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CUARTA PARTE. Victoria sin alas

Capítulo primero. «Buena caza»

1

Con la reunión de las fuerzas americanas y rusas, el Reich quedé dividido en dos partes. La parte sur, bajo el mando del feldmarschall Kesselring, comprendía el sudeste de Alemania, media Checoslovaquia, la mayor parte de Austria, el extremo occidental de Yugoslavia y el norte de Italia. El Frente Oriental de Kesselring resistía admirablemente desde Dresde hasta el mar Adriático, pero el sector occidental estaba a punto de derrumbarse.

La mitad norte de Alemania estaba aún en situación más precaria. Hitler la había colocado bajo el mando del comandante en jefe de la Armada, grossadmiral Karl Doenitz. También comprendía una extensa zona: Noruega, Dinamarca, la mitad de Prusia y cierto número de Festungen en el Este. El mismo Berlín estaba a punto de convertirse en el último festung, ya que Konev y Zhukov no tardarían en rodear por completo a la antigua capital prusiana.

A las dos y media de la mañana del 26 de abril, Von Keitel envió el siguiente telegrama a Doenitz, el cual se hallaba en su cuartel general de Ploen, a unos ochenta kilómetros de Hamburgo:

«La batalla de Berlín debe convertirse en una lucha por los destinos de Alemania… Tiene usted que apoyar esta batalla… Tal apoyo deberá efectuarse por transporte aéreo sobre la misma ciudad, y por tierra y agua a los frentes cercanos a Berlín…»

Media hora más tarde Von Keitel envió a Schoerner, cuyas tropas estaban justamente al sur de donde los rusos y los americanos se habían reunido, el siguiente mensaje:

«El Grupo de Ejército Centro, tras haber afianzado su situación, deberá atacar hacia el Norte, entre Bautzen y Dresde, con el fin de ayudar a Berlín…»

Lo que Von Keitel pedía a ambos hombres era algo imposible, pero al amanecer se extendió por toda la ciudad el rumor de que Berlín no tardaría en quedar liberada, y hasta el práctico general Weidling escribió en su diario: «¡Es el día de la esperanza!»

Una y otra vez Krebs llamó a Weidling, siempre para darle «buenas noticias»: el ejército de Wenck estaba atacando para rescatar a Hitler; tres batallones fuertes y bien armados «acababan de llegar»; o bien Doenitz estaba enviando por avión los mejores efectivos desde los centros de instrucción de submarinos hasta la capital.

Pero el optimismo de Weidling se desvaneció cuando comenzó su ronda diaria de inspección. En la gran torre de control antiaéreo situada cerca del parque zoológico, el oberst (coronel) Hans-Oscar Woehlerman, el nuevo comandante de artillería de Berlín, dijo a Weidling que sólo podía comunicarse con sus secciones por el teléfono civil. Las paredes del despacho de Woehlerman estaban cubiertas con mapas detallados que indicaban el radio de acción y el máximo alcance de la artillería, pero resultaban inservibles porque el coronel no disponía de red de comunicaciones. Woehlerman dijo que le faltaba personal capacitado, y que el suministro de municiones comenzaba a flaquear. Raro era el día en que se entregaba por aire más de una granada por cañón.

Weidling halló un estado de ánimo semejante en casi todos los puestos de mando de la ciudad, y regresó a su propio cuartel general después de anochecer, exhausto y profundamente disgustado. Por unos prisioneros recientemente capturados se enteró de que le estaban atacando dos o tres ejércitos soviéticos de tanques, y al menos otros dos ejércitos de infantería. Llamó por teléfono a Krebs y le dijo que el enemigo acababa de efectuar profundas penetraciones en la ciudad por el este, el sudeste y el oeste. Ni siquiera esto logró desanimar a Krebs, quien pronosticó que Wenck rompería el frente en unas pocas horas. Cuando anocheció, Weidling salió a dar otra vuelta por Berlín. La Potsdamerplatz y la Leipzigstrasse se hallaban bajo tal fuego de artillería pesada que el polvo de los ladrillos pulverizados se levantaba en el aire como una pesada niebla. Las calles, sembradas de escombros y de enormes cráteres, estaban desiertas. El avance en automóvil se hacía tan difícil que el general salió del vehículo y echó a andar. Al aumentar la intensidad del fuego enemigo, Weidling descendió al U-bahn (el ferrocarril metropolitano) y avanzó por las vías hasta la siguiente estación, que estaba atestada de atemorizados civiles.

Con miedo o sin él, los berlineses aún tenían esperanzas. ¡Wenck iba a rescatarles! Su excitación se elevó manifiestamente cuando la radio fue dando una serie de noticias que evidenciaban su lento aunque constante avance.

Pero lo cierto era que sólo un Cuerpo, el XX, estaba atacando en dirección a la capital, y su limitada misión consistía en llegar a Potsdam para proporcionar a la guarnición de Berlín un pasillo por donde pudieran retirarse. El grueso de los efectivos de Wenck aún seguía atacando hacia el este, para salvar a las tropas de Busse.

– Una vez que hayamos hecho eso -dijo Wenck al coronel Reichhelm, su jefe de Estado Mayor-, retrocederemos hacia el Elba y volveremos nuestros ejércitos contra los norteamericanos. Esa será nuestra última misión.

Los ataques aéreos de los aviones norteamericanos e ingleses se habían interrumpido de improviso, y Wenck sintió interiormente la esperanza de que aquello significase que el Occidente estaba a punto de unirse a ellos en un ataque contra los bolcheviques.

Cerca de cincuenta kilómetros al este de Wenck, el Noveno Ejército de Busse, rodeado por el enemigo, avanzaba hacia el oeste lenta y trabajosamente, y sus exhaustos integrantes sólo se sentían espoleados por la responsabilidad que para ellos entrañaban los miles de fugitivos civiles que se amparaban en su centro, y por la esperanza de poder encontrarse pronto con Wenck.

Busse tampoco prestó atención alguna al despacho del Alto Mando, que le ordenaba unirse a Wenck en el ataque hacia Berlín. En esos momentos sus tropas constituían una enorme «bolsa» ambulante, y sería un verdadero milagro si llegaban siquiera a entrar en contacto con el ejército de Wenck. Por fortuna, Busse conocía bien el terreno boscoso del sur de Berlín, desde la época de su instrucción militar, y diestramente guió sus tropas a través de la espesura, al amparo de los bombardeos y los tanques enemigos.

Dentro de la «bolsa ambulante» de Busse se desplazaba una comunidad completa, integrada por hombres, mujeres, niños, caballos, carros, camiones, y enseres y provisiones de todas clases. Por raro que pueda parecer, no había pánico. Los civiles sabían que estaban rodeados, pero al menos se hallaban vivos; el tiempo era benigno, disponían de alimentos y tenían plena confianza en los militares que los defendían.

Entre los integrantes del grupo de Busse se hallaban los supervivientes de Francfort del Oder. Cuatro días antes, Biehler, que había sido ascendido recientemente a general, logró atravesar los efectivos soviéticos que le rodeaban, y treinta mil soldados heridos y civiles del Festung pudieron unirse al grueso del Noveno Ejército.

Durante dos días el general Von Greim estuvo tratando de llegar a la asediada Berlín para informar a Hitler. Por fin, a las seis de la tarde se sentó ante los mandos de un «Fiesler-Storch», y comenzó a recorrer la pista, maltratada por las bombas, del aeropuerto de Gatow. En el asiento trasero iba Hanna Reitsch, la conocida piloto de pruebas, que era tan partidaria del Nacional Socialismo como Greim. El pequeño aparato despegó al fin de la pista, y rozando casi la copa de los árboles, puso proa a la Cancillería, situada a unos veinticuatro kilómetros de distancia. Por encima, el cielo se veía cubierto de nubecillas producidas por los proyectiles antiaéreos al estallar. De pronto apareció un orificio en el suelo de la cabina, y Greim se desplomó sobre los mandos. Cuando el avión perdía altura, al quedar sin control, Hanna se echó por encima de Greim y se apoderó de los mandos. Consiguió a duras penas enderezar el «Storch», y aterrizó poco después en la gran avenida que corre a través de la Puerta de Brandeburgo. Detuvo un coche y ayudó a entrar en él a Greim, que sólo se hallaba herido.

La primera persona que saludó a Hanna al llegar al bunker fue una antigua amiga, Magda Goebbels, que le expresó su asombro y admiración porque alguien tuviera aún el valor y la fidelidad suficientes como para acudir junto al Führer, cuando todos desertaban de su lado.

Hanna se dirigió al dispensario, donde el propio médico de Hitler estaba atendiendo a Greim, cuyo pie izquierdo había recibido una profunda herida. Poco después se presentó el Führer, con un gesto de profunda gratitud pintado en el rostro.

– ¿Sabe por qué le he llamado?-preguntó a Greim.

– No, mi Führer.

– Porque Hermann Goering ha desertado; me ha traicionado y a nuestra patria. A mis espaldas ha establecido contacto con el enemigo, lo que demuestra lo solapado que es.

Hitler tenía las manos temblorosas y la cabeza algo ladeada. Mostró a Greim el telegrama de Goering, y afirmó:

– ¡Es un ultimátum, un ultimátum declarado! Mire por todo lo que tengo que pasar: no se respetan las promesas, ni el honor tiene valor alguno; no existe decepción ni traición que yo no haya tenido que sufrir, y por último, este golpe.

El Führer dejó de hablar, visiblemente abrumado. Miró a Greim con los ojos entrecerrados, y dijo en voz muy baja:

– En este momento le declaro sucesor de Goering, como Oberbefehlshaber de la Luftwaffe. En nombre del pueblo alemán, le estrecho la mano.

Tanto Greim como Hanna le rogaron que les permitiese quedarse en el bunker para compensar la deserción de Goering. Conmovido, Hitler les dijo que podían quedarse. Su decisión, manifestó el Führer, quedaría impresa en la historia de la Luftwaffe.

A últimas horas de la noche, Hitler mandó llamar a Hanna a sus habitaciones.

– Hanna -le dijo con voz casi inaudible-, usted figura entre los que van a morir conmigo. Cada uno de nosotros dispone de una ampolla como ésta.

Entregó entonces el Führer un par de ampollas a Hanna, una para ella y otra para Greim, y añadió:

– No quiero que ninguno de nosotros sea capturado por los rusos, ni que encuentren nuestros cuerpos. Cada uno debe ordenar lo oportuno de modo que su cuerpo quede irreconocible. Eva y yo vamos a hacer que nos quemen. Usted puede disponer el procedimiento que mejor le parezca.

Hanna prorrumpió en lágrimas, y dijo con voz suplicante:

– ¡Póngase a salvo, mi Führer, eso es lo que desean todos los alemanes!

Hitler movió negativamente la cabeza, y contestó:

– Como soldado, debo obedecer mi propio mando, defendiendo a Berlín hasta el fin.

Luego comenzó a pasear por la habitación, con paso vacilante y con las manos unidas a la espalda.

– Quedándome aquí -añadió- creí dar un ejemplo a las tropas de la patria, y pensé que acudirían al rescate de la ciudad. Pero, Hanna, aún tengo una esperanza -dijo volviéndose hacia ella, con el rostro sonriente-. El ejército de Wenck está avanzando desde el sur. Tiene que rechazar a los rusos lo suficiente para salvar a nuestro pueblo. ¡Luego iniciaremos la resistencia!

2

Al amanecer del día siguiente, 27 de abril, Berlín se hallaba totalmente rodeada, y los dos últimos aeropuertos -Gatow y Tempelhof- cayeron en poder de los soviéticos. Pero un aleteo de optimismo se esparció por todo el bunker cuando llegó un radiograma de Wenck anunciando que su XX Cuerpo había alcanzado Ferch, pocos kilómetros al sur de Potsdam.

Goebbels hizo proclamar inmediatamente por radio que Wenck había llegado al mismo Potsdam, y que pronto se hallaría en Berlín. Si Wenck lograba entrar en Berlín, ¿por qué no había de hacerlo Busse?

– La situación ha cambiado decisivamente a nuestro favor -se dijo a los berlineses-. Los americanos marchan hacia Berlín. El gran cambio de la guerra se aproxima. Hay que sostener a Berlín hasta que llegue el ejército de Wenck, sin que importe el precio.

El comunicado diario del Ejército, que también fue difundido por radio, divulgaba más detalles:

«El Cuartel General Supremo del Ejército anuncia:»En esta heroica batalla de Berlín, la lucha por la vida contra el bolchevismo se muestra, una vez más, abiertamente ante los ojos del mundo. Mientras la capital se defiende en una forma nunca antes conocida en la historia, nuestros tropas en el río Elba han cambiado la dirección del ataque y acuden en ayuda de los defensores de Berlín. Estas Divisiones procedentes del oeste hacen retroceder al enemigo con fuertes ataques, a lo largo de un extenso frente, y han llegado hasta Ferch.»

Wenck no podía creer que su situación fuese revelada de manera tan torpe.

– ¡Mañana no podremos dar un solo paso hacia delante! -manifestó a su jefe de Estado Mayor. Los rusos habían escuchado sin duda la misma emisión, y concentrarían sus efectivos sobre Ferch. Wenck dijo que aquello era casi una traición.

Después de la conferencia del mediodía, Hitler colgó una medalla del pecho de un muchacho de corta estatura que había volado un tanque soviético. El chico se volvió en silencio y se encaminó al pasillo, donde se acurrucó en el suelo, para quedarse dormido al momento. Los dos ayudantes de Krebs, Freytag von Loringhoven y Boldt, se sintieron tan impresionados por la escena, que comenzaron a lamentarse de lo insostenible de la situación. Bormann se les acercó y les colocó los brazos familiarmente alrededor de los hombros. Les dijo que aún quedaba alguna esperanza: Wenck estaba en camino y no tardaría en liberar a Berlín.

– Ustedes, que se han quedado aquí y han tenido fe en nuestro Führer, aún en las horas más oscuras -añadió Bormann-, serán investidos con la más alta jerarquía del Reich, cuando esta lucha termine victoriosamente, y recibirán grandes propiedades como recompensa a su fidelidad.

Los dos hombres miraron con gesto de incredulidad a Bormann, pues «jamás habían escuchado algo semejante». Como militares, siempre habían sido tratados con el mayor recelo por parte de Bormann y su gente.

Hanna Reitsch pasó la mayor parte del día en las habitaciones de Goebbels. Este parecía incapaz de olvidarse de la traición cometida por Goering.

– Ese bastardo siempre se hizo pasar por el más fiel partidario del Führer, y ahora no tiene valor de permanecer junto a él -manifestó Goebbels.

Le llamó luego incompetente, y afirmó que había destruido la patria con su estupidez, y que ahora pretendía mandar a la nación.

– Con esto, sólo demuestra que nunca ha sido uno de los nuestros, sino que su espíritu siempre fue débil y que era un traidor -agregó, al tiempo que se situaba detrás de una silla, y proclamaba desde allí, como si estuviera dirigiéndose a las multitudes, que los que se encontraban en el bunker estaban haciendo historia, y morían por la gloria del Reich, a fin de que el nombre de Alemania pudiese perdurar eternamente.

Hanna pensó que Goebbels se mostraba excesivamente teatral; en cuanto a su esposa, su actitud resultaba admirable. En presencia de los niños, siempre se mostraba alegre y animosa, y cuando creía que iba a perder el control de sí misma, abandonaba la habitación donde ellos estaban.

– Mi querida Hanna -le dijo-. Tienes que ayudarme a quitar la vida a los niños. Pertenecen al Tercer Reich y al Führer, y si estos dos dejan de existir, para ellos no habrá lugar en el mundo. Tienes que ayudarme. Mi mayor temor es que en el último momento me sienta demasiado débil.

Hanna contó a los niños los sucesos que le habían ocurrido como aviadora, y les enseñó canciones que luego ellos cantaban a «su tío, el Führer». Este les aseguraba que los rusos pronto serían vencidos, y que dentro de poco podrían volver a jugar en el jardín.

También hablaba Hanna con Eva Braun, a la que consideraba como una mujer superficial, que pasaba la mayor parte de su tiempo arreglándose las uñas, cambiándose de vestido y peinándose.

– Pobre Adolfo -decía Eva, una y otra vez-. Abandonado por todo el mundo, traicionado por todos. Es mejor que muriesen diez mil personas, antes de que él se perdiese para Alemania.

La conversación telefónica entre Churchill y Truman fue estrictamente secreta, pero algunos detalles se filtraron, y los periódicos anunciaron que «un grupo de altos dirigentes nazis, actuando a espaldas de Hitler, pero con el apoyo del Alto Mando Militar, ofrecían rendirse a Occidente».

El nombre de Himmler no se mencionó, y la fuente del informe tampoco fue revelada.

Por la noche, Weidling trató de hacer comprender a Hitler que Berlín se hallaba totalmente rodeada, y que el círculo defensivo se reducía rápidamente. Comenzó a hablar del sufrimiento de los civiles, pero Krebs le interrumpió iniciando su propio informe. El ayudante de Goebbels, doctor Naumann, fue llamado al teléfono e informó de la pretendida rendición al Occidente. Luego volvió al salón de conferencias y susurró algo a Hitler, el cual intercambió algunas palabras, rápidas y en voz baja, con Goebbels.

Retiróse Weidling, y en la antesala encontró a Bormann, Burgdorf, Axmann y Hewel, así como a los ayudantes militares del Führer y a dos secretarias, que charlaban despreocupadamente. Decepcionado por la conversación que había sostenido en la sala de conferencias, Weidling contó al grupo que estaba en la antesala todo lo que Krebs y Hitler se habían negado a oír. Dijo que la única esperanza que aún les quedaba era abandonar Berlín antes de que fuese demasiado tarde. Para romper el cerco, lo único que podía hacerse era llevar a cabo un ataque simultáneo desde el exterior, y la proximidad de Wenck en Postdam obligaba a efectuarlo dentro de las siguientes cuarenta y ocho horas. Todos se mostraron de acuerdo, incluso Bormann.

Esto animó a Weilding, que repitió su sugerencia a Krebs, en cuanto éste salió de la sala de conferencias. También él pareció comprender, y dijo que presentaría el plan al Führer en la noche siguiente.

A unos ochenta y cinco kilómetros de distancia, en el cuartel general de Wenck, un operador de radio estaba en esos momentos enviando el siguiente mensaje para Weidling: «El contraataque del 12.° Ejército se ha detenido al sur de Potsdam. Las tropas están dedicadas a una fuerte lucha defensiva. Sugiero que ataque hacia nosotros, Wenck.»

El operador esperó para que le confirmasen la recepción del mensaje, pero no se produjo respuesta alguna.

En el cuartel general que Doenitz tenía instalado en el norte de Alemania, el conde Schewerin von Krosigk escribió una larga nota en su diario, la cual en realidad era la nota necrológica del Nacional Socialismo. Su punto de vista era privado, desde luego, pero reflejaba las conclusiones de innumerables alemanes que anhelaban una solución para aquella guerra, que ya estaba perdida. La nota decía así:

«Es una lástima que un hombre con el talento, la autoridad y la popularidad de Goering no haya utilizado todas esas cualidades durante la guerra, en lugar de desdeñar muchos asuntos para dejarse dominar por su pasión hacia la caza y el coleccionismo… Entretanto, descansaba sobre los laureles que había conquistado su Luftwaffe, en los primeros años de la guerra. Sólo él fue el responsable de la incapacidad de suministrar aviones de caza a tiempo para proteger al Reich del terror aéreo. Puesto que perdimos la guerra militarmente, como resultado del fracaso de la Luftwaffe, Goering debe ser considerado como el responsable del desastre que se ha abatido sobre el pueblo alemán. La responsabilidad principal en el campo político pertenece a Ribbentrop. Fue él quien con su engreimiento y falta de moderación, nos enajenó la voluntad de las potencias naturales…

»Entre los responsables de otros fracasos hay hombres como Erick Koch. Su falsa y criminal política en el Este, nos hizo aparecer como opresores, en lugar de libertadores. Como resultado de ello, los naturales de Ucrania y de otras partes de Rusia se negaron a colaborar y a luchar con nosotros. En lugar de eso se convirtieron en guerrilleros y lucharon fanáticamente contra nosotros. Por fin, individuos como Bormann, al que yo considero como el espíritu maligno del Führer, como la «eminencia gris»… Bormann dio al Partido excesiva preeminencia. El Partido fue autorizado a organizar las Volkssturm con los resultados que todos conocen. Las rivalidades dentro del seno del Partido se exacerbaron por el deseo de alcanzar el poder, y las divergencias políticas entre sus miembros, a veces de carácter dudoso, crecieron sin límites… Así pues, al fin, gran parte de la valiente y leal población alemana acogió a los ejércitos invasores occidentales como libertadores, no sólo del terror de los bombardeos, sino de otros terrores…»

3

Munich, cuna del Nacional Socialismo, era la ciudad más importante que quedaba en el sur de Alemania. Al anochecer del 27 de abril, la ciudad se enfrentaba con dos amenazas: una era interior, y la otra exterior. El Séptimo Ejército de general Patch se aproximaba rápidamente, en tanto que en el puesto de mando del Distrito VII, un reducido grupo de soldados alemanes se preparaba para apoderarse de Munich a fin de rendirla a los Aliados.

El jefe de estos militares era el capitán Ruprecht Gerngross, comandante de una compañía de intérpretes, que había regresado en 1941 del frente ruso, herido por segunda vez. Fue nombrado jefe de un grupo de 280 intérpretes de la zona de Munich, y desde entonces se había dedicado a organizar, con toda cautela, un grupo de resistencia.

Gerngross era un hombre alto, de fuerte complexión, pero culto y de modales afables, combinación ésta que resultaba singular para un revolucionario. Había nacido en Shanghai, si bien su familia se trasladó a Munich cuando él tenía diez años de edad. Estudió Leyes en la Universidad de Munich; luego asistió a la Escuela de Economía de Londres, estudiando con el profesor Harold J. Laski, y recibió su doctorado en 1939.

Empleando a sus 280 intérpretes como núcleo de una unidad clandestina, que en 1944 recibió el nombre de «Acción Libertadora de Baviera», Gerngross buscó prosélitos entre los intelectuales y los profesionales. Sostuvo entrevistas regulares en su propio domicilio, y con la ayuda de dos colaboradores, Leo Heuwing y Otto Heinz Leiling -como él, jóvenes oficiales heridos en Rusia-, estableció contacto con otros círculos semejantes de Munich, entre cuyos integrantes se contaban abogados, profesores, jueces, funcionarios municipales, médicos y dentistas.

Además de su propia compañía de intérpretes, Gerngross controlaba unas cuantas unidades militares más, así como trabajadores de las fábricas Agfa, Steinheil y Kustermann, pero se dio cuenta de que iba a resaltar difícil apoderarse de la ciudad, ya que había que capturar primero al gauleiter de Munich, así como al jefe del Estado Mayor de Kesselring y al general Franz Ritter von Epp, jefe ejecutivo del Reich en Baviera. Por otra parte, había que tomar también las estaciones de radio y los principales periódicos.

Era un plan complicado, pero Gerngross estaba convencido de que podría salir bien si se contaba con la colaboración del general americano Patch. Ya se habían enviado dos mensajeros a Patch con el fin de informarle del alzamiento proyectado, y para pedirle el cese de todas las incursiones aéreas sobre Munich, a fin de que se pudieran hacer con mayor facilidad los preparativos para la rebelión. Las incursiones aéreas cesaron, con lo que Gerngross se dio cuenta de que Patch estaba al corriente de su plan, y supo que entraría en Munich en cuanto la Acción Libertadora de Baviera se apoderase de la población, declarándola ciudad abierta.

En la noche del 27 de abril, Gerngross permanecía sentado en el dormitorio de su cuartel, hondamente abstraído en sus pensamientos, en tanto que un empleado escribía a máquina las últimas órdenes. Ya se había dado la noticia a todos los sectores relacionados, de que la operación militar «Buena caza» daría comienzo a las dos de la madrugada del día siguiente.

