks siguieron avanzando lentamente, marchando con co raje contra un enemigo obstinado. Horrocks debía haber recibido ayuda de la operación «Granada», pero como ya es sabido, no hubo ataque de Simpson, y los alemanes enviados al norte como refuerzo daban un gran trabajo a los soldados de la operación «Veritable».
Horas más tarde la mayor parte de la carretera Nimega-Cleves se hallaba anegada por las aguas. Además, la primera oleada de agua de los embalses del Roer no sólo había hecho crecer considerablemente el río Roer, sino que estaba llegando a Maas, y al cabo de pocas horas Horrocks tendría que enfrentarse con otra calamidad: el terreno bajo de Reichswald quedaría igualmente anegado.
El ejército aliado que estaba haciendo más progresos aquel día, fue detenido por una orden, y no por el enemigo. Bradley llamó a Patton y le preguntó si podía ponerse a la defensiva. Patton replicó acaloradamente que era el comandante de más edad y experiencia de todo el Ejército, y que solicitaría que le relevasen si le obligaban a actuar a la defensiva. Los argumentos de Bradley sólo hicieron comentar a Patton sarcásticamente que sería una buena idea si alguno de los del 12.° Grupo de Ejército se acercaba al frente de vez en cuando. Para Patton, lo malo de Bradley era que no se enfrentaba con Eisenhower, ni luchaba por sus convicciones con la suficiente firmeza.
Poco después Bradley volvió a llamar. Lo que dijo en esa ocasión proporcionó a Patton una extraña satisfacción. El ataque de Monty, dijo Bradley confidencialmente, era el mayor error que Eisenhower había cometido. Pronosticó que las tropas quedarían atascadas, si no lo estaban ya. Simpson no había atacado como estaba previsto, y lo más probable es que hubiera que volver al plan defendido por Patton… en cuanto lo permitiese el estado del tiempo.
Esto no eran más que meras especulaciones. A pesar de las dificultades que encontró la operación «Veritable», y del aplazamiento de «Granada», Eisenhower no tenía intenciones de cambiar sus planes. Montgomery seguiría dirigiendo el ataque principal a través del Rhin, hacia Berlín, en tanto que Hodges y Patton continuaban con su papel de apoyo a la operación principal.
El embajador Harriman se reunió con Molotov por la tarde y le fue entregada una traducción al inglés de las condiciones políticas que establecía la Unión Soviética para entrar en guerra contra el Japón. Stalin deseaba que continuase la situación existente en Mongolia Exterior y que los territorios ocupados por el Japón después de la guerra de 1904 -especialmente el sur de la isla de Sakhalin, así como Port Arthur y Dairén-, fuesen devueltos a Rusia. También pedía que le concediesen el control de los ferrocarriles de Manchuria, y las islas Kuriles. A cambio de ello, la Unión Soviética celebraría un pacto de amistad y alianza con Chiang Kai Shek, y declararía la guerra al Japón.
Harriman leyó el proyecto y manifestó:
– Hay tres enmiendas que el presidente querrá hacer, según creo, antes de aceptarlo. Dairen y Port Arthur deberán ser puertos libres, y los ferrocarriles manchurianos tendrán que ser dirigidos por una comisión conjunta chinosoviética. Además, estoy seguro de que el presidente no querrá resolver estos dos asuntos, en los que China está interesada, sin que se halle presente el generalísimo Chiang Kai Shek.
En cuanto Harriman hubo regresado a Livandia, enseñó a Roosevelt el proyecto de Stalin con las enmiendas que él mismo había hecho. El presidente aprobó todo y dijo a Harriman que lo entregase de nuevo a Molotov, quedando convencido de que así hacía lo mejor en favor de Norteamérica. La junta de jefes militares había insistido unánimemente en que debía lograr a toda costa que Rusia entrase en guerra contra el Japón, sobre todo para combatir a los 700.000 japoneses del ejército de Kwantung, que se hallaba en Manchuria. Marshall opinaba que un ataque a este ejército, sin la ayuda rusa, provocaría la muerte de millares de muchachos norteamericanos. Unos pocos oficiales del Servicio Naval de Inteligencia de la Armada americana sospechaban que el referido ejército de Kwantung sólo existía en teoría, ya que la mayoría de los soldados habían sido trasladados a otros sectores. Pero estos expertos no fueron escuchados -aunque tenían razón-, y en consecuencia, el 10 de febrero Roosevelt estaba tomando las medidas que hubiera tomado cualquiera que dispusiera de los informes que él poseía.
Poco después de haberse marchado Harriman, Roosevelt fue introducido en el salón donde se iba a celebrar la séptima reunión plenaria, entrevista que determinaría el éxito o el fracaso de toda la conferencia. Los asuntos más importantes a tratar eran las indemnizaciones de guerra, la zona de ocupación francesa y el asunto de Polonia, cuya suerte señalaría el futuro de otras naciones libres del este europeo.
Roosevelt se hallaba en su lugar a las cuatro en punto, con la espalda vuelta hacia la chimenea. Churchill llegó luego jadeando y pidió disculpas a Roosevelt. A continuación, con voz misteriosa dijo:
– Creo que he tenido éxito, y se ha remediado la situación.
En seguida se dirigió a su sitio sin explicar que Stalin acababa de acceder en principio a considerar desde un punto de vista diferente el asunto de las elecciones polacas.
Cuando llegó Stalin, también se disculpó ante el presidente. Eden abrió la sesión, esta vez con un informe confortador: anunció que los ministros de Asuntos Exteriores habían llegado a un acuerdo sobre el futuro Gobierno de Polonia, según la fórmula siguiente:
«En Polonia se ha creado una nueva situación como resultado de su total liberación por el Ejército Rojo. Esto exige el establecimiento de un Gobierno polaco provisional, que puede quedar asentado con mayor firmeza que en anteriores épocas. El Gobierno provisional que ahora se halla funcionando en Polonia deberá ser reorganizado sobre una base democrática, con la inclusión de dirigentes demócratas de la misma Polonia, y con polacos residentes en el extranjero…
»Este Gobierno Provisional de Unidad Nacional deberá celebrar elecciones libres en cuanto sea posible, y de acuerdo con los principios del sufragio universal y del voto secreto…»
Roosevelt entregó una copia a Leahy, el cual frunció el ceño mientras la leía. Al devolver el papel dijo:
– Señor presidente, esto es tan elástico que los rusos pueden estirarlo desde Yalta a Washington sin que nunca llegue a romperse.
– Lo sé, Bill -contestó el presidente, en voz baja-. Lo sé. Pero es todo lo que puedo hacer por Polonia en los momentos actuales.
Mientras Churchill traía a colación el hecho de que el proyecto no hacía mención de las fronteras, Hopkins entregó una nota al presidente que decía:
«Señor presidente:
»Creo que debe aclarar a Stalin que usted apoya la frontera oriental, pero que sólo deberá ser divulgada una declaración general manifestando que consideramos fundamental un cambio de fronteras. También sería conveniente dar la misma explicación a los ministros de Asuntos Exteriores.
»Harry.»
La declaración aludida sería la única que los Tres Grandes publicarían cuando la conferencia hubo concluido, haciendo públicas sus decisiones finales.
– Creo que debemos dejar de lado toda la alusión a las fronteras -manifestó Roosevelt, haciendo caso omiso de la nota de Hopkins.
– Es importante decir algo al respecto -declaró Stalin.
Por vez primera Churchill y Stalin se mostraron de acuerdo, en contra de Roosevelt. El primer ministro dijo que el establecimiento de la frontera debería aparecer en el comunicado, pero Roosevelt no se mostró satisfecho.
– No tengo ningún derecho a llegar a un acuerdo sobre fronteras en estos momentos. Esto será llevado a cabo por el Senado, posteriormente. Dejemos que el primer ministro haga algunas declaraciones públicas cuando regrese, si lo considera necesario. Molotov se agitó inquieto en su asiento, y manifestó en voz baja:
– Creo que sería muy conveniente incluir algo acerca de la completa conformidad de los tres dirigentes, en relación con la frontera oriental. Podemos decir que la Línea Curzon está de acuerdo con el parecer de todos los presentes… También creo que no hay necesidad de aludir a la frontera occidental.
– Considero que hay que decir algo -insistió Churchill.
– Sí, pero menos definido, si le parece bien -manifestó Molotov.
– Puede decirse que Polonia obtendrá compensaciones en el oeste.
– Muy bien -dijo Molotov.
Roosevelt trajo a colación un nuevo tema, que provocó la sensación general.
– Quisiera decir que he cambiado de parecer respecto a la posición francesa en el control de Alemania. Cuanto más pienso en ello más razón me parece que tiene el primer ministro. Siguió diciendo que debería entregarse a Francia una zona de ocupación. Antes de que Stettinius se hubiese recobrado de la sorpresa, recibía otra mayor al oír decir a Stalin:
– Estoy de acuerdo.
Esto había sido arreglado privadamente. Hopkins persuadió a Roosevelt de que sería prudente conceder a Francia una zona, y el presidente dijo a Stalin en privado, a través de Harriman, que había cambiado de parecer. Stalin contestó rápidamente que coincidía con el presidente.
Churchill se mostró tan satisfecho con este resultado, como Roosevelt lo había estado el día anterior.
– Cierto es -dijo con semblante alegre- que Francia puede decir que no tomará parte en la Declaración, y que se reserva todos los derechos para actuar en el futuro.
En este punto todo el mundo se echó a reír.
– Debemos hacer frente a tal posibilidad -añadió Churchill, con gesto travieso, que hizo sonreír hasta al sombrío Molotov-. Tenemos que estar dispuestos a recibir una dura respuesta. Este ambiente de camaradería se enrareció tan rápidamente como se había iniciado, cuando Churchill se refirió al tema de las indemnizaciones de guerra. Consideraba que veinte mil millones de dólares -la mitad para Rusia- eran una suma absurda, si bien lo dijo más cortésmente.
– Hemos recibido instrucciones de nuestro Gobierno para no hacer mención alguna de una cifra determinada -manifestó-. Dejemos que la Comisión de Indemnizaciones de Moscú lo haga.
Stalin ya esperaba esto de Churchill, pero no dio muestras de emoción alguna. Sin embargo, pereció realmente ofendido cuando Roosevelt hizo notar que también a él le disgustaba mencionar una cantidad específica, pues muchos norteamericanos pensarían que las indemnizaciones sólo se contaban en dólares y centavos de dólar.
Irritado, Stalin murmuró algo a Andrei Gromyko, el cual asintió con la cabeza y se dirigió hacia donde estaba Hopkins. Luego de una serie de susurros, Hopkins escribió rápidamente la siguiente nota:
«Señor presidente:
»Gromyko acaba de decirme que el mariscal considera que no ha respaldado usted a Eden relación con las indemnizaciones, sino que ha apoyado a los ingleses, y que eso le disgusta. Tal vez pueda usted explicárselo más tarde, en privado.
»Harry.»
Stalin decía en esos momentos, con voz emocionada:
– Creo que podemos ser totalmente sinceros.
Su voz ascendió de tono mientras manifestaba que nada de lo que pudiera proporcionar Alemania, llegaría a compensar las tremendas pérdidas experimentadas por Rusia.
– Los norteamericanos acuerdan tomar como base veinte millones de dólares -declaró, demasiado excitado para comprender que había cometido un error-. ¿Quiere eso decir que los norteamericanos se echan atrás?
Al decir esto miró a Roosevelt, entre ofendido y decepcionado. Roosevelt rectificó rápidamente. Lo que menos deseaba era una discusión seria acerca de lo que consideraba como un asunto de importancia secundaria. Sólo una palabra parecía preocuparle, por lo que dijo:
– La palabra «reparaciones» sólo significa «dinero» para mucha gente.
– Podemos emplear otra palabra -concedió Stalin, levantándose de su silla por primera vez en una sesión, desde que habían comenzado las entrevistas-. Los tres Gobiernos acuerdan que Alemania debe pagar en especie las pérdidas causadas por ella a los aliados en el curso de la guerra…
Si Roosevelt se hallaba con ánimo conciliador, no ocurría lo mismo con Churchill.
– No podemos establecer una cifra de veinte mil millones de dólares, ni otra cifra cualquiera, hasta que la Comisión haya estudiado el asunto -manifestó, y siguió argumentando con tal ardor y elocuencia, que Stettinius escribió en sus notas el placer que sentía siempre que oía las «hermosas frases» de Churchill, fluyendo «como el agua de una fuente».
Sus palabras provocaron un efecto opuesto en Stalin, quien dijo gesticulando enfáticamente.
– Si los ingleses no quieren que los rusos obtengamos indemnizaciones, es mejor que lo digan con toda franqueza.
Tras esto, el mariscal tomó asiento pesadamente y miró a Churchill con fiereza.
Churchill desaprobó la indirecta, lo que hizo que Stalin volviese a ponerse de pie otra vez. Roosevelt intervino entonces declarando:
– Sugiero dejar todo este asunto a la Comisión de Moscú. Algo apaciguado, Stalin tomó asiento y dejo que Molotov interviniese.
– La única diferencia importante entre Estados Unidos y la Unión Soviética, por una parte, y los ingleses por la otra, se refiere al importe de una suma de dinero -dijo Molotov. Stalin pareció satisfecho. La diestra frase les hacia compañeros de Roosevelt contra Churchill.
– Con razón o sin ella, el Gobierno británico considera que la simple mención de una suma supondrá un compromiso -dijo Eden, con tono conciliador, y propuso que la Comisión de Reparaciones recibiese instrucciones para examinar el informe elaborado recientemente por los tres ministros de Asuntos Exteriores.
Stalin, que parecía haber recuperado por completo el dominio de si mismo, afirmó:
– Propongo, en primer lugar, que los tres jefes de Gobierno acuerden que Alemania debe pagar una indemnización en especie por las pérdidas originadas durante la guerra. En segundo lugar, los jefes de los tres Gobiernos acuerdan que Alemania debe compensar las pérdidas sufridas por las naciones aliadas. Tercero, la Comisión de Reparaciones de Moscú deberá estudiar el importe de la suma a pagar. -Se volvió hacia Churchill y dijo-: Nosotros proponemos una cantidad a la Comisión, y ustedes dan la suya.
– De acuerdo -contesto Churchill-. ¿Y qué opinan Estados Unidos?
– La contestación es sencilla -replicó el presidente, sumamente aliviado-. El juez Roosevelt aprueba, y el documento queda aceptado.
A continuación hubo un descanso para tornar el té, que fue servido a los americanos en vasos provistos de asas de plata, para que no volvieran a quemarse. La breve disputa entre Roosevelt y Stalin había provocado aparentemente la preocupación de este último, por lo cual llevó a Harriman a un lado para decirle que estaba dispuesto a hacer algunas concesiones al presidente en relación con la guerra contra el Japón.
– Estoy plenamente de acuerdo en que Dairén se convierta en puerto libre, bajo el control internacional -manifestó-. Pero el caso de Port Arthur es diferente. Debe ser una base naval rusa, y por consiguiente la Unión Soviética tiene que solicitarlo en arriendo.
– ¿Por qué no trata este asunto inmediatamente con el presidente?-sugirió Harriman.
Poco después Stalin y Roosevelt hablaban en voz baja entre sí. Se llegó a un completo acuerdo, y cuando los conferenciantes reanudaron la sesión, se notó una general sensación de alivio, al comprobarse que las temidas diferencias habían desaparecido. Esto se advirtió en la serie de bromas que se hicieron unos a otros.
Por último volvieron a entrar en materia, y pasó a considerarse la cuestión más importante del día: la declaración de la posición a adoptar por los tres grandes acerca de Polonia, asunto que aparecería al final del comunicado. Hopkins temió que Roosevelt pudiese comprometer a Estados Unidos en un tratado que estableciese los nuevos límites de Polonia, y para evitarlo escribió otra nota:
«Señor presidente:
»Va a tener complicaciones con los poderes legales y con lo que diga el Senado.
»Harry.»
Después de leer la nota, Roosevelt sugirió que se cambiase la redacción de la declaración, a fin de no violar la constitución norteamericana.
Se redactó rápidamente una nueva nota, que fue leída en voz alta:
«Los tres jefes de Gobierno consideran que la frontera oriental de Polonia debe situarse en la Línea Curzon con diferencias, en algunas zonas, de cinco a ocho kilómetros a favor de Polonia. Se admite que Polonia recibirá importantes extensiones de terreno, en el norte y el oeste. Los tres jefes de Gobierno están de acuerdo en que el nuevo Gobierno provisional polaco de Unidad Nacional deberá ser consultado debidamente acerca de la magnitud de tales compensaciones, y que la delimitación final de la frontera occidental de Polonia deberá esperar hasta que se celebre la Conferencia de Paz.»
Hopkins entregó entonces al presidente Roosevelt una nota final, que decía:
«Señor presidente:
»Creo que habremos logrado nuestros fines cuando esta discusión haya terminado.
»Harry.»
Mientras Roosevelt leía dicha nota, Molotov sugirió que se añadiese a la segunda frase «con la devolución a Polonia de sus antiguas fronteras en Prusia Oriental y en el Oder».
– ¿Desde cuánto tiempo eran polacas esas tierras?-preguntó Roosevelt.
– Desde hace mucho.
Roosevelt se volvió hacia Churchill y dijo sonriendo:
– ¿No quiere usted respaldarnos?
– Los polacos podrían indigestarse, si obtienen demasiado territorio alemán.
– Pero el cambio estimularía notablemente a los polacos -dijo Molotov.
– Prefiero dejar las cosas como están -manifestó Churchill.
– Retiro mi sugerencia -declaró Stalin, conciliadoramente, y convengo en dejar el documento tal como está.
Ya eran las ocho de la noche, y Roosevelt tenía aspecto de cansancio. Propuso que se levantase la sesión hasta la mañana siguiente, a las once, en que podrían redactar el comunicado conjunto a tiempo para concluir la conferencia hacia el mediodía. Eso le permitiría abandonar Yalta a las tres de la tarde.
Churchill frunció el ceño y dijo que no creía posible solucionar todos los problemas tan rápidamente. Por otra parte, el comunicado debería ser radiado al mundo, y no podía redactarse con precipitación. Stalin se mostró de acuerdo. Roosevelt, sin decir sí o no, hizo una seña a Mike Reilly, jefe de sus guardaespaldas, el cual le sacó del salón en su silla de ruedas.
Esta salida apresurada dejó preocupados a buen número de delegados británicos y rusos, pero había poco tiempo para hacer conjeturas. Una hora más tarde deberían comparecer todos para la última cena oficial, esa vez en el palacio Vorontsov, con Churchill como anfitrión. La grotesca finca morisco-escocesa había sido ya minuciosamente registrada por los soldados rusos, que se metieron hasta debajo de las mesas, para mirar mejor.
Mientras se tomaban el aperitivo de vodka y caviar, antes de la cena, Molotov fue hacia donde se hallaba Stettinius y manifestó:
– Estamos de acuerdo en la fecha; pero, ¿puede decirnos dónde se celebrará la conferencia?
Se estaba refiriendo a la primera reunión de la Organización de Naciones Unidas.
Stettinius se había visto en un atolladero, durante cierto tiempo, ante la necesidad de hallar el lugar de la conferencia. Varias ciudades fueron propuestas, para luego desecharlas: Nueva York, Filadelfia, Chicago, Miami. A las tres de la noche anterior Stettinius despertó soñando con tal realidad con San Francisco, que casi le pareció sentir la fresca brisa del Pacífico. Convencido de que era el lugar perfecto, se dirigió al dormitorio de Roosevelt, después del desayuno, y expuso las ventajas de San Francisco, a lo que contestó el presidente con evasivas.
Al volver a la conferencia, Stettinius dejó a Molotov y se dirigió a donde se hallaba Roosevelt en su silla de ruedas.
– Molotov quiere saber el lugar donde se va a celebrar la conferencia. ¿Está usted dispuesto a decir que en San Francisco?
– Está bien, Ed; que sea San Francisco -contestó Roosevelt.
Stettinius volvió junto a Molotov y le dio la noticia. El ministro soviético hizo una seña a Eden, y un momento más tarde los tres ministros de Asuntos Exteriores hacían un brindis con vodka por la Conferencia de San Francisco, que se iniciaría al cabo de once meses.
Durante la cena, Stalin dijo a Churchill que no le satisfacía la forma en que se había solucionado el asunto de las indemnizaciones. Temía decir al pueblo soviético que no obtendrían las compensaciones apropiadas a causa de la oposición de los ingleses. Stettinius sospechó que Molotov y Maisky le convencieron de que había hecho demasiadas concesiones en la última reunión.
Churchill contestó que esperaba que Rusia lograría grandes indemnizaciones, pero que no podía olvidar lo ocurrido en la última guerra, cuando se estableció una cifra que Alemania no podía pagar.
– Sería una buena idea -insistió Stalin- mencionar algo en el comunicado acerca de la intención de hacer que Alemania pague los daños que ha originado a las naciones aliadas. Tanto Roosevelt como Churchill se mostraron de acuerdo con la proposición, y este último propuso un brindis por el mariscal.
– Ya he hecho este brindis en varias ocasiones. Esta vez lo hago con un sentimiento más cálido que en anteriores encuentros, no porque sea más propicio, sino porque las grandes victorias y la gloria de las armas rusas le hacen más grato que en las duras épocas que hemos pasado. Tengo la sensación de que, sean cuales fueren las discrepancias que tengamos en ciertos aspectos, el mariscal es un buen amigo de la Gran Bretaña. Deseo que el futuro de Rusia sea brillante, próspero y feliz. Yo haré cuanto pueda para contribuir a ello, y estoy seguro de que otro tanto hará el presidente. Había una época en que el mariscal no se mostraba tan propicio hacia nosotros, y recuerdo haber dicho algunas cosas fuertes contra él, pero nuestros peligros comunes y nuestra mutua lealtad han terminado con todo eso. El fuego de la guerra ha consumido los desacuerdos del pasado. Sabemos que hay un amigo en el que podemos confiar, y espero que él sentirá lo mismo acerca de nosotros. Ruego que viva lo suficiente para ver a su querida Rusia no sólo gloriosa en la guerra, sino también feliz en la paz.
Stettinius se dirigió entonces hacia Stalin y habló con exagerado sentimiento y entusiasmo:
– Si trabajamos juntos en la época de la posguerra, no hay razón para que todos los hogares de la Unión Soviética no dispongan pronto de electricidad y de agua corriente.
– Ya hemos aprendido mucho de Estados Unidos -replicó Stalin sin el menor asomo de sonrisa.
Un momento más tarde Roosevelt contó una anécdota acerca del Ku Klux Klan. En cierta ocasión había sido él invitado por el presidente de la cámara de comercio de una pequeña ciudad del sur norteamericano. Cuando preguntó si los dos hombres que se sentaron a su lado -uno judío y otro italiano- eran miembros del klan, su anfitrión contestó: «¡Ah, sí, pero son buenas personas! Todo el mundo los conoce por aquí.»
– Es un buen ejemplo -hizo notar Roosevelt- de lo difícil que resulta tener prejuicios, sean raciales, religiosos o de otro tipo, cuando se conoce realmente a las personas.
– Eso es muy cierto -afirmó Stalin, y Stettinius consideró que era una evidencia para el mundo de la forma en que los pueblos de diferentes antecedentes también podían hallar una base común de entendimiento.
La conversación se desvió hacia la política inglesa y a los problemas de Churchill en las próximas elecciones.
– El mariscal Stalin posee una tarea política mucho más sencilla -declaró traviesamente el primer ministro-. Sólo tiene un partido con que enfrentarse.
– La experiencia demuestra que un solo partido resulta lo más conveniente para un jefe de Estado -contestó Stalin, con el mismo buen humor.
El ambiente siguió tranquilo hasta que Roosevelt manifestó que tendría que dejarles al día siguiente.
– Pero, Franklin, no puede usted marcharse -dijo Churchill, con vehemencia-. Tenemos a nuestro alcance un gran objetivo.
– Winston, he contraído compromisos, y debo partir mañana, como había proyectado.
Poco antes el presidente había dicho a Stettinius que tendría que recurrir a esa disculpa para evitar que la conferencia se prolongase demasiado.
– También yo creo que se necesita más tiempo para considerar y terminar los asuntos de la conferencia -dijo Stalin, y dirigiéndose hacia donde se hallaba el presidente le dijo que veía difícil que pudiera concluirse todo para las tres del día siguiente, que era domingo.
Roosevelt terminó por ceder amablemente.
– Si es necesario -declaró-, esperaré hasta el lunes.
Después de la cena, Roosevelt regresó a sus habitaciones del palacio de Livadia. Cansado como se hallaba por la trascendental jornada, aún tenía que escribir dos notas importantes. James Byrnes y Edward Flynn -dos astutos políticos- le habían advertido ya que recibiría numerosas críticas en Estados Unidos cuando se supiera que Rusia iba a conseguir dos votos más en las Naciones Unidas, por lo que era conveniente conseguir también dos votos suplementarios para Norteamérica.
Roosevelt escribió entonces una nota a Stalin, explicándole sinceramente el problema y pidiéndole que accediese a otorgar dos votos más a Estados Unidos. El presidente escribió asimismo otra carta similar a Churchill, y luego se retiró a descansar.