Durante mucho tiempo Gerngross y su familia vivieron en el constante temor de ser descubiertos. En esos momentos, la esposa de Gerngross, que se hallaba encinta, y su hijito, se ocultaban en una choza de la montaña. El mismo Gerngross había tomado precauciones especiales. Debajo de su cama había siempre una cuerda con la que pensaba deslizarse por la ventana, si venían a buscarle. En varias ocasiones Heuwing se sintió tentado de dar la alarma, sólo por ver al corpulento Gerngross descender haciendo equilibrios por la soga.

A las siete de la tarde se reunió la compañía de intérpretes. El sargento mayor, sonriendo ampliamente, miró dentro de la habitación de Gerngross y dijo:

– La compañía está dispuesta para defender Munich, señor. Gerngross salió e inspeccionó a sus hombres.

– Ha llegado el momento -manifestó-. Vamos a hacer algo para terminar con esta lucha insensata y con la devastación de nuestro país. Si alguien desea retirarse, puede hacerlo ahora, pero los que me sigan, deberán permanecer junto a mí hasta el fin. En este momento os libro del juramento prestado a Hitler.

La respuesta fue unánime. Hasta los pocos nazis que intencionadamente se habían mantenido en la compañía para alejar sospechas, se dejaron llevar por el entusiasmo general, y se agregaron al grupo. Unos a otros se pasaron bandas de tela blanca, que a las dos en punto se colocarían todos en el brazo izquierdo, como distintivo.

Por toda la ciudad los grupos militares de conspiradores comenzaron a colocarse en posición. El teniente Betz y un pelotón del Batallón 61 avanzaron hacia Pullach para apoderarse del general Westphal. El teniente Putz y su pelotón del Batallón 19 se encaminaron al edificio de Gobierno para detener al gauleiter Paul Giesler. Otras unidades salieron hacia Rathaus, sede de los periódicos, el Munchner Neueste Nachrichten, y el Völkischer Beobachter, órgano del partido Nacional Socialista. También había que ocupar dos emisoras de radio: Radio Munich, en el norte de la ciudad, y otra emisora situada treinta kilómetros al nordeste de Munich.

Heuwing y una veintena de soldados se trasladaron en automóviles hasta el lago Starnberg, al sur de la ciudad. Su misión consistía en destruir las comunicaciones del Alto Mando de Kempfenhausen. Poco antes de la medianoche, llegaron a una zona de estacionamiento cercana a los cuarteles. Heuwing penetró en los alojamientos, dijo estar buscando a alguien, y examinó cada estancia para comprobar la cantidad de soldados que allí se alojaban. Pero el edificio estaba casi vacío, y regresó adonde estaba su caravana para esperar a las dos de la mañana.

Ya pasada la medianoche, Gerngross y Leiling, seguidos de un pelotón que se trasladaba en camiones, se encaminaron en un «Mercedes» robado hasta el domicilio del general Von Epp. Les detuvieron ante un pequeño puesto de vigilancia, y Gerngross dijo al sargento que deseaba hablar con el comandante Carraciola, que era el ayudante de Epp, y uno de los conspiradores. Aprovechó el momento para sacar el cuchillo y cortar los cables del teléfono.

Los asombrados guardias no opusieron resistencia, al verse enfrentados con los fusiles, y algunos llegaron a ofrecerse para integrar el alzamiento. Cuando Carraciola salió, se mostró impresionado, y dijo:

– ¡Por Dios!; pero, ¿al fin lo han hecho?

Gerngross entró en la vasta mansión en compañía de Leiling. Von Epp se hallaba reunido con algunos funcionarios civiles. Carraciola hizo salir al anciano y aristocrático general al vestíbulo. En 1919 Von Epp había depuesto al Gobierno comunista establecido a la sazón en Munich, y aún era una figura popular.

– Se encuentra usted en poder de la Acción Libertadora de Baviera -dijo Gerngross.

El altivo Von Epp no pareció hallarse impresionado.

– Escúcheme -manifestó Gerngross, con impaciencia-. Tiene usted la responsabilidad de borrar su pasado pardo (nazi), haciendo algo por el pueblo bávaro. Deseamos que firme una declaración por la que rinde el sur de Baviera.

Von Epp se dirigió a su ayudante y le dijo:

– ¿Cómo puedo yo rendirme a un capitán?

Ligeramente divertido, Gerngross sugirió que fuesen a Freising, donde había un comandante llamado Braun que pertenecía a su grupo.

– ¿Y si me niego a ir?-inquirió Von Epp.

– En tal caso me limitaré a retenerle como prisionero.

Gerngross dejó a Leiling a cargo del general Von Epp, y se dirigió en coche bajo la helada llovizna hasta su puesto de mando, situado bajo un puente de ferrocarril, en el sector norte de Munich. Le dijeron que las dos emisoras habían sido tomadas intactas, y salió inmediatamente hacia Radio Munich, con el fin de pronunciar una alocución radiada. Poco antes del amanecer leyó por el micrófono una proclama preparada de antemano, donde señalaba los principales objetivos de la Acción Libertadora de Baviera, y terminaba con una vehemente exhortación a unirse al alzamiento.

Hasta aquel momento todo había transcurrido según los planes previstos. Justamente a las dos de la mañana, Heuwing entró acompañado de diez hombres en los dormitorios de Kempfenhassen, y dijo:

– ¡Levanten las manos!

Tampoco esta vez hubo resistencia, y varios de los detenidos se ofrecieron a destruir las centralitas de teléfono y de telégrafos.

Pero los primeros éxitos resultaron engañosos. A las nueve de la mañana los informes que llegaron a Gerngross indicaban que la conspiración se enfrentaba con serias dificultades. El pelotón que debía capturar al general Westphal se había encontrado con una seria resistencia por parte de una unidad de las SS, y se vio obligado a retirarse. Y cuando el pelotón del teniente Putz descendió hacia el edificio de Gobierno para secuestrar al gauleiter Giesler, se encontró con un intenso fuego de granadas, y tras una dura lucha tuvieron que retirarse sus integrantes, igualmente con las manos vacías.

Pero también llegaban algunas noticias de haberse originado extensos brotes de apoyo popular: las dotaciones del aeropuerto de Schlessheim habían destruido los aviones; una División completa ofreció entregarse, y otras tropas estaban lanzando sus armas a los ríos Amper y Glonn. Para el pueblo de Munich el levantamiento era un éxito. La bandera azul y blanca de Baviera ondeaba sobre la Marienplatz, y millares de civiles, al escuchar la emisión de Gerngross, comenzaron a manifestarse por las calles. Muchos creyeron que Hitler había muerto, y dieron la buena noticia a sus amigos. Las calles estaban llenas de gentes que gritaban: «¡La guerra ha concluido!»

A las 9'56 de la mañana, sin embargo, la emisora de radio de Alemania del Sur interrumpió su programa habitual y el locutor dijo:

– A continuación oirán el mensaje del gauleiter de München-Oberbayern.

– El gauleiter Paul Giesler se dirige a todos los alemanes en relación con las actividades de unos traidores que operan en nuestra zona: Algunos individuos despreciables que pertenecen a una compañía de intérpretes, bajo el mando de un tal capitán Gerngross, tratan de hacer creer que se han apoderado del mando en Munich. Esto es mentira, y los traidores serán castigados.

Quince minutos más tarde Gerngross volvía a emitir otra vez, en una tentativa de desautorizar a Giesler. Dijo que el general Von Epp había rendido ya toda Baviera, y pidió al pueblo que «ayudase a los nuevos dirigentes a normalizar la vida lo más rápidamente posible».

Gerngross hablaba de buena fe, pero el alzamiento había tomado un cariz desfavorable. Von Epp estuvo a punto de capitular ante el comandante Braun, pero oyó la emisión de Gerngross, afirmando que la Acción Libertadora de Baviera pretendía abolir el militarismo. Aquello era más de lo que el viejo general podía soportar, y se negó en redondo a colaborar. El comandante Braun se mostró tan desanimado que envió al «viejo tonto» de vuelta a su casa.

Al mediodía, el alzamiento, que tan auspiciosamente había comenzado, se hallaba a punto de desintegrarse. El Servicio Alemán del Sudoeste inundó los receptores con anuncios acerca de los traidores que se habían apoderado de Radio Munich.

– Los elementos criminales que se hallan bajo la llamada jefatura de un tal capitán Gerngross, se han rendido sin lucha -dijo un locutor, que presentó a Geisler, el cual relató el fallido intento para apoderarse de él.

– No tomen en serio las ridiculeces de ese Gerngross -prosiguió diciendo la emisora-. Ni una palabra de lo que dice es verdad. Yo en cambio os pido que demostréis vuestra lealtad y vuestro amor a la patria, de lo que el pueblo de Munich, en especial, ha dado tantas pruebas en los momentos más duros de la guerra… Esos deleznables truhanes que en las horas más difíciles quieren manchar el nombre de Alemania, no tardarán en ser fusilados y eliminados. El pueblo de Munich nunca se levantará contra los valerosos soldados que están luchando contra el enemigo. El pueblo de Munich recordará siempre a sus muertos, y nunca abandonará su lealtad hacia Alemania y hacia Adolf Hitler. Confiamos en esa lealtad y en ese amor. ¡Viva Alemania! ¡Viva el Führer! Heil!

Giesler recuperaba rápidamente el control sobre la ciudad. Diecisiete prominentes miembros de la Acción Libertadora de Baviera, así como varios familiares de Gerngross, se hallaban encarcelados, y a las dos de la tarde, el mismo Gerngross admitió que toda resistencia resultaba inútil. Hizo correr la voz de que la rebelión había fracasado, y que cada hombre debía valerse por sí mismo. Gerngross, junto con tres de sus ayudantes, huyó de la ciudad en un automóvil que llevaba la matrícula de las SS.

El levantamiento había terminado, pero la inquietud creada por la Acción Libertadora de Baviera no se había disipado. Los cuarteles del Ejército eran escenario de desórdenes que se aproximaban al amotinamiento. Resultaba casi imposible conseguir el apoyo de alguien, como no fuera de los Nacional Socialistas más acérrimos. La situación era tan caótica que algunas unidades del frente de batalla tuvieron que ser retiradas. A medianoche, el propio Geisler se vio forzado a abandonar su propio cuartel general. Las carreteras que conducían al Sur y al Este se hallaban atestadas de tropas y de funcionarios que procuraban escapar de las tres Divisiones de Infantería de Estados Unidos, la 3.ª, la 42.ª y la 45.ª, que convergían sobre la ciudad.

Por fin, Gerngross había alcanzado su objetivo, aunque no en la forma en que él lo había previsto: los americanos entraron triunfantes en la ciudad, donde los alemanes les aclamaron y les lanzaron flores.

Capítulo segundo. Una «solución italiana»

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Los avances enemigos sobre suelo alemán, por el este y el oeste, fueron haciendo ver cada vez a mayor número de alemanes, y con creciente claridad, que el Reich tenía la contienda perdida. Las tentativas de capitulación se hicieron paulatinamente más numerosas, y los hombres implicados, desde Himmler hasta Gerngross, se sentían impulsados por motivos muy diversos.

El 1.° de marzo uno de los jefes de Estado del Eje trató de iniciar negociaciones con el Occidente: Benito Mussolini envió su hijo Vittorio a entrevistarse con el cardenal Schuster, arzobispo de Milán, con una proposición verbal. El cardenal solicitó que la oferta se hiciese por escrito, y a mediados de marzo el joven Mussolini regresó a Milán con un documento titulado «Proposición para Negociaciones del Jefe del Estado». En él Mussolini ofrecía la capitulación al Alto Mando Aliado «para evitar más sufrimientos a la población del norte de Italia, y para impedir la destrucción total de los restos del patrimonio agrícola e industrial…», salvando igualmente a su país del comunismo. Mussolini prometía además disolver el Partido Republicano Fascista, entendiéndose que los que habían dado su juramento a la República Socialista Italiana no serían juzgados «por el tribunal que ahora funciona en Roma a tales efectos».

El interés del Vaticano en la rendición era motivado por tres causas: quería evitar a la población del norte de Italia los horrores de una resistencia desesperada de los alemanes y los fascistas; deseaba conservar las instalaciones industriales del país, y en fin, quería impedir que los comunistas se adueñaran del poder. Durante algunos meses, el coronel Dollmann, que actuaba en nombre del general Wolff, discutió la posibilidad de negociar la paz con el cardenal Schuster, que era el mediador del Vaticano. El cardenal había prometido que actuaría como intermediario entre los partisanos italianos y Wolff, siempre que los alemanes respetasen las instalaciones industriales del norte de Italia.

El cardenal Schuster entregó la proposición a los Aliados a través del nuncio apostólico en Berna, pero el 6 de abril, Mussolini aún no había recibido respuesta alguna. Ese mismo día, sin embargo, leyó algunas noticias que procedían de Suiza, en relación con otra tentativa para lograr la paz. Se trataba, desde luego, de la Operación Amanecer, y las noticias se acercaban notablemente a la realidad de los hechos:

«Las tropas alemanas en Milán recibieron órdenes, él miércoles (4 de abril), de no abandonar sus cuarteles. De acuerdo con los círculos neofascistas y nazis, esta medida se halla relacionada con unas negociaciones iniciadas para determinar la suerte de las tropas alemanas en Italia. Dos miembros del movimiento de partisanos han sido liberados y llevados hasta la frontera, con fines definidos. Uno de ellos es Ferruccio Parri, jefe de la sección militar del Comité Nacional de Liberación del norte de Italia. Parri fue detenido en Milán y encarcelado por las SS en Verona.»

Manifiestamente desconcertado, Mussolini mandó llamar al doctor Rudolf Rahn, embajador alemán en Italia, y le pidió explicaciones. Rahn, como es lógico, estaba al corriente de la Operación Amanecer, a la que daba su aprobación, pero pretendió no saber nada. Luego previno a Wolff acerca de la inquietud que demostraba el Duce.

Al día siguiente, Rahn y Wolff fueron a ver a Mussolini, donde éste se hallaba, en el lago Garda. El Duce comenzó a hablar extensamente sobre un plan para llevar a cabo la última resistencia en la Valtellina, zona montañosa situada al norte del lago Como.

Wolff le escuchó con gesto preocupado. Tal acción podría echar por tierra la Operación Amanecer. En consecuencia, dijo a Mussolini que no resultaba práctico fortificar la Valtellina, y sugirió que se quedase junto a los alemanes.

Después del avance aliado en Italia, de julio de 1943, los dirigentes fascistas llevaron a cabo un golpe teatral, deteniendo a Mussolini, destituyéndole de sus cargos y restituyendo al rey Víctor Manuel. Tras su rescate por Skorzeny en septiembre, Mussolini estableció un nuevo Gobierno Republicano Fascista en el norte de Italia, a orillas del lago Garda. Pero entonces no era más que un títere de Hitler, ya que las tropas alemanas dominaban toda la zona. En esos momentos existía un gran abismo entre el Führer y Mussolini, cuya última esperanza consistía en lograr una especie de «solución política italiana» que pusiera fin a aquella desastrosa guerra. En consecuencia, nunca llegó a informar a Hitler acerca de las negociaciones de paz que trataba de llevar a cabo con Suiza. [56]

El 11 de abril de 1945, Mussolini recibió un mensaje del Vaticano en el que se le comunicaba que los Aliados habían rechazado categóricamente su proposición. Esto sumergió al Duce en un estado de profunda apatía.

Ya desde el fracaso de aquella gran oportunidad de Hitler, la batalla del Bulge, Mussolini había dado muestras de cierto desequilibrio. «Vive de sueños, en sueños y para los sueños», hizo notar una vez su joven ministro de Cultura Popular, Fernando Mezzasomma. «Carece de todo contacto con la realidad, y subsiste en un mundo que ha creado para sí mismo, en un universo totalmente fantástico. Su vida transcurre fuera del tiempo. Sus reacciones, sus accesos de alegría o de depresión, no tienen relación alguna con la existencia normal, y se presentan de improviso, sin razón aparente que los justifique.»

Cuando Ivanoe Fossani entrevistó al Duce en una isla del lago Garda, Mussolini parecía hallarse en un estado semidelirante.

– Si estuviéramos en verano, me quitaría la chaqueta y me echaría a rodar sobre la hierba, como un chiquillo alocado… -dijo al periodista.

Fossani atribuyó semejante ímpetu al hecho de que en aquel momento Mussolini se hallaba lejos de sus guardias; de sus ministros; de su regañona mujer, Donna Rachele, y de su lacrimógena amante, Claretta Petacci.

El Duce habló luego de sus propios errores, pero acusó a otros de cometerlos aún mayores. Dijo haberse visto obligado a entrar en la guerra a causa de «la diabólica política exterior de Inglaterra», y aseguró que Hitler había ido a la guerra contra Rusia, a pesar de sus consejos en sentido contrario. Atacó violentamente al rey de Italia y a su corte de reaccionarios, al Estado Mayor General, a los egoístas industriales y a los grupos financieros. Luego confesó, con tristeza, que se hallaba prisionero, desde su detención en el palacio del rey.

– No me hago ilusiones respecto a mi destino. La vida es un espacio muy corto, al lado de la eternidad. Cuando termine la lucha escupirán sobre mí, pero tal vez más tarde vengan a limpiar lo que ensuciaron. Entonces sonreiré, porque estaré en paz con mi pueblo.

Madeleine Moller, también periodista, manifestó, después de verle, que parecía un convicto, con su pálido rostro, su cabeza afeitada y los ojos negros y vacíos. Tenía un aspecto humilde, antes que resignado.

– ¿Qué quiere saber?-preguntó Mussolini a la periodista-. Recuerdo que hace siete años vino usted a Roma. Entonces yo era una persona que suscitaba el interés. Ahora estoy pasado de moda. Esta mañana quedó atrapada dentro de mi habitación una pequeña golondrina. Revoloteaba desesperadamente por la estancia, hasta que cayó agotada sobre mi lecho. Yo la recogí con todo cuidado, para que no se asustara, abrí la ventana y luego separé las manos. Al principio el ave no pareció comprender, y miró un momento a su alrededor antes de extender las alas para volar hacia la libertad, piando de alegría. Nunca olvidaré ese júbilo. Para mí, en cambio, la ventana ya no se abrirá si no es para dejarme ir a la muerte… Así es, signora, estoy acabado. Mi sol se ha puesto. Trabajo todavía, pero todo es una farsa. Espero el fin de la tragedia, extrañamente desligado de todo. No me encuentro bien de salud, y desde hace un año me vengo alimentando de purés. No bebo, no fumo… Quizá, después de todo, yo sólo estaba destinado a mostrar a mi pueblo el camino. Pero en ese caso, ¿ha oído usted hablar alguna vez de un dictador prudente y calculador? La agonía es atrozmente larga. Soy como el capitán de un barco que gira en la tormenta. La nave está desmantelada, y me siento arrastrado por el océano, sin posibilidad de gobernar el buque. Ya nadie oye mi voz. Pero algún día tal vez me escuchen.

En la noche del 13 de abril, Himmler llamó por teléfono a Wolff y le dijo que se presentase en Berlín con la mayor premura, pues se había enterado de las repetidas tentativas de su subordinado para negociar la paz. Wolff prometió que así lo haría, pero luego lo pensó mejor y escribió a Himmler diciéndole que no podía trasladarse a Berlín.

Al día siguiente, Himmler llamó dos veces, ordenando de nuevo a Wolff que se presentase. Wolff ignoró ambas llamadas y asistió a la conferencia diaria de Mussolini, en el lago Garda, como si nada hubiera sucedido.

El Duce aún quería llevar a cabo una resistencia final en la Valtellina, pero casi todos los que asistían a la conferencia se opusieron. El mariscal Rodolfo Graziani, anciano de pelo blanco, que era el comandante en jefe del Ejército italiano, era el que se negaba con más vehemencia, asegurando que constituiría un deshonor, aún en caso de poderse hacer, el trasladar las fuerzas del frente de batalla, sin la plena aprobación de los aliados de Italia, los alemanes.

– Nadie está obligado a ir a la Valtellina -dijo Mussolini, suavemente-. Cada uno debe decidir lo que crea conveniente.

Después de la conferencia, Wolff trató de disuadir de nuevo a Mussolini para que no trasladase el frente.

– ¿Qué carta me queda entonces por jugar?-inquirió Mussolini.

– Abandone sus planes socialistas y entre en tratos con el capitalismo occidental.

– ¡Magnífico! -contestó el Duce.

Wolff creyó que hablaba en serio.

– Por ahora tenga paciencia -manifestó Wolff, y advirtió a Mussolini que no hiciese más tentativas para llegar a un armisticio a través del cardenal Schuster.

Si bien Wolff había conseguido aplacar a Mussolini por el momento, sus propios problemas, en cambio, se iban agravando. ¿Qué debía hacer respecto a las órdenes de Himmler, sobre trasladarse a Berlín? Wolff envió un mensaje a Dulles pidiéndole consejo, y éste, por intermedio de Parrilli, le dijo que no fuese a la capital. Por el contrario, sugirió que se trasladase inmediatamente con sus ayudantes y su familia a Suiza.

No obstante, Wolff decidió que tenía que ir a Berlín, a pesar de los riesgos, para enfrentarse con Hitler y Himmler. En la noche del 16 de abril, el mismo día en que Zhukov inició su última ofensiva contra la capital de Alemania, Wolff descendió de un avión en un aeropuerto situado a unos veinticinco kilómetros al sur de la capital, donde le estaba esperando el doctor Gebhardt. El cauteloso Himmler quería que Gebhardt sondease a Wolff. Gebhardt llevó a Wolff al hotel Adlon, situado en las proximidades del bunker, y allí pernoctaron. A la mañana siguiente se encaminaron en automóvil al sanatorio y comieron con Himmler. Al concluir la comida, Wolff había convencido a Himmler de que sólo había hecho lo que Hitler quería que hiciese.

A continuación irrumpió Kaltenbrunner en la estancia y dijo que tenía que hablar en privado con el reichsführer. Contó a éste entonces que Wolff y el cardenal Schuster estaban llevando a cabo negociaciones secretas, y que en el curso de pocos días se esperaba la firma de un alto el fuego en todo el frente italiano.

Momentos más tarde, Wolff tenía que enfrentarse con las furiosas acusaciones de Himmler.

– ¡Jamás he negociado personalmente con el cardenal Schuster acerca de un armisticio! -aseguró Wolff.

Eso era cierto, pues siempre había delegado tal cometido en un subordinado. Su indignación era tan sincera, que Himmler comenzó a vacilar. Pero Kaltenbrunner no era tan crédulo, y la disputa duró casi una hora, durante la cual Himmler tan pronto creía a uno como al otro. Wolff se asombró de que en una época aquel hombrecillo hubiese sido su ídolo.

Por fin, Wolff pidió que fuesen todos a Berlín, de modo que pudiera él defenderse de la acusación de Kaltenbrunner delante del Führer. Himmler, como era de prever, se negó a ir, y Wolff insistió en que le acompañase al menos Kaltenbrunner. Quería que estuviese presente, dijo astutamente, cuando Hitler se enterase de que las negociaciones de Suiza habían sido informadas debidamente tanto a Himmler como a Kaltenbrunner, y que aquél prohibió a éste que informase de ellas al Führer.

Aquello era extorsión, sencillamente, y los tres lo sabían. Pero Kaltenbrunner no se dejó acobardar, y manifestó que iría al bunker con Wolf, en un tono que resultaba amenazador. Los dos rivales se encaminaron hacia la Cancillería a la una de la madrugada del 18 de abril, y durante el viaje en automóvil, que duró dos horas, permanecieron sentados el uno al lado del otro en el más hostil de los silencios. Pero antes de entrar en el bunker, Wolff dijo algo que hizo palidecer de ira a Kaltenbrunner:

– Si repite usted al Führer el asunto del mensaje de radio enviado por su agente, no iré solo al patíbulo: usted y el reichsführer colgarán conmigo.