Al día siguiente, 11 de febrero, Stalin y Roosevelt mostraron su conformidad a Churchill y Eden acerca del acuerdo sobre el Lejano Oriente. Churchill se disponía a firmar el documento, cuando Eden llamó a este papel «un desacreditado producto de la conferencia», delante de Stalin y Roosevelt. Churchill contestó ásperamente que el prestigio británico se resentiría, si seguía el consejo de Eden, y firmó el acuerdo.
Nada fue capaz de enturbiar el alegre espíritu de Roosevelt, el cual acababa de recibir la respuesta a las dos cartas de la noche anterior. Churchill contestó: «No necesito decirle que le apoyaré en todo lo posible, acerca de este asunto.» Stalin, por su parte, escribió: «Creo que el número de votos de Estados Unidos debe aumentarse a tres… Si es necesario, estoy dispuesto a respaldar oficialmente tal propuesta.»
Durante la octava reunión plenaria de aquel día, que era también la última, el buen humor de Roosevelt resultaba contagioso. No había surgido un solo problema, y la redacción d l comunicado exigió menos de una hora. Todos parecían hallarse contentos, menos Churchill. Este comenzó a gruñir, diciendo que sería duramente atacado en Inglaterra acerca de la decisión sobre Polonia.
– Dirán que hemos cedido por completo ante Rusia en el asunto de las fronteras, y en general en toda la cuestión -manifestó el primer ministro.
– ¿Habla usted en serio?-inquirió Stalin-. No puedo creerlo.
– Los polacos de Londres pondrán el grito en el cielo.
– Pero dominarán los demás polacos -contestó Stalin.
– Eso espero -observó Churchill, sombríamente-. No vamos a insistir en el asunto, pero no se trata de una cuestión de cantidad de personas, sino de la causa por la que Inglaterra desenvainó la espada. Dirán que usted ha eliminado totalmente al único Gobierno constitucional de Polonia. De todos modos, procuraré defender el acuerdo con todas mis fuerzas -terminó diciendo Churchill, con acento deprimido.
Si Churchill se mostró sombrío entonces, la comida que siguió a continuación no lo fue en modo alguno. Allí el sentir general era de alivio porque las cosas hubiesen salido tan bien. Roosevelt se mostró expansivo. Su querida declaración de la Europa Libre, y la promesa de libertad mundial y de democracia, habían sido aceptadas, y Stalin se había mostrado de acuerdo en comunicarle por escrito la entrada de Rusia en la guerra contra el Japón, a los dos o tres meses de la caída de Alemania.
Harriman también se hallaba satisfecho, pues Stalin convino en apoyar a Chiang Kai Shek, reconociendo la soberanía de la China Nacionalista sobre Manchuria. Era en verdad un gran triunfo diplomático. Por lo que a Polonia se refería, el embajador tenía la seguridad de que Stalin había hablado de buena fe cuando prometió elecciones libres. Sin embargo, detrás de todo este optimismo le quedaba una duda mortificante, ya que Harriman recordaba el antiguo dicho: «Con un ruso siempre hay que comprar el caballo dos veces.» El problema era, por consiguiente, hacer que los rusos cumplieran su palabra.
Bohlen consideró que había sido «una conferencia necesaria, que permitiría a Estados Unidos juzgar a la Unión Soviética por la forma en que ésta observase los acuerdos alcanzados». En algunas ocasiones Stalin había cedido ante Roosevelt, lo cual demostraba que el presidente había sabido aprovechar el respeto que inspiraba al dirigente ruso. El problema más delicado, Polonia, no podía haber tenido mejor solución bajo las circunstancias del momento. Churchill y Roosevelt sólo tenían tres alternativas: no hacer nada; apoyar sin comprometerse a los polacos de Londres y tratar de incluir la mayor parte posible de polacos de Londres en la reorganización del Gobierno. La primera posibilidad quedaba descartada. Todo el que conocía a Stalin sabía que la segunda hubiera sido rechazada de plano. La tercera, aunque no era la mejor solución, era el único recurso práctico que quedaba a los dirigentes occidentales.
Ya se comentaba entre los ingleses que la delicada salud del presidente había sido un factor adverso durante las entrevistas. Bohlen pasó todo el tiempo al lado de Roosevelt, y aunque no podía negarse que éste flaqueaba en ciertas ocasiones, como al terminar las reuniones prolongadas, era dudoso que el estado físico de Roosevelt hubiera contribuido a debilitar sus decisiones.
Durante la comida se hicieron circular entre los presentes los ejemplares del reciente concluido comunicado conjunto. Churchill, Stalin y Roosevelt examinaron las copias, y después de dar su aprobación las firmaron. A excepción de algunas formalidades sin importancia, había concluido la conferencia.
Se produjo un sentimiento de tranquila satisfacción entre los norteamericanos, cuando éstos se aprestaron a abandonar Yalta. En todo el mundo se creyó que Estados Unidos había conseguido en la conferencia todo lo que deseaba. Harry Hopkins tenía absoluta seguridad de que ése era el amanecer de un día por el que todos habían estado rogando y del que se había hablado durante muchos años. La primera gran victoria de la paz acababa de ganarse, creía él, y los rusos se habían mostrado razonables y previsores.
Cierto era que Roosevelt y Churchill habían logrado lo que la mayoría de los occidentales deseaban. Hubo ásperas discusiones, pero éstas quedaron eclipsadas por el gran número de acuerdos concertados… algunos de los cuales, por desgracia, no llegarían a ponerse en práctica. Un observador imparcial de los encuentros de Livadia sólo podía sacar en conclusión que, al menos en teoría, el Occidente había conseguido un triunfo sustancial. Y la principal victoria había sido ganada sólo por Roosevelt -sin lucha-, cuando el reacio Stalin y el vacilante Churchill no pusieron objeción alguna al asunto de las Naciones Unidas.
Aquella noche Roosevelt cenó a bordo del navío americano «Catoctin», amarrado en el puerto de Sebastopol. Uno de los platos era bistec, lo que suponía «un verdadero regalo» para todos los americanos después de ocho días de comida rusa. El presidente se hallaba exhausto, pero feliz.
Hasta las seis de la tarde los tres ocupados ministros de Asuntos Exteriores no firmaron el protocolo de la conferencia, y después de que la última palabra del documento fue transmitida por radio a Washington, a través de la emisora del «Catoctin», «Doc» Mathews dijo a Stettinius:
– Señor secretario, nuestro último mensaje ha sido enviado. ¿Puedo interrumpir la comunicación con el buque?
– Sí -contestó Stettinius.
La conferencia de Yalta había terminado.
Las discusiones que surgieron en Yalta acerca de Polonia no hacían más que poner de manifiesto un problema con el que debían enfrentarse todos los países de Europa, recién liberados, y en parte alguna era más agudo este problema que en los Balcanes. En la primavera de 1944 los rusos iniciaron un ataque tan repentino con tres poderosos ejércitos, que al cabo de una semana los Balcanes quedaban dispuestos para la conquista.
Esto alarmó a Churchill casi tanto como a Hitler, ya que aquél había considerado siempre a los Balcanes como una piedra angular en la Europa de posguerra, aun cuando la Unión Soviética envió una nota formal a Gran Bretaña y a Estados Unidos prometiendo no cambiar por la fuerza el sistema social imperante en Rumania -primer país en la marcha del Ejército Rojo-. Churchill, sin embargo, consideró que Stalin trataba, en secreto, de convertir al comunismo a todo el sudeste de Europa. En consecuencia, pidió a Eden que redactase un informe para el Gobierno acerca de la brutal actuación del Este en los Balcanes. «Genéricamente hablando -escribió Churchill a Eden-la cuestión es si vamos a aceptar la forzada conversión al comunismo de los Balcanes…» De no ser así, «…deberemos exponerlo con toda franqueza en el momento en que la situación militar lo permita».
Al mismo tiempo, Churchill se daba cuenta de que era imposible detener a los rusos en todas partes, y creía necesario llegar a un acuerdo con Stalin para dividir los Balcanes en varias zonas de influencia. Dejar, por ejemplo, que Rusia dominase Rumania, y que Gran Bretaña hiciese lo propio con Grecia. Lo malo era que la simple mención de aquel convenio bastaba para ofender al secretario de Estado, Cordell Hull, y a muchos otros norteamericanos. Por lo que se refería a Roosevelt, éste se mostraba totalmente opuesto a mezclar a Estados Unidos en la carga que suponía la reconstrucción de Europa en la posguerra, y sobre todo en los Balcanes. «Esa misión no nos concierne, hallándonos a una distancia de cinco mil seiscientos kilómetros o más -escribió el presidente a Stettinius-. Decididamente se trata de una tarea británica, y en la que los ingleses se hallan más interesados de lo que estamos nosotros.»
Roosevelt hizo también estas sinceras declaraciones a Churchill, enviándole un telegrama en el que manifestaba que se oponía a la división de los Balcanes en esferas de influencia, y advirtiéndole que Estados Unidos nunca emplearían fuerzas militares de ninguna clase para lograr victorias diplomáticas en el sudeste de Europa.
En agosto de 1944, después de que las últimas defensas germano-rumanas fueron aplastadas por el Ejército Rojo, el rey Miguel hizo dimitir al Gobierno de Antonescu y pidió que terminaran las hostilidades. Se formó entonces un Gobierno de coalición integrado por conservadores, socialistas y comunistas. Pero la coalición poco valor tuvo cuando algunos días más tarde se firmó un armisticio que colocó a Rumania bajo la autoridad directa del Alto Mando Soviético. El embajador Harriman hizo saber entonces a Washington que aquello daba a los soviéticos un control policíaco inmediato en Rumania, y un posterior dominio político sobre el país. El Departamento de Estado contestó a Harriman que podía protestar, pero aquella protesta, lo mismo que una idéntica de la Gran Bretaña, hizo muy escaso efecto en Stalin. Pocas semanas más tarde, algunos observadores occidentales de Bucarest comenzaron a informar que Rumania estaba siendo arrastrada cada vez más firmemente a la esfera comunista.
El caso de Bulgaria fue una variación sobre el mismo tema. Si bien su Gobierno nunca había declarado la guerra a Rusia, las tropas búlgaras ayudaron a Hitler a dominar los Balcanes.
Cuando Rumania se vio invadida por el Ejército Rojo y atraída a su órbita, cayó el Gobierno búlgaro, y el nuevo que subió rescindió su pacto con Hitler, prometiendo neutralidad incondicional. Pero esto no fue bastante para Stalin, quien envió sus tropas, que cruzaron la frontera. Fue una conquista incruenta, en la que los búlgaros no sólo recibieron al Ejército Rojo llenos de entusiasmo, sino que establecieron un nuevo Gobierno de coalición integrado por numerosas facciones, entre las que se incluía el Partido Comunista. Lo mismo que en Rumania, el Ejército Rojo adquirió el control total y la coalición sólo resultó una farsa, pues a cada día que pasaba, el país se acercaba más al comunismo.
El siguiente objetivo del Ejército Rojo fue Yugoslavia, país que constituía un ejemplo de contradicciones. El jefe de la lucha contra Hitler era un comunista mirado con disgusto y desconfianza por el primer comunista del mundo, y al que admiraba y apoyaba uno de los mayores demócratas del momento. Para Stalin, Tito era un advenedizo pagado de sí mismo, mientras que para Churchill era un valiente luchador, empeñado en una patriótica contienda contra Hitler.
Los problemas de Yugoslavia eran distintos a los de cualquier otro país balcánico. Se trataba de un reino creado artificialmente después de la Primera Guerra Mundial, integrado por Croacia, Servia, Montenegro, Macedonia y Eslovenia, y cuyo Gobierno había firmado un pacto con Rumania y Bulgaria, el 25 de marzo de 1941, alineando a las tres naciones dentro del nuevo orden europeo de Hitler.
El enfurecido pueblo yugoslavo se rebeló, y dos días más tarde tanto el regente, príncipe Pablo, como su primer ministro fueron colocados bajo custodia por un grupo de oficiales de aviación que constituyó un Gobierno patriótico. Cuando Hitler se enteró del golpe de Estado, no dio crédito a lo que oía. Una vez que le informaron de la verdad de lo ocurrido, ordenó la invasión de Yugoslavia, y al cabo de pocos días los bombarderos germanos atacaron Belgrado mientras tropas alemanas, húngaras, búlgaras e italianas avanzaban desde varios puntos. Doce días más tarde Yugoslavia capitulaba.
Durante dos meses hubo escasa resistencia en el interior del país, hasta el ataque por sorpresa de Hitler contra Rusia, momento en que el Comintern envió el siguiente mensaje radiado a Josip Broz, que ocupaba el cargo de secretario general del Partido Comunista yugoslavo:
«Organice destacamentos de partisanos sin pérdida de tiempo. Comience una guerra de guerrillas en la retaguardia del enemigo.»
Josip Broz, cuyo nombre en el Partido era Tito, era un hombre atractivo y varonil de cincuenta y tres años de edad. Séptimo de quince hijos, procedía de una familia campesina y de ellos había heredado la robustez corporal. Durante los últimos veintiocho años había sido un comunista militante, e igualmente era un patriota acendrado. No tardó en combinar estos dos ideales con tal tesón y capacidad, que al poco tiempo la mayoría de los yugoslavos reconocían en él al jefe del movimiento contra el fascismo.
No obstante, un grupo bastante extenso de partisanos se negó a aceptar su jefatura. Eran los chetniks, herederos de toda una tradición como guerrilleros, y cuyos antepasados habían combatido contra los turcos. Mandados por el coronel Draja Mikhailovich, del Real Ejército Yugoslavo, los chetniks seguían usando su tradicional sombrero de pieles, así como el emblema de los puñales cruzados, y continuaban cantando viejas canciones sangrientas, con unas pocas variaciones modernas:
Mi sombrero de pieles tiembla,
igual que se estremece mi puñal durante la marcha.
Debemos matar, debemos degollar
a todo aquel que no esté con Draja.
Mikhailovich, antiguo oficial de contraespionaje, era un monárquico acérrimo, que soñaba con el Gobierno de tiempos pasados. A pesar de haber recibido alguna educación, ostentaba muchas de las primitivas características de sus antepasados. Para complicar las cosas, era un hombre irresoluto, al que disgustaba tomar decisiones. Se negó a unirse a los partisanos de Tito a causa de su odio al comunismo, y al cabo de poco tiempo, lo que había comenzado como una lucha patriótica contra Hitler se convirtió en una guerra política contra Tito. La disputa se hizo tan enconada que Mikhailovich no tardó en comenzar a colaborar en secreto con los alemanes. Según dijo a sus lugartenientes, una vez que el país se viese libre de Tito, volverían sus armas contra los germanos. Paradójicamente, tanto su hijo como su hija estaban luchando en el bando de Tito.
El Gobierno yugoslavo exilado en Londres denunció como una mentira bolchevique la acusación de que Mikhailovich estaba colaborando con los alemanes, y a continuación le concedió el grado de general y le nombró ministro de la Guerra y comandante en jefe del Real Ejército Yugoslavo. Dicho Gobierno yugoslavo era tan persuasivo que tanto los ingleses como los norteamericanos comenzaron a lanzar en paracaídas extensos suministros a Mikhailovich, y sólo a mediados de 1943, después de un detallado informe del capitán F. W. Deakin, joven profesor de Oxford que viajaba con Tito, Churchill comenzó a sospechar que la ayuda que se enviaba a Mikhailovich era empleada contra sus propios amigos. Para establecer si era Tito, antes que Mikhailovich, quien merecía la ayuda de los aliados, Churchill envió al brigadier Fitzroy MacLean, un antiguo diplomático de carrera de treinta y dos años, como jefe de una misión militar ante los partisanos yugoslavos.
MacLean, que era miembro conservador del Parlamento, descubrió que Tito había unido a los patriotas de numerosas procedencias en una fuerza enérgica y efectiva. Según informó, los partisanos eran disciplinados y austeros, no habiendo borrachos ni buscadores de botines entre ellos… Todos parecían estar unidos por el mismo afán ideológico y patriótico de expulsar de su país a los fascistas, estableciendo un Gobierno representativo de todos los pueblos que componían su heterogénea nación. Lo que más sorprendió a MacLean fue el intenso orgullo nacional de Tito, característica que parecía incompatible con un ardiente espíritu comunista. También había otras cosas insospechadas: la abierta mentalidad de Tito; su sentido del humor y su ingenua satisfacción ante los pequeños placeres de la vida; sus violentos arrebatos, y su ecuanimidad al considerar los distintos aspectos de un asunto.
Más importante aún fue la observación que hizo MacLean de que los partisanos de Tito estaban poniendo en jaque a fines de 1943 a doce divisiones alemanas, y también que era hostigado continuamente por Mikhailovich, así como por un grupo de nacionalistas croatas llamados ustachi. Estos eran fervientes católicos, aunque paradójicamente eran sanguinarios aun para una zona como los Balcanes. Los ustachi se hallaban dedicados a una campaña de terror, y odiaban a los servios, judíos, comunistas, y especialmente a los miembros de la Iglesia Ortodoxa Griega. Aunque la mayoría de las jerarquías eclesiásticas de Croacia no se mostraban partidarias de los ustachi, los sacerdotes croatas acogían sus actos con cierta complacencia. Uno de los métodos favoritos de los ustachi consistía en quemar las iglesias ortodoxas, con sus congregaciones encerradas en el interior.
Inducido por los informes de MacLean, Churchill persuadió a Stalin y Roosevelt, en Teherán, para que proporcionasen el mayor apoyo a Tito en Yugoslavia. Dos meses más tarde el primer ministro escribió a Tito:
«…He decidido que el Gobierno británico no proporcione más ayuda militar a Mikhailovich, y sólo se la entregue a usted. También nos produciría satisfacción que el Real Gobierno Yugoslavo le destituya a él de sus cargos. El rey Pedro II, que escapó de niño de las traidoras añagazas del regente, príncipe Pablo, vino a vernos como representante de Yugoslavia y como joven príncipe en desgracia. No sería caballeresco ni honorable que Gran Bretaña le dejara a un lado. Tampoco podemos pedirle que corte todos los contactos que mantiene con su país. Espero, por consiguiente, que usted comprenderá que de cualquier modo debemos seguir en contacto oficial con él, al tiempo que le proporcionamos a usted toda la ayuda militar posible. También deseo que pueda ponerse término a las querellas de ambas partes, ya que con ello sólo se benefician los alemanes…»
Tito contestó agradeciendo la ayuda de Churchill, pero hizo notar que el futuro político de su país era más complejo de lo que los ingleses parecían comprender
«…Me doy perfecta cuenta de sus compromisos con el rey Pedro II y su Gobierno, y me las arreglaré, en tanto me lo permitan los intereses de mi pueblo, para evitar innecesarias querellas, a fin de no causar inconvenientes a nuestros aliados en este aspecto. De todos modos le aseguro, Excelencia, que la situación política interna creada en esta ardua lucha por la liberación, no es sólo la oposición de algunas personas o de ciertos grupos políticos, sino el irresistible deseo de todos los patriotas, de todos aquellos que luchan y se hallan relacionados desde hace tiempo con esta batalla, y éstos son la inmensa mayoría de los pueblos de Yugoslavia…»En el momento actual todos nuestros esfuerzos se dirigen en una dirección… crear una unión y hermandad de las naciones yugoslavas, la cual no existía antes de esta guerra, y cuya ausencia ha originado la catástrofe en nuestro país…»
A pesar de las divergencias políticas existentes entre ambos, Churchill y Tito siguieron colaborando tan satisfactoriamente que en el momento del día D, los partisanos, ayudados por las armas occidentales, luchaban contra unas veinticinco divisiones alemanas casi en igualdad de términos, y en el momento en que el Ejército Rojo -después de sus fáciles conquistas de Rumania y Bulgaria, en septiembre- se dirigía hacia Yugoslavia, los alemanes se retiraban ya de ella. [13] Tito se dispuso a acudir a Moscú con objeto de coordinar las operaciones de sus guerrilleros con las del Ejército Rojo. Los rusos le aconsejaron que saliera en secreto, por lo cual, con su perro «Tigar» -cuya cabeza iba enfundada en un saco-, se dirigió al aeródromo de la isla de Vis, frente a la costa yugoslava, y subió a bordo de un «Dakota» tripulado por soviéticos, eludiendo la vigilancia de los centinelas británicos del aeropuerto. [14]
Aquella era la primera visita de Tito a Rusia desde 1940, cuando siendo miembro desconocido de un partido clandestino de escasa importancia, recibía el vulgar nombre clave de Walter. En el momento de trasladarse a Rusia era ya un victorioso mariscal y jefe también de un activo partido político que no tardaría en hacerse con el control del país. Le llevaron al mismo robusto Stalin abrazó a Tito, y ante la sorpresa de éste le levantó en vilo unos centímetros. Tito contestó a estas efusiones con actitud respetuosa, deferente, y Stalin se enfrió perceptiblemente. En realidad, ya estaba un tanto preocupado por los recientes mensajes de Tito, especialmente con uno que comenzaba: «Si no nos puede ayudar, al menos no nos ponga obstáculos.» El veterano Stalin tuvo también que sentirse resentido ante la deslumbrante apariencia y los magníficos uniformes de Tito, así como por la propaganda que le hacía la Prensa occidental.
– Tenga cuidado, Walter -dijo Stalin, condescendiente, en una de sus entrevistas-. La burguesía de Servia es sumamente fuerte.
– No estoy de acuerdo con usted, camarada Stalin -replicó Tito, al que le disgustaba que le llamasen Walter-. La burguesía de Servia es muy débil.
Siguió un embarazoso silencio, no atenuado por el hecho de que Tito tuviese razón.
Cuando Stalin le preguntó acerca de cierto político yugoslavo no comunista, Tito contestó:
– Es un truhán y un traidor. Ha estado colaborando con los alemanes.
Stalin mencionó a otro hombre, y como obtuviese la misma contestación, dijo:
– Walter, para usted todos son truhanes.
– Exactamente, camarada Stalin -arguyó Tito, con gesto digno-. Todo el que traiciona a su país es un truhán.
Lo que resultaba sólo una situación tirante amenazó en convertirse en algo más serio cuando Stalin declaró que se mostraba partidario de restituir al rey Pedro en el trono, a fin de evitar choques con Gran Bretaña y Norteamérica, ya que en ese momento de la guerra aún necesitaba mucha ayuda militar. Tito, que también precisaba ayuda, pero no a semejante precio, replicó ásperamente que era imposible restaurar la monarquía. El pueblo no la respaldaría, dijo, y tachó impetuosamente tal acto como una traición.
Stalin dominó sus impulsos y contestó:
– No necesita usted restaurarle de hecho -dijo astutamente-. Manténgale en segundo plano, y en el momento oportuno puede alojarle un cuchillo en la espalda.
En ese instante Molotov informó que los ingleses habían desembarcado en la costa yugoslava.
– ¡No es posible! -exclamó Tito.
– ¿Qué quiere usted decir con eso?-replicó Stalin de mal humor-. Es un hecho cierto.
Pero Tito explicó que sin duda se trataba de sólo tres baterías artilleras que el mariscal de campo Harold Alexander había prometido desembarcar cerca de Mostar, para auxiliar las operaciones de los guerrilleros.
– Nos resistiríamos.
Tito demostró la misma independencia de criterio en lo relativo a los rusos, sosteniendo inequívocamente que permitiría la entrada del Ejército Rojo a su país sólo cuando él le invitase a entrar, y estableció claramente que sólo necesitaba una ayuda limitada: una división acorazada sería suficiente para ayudarle a liberar Belgrado. Por otra parte, no se permitiría que el Ejército Rojo usurpase funciones civiles y administrativas en Yugoslavia, como lo había hecho en Rumania y Bulgaria. Stalin accedió a tales restricciones con aparente complacencia, y dijo que enviaría a Tito un cuerpo de ejército en lugar de una división, es decir, unas cuatro veces más de lo que había pedido. Tito regresó en avión a su país en el momento en que el prometido cuerpo de Ejército Soviético entraba en Yugoslavia, y con su ayuda los partisanos tomaban finalmente Belgrado unas tres semanas más tarde. Ello señaló el fin de la lucha militar para Tito, ya que los alemanes estaban impacientes por huir a Hungría. La vida política de Tito también experimentó un cambio, y el antiguo proscrito trasladó su residencia al palacio del príncipe Pablo, situado en los alrededores de la capital. En primer lugar, pagó su deuda con Churchill firmando un acuerdo con el Gobierno exiliado en Londres, por el cual se comprometía a celebrar elecciones libres para determinar el Gobierno permanente que regiría Yugoslavia. Esto no le costaba nada a Tito, el cual, a diferencia de los dirigentes comunistas de otros países de Europa Oriental, era un héroe nacional, el salvador de Yugoslavia, y no había la menor duda de que la abrumadora mayoría de sus compatriotas votarían en su favor.
Pocos días más tarde de la partida de Tito, Churchill llegaba a Moscú. Tenía grandes deseos de ver a Stalin -«con el que siempre he considerado que puedo hablar como un ser humano con otro»- para tratar acerca de la situación de posguerra de los países europeos liberados. Los dos hombres se hallaban discutiendo el asunto de Polonia, cuando Churchill dijo de improviso:
– Aclaremos la situación en los Balcanes. Sus ejércitos se encuentran en Rumania y Bulgaria, donde tenemos intereses, misiones y agentes. No debemos interferirnos mutuamente. Por lo que a Gran Bretaña y a Rusia se relaciona, ¿qué le parece disponer ustedes del noventa por ciento del predominio en Rumania, nosotros de otro noventa por ciento en Grecia, y partir el cincuenta por ciento en Yugoslavia?
Churchill escribió luego algo en un papel, y Stalin comprobó que además de lo dicho para Rumania, Grecia y Yugoslavia, Churchill proponía que Hungría se repartiese al cincuenta por ciento y que Rusia ostentase el setenta y cinco por ciento del poder en Bulgaria. El mariscal guardó unos momentos de silencio, y luego trazó una gran raya azul sobre el papel que le había entregado Churchill.
En el lapso de unos pocos segundos se había hecho historia.
– ¿No parecerá un tanto cínico que dispongamos de estos asuntos, en lo que va el destino de tantos millones de seres humanos, de una manera tan ligera?-dijo Churchill-. Será mejor que quememos el papel.
– No, es preferible que lo guarde -contestó Stalin.
Los dos aliados enviaron un telegrama conjunto a Roosevelt anunciándole que se hallaban de acuerdo en formular una política para los Balcanes. Churchill también envió un mensaje privado al presidente, que decía:
«Es absolutamente necesario que nos pongamos de acuerdo acerca de los Balcanes, a fin de evitar el estallido de la guerra civil en varios países, cuando probablemente usted y yo mostremos simpatías por una parte, y T. J. (el tío José) las demuestre por otra. Le mantendré informado de todo esto, y no se resolverá nada entre Gran Bretaña y Rusia, a excepción de acuerdos preliminares sujetos a posterior discusión y al estudio de usted. Sobre esta base, estoy seguro de que no le preocupará que tratemos de llegar a un acuerdo lo más íntimo posible con los rusos…»
Después de que el mariscal Feodor Ivanovich Tolbukhin, del Tercer Frente Ucraniano, hubo ayudado a Tito a capturar Belgrado, en octubre de 1944, se dirigió hacia el nordeste para colaborar con el mariscal Malinovsky, del Segundo Frente Ucraniano, en la toma de Hungría. En una ocasión, un emperador romano fue rey de Hungría, y durante muchos años los emperadores de Austria, los Habsburgo, dominaron allí como reyes. Pero de todos los singulares Gobiernos que habían regido aquel pueblo exuberante, ninguno era más extraño que el presente. Hungría era en esos momentos un reino sin rey, y estaba gobernada por un almirante sin flota, el regente Miklós von Horthy, que se hallaba sometido a la voluntad de Hitler.
Tras la Primera Guerra Mundial los Habsburgo marcharon al exilio, pero ello no mejoró la situación de los empobrecidos campesinos, ya que el régimen feudal seguía subsistiendo bajo la monarquía sin rey de Horthy. Por consiguiente, en ninguna parte de Europa se advertía tan abyecta pobreza rodeada de lujo tan desbordante. Hungría se había unido a Hitler en su cruzada contra el comunismo, y lo hizo con cierto entusiasmo, pero poco después Hitler puso fin a la aparente independencia de Horthy, y ocupó el país, faltando algunos meses para el desembarco de Normandía.
De hecho asumió el Gobierno el representante diplomático alemán en Budapest, general de las SS doctor Edmund Veesenmayer, pero con el Ejército Rojo a menos de ciento setenta kilómetros de Budapest, Horthy pensó que era tiempo de rendir al Ejército húngaro, que aún seguía combatiendo a los rusos, aunque de mala gana. Como los secretos de Budapest se comentaban en voz alta en los cafés, los rusos no tardaron en enterarse casi inmediatamente de la decisión de Horthy, y designaron a un coronel soviético llamado Makarov para que contribuyese a acelerar las cosas. Makarov envió dos cartas tan llenas de espléndidas promesas, que Horthy contestó despachando rápidamente un delegado a Moscú para que negociase. Resultó típicamente húngaro que el almirante olvidara dar a su delegado una autorización escrita, y tuviese luego que enviar a un conocido pintor impresionista con los documentos adecuados. Y también fue típicamente ruso el que los soviéticos manifestasen no saber nada acerca del coronel Makarov y de sus engañosas cartas. El resultado, como era de suponer, fue que cundió la desorientación, y cuanto mayor era ésta, más severas eran las exigencias soviéticas.
Característicamente alemán, también, era que Hitler estuviese perfectamente al corriente de lo que estaba sucediendo. Mientras las negociaciones de los delegados húngaros iban de mal en peor en Moscú, Hitler envió al SS Sturmbannführer (comandante de SS) Otto Skorzeny, que entonces contaba treinta y seis años, a Budapest, para llamar al orden a los dirigentes húngaros. El vienés Skorzeny, aparte de su estatura de cerca de un metro noventa, poseía una figura imponente: tenía una gran cicatriz en el rostro, producida en un duelo estudiantil por una bailarina, y se conducía con la autoridad de un condottiere del siglo XIV. A fines de 1943 había descendido con media docena de planeadores en un paraje montañoso, rescatando a Mussolini en una operación de comando que le hizo famoso entre amigos y enemigos.
A causa de la fe casi mística que tenía en hombres como Skorzeny, Hitler sólo le envió a Budapest con un batallón de paracaidistas, y la orden de evitar que Horthy cambiase de bando. Skorzeny tenía que apoderarse de la Ciudadela, donde Horthy vivía y gobernaba, en una maniobra fácil e incruenta, llamada Operación «Panzerfaust». Pero las complicaciones eran algo habitual en los Balcanes, y así Skorzeny se vio enfrentado con otro obstáculo; la rendición de Hungría por otro Horthy, el joven «Miki» Horthy, hijo del almirante, quien lo hacía sin consentimiento de su padre. Miki era el enfant terrible del clan Horthy. Se le conocía por las alegres fiestas que daba en la isla Margit, y ahora que su hermano mayor, István, había muerto en el Frente Oriental, era a un tiempo la esperanza y la desesperación de su padre. Cuando Skorzeny se enteró por un agente de Inteligencia alemán que Miki ya se había entrevistado con un representante de Tito para negociar personalmente la paz con Rusia, se mostró de acuerdo para colaborar con la Gestapo en el rapto del joven Miki, la próxima vez que se enfrentase con los yugoslavos. La operación recibió el nombre de «Mickey Mouse».
El 15 de octubre de 1944, Miki se dispuso a entrevistarse con el agente de Tito, pero Skorzeny y los hombres de la Gestapo se apoderaron de él, le envolvieron en una alfombra y lo pasaron de contrabando por el aeropuerto. Cuando dijeron al almirante que habían llevado a la fuerza a su hijo a Alemania, denunció a los nazis y dijo al Consejo de la Corona que debía dar instrucciones a sus negociadores en Moscú para que se rindieran a los rusos incondicionalmente.
Esa misma tarde, el diplomático alemán doctor Veesenmayer se trasladó a la Ciudadela y fue sumariamente informado por Horthy de que estaba negociando la rendición con los aliados. Poco después, una grabación de la voz del almirante repetía por radio que Hungría acababa de celebrar una paz por separado con los rusos. Pero nada de esto era verdad, y los mismos soviéticos se sintieron bastante molestos. Por radio informaron a Horthy que no habría armisticio si no aceptaba las condiciones soviéticas antes de las 8 de la mañana del día siguiente. Horthy y sus ministros discutieron hasta bien entrada la noche, pero no llegaron a un acuerdo, y el almirante terminó por retirarse a descansar lleno de disgusto. Por fin los ministros acordaron entre ellos que buscarían asilo en Alemania, y un emisario llamado Vattay fue enviado a que informase a Horthy de la decisión que habían tomado. Horthy se negó en redondo a dimitir y volvió otra vez ofendido a la cama. Lo que siguió fue también típicamente húngaro: el emisario Vattay consideró por lo visto que la noticia no iba a ser del agrado de los ministros y declaró simplemente que Horthy había aceptado el plan «en su totalidad».
En consecuencia, el ministro presidente envió una nota al doctor Veesenmayer informándole que el Consejo de la Corona iba a renunciar, y que Horthy dimitía. Eran las tres de la madrugada cuando Veesenmayer recibió el mensaje. Tardó casi una hora en conseguir comunicación con el ministro alemán de Asuntos Exteriores, Von Ribbentrop, el cual le dijo desde Berlín que tendría que obtener la aprobación personal de Hitler. Al fin, a las 5,15 se supo que Hitler aceptaba la abdicación de Horthy. Veinte minutos más tarde Veesenmayer se trasladó en automóvil a la Ciudadela. En el interior de la misma, Horthy seguía resistiéndose a las tentativas para que renunciase, pero en el momento en que oyó la bocina del coche de Veesenmayer, se dio por vencido y salió hacia el patio.
– Me cabe el desagradable deber de tener que colocarle bajo custodia -dijo Veesenmayer, al tiempo que miraba su reloj-. El ataque comenzará dentro de diez minutos.
Veesenmayer se refería a la Operación «Panzerfaust», que debía comenzar a las seis de la mañana. El alemán cogió por el brazo a Horthy y le condujo hasta su automóvil. Cuando los dos hombres se alejaban eran las 5,58 de la mañana. En la legación alemana alguien telefoneó a Ribbentrop comunicándole que el asunto había terminado sin efusión de sangre.
Por desgracia, nadie informó de esto a Skorzeny. A las 5,59, éste agitó un brazo en el aire -señal para que se pusieran en marcha los motores-, señaló hacia la Ciudadela, y la columna comenzó a trepar por la escarpada colina. Al cabo de media hora, y tras la pérdida de siete vidas, Skorzeny había capturado la Ciudadela, aunque ya no era necesario.
A pesar de que el país se hallaba entonces controlado más firmemente que nunca por los hombres de Hitler, las fuerzas mixtas germano-húngaras fueron rechazadas por el Ejército Rojo. En la Nochebuena de 1944 los tanques rusos irrumpieron en los suburbios de Buda -en la orilla occidental del Danubio; Pest se halla en la oriental-, y unos pocos llegaron casi hasta el conocido hotel Gellert. Los ciudadanos, ocupados en sus compras para las fiestas, observaron serenamente la marcha de los tanques rusos, creyendo que eran alemanes. Cuando advirtieron las estrellas rojas de los costados, cundió el pánico. Ante la mirada de los aterrados fieles que se dirigían a misa, los tanques Tigre alemanes cruzaron los puentes del Danubio y desbarataron la vanguardia rusa.
Esta se hallaba formada por una avanzada del Tercer Frente Ucraniano de Tolbukhin, que había cruzado el Danubio hasta Budapest. Aunque este primer ataque contra la ciudad fue fácilmente rechazado, Tolbukhin aumentó la presión desde el sur, en tanto que el Segundo Frente Ucraniano de Malinovsky cruzaba el Danubio más arriba de Budapest. El 27 de diciembre se encontraron dos grandes fuerzas al oeste de la ciudad, rodeando así a nueve divisiones -cuatro húngaras y cinco alemanas-, junto con los ochocientos mil habitantes civiles de la ciudad. Si bien el ataque de Tolbukhin sobre la escarpada Buda fue rechazado fácilmente, otro mucho más intenso sobre Pest no pudo ser detenido, y el 10 de enero de 1945 el Ejército Rojo se apoderó de ocho distritos de la ciudad con la ayuda de los rumanos. Esto se llevó a cabo principalmente en lucha cuerpo a cuerpo, ya que los soviéticos no querían dañar los depósitos de agua de la ciudad con un bombardeo de la artillería.
Por la mañana del 17 de enero, en hora temprana, los defensores de Pest se retiraron a Buda, cruzando para ello el Danubio. Los soldados húngaros se negaron a volar sus históricos puentes, pues afirmaron que de todos modos el hielo que cubría el Danubio permitiría el paso de los tanques rusos. Los alemanes replicaron que no era momento de sentimentalismos, y procedieron ellos mismos a hacer saltar los puentes.
En Pest, los amedrentados ciudadanos esperaban el saqueo, los asesinatos y las violaciones de que acusaban los alemanes a los rusos. Pero ante la sorpresa general, el Ejército Rojo distribuyó harina, café, pan, azúcar y otros artículos de primera necesidad. No hubo asesinatos, y sólo unas pocas violaciones. A los soldados soviéticos les habían dicho que Hungría era «un buen país, a pesar de la falta de cultura», y por consiguiente se mostraron amistosos con las gentes. Les encantaba hacer regalos, y a veces robaban en una casa para entregar el botín a los vecinos de la puerta de al lado. Del mismo modo, al abandonar la ciudad algunos soldados se llevaron los juguetes de los niños.
– Los que vengan después os traerán más juguetes -dijo un ruso a una irritada abuela. Los querían para obsequiar a los niños que encontrasen más adelante.
El 11 de febrero, último día de la conferencia de Yalta, la batalla por la margen izquierda del río se había convertido en un duro asedio. Firmemente atrincheradas en las colinas de Buda, las tropas germano-húngaras desbarataban con fuego de artillería cualquier intento de cruzar el helado Danubio. Pero los 70.000 defensores se hallaban cercados, y más fuerzas rusas se acercaban a la ciudad.
En el momento en que Roosevelt saboreaba su bistec a bordo del «Catoctin», el comandante nazi de Buda, Karl von Pfeffer-Wildenbruch, ordenó a sus hombres que tratasen de abrirse paso a través del cerco soviético formando tres grupos separados. Era evidente que no había casi ninguna posibilidad de escapar, pero pocos fueron los que pusieron objeciones. Preferían morir luchando antes que ser exterminados. Las posibilidades de huida eran aún menores de lo que habían imaginado los alemanes. El comandante soviético se enteró de lo que se proyectaba, y comenzó a retirar en secreto a sus hombres de los edificios que rodeaban a las tropas germano-húngaras.
Cuando los tres grupos comenzaban a marchar en diferentes direcciones, los cohetes rusos empezaron a demoler los recientemente evacuados edificios. A pesar de todo, los alemanes salieron de sus escondites armados sólo con fusiles automáticos, e hicieron frente a un pavoroso fuego de cohetes y artillería. La mayoría fue eliminada en los primeros momentos. Los que consiguieron pasar, se encontraron con tal muchedumbre de infantes rusos que parecía imposible que uno solo pudiera escapar. Pero en la oscuridad y la confusión del momento, casi 5.000 soldados germano-húngaros lograron atravesar el cerco.
Como el teniente primero Gyula Litteráti, de la 12.ª División Húngara, conocía todas las calles de Buda, encabezó un grupo de once húngaros y cuatro alemanes de las SS, dirigiéndose hacia la cima de la nevada Colina Suavia, por las vías del funicular. Era cerca del amanecer del 12 de febrero cuando Litteráti llegó a un bosquecillo y le extrañó oír un silbido. Dos metros más adelante vio a un ruso cubierto con una sábana. Surgieron otras figuras también disimuladas entre la nieve, y en el momento en que Litteráti se disponía a empuñar su arma, vio echársele encima un rostro de expresión salvaje, y sintió que algo se estrellaba contra su sien. En ese momento perdió el conocimiento.
Al amanecer la lucha había concluido, y los rusos buscaban entre los escombros de Buda para descubrir a los supervivientes de la desesperada huida, matándolos allí donde los hallaban. Luego unos camiones con altavoces recorrieron las proximidades de los bosques de Buda, exhortando a salir a los soldados que se hallaban ocultos, y asegurando que «serían tratados decentemente». Si los que salían eran alemanes, los abatían a balazos, y si eran húngaros, se les daba a elegir entre unirse a los soviéticos o quedar internados en un campo de prisioneros. Los que cambiaban de bando, se colocaban sobre el uniforme unas cintas rojas, que sujetaban con alfileres, y marchaban a ayudar a capturar otros compatriotas.
Cuando el joven Litteráti recuperó el conocimiento, levantó la cabeza y vio que los cuatro SS alemanes de su antiguo grupo se hallaban desnudos ante una fila de soldados soviéticos, los cuales se reían de alguna broma. Entonces, casi imperceptiblemente, los rusos apuntaron con sus fusiles ametralladores y comenzaron a disparar. Luego uno de los rusos se acercó a Litteráti y dijo con acento acusador:
– Eres un oficial alemán.
Litteráti trató de convencerle de que era húngaro, pero no lo consiguió. El otro le llamó mentiroso y señaló las condecoraciones alemanas y húngaras que se advertían en su pecho. Los hombres de Litteráti le apoyaron, pero los rusos volvieron a cargar sus armas.
– ¡Vas a morir, fascista! -gritó un soldado soviético.
Litteráti miró desesperado a su alrededor. Vio a un hombre alto, con uniforme húngaro, que llevaba una banda roja en la manga.
– ¡Camarada, di a estos rusos que somos húngaros, y no alemanes!
Afortunadamente, Litteráti había hallado un hombre en el que los rusos creían, y al fin le llevaron a la casa de un guardabosques, no lejos de allí. Debilitado a causa de la herida, Litteráti se tendió en un lecho, colocando un pañuelo bajo la cabeza, para impedir que la sangre manchase la funda de la almohada. Luego vio un rostro conocido que le miraba. Era el del «bárbaro» que le había golpeado. Mientras una enfermera soviética le lavaba la herida, el soldado ruso de feroz aspecto empezó a sonreírle, y después de entregarle dos paquetes de cigarrillos le estrechó la mano con todo entusiasmo.
De los setenta mil hombres de Pfeffer-Wildenbruch, poco más de setecientos escaparon a las líneas alemanas. Casi todos los demás murieron en combate o fueron asesinados. El comandante soviético aseguró que había capturado a treinta mil soldados. Como luego sólo dispusiera de unos pocos millares de prisioneros, se limitó a detener a veinticinco mil civiles en las calles de Buda. Pero la verdadera historia de la matanza de prisioneros, así como los numerosos saqueos y violaciones cometidos por toda Buda, no pudieron ocultarse, y la gente del otro lado del Danubio comenzó a preguntarse si después de todo la liberación había representado una ventaja tan considerable.
Ese mismo día el «Catoctin», con Roosevelt a bordo, abandonó el puerto ruso de Sebastopol. Por lo que al presidente se refería, el futuro de los Balcanes se hallaba asegurado desde el momento en que Stalin aceptaba la Declaración de Europa Libre. Roosevelt se daba cuenta ya de que en Bulgaria, Rumania y Hungría se iban estableciendo a la fuerza Gobiernos comunistas, pero imaginó que la situación volvería más tarde a la normalidad, de acuerdo con los términos de Yalta.
Cuando el 12 de febrero se publicó el comunicado oficial de la Conferencia de Crimea, la mayor parte de los ingleses y norteamericanos la aprobaron con entusiasmo. En Inglaterra una serie de artículos aparecidos en periódicos tan diversos como el Manchester Guardian, el Daily Express y el Daily Worker elogiaban las decisiones alcanzadas por los Tres Grandes. Joseph C. Harsch, de The Cristian Science Monitor, expresaba así la favorable opinión de la mayor parte de los norteamericanos:
«… La Conferencia de Crimea destaca de las anteriores a causa de su especial carácter decisivo. Las reuniones que produjeron la Carta del Atlántico, Casablanca, Teherán y Quebec, estaban dominadas políticamente por un afán de declaraciones. Eran declaraciones de políticas de aspiraciones, de intenciones. Pero no eran entrevistas de decisiones. La reunión de Yalta se hallaba dominada por el deseo, la voluntad y la determinación de lograr sustanciosas decisiones.»
En la Unión Soviética se observaba un sentimiento similar. Pravda dedicó una edición entera a la conferencia. En su opinión, las decisiones alcanzadas indicaban que «la alianza de los Tres Grandes Poderes poseía no sólo un histórico pasado, sino también un gran futuro». Izvestia, por su parte, declaró que era «el acontecimiento político más importante de la época».
El comunicado también provocó la satisfacción de Goebbels, ya que le dio ocasión de fortalecer su propaganda sobre el Plan Morgenthau y la rendición incondicional. Al mismo tiempo afirmó que la decisión de los Tres Grandes en Yalta, de desmembrar a Alemania, forzándola a pagar agobiantes indemnizaciones, demostraba que Alemania debía seguir luchando con renovado vigor… o ser aniquilada.
Entusiasmó en Francia la decisión de concedérsele una zona de ocupación, pero la satisfacción fue atemperada por la desaprobación personal de De Gaulle. El disgusto del general era comprensible. No sólo le habían negado el permiso para asistir a la conferencia, sino que permaneció ignorante de los resultados habidos hasta que Jefferson Caffery, el embajador norteamericano en Francia, le entregó un memorándum el 12 de febrero. R. W. Rever, un funcionario político francés, envió un telegrama a Roosevelt manifestando que De Gaulle había recibido al embajador «fríamente». Este informe, y la negativa de De Gaulle a encontrarse con Roosevelt en Argel, hicieron que el presidente americano se desentendiese del general, al que no profesaba simpatía alguna.
– Me hubiera gustado tratar algunos problemas con él -manifestó a Leahy-. Pero si no ha querido hacerlo, eso no cambia las cosas para mí.
De Gaulle, al menos, se mostró exteriormente cortés en relación con Yalta, pero los polacos de Inglaterra y los de Norteamérica criticaron la conferencia acerbamente. Guiados por el primer ministro Tomás Arciszewski -el reemplazante de Mikolajczyk-, proclamaron que Roosevelt y Churchill habían entregado Polonia a la Unión Soviética como sacrificio para lograr la unión entre ellos. Uno de los polacos hizo algo más que acusar. El teniente general W. Anders, comandante del II cuerpo polaco, que había desempeñado un buen papel en la toma de Montecassino, amenazó con retirar sus tropas de la línea de batalla, y envió un telegrama al presidente de la República, W. Raczkiewicz, manifestando que no podía aceptar…
«…La unilateral decisión por la que Polonia y los polacos eran entregados a la codicia de los bolcheviques.»…En conciencia, no puedo solicitar en el momento presente ningún sacrificio de los.soldados…»
Otro polaco que pudo hacer una protesta más sensacional pero que sin embargo se mantuvo callado, fue el conde Edward Raczynski, embajador en Londres. Poco antes, sir Owen Malley había enseñado a Raczynski un informe final acerca de su exhaustiva investigación en la matanza de once mil oficiales polacos en el bosque de Katyn. Se probaba manifiestamente que la atrocidad había sido cometida por los rusos, y no por los nazis. Sir Owen también dijo al conde que después de haber leído el Gabinete británico este informe, se ordenó suprimirlo, y se redactó otro que no ofendiese a la Unión Soviética. Pero Raczynski había dado a Malley su promesa de no decir nada, y por lo tanto tuvo que unirse a la conspiración del silencio.
Poco antes del mediodía el general Guderian entró en el despacho de Hitler, situado en la Cancillería, donde un buen grupo de personas ya estaban sentadas dando cara al gran escritorio del Führer. En su viaje a Berlín, Guderian había dicho a su joven jefe de Estado Mayor, general Walther Wenck:
– Hoy, Wenck, vamos a poner todo en claro, arriesgando su cabeza o la mía.
El limitado contraataque sobre la avanzadilla de Zhukov fracasaría miserablemente si lo dirigía Himmler, el cual no era más que un aficionado.
– No podemos dejar que las tropas actúen sin al menos un soldado profesional que las dirija -añadió Guderian.
Himmler, un hombre de talla mediana, con labios delgados e incoloros y rasgos un tanto orientales, parecía hallarse bastante incómodo, como siempre le sucedía en tales conferencias. No era un secreto que le disgustaba enfrentarse con Hitler, y una vez llegó a decir al general Wolff que el Führer le hacía sentirse como un escolar que no hubiera hecho sus deberes.
En Himmler luchaba interiormente un conflicto entre lo que era y lo que quería ser. Era bávaro, pero admiraba con fervor a los reyes prusianos como Federico el Grande, y elogiaba constantemente la austeridad prusiana y su reciedumbre. Creía fanáticamente que el ideal germánico debía de ser nórdico -alto, rubio, de ojos azules-, y prefería a tales gentes a su alrededor. Himmler admiraba la perfección física tanto como la destreza atlética, y a menudo solía decir: «Hay que hacer ejercicio para mantenerse joven.» A pesar de ello, sufría constantemente de dolor de estómago, y presentaba una figura ridícula cuando esquiaba o nadaba. Una vez sufrió un desvanecimiento cuando trataba de ganar una carrera de 1.500 metros entre competidores poco destacados. Disponía Himmler de más poder personal que nadie en el Reich, a excepción de Hitler, pero era un individuo pedante, con el alcance intelectual de un maestro alemán de enseñanza primaria. Implacablemente atacaba al cristianismo, y sin embargo, había reorganizado las SS sobre principios jesuitas, copiando asiduamente «los estatutos de servicio y los ejercicios espirituales creados por Ignacio de Loyola…»
A semejanza del hombre al que a la vez temía y reverenciaba, Himmler era indiferente a lo material, y vivía con frugal sencillez. Comía moderadamente, bebía poco y se limitaba a fumar dos cigarrillos al día. Como Hitler, trabajaba con una intensidad que hubiese provocado la ruina de la mayor parte de las personas normales, se mostraba cariñoso con los niños, y sentía por todas las mujeres el mismo respeto que por su madre. También como Hitler tenía una amante. En realidad fueron dos las que se le conocieron. A los diecinueve años vivió con una prostituta, Frieda Wagner, siete años mayor que él. Un día la encontraron asesinada, y el joven Himmler fue llevado ante los tribunales, pero le dejaron en libertad por falta de pruebas. Más tarde se casó con otra mujer que le llevaba siete años, asimismo, llamada Margarita Concerzowo, la cual trabajaba de enfermera. Con el dinero de su mujer, Himmler montó una granja avícola cerca de Munich, pero fracasó. Lo mismo sucedió con el matrimonio.