Los dos hombres hallaron a Hitler en un corredor.

– ¡Ah, está usted aquí, Wolff! -manifestó Hitler, sorprendido-. Bien, espere, por favor, hasta que haya terminado con los informes.

A las cuatro se abrió la puerta de la sala de conferencias y Fegelein hizo entrar a Wolff. Hitler se mostraba manifiestamente frío.

– Kaltenbrunner y Himmler me han informado de las negociaciones que ha sostenido en Suiza con mister Dulles -dijo Hitler, acercándose a Wolff y mirándole fijamente-. ¿Qué le ha hecho desdeñar mi autoridad de forma tan flagrante? En su calidad de comandante de las SS en Italia, usted sólo se halla familiarizado con una pequeña parte del conjunto militar y político. No tengo tiempo suficiente para decir a cada comandante lo que está sucediendo en los demás frentes de batalla, ni para explicar la marcha de la situación política. ¿Se da perfecta cuenta de la enorme responsabilidad que ha cargado usted sobre sus espaldas?

– Sí, mi Führer.

– ¿Por qué hizo eso?

Wolff recordó a Hitler la entrevista que habían sostenido el día 6 de febrero con Ribbentrop.

– Ya me oyó usted sugerir que si no teníamos la seguridad de que las armas secretas iban a estar preparadas a tiempo, deberíamos entrar en negociaciones con los Aliados.

Wolff habló con gran rapidez, y el Führer no le interrumpió. En ningún momento apartó sus ojos de Hitler, pues sabía que al hacerlo hubiese perdido la vida. Wolff dijo que había interpretado la reacción aparentemente favorable del Führer, durante aquella conversación, como un consentimiento tácito, y que actuó en consecuencia. Describió cómo se había encontrado con Dulles el 8 de marzo por propia iniciativa, ya que no había tenido tiempo de recibir instrucciones de Berlín.

– Ahora tengo la satisfacción de informarle, mi Führer, que he conseguido establecer contacto, a través de mister Dulles, con el presidente, el primer ministro y el mariscal Alexander. Solicito instrucciones para el futuro.

Cuando dejó de hablar, Hitler siguió mirándole durante un momento.

– Está bien -dijo el Führer al fin-. Acepto su representación. Tiene usted una suerte extraordinaria. De haber fracasado, habría tenido que lanzarlo del mismo modo que lo hice con Hess. [57]

Grandemente aliviado, Wolff le dio una versión mejorada de las negociaciones de Suiza, poniendo de manifiesto el hecho de que, en vista de la situación militar y de la actitud de Rusia, era imposible evitar la rendición incondicional.

– Está bien, lo estudiaré -agregó Hitler-. Pero antes tengo que dormir un poco.

Los dos hombres volvieron a encontrarse en las últimas horas de la tarde, durante unos momentos de calma entre dos incursiones aéreas de los Aliados. Hitler decidió tomar un poco de aire fresco y pidió su abrigo. Luego prosiguió la discusión del asunto con Wolff, Kaltenbrunner y Fegelein, mientras paseaban todos sobre la grava de los jardines de la Cancillería.

– He considerado el asunto que me propuso usted esta mañana -comenzó diciendo Hitler, que inmediatamente se desvió hacia otros temas.

En primer lugar, describió el eficaz sistema antitanque escalonado que había ideado para la defensa de Berlín. Aseguró que todos los días quedaban allí destruidos 250 tanques rusos y que el Ejército Rojo no podría soportar una pérdida semejante. Dijo que los ataques soviéticos no tardarían en cesar, aunque admitió que los rusos y los angloamericanos terminarían por reunirse en algún punto situado al sur de Berlín. Hitler aseguró que en Yalta, Roosevelt y Churchill habían acordado dejar que los rusos penetrasen en Europa, pero dijo que tenía la seguridad de que éstos no se detendrían en la línea convenida.

– Los norteamericanos, sin embargo, no consentirán esto, y se verán obligados a rechazar a los soviéticos por la fuerza de las armas, y entonces -Hitler fijó en este momento sus penetrantes ojos en Wolff, con expresión triunfante- será el momento en que exigiré un alto precio por mi participación en la contienda final… ¡en un bando o en otro!

Explicó que podía resistir en Berlín contra el Este y el Oeste durante seis u ocho semanas más.

– Entretanto, este conflicto seguirá adelante, y entonces decidiré.

Wolff estaba anonadado ante aquellas palabras, y al fin inquirió:

– Mi Führer, ¿no sabe aún por qué bando se va a decidir en esa contienda?

Hitler se volvió hacia Wolff, y después de pensar unos instantes, afirmó:

– Me decidiré en favor del bando que más ventajas me ofrezca, o bien del primero que establezca contacto conmigo. El mundo de ídolos de Wolff se estaba derrumbando estrepitosamente. ¿Qué había sido de «la batalla del Occidente europeo contra el nuevo Gengis Kan de nuestro siglo»?, pensó. ¿Dónde quedaba el idealismo de los viejos tiempos?

Hitler siguió diciendo que la desaparición de Roosevelt podía provocar fácilmente una escisión en las filas aliadas.

– Sí, mi Führer -dijo Wolff-. Pero, ¿no le han informado que todos los días tenemos sobre nosotros entre quince mil y veinte mil aparatos enemigos? Cada día, cada hora que transcurre, provoca -Wolff casi llegó a decir «inadmisibles»- pérdidas de hombres y de materiales. ¿No es conveniente que tengamos esto presente?

– No puedo permitir que estos informes debiliten mi postura -contestó Hitler, de forma tajante-. El hombre que tiene que tomar las decisiones finales no puede dejarse conmover por los horrores de la guerra.

Luego, Hitler cambió de nuevo el tema, y comenzó a hablar como si lo hiciera para sí mismo.

– Si fracasa esta trascendental lucha del pueblo alemán bajo mi jefatura, en tal caso ese pueblo alemán no merece seguir existiendo.

Añadió que la raza del Este habría probado ser «biológicamente superior», y que no habría otra cosa que hacer sino «perecer heroicamente». Miró luego a Wolff como si se hallase en trance, y de pronto, su optimismo renació.

– Vuelva a Italia y manténgase en contacto con los norteamericanos, pero trate de obtener mejores condiciones. Insista un poco, porque rendirse incondicionalmente sobre una base de promesas tan vagas resulta absurdo.

En ese momento, se presentó un criado que anunció:

– Mi Führer, es la hora de las entrevistas nocturnas.

2

Wolff se equivocaba al creer que Mussolini se había apaciguado. El Duce se preparaba para trasladarse a Milán, con la incierta esperanza de hallar una «solución italiana» a la guerra, negociando de algún modo con el Comité de Liberación (los partisanos) o con los aliados occidentales. De fracasar, siempre le que daba el recurso de trasladarse a la Valtellina para llevar a cabo allí la última resistencia.

– Después de todo, el fascismo terminaría heroicamente en ese lugar -dijo al mariscal Graziani.

Cuando don Pancino, un sacerdote, fue a verle aquel mismo día, Mussolini le dijo, como si tuviese un desagradable presentimiento:

– Dígame adiós ahora, padre. Le agradezco las plegarias que ha rezado por mí. Siga haciéndolo, porque lo necesito. Sé que me van a matar.

Al anochecer se despidió de su mujer en el jardín de Villa Feltrinelli, y también lo hizo de su hermana Eduvigis, añadiendo que estaba preparado «para entrar en el gran silencio de la muerte». Luego salió con una pequeña caravana hacia Milán.

El 20 de abril, Wolff se hallaba de regreso en su cuartel general, más decidido que nunca a rendir Italia incondicionalmente, a pesar de Himmler [58] y de Hitler. Después de considerables discusiones, el general Von Vietinghoff, sustituto de Kesselring, había accedido al fin a enviar dos oficiales al cuartel general del mariscal de campo Alexander, con el propósito de llevar a cabo negociaciones para lograr el armisticio.

Sin embargo, Truman y Churchill acababan de decidir el cese de todo contacto con Wolff y sus representantes, con el fin de evitar más roces con Stalin.

Al finalizar aquel día, los jefes conjuntos del Estado Mayor enviaron el siguiente mensaje al mariscal Alexander, que se hallaba en su cuartel general, cerca de Nápoles:

«Es evidente que Cic Italia (Vietinghoff) no tiene intención de rendir sus fuerzas, al menos en el momento actual, en términos aceptables para nosotros.

»En tales circunstancias, y teniendo en cuenta las complicaciones que han surgido con los rusos acerca de este asunto, nuestros dos Gobiernos han decidido interrumpir inmediatamente todo contacto con los emisarios germanos.

»Debe usted considerar el asunto como terminado, informando en consecuencia a los rusos.»

El 23 de abril, Wolff cruzó en secreto la frontera hacia Suiza, en compañía de dos hombres, elegidos uno por Vietinghoff y otro por él mismo, para acordar los términos de la rendición. El representante de Vietinghoff era el oberstleutnent (teniente coronel) Viktor von Schweinitz, cuya abuela tenía ascendencia norteamericana. Wolff eligió al comandante Wenner.

Los tres hombres fueron acompañados hasta Lucerna por el comandante Waibel y el doctor Husmann, pero hasta que no se hallaron en la casa de Waibel, éste no les reveló que los Aliados habían roto las negociaciones. Waibel, que se hallaba casi tan indignado como los alemanes, trató de calmarles. Al fin llamó por teléfono a Dulles.

– ¡Estamos ante una situación totalmente imposible! -aseguró-. Quedaremos en el más completo de los ridículos si no arreglamos esto adecuadamente.

Dulles reiteró que tenía órdenes estrictas de no tener más tratos con Wolff.

– ¡Pero no podemos hacer eso! -insistió Waibel-. Aquí están ya los delegados alemanes dispuestos a firmar la rendición incondicional. ¡Y los Aliados no quieren verles! Es como si desearan ustedes concluir la guerra matando gente.

Por fin, Dulles cedió. Dijo que enviaría un telegrama a Alexander, quien, a su vez, solicitaría a los jefes conjuntos que reanudasen los contactos con Wolff.

Waibel no estaba seguro que poder tener a sus tres huéspedes en su casa hasta que se recibiera la respuesta. A la mañana siguiente, todos se hallaban extremadamente impacientes. Wolff dijo que no podía permanecer lejos de su puesto de mando durante mucho tiempo, a causa de un cambio repentino en la situación militar. Durante varios meses hubo escaso movimiento en la Línea Gótica, la cual corría desde el mar de Liguria hasta el Adriático, un poco al sur de Bolonia, y estaba defendida por veinticinco divisiones alemanas y cinco italianas. Pero el teniente general Mark Clark acababa de lanzar su 15.° Grupo de Ejército en un ataque de grandes proporciones. Ya había irrumpido a través de las defensas germanofascistas, para tomar Bolonia y cruzar el río Po. Después de eso, las tropas de Clark se extenderían sin trabas por las llanuras del valle del Po.

Para empeorar las cosas, Wolff recibió un telegrama de Himmler enviado con tal apremio que le fue trasmitido a Wolff telefónicamente a la casa de Waibel. Decía así:

«Es imprescindible que el frente italiano continúe intacto. No deben celebrarse negociaciones de ninguna clase.»

No obstante, Wolff dijo a Waibel que aún tenía intenciones de seguir adelante con la Operación Amanecer. Pero conforme transcurría el día iban siendo menores las esperanzas de recibir noticias del cuartel general de los Aliados en el sur de Italia. La situación de Wolff era aún más precaria de lo que él imaginaba. También había estado negociando la rendición alemana con el Comité Nacional de Liberación, pero estas conversaciones sólo eran una cortina de humo destinada a mantener quietos a los partisanos mientras se realizaba la Operación Amanecer.

El día en que Wolff entró en Suiza con los dos emisarios, el cardenal Schuster advirtió al coronel Dollmann que todos los contactos con los partisanos quedarían rotos a menos que el mismo Wolff se presentase en seguida en Milán. Dollmann llamó por teléfono a Wolff acerca de este nuevo problema. Le dijeron que diese largas al asunto y que manifestase al cardenal que Wolff aceptaba los términos de los partisanos, y que se encaminaría a Milán «en cuanto pudiese».

El cardenal Schuster contestó a Dollmann diciéndole que había concertado una entrevista con los partisanos para el 25 de abril, es decir, tres días después, en el palacio arzobispal de Milán, y que era indispensable que Wolff estuviese presente. También pidió el cardenal que asistiera Mussolini a la entrevista, pero éste aún no estaba decidido sobre el partido que debía tomar. Le habían sugerido media docena de maneras de huir, pero no mostraba entusiasmo por ninguna de ellas, ni siquiera por la oferta de trasladarse, junto con Claretta Petacci, a España.

En la mañana de la entrevista en el palacio arzobispal, el mariscal Graziani trató de obtener el permiso de Mussolini para retirar las tropas italianas que se debatían ante el ataque de Clark, llevándolas a nuevas posiciones en el Norte, pero el Duce se negó a discutir el asunto. Dijo que tenía una cita con el cardenal Schuster a las seis, y que iba a «evitar al Ejército más sacrificios», rindiéndose al Comité Nacional de Liberación.

Poco después del mediodía, una serie de fuertes toques de sirena de las fábricas anunciaron la iniciación de una huelga general, y los partisanos comenzaron a patrullar abiertamente las calles cuando Mussolini salía del cuartel general de la Prefectura, para entrar en un antiguo automóvil que lo llevaría al palacio arzobispal. El Duce ni siquiera se molestó en decir a su escolta personal, el SS obersturmführer (teniente) Fritz Birzer, que se marchara. En el último momento, Birzer corrió a través del patio y entró rápidamente en el automóvil. Cuando éste partió, Birzer iba incómodamente sentado, casi sobre las rodillas del Duce.

Al entrar Mussolini en la sala de recepciones del palacio arzobispal, el cardenal Schuster vio «a un hombre abrumado por una catástrofe tremenda». El cardenal trató de alegrarle un poco el ánimo, pero no tuvo éxito. Manifestó Schuster que Mussolini debía evitar a Italia una destrucción innecesaria rindiéndose cuanto antes, pero Mussolini declaró que lucharía hasta el fin en la Valtellina, con tres mil Camisas Negras.

– Duce, no se haga ilusiones -contestó el cardenal.

Y le dijo que la cifra de Camisas Negras más se aproximaría a los trescientos que a los tres mil.

– Tal vez sean más -afirmó Mussolini, sonriendo-. Pero no muchos. No me hago ilusiones.

Cuando el cardenal le recordó la caída de Napoleón, los inexpresivos ojos de Mussolini parecieron cobrar vida momentáneamente.

– Mi imperio de cien días está también a punto de expirar -manifestó-. Debo enfrentarme resignadamente con mi destino, como Bonaparte.

A continuación se hizo entrar en la habitación a los tres delegados de los partisanos: el general Raffaele Cadorna, representante militar del Comité Nacional de Liberación; Achille Marazza, abogado, cristiano demócrata, y Riccardo Lombardi, ingeniero perteneciente al Partido d'Aziene. Los recién llegados besaron el anillo del cardenal y fueron presentados a Mussolini, el cual sonrió y se dirigió hacia ellos con la mano extendida. Los delegados se la estrecharon con aspecto de no sentirse muy satisfechos.

La atmósfera se enrareció aún más cuando entró el mariscal Graziani en compañía de otros dos ministros de Mussolini. El cardenal señaló una mesa ovalada que había en el centro de la habitación y dijo:

– ¿Nos sentamos aquí?

– Y bien -manifestó a continuación Mussolini, con impaciencia-. ¿Cuáles son las proposiciones?

– Mis instrucciones son limitadas y precisas -declaró el portavoz de los partisanos, Marazza-. Sólo tengo que solicitar su rendición y aceptarla.

Mussolini reaccionó instantáneamente.

– ¡No he venido aquí para eso! Se me dijo que íbamos a discutir las condiciones. A eso vine, a ocuparme de mis hombres, de sus familias y de la milicia fascista. Tengo que saber lo que va a ser de ellos. Las familias de los miembros de mi Gobierno deben recibir protección. También se me aseguró que la milicia sería entregada al enemigo en calidad de prisioneros de guerra.

– Eso son detalles -interrumpió otro partisano-. Creo que tenemos autoridad para establecerlos.

– Muy bien -dijo el Duce-. En tal caso, creo que podremos llegar a un acuerdo.

En ese momento, el mariscal Graziani se puso de pie y exclamó:

– ¡No, no, Duce! Permítame recordarle que tenemos obligaciones con nuestros aliados. No podemos abandonar a los alemanes, negociando una capitulación independientemente de ellos, como en este caso. No podemos firmar un convenio sin los alemanes. ¡Debemos tener presentes las leyes del deber y el honor!

– Me temo que los alemanes no sientan los mismos escrúpulos -dijo el general Cadorna-. Hemos estado tratando con ellos los términos del armisticio durante los cuatro días pasados. Estamos de acuerdo en los detalles, y esperamos noticias del tratado en cualquier momento.

Marazza advirtió un gesto de dolor en el rostro de Mussolini, y le preguntó:

– ¿Se molestaron ellos en informar a su Gobierno?

– ¡Eso es imposible! -exclamó el Duce-. ¡Enséñeme ese tratado!

Ciertamente, Mussolini sabía mucho más de lo que aparentaba, pero su sorpresa e indignación parecieron genuinas a los que se hallaban allí presentes.

– ¡Los alemanes han hecho esto a mis espaldas! -añadió poniéndose violentamente de pie, y anunciando que no tomaría decisión alguna hasta después de haber hablado con el cónsul alemán-. ¡Esta vez podremos demostrar que Alemania ha traicionado a Italia!

Afirmó que denunciaría por radio al mundo la jugada de los alemanes y salió de la estancia con paso enérgico.

Por fin, Mussolini había tomado una decisión. En la prefectura tendió un dedo hacia un mapa y exclamó:

– Abandonamos Milán inmediatamente. ¡Nos vamos a Como! Vestido con el uniforme de la milicia fascista, Mussolini avanzó a lo largo del corredor de la prefectura, seguido por sus ministros. Uno le rogó que no volviese al palacio arzobispal, en tanto que otro le exhortaba a que permaneciera en Milán. Dos más le aconsejaron que huyese a España e inmediatamente otro ministro exclamó:

– ¡No vaya, Duce!

A todo esto, su secretario agitaba delante de él algunos documentos para que los firmase. Parecía una escena de ópera cómica.

Con un pequeño fusil automático colgado del hombro y una voluminosa cartera en cada mano, Mussolini abrazó a dos antiguos camaradas y gritó:

– ¡A la Valtellina!

Eran las ocho de la noche cuando diez coches, cargados con el séquito de Mussolini, incluyendo al mariscal Graziani y a su escolta alemana, salieron del patio de la prefectura, en medio de sentidas frases de despedida, y pusieron rumbo al lago.

– ¿Hacia dónde nos dirigimos?-inquirió uno de los ministros a otro colega.

– Sólo Dios lo sabe. Tal vez a nuestra muerte.

En uno de los automóviles, un «Alfa Romeo» con matrícula española, iba Claretta Petacci.

«Sigo mi destino -había escrito a una amiga-. No sé lo que va a ser de mí, pero no puedo oponerme a mi suerte.»

3

Mientras tanto, Wolff, que se hallaba en Lucerna, aún no había recibido noticias de Dulles. Dijo a Waibel que no podía quedarse en Suiza. Clark seguía avanzando cada vez más en el norte de Italia, y los partisanos exigían tomar una actitud decisiva en Milán. Por otra parte, Dollmann informó que Mussolini estaba actuando de manera un tanto misteriosa.

Wolff regresó a Italia hacia la medianoche, cruzando la frontera por Chiasso. Cansado del viaje, decidió pasar la noche en Villa Locatelli, cuartel general de la policía fronteriza de las SS, en la costa occidental del lago Como. Cuando se disponía a dormir, se presentó el mariscal Graziani, el cual había huido de la caravana de Mussolini en Como, a menos de ocho kilómetros del lago, y buscaba la protección de las SS.

La llegada del mariscal Graziani dio a Wolff la inesperada ocasión de persuadir al anciano de que la rendición de sus tropas era la mejor manera de salvar a Italia. Graziani se mostró reacio al principio, y acusó a Wolff de traicionar al Duce. Pero aquél resultó tan convincente al protestar que siempre había actuado en beneficio de los intereses de Italia, que al fin el mariscal escribió un documento concediendo a Wolff autoridad para concertar la rendición de todo el ejército italiano.

Afuera, en la oscuridad, había otros italianos que no consideraban a las SS como protectores. Eran partisanos armados que acababan de enterarse de la llegada de Wolff. Con todo sigilo comenzaron a rodear la mansión. Al amanecer del día siguiente, 26 de abril, habían establecido un fuerte cerco alrededor de la finca. Sin embargo, se olvidaron de cortar los cables del teléfono.

Cerca del mediodía, el comandante Waibel recibió un informe en el que se decía que un «pez gordo» sería pescado pronto en el lago Como. Algunas investigaciones discretas pronto hicieron saber a Waibel que se trataba de Wolff. Concertó entonces una entrevista con un agente llamado Bustelli, para aquella noche, en la estación de ferrocarril de Chiasso, donde tratarían de hallar algún medio de salvar a Wolff. Luego, Waibel llamó por teléfono a Gaevernitz y le dijo:

– Si no actuamos rápidamente, matarán a Wolff y el asunto habrá concluido -manifestó.

Gaevernitz presentó el problema a Dulles, el cual dijo que lo sentía. Se daba cuenta de la importancia que tenía Wolff, pero tenía órdenes concretas de no establecer más contactos con los alemanes.

– No puedo hacer nada -concluyó.

Gaevernitz le preguntó si al menos podría conseguir la ayuda de Donald Jones, un agente del OSS que pasaba por ser vicecónsul norteamericano en Lugano. Dulles movió negativamente la cabeza y una vez más aseguró que tenía las manos atadas. Gaevernitz decidió entonces actuar por su cuenta, y dijo impulsivamente:

– Me voy a dar una vuelta; regresaré dentro de dos o tres días.

– ¡Adiós! -contestó Dulles.

Y a Gaevernitz le pareció que le guiñaba un ojo significativamente.

Ocho horas más tarde, Gaevernitz y Waibel descendían del tren en Chiasso, donde, ante su sorpresa, les estaba esperando Donald Jones.

– Aguardaba la llegada de ustedes -les dijo éste-. Tengo entendido que quieren liberar a Wolff.

Waibel no tardó en descubrir que Jones no sabía nada del caso, y que se había relacionado con ellos a través de Bustelli.

– En Suiza existe gran interés por salvar a Wolff -manifestó Waibel, pretendiendo que no tenía nada que ver con la oficina de Dulles.

Pidió a Jones que le ayudase, y le recordó los muchos favores que él le había hecho.

– Ahora le pido éste, a cambio -declaró.

Jones accedió rápidamente, y los tres decidieron que la única forma de conseguir algo era llevando a cabo Jones una rápida incursión a través de las líneas de partisanos. Estos le conocían perfectamente con el nombre clave de «Scotti». Llamaron a Villa Locatelli, y se sorprendieron al comprobar que la línea aún seguía intacta. Dijeron entonces a Wolff que dentro de poco, dos automóviles tratarían de liberarle.

A las diez de la noche, la patrulla de Jones salió de Chiasso, dejando a Waibel y Gaevernitz esperando nerviosamente en el pequeño restaurante de la estación, que aparecía débilmente iluminado. En cuanto Jones cruzó la frontera italiana, fue recibido con una lluvia de balas. Jones salió de su automóvil y se colocó junto a las luces del coche.

– L'amicco Scotti! -gritó con fuerza.

Ceso el fuego y «Scotti» fue acogido amistosamente. Gaevernitz y Waibel permanecieron en el restaurante durante dos horas. A medianoche, la tensión se hizo tan insoportable que se trasladaron a la aduana suiza, desde donde podrían observar las luces de cualquier automóvil que llegase de Italia. No vieron nada, pero de cuando en cuando oyeron algún disparo a la distancia. ¿Qué pasaría si Jones fracasaba en la «villa» y le descubrían?