La pareja tuvo una hija. Gudrun, pero Himmler quería un varón. Sin embargo, sus puntos de vista en relación con el divorcio se hallaban de acuerdo con su estricta educación católica. La similar actitud de Hitler sin duda le ayudó a llevar una doble vida. Comenzó así una íntima relación con su secretaria personal, Hedwig, la cual le dio un hijo, Helge, y una niña, Nanette Dorothea. De romántico espíritu, Himmler escribía regularmente a su amante, llamándola cariñosamente su häschen (conejito), en largas y sentimentales cartas, mientras que guardaba, en apariencia al menos, una actitud de respeto y acato hacia su legítima esposa. Como hombre escrupuloso que era, mantenía a sus dos familias tan desahogadamente que se hallaba continuamente en deudas.
El padre de Himmler fue un hombre severo, lo cual heredó su hijo, cuya oficina aparecía llena de carteles moralizadores, que decían, por ejemplo: «Sólo un camino conduce a la libertad, y sus mojones se llaman obediencia, tesón, honradez, sobriedad, espíritu de sacrificio, orden, disciplina y amor a la Patria.» Según dijo el doctor Karl Gebhardt, un amigo de la niñez, Himmler «creía en lo que decía en el momento de expresarlo, y todo el mundo le creía también». Algunas de sus creencias, sin embargo, eran tan excéntricas, que hasta sus seguidores más fieles se veían en dificultades para aceptarlas. Entre ellas figuraban la cosmogonía glacial, el hipnotismo, la homeopatía, el mesmerismo, la eugenesia natural, la clarividencia e incluso la hechicería.
La higiene era para él una verdadera manía, y se pasaba todo el día lavándose y haciendo gargarismos. Era un hombre de costumbres precisas, parsimonioso, limpio y cuidadoso, y estaba desprovisto de toda originalidad o sentido intuitivo. Su peculiar mandíbula era muestra de una obstinación que lindaba con el absurdo. Todo esto, unido a su afición por lo secreto, sus órdenes un tanto imprecisas y su perpetua y enigmática sonrisa, le envolvían en un aura de misterio. En resumen, y según las crudas palabras del general de SS Paul Hausser, que le había ayudado a organizar las Waffen SS, el antiguo avicultor era «un fantástico idealista que tenía los pies plantados firmemente en tierra; un individuo verdaderamente extraño».
Este era el hombre más temido de Alemania, y tal vez del mundo; pero en la conferencia del Führer, que acababa de iniciarse, Guderian se alegró de su presencia. Sin más preámbulos, el general se volvió al reichsführer y le pidió que comenzase el contraataque dos días más tarde. Parpadeando detrás de sus características gafas, Himmler aseguró que necesitaba más tiempo, pues aún faltaba por llegar al frente buena parte de las municiones y el combustible. Luego se quitó las gafas y comenzó a limpiarlas cuidadosamente.
– ¡No podemos esperar hasta que la última lata de gasolina y la última granada hayan sido entregadas! -exclamó Guderian-. Para entonces los rusos habrán adquirido demasiada fuerza. Hitler tomó aquellas palabras como si fueran una acusación contra su persona.
– No permitiré que me acuse usted de demorarme en lo que hay que llevar a cabo -manifestó.
– Yo no le acuso de nada -contestó Guderian-. Digo, sencillamente, que no tiene objeto esperar hasta que la última entrega de material haya sido efectuada, con lo que se perdería el momento favorable para el ataque.
– ¡Le digo que no consentiré que me acuse de retrasarme! -repitió Hitler.
Guderian demostró que tenía escaso sentido de la diplomacia, cuando eligió este momento para decir:
– Quiero que se nombre al general Wenck como jefe de Estado Mayor del grupo de ejército Vístula. De otro modo, no habrá garantías de que el ataque se realice con éxito.
Luego, mirando al reichsführer Himmler, añadió:
– El no puede hacerlo. ¿Cómo podría realizarlo?
Hitler se levantó penosamente de su sillón y dijo con irritación:
– ¡El reichsführer es lo suficientemente capaz para dirigir el ataque!
– El reichsführer no tiene la experiencia ni el grado necesarios para conducir el ataque sin ayuda. La presencia del general Wenck es absolutamente necesaria.
– ¿Cómo se atreve a criticar al reichsführer? ¡No quiero que vuelva a hacerlo!
Las palabras de Hitler resonaban iracundas, pero en su actitud había algo de teatral, a causa de lo mucho que protestaba. Guderian, que no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer, repitió:
– Debo insistir en que el general Wenck sea trasladado al Estado Mayor del grupo de ejército Vístula, para dirigir adecuadamente la operación.
El manifiesto desafío de Guderian hizo perder a Hitler los últimos vestigios de paciencia. Los dos hombres comenzaron a discutir con tal acaloramiento, que uno a uno los presentes fueron abandonando el salón discretamente, hasta que sólo quedaron Hitler, Himmler, Guderian, Wenck, y unos pocos ayudantes de pálido semblante.
Hitler volvió la espalda a Guderian y cruzó la estancia en dirección a la gran chimenea, sobre la cual colgaba un gran retrato de Bismarck. Para Guderian, Bismarck parecía estar mirando acusadoramente a Hitler, y al otro lado de la habitación, un busto de Hindenburg parecía decir: «¿Qué estás haciendo con Alemania?¿Qué será de mis prusianos?» Este espejismo contribuyó a afirmar la resolución de Guderian, y durante más de dos horas la discusión siguió con la misma intensidad. Cada vez que Hitler gritaba «¿Cómo se atreve», y tomaba aliento, Guderian repetía que Wenck debía ser nombrado ayudante de Himmler. Y cada vez que hacía esta petición, Himmler parecía palidecer un poco más.
Por fin, Hitler cesó en su nervioso paseo, se detuvo ante el sillón que ocupaba Himmler y dijo, mientras lanzaba un suspiro de resignación:
– Bien, Himmler, el general Wenck irá esta noche al grupo de Ejército Vístula para asumir el mando del Estado Mayor. Luego el Führer se volvió hacia Wenck y añadió:
– El ataque comenzará el quince de febrero -al tiempo que se sentaba pesadamente, se dirigió a Guderian y añadió-: En resumen, herr generaloberst, hoy el Estado Mayor General del Ejército ha ganado una batalla.
Pocos minutos más tarde Guderian salió a la antecámara y se sentó con gesto cansado ante una pequeña mesa. Von Keitel se le acercó y dijo:
– ¿Cómo se atreve a contradecir al Führer de esa manera?¿No ve lo nervioso que le está poniendo?¿Qué pasaría si sufriera un ataque?
Guderian le miró fríamente y contestó:
– Todo estadista debe esperar que le contradigan, y que le expliquen la verdad de lo que ocurre. De otro modo no se le podría llamar estadista.
Otros de entre los reunidos comenzaron a hacerse eco de la acusación de Von Keitel, pero Guderian les volvió la espalda y dijo a Wenck que diera las órdenes pertinentes para llevar a cabo el ataque el 15 de febrero.
El mariscal del Aire, sir Arthur T. Harris, era un hombre fornido y enérgico, de cincuenta y tres años, que se había alistado, al estallar la Primera Guerra Mundial, como corneta en la infantería de Rodesia. Después de las agotadoras marchas que tuvo que realizar en el África Alemana del Sudoeste, juró que nunca volvería a luchar a pie, y se alistó en el Real Cuerpo de Aviación (anterior a la R. A. F.). En esos momentos era jefe del Comando del Bombardeo, y aquella misma noche sus hombres iban a lanzar un ataque contra Dresde, el cual sería el primero de una larga serie de incursiones sobre las principales ciudades del este alemán, destinadas a dar el golpe final a la moral germana.
La «Operación Trueno», nombre clave de todos los bombardeos, era otro paso que daba el Gobierno británico en su proyecto de bombardear zona por zona, lo cual, según el parecer de Harris, era el mejor modo de terminar la guerra. Se le conocía como «Bombardero» Harris, mote que no le desagradaba, y algunos periódicos llegaban a llamarle «Carnicero Harris», sin que él se diera por aludido. Pensaba que ése era su trabajo, acabar con la producción bélica alemana, y para ello tenía que destruir ciudades y matar gente, aunque no fueran esos sus deseos.
Su forma de ser, y su agresiva manera de disponer el bombardeo de las ciudades, le hicieron antipático para algunos, pero también esto contribuyó a que fuera más apreciado entre sus hombres, ya que luchaba lo más enérgicamente posible para el equipo que tenía, mientras procuraba emplear los métodos más seguros en la realización de los bombardeos.
Los antecedentes de la «Operación Trueno» fueron largos y complejos. Dos meses después del día D, sir Charles Portal, jefe del Estado Mayor Aéreo, sugirió que en el momento en que Alemania se aproximase a su derrumbe militar, se lanzasen una serie de duras incursiones aéreas contra los centros alemanes de población, a fin de apresurar la rendición total. El Comité Conjunto de Inteligencia, integrado por un grupo de expertos británicos, no se mostró entusiasmado con la «Operación Trueno», ya que no era probable «que obtuviese un éxito aceptable». Por otra parte, el general H. H. Arnold, jefe de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, se hallaba en principio contra tales bombardeos, y el Departamento de Guerra Psicológica de Eisenhower llegó a calificarlos como actos de terrorismo.
Por consiguiente, la «Operación Trueno» fue archivada hasta diez días después de la gran ofensiva soviética del 12 de enero de 1945, en que el director de la sección de Operaciones de Bombardeo sugirió al ayudante de sir Charles Portal, Norman Bottomley: «Si el ataque se lanza en el momento en que la ofensiva rusa sigue en todo su vigor, ello dará la impresión de que existe un plan coordinado entre los rusos y nosotros.»
Con objeto de revalorizar la «Operación Trueno», según este razonamiento, el Comité Conjunto de Inteligencia informó que una serie de bombardeos durante cuatro días, con sus noches, probablemente provocaría un éxodo de las ciudades alemanas, «lo cual crearía una gran confusión, impediría el movimiento ordenado de las tropas y obstaculizaría el mecanismo militar y administrativo alemán». Por otra parte, «ayudaría a los rusos en la trascendental batalla que se estaba desarrollando en el Frente Oriental, y justificaría que temporalmente no se realizasen ataques contra centros de comunicación u otros blancos que no fuesen refinerías o depósitos de combustible». Además, la operación seguramente tendría «valor político, al demostrar a los rusos, de la forma que mejor nos es posible, el deseo que tenemos los británicos y americanos de ayudarles en la batalla que se está desarrollando».
El 25 de enero, Bottomley llamó por teléfono a Harris para tratar de hacer efectiva al fin la «Operación Trueno».
– Ya he pensado en Berlín -contestó Harris, y sugirió que los otros centros podían ser Chemnitz, Leipzig y Dresde, tres ciudades que no sólo eran el albergue de los refugiados del Este, sino que eran también puntos clave de comunicación con el Frente Oriental.
Simultáneamente, Churchill hablaba de tales incursiones con sir Archibald Sinclair, secretario de Estado para la Aviación, y le preguntaba acerca de los planes que tenía la R.A.F. para «castigar a los alemanes en su retirada de Breslau». No podía decirse que esto fuera una coincidencia, ya que Harris solía visitar con frecuencia a Churchill, con quien discutía las operaciones, habiéndole urgido a que se iniciase la «Operación Trueno». [15]
Al día siguiente Sinclair pasó la petición al Estado Mayor del Aire. Pero Portal, el autor de «Trueno» se hallaba poco entusiasmado en esos momentos con la operación, y en su informe hizo notar que los blancos petrolíferos tendrían prioridad, seguidos de las fábricas de aparatos de reacción y de los astilleros de submarinos. Una vez que esas tres actividades estuviesen bajo control, «dirigiremos todos nuestros esfuerzos -aseguró- contra Berlín, y también contra Dresde, Leipzig y Chemnitz…»
Después de leer esta tibia aprobación, y tras consultar a otros miembros del Estado Mayor de la Aviación, Sinclair se mostró reacio a la realización del proyecto.
«Me preguntó usted la pasada noche si había algún plan para apresurar la retirada germana de Breslau», escribió a Churchill, y luego le sugirió que era una tarea más apropiada para las Fuerzas Tácticas Aéreas. Siguió diciendo que los bombarderos deberían continuar destruyendo refinerías y depósitos de petróleo, en tanto pudieran hacerlo. En caso contrario, los ataques deberían lanzarse contra las ciudades orientales de Alemania.
Esta nota provocó una respuesta sarcástica de Churchill, quien según parece había olvidado sus propias palabras:
«No le inquirí anoche sobre los planes para acelerar la retirada alemana de Breslau. Por el contrario, le pregunté si Berlín, y también otras grandes ciudades del este alemán, podrían considerarse en el momento actual como blancos apetecibles. Me alegra que este asunto esté «sometido a examen». Le ruego que me informe mañana de lo que se va resolviendo.»
Tal vez el repentino interés de Churchill en la «Operación Trueno» se debía a la conferencia que iba a celebrarse en Yalta poco después. Acaso estaba deseando demostrar a Stalin lo valiosas que las fuerzas aéreas aliadas podían resultar para ayudar a la ofensiva soviética.
Después de la batalla del Bulge, el Occidente necesitaba sin duda de todo su prestigio militar para sentarse con tranquilidad ante la mesa de conferencias. Sea lo que fuere lo que inspiró a Churchill, la urgencia de la nota que envió a Sinclair provocó resultados inmediatos, y Harris recibió la orden de atacar ciudades tales como Berlín, Dresde y Chemnitz lo más pronto posible, ya que en ellas «un duro ataque no sólo provocaría trastornos en la evacuación del Este, sino que entorpecería el movimiento de las tropas alemanas del Oeste».
El ayudante de Harris, mariscal del Aire sir Robert Saundby, tenía algunas discrepancias al respecto, y al leer la orden se preguntó la razón de que se incluyera a Dresde en el ataque, ya que consideraba que la ciudad no tenía tanta importancia como se le daba. Aunque centro ferroviario de interés, no era un gran núcleo industrial, ni se empleaba en movimientos de tropas en gran escala. En consecuencia, pidió al ministro del Aire que excluyese a Dresde como blanco de la operación. Tales demandas eran contestadas generalmente con toda rapidez mediante una llamada telefónica personal. En esa ocasión dijeron a Saundby que había que consultar a una autoridad más elevada. Saundby tuvo que esperar varios días antes de recibir una confirmación de que Dresde debería ser bombardeada. La demora se había debido, según dijeron, al interés personal de Churchill en la «Operación Trueno», encontrándose ya el primer ministro en esos momentos en la conferencia de Yalta.
Ahora sólo se trataba de la clase de tiempo que luciese. En la mañana del 13 de febrero, se informó por fin que las condiciones eran favorables, y poco antes de las nueve de la mañana, Harris ordenó que el grupo número 5 atacase a Dresde aquella misma noche, tras lo cual seguiría un segundo bombardeo que llevaría a cabo una fuerza combinada integrada por cuatro grupos. En horas tempranas de la madrugada, las «Fortalezas Volantes» americanas atacarían la ciudad por tercera vez. Hacia el mediodía, sin embargo, los meteorólogos informaron que las condiciones atmosféricas habían cambiado. Las nubes se extendían por todo el centro de Europa, y el cielo no aparecería despejado sobre el blanco hasta las diez de la noche.
Para Harris, ésta no era una razón suficiente para postergar el ataque, y aquella tarde el comandante Maurice A. Smith, jefe de la primera ola de ataque, solicitó órdenes de vuelo a la sección de Inteligencia de la 54.5 base de Coningsby. Su peligrosa misión consistiría en permanecer sobre el blanco, a baja altura, dirigiendo el bombardeo. Pilotaría un «Mosquito», rápido aparato biplano de armazón de madera, que resultaba seguro a las elevadas altitudes por las que solía volar, pero peligroso a baja altura, a causa de carecer casi por completo de elementos protectores. Smith había dirigido bombardeos contra Karlsruhe, Heilbronn y otras ciudades alemanas, pero en circunstancias más propicias. Tampoco se halló el mapa detallado de Dresde, y Smith tuvo que guiarse por un plano confeccionado a base de fotografías deficientes tomadas en 1943.
Se ordenó a Smith que concentrase el ataque sobre los centros ferroviarios de comunicación de la Altstadt (ciudad antigua) de Dresde, famosa por sus hermosos edificios y monumentos. El comandante de la base manifestó que en una ocasión había estado en un hotel de la plaza Altmark, situada en el centro de la ciudad antigua, y que le habían atendido mal. «Espero que con eso se repare la injusticia», dijo en son de broma.
A causa del estado del tiempo, el éxito dependía de la oportunidad en la operación. Los primeros aparatos que alcanzasen Dresde serían dos escuadrillas de bombarderos «Lancaster». A las 22,04 lanzarían bengalas verdes en paracaídas, con el fin de señalar la situación de la ciudad. Seguirían luego ocho «Mosquitos», que guiados por las bengalas verdes lanzarían bombas rojas de situación en el estadio deportivo, que se hallaba justamente a la derecha del blanco principal: el nudo ferroviario. Por fin, a la Hora Cero -las 22,15-, la fuerza principal se presentaría para bombardear el objetivo señalado con luz roja.
Poco antes de las 5,30 de la tarde despegaron los ocho aparatos «Mosquito», cuyos pilotos recibieron la extraña orden de evitar a toda costa un aterrizaje forzoso al este de Dresde. En lugar de ello, deberían poner rumbo al oeste, aterrizando en territorio enemigo, a fin de que el nuevo equipo electrónico no cayese en manos de sus aliados, los rusos.
Algunos minutos más tarde, el primero de los 244 «Lancaster» comenzó a despegar del aeródromo del Grupo N.° 5, y hacia las 18 horas, todos los bombarderos estaban en el aire. A las 19,57 el comandante Smith, bombardero principal, abandonó Coningsby en su «Mosquito». Después de cerca de una hora de vuelo, comenzó a soplar un duro viento del Oeste, y ello le permitió reunirse con los otros ocho «Mosquitos», que habían seguido una ruta indirecta. A más de 5.000 metros de altura sobre Alemania Occidental, los nueve aparatos fueron empujados por un viento de cola de 85 nudos. A las 21,49 los navegantes vieron la primera señal en el «Loran», el aparato electrónico construido por los norteamericanos, que les guiaría directamente hasta el blanco. Pero el navegante de Smith no pudo apreciar la segunda señal de su pantalla y se necesitaron dos para obtener la posición. Miró su reloj. Eran las 21,56. Ocho minutos más tarde deberían lanzar los primeros aviones las bengalas verdes. A las 22 horas apareció al fin la segunda señal, y el navegante de Smith localizó su situación a quince millas al sur de Chemnitz.
Los nueve aparatos «Mosquito» viraron hacia el Noroeste, buscando las bengalas verdes lanzadas por los anteriores aparatos cuatro minutos antes. Mientras descendían, las nubes comenzaron a abrirse lentamente, tal como se había previsto. Era como si la cubierta protectora que se cernía sobre Dresde estuviese siendo retirada por los hados.
Aunque Dresde no era una ciudad abierta, sólo había experimentado dos ataques aéreos de pequeña importancia, uno el 7 de octubre de 1944, cuando treinta bombarderos de Estados Unidos atacaron sus nudos ferroviarios, matando a 435 personas. El otro bombardeo se produjo el 16 de enero de 1945, y en tal ocasión 133 aviones Liberator bombardearon el mismo blanco, y dieron muerte a 376 personas.
Posteriormente se produjeron algunas alarmas aéreas, pero como todas resultaron falsas, en la ciudad se tuvo la convicción de que se había hecho un convenio secreto con los Aliados: si los alemanes no atacaban Oxford, los Aliados tampoco lo harían con Dresde. Después de todo, la ciudad poseía escaso valor militar, y sus numerosos museos, iglesias y otros edificios de estilo barroco, estaban reconocidos como un tesoro arquitectónico.
Incluso corrió el rumor -falso desde luego- de que los Aliados habían dejado caer unos folletos prometiendo que Dresde no sería bombardeada, ya que iba a ser la capital de posguerra de Alemania.
Todo esto proporcionó una gran tranquilidad a los 630.000 habitantes de la ciudad, la cual, a pesar de los desastres del Frente Oriental, tenía casi un aire festivo en aquella noche del 13 de febrero. Ello se debía a que era un martes Fasching, [16] una de las fiestas favoritas de los alemanes, en que los niños se vestían -como lo estaban en aquel momento- con alegres ropajes de carnaval. Por consiguiente, hubo poca inquietud cuando se dejó oír la primera alarma aérea -el «cuco»-, hacia las diez de la noche. Pocos imaginaban que se trataba de una incursión devastadora contra la ciudad.
Esta sensación de seguridad de los ciudadanos se extendió a los centenares de miles de refugiados procedentes del Este, así como a los que procedían de Berlín y de Alemania Occidental. Las salas de espera de los ferrocarriles se hallaban abarrotadas de estas gentes y de sus pertenencias. Los edificios públicos, igualmente, estaban atestados de catres y camas en los que dormían los refugiados durante la emergencia. El aflujo humano era tan grande que hubo que habilitar el extenso parque de Grosser Garten con tiendas de campaña y chozas para unas 200.000 personas, entre refugiados y trabajadores forzados.
En la estación de ferrocarril casi no había cabida para más trenes, a consecuencia de todos los que habían llegado del Este, y al mismo tiempo, las carreteras procedentes del frente seguían enviando riadas de refugiados a pie, en carretas, coches y camiones. La ciudad crecía en población por momentos, y se calcula que al producirse el bombardeo había 1.300.000 seres humanos en Dresde, entre los que figuraban numerosos norteamericanos e ingleses prisioneros de guerra.
El sistema defensivo contra los ataques aéreos en Dresde era sumamente deficiente. Los cañones antiaéreos que aparecían montados amenazadoramente en las colinas que rodeaban la ciudad, eran en realidad de cartón piedra, pues los verdaderos habían sido enviados a los frentes oriental y occidental, y sólo quedaban sus firmes bases de hormigón.
Las defensas de la Luftwaffe no eran más eficaces. El Centro de Alarma anticipada de Francia había ya caído en manos enemigas, y cuando los 244 «Lancaster» del Grupo N.° 5 hicieron su aparición en las pantallas del sistema situado en el interior de las fronteras germanas, fue imposible determinar su objetivo. Repentinamente, aparecieron también 300 bombarderos «Halifax» en las pantallas. Estos aparatos iban en dirección a la refinería de petróleo situada al sur de Leipzig, pero su verdadera intención era desorientar a los alemanes. Y así fue en efecto, ya que éstos no tenían la menor noción de cuál sería el ataque principal. Cabía incluso la posibilidad de que las dos incursiones tuvieran por fin la desorientación del adversario, ya que el «Bombardero» Harris tenía aún a su disposición 450 bombarderos más.
La 1.ª División de Combate alemana situada en Klotszche, a unos pocos kilómetros al norte de Dresde, se preparó para defender la ciudad, pero como los germanos no sabían a dónde debían enviar sus cazas, tuvieron que esperar hasta que se dijera algo en concreto. Sólo cuando los 244 «Lancaster» pasaron sobre Leipzig y pusieron rumbo a Dresde, los defensores supieron a qué atenerse, y no fue hasta las 21,55 que la Primera División de combate recibió órdenes de hacer despegar su escuadrilla de cazas nocturnos. Pero cuando estos aparatos estuvieron en el aire, ya era demasiado tarde, pues los primeros aviones ingleses habían lanzado ya sus bengalas verdes.
El bombardero principal Smith se estaba acercando a Dresde, y por vez primera rompió el silencio que se había mantenido por radio:
– Ordenador a jefe de marcadores. ¿Cómo me escucha? Cambio. El jefe de aviones de vanguardia contestó que podía oírle perfectamente.
– ¿Tienen nubes bajo ustedes, todavía?-inquirió Smith. El otro contestó afirmativamente, y Smith preguntó luego si podía ver ya las bengalas verdes.
– Sí, las veo. Las nubes son aquí poco densas -contestó el jefe de vanguardia.
Este pronto estuvo volando sobre su objetivo, y se asombró al no ver un solo reflector ni el menor fuego de artillería antiaérea. Debajo podía divisar una serie de puentes que cruzaban el Elba, que atravesaba Dresde por el centro, separando la ciudad antigua de la nueva. La zona le recordaba a Shrospshire, Hereford y Ludlow.
Cuando el jefe de vanguardia pasó a baja altura sobre el núcleo ferroviario, advirtió una sola locomotora detenida cerca de un gran edificio que sospechó fuera la Estación Central. Desde los setecientos metros inició un picado hacia un estadio deportivo (había otros dos en las cercanías).
– ¡Jefe de marcadores, Tallyho! -exclamó.
A 250 metros de altitud el jefe de vanguardia abrió las compuertas del aparato y su bomba indicadora de blanco, que pesaba media tonelada, salió despedida, dejando un vivo rastro rojo en su descenso. Otro aparato «Mosquito» que seguía al de cabeza, vio un resplandor en la cabina de este avión, y su piloto exclamó:
– ¡Cielos, han tocado al jefe!
Pero sólo se trataba del fogonazo producido por la cámara fotográfica del piloto de vanguardia.
El jefe de bombarderos se apresuró a comprobar la situación de los tres estadios en su mapa.
– Ha marcado un estadio que no correspondía -dijo con voz tensa.
Pero volvió a estudiar de nuevo el plano y rectificó aliviado:
– No, no. Está bien. Adelante.
El jefe de bombarderos podía ver en esos momentos el resplandor rojo cerca del estadio previsto, y añadió:
– Escuche, jefe de marcadores. El indicador del blanco se halla a un centenar de metros al este del punto señalado.
Eran casi las 22,07, y faltaban ocho minutos para la hora cero. Los otros aparatos «Mosquito» comenzaron a lanzar sus bombas indicadoras donde había caído la primera. La preocupación principal del jefe de bombarderos era que las señales luminosas no fueran vistas por los demás aparatos a través de la delgada capa de nubes. Llamó entonces a uno de los «Lancaster» que habían dejado caer las primeras bengalas verdes y que se hallaba aún a 6.000 metros de altura sobre la ciudad:
– Ordenador a comprobador 3. Dígame si alcanza a ver el resplandor.
– Veo desde aquí los tres ID (indicadores de blanco) a través de las nubes.
– Está bien. ¿Ve ya las luces rojas?-inquirió Smith.
– Son las únicas que veo -fue la satisfactoria respuesta del piloto del «Lancaster».
Eran en esos momentos las 22,09. Sólo entonces el locutor de una emisora de Dresde exclamó:
– Achtung, Achtung, Achtung! ¡Se avecina un ataque aéreo! ¡Vayan a los refugios en seguida!
Los ciudadanos hicieron lo que les ordenaban, pero de mala gana, ya que la mayoría dudaba incluso de que se tratase de una incursión real. En la ciudad antigua se procedió a apagar todas las luces. La mayor parte de los campesinos llegados desde el Este nunca habían presenciado un ataque aéreo y contribuían a aumentar la confusión, tratando de hallar los refugios de que hablaban unos ensordecedores altavoces.
A las 22,10 el jefe de bombarderos comenzó a repetir una y otra vez a la fuerza principal que se aproximaba a Dresde: -Atención, ordenador a Fuerza Principal. Sigan y bombardeen la marca roja ID, según lo previsto.
Desde tierra no partió un solo disparo de cañón antiaéreo. Como la ciudad se hallaba evidentemente indefensa, Smith ordenó a los bombarderos que descendiesen más bajo de lo previsto.
Poco después la ciudad antigua se estremecía bajo el impacto de potentes bombas explosivas, a las que seguirían las bombas incendiarias.
– Escuche, Fuerza Principal -dijo Smith-. Está bien. Ha sido un buen bombardeo.
Veintitrés kilómetros al nordeste de Dresde, el estudiante Bodo Baumann, de la escuela de cadetes de Meissen, que contaba quince años de edad, vio los «fuegos artificiales» -las señales luminosas rojas-, mientras un enjambre de bombarderos rugía sobre su cabeza, lanzando lenguas de fuego por sus escapes. Baumann había estado presente en dos grandes bombardeos de Berlín, pero se daba cuenta de que aquél iba a ser mayor. Incluso desde Meissen, Bodo alcanzó a ver las grandes llamaradas que se levantaron poco después. Los cristales de las ventanas de un edificio cercano se estremecieron violentamente, y el horizonte se cubrió de lenguas de color carmesí y violeta. Al principio el muchacho vio estallar algunas bombas aisladamente, pero un minuto más tarde las explosiones fueron tan numerosas que todo se volvió de color rojo. La tierra retumbó bajo los pies de Bodo, el cual permaneció estático mirando hacia Dresde. «La ciudad está condenada -se dijo a sí mismo- y nadie saldrá con vida.»
Otro muchacho de quince años, Joachim Weigel, se hallaba en el tejado de la casa de pisos en que vivía, justamente en la orilla opuesta del Elba, frente a la ciudad antigua. El y otro miembro de las Juventudes Hitlerianas estaban arrojando arena sobre el fuego producido por unas bombas incendiarias, pero cuando comenzaron a caer las grandes bombas explosivas, los muchachos corrieron hacia el sótano de la casa y cerraron la puerta de hierro. Pero el hombre que se hallaba a cargo de los muchachos les ordenó que fueran al quinto piso, que comenzaba a arder. Cinco chicos y una chica subieron atropelladamente escaleras arriba y comenzaron a arrojar por la ventana todo lo que podía ser pasto de las llamas, como alfombras, muebles y vestidos.
Hans Koehler, de catorce años, se hallaba de guardia en la comisaría de policía de Alstadt, como ayudante de un teniente cuya misión era despachar algunas autobombas de incendios que había en reserva, contra los fuegos más importantes. El teniente debía esperar en el sótano de la comisaría hasta que la incursión aérea hubiese terminado, antes de enviar los vehículos de los bomberos, que se hallaban estacionados en una colina, algunos kilómetros más lejos. Pero el bombardeo era muy intenso, y comprendió que habrían numerosos incendios de gran magnitud.
– Tenemos que llegar hasta las autobombas -dijo el teniente a Hans.
Los dos corrieron a la calle en el preciso momento en que una bomba estallaba en un edificio cercano. Los escombros comenzaron a caer alrededor de ellos, y el calor se hizo insoportable. Indemnes, subieron a una motocicleta y se alejaron a toda prisa. Cuando pasaron junto al nudo ferroviario, Hans observó que en la ciudad antigua sólo había unos pocos incendios. Ello se debía a la intensidad del bombardeo explosivo que siguió al de las bombas incendiarias.
Siguieron hacia el oeste, colina arriba, en dirección al distrito conocido como Loebtau, pasaron ante la casa de Hans, y al fin llegaron hasta el lugar donde se hallaban estacionadas las auto-bombas. Mientras el teniente ordenaba a los bomberos los lugares a donde debían ir, llegaron otras autobombas de los pueblos cercanos, para ayudar en la extinción de los incendios. Uno de los conductores no conocía la ciudad, y Hans se ofreció para guiarle hasta el lugar que le indicaron.
A las 22,21, el bombardero principal Smith vio la ciudad antigua envuelta en llamas. Llamó entonces a uno de los «Lancaster» y le e ordenó que enviase el siguiente mensaje por radio a Inglaterra:
«Objetivo atacado con éxito. Plan primario. A través de las nubes.»
Pocos minutos más tarde la gran formación de bombarderos puso rumbo Oeste, dejando caer gran cantidad de láminas metálicas para desorientar al radar. Luego descendieron rápidamente a dos mil metros de altura, justamente bajo el horizonte del sistema de radar alemán.
La segunda oleada, integrada por 529 «Lancaster», es decir, más del doble de la primera, se hallaba ya en camino. Cuando las dotaciones de los aparatos supieron su objetivo, cundió la preocupación. Era un vuelo muy largo que llegaba casi al límite del radio de acción de los aviones «Lancaster», y muchos se preguntaron por qué razón los rusos no atacarían ellos mismos, ya que se hallaban más cerca. Los oficiales de Inteligencia dieron diversas explicaciones, manifestando que los soviéticos ya estaban muy ocupados bombardeando los cuarteles generales del ejército alemán, así como destruyendo depósitos de armas y de suministros, grandes zonas industriales y una factoría importante de gas tóxico.
Ya en camino hacia el objetivo, la temperatura descendió tan rápidamente que en muchos aviones comenzó a formarse hielo. En otros aparatos hubo que volar con control manual, por haberse descompuesto el piloto automático. Un manto de espesas nubes protegió a los bombarderos hasta que llegaron a Chemnitz. Luego el cielo se aclaró repentinamente, y las baterías germanas abatieron tres «Lancaster». En aquel momento ya se podían divisar las señales luminosas para la segunda oleada de aviones, pero cuando el jefe de estos bombarderos llegó sobre el objetivo, a la 1,28 de la madrugada, la ciudad antigua se hallaba convertida en una hoguera.
Se había producido en aquel momento una tormenta semejante a la de Hamburgo. Era un fenómeno meteorológico causado al elevarse la temperatura ambiente a unos 500° C., como consecuencia de varios grandes incendios simultáneos. Este enorme calor provocaba una succión de aire frío hacia el centro del fuego, originándose un viento de gran violencia. El resultado era un infierno rugiente.
El jefe de bombarderos de la segunda oleada comprendió que el ataque no tendría precisión alguna, por lo que se decidió a actuar sobre las zonas que no había alcanzado la primera oleada. Emitió el mensaje correspondiente a sus aparatos, y pocos minutos más tarde comenzaron a caer las bombas. A diferencia del primer ataque, se emplearon bombas demoledoras para extender los incendios y mantener a cubierto a los bomberos. Luego se lanzaron 650.000 bombas incendiarias, incluyendo termitas de dos kilos, con lo que el fuego se extendió con increíble violencia por toda la ciudad. Los bomberos esperaron aterrorizados. Nunca hasta entonces habían visto nada semejante. Era estremecedor contemplar calles y más calles envueltas en llamas.
Los dieciocho cazas alemanes nocturnos procedentes de Klotzsche, que habían despegado demasiado tarde para detener la primera formación de bombarderos, esperaban con ansiedad las órdenes para atacar la segunda oleada. Oyeron el rugido de los motores, pero no llegó la esperada orden, y permanecieron en la pista, llenos de impaciencia. De pronto se encendieron los focos que iluminaban las pistas. Los pilotos llamaron al control de vuelo para que apagara los focos antes de que los bombarderos los localizasen y destruyesen por completo el aeródromo. Pero recibieron la respuesta de que se esperaba de un momento a otro el aterrizaje de una escuadrilla de aviones de transporte procedente de Breslau, ciudad que se hallaba entonces sitiada.
Como el tiempo pasaba y las bombas llovían literalmente sobre Dresde, la preocupación de los pilotos alemanes se transformó en ira. ¿Era aquello sabotaje, o derrotismo?¿Por qué no se les ordenaba levantar el vuelo, para tratar al menos de defender la ciudad? El comandante de la base se hallaba igualmente decepcionado. Todas las comunicaciones telefónicas y de radio habían quedado interrumpidas, y no había obtenido permiso del Control Central de Berlín para enviar a la lucha a los cazas.
El joven Bodo Baumann se hallaba con un grupo de salvamento a la entrada de Dresde, en compañía de otros doscientos estudiantes de su misma escuela, cuando se inició el segundo ataque. Los camiones del convoy de salvamento se detuvieron al comenzar el bombardeo, y los muchachos corrieron a buscar refugio. Bodo saltó detrás de un muro. Entre las explosiones alcanzaba a escuchar el aterrador rugido producido por el incendio de la ciudad. El suelo se estremecía como si se estuviera produciendo un terremoto.
Cuando se detuvo el bombardeo, los muchachos siguieron a pie hacia el centro de la ciudad, hasta que llegaron a los edificios derruidos y en llamas. Se detuvieron ante un puente que cruzaba el Elba hacia la ciudad antigua, convertida en esos momentos en un horno que hacía insoportable la temperatura hasta en la orilla donde se encontraba Bodo. Los muchachos tenían orden de sacar a las gentes fuera de los refugios, antes de que muriesen asfixiadas. Por consiguiente, se cogieron de la mano, y empezaron a atravesar cautelosamente el puente. De pronto, el hombre que guiaba la cadena humana lanzó un grito y desapareció entre el fuego. El muchacho que le seguía se aferró a lo primero que encontró, para no ser atraído por las llamas. El fuego rugía pavorosamente, en tanto que el viento les azotaba con furia, cubriéndoles de polvo y ceniza.
Los chicos retrocedieron, encontraron una cuerda y trataron de utilizarla para asegurarse en el avance, pero el calor era demasiado intenso y fracasaron por segunda vez. Bodo vio a varios bomberos muertos, tendidos en el suelo y con las ropas humeantes. Las densas nubes de humo negro hicieron retroceder a los muchachos hasta el río, donde mojaron en el agua sus pañuelos y se los aplicaron sobre el rostro.
En la otra orilla de la ciudad, Hans Koehler se dirigía de nuevo hasta las bombas de incendio situadas en la colina, cuando oyó las sirenas avisando el segundo ataque. Encontró una bicicleta y con ella se dirigió hacia su lugar de destino. A mitad de camino vio caer algunas bengalas. Se detuvo y tomó unas fotografías con su cámara de cajón. Luego escucho el silbido de las bombas y se lanzó a una cuneta. A unos cien metros de donde estaba se produjo una aterradora explosión. Luego observó que los manzanos que se alineaban a los lados de la carretera habían desaparecido como por arte de magia. Cruzó corriendo la carretera y se dirigió hacia una casa de pisos. Cuando bajaba, se vio lanzado contra el suelo. La gente tosía a consecuencia del polvo y el humo. Las mujeres se quejaban, y al fin alguien encendió una vela. Una mujer de edad avanzada dijo serenamente.
– Voy arriba a ver lo que ocurre.
Los demás le gritaron que no fuese, pero la mujer desapareció lentamente escaleras arriba, como una sonámbula. Al cabo de diez minutos regresó y con la misma tranquilidad dijo:
– Hay un poco de ruido allá arriba, pero es un bonito espectáculo.
Hans se preguntó si se habría vuelto loca o estaría tratando de animar a los demás.
El zumbido del motor de los bombarderos se hacía ensordecedor cuando pasaban sobre el lugar donde se hallaba refugiado el grupo. Luego se produjo un silencio repentino, sólo interrumpido por el chisporrotear de las llamas y el estrépito de las paredes al derrumbarse. Cuando regresó a la calle, Hans percibió un lejano lamento de apariencia ultraterrena, muy distinto a lo que había oído hasta entonces. Miró hacia la ciudad antigua, que era un muro de fuego. Avanzó como hipnotizado algo más de un kilómetro hasta el infierno de llamas y se detuvo en la fábrica de cigarrillos «Yenize». Esta tenía forma de mezquita, y su exótica silueta parecía danzar entre la rojiza iluminación. Hans trató de encontrar alguna bomba contra incendios, pero ninguna se hallaba a la vista. ¿Qué podía hacer? La gente se aproximaba hacia donde estaba él como si fueran espectros, con el rostro ennegrecido, el pelo quemado y los vestidos humeantes. Las mujeres aferraban a sus criaturas, y los hombres portaban maletas e incluso objetos absurdos, como ollas y sartenes. Unos pocos lanzaban quejidos, pero la mayoría guardaban un silencio extraño, mirando todo con los ojos muy abiertos, como si aún no comprendiesen lo que había ocurrido. Aquellos espectros hicieron que Hans pensase en su familia, y se volvió para ir en su busca. A mitad de camino entró en un restaurante. Dentro la gente se apretujaba en el suelo, con las vestiduras hechas jirones. Hans miró los ennegrecidos semblantes esperando hallar algún familiar, pero todos los rostros le eran desconocidos. Entonces alguien le tocó en un brazo. Se volvió y divisó a su madre, cuyo largo pelo le caía desordenadamente sobre los hombros.
– Todo se ha perdido -dijo ella.
– ¿Dónde está padre?
– Está en el piso, para ver si recupera algo. Pero no vayas, es horrible.
Luego procuró tranquilizarse, y añadió:
– Ya ha pasado todo. No volverán.
A continuación, la madre de Hans miró al cielo y murmuró algo ininteligible.
Dentro de la ciudad antigua, la mayor parte de la gente seguía en los sótanos, sin comprender que pronto se les acabaría el oxígeno que respiraban. Algunos trataron de escapar durante las incursiones, pero fueron destrozados por las bombas en la calle. Otros se refugiaron en los quioscos metálicos de anuncios, donde literalmente se asaron vivos.
El circo Sarassino estaba envuelto en llamas. La alarma de la primera incursión se había producido en medio de la función, cuando estaban actuando los payasos, y poco después casi todos los espectadores se hallaban refugiados en el sótano situado bajo la pista, mientras los caballos árabes relinchaban aterrados fuera del edificio. No muy lejos, en el parque del Grosser-Garten, los animales del zoológico habían salido de sus jaulas y rondaban por los alrededores, pero de ellos sólo saldrían con vida los buitres.
La enorme masa de refugiados del parque se encontraba igualmente indefensa. En un desesperado intento de huir del insoportable calor, se introdujeron frenéticamente en los grandes tanques de agua, que se tenían como reserva para apagar los incendios. Muchos se salvaron del fuego, pero otros se ahogaron en los profundos depósitos.
En el borde de la ciudad antigua se hallaba la Estación Central, la cual sólo había sido dañada levemente en el primer bombardeo. Inmediatamente los empleados del ferrocarril comenzaron a cargar los trenes de evacuados, dando preferencia a los niños. Pero antes de que alguno de dichos trenes pudiera salir de la estación, comenzaron a caer las señales luminosas del segundo ataque, a las que siguieron las bombas incendiarias, que atravesaron la estructura metálica y encristalada del techo de la estación, dejaron a ésta reducida a una hoguera. Cuando los integrantes de los grupos de salvamento entraron en la estación vieron a centenares de personas arrinconadas contra las paredes, como si durmieran, pero habían perecido asfixiadas por el monóxido de carbono. Los niños, en el interior de los trenes, estaban apiñados en grupos. También estaban muertos. En los sótanos, donde miles de refugiados habían buscado protección, los suelos aparecían cubiertas de cadáveres.
Hacia el norte de la estación, Annemarie Friebel, cuyo esposo estaba luchando contra los rusos, salió semiasfixiada de un sótano, con la cabeza cubierta por una toalla. Envolvió a su criatura de apenas un año en unos trapos mojados, y salió a la calle, empujando el cochecito del niño y seguida de su madre. La mujer encontró cerrado el paso por un montón de escombros, por lo que recogió al niño, y tras envolverle en una manta, cruzó sobre los cascotes. La criatura no lanzó un solo gemido, como no lo había hecho durante todo el bombardeo. Sobre sus cabezas caían cenizas ardiendo, que prendieron fuego en la manta del niño. Su madre apagó el fuego con las manos.
Otras personas estaban tratando igualmente de salir de la encerrona que representaba la ciudad en llamas. Unos pocos llevaban efectos personales, pero a la mayoría, sólo les interesaba salvar la vida. Una mujer que empujaba un cochecillo de niño fue arrastrada por una corriente de aire como si fuese una hoja, hacia un callejón lateral totalmente en llamas.
Annemarie y su madre, con el rostro cubierto de sudor, llegaron por fin al límite de la ciudad antigua e iniciaron el ascenso de la colina. De pronto Annemarie se dio cuenta de que estaba helándose, y se encaminó hacia una caseta de camineros. Al llegar a la puerta, se volvió y observó la ciudad, que estaba envuelta por completo en llamas. Resultaba un espectáculo estremecedor, aunque no desprovisto de belleza. Otras gentes llegaron al refugio. Ninguno tenía idea de lo que podían hacer. La misma Annemarie se sentía aturdida, mareada, y no podía darse mucha cuenta de lo que había ocurrido.
A las 4,40 de la madrugada las dotaciones de la Octava Fuerza Aérea de Estados Unidos recibieron la orden de atacar sus dos objetivos principales: Dresde y Chemnitz. La 1.ª División Aérea debería atacar Dresde. 450 fortalezas volantes iban a bombardear algunos cuarteles y la estación de ferrocarril de Neustadt, situada en la orilla norte del Elba. Los navegantes recibieron instrucciones de seguir el rumbo hasta la ciudad de Torgau, y luego remontar el curso del Elba durante unos setenta kilómetros. La próxima ciudad importante que hallasen sería Dresde. Las dotaciones estaban prestas en sus aparatos a las 6,40 de la mañana, pero llegó una orden de esperar, y la primera fortaleza volante no despegó hasta las ocho de la mañana. A la oleada de bombarderos se unieron 288 «Mustang P-51», cuando aquéllos estuvieron sobre el Zuyder Zee. La mitad de los cazas debería permanecer con los bombarderos para evitar los ataques de la Luftwaffe; en tanto que los demás colaborarían en la destrucción de la ciudad. Los pilotos se preguntaban, mientras volaban sobre Alemania, si sería posible realizar el bombardeo por medios visuales. No había muchas nubes encima, pero por abajo el cielo aparecía cubierto casi por completo. A causa de estas nubes el Grupo 298 se extravió, y cerca del mediodía estuvo a punto de bombardear la ciudad de Praga, situada a unos ciento veinte kilómetros al sudeste de Dresde.
Por consiguiente, sólo 316 fortalezas volantes se aproximaban entonces a Dresde, y de ellas casi la mitad, el Grupo 457, se desvió algo de su curso y erró el blanco. Luego el Grupo 457 dio la vuelta en redondo para hacer otra pasada. El sargento Joe Skiera, ametrallador que hacía también de bombardero, miró hacia arriba y vio de pronto un «B-17» a unos ciento veinte metros por encima de su cabeza. El nuevo rumbo les había llevado justamente debajo de otro grupo de bombarderos. La compuerta del aparato situado encima se hallaba ya abierta, y Skiera pudo ver un racimo de bombas de 250 kilos que se balanceaban arriba, dispuestas a ser lanzadas.
El grupo 457 dio dos pasadas más, sin hallar una abertura en las nubes inferiores. Por fin, en la cuarta pasada, hallaron un claro.
Debajo, seguían elevándose las llamas de los incendios producidos en los dos primeros ataques. Nubes pardas y rojizas se extendían hacia Praga, esparciendo restos ennegrecidos a muchos kilómetros de distancia. Era Miércoles de Ceniza.
La gente se agrupaba también en las orillas del Elba, muchos de ellos con la cabeza envuelta en trapos mojados. Bodo Baumann, que había visto a su jefe desaparecer entre las llamas del puente, se hallaba entre el grupo de jóvenes que procuraban ayudar a los aturdidos supervivientes. Un hombre, fuera de sí, se arrojó al agua, y cuando los muchachos lo sacaron volvió a tirarse otra vez. No lejos de Marienbrúcke, Bodo observó unas cercas de alambre de púas, en las que se advertían restos humanos colgando, lo cual había sido originado sin duda por las explosiones de las bombas. El espectáculo era horripilante.
Hacia el mediodía Bodo y varios amigos entraron en un edificio parcialmente en llamas para ver si hallaban algo de comida. En el piso superior encontraron una botella de coñac. Cuando estaban bebiendo, las llamas se reavivaron y les cortaron la salida. Mientras los muchachos echaban una cuerda por una ventana, para escapar, comenzaron a caer las primeras bombas de los aviones norteamericanos. En aquella parte de la ciudad no había alarma aérea, y Bodo vio a un grupo de unos cincuenta ancianos sentados en un patio, como si no ocurriese nada. Rodeados de algunas pertenencias, permanecían inmóviles, mirando fijamente hacia delante. Pero cuando los muchachos pasaron junto a ellos, les tendieron implorantes los brazos, y uno gritó:
– ¡Llevadme con vosotros!
El estallido de las bombas obligó a Bodo a guarecerse detrás de una garita de cemento. Con una mano aferraba todavía la botella de coñac, y se preguntó cómo se las habría arreglado para bajar con ella por la cuerda. Una bomba hizo explosión no muy lejos, y el suelo se estremeció pavorosamente.
Los «Mustang», en busca de blancos secundarios, picaron hacia la multitud que huía a lo largo de las orillas del Elba. Los jóvenes reconocieron la silueta de los aviones, gritaron advirtiendo a los demás y corrieron a buscar refugio. Pero los adultos siguieron corriendo a campo abierto, y muchos fueron abatidos por las balas de los aviones. Otros «Mustang» se lanzaron sobre los camiones, los carros y las riadas de refugiados que escapaban de la ciudad por las carreteras principales.
Una vez que los norteamericanos se hubieron marchado, Annemarie Friebel y su madre decidieron alejarse de Dresde todo lo posible. Junto con un amigo, cargaron unos pocos enseres en una camioneta, colocaron la criatura y otros niños encima, y se unieron a los millares de personas que iniciaban el éxodo hacia el sur. La interminable columna se desplazaba lentamente, sin precipitaciones ni histerismos.
Hans Koehler y su padre tiraban de un carromato que habían llenado con pertenencias familiares rescatadas de su piso. Hans se detuvo de pronto y dijo que su deber era permanecer junto a los bomberos. Su padre aprobó la decisión.