Ya se imaginaba Gaevernitz los titulares de los periódicos:

«UN CÓNSUL NORTEAMERICANO RESCATA AL GENERAL WOLFF, DE LAS SS, DE MANOS DE LOS PARTISANOS ITALIANOS»

¡Y eso en momentos en que Truman y Churchill habían pro metido a Stalin que abandonarían las negociaciones! Los dos hombres regresaron al restaurante y esperaron otra hora llenos de inquietud. Volvieron de nuevo a la frontera. Del lado italiano todo estaba sumergido en la más completa oscuridad. Varias veces oyeron acercarse un coche, pero el ruido del motor terminaba por desvanecerse en otra dirección. A las dos de la mañana, varios puntos luminosos aparecieron en la oscuridad. Un par de automóviles se acercaban a la frontera: era el grupo de Jones. Gaevernitz dio media vuelta y se dirigió hacia su propio coche, pues estaba seguro de que traían a Wolff, y quería pasar inadvertido.

Pero una figura corpulenta apartó a los que estaban junto a él y se dirigió directamente hacia Gaevernitz. Era Wolff, el cual manifestó:

– Nunca olvidaré lo que ha hecho por mí.

Gaevernitz decidió sacar algún partido de la gratitud de Wolff. Se dirigieron en automóvil a Lugano, y Gaevernitz sugirió a Wolff que escribiese una carta al comandante de las SS en Milán, ordenándole que dejase de luchar contra los partisanos. Wolff no sólo escribió la carta, sino que entregó el documento que había firmado el mariscal Graziani. También prometió utilizar su influencia para evitar la destrucción de propiedades, y para proteger la vida de los presos políticos.

– ¿Qué haría usted si de pronto Himmler apareciese y dijera: «Asumo el mando, queda usted detenido»?-inquirió Gaevernitz.

– En tal caso, daría media vuelta y haría detener a Himmler.

El 27 de abril, por la tarde, Wolff regresó solo a su nuevo cuartel general situado en Bolzano, localidad del norte de Italia. Para dirigirse a Bolzano, y a fin de evitar a los partisanos, tuvo que tomar una ruta que atravesaba territorio austríaco.

Gaevernitz se dirigió a su casa de Ascona, a fin de dormir un poco, pero al momento le despertó una llamada telefónica de Dulles informándole que había llegado un telegrama de Washington, permitiéndole reanudar las negociaciones con los alemanes. [59] Igualmente llegó otro del cuartel general de Alexander, ordenándole que enviase los dos emisarios de Wolff al sur de Italia inmediatamente.

Capítulo tercero. La muerte de un dictador

1

Poco después de haber llegado Mussolini a la prefectura de Como, envió un mensaje a Donna Rachele, la cual se había trasladado a Villa Montero, a poco más de un kilómetro de donde se hallaba Villa Locatelli, donde Wolff se vio rodeado por los partisanos. Mussolini decía a su mujer que se hallaba en la última etapa de su vida, en la última página de su libro, y le pedía perdón por todo el daño que sin querer le había causado. Luego rogaba que se trasladase con los dos niños, Anna María y Romano, a Suiza, donde podría comenzar una nueva vida.

Apenas había Rachele terminado de leer la carta, cuando sonó el timbre del teléfono. Era Mussolini, el cual había estado tratando todo el día de comunicarse con ella.

– Sigo mi destino -dijo con voz tranquila, resignada-. Estoy solo, Rachele, y comprendo que todo ha terminado.

Después de hablar brevemente a sus dos hijos, el Duce pidió a su esposa que fuera a Como a verle por última vez. Cuando ella hubo llegado, se dijeron adiós en el sombrío patio de la prefectura. Mussolini entregó a Rachele algunos documentos, incluyendo varias cartas de Churchill que podrían ayudarla a cruzar la frontera.

– Si tratan de detenerte y de hacerte algún daño, pide que te entreguen a los ingleses -dijo él.

Poco antes del amanecer, en aquel 26 de abril, Mussolini y su reducido séquito partieron en automóvil carretera arriba, por la sinuosa ruta que bordeaba la orilla occidental del lago Como, que resultaba un hermoso paisaje aun bajo la densa lluvia que caía.

En Menaggio, a cuarenta kilómetros de Como, el Duce se detuvo en la residencia de un funcionario fascista local, y dijo que esperaría allí a sus ministros y a los tres mil Camisas Negras que Alessandro Pavolini, el secretario del Partido Neofascista, había prometido reunir. Mientras Mussolini se hallaba durmiendo llegó el resto de su séquito, incluyendo a Claretta Petacci, escoltados todos por dos camiones blindados y varias compañías de Soldados Republicanos.

Mussolini se despertó y descubrió una larga caravana estacionada a lo largo de la carretera principal. Dijo que era demasiado arriesgado esperar allí a los Camisas Negras, y ordenó que todos los vehículos se colocasen a un lado del camino. Luego, él y Claretta Petacci subieron a un «Alfa Romeo» y emprendieron la marcha a gran velocidad por la estrecha carretera montañosa que llevaba a Suiza, seguidos por la comitiva.

En el pueblecillo de Grandola, Mussolini y sus acompañantes descendieron ante el «Hotel Miravalle», donde hicieron un alto para escuchar con gesto sombrío las noticias radiadas del avance triunfal de Clark, así como las del alzamiento general de los partisanos en el norte de Italia.

Elena Cucciati, hermosa muchacha, hija de una de las anteriores amantes del Duce, se acercó a Mussolini y se ofreció para regresar en bicicleta a Como, a fin de averiguar lo que ocurría con Pavolini y sus Camisas Negras. Cuando Claretta los encontró a los dos hablando en el jardín, comenzó a llorar, pidiendo a gritos que echaran de allí a la muchacha. Mussolini, azorado, trató de hacerla callar. Forcejearon, y ella se arrojó al suelo, quejándose y llorando desconsoladamente.

Por la tarde, tres de los funcionarios que iban con Mussolini huyeron del hotel, sin despedirse del Duce, y se encaminaron hacia la frontera suiza, a pocos kilómetros al oeste de donde se encontraban.

Mientras otros se preguntaban si debían escapar también, uno de los tres evadidos regresó con la desalentadora noticia de que sus dos compañeros habían sido capturados por los partisanos en la frontera.

Al anochecer, Mussolini, lleno de impaciencia, dijo a Birzer que iba a emprender la marcha inmediatamente hacia la Valtellina, sin esperar a Pavolini. Allí aguardaría a los Camisas Negras. Birzer le advirtió que los partisanos debían de haber establecido puestos de bloqueo en las carreteras; por otra parte, sus hombres necesitaban una noche de descanso, antes de intentar la huida por la carretera del lago. Mussolini prometió entonces quedarse en el hotel hasta el alba.

En horas tempranas del día, una patrulla de ocho partisanos descendía por las montañas que bordeaban la orilla oeste del lago Como, en dirección a Domaso, ciudad situada en las cercanías del extremo norte del lago. Su jefe era el conde Pier Luigi Bellini delle Stelle, un joven apuesto de veintidós años, con barba mefistofélica y un diploma en leyes por la Universidad de Florencia. Su padre, que fue coronel de caballería, había sido capturado por los alemanes en 1944 y murió en la cárcel a causa del mal trato que recibió.

Los partisanos de la zona de Como se hallaban bajo el mando de los comunistas, pero ni Bellini ni su segundo, Urbano Lazzaro, de veintidós años, eran miembros del Partido, e incluso se oponían con todas sus fuerzas al comunismo. Como muchos otros de aquel ambiente dominado por los comunistas, su principal objetivo consistía en luchar contra los alemanes y los fascistas, procurando cuanto antes restablecer la paz en Italia. La patrulla de Bellini había entrado en la ciudad a proveerse de tabaco únicamente. De pronto, los rodeó una turba, que les levantó en triunfo. «¡La guerra ha terminado!», gritaron una docena de voces. Bellini entró en una tienda y oyó decir al locutor de radio: «Los Aliados han cruzado el río Po y el ejército alemán se bate en retirada. Los Aliados se encuentran en Brescia y se aproximan a Milán. En esta ciudad ha estallado la insurrección y varios grupos de partisanos han ocupado los puntos clave de la misma, y la mayoría de los cuarteles.»

Los entusiasmados ciudadanos pidieron a Bellini que les permitiese unirse a él y sus veinte compañeros, que estaban en las montañas. Querían que Bellini se apoderase de toda la zona de Domaso. Pero Bellini sólo tenía armas suficientes para organizar una fuerza de cincuenta hombres, y al menos había doscientos enemigos bien armados en la región.

De todas formas, Bellini se decidió a actuar. Escribió una carta al comandante de la cercana guarnición fascista de Gravedona, exigiéndole que se rindiese antes de las nueve de la noche. A continuación pidió a una chica que bajase con su bicicleta por la carretera del lago, hasta Como, y que entregase el ultimátum al primer soldado que hallase. Otras notas semejantes fueron enviadas a diferentes guarniciones fascistas y germanas.

Por la tarde llegó la primera noticia favorable: la guarnición de Ponte del Passo se había rendido. Poco después, en cambio, Bellini se enteró de que los alemanes de Nuova Olonia, en las cercanías del estratégico puente situado en el extremo norte del lago, estaban disparando sus ametralladoras contra todo aquel que osaba acercarse. Bellini y Lazzaro avanzaron osadamente hasta el reducto alemán y solicitaron una tregua para parlamentar. Aseguró Bellini que era el comandante partisano de la zona y amenazó con hacer volar a los alemanes con disparos de mortero, si no se rendían. El comandante alemán terminó por capitular, y entregó mansamente su pistola a Bellini.

Ya de regreso a Domaso, Bellini sorprendió a un grupo de italianos que querían linchar a varios prisioneros fascistas.

– ¡Nosotros, los partisanos, no podemos erigirnos en jueces de todos los desafueros que los fascistas y los alemanes han cometido! -exclamó Bellini-. ¡Contestar a la maldad con más maldad, no haría otra cosa que perjudicar nuestra causa, colocándonos al mismo nivel que nuestros enemigos!

A medianoche, Bellini ya tenía bajo su control dieciséis kilómetros de la carretera que circundaba el lago, desde el puente hasta Dongo. Un kilómetro al sur de Dongo ordenó bloquear la carretera con troncos, bloques de piedra y alambre de púas. A un lado de la estrecha carretera, un talud caía casi verticalmente sobre el lago, en tanto que por el otro lado se alzaba un gran peñasco cubierto de arbustos: la Roca de Musso. Luego, agotado por la agitación de la jornada, Bellini se echó a dormir.

Pavolini acababa de llegar al «Hotel Miravalle» en un camión blindado. La lluvia todavía goteaba por su rostro cuando dijo a Mussolini que la mayoría de los Camisas Negras se habían rendido a los partisanos. Cuando el Duce le preguntó cuántos hombres habían llegado con él para luchar en la Valtellina, Pavolini vaciló un instante, y al fin dijo:

– Doce.

Al amanecer, Mussolini y lo que aún quedaba de su comitiva se unieron a un convoy alemán de veintiocho camiones que ascendía por la carretera del lago. En el camión blindado iba Pavolini junto con varios funcionarios del Gobierno, y dos grandes maletas de cuero llenas de documentos y dinero. Cerca del fin del convoy, en el «Alfa Romeo» amarillo de matrícula española, iba Claretta y el hermano de ésta, con otros familiares.

Mussolini viajaba solo en el «Alfa Romeo» que iba en cabeza. Al llegar a los alrededores de Menaggio, preguntó a un transeúnte si había partisanos por las cercanías.

El hombre le contestó:

– Los hay por todas partes.

Entonces el Duce ordenó detener el coche, descendió del mismo y subió al camión blindado. Eran casi las seis y media cuando la caravana pasó por Musso, a menos de dos kilómetros de Dongo. De pronto, un kilómetro más adelante, surgió en la carretera una barricada de troncos, rocas y alambre de púas. Era el obstáculo que había ordenado colocar Bellini.

Los partisanos dispararan al aire con sus ametralladoras, en señal de advertencia. El camión blindado contestó con fuego efectivo, dando muerte a un viejo campesino que iba hacia Dongo. Pero de uno de los automóviles de la caravana surgió una bandera blanca, y los disparos cesaron. Dos partisanos se asomaron detrás de la barricada y a ellos se les aproximó un oficial alemán que solicitó ver a su comandante.

En Domaso, despertaron a Bellini diciéndole que una columna alemana se dirigía hacia Dongo.

– Que detengan la columna -ordenó Bellini-. Nadie debe moverse, ocurra lo que ocurra.

Bellini envió dos emisarios al Norte, para pedir refuerzos, y en compañía de Lazzaro se dirigió a toda velocidad hacia Dongo. Por el camino dio instrucciones a Lazzaro para que colocase las fuerzas en posición favorable, sobre la gran roca que dominaba la carretera, mientras él negociaba con los alemanes.

Ya en Dongo, un carabiniere dio a Bellini los últimos informes acerca de la caravana detenida. El conde echó a andar por la carretera, y en pocos minutos llegó adonde se hallaba el camión blindado, cerca del cual había tres oficiales alemanes. El comandante alemán se presentó, en un italiano bastante aceptable, como hauptmann (capitán) Otto Kisnatt.

– Tengo órdenes de llevar a mis hombres a Merano (cerca de la frontera austríaca). Desde Merano me trasladaré a Alemania y seguiré la lucha allí contra los Aliados. No tenemos intención de combatir a los italianos -dijo el alemán.

– Por mi parte, me han ordenado que detenga a todas las columnas enemigas -dijo Bellini, que no había recibido tal orden, pero que creyó con ello impresionar a los alemanes- Por consiguiente, le pido que se rinda, y le garantizo un salvoconducto para usted y sus hombres.

– Sin embargo, nuestro Alto Mando y el de ustedes han llegado a un acuerdo -dijo Kisnatt, mintiendo a su vez-. Los alemanes no debemos atacar a los partisanos, y éstos, por su parte, nos dejarán pasar libremente.

– No tengo órdenes semejantes.

– Hemos llegado desde Milán hasta aquí sin disparar un solo tiro. Eso prueba que existe un convenio.

– Si han llegado hasta aquí, eso sólo demuestra que no han encontrado partisanos en el camino, o bien que los que hallaron no tenían fuerzas suficientes para detenerlos -aseguró Bellini, prosiguiendo con el juego de embustes-. Tenemos dominada toda la zona; estamos bien situados y tengo fuertes efectivos. Se encuentran ustedes bajo la mira de ametralladoras y morteros. Puedo destruirles en quince minutos.

Lazzaro llamó aparte a Bellini y le informó que había veintiocho camiones llenos de soldados alemanes, un camión blindado, el automóvil del comandante alemán, y otros diez coches llenos de civiles. En cada camión, dijo Lazzaro, había una ametralladora pesada y varios cañones antiaéreos livianos.

Comprendió Bellini que no podría contra tales fuerzas, en caso de desatarse la lucha. Pensó minar el puente de Vall'orba, unos cientos de metros más allá, en dirección a Dongo. Pero esto requería tiempo. Volvió el conde adonde estaban los alemanes, y declaró:

– En primer lugar, debemos comprobar quiénes son los que viajan con ustedes, y si hay italianos entre ellos.

Kisnatt admitió que había algunos italianos en el camión blindado y otros pocos en los automóviles.

– No soy responsable de ellos. Sólo me preocupan mis propios hombres. ¿Cuál es su decisión?

– Hemos decidido que no podemos cargar con la responsabilidad de dejarlos pasar, sin haber recibido órdenes en tal sentido. Nuestro cuartel general se encuentra a dos o tres kilómetros de aquí, y tenemos que ir a recibir instrucciones. Será aconsejable que nos acompañe uno de ustedes para establecer contacto con ellos.

Bellini no tenía idea del lugar donde estaban sus jefes; sólo quería alejar a Kisnatt de sus hombres, para que éstos no pudiesen actuar.

Cuando el partisano dijo que tardarían una hora y media, aproximadamente, Kisnatt contestó:

– Es demasiado tiempo. No podemos perder un momento… ¡Decídase aquí, ahora mismo!

– Imposible. No puedo dejarles pasar.

Por fin, Kisnatt accedió a acompañar a Bellini al cuartel general, aunque con la condición de que fuesen con otros en un coche alemán.

En voz baja, Bellini dijo a Lazzaro que hiciese una demostración de fuerza, haciendo salir a todos los partisanos a la carretera, y vistiendo a los campesinos que había por allí con algo rojo, a fin de que pareciesen también guerrilleros.

Al entrar en Dongo, el automóvil pasó ante barricadas y tropas de aspecto heterogéneo que llevaban brazaletes rojos. Llegados al puente situado al fin del lago, Bellini llamó a un partisano y le preguntó:

– ¿Están colocados todos los efectivos? ¿Se hallan dispuestas las minas?

El partisano se mostró algo desconcertado, hasta que vio el guiño que le hizo Bellini. Entonces contestó:

– Todo está preparado. Hágame saber cuándo debo entrar en acción.

Bellini siguió hacia el Norte. Cuando Kisnatt llegó al límite de su paciencia, Bellini detuvo el coche e hizo como que iba solo hasta su cuartel general. Dijo que regresaría con la decisión de sus superiores.

Mientras tanto en la localidad de Musso, no lejos de donde se hallaba detenida la caravana, el párroco del lugar, don Mainetti, se dirigía a su casa cuando fue abordado por un hombre barbudo que le dijo:

– ¡Debo hablar con usted, reverendo! No quiero que mi captura provoque ningún trastorno. Iré con usted a su casa. Puede llamar a algún partisano y me entregaré.

Se trataba de Nicola Bombacci. Treinta años antes, él y Mussolini habían actuado como revolucionarios socialistas. Luego, Bombacci se hizo un destacado dirigente comunista, pero al fin fue expulsado del Partido. En esos momentos era uno de los consejeros de Mussolini.

– Soy una víctima de mi propia estupidez -manifestó.

Y reveló a continuación que el Duce se hallaba en la columna que estaba detenida en la carretera.

Mientras se hallaban hablando, se acercó otro hombre con un muchacho, y dijo:

– Soy Romano, ministro del Gobierno. Este es mi hijo. Quiero dejarlo a su cargo, porque no sé lo que puede ocurrirme.

No bien acababa el sacerdote de llevar al muchacho a su casa, cuando un grupo de funcionarios oficiales -entre ellos, los ministros Mezzasomma y Paolo Zerbino-, llamaron a la puerta. Uno de ellos dijo:

– Somos personas importantes. Le rogamos que hable en favor nuestro.

Bellini regresó adonde se hallaba Kisnatt, sin revelar las presuntas órdenes que había recibido de sus jefes. Todos miraron llenos de expectación a Bellini, y éste se dio cuenta de que no podía seguir fingiendo más.

Mirando firmemente a Kisnatt a los ojos, manifestó:

– Estas son nuestras decisiones: Primero: sólo se concede permiso para seguir adelante a los vehículos y los soldados alemanes; todos los italianos y los vehículos civiles nos serán entregados. Segundo, los vehículos alemanes deberán detenerse en Dongo, para ser registrados, y sus ocupantes tendrán que presentar los documentos de identificación. Tercero, deberán ustedes detenerse en Ponte del Passo, a esperar una nueva autorización para seguir adelante.

Kisnatt vaciló y dijo que no podía abandonar a sus aliados italianos «en un momento de peligro». Pero Bellini se mostró irreductible, y el alemán solicitó media hora para consultar con sus oficiales.

Bellini asintió. Cuando se sentaba sobre un pequeño muro para encender un cigarrillo, se le acercó un sacerdote murmurando en voz baja. Era don Mainetti.

– ¿Qué ocurre?

– ¡Mussolini está aquí! No les deje marchar, porque estamos seguros de que se halla aquí.

Bellini no podía creer lo que le decían. De todos modos, pidió a Lazzaro que investigase. Lazzaro echó a andar hacia la caravana, pero consideró que el rumor era absurdo y no cumplió la orden que le habían dado.

Kisnatt regresó adonde se hallaba Bellini y dijo que aceptaría las condiciones si éstas resultaban también convincentes para los ocupantes del camión blindado.

Bellini se encaminó a un grupo que se hallaba junto al vehículo blindado, el cual ocupaba el centro de la carretera.

– ¿Quién manda aquí?-inquirió.

Un anciano civil, que lucía la medalla de oro de los mutilados de guerra, se destacó de los demás.

– Mi nombre es Francisco Barracu, y soy subsecretario del Gobierno.

A continuación presentó a los dos hombres que estaban más cerca de él, el teniente coronel Casalinovo, ayudante militar de Mussolini, y un Camisa Negra llamado Utimpergher.

Bellini contestó al saludo fascista de los demás con un breve saludo militar, y preguntó:

– ¿Qué piensan hacer?

– Seguir con los alemanes, desde luego -respondió Barracu, algo sorprendido-. La pregunta resulta innecesaria.

Bellini les aconsejó que se rindiesen.

– No, debemos continuar adelante a toda costa. Lo repito: seguiremos a la columna alemana.

La actitud gallarda del anciano Barracu pareció impresionar a Bellini, pero éste declaró que había llegado a un acuerdo con los alemanes para dividir la caravana.

– No piensen que los alemanes van a luchar por defenderles. Ellos ya no quieren combatir más. Eso está claro.

– Aun así, deseamos seguir adelante.

Bellini contestó que no era posible, y añadió:

– ¿A dónde irían ustedes?

– Es usted un soldado, y parece actuar como tal -dijo Barracu, persuasivamente-. Entonces comprenderá a un viejo militar, como yo. Vamos a defender Trieste de los eslavos de Tito. Si podemos llegar allí, estoy convencido de que organizaremos la resistencia, y salvaremos ese trozo de nuestro país, por el cual tantos italianos derramaron su sangre.

Bellini escuchó cortésmente y dijo que si dejaba seguir la columna, otros partisanos la detendrían posteriormente. Y en cuanto al futuro de Trieste, era un asunto que se encargarían de arreglar los Aliados.

– ¿Qué clase de italianos son ustedes?¿Se han olvidado ya de que nuestros padres murieron en Trieste?-exclamó Utimpergher, lleno de excitación.

– Por lo que se refiere al amor a mi patria -contestó secamente Bellini-, nada tengo que aprender de ustedes, o de los que, como ustedes, abrieron las puertas de nuestro país al invasor extranjero, que deportó y asesinó a nuestros propios compatriotas.

– Creo que cada uno cumplió con su deber a su modo -interrumpió Barracu, conciliador, y una vez más solicitó permiso para seguir adelante.

– Ya ve que los alemanes se están impacientando -dijo Bellini-. Como no hemos llegado a un acuerdo, creo que lo mejor será que los alemanes sigan hasta Dongo y luego podremos reanudar las discusiones.

Barracu afirmó que estaba conforme, ante la sorpresa de Bellini, el cual pidió a Kisnatt que retirase del paso el camión blindado, a fin de que la caravana pudiese seguir adelante. En uno de los camiones abiertos, sentado entre los soldados, se hallaba Mussolini vestido con un capote militar, para pasar inadvertido.

Sólo se permitió a un coche civil que siguiese a los alemanes: era el «Alfa Romeo», de matrícula diplomática española, que portaba la bandera de España. En su interior iba Marcello Petacci, con su mujer, sus hijos y su hermana Claretta. Marcello aparentaba ser cónsul español.

A continuación, Barracu reanudó sus ruegos, pero Bellini se mostró firme. Por fin, Barracu preguntó si podría volver a Como para explicar a su jefe el motivo que les impedía seguir hacia Trieste.

– ¿A su jefe?¿A Mussolini?¿Y dónde espera encontrarle?-preguntó Bellini.

– No hablo de Mussolini, sino del mariscal Graziani, que sé dónde se encuentra.

Como Bellini siguiera negándose, Casalinovo y Utimpergher comenzaron a gritar airadamente.

– ¡Cállense de una vez! -contestó Bellini-. Esto lo resolveremos nosotros. Escuchen si quieren, pero con la boca cerrada.

Los dos hombres se dirigieron entonces hacia el camión blindado y empezaron a hablar llenos de excitación con alguien del mismo. Bellini recordó entonces lo que le había dicho el sacerdote. ¿Era posible que Mussolini estuviese allí?

Sin esperar más, Bellini entró por la puerta trasera del vehículo y examinó a los que estaban en el interior del mismo.

– ¿Ha mirado bien?-inquirió Utimpergher, sarcásticamente-¿A quién esperaba hallar?

Bellini decidió dar permiso a Barracu para que se dirigiese a Como, ya que al fin y al cabo era un mutilado de guerra. Dijo que podía ir en el coche blindado, para regresar dentro de veinte minutos, y añadió:

– Pero le aseguro que si tratan de trasponer la barricada abriremos fuego.

El conde advirtió a los partisanos que se hallaban sobre el gran peñasco que el vehículo blindado iba a dar la vuelta, y que sólo debían hacer fuego si pretendía seguir adelante, en dirección a Dongo.

A las tres y cuarto, el camión blindado comenzó a maniobrar para dar la vuelta en la carretera. Pero los partisanos que había sobre la roca creyeron que trataba de dirigirse hacia Dongo y comenzaron a disparar. Tras algunas descargas, una granada estalló en el interior del vehículo, de cuya torrecilla salieron algunos disparos. Pavolini saltó por la portezuela trasera y corrió terraplén abajo, hacia el lago. El Camisa Negra que portaba los documentos de Mussolini le siguió con las carteras. Barracu fue alcanzado en el brazo derecho por un trozo de metralla, y a Casalinuovo y Utimpergher los capturaron en la carretera.

La plaza principal de Dongo habría constituido un escenario perfecto para representar una ópera romántica. Se hallaba flanqueada en tres de sus lados por edificios medievales, con las cumbres nevadas de los Alpes y el lago Como a lo lejos, como fondo ideal.

Allí estaba Lazzaro inspeccionando la caravana de camiones alemanes, cuando oyó los disparos procedentes de la barricada alzada en la carretera. A pesar de sentirse preocupado, siguió examinando los documentos de los soldados alemanes, hasta que oyó que alguien le llamaba con voz excitada:

– ¡Bill!

Este era su nombre como miembro del movimiento de resistencia, y el que lo había pronunciado era Giuseppe Negri, un fabricante de zuecos que había sido encarcelado recientemente durante tres meses por ayudar a los partisanos.

– ¿Qué sucede?-inquirió Lazzaro.

– ¡Tenemos en nuestro poder al Gran Bastardo! -susurró Negri.

– ¡Estás soñando! -dijo Lazzaro.

– No, Bill. Te digo que es Mussolini. Lo he visto con mis propios ojos.

– ¿Dónde está?

– ¡En uno de los camiones, vestido de alemán!

También esto parecía increíble, pero el pulso de Lazzaro se aceleró notablemente.

– Debes de estar en un error.

– Le he visto, y le reconocí al instante. Lo juro, es el propio Mussolini.

Explicó entonces que mientras examinaba los documentos de los alemanes de uno de los camiones, vio a un hombre cerca del conductor, que tenía una manta echada sobre los hombros.

– No pude verle la cara porque se había levantado el cuello del capote y tenía el casco echado sobre el rostro. Fui a pedirle los documentos, pero los alemanes trataron de detenerme, gritando: «Kamerad borracho, kamerad borracho.»

El fabricante de zuecos dijo que se sentó junto al desconocido y le bajó el cuello del capote.

– No se movió. Sólo le vi de perfil, pero le reconocí al momento -añadió-. Bill, es Mussolini, puedo jurarlo. Hice como que no me había dado cuenta, y vine a decírtelo.

Los dos hombres se encaminaron a lo largo de la fila de camiones, hasta que Negri se detuvo y señaló a un soldado que tenía el cuello levantado y un casco alemán sobre los ojos. Lazzaro se acercó al camión y, sin subir, con una mano, dio unos golpecitos al hombre que estaba allí acurrucado.

– Camerata! -exclamó.

Como el hombre ignorase aquel saludo fascista, Lazzaro volvió a decir:

– Eccellenza!

Tampoco obtuvo resultado, y al fin Lazzaro gritó lleno de irritación:

– ¡Cavaliere Benito Mussolini!

La figura se movió en su asiento, y Lazzaro creyó reconocer al Duce.

Un grupo excitado se reunió alrededor del camión, mientras Lazzaro subía al mismo. Se dirigió hacia el sospechoso y le quitó el casco, dejando al descubierto el familiar cráneo afeitado. Lazzaro le quitó las gafas oscuras que llevaba y le bajó del todo el cuello del capote militar. En efecto, era Mussolini, que tenía entre las rodillas un pequeño fusil automático.

Lazzaro le quitó el fusil y le hizo ponerse de pie.

– ¿Tiene alguna otra arma?

Sin decir una sola palabra, Mussolini se desabrochó la chaqueta y entregó al partisano una automática «Glisenti», de cañón largo.

Los dos hombres se miraron unos instantes, y Lazzaro sintió por un momento que perdía sus energías. Aquel era el hombre al que había venerado y maldecido, sucesivamente. La expresión de la cara cerosa de Mussolini indicaba que esperaba algunas palabras del partisano. No parecía atemorizado, sino presa de un gran cansancio.

La multitud comenzó a gritar en tono iracundo. Sólo dos días antes cuatro partisanos del lugar habían sido fusilados por los fascistas.

Lazzaro trató de decir algo que estuviese a la altura de la trascendental ocasión, y todo lo que se le ocurrió fueron estas palabras:

– Le detengo en nombre del pueblo italiano.

El partisano se sorprendió al comprobar lo tranquilo de su respuesta:

– No pienso resistirme -dijo Mussolini, con tono apagado.

– Le doy mi palabra de que mientras esté bajo mi cuidado nadie osará tocarle un solo cabello.

En cuanto hubo terminado de hablar, Lazzaro se dio cuenta de lo absurdo que era decirle eso a un hombre totalmente calvo.

– Gracias -replicó Mussolini.

Cuando Lazzaro acompañaba al Duce, a través de la plaza, hasta la alcaldía, el antiguo Palazzo Mangi, la multitud se aproximó a ellos, lanzando insultos.

Un hombre alto y delgado se acercó a Mussolini y le preguntó bruscamente:

– ¿Se acuerda de mí?

– No -contestó el Duce, y siguió andando.

– Soy Rubini, el hijo del ministro Rubini. ¿No se acuerda que me llamó a Roma tres veces?

El larguirucho Rubini aventajaba ampliamente en estatura al rechoncho dictador, cuyo capote alemán, que llevaba desabrochado, lo arrastraba casi por el suelo.

– Soy el alcalde de Dongo. ¿Me recuerda ahora?

– Sí, sí -contestó Mussolini-. Ya le recuerdo.

Los gritos de la turba adquirieron mayor intensidad, haciéndose amenazadores.

– No se preocupe -le dijo Rubini, con acento tranquilizador-. Aquí nadie le hará daño.

– Estoy seguro de ello -manifestó Mussolini, sin demasiada convicción-. Las gentes de Dongo son generosas.

Cuando entraban en la alcaldía, Lazzaro preguntó a Mussolini:

– ¿Dónde está su hijo Vittorio?

– No lo sé -replicó el Duce.

– ¿Y el mariscal Graziani?

– Lo ignoro; creo que se encuentra en Como.

Seguidos por una docena de curiosos que habían logrado cruzar por entre los guardias, Lazzaro acompañó al Duce hasta una gran estancia sencillamente amueblada que daba a la plaza. Mussolini se quitó el capote y se sentó en un banco.

– ¿Desea usted algo?-inquirió Lazzaro.

– Un vaso de agua, gracias.

– ¿Por qué estaba usted en el camión, con los alemanes, cuando sus ministros iban en el camión blindado?

– No lo sé. Me colocaron allí. Tal vez alguien me traicionase al final.

Lazzaro ordenó que desalojaran la habitación y dijo a un guardia:

– Nadie debe molestar al prisionero. Protéjale, y emplee el fusil, si es necesario.

La puerta se abrió de improviso, y dos partisanos empujaron hacia dentro a Barracu, Casalinovo y Utimpergher. Cuando éstos vieron a Mussolini, se pusieron en actitud de firmes y gritaron:

– Evviva il Duce!

Este asintió levemente, con un gesto ausente.

La multitud se apiñaba contra la puerta, tratando de entrar.

– ¡Échelos a todos! -ordenó Lazzaro.

Luego dijo a un partisano que comunicase a Bellini la noticia de la captura de Mussolini, y a continuación se encaminó de nuevo adonde estaba el convoy alemán.

– Aquí hay un cónsul español que quiere marcharse cuanto antes -le dijo un partisano.

– ¿Ha examinado sus documentos?

– Sí, parecen estar en regla. Dice que tiene que regresar urgentemente a Suiza para celebrar una entrevista. ¿Le dejo marchar?

– Un momento. Voy a verle yo mismo.

Lazzaro se dirigió hacia el «Alfa Romeo» amarillo. El hombre que lo conducía era grueso, rubio y tenía un gran lunar en la carnosa barbilla. Junto a él se hallaba una hermosa joven que miraba nerviosamente a Lazzaro. En el asiento trasero iba otra mujer, que ocultaba a medias su rostro bajo un cuello de pieles, y dos chiquillos. Lazzaro colocó el pie sobre el estribo y preguntó:

– ¿Es usted el cónsul español?

– Sí -contestó Marcello Petacci, con gesto de fastidio-. Y tengo mucha prisa.

Su manera de expresarse, en perfecto italiano, hizo que Lazzaro sintiera sospechas.

– ¿Puedo ver sus pasaportes, por favor?

Petacci protestó, pero al fin entregó tres pasaportes en los que se leía «Consulado Español en Milán». A Lazzaro no le había caído bien el presunto «funcionario español», y se alegró interiormente cuando descubrió que el sello de una de las fotografías estaba impreso y no en relieve.

– Estos pasaportes son falsos -dijo Lazzaro-. ¡Queda usted detenido!

En el asiento trasero, la mujer de Marcello Petacci miró con gesto suplicante a Lazzaro.

– ¿Cómo se atreve?-exclamó Petacci-. ¡Le pesará esto que hace!

Aseguró que tenía una entrevista en Suiza a las siete con un noble inglés, y añadió:

– ¡Jamás he visto semejante descaro!

Pero Lazzaro se guardó los pasaportes y ordenó al indignado Petacci que guiase el automóvil hasta la alcaldía, donde lo dejó para ir a ver a Bellini, al que encontró cuando entraba en el pueblo por la carretera.

– Acabo de capturar a Mussolini -dijo Lazzaro, como quitando al asunto importancia.

Lo primero que pensó Bellini era en la serie de complicaciones que aquello iba a acarrearles.

– Está bien -dijo, no obstante-. Vamos a echarle un vistazo.

Mussolini seguía aún sentado en el banco, mirando con gesto ausente a un punto fijo. Bellini le encontró viejo y decrépito. El conde dijo que se hallaba al mando de la zona.

– Le doy mi palabra de que no se le hará daño alguno -añadió.

El Duce observó detenidamente al joven partisano, alzó la cabeza y murmuró cansadamente:

– Se lo agradezco.

Bellini se dirigió entonces hacia Barracu, al que estaba vendando el brazo herido el farmacéutico de la localidad.

– ¿Por qué quisieron seguir adelante?-preguntó Bellini disgustado porque Barracu no hubiese cumplido su palabra-. ¿Por qué empezaron a disparar?

Barracu explicó que los partisanos habían comenzado los primeros, y que en ningún momento pensó en romper la promesa que había hecho.

Bellini preguntó solícitamente por la herida de Barracu, y luego se marchó a interrogar a los presuntos españoles, que habían sido llevados a otra estancia de la alcaldía. Petacci se levantó de su silla, al entrar Bellini, y se presentó como cónsul de España.

– Tengo muchísima prisa. Estoy agregado a la Embajada y debo llevar a cabo una importante misión diplomática.

Luego pidió permiso para marcharse con su esposa y sus hijos. Bellini manifestó que aquello no sería posible hasta haberse comprobado los documentos. Después señaló con la cabeza hacia Claretta, y preguntó:

– ¿Va con usted la otra señora?

– No, no la conocemos -dijo Marcello Petacci, mirando a su hermana-. Nos pidió que la llevásemos en el automóvil y accedí a hacerlo.

– Mamá, ¿por qué estamos aquí? ¿No nos van a dejar marchar estos idiotas partisanos?

– Bien educa usted a sus hijos, señora -dijo Bellini.

– Ya sabe cómo son los niños -contestó la mujer, tartamudeando-. Oyen cosas y luego las repiten.

– Y usted, señora, ¿quién es?-preguntó Bellini, dirigiéndose a Claretta, la cual le pareció atractiva, aunque tenía aspecto de estar muy cansada.

– Nadie importante. Me encontraba en Como durante los disturbios y para evitar cualquier peligro pedí a estos señores que me llevasen. Voy en busca de un sitio más tranquilo y creo que me he metido en un atolladero. ¿Qué piensan hacer conmigo?

Bellini dijo que lo decidiría más tarde, y después de saludar se marchó.

Lazzaro estaba en la habitación grande examinando las carteras de los ministros. Cuando hubo concluido, preguntó a Mussolini:

– ¿Y la suya?

– Sólo tengo una cartera. Está ahí, detrás de usted.

Cuando la estaba abriendo, el Duce dijo con voz grave y solemne:

– Esos son documentos secretos. Se lo advierto, tienen gran importancia histórica.

Lazzaro echó un rápido vistazo a los papeles. Trataban de Trieste, del juicio de Verona, [60] y de un plan para huir a Suiza. Una carpeta estaba llena de la correspondencia sostenida con Hitler. Debajo de los papeles había ciento sesenta soberanos de oro.

– Los llevaba para mis amigos más fieles -murmuró Mussolini.

Lazzaro también encontró cinco cheques; tres de ellos eran por medio millón de liras. Colocó el dinero a un lado, y entregó a Mussolini el resto del contenido de la cartera: un par de guantes de cuero negro, un pañuelo y un lápiz. Luego le ofreció un cigarrillo. El Duce lo rechazó, al tiempo que le daba las gracias, pero Barracu aceptó.

Bellini acababa de entrar en la estancia pequeña cuando oyó un gran vocerío en el exterior. Vio a tres partisanos que acompañaban a Pavolini desde el muelle del lago. Pavolini llegaba totalmente mojado. Bellini temió que la multitud llegase a linchar al hombre al que casi todos detestaban, y corrió hasta él para acompañarle hasta la alcaldía.

La frente de Pavolini aparecía ensangrentada, y todo su cuerpo temblaba. Cuando vio a Mussolini, levantó débilmente la mano derecha, en señal de saludo, y el Duce hizo con la cabeza un gesto afirmativo.

Hasta el fin de la tarde, Bellini no se dio cuenta del todo de la enorme responsabilidad que entrañaba para él la captura de Mussolini. Era evidente que tenía que luchar contra dos peligros: alguna fuerza alemana podía hacer una tentativa para liberarle, o bien las turbas pretenderían apoderarse de él para matarle.

Con la aprobación de dos jefes partisanos comunistas, Michele Moretti y el capitán Neri (cuyo nombre real era Luigi Canale), decidióse a trasladar al Duce a un lugar más seguro, donde pudiera pasar la noche. Primero le llevarían, a la vista de todos, al cuartel de los finanzieri (guardias fronterizos) de Germasino, unos cinco kilómetros hacia las montañas. Luego, unos pocos hombres de confianza le conducirían en secreto a otro escondite. El sol acababa de ponerse cuando Mussolini entró a un coche en compañía de un sargento de finanzieri. Bellini tomó asiento junto al conductor. Seguidos por un camión lleno de partisanos, abandonaron la ciudad y avanzaron por una carretera de segundo orden, sumamente escarpada. Bellini observó cómo el lago Como se iba empequeñeciendo cada vez más, mientras el horizonte se agrandaba, revelando sierras cuyos picos aparecían cubiertos de nieve. En aquellas montañas había pasado un año de peligros y privaciones. Ya había terminado casi todo, y pronto regresaría a su casa… si aún existía, y si encontraba vivos a sus familiares.

Debería odiar al hombre gordo que iba sentado atrás, pensó Bellini, pero, por raro que pareciese, no sentía animosidad contra él. Se volvió y extrajo un paquete de cigarrillos, que ofreció al Duce.

– No, gracias -dijo éste, y explicó que muy raramente fumaba.

– Siempre he envidiado a los que no fuman -declaró Bellini-. Es algo terrible querer fumar y no tener cigarrillos.

Permanecieron unos momentos en silencio. Luego, Bellini se volvió y agregó:

– Ha hecho usted muchas cosas en su vida, unas buenas y otras malas. Pero lo que nunca comprenderé y lo que nunca podré perdonar, es que haya usted consentido que sus hombres tratasen a los compañeros nuestros que caían en sus manos de manera tan bestial e inhumana.

– ¡No puede usted culparme de eso! ¡No es verdad! -replicó Mussolini, con vehemencia.

Y aseguró que podía probarlo con documentos.

Ya en el cuartel, Bellini aseguró una vez más a Mussolini que estaba a salvo de cualquier peligro.

– Todos han recibido órdenes para que le traten con consideración y cumplan sus deseos. Adiós, nos veremos pronto. ¿Desea usted algo más, antes de que me vaya?

El Duce dijo que no, pero luego cambió de parecer.

– Querría que diese recuerdos de mi parte a una dama que retienen ustedes en Dongo. La que viajaba con el caballero español.

– ¿Y qué desea usted que le diga?

– Nada en especial; sólo que estoy bien, que le envío mis saludos y que no debe preocuparse por mí.

– Está bien. Pero, dígame, ¿quién es esa dama?

– Pues… es una buena amistad.

– Al menos podría decirme su nombre, si espera que hable con ella.

– El nombre no tiene importancia -declaró el Duce, visiblemente incómodo-. Se trata sólo de una buena amiga, y no desearía crearle ningún problema, pobre mujer.

Bellini manifestó que al fin terminaría por averiguar quién era ella.

Entonces Mussolini miró furtivamente en torno a la habitación, y dijo con un susurro:

– Es la signora Petacci.

Bellini se dio cuenta de que era la amante del Duce, y manifestó:

– Daré su mensaje a esa dama.

– ¡Le ruego que no revele esto a nadie! -dijo Mussolini-. He confiado en usted, y es algo que debe quedar entre los dos. No quiero que ella pueda resultar perjudicada por mi culpa. Tiene que prometerme que nadie más lo sabrá.

Bellini saludó y se marchó.

Mussolini se sintió más tranquilo, y durante la cena relató a los impresionados guardias numerosas anécdotas de su visita a Rusia para entrevistarse con Stalin, y les habló del inminente derrumbe del imperio británico.

– ¡Ah, qué hermosa es la juventud! -afirmó, y como uno de los soldados le mirase sonriendo, añadió-: Sí, sí, la juventud es algo magnífico. Siento afecto por los jóvenes, aun cuando empuñen armas contra mí.

A continuación extrajo su reloj de oro del bolsillo y se lo entregó al sonriente guardia.

– Tenga, guárdelo como recuerdo mío.

En la pequeña estancia de la alcaldía de Dongo, Claretta Petacci acababa de pedir un coñac a uno de los guardias. Pero cuando éste se lo trajo, no tomó más que un sorbo. Aún conservaba el sombrero en forma de turbante y el abrigo de pieles con que había viajado. En la mano derecha llevaba un anillo de casamiento. A continuación pidió un café, lo probó ligeramente y dijo que no era bueno. Preguntó si le podían servir otra copa de coñac.

El guardia le dijo que tomase el que acababa de llevarle. Ella replicó, indignada:

– Le ha caído polvo encima; puede hacerme daño.

Por fin tomó la copa, y después de limpiar el borde, bebió el contenido.

– Espero que no me perjudique -añadió.

Poco después se pinchó un dedo con un alfiler y quiso que llamasen a un médico. Cuando se le rompió una uña pidió que le llevaran una lima. Claretta estaba sola, en el momento en que Bellini entró en la estancia.

– Alguien me ha dado saludos para usted -dijo el partisano, con voz tranquila.

– ¿Saludos para mí?¿Quién era?-inquirió ella, mirándole con un gesto de sorpresa.

– Alguien al que acabo de dejar -declaro Bellini, tomando asiento junto a la mujer-. Uno de mis prisioneros.

– Quizá el caballero español que me trajo en automóvil.

– No. Es otro hombre al que usted conoce muy bien. Es Mussolini.

– ¡Mussolini! Pero si no lo conozco…

Bellini dijo a Claretta Petacci que no era muy buena actriz, y agregó:

– Sé quién es usted, signora. El mismo Mussolini me lo dijo. Bellini se dispuso a marcharse. Pensó que, después de todo, la Petacci no era más que una aventurera.

– Por favor -dijo ella-, ¿puede asegurarme que es cierto, que fue Mussolini quien le dio ese mensaje?

– Le digo que sé quién es usted. Usted es la signora Petacci.

– Sí, es cierto; soy Clara Petacci -replicó ella, suspirando profundamente.

De pronto, comenzó a hacer preguntas. ¿Cuál era el mensaje de Mussolini?¿Dónde estaba él?¿Se hallaba en peligro? Bellini le rogó que tuviese calma. Dijo que él mandaba en la zona y que Mussolini no estaba en peligro…, al menos por el momento.

– ¿Por el momento?-exclamó ella, alarmada-. ¿Por qué dice eso?¿Qué puede ocurrirle?¡Dígamelo, por piedad!

Bellini dijo que no le ocurriría nada a Mussolini si no se hacían tentativas para liberarle.

– ¿Liberarle? Pero, ¿quién puede pensar en eso?¡Si hubiese usted visto lo que yo en los últimos días! ¡Que gentuza! Era una vergüenza ver cómo huían. Lo único que pensaban era en salvar su mísera piel. Nadie pensó un instante en el hombre al que habían jurado lealtad, y por el que se suponía que iban a dar la vida…

Claretta Petacci se puso a llorar y Bellini tomó asiento a su lado, de nuevo, preguntándose si no se habría equivocado al juzgarla.

– ¿Qué le pidió él que me dijese?-preguntó de nuevo Claretta.

– Sólo quería enviarle recuerdos y decirle que no se preocupase por él.

Rogó después que el Duce fuese entregado a los Aliados, y Bellini contestó:

– Los Aliados nada tienen que ver con esto. Al contrario, voy a tratar de que no caiga en sus manos. La suerte de él sólo concierne a los italianos.

Cuando Bellini se puso de nuevo de pie, la mujer preguntó, con tono vacilante:

– Dígame, ¿qué van a hacer ustedes conmigo?

– No lo sé. Ha estado usted muy cerca de Mussolini y es bien conocida. Las autoridades decidirán.

De pronto, Claretta Petacci preguntó a Bellini si creía que se había convertido en la amante de Mussolini por motivos egoístas.

El partisano no supo qué contestar.

– ¡Cielos, también usted! Todos creen cuanto se ha dicho de mí -exclamó ella, sollozando-. Le he querido tanto, que su vida se convirtió en la mía. Sólo me parecía vivir cuando estaba con él, lo que siempre era por poco tiempo. ¡Debe usted creerme!

Bellini pensó durante un momento que ella estaba haciendo una farsa. Pero luego le dijo, suavemente, que creía cuanto le había dicho.

– Es usted muy atento -contestó Claretta, llevándose un pañuelo a los ojos y preguntándole después si podía hacerle un favor.

Bellini dijo que primero tenía que saber de qué se trataba. Acercó un poco su silla, encendió un cigarrillo y la observó, mientras ella parecía ordenar sus pensamientos, con los ojos entrecerrados. Por fin, con voz serena, la mujer afirmó que había conocido a Mussolini en 1926, cuando ella sólo tenía veinte años.