De regreso a la ciudad antigua, Hans pasó ante una tienda de carnicero, incendiada, y viendo que las salchichas se estaban asando en los estantes, cogió una larga ristra y siguió su camino. Observó luego a un hombre que trataba de borrar con el pie una inscripción escrita sobre una acera que decía: «¡Gracias, querido Führer!» En el exterior de la fábrica de cigarrillos, vio a varios soldados disparando sobre dos hombres que habían llenado unos sacos de cigarrillos, los cuales por milagro no habían ardido, y que se desparramaron ahora por la calzada, a consecuencia de la huida de los hombres. A continuación Hans pasó ante una gran casa de pisos en cuya fachada una persona previsora había escrito: «Estamos vivos, sáquennos del sótano.» Las cuadrillas de salvamento estaban tratando de llegar hasta ellos, pero el calor era excesivo y dificultaba las operaciones.
Por fin Hans llegó hasta la ciudad antigua. Si ésta le había impresionado anteriormente, ahora se aparecía ante él como un caos de escombros calcinados que despedían un olor pestilente. El famoso teatro de la Opera, donde por vez primera se había puesto en escena Tannhäuser, estaba convertido en una fulgurante antorcha. El palacio Zwinger, uno de los más hermosos ejemplos de arquitectura barroca, no era más que una ruina humeante, lo mismo que el castillo y el Hofkirche. El Kreuzkirche, con su cúpula envuelta en humo, aparecía milagrosamente intacto.
En la semiderruida comisaría, Hans recibió la orden de llevar un mensaje. Cogió la bicicleta, y al regresar, después de cumplida la orden, uno de los policías le acusó de sabotaje, asegurando que perdía el tiempo intencionadamente. Hans se echó a llorar, jurando que no era así, y en seguida salió a la calle. Halló la Lindenauplatz sembrada de cadáveres, los vestidos de los cuales aparecían quemados o habían volado con las explosiones. Cerca de la entrada de unos lavabos públicos vio a una mujer que yacía desnuda sobre un abrigo de pieles. Algo más allá descubrió los cadáveres de dos niños, abrazados estrechamente. Cerca de Seidneter, varios centenares de personas aparecían ahogadas en una charca no muy profunda.
Una mujer avanzó hacia Hans, arrastrando trabajosamente un bulto envuelto en una sábana. Dentro vio el muchacho los restos de un hombre, probablemente el esposo. Cuando pasaba ante Hans, del bulto cayeron una pierna y dos brazos. La mujer se echó a reír, y aún seguía riéndose cuando Hans se puso a correr, alejándose de allí.
Vio también a otras gentes que llevaban restos de los seres queridos, buscando en su extravío un lugar donde enterrarlos. Por fin llegó al Grosser Garten. Algunos de los árboles más robustos habían sido arrancados de cuajo. Otros estaban desgajados o cortados limpiamente en dos. La hierba aparecía cubierta de cuerpos. Muchos parecían dormidos, pero estaban todos muertos. Cuando los levantaban del suelo, sus miembros pendían fláccidos, como si estuvieran dislocados. Esparcidos entre la gente se veían también los cuerpos de los animales del zoológico. Entre las ramas de un arbusto apareció un leopardo muerto, justamente encima de dos mujeres desnudas, tendidas en el suelo. Sintiéndose repentinamente exhausto, el muchacho regresó hacia las ruinas de lo que había sido su hogar. Detrás de él quedaban setecientas hectáreas de terreno totalmente devastado, casi tres veces el daño sufrido por Londres durante toda la guerra.
Al no existir comunicación entre Dresde y las demás ciudades, los detalles de la catástrofe no llegaron a Berlín hasta las últimas horas del día. Un informe oficial previo estableció que por lo menos cien mil personas [17] -muchas más probablemente-habían perecido en dos incursiones aéreas sucesivas y que una de las ciudades más antiguas y queridas del Reich había quedado totalmente destruida. Al principio Goebbels se negó a creer en la veracidad del informe. Luego se echó a llorar desconsoladamente. Cuando al fin recuperó el habla, fue para acusar a Hermann Goering.
– ¡Si yo tuviera la autoridad suficiente, sometería a juicio a ese cobarde e inútil de Reichsmarschall! -gritó-. Hay que llevarlo ante el Tribunal del Pueblo. Ese parásito es el causante de todo, por desidia y por preocuparse sólo de su comodidad. ¿Por qué no habrá escuchado el Führer mis anteriores advertencias?
Los ingleses se enteraron de lo ocurrido en Dresde hacia las 18 horas, cuando los boletines radiados anunciaron que se trataba de uno de los grandes ataques proyectados por Roosevelt y Churchill en Yalta. «Nuestros pilotos declaran que hubo escaso fuego antiaéreo, por lo que pudieron hacer las incursiones sobre los blancos sin gran peligro -informaba el locutor-. En el centro de la ciudad se llevó a cabo un ataque de gran eficacia.»
En hora temprana del 14 de febrero, Goebbels y su ayudante de Prensa, Rudolf Semmler, fueron a ver a Himmler en el sanatorio de su viejo amigo, el doctor Gebhardt. Este retiro de Hohenlychen, a cien kilómetros al norte de Berlín, se había convertido en el cuartel general oficioso de Himmler, el cual gustaba de la soledad y quietud del lugar. A efectos oficiales, Himmler estaba recibiendo tratamiento para curarse de una amigdalitis, pero los nervios eran lo que más le preocupaba. Himmler se estremecía aún al recordar la conferencia del día anterior, en la que Guderian y Hitler casi habían llegado a las manos por su causa.
En una cena celebrada unos días antes, Goebbels manifestó a Semmler que trataría de conseguir el apoyo de Himmler para intentar una profunda reorganización del Gobierno, en el que figuraría él mismo como canciller del Reich, y Himmler como jefe de las Fuerzas Armadas. En aquel momento, en el aparato de radio se dejó oír el vals de Lehar «No pretendas las estrellas, querida». Frau Goebbels se echó a reír, y su marido exclamó, irritado:
– ¡Apaga esa radio!
A Semmler no le dejaron estar presente en la entrevista con Himmler, y cuando ambos regresaban en silencio hacia Berlín, el ayudante de Goebbels supuso que la reunión no había resultado satisfactoria.
Por la noche Himmler recibió otra visita, la del general Wenck, el jefe de Estado Mayor que le acababa de ser impuesto por Guderian.
Como jefe efectivo que era en esos momentos del Grupo de Ejército Vístula, Wenck tenía prisa por regresar al frente, donde el ataque contra el flanco derecho de Zhukov iba a ser lanzado de un momento a otro.
– Primero comeremos -dijo Himmler-. Luego hablaremos de la situación.
– Después de la comida -dijo Wenck, con toda franqueza- no me será posible hablar. Me voy ahora al otro lado del Oder, que es donde debo estar.
Enterado de que los enemigos que tenía en Berlín se burlaban de la gran distancia que había entre su puesto de mando y sus líneas de combate, Himmler replicó ásperamente:
– ¿Está insinuando que soy un cobarde?
– No insinúo nada, reichsführer. Sólo quiero marcharme allí, donde puedo actuar como un soldado.
Explicó Wenck que pensaba librar una batalla al este del río, para ganar tiempo a fin de que pudieran fortalecer las defensas de la orilla occidental del Oder, y también para que los refugiados tuviesen posibilidades de escapar.
El problema con que había de enfrentarse Wenck no tenía antecedentes en los manuales militares. El Grupo de Ejército Vístula se hallaba en realidad dividido en dos frentes: el primero y más importante, la línea de doscientos cuarenta kilómetros que defendía a Berlín; el segundo, la línea que protegía a Pomerania, la cual era débil y tortuosa, y se iniciaba en el Oder y corría hacia el este hasta llegar al río Vístula. Más allá, se encontraban los núcleos aislados de resistencia germana. Algunos eran fuertes y otros débiles, y todos estaban en dirección a Letonia.
Uno de los más importantes de estos núcleos era el de Danzig, y numerosas caravanas de fugitivos procedentes de Prusia Oriental trataban de llegar a este dudoso refugio. Pero las tropas de Rokossovsky, que también avanzaban hacia Danzig, les habían cortado el paso. La única esperanza que quedaba a los que huían, era cruzar los hielos de Frisches Haff, un lago interior costero, hasta llegar a Nehrung, el estrecho brazo de tierra que separaba el Haff del mar Báltico. Una vez en Nehrung, los fugitivos podrían encaminarse hacia el oeste, hasta Danzig.
Un repentino deshielo hacía peligroso el cruce sobre el lago, y el único camino seguro estaba señalado con marcas especiales cada cincuenta metros. La noche anterior, numerosos carros se hundieron en los hielos traicioneros cuando sus conductores perdieron el rastro en la densa niebla, por lo que la multitud que se apiñaba en la orilla sur se hallaba asustada, temiendo seguir un camino equivocado. Pero el estampido de los cañones, que adquiría cada vez mayor intensidad, resultaba aún más aterrador, y en cuanto la niebla se hubo disipado, millares de fugitivos se internaron en el hielo y se dirigieron hacia Nehrung, a unos siete kilómetros de distancia. Mediada la mañana, el primer grupo alcanzó a ver las dunas de arena, y comenzaron a gritar:
– ¡El Nehrung! ¡El Nehrung!
Echaron entonces a correr desesperadamente, ya que el hielo se derretía por momentos bajo los rayos del sol. De pronto comenzaron a estallar por todas partes las granadas de la artillería rusa, y el pánico cundió entre los fugitivos. Estos se olvidaron del camino señalado, y corrieron desordenadamente hacia la playa. Muchos llegaron al brazo arenoso, pero una tercera parte desapareció entre el quebradizo hielo.
El contraataque que proyectaba Wenck contra el flanco derecho de Zhukov se realizaría en dos puntos distintos: el primero situado a unos ochenta kilómetros al este del Oder, y el segundo también a otros ochenta kilómetros al este del primer punto. El 11.° Ejército avanzaría hacia el sur, hasta Wugarten, y seguiría unos pocos kilómetros, para llegar a la confluencia de los ríos Warthe y Oder. Uno o dos días después, según el éxito del primer ataque, el Tercer Ejército Panzer llevaría a cabo el segundo asalto, forzando a Zhukov a retirarse, o haciéndole al menos postergar su ataque contra Berlín.
Cuando el joven e impulsivo comandante del 11° Ejército, Sobergruppenführer (teniente general) Félix Steiner recibió las órdenes, se sintió anonadado. Era imposible avanzar entre los rusos hacia el sur, con sólo cincuenta mil soldados y trescientos tanques. Decidió que era más oportuno atacar por el sudoeste, y sobre un objetivo más limitado. Esto le dejaría menos expuesto al contraataque que Zhukov iniciaría a continuación, y se hallaría en mejor posición para defender Pomerania. Sin tener en cuenta a Wenck, Steiner llamó directamente a Guderian y entre ambos se inició una violenta discusión.
– ¡Acepte mi plan, o reléveme del mando! -gritó al fin Steiner.
– ¡Haga lo que le parezca! -contestó airadamente Guderian, y colgó violentamente el auricular.
En la mañana del 16 de febrero, Steiner abandonó su cuartel general, situado en un vagón de ferrocarril, y se trasladó al sur, hasta una finca que dominaba el Stangard, a unos sesenta y cinco kilómetros al nordeste de Wugarten. Allí se encontraría cerca del lugar donde iba a iniciarse el ataque. Al anochecer todas las carreteras de los alrededores del Stargard se hallaban atestadas de columnas de vehículos blindados. Llegaban al lugar cañones, carros de asalto y camiones, a fin de que estuviesen a punto para el asalto del amanecer siguiente. Se leyó a las tropas una urgente proclama del comandante títere del Grupo de Ejército Vístula, reichsführer Himmler, que decía: «¡Adelante! ¡Adelante sobre el barro! ¡Adelante sobre la nieve! ¡Adelante en la noche! ¡Siempre adelante, para liberar el suelo del Reich!»
Ocultando su pesimismo, Steiner hizo pintar unos letreros que rezaban: «¡AQUÍ ESTA EL FRENTE ANTIBOLCHEVIQUE!», y animó personalmente a cada uno de sus comandantes de división.
– Este año estaremos de nuevo en el Dniéper -dijo Steiner, palmeando afectuosamente en la espalda al coronel León Degrelle, comandante de una división de voluntarios belgas. Su ataque desde el norte, en conjunción con otro del sur, añadió Steiner, acabaría con la punta de lanza de Zhukov. Al principio Degrelle pensó que el plan era teatral, excesivamente audaz. Luego advirtió el serio semblante de los oficiales de Estado Mayor de Steiner, mientras hacían los preparativos de última hora, y pensó que así debió haber ocurrido en Montmirail, cuando Napoleón lanzó su ataque final.
Degrelle era el jefe de un partido político de Bélgica. Era un hombre apasionado, de treinta y ocho años de edad, prototipo del millón de voluntarios no alemanes que pensaban que el futuro de Europa se hallaba en esos momentos en juego. Sus enemigos belgas le llamaban fascista y nazi, pero él no se consideraba ninguna de las dos cosas. El partido que dirigía representaba para él la reacción contra la constante corrupción. Era un movimiento de renovación política y de justicia social; una batalla contra la incompetencia, la irresponsabilidad y la incertidumbre.
Cuando Hitler invadió Rusia, en 1941, Degrelle dijo a sus camaradas que el pueblo de los países conquistados, como Bélgica y Francia, debería ir voluntario a las legiones de Hitler, y tomar parte activa en la lucha contra el bolchevismo. Sólo de una hermandad semejante podría surgir una nueva Europa. Su fanatismo iba aún más allá: sostenía que a menos que los no alemanes se uniesen en la lucha santa contra los bolcheviques, carecerían de voz y voto en la Nueva Europa, y Alemania adquiriría demasiado poder. Degrelle se alistó entonces como soldado, aunque le ofrecieron una alta jerarquía militar.
– Veré a Hitler -dijo a sus seguidores-, cuando coloque en mi pecho la Cruz de Hierro. En ese momento habré ganado el derecho de hablar con él de igual a igual. Y entonces le preguntaré: «¿Va usted a hacer una Europa Unida, o sólo una Alemania poderosa?»
En los cuatro años que pasó luchando en el frente, Degrelle fue herido siete veces, y cuando al fin ganó la Cruz de Caballero, cumplió su promesa de hablar a Hitler sobre la Europa Unida. El Führer escuchó al impulsivo Degrelle y le aseguró que al cabo de una generación todos los jóvenes de Europa se conocerían entre sí y serían como hermanos. Rusia sería un extenso laboratorio, poblado por todos los jóvenes de Europa, que vivirían unidos por sus experimentos.
Degrelle volvió a hablar con Hitler en ocasiones posteriores, y el Führer siempre le escuchaba indulgentemente. En una de las entrevistas, hizo notar afectuosamente:
– Si tuviera un hijo, me gustaría que fuera como usted.
La relación entre ambos hombres se hizo tan estrecha que una vez Degrelle le dijo:
– He oído con frecuencia a la gente llamarle lunático. Hitler se echó a reír y contestó:
– Si fuera como los demás, me sentaría en un café a tomar cerveza.
Al amanecer del 16 de febrero Degrelle condujo a sus hombres a pie, hasta el campo de batalla. Después de tomar la colina que constituía su objetivo, trepó a un nido de ametralladoras para observar el ataque principal, que realizarían los carros de asalto de Steiner. Cuando los «Tigres» y «Panteras» comenzaron a avanzar sobre la nieve, Degrelle pensó que el ímpetu de los años anteriores se había desvanecido. Los tanques avanzaban cautelosamente hacia los bosques. Vio a varios carros de asalto germanos estallar envueltos en llamas antes de llegar a su objetivo, pero el resto desapareció entre los árboles, y unos minutos más tarde reaparecieron al otro lado, haciendo retroceder a los soldados del Ejército Rojo. A continuación penetró la infantería alemana en el bosque. Ese era el momento decisivo. Si avanzaban con energía, las posiciones quedarían consolidadas. Pero los alemanes retrocedieron y Degrelle sintió que le invadían la decepción y la ira.
Steiner sólo había avanzado trece kilómetros al anochecer y aunque el 68° Ejército de Zhukov se retiraba, lo hacía lenta y ordenadamente. Poco después de medianoche, Degrelle recibió la orden de ir a informar personalmente al cuartel general del 11.° Ejército. Stargard ya estaba ardiendo, como consecuencia del bombardeo de la artillería soviética, cuando Degrelle ascendió en su coche hasta la cima de la colina donde se hallaba el cuartel general de Steiner. Se quedó unos instantes en el jardín de la finca, mirando hacia abajo, a la ciudad en llamas, con las torres de sus medievales iglesias luteranas proyectando sus sombrías siluetas contra un cielo rojo. «Pobre Stargard», pensó Degrelle. Las austeras torres protestantes del Este eran hermanas de las altas torres católicas de San Rombaut, en Malinas, y de las del Campanario, de Brujas. Degrelle comprendió que aquella tragedia era su propia tragedia, y comenzó a llorar.
La batalla adquirió gran intensidad al día siguiente, 17 de febrero. Un puñado de «Stukas» hizo varias pasadas sobre la enorme masa de tanques que los rusos lanzaban a la batalla. Centenares de ellos se incendiaban, pero centenares también proseguían adelante sobre la nieve. A pesar de ello, Steiner seguía avanzando obstinadamente, y al anochecer había causado una situación tan peligrosa en el flanco de Zhukov, que se solicitó el auxilio de dos ejércitos soviéticos de carros de asalto que se encaminaban hacia Berlín.
En las últimas horas de la noche, Wenck recibió la orden de regresar inmediatamente a Berlín para informar a Hitler sobre los progresos realizados. Amanecía cuando el agotado Wenck abandonó la cancillería del Reich. Estaba impaciente por regresar al frente para supervisar la operación del Tercer Ejército Panzer, que debería comenzar dos horas y media después, por lo cual dijo a su chófer, Hermann Dorn, que se dirigiese a Stettin.
Wenck llevaba tres noches y sus días sin dormir. Por el camino Dorn detuvo el gran «BMW» a un lado de la carretera.
– Herr general -dijo-. Me estoy durmiendo.
– Tenemos que llegar al frente -manifestó Wenck, y se puso al volante del vehículo.
Mientras avanzaba a noventa kilómetros por hora por la oscura autopista, Wenck se llevó un cigarrillo a la boca y masticó el tabaco para mantenerse despierto. Pero una hora después quedose dormido conduciendo, y el auto se estrelló contra los pilares de un puente de ferrocarril. Dorn y un comandante que también dormía en el asiento posterior, se vieron arrojados del coche y cayeron en el terraplén de la vía férrea, mientras que Wenck quedó inconsciente al volante del automóvil, que se incendió y las balas de algunos fusiles ametralladores que había en el asiento trasero comenzaron a estallar. El ruido hizo volver en sí a Dorn, el cual, aunque mal herido, ascendió por el terraplén penosamente, rompió el cristal de una ventanilla y extrajo del interior del coche a Wenck, cuyo uniforme estaba ardiendo. Dorn quitó a su jefe la guerrera y le hizo rodar por el suelo para apagar el fuego.
Cuando Wenck recuperó el conocimiento, se hallaba sobre una mesa de operaciones, con el cráneo fracturado, cinco costillas rotas y numerosas contusiones. Sin él, se desvanecía cualquier posibilidad de éxito del contraataque.
El otro ataque que debía empujar el flanco izquierdo de Zhukov hacia el sur, nunca llegó a efectuarse. Los efectivos que debían llevarlo a cabo se contentaron con resistir los embates de los rusos. Cuando éstos entraron en la ciudad de Bunzlau, situada a ciento veintinueve kilómetros en línea recta al este de Dresde, el aspecto que ofrecía la tropa era realmente exótico y pintoresco. Sobre los sucios tanques «Stalin» y «T-34», una serie de soldados con los uniformes manchados de grasa bebían y cantaban alegremente sentados sobre alfombras de vivos colores. Luego venía una caravana de cañones pesados, cuyos servidores, sentados en cojines bordados, tocaban alegres aires en armónica y acordeones, sustraídos a los alemanes. Detrás avanzaba un coche veterano adornado con farolillos de papel y atestado de jóvenes oficiales, armados hasta los dientes, que usaban sombrero de copa y portaban paraguas abiertos. Con solemnidad de borrachos, los oficiales miraban a los soldados a través de unos impertinentes que se habían agenciado. Otro vehículo llevaba la capota echada hacia atrás, y en él un grupo de soldados rasos reía y lanzaba pullas a sus compañeros. Un capitán ruso, Mikhail Koriakov, perteneciente a las fuerzas aéreas, pero relegado a la infantería por haber asistido a una misa de Réquiem en la iglesia de un pueblo, observaba estas escenas con desagrado. Los puestos de control, establecidos para mantener el orden, hicieron caso omiso del carnavalesco desfile, y los oficiales que iban de un lado a otro en «jeeps» americanos se hallaban demasiado ocupados, por lo que podía verse, para darse cuenta de lo que ocurría. Sólo un oficial de alta graduación -un coronel- trató de detener aquella orgía ambulante…, pero también él estaba bebido. El coronel detuvo una camioneta cargada de gallinas robadas, entre las que iba también un cerdo, y sacó de dentro a un soldado que portaba un gran sombrero de señora adornado con flores.
– ¿De modo que te gustan las gallinas, eh?-dijo el vacilante coronel, agitando un puño ante el rostro del muchacho-. ¿No estás enterado de la orden del diecinueve de julio, del camarada Stalin?
El soldado estaba al corriente del estricto código a seguir por las tropas en territorio alemán, y permaneció mudo.
El coronel se apoderó de una gallina que colgaba de un faro del vehículo y golpeó con ella en la cabeza al soldado, al tiempo que añadía:
– ¡Yo te enseñaré a respetar las órdenes del camarada Stalin! Luego se dirigió tambaleándose hacia su «jeep», donde se advertía una garrafa llena de vino.
En Bunzlau, Koriakov se encaminó hacia una pequeña plaza para rendir un homenaje a la estatua del general Kutuzov, el héroe ruso que murió allí mientras perseguía a las tropas napoleónicas. Grabada en mármol se leía la siguiente inscripción, tributo de los alemanes:
El príncipe Kutuzov-Smolensky condujo a las victoriosas tropas
rusas hasta este lugar. Liberó a Europa de la opresión y a su
pueblo de la esclavitud. Aquí la muerte puso fin a sus gloriosos
días. Su memoria perdurará eternamente.
Koriakov pensaba con tristeza en lo mucho que habían cambiado los rusos, cuando oyó un grito y vio a una muchacha que corría hacia él con el vestido desgarrado y las medias cayéndole sobre los tobillos. La chica se detuvo junto al capitán y le miró con gesto suplicante. Dos soldados, con los cascos negros de los servidores de tanques, se aproximaban corriendo detrás de ella. Al acercarse al capitán le sonrieron alegremente, como para que se uniese a su diversión.
– ¿Sois del Tercer Ejército?-inquirió Koriakov.
Los soldados contestaron afirmativamente, llenos de orgullo. Su comandante, el general Rybalko, había jurado vengar a su hija, la cual había sido raptada por los alemanes. Al llegar a la frontera del Reich, Rybalko dijo a sus hombres:
– ¡Ha llegado el momento tan esperado! ¡La venganza está a nuestro alcance! ¡Todos tenemos motivos personales para vengarnos: mi hija, vuestras hermanas, nuestra Madre Rusia, la devastación de nuestras tierras!
Este ejército siempre dejaba atrás un rastro de sangre. Koriakov preguntó a los soldados qué querían de la muchacha. Uno de ellos dijo que iban a llevarla a trabajar en la cocina de la compañía.
– No irá con vosotros -dijo el capitán, con firmeza.
Uno de los soldados -un sargento borracho- cogió a la chica por el brazo.
– También nuestros oficiales están esperando que la llevemos -exclamó.
Pero Koriakov no se dejó intimidar y el sargento soltó de mala gana a la muchacha; mientras se alejaba alcanzó a murmurar:
– ¡Rata de cuartel general!
El incidente hizo recordar a Koriakov una conversación que había sostenido recientemente con un herrero polaco.
– ¿Por qué tiene que existir la guerra en el mundo, capitán?-inquirió el polaco-. Ya van seis años de esto. Llegó desde Alemania, directamente hasta aquí. Se fue luego a Rusia, para llegar al Volga, y de nuevo ha vuelto a estas tierras. Ahora llega hasta el corazón de Alemania, a Berlín y Dresde. ¿Por qué? La mitad de Rusia está destruida. Alemania se halla en llamas, y seguirá ardiendo hasta que no quede nada.
La respuesta era sencilla, para Koriakov: los alemanes habían arrasado a Rusia, asesinando a millares de mujeres, niños y ancianos con increíble ferocidad. Ahora los rusos, inflamados por consignas como las de Ílya Ehrenburg, «Dos ojos por cada ojo» y «Un río de sangre por cada gota de sangre», estaban ajustando las cuentas a los alemanes.
Hasta el mismo Stalin pareció mostrar preocupación ante aquellos actos de brutalidad. «Los Hitler aparecen y desaparecen -manifestó una vez-. Pero el pueblo alemán sigue subsistiendo.»