– El era entonces un hombre muy joven de aspecto, que no representaba en modo alguno su edad -siguió diciendo Claretta, y añadió que Mussolini tenía en aquella época cuarenta y tres años.

Se sintió atraída por su fuerte personalidad y por la sensación de osadía y firmeza que de él se desprendían. De todos modos, ella se dio cuenta de que su alegría era forzada. Evidentemente, se hallaba inquieto, y ninguna de las numerosas amantes que tenía le había proporcionado un amor verdadero.

– Todo lo que yo deseaba era que él pudiera considerarme como una amiga fiel a la que pudiese recurrir cuando intentaba evadirse de los problemas diarios.

Preguntó luego Claretta a Bellini si le estaba aburriendo con su larga historia, y él replicó con franqueza que no era así. Le habló entonces del amor que se profesaron ambos, del total desinterés que ella sentía por la política y de que hasta las antiguas amantes de Mussolini acudían a pedirle ayuda.

– Y puede usted creerme -dijo ella-, cuando le digo que yo solía interceder por esas mujeres. Siempre estuve enterada de sus muchos amores, pero, a pesar de eso, no me sentía celosa.

Le comprendía y le perdonaba, y me alegraba de ser la única que mandaba en su corazón y sus sentimientos.

Por esa razón, declaró, no había pensado en abandonarle, al llegar el fin. Entonces, Claretta se inclinó hacia adelante, cogió la mano de Bellini y dijo:

– ¡Déjeme ir con él!

Bellini se estremeció, liberó sus manos suavemente y dijo que los fascistas podían tratar de liberar al Duce, lo que sería un peligro para ella.

– Ahora lo comprendo -dijo Claretta, y lo repitió una y otra vez-. ¡Van ustedes a matarle!

Se secó de nuevo las lágrimas con el pañuelo, y algo más serena, manifestó:

– Debe usted prometerme que si matan a Mussolini podré estar a su lado en los últimos momentos y que me matarán junto a él. ¿Es eso pedir demasiado?

– Pero, signora

– Quiero morir con él. Mi vida no tendrá objeto cuando muera Mussolini. Me moriría, de todos modos, pero más lentamente y con mayores sufrimientos.

La forma en que Claretta trataba de contener sus emociones, conmovió aún más a Bellini que su llanto.

– Por favor, no se inquiete de ese modo. Le juro que no tengo la menor intención de matar a Mussolini -aseguró el conde. Claretta le miró fijamente y él sonrió para tranquilizarla.

– Le creo -dijo ella, suspirando.

– Procuraré hacer lo que pueda -afirmó Bellini, en el momento de marcharse.

El conde se trasladó a otra estancia, y dijo a los dos partisanos comunistas, Moretti y el capitán Neri, que la mujer que se hallaba en la habitación contigua era Claretta Petacci. Les contó lo que ella le había pedido y añadió:

– No creo que haya nada de malo en eso. Estuve a punto de acceder, pero antes quise conocer la opinión de ustedes.

Tanto Nero como Moretti declararon que no tenían ningún inconveniente, y entonces Bellini volvió a donde se hallaba Claretta Petacci.

– Bueno, señora -dijo él, alegremente-. Vamos a acceder a su petición. Puede usted ir a su lado. ¿Está contenta?

– ¡Gracias, muchas gracias! -exclamó ella, y trató de besarle la mano, pero Bellini la retiró, visiblemente azorado.

A las once de la noche, Bellini, Neri y Moretti aún no habían recibido instrucciones del cuartel general de los partisanos, en Milán. En consecuencia, decidieron proseguir con sus planes de ocultar a Mussolini. Bellini dijo que saldría en seguida hacia Germasino, para ir a buscarle.

Estaba lloviendo intensamente cuando el conde salió a la plaza de la población. El lago tenía una apariencia espectral, entre las tinieblas. Era una noche perfecta para trasladar al Duce, se dijo Bellini. Ordenó entonces a su conductor que se encaminase hacia el cuartel de los finanzieri.

El partisano que estaba de guardia, un tal Buffelli, condujo a Bellini hasta una celda donde se encontraba el Duce acostado sobre un catre.

– ¿Está usted dormido?-inquirió Bellini suavemente.

– No, no -contestó Mussolini, echando la manta a un lado-. Sólo estaba descansando.

– Siento molestarle, pero es necesario que se levante. Vamos a llevarle a otro lado. Queremos trasladarle a un lugar más seguro.

– Lo esperaba -dijo el Duce, que comenzó a tiritar, por lo que el conde le recomendó que se abrigase bien.

– Le traeré su abrigo -manifestó Bellini, y se acercó a la silla sobre la que se hallaba el capote alemán.

– No, no quiero esa prenda. Ya he terminado con los alemanes. Me traicionaron tres veces y no deseo nada de ellos. Prefiero otra cosa.

Bellini le proporcionó un capote de finanzieri y le colocó una capa sobre los hombros. Después dijo al Duce que sería conveniente vendarle la cabeza para que no le reconociesen.

– ¿Le importaría?-añadió Bellini.

– No, si usted lo considera necesario.

Vendaron el rostro del Duce, a excepción de los ojos y la boca, y salieron de regreso hacia Dongo.

– Dígame -manifestó Mussolini, con tono vacilante-, ¿pudo usted hablar con la dama?

– En efecto.

– ¿Cómo se encuentra?

– Bastante bien, teniendo en cuenta la situación. Desde luego, está algo deprimida, y preocupada por el futuro.

Bellini observó que la figura vendada que estaba a su lado permanecía en silencio.

– Ahora voy a darle una sorpresa que creo que le gustará -agregó-. Esa señora me pidió que la dejase estar junto a usted. Tanto me rogó y suplicó, que al fin consentí en ello.

– ¡Cómo! -exclamó Mussolini, visiblemente conmovido. El Duce se aflojó un poco el vendaje, y después de aclararse la garganta varias veces, inquirió:

– ¿Puedo saber a dónde me llevan ahora?

– A un lugar en las cercanías de Como, donde podrá permanecer en secreto y con toda seguridad.

En Como, mientras tanto, el coronel Giovanni Sardagna, comandante local de los partisanos, acababa de recibir un telegrama del cuartel general de Milán, que decía así:

«Traiga a Mussolini y a sus jerarcas a Milán cuanto antes.»

Sardagna llamó a Milán y manifestó que era demasiado arriesgado llevar allí al Duce. En consecuencia, se decidió trasladarlo en lancha hasta Blevio, un pueblo de la costa oriental del lago situado unos seis kilómetros al norte de Como, donde podrían ocultarle temporalmente en una apartada finca, perteneciente a Remo Cademartori, un industrial de la región.

Informaron a Cademartori que pronto tendría un invitado, un oficial inglés herido. Pero el industrial dedujo que se trataba de Mussolini y se trasladó al embarcadero, donde esperó a la lancha en compañía de su anciano jardinero.

Mussolini y sus dos acompañantes se iban aproximando a Dongo. Al trasponer una curva, vieron un automóvil estacionado cerca de un puente y se detuvieron. Moretti salió del coche y dijo al conde que todo estaba dispuesto. Bellini vio al capitán Neri y a Claretta, que salían asimismo del vehículo, y dijo a Mussolini que podía ir junto a ellos.

– Buenas noches, Eccellenza -dijo Claretta, saludándole protocolariamente.

– Buenas noches, signora -contestó Mussolini.

Ambos se miraron en silencio, mientras la lluvia caía sobre ellos.

– ¿Por qué me has seguido?-dijo al fin Mussolini.

– Porque así lo deseaba. Pero, ¿qué te ha ocurrido? ¿Te han herido?

– No, no es nada -declaró Mussolini, arreglándose nerviosamente el vendaje de la cabeza-. Una simple precaución.

– Debemos irnos -manifestó Bellini-. Por favor, vuelva al coche, señora.

– Pero, ¿por qué no podemos quedarnos los dos juntos?-inquirió Claretta-. Recuerde que me lo prometió.

Bellini dijo que era más seguro ir en coches separados. Entonces Gianna, una muchacha partisana que había ayudado a vigilar a Mussolini, se acercó a Bellini esgrimiendo una pistola de gran tamaño.

– No te preocupes -afirmó-. No se irá de mi lado. Si advierto algo sospechoso, le pego un tiro.

Bellini declaró que no tenía que disparar, a no ser que él diera la orden.

– Está bien -contestó la muchacha-. Pero si te ocurre algo, le mato en el acto.

Colocaron a Mussolini entre ellos, en el asiento posterior, y el capitán Neri abrió la marcha en el otro automóvil. Los partisanos situados en cada puesto de vigilancia de la carretera les conocían y les dejaron pasar. Cuando se acercaban a Menaggio, Mussolini pronosticó que aquel año habría una cosecha excelente, especialmente de cereales y uvas. De improviso se oyó una descarga de ametralladora.

Bellini ordenó al conductor que se refugiase bajo una gran roca que sobresalía hacia la derecha de la carretera, y Neri salió del coche, identificándose, con lo que cesaron los disparos. Pero los partisanos del puesto siguiente, tres kilómetros más adelante, no le reconocieron. Sin embargo, al ver a Bellini, uno de ellos gritó:

– ¡Pedro! ¡No puedo creerlo! ¡Aún estás con vida!

Bellini, cuyo nombre en la resistencia era Pedro, explicó que el hombre vendado que se sentaba junto a él era un partisano herido.

– Le llevamos a Como urgentemente. Procura abrirnos paso lo más rápido que puedas.

En la plaza de Moltrasio, unos ocho kilómetros antes de llegar a Como, oyeron disparos a lo lejos, y un hombre del lugar les dijo que los Aliados estaban eliminando partidas de fascistas en las calles de Como.

Tras un rápido cambio de impresiones, decidieron regresar. Neri dijo que tenía un buen lugar para ocultar a Mussolini, cerca de la carretera situada frente al lago. En consecuencia, dieron la vuelta y después de veintidós kilómetros de marcha llegaron a Azzano.

– Salgan todos, por favor -dijo Neri-. Tenemos que ir andando un trecho.

Comenzaron entonces a ascender por un escarpado camino de pedruscos que cruzaba el pueblecillo. Pronto dejaron atrás las casas y se encontraron en el campo. El suelo era resbaladizo, sobre todo para Claretta, que llevaba tacones altos. Bellini cogió un pesado bulto que ella llevaba y se lo entregó a un guardia. Mussolini, que iba envuelto en una manta, la cogió por un brazo, y Bellini lo hizo por el otro. Durante casi un kilómetro ascendieron penosamente por una colina, hasta llegar al villorrio de Bonzanigo.

Neri se encaminó hacia la primera casa, un edificio de tres pisos pintado de blanco, y llamó a la puerta trasera. El dueño, Giacomo de María, bajó las escaleras, abrió la puerta y parpadeó, aún no del todo despierto. Neri le pidió refugio para «un hombre herido», y el grupo fue invitado a pasar. Giacomo les condujo por unas estrechas escaleras hasta la cocina, donde su mujer, Lía, estaba encendiendo el fuego en una gran chimenea de leña.

El matrimonio accedió a tener a Mussolini y Claretta durante unos días, en el más absoluto de los secretos, y enviaron sus hijos a la montaña, a fin de tener sitio para alojar a los recién llegados. Lía preparó un buen jarro de café de malta. Mussolini no lo probó, pero Claretta, que había rechazado un café mejor en Dongo, bebió el suyo con gesto satisfecho.

Bellini y Moretti ascendieron al piso superior para examinar la habitación de los muchachos. Era pequeña, y en ella se veían dos baúles, un lavabo, dos sillas, un pequeño armario y un lecho de dos plazas con una llamativa imagen sobre la cabecera. Mirando por la ventana, Bellini vio que la altura era de unos siete metros hasta el suelo. Por allí no había posibilidad de huída.

Mussolini y Claretta se hallaban sentados tranquilamente junto al fuego, disfrutando de la tibia temperatura, cuando regresó Bellini. Dijo a dos de los guardias que siguieran vigilando hasta que fuesen relevados, y prometió a Claretta que le enviaría su maleta desde Dongo. Al marcharse, Bellini se volvió para echar una mirada final a la pareja. Mussolini, aún con la cabeza vendada, tenía las manos sobre las piernas y estaba recostado en el respaldo de su silla, mirando fijamente al fuego. Claretta estaba inclinada hacia delante, con los codos sobre las rodillas y la barbilla apoyada en una mano.

Pocos minutos más tarde Claretta pidió ir al baño, y Lía la condujo hasta un rústico cobertizo. Uno de los guardias se quedó vigilando en las proximidades. Cuando Lía regresó a la cocina, Mussolini se había quitado las vendas. Sus rasgos eran tan conocidos que la mujer llevó aparte a su marido y susurró:

– Se parece a Mussolini, pero no puede ser. ¿Qué haría el Duce en casa de unos granjeros?

Supusieron que se trataría de algún prisionero alemán, pero no tenían idea de quién podía ser la guapa señora.

Lía enseñó la habitación a Claretta, y después de algunos instantes ésta volvió y dijo a Mussolini:

– Ven a ver. Nos han preparado una habitación para los dos.

El Duce palpó el colchón, como si fuera un turista de vacaciones, y dijo a Lía:

– Está bien, muchas gracias.

Claretta preguntó si podían llevarles otra almohada, y explicó:

– El suele dormir con dos almohadas.

Lía trajo lo que le pedían, y les deseó que pasaran una buena noche. Cuando bajaba por las escaleras, pensó: «¡Qué gente más agradable!»

2

En Milán, mientras tanto, un grupo de dirigentes de los partisanos se reunió y decidió enviar a Walter Audisio, cuyo nombre en el movimiento de resistencia era el de «coronel Valeria», en busca de Mussolini. La reunión se postergó para el día siguiente, pero los comunistas siguieron hablando y se enteraron de que Palmiro Togliatti, jefe del Partido Comunista Italiano, había ordenado en secreto la ejecución sumaria de Mussolini y su amante. Sin la menor objeción se convino enviar al coronel Valerio para que diese muerte a los prisioneros en cuanto se les identificase. Valerio era un comunista acérrimo, que había luchado en la guerra civil española.

Para evitar cualquier tentativa de los Aliados de capturar a Mussolini con vida, los comunistas enviaron el siguiente telegrama al cuartel general de los Aliados, en Siena:

«El Comité de Liberación lamenta no poder entregar a Mussolini, el cual, habiendo sido juzgado por un tribunal popular, fue ejecutado en el mismo lugar donde quince partisanos fueron fusilados por los fascistas.»

Valerio salió de Milán poco después del amanecer del 28 de abril, con una escolta de unos quince guerrilleros bien armados. Una hora más tarde, el grupo se vio detenido por los partisanos de Como, que se oponían a que Mussolini fuese llevado a Milán, pues querían tener el orgullo de recluirle en su propia cárcel.

Por fin, Valerio -un individuo alto, robusto, de unos cuarenta años- empuñó una pistola e insistió en que le tenían que dejar llamar por teléfono a su cuartel general de Milán. Se hizo la llamada y al fin llegóse a un acuerdo: Valerio podía seguir hasta Dongo para apoderarse de Mussolini, pero deberían acompañarle dos partisanos de Como, llamados Sforni y Angelis.

A la una y media un partisano corrió lleno de agitación hasta donde se hallaba Bellini y le dijo que un coche negro y un camión acababan de llegar a la plaza de Dongo. Unos hombres armados que aseguraban ser partisanos, estaban rodeando la Alcaldía, y su jefe exigía ver al comandante local.

Bellini temió que se tratase de un plan para liberar a los prisioneros. Llamó a Lazzaro, que se hallaba en Domaso, y le ordenó que mandase refuerzos inmediatamente. Después se encaminó hacia la plaza. Formando una fila se hallaban en el centro de la misma quince hombres armados con fusiles ametralladores. Con sus uniformes de color caqui, bien planchados, aquellas gentes tenían un raro aspecto, para ser partisanos. Un hombre alto, ligeramente calvo y de rostro atezado, se presentó como el coronel Valerio, enviado especial del Cuartel General del Cuerpo de Voluntarios de la Libertad, y dijo con acento imperioso a Bellini:

– Tengo que hablar con usted en privado sobre un asunto de la mayor importancia.

Bellini le contestó que le acompañase a su despacho, y añadió:

– Deje a sus hombres aquí y sígame.

– Mis hombres deben venir conmigo -manifestó Valerio.

Inquirió Bellini a los acompañantes de Valerio si tenían hambre, y como contestasen afirmativamente, les envió a la cocina. Examinó luego Bellini los documentos de identificación de Valerio y los encontró en regla. Pero había algo en el coronel que no le gustaba, y dijo que prefería entregar los prisioneros en su propio cuartel general.

– Al fin y al cabo, nosotros los capturamos -agregó.

– Eso no tiene ninguna importancia -replicó Valerio, sin rodeos-. He venido a matarlos.

Bellini se estremeció.

– La sentencia ha sido decretada por el Comité Nacional de Liberación, y es una orden del cuartel general. Me han encomendado que la lleve a cabo, y estoy dispuesto a hacerlo. Bellini dijo que tenía que hablar con sus compañeros. Neri, Moretti y Giana, la muchacha partisana -todos ellos comunistas, como Valerio-, pensaron del mismo modo que Bellini.

– No debemos entregarlos -repetía incesantemente Gianna. Sin embargo, a ninguno se le ocurría una justificación.

– Bien, le entregaremos los prisioneros -dijo por fin Bellini a Valerio-, pero nos declaramos en contra de lo que usted se dispone a hacer.

Valerio miró despectivamente al conde y pidió una lista de los prisioneros.

– Benito Mussolini, ¡muerte! -leyó, e hizo una cruz con un lápiz, al margen-. Clara Petacci…, ¡muerte!

Bellini dijo que era inadmisible que se diese muerte a una mujer.

– Fue consejera de Mussolini, en el aspecto político, durante muchos años -aseguró Valerio.

– ¡Era sólo su amante!

– ¡Sé bien lo que estoy haciendo! -gritó Valerio, irritado-. ¡Y soy el único que debe decidir!

Agregó que tenía prisa y que debía volver a Milán antes del anochecer con los cadáveres. Bellini insistió en que la sentencia debía ser anunciada por un tribunal debidamente constituido, pero al fin accedió a reunir a todos los prisioneros en la Alcaldía. En ese momento llegó un partisano con la noticia de que dos hombres, llamados Sforni y Angelis, manifestaban haber sido enviados por el Comité Nacional de Liberación de Como para detener la actuación de Valerio y para hacerse cargo de Mussolini. Sin embargo, no pudieron presentar las debidas credenciales, y Bellini tuvo que permanecer inactivo mientras Valerio ordenaba que les encerrasen.

El hermano de Claretta fue introducido en la estancia, y Valerio le preguntó:

– ¿Habla usted español? [61]

Petacci vaciló, y dijo:

– No, pero hablo francés.

– ¿Cómo es eso?¡Un cónsul de España que no habla español! -manifestó Valerio, sarcásticamente.

Petacci explicó débilmente que llevaba viviendo en Italia veinte años, pero que había visto a su padre en España hacía seis meses.

– Y cuando vio a su padre, ¿le habló en francés?-inquirió Valerio, bromeando.

Entonces el coronel se puso de pie y abofeteó a Petacci, mientras decía airadamente:

– ¡Sé muy bien quién eres, cerdo! ¡Eres Vittorio Mussolini! ¿Te acuerdas de cuando andabas rondando por los estudios cinematográficos?

– Pero…, está usted equivocado -tartamudeó el hermano de Claretta Petacci.

El enfurecido Valerio arrinconó a Marcello contra una pared y ordenó a Lazzaro:

– ¡Sáquelo afuera y mátelo…! ¡Ahora mismo!

Lazzaro extrajo de mala gana su pistola y ordenó a Petacci que saliera delante de él. Mientras bajaban las escaleras, Petacci seguía insistiendo que no era Vittorio Mussolini. Cuando atravesaron la plaza, la gente empezó a gritar:

– ¡Miren qué gordo está! ¡Que le maten!

Lazzaro contuvo a la turba con su arma, y condujo a Petacci hacia el monasterio de capuchinos, para pedir los oficios de un sacerdote. Luego encendió un cigarrillo y se lo entregó al prisionero.

– Es verdad que no soy cónsul español -admitió Petacci-. Pero tampoco soy Vittorio Mussolini. En realidad soy el jefe del Servicio de Inteligencia Italiano.

Lazzaro hubiese preferido que el prisionero se callase, para poder pensar mejor. Después de todo, ¿por qué iba él a matar a un hombre, sólo porque fuese Vittorio Mussolini?

Llegó en esos momentos un capuchino, y Lazzaro se retiró para que los dos hombres pudiesen hablar con más libertad. Al cabo de media hora, Lazzaro se aproximó, y Marcello le dijo: -No soy Vittorio Mussolini. ¡Soy Marcello Petacci!

– Bueno, ¿y qué?-contestó Lazzaro, que había entendido «Pertacci».

– Soy Marcello Petacci -repitió el prisionero.

– ¿Pertacci?

– No, Pertacci no; Petacci.

Eran las cuatro de la tarde cuando Valerio, Moretti y Neri llamaron a la puerta de la casa de los María. Valerio subió corriendo al tercer piso e irrumpió en la habitación donde estaban Mussolini y Claretta.

– ¡He venido a rescatarle! -gritó.

– ¿De verdad?-preguntó Mussolini, sarcásticamente.

Claretta comenzó a rebuscar entre un montón de ropa, y Valerio le preguntó, lleno de impaciencia:

– ¿Qué busca?

– Mi combinación…

El coronel les dijo que se diesen prisa, y les empujó luego escaleras abajo. Lía les vio salir por la puerta, y entró en el dormitorio. La funda de las almohadas estaba manchada con tinte de pestañas.

Mussolini y Claretta fueron llevados al poblado de Bonzanigo, hasta la plaza, donde algunas mujeres lavaban la ropa golpeándola contra la piedra de la fuente. Cruzaron bajo una antigua arcada, y luego ascendieron a un automóvil que allí había estacionado. Con dos hombres subidos en los estribos, el coche comenzó a descender lentamente por la colina, en dirección a Azzano. Dos pescadores curiosos les siguieron.

El vehículo había avanzado sólo unos cientos de metros, cuando se detuvo ante una gran puerta de hierro que constituía la entrada de una finca.

Valerio salió del coche. Obrando como si presintiese algún peligro, susurró:

– ¡Oigo ruidos! Voy a ver qué sucede.

Dijo a Mussolini y Claretta que permaneciesen en sus puestos y avanzó cautelosamente hacia una curva que había algunos metros más adelante. Luego regresó, y siempre en voz baja dijo al Duce y su compañera que se ocultasen detrás de la puerta.

Mussolini se mostró desconfiado, pero fue hacia donde le indicaban. Claretta se le reunió en seguida. Se produjo un embarazoso silencio, y de pronto Valerio gritó:

– ¡Por orden del cuartel general del Cuerpo de Voluntarios de la Libertad, debo hacer justicia al pueblo italiano!

Mussolini permaneció inmóvil, pero Claretta le rodeó el cuello con los brazos y exclamó:

– ¡No, no debe morir!

– ¡Apártese si no quiere que la maten también! -dijo Valerio.

Claretta se colocó a la derecha del Duce. Con el sudor resbalándole por el rostro, Valerio apuntó con el fusil ametrallador hacia Mussolini, y oprimió el gatillo. No ocurrió nada. Extrajo entonces su pistola, pero también se le encasquilló.

– ¡Deme su arma! -dijo Valerio a Moretti.

Este le entregó un fusil ametrallador que Bellini le había entregado hacía un mes tan sólo. Desde cuatro metros de distancia Valerio disparó una ráfaga de cinco tiros. Mussolini cayó de rodillas y luego se desplomó sobre el suelo.

En seguida, Valerio volvió el arma hacia Claretta.

Bellini había ido a recoger a otros seis prisioneros al cuartel de los finanzieri, situado en Germasino. De regreso por la escarpada que llevaba a Dongo, los prisioneros comentaban la belleza del paisaje.

– ¡Lástima que nuestra situación nos impida disfrutar más del panorama! -afirmó Pavolini.

– Yo me preguntó cómo hemos podido llegar hasta aquí -murmuró Casalinovo.

– ¿Y qué otra cosa esperaba?-replicó Pavolini, bromeando-. Mussolini siempre tiene razón en lo que hace.

Cuando Bellini salía de su coche, ante la Alcaldía, Lazzaro se aproximaba con Petacci. Lazzaro explicó que su prisionero aseguraba ser Marcello Petacci, y no Vittorio Mussolini. Un partisano intervino y dijo que había visto a Vittorio Mussolini muchas veces.

– Puedo asegurarles que ese cónsul español no es él. Cuando Petacci vio a los demás prisioneros, exclamó:

– ¡Esos me conocen!

Pero Pavolini, Casalinovo y Barracu le volvieron la espalda. Para ellos era peor que un alcahuete.

– ¿Conocen a este hombre?-preguntó Lazzaro.

Nadie contestó.

– ¿Conoce usted a ese hombre?-inquirió Lazzaro, dirigiéndose a Barracu.

– No -dijo el subsecretario, mirando a otro lado.

– ¿Y usted, Pavolini?

– No.

– ¡Digan quién soy! -gritó Petacci, enfurecido-. ¡Vamos, díganlo! ¡Todos, todos me conocen!

– Bueno, ¿conocen a este hombre, sí o no?-inquirió Lazzaro, con impaciencia. Por fin, Barracu admitió que le conocía.

– Bien, ¿quién es?

Se produjo un largo silencio. Barracu miró a Petacci, y luego dijo con sorna:

– Sólo le conocemos como «Fosco».

Los ojos de Petacci se abrieron de asombro. Al momento le sacaron de allí.

Unos minutos más tarde otro automóvil se detuvo ante la Alcaldía. Valerio se asomó por una ventanilla gritando lleno de agitación:

– ¡Se ha hecho justicia! ¡Mussolini ha muerto!

Bellini quedó anonadado. Luego musitó:

– Pero creí que habíamos convenido…

– Lo sé, lo sé. Pero no podíamos perder más tiempo. ¿Dónde están los demás? ¿Los tiene en su poder?

Bellini llevó a disgusto a Valerio hasta el primer piso de la Alcaldía, donde estaban encerrados todos los prisioneros en un gran salón de altas y ornamentadas paredes. Rubini se aproximó a Valerio y le rogó que no diese muerte a nadie más. El coronel se negó a acceder, y Rubini dijo indignado que renunciaría como alcalde.

Se solicitó la presencia de un sacerdote del monasterio, y se le dio tres minutos para que preparase espiritualmente a los prisioneros. Comenzó a llover. El cielo estaba oscuro, como fondo apropiado para el tétrico escenario de la plaza. La gente comenzó a reunirse con curiosidad no exenta de malsana satisfacción. Valerio quiso formar un pelotón de ejecución integrado a medias por sus hombres y por los de Bellini.

– Nos oponemos a lo que usted hace -dijo Bellini-. Debo obedecer, y por eso le entrego los prisioneros. Pero nada más. No ordenaré a ninguno de mis hombres que tome parte en la ejecución. No sólo eso, sino que una vez que le haya entregado los prisioneros, me retiraré para no presenciar lo que desapruebo, y como señal de protesta.

– ¡Le ordeno que se quede! -vociferó Valerio-. ¿Lo entiende?¡Se lo ordeno!

– Si es una orden -contestó Bellini, secamente-, no queda más remedio que obedecer.

Quince prisioneros, flanqueados por partisanos, comenzaron a cruzar lentamente la plaza del pueblo. En silencio se alinearon delante del bajo muro que daba al lago, dando la espalda al mismo. El pelotón de Valerio, armado de fusiles ametralladores, se colocó a cinco metros de los prisioneros. Mientras el sacerdote administraba los últimos sacramentos, Valerio se acordó del presunto cónsul español y ordenó que lo alinearan con los demás. Poco después traían a Petacci desde la Alcaldía.

– ¡No le queremos con nosotros! -gritaron los otros condenados, levantando el puño contra él-. ¡Es un traidor!

Petacci, retrocedió, consternado.

– ¡Colóquenlo con los demás! -exclamó Valerio-. ¡Y terminen de una vez!

– No comprendo cuál es la diferencia -dijo Bellini.

Valerio pareció vacilar, y Petacci fue dejado a un lado. El comandante del pelotón ordenó:

– ¡Atención, prisioneros! ¡Media… vuelta!

Varios de los condenados levantaron el brazo haciendo el saludo fascista, y algunos gritaron «¡Viva Italia!». Los demás no parecían darse cuenta de lo que ocurría. Por fin todos se volvieron de cara al lago, a excepción de Barracu, que dio un paso al frente y señaló su condecoración.

– Tengo la medalla de oro -dijo-. Me asiste el derecho de que me disparen en el pecho.

Bellini pidió a Valerio que le concediese aquel favor, pero el coronel manifestó:

– ¡En la espalda! ¡Le matarán por la espalda, como a los demás! Barracu se volvió rápidamente. La plaza permaneció en silencio.

– Pelotón… ¡Carguen! ¡Apunten! ¡Fuego!

Se oyó una descarga cerrada y otra vez volvió a reinar el silencio.

– ¡Que traigan a Petacci! -gritó alguien.

Retorciéndose desesperadamente, y con el rostro contraído por el miedo, Marcello Petacci fue arrastrado hasta el centro de la plaza por dos partisanos.

– ¡No pueden matarme! -gritaba Marcello Petacci-. Están cometiendo un terrible error. Después de todo lo que he hecho por Italia…

Al ver los cadáveres, Petacci se libró de los guardias y corrió por entre la multitud hacia el Hotel Dongo, donde estaban su mujer y sus hijos. De nuevo le cogieron y le llevaron hasta el parapeto, a rastras y dándole golpes. Hizo otra vez un esfuerzo sobrehumano para liberarse, lanzó un aullido y se arrojó al lago, comenzando a nadar desesperadamente. Varias balas de fusil alcanzaron a Petacci, que desapareció bajo las aguas.

Los partisanos dispararon al aire sus fusiles, como para liberar la incontrolable tensión que les dominaba. Cuando terminaron las descargas, Valerio pidió a Bellini que sacase el cadáver de Petacci del lago.

– Busque a otra persona para eso -contestó el conde.

El domingo por la mañana, a hora temprana, los cuerpos de Mussolini, de Claretta y de otros fascistas ejecutados, fueron llevados en un camión hasta una estación de gasolina en construcción, de Milán, donde nueve meses antes quince rehenes habían sido fusilados por los alemanes. Los cadáveres fueron colocados en un montón, y hasta el anochecer no los dispusieron en fila. Mussolini fue colocado a un lado, y su cabeza quedó descansando sobre el pecho de Claretta Petacci.

Una densa multitud se reunió en torno al montón, y algunos mutilaron y golpearon los cuerpos. Mussolini, que conservaba la boca abierta, fue colgado de los pies en un cobertizo. También izaron a Claretta de la misma forma, con lo que la falda se le deslizó sobre la cabeza. Poco después una mujer subió a un cajón y le colocó la falda entre las piernas. Claretta tenía una expresión extrañamente pacífica, pero el rostro golpeado e hinchado de Mussolini estaba cruelmente desfigurado.

Treinta y tres años antes, armado con poco más que una idea, Mussolini había marchado sobre Roma para apoderarse del Gobierno. Ahora estaba muerto y vilipendiado, lo mismo que el Fascismo.

Capítulo cuarto. «El jefe ha muerto»

1

En la mañana del 28 de abril, el Grupo de Ejército Vistula ya estaba casi totalmente desarticulado y sus jefes se hallaban al borde de la rebelión declarada.

El Noveno Ejército de Busse ya no era una fuerza militar, sino una multitud de soldados desesperados y exhaustos que trataban por todos los medios de huir, en compañía de los civiles, hacia la relativa seguridad de las líneas de Wenck. La otra mitad del grupo de ejército de Heinrici, el Tercer Ejército Panzer de Manteuffel, también había abandonado sus posiciones y se retiraba luchando hacia el oeste. Trataban asimismo de escapar de los rusos, y su intención era rendirse a los angloamericanos.

Desafiando la orden de Hitler, Manteuffel había ordenado la retirada general, y cuando Heinrici llamó a Jodl a las diez de la mañana diciéndole que un cuerpo de tropas ya se había retirado hasta el río Havel, el moderado Jodl exclamó:

– ¡Me están mintiendo desde todos los frentes!

Von Keitel llamó por teléfono a Manteuffel, directamente, y abiertamente le acusó de derrotismo: Luego dijo que se trasladaría al cuartel general del Tercer Ejército Panzer, situado en Neubrandenburg, para ver personalmente lo que sucedía.

Informado de esto, Heinrici se dirigió inmediatamente hacia Neubrandenburg y esperó allí con Manteuffel hasta que a las dos y media de la tarde llegó un telegrama ordenándoles que se reunieran con Von Keitel en Neustrelitz, ciudad situada veintinueve kilómetros al Sur.

Los dos generales salieron hacia allí, pero a mitad de camino vieron a Von Keitel y su comitiva que se aproximaban. Ambos grupos se detuvieron en las proximidades de un lago y se inició una conferencia entre los árboles de un bosquecillo. Ocultos en las cercanías estaban tres oficiales del Estado Mayor de Manteuffel. Armados con fusiles ametralladores, tenían órdenes de apoderarse de Von Keitel por la fuerza, si hacía alguna tentativa de detener a su comandante.

– ¡El grupo de ejército no hace más que retroceder! -exclamó Von Keitel-. Tanto la jefatura del grupo como la del ejército son demasiado benévolas. Si siguiesen el ejemplo de otros y se decidieran a tomar medidas enérgicas, fusilando a unos cuantos desertores, el grupo de ejército se mantendría en su lugar.

Heinrici replicó secamente que él «no actuaba de esa manera». Entonces Von Keitel se volvió hacia Manteuffel y le acusó de retirarse sin órdenes para ello. Al iniciar Heinrici la defensa de su subordinado, Von Keitel le dijo que no era «lo suficientemente enérgico».

Tomó Heinrici impetuosamente a Von Keitel por un brazo, y le condujo hasta la carretera, que estaba atestada de vehículos que huían en medio de la mayor confusión. Heinrici señaló hacia un carromato lleno de soldados de aviación que huían del frente.

– ¿Por qué no me da un ejemplo usted mismo?-sugirió.

Von Keitel mandó detener el carro y ordenó a los soldados que descendieran.

– ¡Llévenlos al cuartel general del Tercer Ejército y júzguenlos sumariamente! -exclamó, tras lo cual se encaminó hacia su propio automóvil. De pronto se detuvo y agitó el dedo índice ante el rostro de Heinrici-. ¡De ahora en adelante siga estrictamente las órdenes del Alto Mando! -gritó.

Pero Heinrici no se dejó intimidar.

– ¿Cómo puedo seguir tales órdenes, si el mismo Alto Mando está defectuosamente informado acerca de la situación que reina ahora en el frente?

– ¡Ya se enterará del resultado de esta conversación! -vociferó Von Keitel, lleno de cólera.

En ese momento se adelantó Manteuffel, quien dijo, con acento tan desafiante como Heinrici:

– ¡El Tercer Ejército Panzer sólo seguirá las órdenes del general Von Manteuffel!

Von Keitel fulminó con la mirada a los dos generales rebeldes y les repitió que debían obedecer punto por punto las órdenes que se les diera.

– ¡Serán responsables del veredicto de la Historia! -añadió.

– Yo soy responsable de las órdenes que doy -contestó Manteuffel -y no culpo a nadie de ellas.

Los tres oficiales avanzaron, con los fusiles ametralladores preparados. Pero Von Keitel ya había dado media vuelta, y sin despedirse, subió a su automóvil.

Al anochecer los rusos irrumpieron a través de la línea que contenía la retirada de Manteuffel, y avanzaron en gran número hacia Neubrandenburg. Heinrici llamó por teléfono a Von Keitel y le puso al corriente del nuevo acontecimiento.

– ¡Eso es lo que ocurre cuando uno se decide a abandonar una posición! -dijo Von Keitel.

– En ningún momento me decidí a abandonar posición alguna -contestó Heinrici-. La misma situación lo ha exigido así. Luego pidió autorización para ceder Swinemünde, que estaba defendida por una división de reclutas mal adiestrados.

– ¿Cree usted que puedo decir al Führer que el último punto fuerte del Oder va a ser abandonado?

– ¿Cómo voy a sacrificar a esos reclutas por una causa perdida?-dijo Heinrici-. Soy totalmente responsable de mis hombres. Y he combatido en dos guerras mundiales.

– ¡Usted no tiene responsabilidades en ese aspecto! Es el Mando Superior el que asume le responsabilidad.

– Siempre me he sentido responsable, ante mi conciencia y ante el pueblo de Alemania. No puedo permitirme despilfarrar vidas ajenas.

De nuevo pidió permiso para retirarse.

– ¡Debe usted retener Swinemünde!

– Si insiste, tendrá usted que hallar otro para que cumpla sus órdenes.

– Se lo advierto -farfulló Von Keitel-. Tiene usted edad suficiente para saber lo que significa desobedecer una orden en batalla.

– Herr generalfeldmarschall, lo repito: si quiere que cumplan esta orden, búsquese a otro que lo haga.

– Se lo advierto por segunda vez. Desobedecer una orden implica comparecer ante un consejo de guerra.

Fue ahora Heinrici el que perdió el control de sí mismo, y exclamó:

– ¡Es increíble la forma en que se me trata! He hecho todo lo que pude por cumplir con mi deber, y siempre con la aprobación de mis oficiales. Perdería el respeto de mí mismo si hiciera algo que considero equivocado. Informaré a Swinemünde que el feldmarschall insiste en que la ciudad debe ser defendida, pero como no estoy de acuerdo con ello, pongo mi mando a su disposición.

– Con la autoridad que me confiere el Führer, le relevo a usted de su mando. Haga cargo inmediatamente de sus asuntos al general Von Manteuffel.

Pero éste no estaba en modo alguno dispuesto a mostrarse complaciente, y telegrafió a Von Keitel diciendo que se negaba a aceptar el mando y el ascenso que con él viniese unido. Terminó el mensaje con un desafiante: «Aquí todas las órdenes las da Manteuffel.»

Era, en efecto, el fin del Grupo de Ejército Vistula.

2

La desintegración de la jerarquía militar se hacia evidente hasta en el bunker de la Cancillería. Poco antes del amanecer del 28 de abril, Bormann, Krebs y Burgdorf, jefe del Personal del Ejército, se enzarzaron en una áspera disquisición, en la que parecía influir la bebida.

– ¡Hace nueve meses me hice cargo de mi actual tarea, con todas mis energías y mi idealismo! -dijo Burgdorf-. Traté una y otra vez de coordinar la actuación del Partido y de las Fuerzas Armadas, y por ello mis compañeros del ejército me desdeñan y hasta me dicen que traicioné la ética militar. Ahora advierto que tales acusaciones estaban justificadas, y que mi trabajo no ha servido para nada. Mi ideal era erróneo, y además de eso, me he comportado como un ingenuo y un imbécil.

Krebs trató de calmar a Burgdorf, pero las voces habían despertado ya a Freytag von Loringhoven, que dormía en la habitación contigua. Este sacudió al joven Boldt, el cual ocupaba una litera situada encima de la suya.

– Te estás perdiendo algo bueno, amigo -susurró.

Se oía entonces a Burgdorf replicar a gritos al conciliador Krebs:

– ¡Déjame en paz, Hans! ¡Todo esto había que decirlo! Tal vez ya no podamos hacerlo en las próximas cuarenta y ocho horas… Los jóvenes oficiales llenos de fe e idealismo han ido a la muerte a millares. ¿Para qué?¿Por la Patria?¡No, han muerto por ti!

Burgdorff dirigió luego sus ataques contra Bormann. Dijo que millones de seres habían sido sacrificados, a fin de que los miembros del Partido pudiesen progresar en sus cargos.

– Para satisfacer vuestra ansia de lujos, vuestra sed de poder -añadió-, habéis destruido siglos de antigua cultura, habéis aniquilado a la nación alemana. ¡Esa es vuestra terrible culpa!

– Querido amigo -dijo Bormann, con voz apaciguadora, no debes personalizar de ese modo. Aun cuando todos los demás se hubiesen enriquecido, yo, al menos, estoy libre de toda culpa. Eso puedo jurarlo por todo lo que considero sagrado. ¡A tu salud, amigo mío!

Los dos que escuchaban en la habitación contigua oyeron el so nido de unos vasos al entrechocar. Luego reinó el silencio. Durante toda la mañana, el general Weidling había trabajado en su proyecto para salir de Berlín en tres etapas. Era evidente que los soviéticos llegarían a la Cancillería en uno o dos días, y Weidling tenía la seguridad de que conseguiría del Führer, durante la conferencia nocturna, la orden de hacer que todos los comandantes se presentasen en el bunker a medianoche.

En sus habitaciones, frau Goebbels estaba escribiendo a Harald Quand, un hijo suyo habido de un matrimonio anterior, que se hallaba como prisionero de guerra de los Aliados. Le contaba que toda la familia, incluso los seis niños, estaban en el bunker del Führer desde hacía una semana, «con el propósito de dar a nuestra Nacional Socialista existencia el único fin posible y honorable».

Afirmó que las «gloriosas ideas» del nazismo estaban llegando a su fin, y «con ellas todo lo hermoso y noble que he conocido en mi vida». Un mundo sin Hitler y sin el Nacional Socialismo no valía la pena de ser vivido. Por eso había llevado a sus hijos al bunker. Eran demasiado perfectos para la vida que seguiría a la derrota «y un Dios misericordioso comprendería las razones que tenía para evitarles tal clase de existencia».

Siguió escribiendo que la pasada noche el Führer había prendido su propio emblema del Partido en el vestido de ella, lo cual la llenó de satisfacción y orgullo.

«Quiera Dios darme la energía necesaria para llevar a cabo mi última y más difícil tarea -escribió-. Sólo hay una cosa que deseamos, en estos momentos: seguir junto al Führer hasta la muerte, y terminar nuestras vidas con la suya. Tal fin es una bendición que nunca creímos recibir. Querido hijo, ¡vive para Alemania!»

3

En San Francisco, donde tenía lugar una conferencia para sentar las bases de una organización de Naciones Unidas, Anthony Eden estaba sosteniendo su primera entrevista con la delegación británica, en el octavo piso del Hotel Mark Hopkins.

– A propósito -dijo Eden a sus colegas, tras ponerles al corriente del asunto polaco-, han llegado algunas noticias de Europa que pueden interesarles. De Estocolmo nos dicen que Himmler hizo una oferta a través de Bernadotte para rendir incondicionalmente Alemania a los americanos y a nosotros. Como es natural, hemos informado de esto a los rusos.

Su forma de hablar era tan despreocupada, que la mayoría de los presentes no dieron gran importancia al asunto. Pero Jack Winocur, un joven funcionario oficial de Prensa, pensó en la trascendencia que aquello tenía. Regresó a su habitación del Palace Hotel, y al leer los periódicos no encontró mención alguna acerca de la rendición, lo cual le provocó gran extrañeza.

Aquel hecho, pensó, podía terminar con la guerra de la noche a la mañana, pero divulgar la noticia podía significar el fin de sus servicios para el Gobierno, si le descubrían. Desilusionado, se fue a dormir.

Hacia la una de la mañana del 28 de abril, le despertó una llamada telefónica de Paul Rankine, corresponsal de la Agencia Reuter.

– ¿Hay algo de interés?-inquirió Rankine-. Necesito 'noticias para la edición de la tarde.

Winocur vaciló, y al fin decidió correr el riesgo. Todos los periódicos publicarían un despacho de la Reuter, y la BBC también se haría eco. Winocur dio a Rankine los detalles de la proposición de Himmler, y le pidió que no revelase la fuente del informe.

– Desde luego -dijo Rankine.

Poco después enviaba la noticia desde la misma oficina de telégrafos situada en el vestíbulo del hotel Palace.

«Ayer se informó en círculos oficiales responsables que de acuerdo con las declaraciones enviadas a Stettinius, Eden y Molotov, les fue entregado un mensaje de Himmler garantizando la rendición incondicional de Alemania a los Gobiernos británico y americano, pero no a Rusia. Himmler manifestó a los Aliados Occidentales que está en situación de concertar la rendición incondicional, de la que él mismo se muestra partidario.

Rankine.»

El telegrama llegó a la Reuter sin censura previa. Jack Bell, corresponsal de la Associated Press en San Francisco, comprendió que era una de las noticias más notables de la guerra, y arrinconó al senador Tom Connally, delegado de la conferencia, para que le confirmase el informe. Poco después se difundía un despacho de la Associated Press encabezado con la palabra Rendición.

«SF. Abril 28 (AP). Alemania se ha rendido a los Gobiernos Aliados incondicionalmente, y se espera un anuncio de un momento a otro, según informa hoy un alto funcionario americano.»

El Call-Bulletin, de San Francisco, publicó una edición extraordinaria con el encabezamiento: «Los nazis abandonan». Algunos ejemplares fueron llevados al Teatro de la Opera, donde Molotov estaba presidiendo una reunión de la Conferencia. Los delegados comenzaron a felicitarse unos a otros animadamente, pero Molotov, tras echar una ojeada al periódico, se limitó a ajustarse las gafas y golpeó sobre la mesa con el mazo para imponer orden.

En Washington, la Casa Blanca se vio inundada de llamadas telefónicas, y la multitud que pronto se reunió, comenzó a cantar el «Dios Salve a América». Truman, que se hallaba enfrente, en Blair House, llamó por teléfono al almirante Leahy y le pidió que confirmase la noticia con el mismo Eisenhower. El almirante llamó a Bedell Smith y le dijo:

– Tenemos informes de que los alemanes han solicitado el armisticio a Eisenhower, pero oficialmente no sabemos nada. ¿Qué es lo que ocurre?

Smith manifestó que no se había recibido tal petición, y Truman tuvo entonces la seguridad de que la noticia se había basado en la oferta efectuada por Himmler a Bernadotte. Ya había anochecido cuando Truman abandonó Blair House para trasladarse a la Casa Blanca.

– Me encontraba allí, trabajando, cuando se difundió ese rumor -dijo a los corresponsales-. Recibí una llamada de San Francisco y también otra del Departamento de Estado. Acabo de ponerme en contacto por teléfono con el almirante Leahy, y él a su vez lo ha hecho con el cuartel general de nuestro comandante en jefe de Europa, y puedo decirles que no hay fundamento alguno para tal rumor. Es todo lo que puedo decir.

4

El funcionario de Prensa de la agencia alemana de noticias, Wolfgang Boigs, ayudante de Heinz Lorenz, se hallaba en la pequeña oficina de la Deutsches Nachritchtenbüro, situada en el bunker, escuchando las emisiones de radio del enemigo. Pero antes de las nueve captó una versión del despacho de Rankine, transmitida por la BBC. Tradujo la noticia y la envió inmediatamente a la «caja de oro», sobrenombre de la sección del bunker donde se encontraban Hitler y sus allegados.

Hitler leyó el informe sin dar muestras de emoción, como si estuviese resignado a la proximidad del fin. Pidió a alguien que comprobase la traducción del despacho, y cuando tuvo la seguridad de que era correcto, despidió serenamente a Boigs. [62]

Llamó Hitler a Goebbels y a Bormann, y los tres conferenciaron a puerta cerrada. Durante todo el día Bormann había estado haciendo acusaciones de traición contra todos, y una hora antes envió a Doenitz el siguiente telegrama:

«La traición parece haber reemplazado a la lealtad.»