Su preocupación quedó así consignada el 9 de febrero, en un artículo de fondo aparecido en el periódico Estrella Roja:
«Ojo por ojo y diente por diente» es un antiguo aforismo. Pero no debe tomarse al pie de la letra. Si los alemanes robaron y ultrajaron a nuestras mujeres, eso no quiere decir que nosotros debamos hacer lo mismo.
Esto nunca ha sucedido, y nunca deberá suceder. Nuestros soldados no deben permitir que algo semejante ocurra, no por consideración al enemigo, sino por su propio sentido de dignidad personal… Debe entenderse que cada infracción a la disciplina militar sólo contribuye a debilitar al victorioso Ejército Rojo…
»Nuestra venganza no es ciega. Nuestra ira no es irracional. En un acceso de cólera puede destruirse una fábrica en el territorio enemigo conquistado. Una fábrica que puede tener valor para nosotros. Tal actitud sólo puede beneficiar al enemigo.»
Cinco días más tarde, las críticas a la propaganda de Ehrenburg surgían de una fuente igualmente importante. El dirigente y teórico del Comité Central, G. F. Alexandrov, en un artículo del Pravda titulado «el camarada Ehrenburg simplifica las cosas excesivamente», declaró que era antimarxista y poco cuerdo pensar que todos los alemanes eran nazis, y que debían ser tratados como seres infrahumanos. «Hay buenos alemanes, decía Alexandrov, y los soviéticos tendrán que colaborar con ellos después de la guerra.»
Pero artículos como éste tenían escaso efecto sobre las tropas que combatían en el frente, y poco después de su publicación, un buen amigo de Koriakov, llamado Stoliarov, el cual era un hombre apacible, sugirió que incendiasen un gran depósito de herramientas.
– ¿Estás loco?-exclamó Koriakov-. ¿Para qué quieres incendiarlo?
– ¿Para qué?-dijo Stoliarov, con el rostro congestionado-. ¡Para vengarnos! ¡Ellos quemaron lo nuestro, y nosotros tenemos que quemar ahora lo de ellos!
Cuatro días después de la triple incursión contra Dresde, algunas zonas de la ciudad seguían humeando, y millares de hombres, entre los cuales se contaban prisioneros de guerra ingleses, se dedicaban al salvamento de los escasos supervivientes.
Joachim Barth, un muchacho de quince años, vagaba solo por la ciudad, llevado en gran parte por la curiosidad. Vestido con un abrigo de chica y arrastrando los pies, calzados con zuecos, miraba con morbosa fascinación a los hombres que quemaban un montón de cadáveres, con lanzallamas, en el centro de la plaza Altmark. Vio cómo a un hombre y una mujer, a los que habían sorprendido robando pulseras, anillos y relojes de los cadáveres, los colocaban contra una pared y los fusilaban. El joven Bodo Baumann se hallaba ante la estación de la ciudad antigua, ayudando a colocar cadáveres en un gran montón de unos cien metros de largo, diez de ancho y tres de altura. Millares de cuerpos fueron colocados en lanchones y se los envió río abajo. A otros los llevaban a Brühler Terrassen, donde los quemaban con lanzallamas. El resto de los cuerpos se cubrían con paja, arena y cascotes, para que los supervivientes no los viesen.
Una vez que la zona de la estación quedó despejada, Bodo y su destacamento fueron enviados al Grosser Garten, para que se deshicieran de más de diez mil cadáveres. Era una tarea horrible, al tener que manejar los cuerpos con las manos desnudas. Pero lo que causaba a Bodo mayor repugnancia era el dulzón olor de la carne quemada, mezclado con el humo y el hedor de los restos corrompidos.
En las primeras horas de la mañana Hans Koehler regresó a Dresde con su padre. Cuando se disponían a cruzar un puente que llevaba hacia la ciudad antigua, un hombre les dijo:
– No vayan. Están metiendo a todo el mundo en el Volkssturm.
– Es mejor que te dirijas al Oeste, hacia las líneas americanas dijo herr Koehler a su hijo-. Luego puedes esperar allí hasta que todo haya terminado.
Padre e hijo se abrazaron en señal de despedida, y el joven inició la marcha hacia el Oeste, sin dinero ni alimentos, y bajo una llovizna helada.
Goebbels trató de utilizar la matanza de Dresde para suscitar la indignación en Suiza, Suecia y otros países neutrales. Pero el bombardeo le proporcionaba algo más que una ocasión para hacer propaganda. En la conferencia que sostuvo con los jefes de su departamento, el 18 de febrero, Goebbels declaró con acento emocionado que la Convención de Ginebra «había perdido todo significado, cuando los pilotos enemigos mataban a cien mil personas no combatientes en apenas dos horas». Los alemanes, manifestó Goebbels, no habían tomado represalias sobre las dotaciones de los aviones enemigos derribados, por sus «tácticas terroristas», a causa de lo estipulado en la Convención. Pero si ésta perdía su valor, podía evitarse otro Dresde solamente con la ejecución de los aviadores ingleses y americanos, bajo el cargo de haber «asesinado a civiles». [18]
La mayoría de los que escuchaban a Goebbels se opusieron a sus razones, especialmente Rudolf Semmler, el cual advirtió «el enorme riesgo que supondría un acto semejante, y las represalias que se llevarían a cabo con nuestros soldados prisioneros del enemigo».
Goebbels ignoró esta advertencia, y ordenó a su ayudante de Prensa que averiguase la cantidad de pilotos aliados que tenían en su poder, y los alemanes que los aliados tenían prisioneros. Semmler inició de nuevo una protesta, pero el ayudante de Goebbels le dio una discreta patada por debajo de la mesa, y el otro tuvo que callarse la boca.
Aquella misma noche Goebbels llevó el asunto al Führer, el cual estuvo de acuerdo en principio, pero le dijo que esperase antes de tomar una decisión final. Por fortuna, Ribbentrop y otros jefes alemanes lograron disuadir al Führer de este propósito.
Mientras tanto, otros alemanes trataban de hallar la paz, en lugar de buscar venganza, y el 18 de febrero aparecieron en dieciocho periódicos de cuatro naciones europeas las noticias referentes a las negociaciones. Las relativas a España y Portugal no eran verdaderas, pero las de Suecia y Suiza eran fruto de la reciente entrevista de Berlín, en la que Hitler, con su silencio, dio al general Wolff y a Ribbentrop la impresión de que deseaba concertar la paz con Occidente.
No era extraño que Wolff y el ministro de Asuntos Exteriores tratasen de llevar a cabo el mismo cometido con independencia el uno del otro. Himmler y Ribbentrop habían sido rivales durante muchos años -desde los días de Munich, Hitler había procurado enfrentar entre sí a sus subordinados, para impulsarles a una mayor competencia-, pero ambos compartían una peculiaridad física: a la menor palabra de censura del Führer, los dos se enfermaban del estómago. Su rivalidad se centraba ahora sobre las negociaciones de paz, y había llegado a ser tan intensa que casi se trataba de un estado de guerra entre ambos departamentos estatales.
Unidos a estos tanteos destinados a lograr la paz, se hallaban las negociaciones con las que los dos ministros procuraban salvar a los prisioneros encerrados en los campos de concentración. Los esfuerzos de Himmler en tal sentido no se debían a un sentimiento humanitario, sino a una especie de extorsión, pues era evidente que algunos millones de vidas podían constituir un factor importante en una paz negociada. Himmler se vio respaldado en su tarea por dos hombres. Uno de ellos era su masajista, el doctor Félix Kersten. Nacido en Estonia, en 1898, carecía de título médico. Era un hombre de afable aspecto y boca sensual. Bajo y rechoncho, se movía pesadamente, pero se hizo tan conocido con su «terapéutica manual», que los grandes de Europa solicitaban a menudo sus servicios. Poco antes de la guerra, Himmler se vio aquejado por unos fuertes dolores de estómago, agravados probablemente por la batalla que se libraba en su interior. Kersten fue llamado para que tratase al reichsführer, y lo hizo con tal éxito que Himmler llegó a depender de él por completo, posteriormente. Kersten ya había utilizado su influencia para salvar a cierto número de personas condenadas a muerte en un campo de concentración. «Con cada masaje que me da -explicó Himmler en cierta ocasión-, Kersten me arrebata una vida ajena.»
El segundo hombre era el jefe de espionaje de Himmler, el SS brigadeführer (general de brigada) Walter Schellenberg. Este era partidario de todo lo que hacía Kersten, y acababa de convencer a Himmler de que unas demostraciones de humanidad con los prisioneros políticos y de guerra, probarían al mundo que Himmler no era un monstruo.
Aunque subordinado oficialmente al SS general doctor Ernst Kaltenbrunner, jefe del RSHA y segundo de Himmler, Schellenberg había dispuesto las cosas hábilmente, y ahora trataba directamente con Himmler. Schellenberg era un hombre bajo, de buen aspecto, que tenía treinta y tres años y había sido educado en un colegio de jesuitas. Desde tiempo estaba convencido de que Hitler llevaba al Reich a la ruina, e incansablemente exhortaba a Himmler a que explorase cualquier posible oportunidad de paz.
No era ésta una tarea sencilla, puesto que las negociaciones debían realizarse sin el conocimiento de Hitler. Por otra parte, Kaltenbrunner era un nazi convencido, que desconfiaba de Schellenberg, y que continuamente urgía a Himmler a no de dejarse envolver en planes que podían provocar el desagrado de Hitler… o algo peor. Estas advertencias adquirían mayor peso a causa de la formidable apariencia de Kaltenbrunner, el cual era un hombre de un metro noventa de estatura, con una gran frente achatada y ojos penetrantes, un corte de sable sobre una de sus cadavéricas mejillas, macizas espaldas, y brazos largos y oscilantes, como los de un mono. Nacido en 1903, no lejos del lugar donde viniera al mundo el propio Führer, Kaltenbrunner procedía de una familia de fabricantes de guadañas. Su padre había terminado con la tradición familiar al convertirse en abogado, y el hijo hizo lo mismo. A los veintinueve años se afilió al Partido Nazi austríaco, y con diligencia y perseverancia llegó hasta aquel puesto prominente, al que aportó su lógica de abogado y su mediocridad.
Su jefe, Himmler, se había opuesto al principio a la matanza de judíos, y confesó posteriormente a Kersten que «el exterminio de gente es un acto antigermánico». La violencia repugnaba al reichsführer -a pesar de haber ordenado el fusilamiento de su propio sobrino, por homosexual-, y la primera vez que presenció una ejecución se sintió enfermo y se puso a vomitar. Sólo su creencia casi mística en la razón que presidía todos los actos del Führer, así como el profundo temor que éste le inspiraba, le hacían permanecer hoscamente imperturbable en las ejecuciones, hasta que la última víctima se desplomaba sobre el suelo. En unas notas que preparó previamente a una conferencia que dio a algunos oficiales de la Wehrmacht, Himmler escribió con su sinuosa caligrafía: «Ejecución de todos los presuntos dirigentes de la Resistencia. Es algo duro, pero necesario… Debemos ser rigurosos, es nuestra responsabilidad ante Dios.» Este hombre, pusilánime por naturaleza, y a veces jocoso, pero siempre torturado, terminó al fin por aceptar la violencia como una forma de vida, hasta llegar a convertirse en el mayor verdugo del mundo. En 1943 declaró ante un grupo de generales de las SS:
«Entre nosotros podemos mencionarlo con franqueza, pero no debemos hablar de ello públicamente… Me refiero a la limpieza de judíos, al exterminio de la raza judía… La mayoría de ustedes sabe lo que significa un centenar de cadáveres yaciendo en un montón, o bien quinientos, o un millar. El llevar esto a cabo, y al mismo tiempo (aparte de excepciones originadas por la debilidad humana) seguir siendo personas decentes es lo que nos ha hecho tan curtidos. Esta es una página gloriosa de nuestra historia, una página que nunca se ha escrito ni volverá a escribirse jamás.»
Un año más tarde, Himmler habló así a unos funcionarios de Posen, acerca de las dificultades que presentaba el exterminio de los judíos:
«Nos vemos forzados a sacar la triste conclusión de que este pueblo ha de desaparecer de la faz de la tierra. La organización de esta tarea ha sido hasta ahora nuestro cometido más difícil, pero la hemos realizado sin que -espero, caballeros, que sea posible decir esto-sin que nuestros dirigentes y sus seguidores hayan sufrido daño alguno, tanto en su mente como en su espíritu. El peligro era considerable, pues sólo hay una distancia muy corta entre Escila y Caribdis, y existía el peligro de que se convirtieran en rufianes implacables, incapaces de apreciar el valor de la vida humana, o bien de que se volvieran pusilánimes, y sufrieran colapsos nerviosos… Eso es todo lo que deseo decir del problema judío en estos momentos, y es mejor que lo reserven para ustedes mismos. Tal vez más adelante, bastante más adelante, podamos pensar en revelar al pueblo alemán algo más acerca de este asunto. Pero creo más oportuno que no sea así. Somos nosotros los que hemos cargado con esta responsabilidad, la responsabilidad de un acto y también de una idea, y considero más adecuado que llevemos con nosotros este secreto a nuestras tumbas.»
A pesar de tales palabras, Himmler era un hombre constantemente torturado por los horrendos crímenes que se veía obligado a cometer.
– Es la maldición de la grandeza, que debe pasar sobre cuerpos sin vida, para crear una nueva existencia -dijo a Kersten, poniendo como ejemplo a los norteamericanos, que habían exterminado implacablemente a los indios-. Por lo tanto, debemos crear una nueva vida, debemos limpiar nuestro suelo, o nunca dará buen fruto. Esta carga será para mí muy dura de soportar.
La carga de los asesinatos en masa, en efecto, se hizo tan pesada que las convulsiones de su estómago aumentaron de intensidad, colocando a Himmler, cada vez más, bajo la influencia del único hombre que podía proporcionarle alivio, el doctor Kersten. Y éste, en esos momentos, junto con Schellenberg, utilizaba su poder para salvar a los judíos que aún no habían sido asesinados. Seguidor nato, Himmler se veía obligado a actuar por propia iniciativa; discípulo fiel, sentía la tentación de traicionar a su jefe; cobarde por naturaleza, se veía inspirado sobre las graves consecuencias que podían tener tales actos, y vacilaba entre la influencia del pequeño y afable Schellenberg y la del enorme Kaltenbrunner, constantemente angustiado por las indecisiones. Recientemente Schellenberg había ganado en la contienda, y persuadió a Himmler para que se entrevistase en secreto con Jean-Marie Musy, expresidente de Suiza. Musy prometió pagar una bonificación en francos suizos por cada judío liberado, y dijo que procuraría también predisponer mejor al mundo hacia Alemania. Himmler accedió de buen grado a enviar mil doscientos prisioneros judíos a Suiza, cada dos semanas.
Uno de los subordinados de Ribbentrop, el doctor Peter Kleist, también inició negociaciones con el Congreso Mundial Judío, y se había entrevistado ya con Gilel Storch, uno de los miembros más importantes de aquella entidad. En su primera entrevista, celebrada en un hotel de Estocolmo, Storch propuso que se estudiase la liberación de unos 4.300 judíos de diversos campos de concentración.
El negociar sobre seres humanos era algo que repugnaba a Kleist, el cual afirmó que hasta a un semicivilizado centroeuropeo le costaba prestar su nombre a semejante empresa. Afirmó luego que lo único que le interesaba era una solución a la guerra, que no provocase la ruina de Alemania.
– Esta no es una transacción de negocios -manifestó Storch-, sino un convenio para salvar vidas humanas.
– Ni quiero ni deseo verme envuelto en semejante «convenio», que me parece sucio y repulsivo -contestó Kleist-. Tampoco me parece posible solucionar la totalidad del problema judío, por medio de semejantes operaciones.
Afirmó a continuación que eso sólo podía conseguirse por medios políticos. En su lucha contra el antisemita Tercer Reich, Roosevelt se veía impelido por influyentes hombres de negocios judíos, como Morgenthau, manifestó Kleist, lo cual, junto con la fórmula de rendición incondicional, era lo que intensificaba el antisemitismo de los alemanes. El resultado era que todo el judaísmo resultaría aniquilado, junto con Europa, quedando el continente en manos de los bolcheviques.
– Si la salvación del judaísmo sirve para salvar a Europa -prosiguió diciendo Kleist-, en tal caso el «trato» bien vale que arriesgue mi propia vida.
– Tiene usted que hablar con Ívar Olson -declaró Storch-. Es un diplomático norteamericano de la embajada de Estocolmo, que desempeña el cargo de consejero personal del presidente Roosevelt para el Comité de Refugiados de Guerra del Norte y el Oeste de Europa. Mantiene contactos directos con el presidente.
Pocos días después Storch, visiblemente excitado, dijo a Kleist que el presidente Roosevelt deseaba redimir la vida del millón y medio de judíos que había en los campos de concentración, por procedimientos «políticos». Eso era justamente lo que deseaba Kleist, una solución política a la guerra, y la noticia le llenó de un gozo tal que repitió exactamente las palabras de Storch al conde Folke Bernadotte, vicepresidente de la Cruz Roja sueca. Sin embargo, Bernadotte compuso un gesto de incredulidad. Luego Kleist relató el caso al doctor Werner Best, el comisionado nazi en Dinamarca, que al igual que Kleist pertenecía a las SS. A diferencia de Bernadotte, Best pareció impresionado, y sugirió a Kleist que sometiese el delicado asunto al ayudante de Hitler, Kaltenbrunner.
Kleist se entrevistó con Kaltenbrunner, y le informó que Storch prometía «una solución política a la guerra», a cambio de la vida de millón y medio de judíos. Kaltenbrunner estaba al corriente de la relación de Storch con el Congreso Judío Mundial, y comenzó a pasear de uno a otro lado de la estancia. Repentinamente se detuvo, y dijo con su fuerte acento austríaco:
– ¿Sabe usted dónde ha metido la nariz? Tendré que informar de esto al reichsführer inmediatamente. No sé lo que decidirá acerca del asunto… y acerca de usted.
Kleist quedó detenido en su domicilio, para evitar que hablase con Ribbentrop.
– No salga más allá de la puerta de su jardín, hasta que todo esto quede aclarado -le advirtió Kaltenbrunner.
Pocos días más tarde Kaltenbrunner mandó llamar a Kleist y le estrechó la mano afablemente.
– El reichsführer desea aprovechar esta oportunidad que ofrecen los suecos -manifestó, añadiendo ante la sorpresa de Kleist-: No tenemos un millón y medio de judíos en nuestro poder, sino dos millones y medio.
Hubo una segunda sorpresa: el mismo Kleist debería trasladarse a Estocolmo para iniciar las negociaciones, y en prueba de buena fe llevaría con él dos mil judíos a Suecia.
No bien hubo regresado Kleist a su casa, cuando le llamaron de nuevo a la sede de la Policía. Esta vez Kaltenbrunner lo miró con fiereza y dijo:
– El caso de los judíos ha terminado para usted. No me pregunte por qué. Usted no ha tenido nada que ver con esto, ni tendrá que ver con ello en el futuro. Es algo que no le concierne desde ahora. ¡Eso es todo!
Kaltenbrunner no se molestó en explicar la razón del repentino cambio provocado por Schellenberg al hablar con Himmler de enviar a Kersten para que llevara a cabo las negociaciones, ¿Para qué compartir aquello con Ribbentrop?
Así pues, Kersten se trasladó a Suecia a fin de iniciar conversaciones con Christian Günther, el ministro sueco de Asuntos Exteriores, para tratar de la libertad de los prisioneros escandinavos que se hallaban en los campos de concentración. Himmler dijo que si ese paso inicial salía bien, Kersten podría negociar directamente con Storch
La entrevista con Günther tuvo tal éxito que se acordó la ida de Bernadotte a Berlín, para establecer los acuerdos finales personalmente con Himmler.
Ribbentrop no supo nada de estos acontecimientos hasta que el embajador sueco en Berlín envió inocentemente un mensaje oficial a Himmler, solicitando que concediese una entrevista a Bernadotte. Como era un asunto oficial, la petición se hacía a través del ministerio de Asuntos Exteriores. De este modo, Ribbentrop supo por primera vez que su rival estaba llevando a cabo negociaciones en Suecia, a espaldas suyas.
Temió Himmler que Ribbentrop expusiera lo que sucedía al Führer. Al borde del pánico, Himmler llamó por teléfono a Kaltenbrunner y le rogó que contase al Führer confidencialmente lo de la visita de Bernadotte a Berlín, y observase al mismo tiempo sus reacciones Para mayor seguridad, Himmler telefoneó asimismo al general Fegelein, cuñado de Eva Braun, pidiéndole que «sondease» a Hitler acerca del mismo asunto.
Al día siguiente, 17 de febrero, Fegelein llamó a Himmler para decirle que el Führer había hecho este comentario:
– En una guerra total no es posible llevar a cabo absurdos como esos.
Himmler quedó perplejo. Temía seguir adelante, pero se daba cuenta de que era una oportunidad que tenía de mostrar al mundo sus sentimientos humanitarios. Sin embargo, ganó el miedo, y decidió no realizar ninguna conversación con Bernadotte. Cuando Schellenberg le habló por teléfono para decirle que el conde acababa de llegar de Suecia, Himmler manifestó que estaba «demasiado ocupado» con la contraofensiva del Grupo de Ejército Vístula, para poder ver a nadie. Schellenberg, sin embargo, insistió en las grandes ventajas que tal entrevista podría proporcionar al reichsführer. Himmler rara vez se resistía al don persuasivo de Schellenberg, y esa ocasión tampoco fue diferente. Así pues, accedió a ver a Bernadotte, pero con una condición: Schellenberg se las arreglaría para que Bernadotte viese primero a Ribbentrop, a fin de que éste no le acusase ante Hitler.
Schellenberg hizo correr el rumor de que las perspectivas de la entrevista Bernadotte-Himmler eran tan halagüeñas que el reichsführer estaría en condiciones de hacer lo que nadie podía llevar a cabo: salvar a Alemania del desastre.
La artimaña dio resultado, y al día siguiente, 18 de febrero, Ribbentrop mandó llamar a Kleist.
– El conde Bernadotte está en la ciudad para ver a Himmler -declaró en son de reproche, y dijo que quería hablar con el sueco lo más pronto posible.
En la legación sueca, Kleist halló a Bernardotte cuando éste se disponía a salir. El conde le prometió que vería a Ribbentrop. Pero antes tenía una cita con Kaltenbrunner y Schellenberg. Himmler seguía esperando lo que iba a hacer Ribbentrop, antes de comprometerse personalmente.
Bernadotte fue conducido hasta la lujosa mansión de Kaltenbrunner, la cual se hallaba situada en los alrededores de Berlín. El conde, que era sobrino del rey Gustavo V, era un hombre a la vez elegante, sencillo e ingenuo. Llevaba con gallardía su peculiar uniforme de la Cruz Roja, y usaba un bastón con la misma soltura que si hubiese nacido con él. Sin embargo, una de sus fotografías favoritas era aquella en que aparecía apoyándose agotado contra un árbol, vestido con pantalones cortos de boy scout. Y es que, según algunos amigos, su esposa, la norteamericana Estelle Manville, le había enseñado a reírse de sí mismo.
Bernadotte se hallaba especialmente calificado para desempeñar la misión que le llevaba a Alemania. Si bien no era un intelectual, poseía una cualidad de enorme valor: un gran sentido común. En las negociaciones nunca se daba por vencido. Era capaz de discutir horas y horas sin perder su buen humor, y si las cosas se ponían algo serias, comenzaba a contar chistes. Pero tal vez su mayor virtud residía en sus deseos de ayudar a los desafortunados, y en la firme creencia de que la mayoría de los hombres tenían un buen fondo, y podía persuadírseles para que obraran correctamente.
Con fría cortesía, Kaltenbrunner ofreció a su invitado cigarrillos Chesterfield y una copa de Dubonnet. Al tiempo que aceptaba lo que le ofrecían, Bernadotte pensó que aquello era parte del botín obtenido en territorio francés. Kaltenbrunner escrutó entonces a Bernadotte con ojos inquisitivos, y le preguntó el motivo por el cual deseaba ver a Himmler. Una entrevista en tal ocasión resultaría muy difícil de concertar, e inquirió si no podía transmitirle él el mensaje del conde. Sin esperar la respuesta, Kaltenbrunner preguntó, mientras encendía otro cigarrillo con sus dedos manchados de nicotina:
– ¿Actúa usted siguiendo instrucciones oficiales?
Bernadotte, que deseaba tratar directamente con Himmler, decidió confiarle lo menos posible:
– No, pero puedo asegurarle que no sólo el Gobierno sueco, sino también la totalidad del pueblo de mi país, comparten la opinión que acabo de expresar.
Kaltenbrunner manifestó que deploraba la situación, lo mismo que Himmler, el cual estaba deseando establecer buenas relaciones entre los dos países, pero que algunas medidas rigurosas, como la de detener a rehenes, eran necesarias para combatir los actos de sabotaje.
– Sería una gran desgracia para Alemania -dijo Schellenberg, que se hallaba presente en la entrevista- si Suecia se viera arrastrada a la guerra contra su voluntad.
Bernadotte observó inmediatamente los corteses modales del jefe de espías, el cual le pareció más inglés que alemán. Aquél era un hombre de gran prestigio en los medios internacionales, y sus motivos se hallaban fuera de toda sospecha. Con él como intermediario, Suecia, que tenía especial interés en la pacificación del norte de Europa, seguramente podría lograr una paz para Occidente. Era una posibilidad interesante.
Kaltenbrunner preguntó a Bernadotte si podía hacerle alguna proposición en concreto. El conde propuso que se permitiera a la Cruz Roja Sueca actuar en los campos de concentración alemanes. Bernadotte quedó sorprendido cuando Kaltenbrunner no sólo asintió en señal de aprobación, sino que dijo hallarse de acuerdo con que Bernadotte viese personalmente al reichsführer. Una hora más tarde, el conde estaba hablando con Ribbentrop en el Ministerio de Asuntos Exteriores, o más bien estaba escuchando, ya que desde el momento en que tomó asiento junto al alegre fuego que ardía en la chimenea, el ministro alemán no había hecho más que monologar. Sintiendo curiosidad por ver lo que iba a durar aquello, Bernadotte pulsó disimuladamente el botón de su cronógrafo.
Comenzó Ribbentrop con una disertación acerca de la diferencia que había entre el Nacional Socialismo y la doctrina bolchevique, y pronosticó que si Alemania perdía la guerra, los bombarderos rusos volarían sobre Estocolmo antes de seis meses, y tras la invasión, los Rojos asesinarían a la familia real, incluyendo al conde. Saltó Ribbentrop de un tema a otro, sin detenerse un momento exponiendo trivialidades contenidas en la ideología nazi, como si fuera un viejo gramófono, según la impresión de Bernadotte. Por fin, Ribbentrop declaró que el hombre que más había trabajado en favor de la humanidad era «¡Adolf Hitler, sin duda alguna, Adolf Hitler!». Luego Ribbentrop guardó silencio, y el conde pulsó de nuevo su cronógrafo: habían transcurrido sesenta y siete minutos.
Al día siguiente, 19 de febrero, Schellenberg llevó en su automóvil a Bernadotte hasta el sanatorio del doctor Gebhard. Los constantes ataques aéreos de los aliados hacían que el viaje resultase peligroso, especialmente para el conde, el cual padecía de hemofilia, y la menor herida podía resultarle fatal. Por el camino, Schellenberg manifestó con inesperada franqueza que Kaltenbrunner no era de fiar, y que Himmler era un hombre débil, al que convencían los argumentos del último que hablaba con él.
En Hohmenlychen el conde fue presentado en primer lugar al doctor Gebhardt, el cual hizo notar sombríamente que en su establecimiento se albergaban ochenta niños refugiados, procedentes del Este, que habían sufrido amputaciones a causa de la congelación de miembros o de las heridas de balas. Bernadotte sospechó que aquella introducción estaba prevista para atraer sus simpatías. Luego Schellenberg le presentó a un hombrecillo que vestía el verde uniforme de las SS, sin condecoración alguna. Un hombre de manos pequeñas y cuidadosamente manicuradas: Era Himmler. Bernadotte le encontró extremadamente afable, y observó que bromeaba, incluso, cuando la conversación decaía. No había nada de diabólico en su apariencia. Por el contrario, parecía un hombre vivaz, que se ponía sentimental cada vez que mencionaban el nombre del Führer.
También otros escandinavos habían quedado asombrados ante las contradicciones del carácter de Himmler. El profesor Didrik Seip, por ejemplo, rector de la Universidad de Oslo y acendrado patriota noruego, había dicho poco antes a Bernadotte que Himmler le parecía «un idealista de tipo especial, con un afecto particular hacia los países escandinavos».
– ¿No cree que carece de lógica el que Alemania siga en la guerra, puesto que no tiene posibilidades de ganar?-preguntó Bernadotte a Himmler.
– Todo alemán luchará como un león, antes de entregarse -contestó Himmler-. La situación militar es grave, muy grave, pero no desesperada. No hay riesgo de un avance inmediato de los rusos en el frente del Oder.
Bernadotte manifestó que lo que más indignación causaba en Suecia era el fusilamiento de rehenes y la muerte de seres inocentes. Al negar Himmler esto último, Bernadotte dio ejemplos concretos. Himmler dijo acaloradamente que el conde se hallaba mal informado, y preguntó si tenía que hacerle alguna proposición determinada.
– ¿Podría usted sugerir algo que contribuyese a mejorar la situación?-inquirió Bernadotte.
Tras vacilar unos instantes, el reichsführer contestó:
– No puedo sugerir nada.
Bernadotte propuso entonces que Himmler liberase a los noruegos y daneses que se hallaban en los campos de concentración alemanes, para que quedasen bajo la custodia de Suecia. Esta modesta petición provocó en Himmler un torbellino de acusaciones contra los suecos, que para Bernadotte resultaban totalmente infundadas, y que probablemente habían sido inspiradas por uno de los repentinos accesos de miedo de Himmler.
– Si accediera a su propuesta -dijo éste, parpadeando nerviosamente-, los periódicos suecos no tardarían en anunciar con grandes titulares que el criminal de guerra Himmler, aterrado por sus crímenes, estaba tratando de comprar su libertad.
No obstante, dijo que podría hacerse lo que Bernadotte sugería, si Suecia y los aliados aseguraban que cesarían los actos de sabotaje en Noruega.
– Eso es imposible -contestó el conde, cambiando luego de tema-. La Cruz Roja sueca tiene gran interés en obtener su permiso para actuar en los campos de concentración, especialmente en los que se hallan internados noruegos y daneses.
– Creo que esa será muy útil, y no veo ninguna razón por la que deba negársele el permiso -manifestó Himmler. El conde se iba ya acostumbrando a los repentinos cambios de Himmler, y entonces le pidió algunas concesiones, también de menor cuantía, que le fueron rápidamente concedidas. Alentado por la marcha de la entrevista, Bernadotte preguntó si las mujeres suecas casadas con alemanes podrían regresar a su país.
– No soy partidario de enviar niños alemanes a Suecia -repuso Himmler, frunciendo el ceño-. Allí se les educaría odiando a su patria, y sus compañeros de juego les escupirían porque sus padres eran alemanes.
Bernadotte hizo notar que esos padres se sentirían sumamente aliviados al saber que sus hijos estaban a salvo.
– Sus padres preferirían sin duda verlos crecer en una choza, antes de saberlos refugiados en un castillo de un país tan hostil para Alemania como es Suecia -contestó Himmler, pese a lo cual dijo que haría lo que pudiese.
El conde le había llevado hasta el límite, y el talante de Himmler había cambiado.
– Puede usted considerarlo sentimental, incluso absurdo, pero he jurado lealtad a Adolf Hitler, y como soldado y como alemán no puedo echarme atrás en mi juramento. Por tal motivo, no puedo hacer nada para oponerme a los planes y deseos del Führer.
Sólo un momento antes, Himmler había hecho concesiones que hubieran enfurecido a Hitler, pero ahora comenzaba a cambiar, y se puso a citar las palabras de su Führer acerca de la «amenaza bolchevique», para luego profetizar el fin de Europa si el frente oriental se hundía.
– Sin embargo, Alemania fue aliada de Rusia durante una parte de la guerra -dijo el conde-. ¿Cómo se conjuga esto con lo que acaba de decir?
– Pensé que me diría eso mismo -replicó Himmler y admitió que la alianza había sido un error. Luego comenzó a hablar con nostalgia de su juventud en el sur de Alemania, donde su padre había sido tutor de un príncipe bávaro. También se refirió a sus propios servicios en la Primera Guerra Mundial, como sargento mayor, y a su afiliación al Partido Nacional Socialista, a poco de haber sido fundado éste.
– ¡Esos eran días gloriosos! -exclamó Himmler-. Los miembros del movimiento estábamos en constante peligro de muerte, pero no teníamos miedo, pues Adolf Hitler nos guiaba y nos mantenía a todos unidos. ¡Fueron los años más maravillosos de mi vida! Entonces luchaba por lo que consideraba el renacimiento de Alemania.
Bernadotte habló luego con cautela acerca del trato que se daba a los judíos.
– ¿No le parece que entre ellos hay personas decentes, como las hay en todas las razas?-inquirió el conde-. Yo mismo tengo muchos amigos judíos.
– Tiene razón, en cierto modo -contestó Himmler-, pero es que en Suecia no tienen ustedes un problema judío, y por consiguiente no pueden comprender el punto de vista de los alemanes
Al terminar la conferencia, que había durado dos horas y media, Himmler prometió dar respuestas definidas a todas las peticiones de Bernadotte, antes de que éste regresase a Suecia. Por su parte, el conde obsequió a Himmler con un tamborcillo escandinavo del siglo XVII pues sabía el interés que éste sentía por el folklore de tales países.
Himmler afirmó hallarse «profundamente agradecido», y preguntó a Schellenberg si había elegido un buen chófer para el conde. Schellenberg dijo haberle asignado el mejor hombre disponible, y Himmler hizo un gesto significativo.
– Está bien -declaró-. De otro modo, los periódicos suecos anunciarían con grandes titulares: EL CRIMINAL DE GUERRA HIMMLER ASESINA AL CONDE BERNADOTTE.
De vuelta en Berlín, Schellenberg informó a Kaltenbrunner acerca de la entrevista. El jefe del RSHA le acusó de «ejercer una nociva influencia sobre el reichsfürer», y el SS gruppenführer (general de división) Heinrich Müller, jefe de la Gestapo, gruñó que «siempre sucedía lo mismo, cuando los señores que se consideraban a sí mismos como caballeros, atraían a Himmler a alguna de sus ideas».
Bernadotte regresó al despacho de Ribbentrop. El ministro de Asuntos Exteriores parecía tener mayor interés en ayudar al conde que en la entrevista anterior, pero su avasallador buen humor no hizo más que irritar a Bernadotte, el cual se despidió cortésmente en cuanto pudo.
A continuación, Ribbentrop llamó al doctor Kleist, y le dijo que se sentase en el sillón que acababa de ocupar Bernadotte, cerca de la chimenea.
– ¿Quién es en realidad Bernadotte?-inquirió Ribbentrop-. ¿Quién le respalda?¿Qué es lo que desea, en verdad, además de salvar a los escandinavos?
Kleist descubrió entre el tapizado del sillón una gran billetera de cuero, atestada de papeles. Al ir a recogerla, cayó de su interior un pasaporte.
– ¿Qué es esto?-inquirió Ribbentrop.
– El billetero de su última visita -manifestó Kleist, creyendo que Ribbentrop examinaría los documentos que había en el interior de la cartera. Pero Ribbentrop se limitó a colocarla dentro de un gran sobre, y dijo:
– Por favor, devuelva esto a Bernadotte, estoy seguro de que lo echará de menos.
Kleist quedó impresionado. Le pareció «un gesto de caballerosidad, entre la corrupción de la guerra total.»
Mientras Himmler celebraba conversaciones que esperaba diesen por resultado una paz favorable, su grupo de ejército se estaba desintegrando. Steiner se había visto forzado a retirar sus tropas hasta el punto de partida, y el ataque principal del Tercer Ejército Panzer -sin Wenck, para supervisar la operación- no hacía progreso alguno. El desastre total en el Este parecía tan inminente, que otros alemanes prominentes, además de Himmler y Ribbentrop, comenzaron a pensar que la única esperanza para salvar a la Patria residía en la diplomacia, es decir, en una rendición incondicional.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> El papel principal de Himmler fue el de Reichsführer de las SS (jefe nacional de los Camisas Negras). Las SS (Schutzstaffel) fueron organizadas inicialmente por Hitler como un cuerpo selecto de guardia personal de unos doscientos ochenta hombres, que juraban absoluta obediencia al Führer. Utilizando ese pequeño grupo como núcleo inicial, Himmler convirtió a los Camisas Negras en una organización amplia y eficiente, dedicada por completo al cuidado del Führer. Sus miembros se elegían escrupulosamente de acuerdo con la eugenesia nacional-socialista, pero los miembros podían ser, además de alemanes, arios de otros países.Las SS comprendían cierto número de secciones, cada una de ellas con una función específica y distinta:lª Allgemeine SS. Estrictamente civil. La mayor parte de los diplomáticos, altos funcionarios del Estado, industriales, abogados, médicos, etc., tenían cargos importantes en el Allgemeine SS.2ª RSHA (Reichssicherheitshauptamt, Oficina Nacional Central de Seguridad). Civil y paramilitar. De sus siete departamentos, los más importantes eran: La Sección III, el SD (Sicherheitsdienst, Servicio de Seguridad para el interior de Alemania); la Sección IV, la Gestapo (Policía de Seguridad del Estado); la Sección V (Policía Criminal); y la Sección VI (Servicio de Inteligencia Extranjera). Reinhard Heydrich, que fue jefe del RSHA hasta su asesinato, ocurrido en Checoslovaquia en 1941, fue sustituido por el doctor Ernst Kaltenbrunner, después de permanecer vacante el puesto durante un año.3ª Waffen SS. Estrictamente militar. Algunas de las divisiones selectas de este cuerpo estaban integradas por voluntarios de Bélgica, Francia, Holanda, Noruega, Lituania, Dinamarca, Suecia, Hungría, Rumania, los cuales se habían reunido anteriormente para luchar contra el comunismo.4ª Totenkopfverbände. Paramilitar. Guardias de campos de concentración. En el momento al que se alude, la mayoría de sus componentes eran soldados de edad o heridos, que no podían luchar en el frente. En 1940, los más jóvenes y sanos integraron una unidad selecta para luchar en primera línea, la Totenkopf División, que pasó de este modo a formar parte de la Waffen SS.
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Se calcula que unos cinco millones de alemanes abandonaron sus hogares y fueron empujados hacia el Oeste por la gigantesca ofensiva soviética. Los detalles sobre lo expuesto arriba, así como en relación con el tratamiento que el Ejército Rojo dio a los civiles alemanes, provienen sobre todo del Bundesarchiv de Coblenza. De todos modos no se dieron cifras definitivas, ya que el Statistisches Bundesamt, de Wiesbaden (oficina oficial de estadísticas), no pudo determinar la suerte corrida por 1.390.000 refugiados. Hasta que pueda resolverse la incógnita debe considerarse a los desaparecidos como muertos.
<a l:href="#_ftnref3">[3]</a> El Gobierno soviético da una cifra de cuatro millones, pero Gerald Reitlinger, en su estudio The Final Solution, estima que unos seiscientos mil desaparecieron en los hornos de cremación de Auschwitz, y otros trescientos mil perecieron de hambre, por enfermedad o fueron fusilados. En una declaración escrita, Rudolf Hess manifestó que dos millones y medio de prisioneros fueron asesinados, y otro medio millón murió de hambre y por enfermedades. Pero más tarde, cuando se le juzgaba en Varsovia, rectificó la cifra total y afirmó que eran 1.135.000 las víctimas.
<a l:href="#_ftnref4">[4]</a> Varios meses después del atentado, el doctor Erwin Giesing, otorrinolaringólogo que había sido llamado para que examinase a Hitler, descubrió que Morell había estado aliviando los dolores crónicos que padeció el Führer en los dos últimos años, con las "píldoras antigás del doctor Koester", que contenían estricnina y belladona. Las píldoras se suministraban al Führer cuando éste las pedía a su criado, Heinz Linge, el cual las recibía en grandes cantidades. Giesing informó de esto al doctor Karl Brandt, cirujano principal de Hitler, quien informó al Führer que estaba intoxicándose poco a poco. El pago que recibió Brandt fue su destitución inmediata. No hay duda de que el consumo masivo de estas píldoras contribuyó en gran parte a empeorar el estado de salud de Hitler en 1945.
<a l:href="#_ftnref5">[5]</a> Una carta similar fue escrita en 1939, para ser entregada por un mensajero especial en caso de que ocurriese su muerte:Mi reichsführer:Puesto que no sé si podré hablar con usted antes de que ocurra mi muerte, voy a hacerlo de esta manera.Aprovecho la ocasión para agradecerle por última vez toda la amistad y el aliento que siempre me ha proporcionado. Usted personifica -no sólo para mí, sino para todo el Schutztaffel- cuanto hay de bueno, hermoso y varonil, y por lo que vale la pena luchar. Todo lo que hoy somos se lo debemos a usted y al Führer.De poder formular mi último deseo, éste sería que en mi próxima estancia en la Tierra me fuese permitido comenzar de nuevo a su lado, para luchar por nuestra Alemania.Expreso mis mejores deseos para usted y el Schutzstaffel, y ojalá que podamos llegar a alcanzar nuestros ideales. En compañía de los buenos espíritus estaré cuidando de usted desde las alturas del Valhalla.¡Heil Hitler!Su fiel y devoto," Wolffchen".
<a l:href="#_ftnref6">[6]</a> Que fue apodado posteriormente "La vaca sagrada", por Bernard Baruch
<a l:href="#_ftnref7">[7]</a> Más tarde se creyó que Hiss, como espía soviético, habla persuadido a Roosevelt para que hiciese concesiones a Stalin en Yalta. Pero no hay evidencia alguna de que diese tales consejos al Presidente o a sus ayudantes.
<a l:href="#_ftnref8">[8]</a> Las conversaciones privadas de Hitler desde febrero de 1945 hasta abril del mismo año, fueron transcritas fielmente por Bormann a petición del propio Führer, con el fin de que pudiesen conservarse para la posteridad. El 17 de abril de 1945, Hitler confió los documentos titulados Bormann-Vermerke (las notas de Bormann) a un funcionario del partido, que recibió la orden de esconderlas en sitio seguro. Estos notables escritos, cada uno de los cuales está refrendado con la firma de Bormann, no fueron publicados hasta 1959, en que aparecieron bajo el título de El testamento político de Adolf Hitler; los documentos de Hitler-Bormann.
<a l:href="#_ftnref9">[9]</a> Según Robert Kropp, mayordomo de Goering desde 1933, la mayor extravagancia y dispendio en materia de vestir, de que hacía gala el reichsmarschall, residía sobre todo en su gran surtido de batas de noche, que coleccionaba como algunas personas coleccionan sellos de correo. Eran prendas voluminosas, diseñadas por él mismo, bien de terciopelo o de brocado azul, verde o rojo. Una de ellas aparecía cubierta de jeroglíficos egipcios. Para cada bata tenía unas zapatillas de cuero haciendo juego. y también usaba un cinturón del que pendía una antigua daga germánica.Para Kropp, Goering era un buen padre de familia, que pasaba mucho tiempo jugando con sus sobrinos, casi siempre con el gran tren eléctrico en miniatura que había en el bunker de Karinhall. Kropp aún se lamenta de las fantásticas historias que se contaban acerca de su amo, acusándole de ser adicto a las drogas y de dar grandes bacanales. Cierto es que después de la Primera Guerra Mundial Goering fue morfinómano durante un tiempo, pero recibió asistencia médica en Suecia y se curó. Por otra parte, bebía muy poco, y su mayor vicio eran las golosinas. Goering no se maquillaba, ni se hacía rizar el pelo, como decían algunas personas; tenía la tez sonrosada y el pelo ondulado naturalmente. Y de haber habido alguna de las orgías de que se rumoreaba, manifestó Kropp, él no hubiera dejado de enterarse.Kropp no es el único que afirma estos hechos. Muchos de los que estuvieron en Berchtesgaden, aún recuerdan a Goering como un personaje jovial. Por el contrario, casi todos detestaban a Bormann. Para ellos, el reichsmarschall era un hombre afectuoso, y los que trabajaban con él solían llamarle Vati ("papi").
<a l:href="#_ftnref10">[10]</a> En 1938 Goebbels se habría divorciado de su esposa para casarse con la actriz checa Lida Baarova, si Hitler no se hubiese mostrado opuesto a la boda.
<a l:href="#_ftnref11">[11]</a> En octubre de 1943, los ministros de Asuntos Exteriores de Estados Unidos, Inglaterra y Rusia se reunieron en Moscú, y una de las decisiones que tomaron fue la de establecer una comisión fija de peritos diplomáticos, con sede en Londres, a fin de que estudiasen los problemas que pudieran surgir después de la derrota de Alemania.
<a l:href="#_ftnref12">[12]</a> Todas las notas, cartas y mensajes, se reproducen exactamente como fueron escritos.
<a l:href="#_ftnref13">[13]</a> Mikhailovich siguió luchando contra Tito hasta el fin. Por último fue capturado por los partisanos, y tras de juzgarle le ejecutaron.
<a l:href="#_ftnref13">[14]</a> MacLean obtuvo estos informes de fuentes yugoslavas, y cree que los rusos sólo pidieron que se mantuviese el secreto, a fin de acabar con las buenas relaciones existentes entre Tito y Churchill. Si esto era lo que se proponían, consiguieron su objeto plenamente. Churchill se mostró sumamente afectado por la marcha secreta de Tito, y en un indignado mensaje por radio a Hopkins, calificó el proceder de Tito de "comportamiento desafortunado".
<a l:href="#_ftnref15">[15]</a> Recientemente Harris comentó: "En un principio, "Trueno" fue proyectada para ser llevada a cabo de día, sobre Berlín, por los bombarderos británicos y americanos, al mismo tiempo. Pero en el último momento Doolittle dijo que Estados Unidos no podrían proporcionarnos los necesarios cazas de gran radio de acción, y yo me negué a actuar sobre Berlín, a la luz del día, sin ellos."
<a l:href="#_ftnref16">[16]</a> Fue una fiesta de Cuaresma improvisada, pues no se celebraba oficialmente el Fasching desde 1939.
<a l:href="#_ftnref17">[17]</a> La Fuerza Aérea de Estados Unidos calcula el número de muertos en veinticinco o treinta mil. En The Destruction of Dresden, David Irving hace ascender las víctimas a ciento treinta y cinco mil. Parece que las cifras de Irving se ajustan más a la realidad.
<a l:href="#_ftnref18">[18]</a> El bombardeo de Dresde no sólo fue criticado por los alemanes y los neutrales, sino también por los mismos Aliados. Tres días después de las incursiones, C. M. Grierson, comodoro de la R.A.F., declaró a los periodistas en una conferencia del Alto Mando Aliado en París, que la Aviación proyectaba bombardear grandes centros de población en una tentativa de destruir la economía alemana. Grierson se refirió a las acusaciones alemanas de "bombardeos terroristas", y en la mañana siguiente, el despacho de la Associated Press que reseñaba esta frase, fue divulgado ampliamente por Estados Unidos:"Los jefes aliados de la Aviación han tomado la decisión largamente esperada de adoptar los bombardeos terroristas de los grandes centros alemanes de población, como implacable expediente para acelerar la caída de Hitler…"Esta noticia provocó en Gran Bretaña una controversia que alcanzó su punto culminante dos semanas después, cuando en la Cámara de los Comunes, Richard Stokes denunció el bombardeo planificado de las grandes ciudades. Citó entonces una reciente noticia del Manchester Guardian:"¿Qué ocurrió en la noche del 13 de febrero? Había un millón de personas en Dresde, incluidos los seiscientos mil evacuados del Este. El violento fuego que se extendió irresistiblemente por las estrechas calles provocó la muerte de gran número de personas por falta de oxígeno."Stokes hizo notar sarcásticamente a continuación: "Cuando oigo hablar al ministro [el secretario de Estado para la Aviación, sir Archibald Sinclair] del "incremento de la destrucción", no puedo menos que pensar: ¡Qué magnífica expresión para un ministro del Gobierno, en esta etapa de la guerra!" Stokes se refería a continuación al Informe de la A. P. basado en la conferencia de Prensa de Grierson, y se preguntaba si los "bombardeos terroristas" serían desde ese momento la política habitual del Gobierno.Estas frases provocaron gran impresión en la conciencia de los occidentales, al punto que Churchill se sintió impulsado a escribir una nota al general Hastings Ismay y al jefe del Estado Mayor del Aire, sir Charles Portal:"Creo que ha llegado el momento en que debe revisarse el asunto de bombardear las ciudades alemanas sólo con el fin de provocar el terror, aunque se esgriman otros pretextos. De lo contrario, entraremos en posesión de un país totalmente arruinado. La destrucción de Dresde constituye un serio interrogante en cuanto a la conducta de los Aliados, en su operaciones de bombardeo. Opino que los objetivos militares deben ser estudiados con mayor atención, en nuestro propio interés, más que en interés del enemigo."El secretario de Asuntos Exteriores me ha hablado de este tema, y considero que es necesario actuar más sobre los objetivos militares, tales como los depósitos de combustible y los medios de comunicación en la retaguardia, en lugar de realizar simples actos de terrorismo y de destrucción desenfrenada, por muy impresionantes que resulten."Según parece, Churchill olvidaba que había sido él quien motivó la incursión contra Dresde, con su irónica y violenta nota a Sinclair. Una vez que Portal hubo leído la anterior nota del Primer Ministro, le recordó que no podía culparse al Comando de Bombardeo por ejecutar con fidelidad las consignas del Gobierno.Churchill retiró el comunicado y redactó otro, cambiando el término "bombardeo terrorista" por "zona de bombardeo", y sin hacer alusión a Dresde, hizo notar con muy buen criterio: "Debemos procurar que los ataques no nos perjudiquen más a nosotros, a la larga, que al esfuerzo bélico actual del enemigo."