Por el bunker se multiplicaban los rumores. Por fin, Hitler abrió la puerta de la estancia donde se hallaba conferenciando, y ordenó que compareciese Fegelein. Este se encontraba en el piso superior del bunker, bajo la vigilancia de guardias armados. El día anterior, el oficial de enlace de Himmler había abandonado el bunker para trasladarse a su casa de los suburbios de Charlottenburg, pero fue detenido y colocado bajo vigilancia por orden personal de Hitler.

El Führer sospechaba de todos los que estaban relacionados con Himmler, incluso del cuñado de Eva Braun. En el corto espacio de una hora Fegelein fue juzgado sumariamente, declarado traidor y condenado a muerte. A continuación le llevaron al jardín de la Cancillería y le fusilaron. [63]

En el bunker aún reinaba la agitación cuando Weidling llegó para la conferencia nocturna. Informó a Hitler acerca de los últimos avances rusos, y le explicó que las municiones, los alimentos y otros suministros ya se hallaban en manos del enemigo, o bajo el fuego de su artillería. Dentro de dos días, las tropas alemanas quedarían sin municiones y no podrían resistir más.

– Como soldado, le sugiero que corramos el riesgo e intentemos romper el cerco inmediatamente.

A continuación Weidling se puso a dar detalles de su plan, antes de que Hitler pudiese hacer comentario alguno.

Goebbels pretendió ridiculizar el proyecto de Weidling, pero Krebs declaró que era factible desde el punto de vista militar.

– Como es lógico -añadió rápidamente-, tengo que dejar la decisión final al Führer.

Hitler permaneció en silencio.

– ¿Qué ocurrirá si se logra romper el bloqueo?-comentó al fin-. Simplemente saldríamos de un lugar cercado para caer en otro. En tal caso, yo, el Führer, tendría que dormir en un prado, en una granja o algo parecido, esperando que llegase el fin, ¿no es cierto? No, para mí lo mejor es permanecer en la Cancillería.

Weidling abandonó la sala de conferencias a medianoche. En la habitación adyacente sus comandantes se reunieron en torno a él. Weidling les refirió su fracaso.

– Sólo nos queda un recurso -dijo sombríamente-. Luchar hasta que el último hombre caiga muerto.

Prometió, de todos modos, que procuraría convencer de nuevo al Führer. Este salió de la sala de conferencias para visitar a Greim, que estaba herido. Con él se encontraba Hanna Reitsch. Hitler se dejó caer a un lado del lecho de Greim, con el rostro intensamente pálido, y dijo:

– Nuestra única esperanza reside en Wenck, y para que pueda aproximarse debemos enviar todo avión de que dispongamos a fin de que cubra su avance.

Afirmó que los cañones de Wenck estaban disparando en esos momentos contra los rusos en la Potsdamerplatz. Ordenó luego a Greim que se trasladase en avión hasta el aeropuerto de Reichlin, que se hallaba en las cercanías del sanatorio de Gebhardt, y que pusiese en práctica sus planes desde allí. Sólo con el apoyo de la Luftwaffe podría Wenck abrirse paso.

– Esa es la primera razón por la cual debe usted salir de este bunker. La segunda, es que se hace necesario detener la actuación de Himmler -declaró Hitler, y sus labios temblaron-. Un traidor nunca deberá sucederme como Führer. Debe usted marcharse de aquí para asegurarse de que no ocurrirá eso.

Greim dijo que sería imposible llegar a Reichlin, y que prefería morir en el bunker.

– Como soldados del Reich, tenemos el deber de agotar todas las posibilidades -manifestó Hitler-. Esta es la única oportunidad que nos queda. Es su deber y el mío el aprovecharla.

– ¿Y qué haremos, aunque logremos salir del cerco?-inquirió Hanna.

Pero a Greim le habían impresionado las palabras del Führer, y contestó:

– Hanna, somos la única esperanza que queda a los que permanecen aquí. Si hay una sola oportunidad, estamos obligados a aprovecharla… Tanto si podemos procurar ayuda, como si no nos es posible hacerlo, debemos ir.

Estas palabras provocaron algunas manifestaciones llenas de sentimiento por parte de Hitler.

– La Luftwafe es la que mejor ha luchado de todas las fuerzas armadas, desde el principio al fin -declaró-. De su inferioridad técnica hay que culpar a otros.

Greim comenzó a prepararse para la marcha, lleno de aflicción, en tanto que Hanna, con lágrimas en los ojos, procuró convencer a Hitler.

– Mi Führer, ¿por qué no nos deja quedarnos aquí, por qué?

Hitler la miró y contestó:

– Dios os proteja.

Frau Goebbels dio a Hanna dos cartas para su hijo, y luego se quitó un anillo de brillantes y se lo entregó, pidiéndole que lo llevase en su memoria. Eva Braun también dio a Hanna una carta, para entregar a su hermana, frau Fegelein. Poco después Hanna no pudo evitar la tentación y la leyó. Le pareció «tan vulgar, teatral y de mal gusto», que terminó por romperla. La oscuridad de la noche se atenuaba con el resplandor de los incendios, cuando Greim y Hanna fueron trasladados en un camión blindado hasta un aparato «Arado 96», oculto detrás de la puerta de Brandenburgo. Hanna hizo recorrer al pequeño avión un sector de la avenida, y despegó en medio de un infierno de disparos. Al llegar al nivel de los tejados, los reflectores rusos descubrieron el aparato y una serie de explosiones de los cañones antiaéreos comenzaron a rodear al avión. Hanna lo hizo ascender sobre aquel infierno, y puso rumbo hacia el Norte. Debajo quedaba Berlín, como un mar de llamas.

5

La traición de Himmler terminó con las esperanzas y las dudas de Hitler. A pesar de la confianza de que había hecho gala ante Greim, comprendía perfectamente que Wenck y su ofensiva eran algo imposible, y que había llegado el momento de prepararse para el final. Este se inició en el pequeño cuarto de mapas del bunker, con una extraordinaria ceremonia para aquellos momentos: una boda. Hitler había dicho con frecuencia a sus allegados que no podía adquirir «la responsabilidad de contraer matrimonio». Tal vez temía quizá que ello contribuyese a desprestigiar algo su condición de Führer. Para la mayoría de los alemanes, Hitler era una figura que veneraban casi religiosamente. Pero ahora todo había concluido, y su primer impulso fue recompensar a su fiel amante con la largamente demorada santidad del matrimonio.

Un funcionario de segundo orden, pero cuyo nombre, sin duda adecuado al caso, era Wagner, fue llevado desde una próxima unidad de Volkssturm hasta el bunker, para que oficiase la ceremonia. En presencia de Goebbels y Bormann, como testigos, Hitler y Eva Braun juraron que eran descendientes de arios puros. Después de la breve ceremonia, Eva comenzó a firmar en el registro y puso «Eva B…». Pero en seguida tachó la B y escribió «Eva Hitler, nacida Braun».

A continuación Hitler invitó a Bormann, a los Goebbels y a dos de sus secretarias, frau Christian y frau Junge, a tomar champaña en sus habitaciones, donde permanecieron durante más de una hora. En ese lapso se agregaron al grupo de tanto en tanto, otras personas, entre ellas Günsche, Krebs, Burgdorf, Below e incluso fräulein Manzialy, la cocinera de especialidades vegetarianas. Por fin Hitler declaró que allí terminaba su vida y la del Nacional Socialismo. La muerte sería para él un alivio, después de la traición de sus camaradas más íntimos. En seguida se encaminó hacia otra habitación y comenzó a dictar su testamento político a frau Junge.

Manifestó en el mismo que ni él ni nadie había querido la guerra en Alemania, pero que había sido «provocada exclusivamente por los estadistas internacionales de origen judío o que trabajaban en favor de los intereses judíos». Culpó a los ingleses de haberle forzado a invadir Polonia «porque la camarilla política de Inglaterra quería la guerra, en parte por motivos comerciales, y en parte porque se hallaban influidos por la propaganda del judaísmo internacional».

Declaró que se había quedado en Berlín «eligiendo voluntariamente la muerte, en un momento en que creía que la posición de Führer y de Canciller no podían ya sostenerse por más tiempo», y aseguró que moriría «con el espíritu contento», si bien ordenó a sus comandantes militares «que continuasen tomando parte en la lucha de las naciones». No debía rendirse un solo distrito ni una sola ciudad, y exhortó a sus comandantes a que dieran un perfecto ejemplo de fidelidad en el cumplimiento de su deber, hasta el momento de la muerte.

Destituyó a Himmler y a Goering de sus cargos por «negociar en secreto con el enemigo sin mi conocimiento y en contra de mi voluntad, así como por tratar de apoderarse ilegalmente del control del Estado».

Como sucesor, tanto en su carácter de presidente del Reich como de comandante supremo de las Fuerzas Armadas, Hitler nombró al almirante Doenitz. Goebbels fue nombrado canciller, Bormann ministro del Partido, y Schoerner comandante supremo del Ejército. Los dos primeros, manifestó Hitler, habían pedido morir a su lado, pero él les ordenó «colocar los intereses de la nación por encima de sus propios sentimientos», y salvar su vida.

El testamento terminaba igual que había comenzado, con un ataque contra los judíos. Por encima de todo, exhorto al Gobierno de la nación y al pueblo a que mantengan diligentemente las leyes raciales, luchando sin tregua contra lo que envenena a todas las naciones, el judaísmo internacional.»

Así pues, Hitler siguió con su obsesión hasta el momento de su muerte.

Frau Junge fechó el documento así: «28 de abril de 1945, 04'00 horas.» Hitler colocó su firma debajo, y Goebbels, Bormann, Burgdorf y Krebs firmaron como testigos.

El Führer dictó a continuación su testamento personal. Dejó sus pertenencias al Partido «y si éste ya no existe, al Estado», nombrando «a mi camarada más fiel del Partido, Martin Bormann», albacea de su voluntad. «El deberá entregar a mis parientes todo lo que tenga valor como recuerdo personal, o pueda ser utilizado para mantener su nivel de vida de la clase media, en especial a la madre de mi esposa, y a mis fieles empleados de ambos sexos, a los que él conoce perfectamente, particularmente a mi antigua secretaria frau Winter, que me ayudó durante tanto tiempo con su trabajo.

«Mi esposa y yo elegimos la muerte, a fin de escapar de la vergüenza de sobrevivir a la capitulación. Es nuestra voluntad que nuestros cuerpos sean incinerados inmediatamente, en el lugar donde realicé la mayor parte de mi trabajo cotidiano durante los doce años de servicio que presté a mi pueblo.»

Estos lúgubres preparativos originaron más tarde un violento altercado. Cuando el Führer ordenó a Goebbels que abandonase el bunker con su familia, Goebbels lo tomó como un desaire, y no como un favor, manifestando que no era lógico que se marchase el Defensor de Berlín. Hitler insistió, y la discusión se hizo tan acalorada que al fin manifestó:

– ¡Ni el más fiel de mis seguidores me obedece ya!

Después, se fue a dormir.

Con lágrimas en los ojos, Goebbels se retiró a sus habitaciones, y comenzó a redactar su última voluntad con el título de «Apéndice al Testamento Político del Führer».

«El Führer me ha ordenado, en caso de que la defensa de la capital del Reich se hunda, que abandone Berlín y entre a formar parte, como miembro dirigente, del Gobierno nombrado por él.

»Por primera vez en mi vida me veo obligado a desobedecer categóricamente una orden del Führer. Mi mujer y mis hijos se han unido a mí en esa negativa. Aparte de que los sentimientos de lealtad y humanidad nos impiden abandonar al Führer en esta hora de la mayor necesidad, durante el resto de mi vida se me tacharía de un traidor y vulgar rufián, y perdería el respeto de mí mismo junto con el de mis compatriotas, respeto que necesitaría para cualquier tentativa que hiciese por restaurar el futuro de la nación y el Estado.

»En la pesadilla de traiciones que envuelve al Führer en estos críticos días de la guerra debe haber al menos una persona que permanezca con él incondicionalmente hasta la muerte, aun cuando esto disienta con la orden perfectamente justificable que ha insertado en su testamento político.

»Considero que con ello rindo el mejor servicio al futuro del pueblo alemán. En los duros tiempos que se avecinan, los ejemplos tendrán más importancia que los hombres. Siempre habrá hombres dispuestos a guiar la nación hacia adelante, hacia la libertad, pero la reconstrucción de nuestra vida nacional sería imposible si no se desarrollase sobre la base de un ejemplo claro y evidente.

»Junto con mi esposa, y en nombre de mis hijos, que son aún demasiado jóvenes para hablar por sí mismos, pero que indudablemente se mostrarían de acuerdo con esta decisión, si tuviesen la edad suficiente, expreso por tal motivo mi inalterable resolución a no abandonar la capital del Reich aun cuando caiga en manos del enemigo, sino, por el contrario, decido poner fin a mi vida al lado del Führer, la que personalmente no tiene ningún valor, si no puedo dedicarla a su servicio.»

Los «Spitfire» ingleses se dedicaban a arrasar las incendiadas ruinas de Berlín. En el aire flotaba un ambiente de muerte, que recordó al jefe de ala Johnnie Johnson la zona de Falaise, durante la campaña de Normandía. Podía ver en esos momentos los tanques rusos entrando en la capital de Alemania. De pronto observó una gran escuadrilla de cazas soviéticos «Yak» que aparecía en el cielo. Johnson temió que se produjera una escaramuza por error, y dijo por radio a sus cazas:

– Seguid juntos, muchachos. No cambiéis el rumbo.

Los «Yak» eran más de un centenar, y comenzaron a dar lentamente la vuelta hasta colocarse detrás de los «Spitfire». Johnson hizo entonces girar a sus aparatos sobre la derecha, volviéndose hacia los rusos. Uno de los aviadores le hizo notar que había más aviones rusos encima, y Johnson ordenó a sus aparatos:

– Continuad como hasta ahora. No rompáis la formación.

Los dos grupos de aviones dieron varias vueltas, observándose con recelo. Johnson se acercó lo más que pudo y balanceó el aparato ante el que mandaba a los rusos, pero éste no contestó. De pronto los soviéticos se encaminaron hacia el Este desordenadamente. Mientras la indisciplinada escuadrilla se alejaba, subiendo y bajando, Johnson, que los observaba, tuvo la sensación de que se trataba de una bandada de estorninos. De vez en cuando algunos aparatos se separaban del conjunto y descendían a ametrallar algo que había entre las ruinas de la ciudad.

Mediada la mañana, las fuerzas rusas de tierra avanzaban hacia el bunker desde tres puntos diferentes: por el este, el sur y el norte. El círculo existente alrededor de la agonizante ciudad se estrechó aún más cuando las tropas soviéticas ocuparon el parque zoológico. Desde las jaulas de los hipopótamos y desde el planetario comenzaron a hacer fuego los rusos contra las dos enormes torres antiaéreas que constituían el puesto de varias divisiones, y que eran también el centro de la artillería. El coronel Woehlerman, comandante de artillería de Berlín, contemplaba en una especie de estado de hipnosis, desde el cuarto piso de una de las torres, cómo los tanques rusos trataban en vano, una y otra vez, de alcanzar con sus disparos las ventanas de la torre. Podía ver la gran ciudad extendida a su alrededor, ardiendo y humeando, casi completamente en ruinas. El campanario de la Gedächtniskirche (templo erigido en memoria del kaiser Federico) ardía como una enorme antorcha, constituyendo un espectáculo tremendamente bello.

Un kilómetro y medio más lejos, en el bunker, Martin Bormann estaba haciendo los preparativos para enviar el testamento de Hitler, así como el suyo propio, al sucesor del Führer, almirante Doenitz. Para tener garantía de su entrega, Bormann decidió enviar a dos emisarios diferentes: el SS Standartenführer (coronel) Wilhelm Zander, su propio consejero personal, y a Heinz Lorenz. Goebbels también deseaba que su testamento llegase al mundo exterior, y entregó una copia a Lorenz.

Un tercer ejemplar del testamento político de Hitler fue confiado por Burgdorf al comandante Willi Johannmeier, ayudante militar del Führer, con orden de que fuese entregado al feldmarschall Schoerner. Burgdorf también entregó a Johannmeier una nota manuscrita explicando que el testamento había sido escrito bajo el influjo de la triste noticia de la traición de Himmler, y que era la «inalterable decisión del Führer». Debía ser publicado «en cuanto el Führer lo ordenase, o bien cuando se confirmara la muerte del mismo».

Cuando Freytag von Loringhoven, así como Boldt y el oberstleutnant (teniente coronel) Weiss, ayudante de Burgdorf, supieron que los tres emisarios abandonaban el bunker para entregar el testamento de Hitler, solicitaron permiso para abandonar también la Cancillería.

– Ahora que todo ha concluido -dijeron a Krebs-, pedimos que se nos permita luchar con las tropas, o intentar llegar hasta el ejército del general Wenck.

Krebs comprendió el punto de vista de los tres jóvenes militares y fue a decírselo a Hitler, el cual no opuso reparos, pero quiso verlos antes de que se marchasen.

Al mediodía, Hitler sostuvo con ellos una prolongada charla. Les preguntó en qué forma esperaban salir de Berlín. Boldt indicó un camino a lo largo del Tiergarter, hasta el puente de Picheldorf, donde se embarcarían en una lancha y descenderían por el río Havel.

– ¡Eso es, cerca del puente! -exclamó Hitler-. Conozco un lugar donde hay algunos botes eléctricos que no hacen el menor ruido.

A continuación Hitler pasó cerca de quince minutos dándoles explicaciones detalladas de la ruta que le parecía mejor para huir río abajo. El plan era un prodigio, por la memoria de que hacía gala el Führer, pero los tres oficiales escucharon sin gran interés, ya que como todos los proyectos de Hitler, aquél era perfecto en teoría, pero imposible de ejecutar.

Los tres militares se colocaron chaquetas de camuflaje, cascos de acero y empuñaron fusiles ametralladores. Abandonaron la opresiva atmósfera del bunker y salieron a la Hermann Goeringstrasse.

El hombre en cuyo honor había recibido el nombre aquella calle, estaba siendo condenado a muerte en aquellos momentos por Bormann, el cual despachó el siguiente telegrama a sus agentes en el Obersalzberg:

«La situación de Berlín es sumamente crítica. Si Berlín y nosotros caemos, los traidores del 23 de abril deben ser exterminados. Cumplan con su deber. Su vida y su honor dependen de ello.»

Pero Goering ya había convencido al guardia de las SS que le vigilaba, para que le llevase, junto con su mujer, su hija y el mayordomo, hasta el castillo que la familia tenía en la cercana localidad de Mautendorf, en Austria. Mientras iba sentado en el automóvil, Goering sostenía entre sus rodillas una tubería de estufa. En su interior iba uno de sus cuadros favoritos, el cual valía dos millones y medio de marcos.

6

En la tarde del 29 de abril, se iniciaron en el bunker una serie de lúgubres preparativos. El perro alsaciano preferido del Führer, «Blondi», fue envenenado por el doctor Haase, antiguo cirujano de Hitler, y a otros dos perros del Führer se les dio muerte a tiros. El mismo Hitler entregó cápsulas de veneno a sus dos secretarias, frau Junge y frau Christian. En señal de disculpa les dijo que era un mísero regalo de despedida, y les rogó que tuvieran valor. Era una pena, añadió, que sus generales no fuesen tan de fiar como ellas.

Kempka vio a Hitler a las seis, poco después de haber llegado la noticia de que Mussolini había sido asesinado por los partisanos. En la mano derecha tenía el Führer un mapa de Berlín; vestía chaqueta gris y pantalón negro. Aunque su mano izquierda temblaba ligeramente, parecía estar sereno.

– ¿Qué tal le van las cosas, Kempka?-preguntó Hitler.

El chófer contestó que regresaba a su puesto defensivo de emergencia, en la Puerta de Brandenburgo.

– ¿Cómo se hallan sus hombres?

– Tienen elevada moral, y están esperando ayuda de Wenck.

– Sí…, todos esperamos a Wenck -dijo Hitler, con tranquilidad, y luego le tendió la mano-. Adiós, Kempka, y cuídese.

Cuando se estrecharon la mano, uno de los hombres de Kempka gritó por el pasillo:

– ¡Pronto, que se acercan los rusos!

Weidling se mostraba lleno de aflicción cuando el Führer inició la conferencia a las diez de la noche. Habló Weidling de la lucha cruel que se libraba en las calles de la ciudad. Manifestó que sus divisiones habían quedado reducidas a simples batallones. La moral era deficiente y las municiones casi se habían agotado. Agitó en el aire un periódico del Ejército lleno de noticias optimistas acerca de la inminente liberación de Berlín por las fuerzas de Wenck. Pero dijo que las tropas sabían que aquello no era verdad, y que tales decepciones sólo contribuían a amargarles mucho más.

De nuevo Goebbels se mostró incapaz de escuchar las verdades del informe. Acusó a Weidling de derrotismo, y surgió una nueva discusión. Tocó esta vez a Bormann calmar a Goebbels, y Weidling pudo seguir informando. Concluyó con la tremenda predicción de que la batalla terminaría en la noche siguiente.

Se produjo un denso silencio. Con voz cansada Hitler preguntó al SS brigadeführer (general de brigada) Mohnke, comandante de la Ciudadela (Cancillería), si consideraba que la situación era como la había descrito Weidling. Mohnke afirmó que así era, en efecto.

Weidling volvió a pedir que se intentase romper el cerco. Hitler levantó una mano para imponer silencio. Señaló el mapa, y con tono resignado, aunque sarcástico, dijo que había señalado la posición de las tropas de acuerdo con el anuncio de las radios extranjeras, puesto que sus propios comandantes ni siquiera se molestaban ya en informarle. Sus órdenes, por tanto, habían dejado de ejecutarse, y era inútil esperar nada.

A continuación, el Führer se levantó penosamente de la silla para despedirse de Weidling, y éste le rogó una vez más que cambiase de parecer, antes de que las municiones se agotasen del todo. Hitler murmuró algo a Krebs y luego se volvió hacia Weidling, a quien dijo:

– Consentiré la salida de pequeños grupos del cerco.

Luego añadió que la capitulación era algo en lo que no cabía pensar.

Weidling avanzó por el pasillo del bunker preguntándose lo que había querido decir Hitler. ¿Acaso la salida de pequeños grupos no podía ser considerada como una capitulación? A renglón seguido ordenó Weidling por radio a sus comandantes que se congregasen en su cuartel general de Bendlerblock, a la mañana siguiente.

El coronel Von Below y su ordenanza abandonaron el bunker a medianoche, con una carta de Hitler para Von Keitel en la que aquél informaba del nombramiento de Doenitz como sucesor del Führer. Hitler elogiaba a la Marina por su valiente comportamiento, y disculpaba a la aviación asegurando que sus fracasos habían sido culpa de Goering. Criticaba acerbamente, sin embargo, al Estado Mayor General del Ejército, afirmando que no podía compararse en absoluto con el mismo cuerpo de la Primera Guerra Mundial. «Los esfuerzos y sacrificios del pueblo alemán, en la guerra actual -terminaba diciendo-, han sido tan grandes que no puedo creer que se hayan llevado a cabo en vano. El objetivo debe ser aún la adquisición de terreno en el Este para el pueblo alemán.»

Below y su acompañante siguieron la ruta que los demás habían tomado para salir del bunker. Su avance en la oscuridad fue fácil, y poco antes del amanecer se encontraban con el grupo de Freytag von Loringhoven, que se hallaba en el estadio deportivo del Reich.

En el comedor principal del piso superior del bunker, Hitler estaba despidiéndose de un grupo de veinte oficiales y de algunas secretarias. Sus ojos aparecían velados por las lágrimas, y a frau Junge le pareció que se hallaba totalmente abstraído en sus pensamientos. Luego pasó ante los presentes, estrechándoles la mano, y descendió por último por una escalera de caracol hacia sus habitaciones.

De pronto pareció reinar en el bunker una nueva atmósfera de convivencia. Los formulismos desaparecieron, y los militares de alta graduación se pusieron a charlar familiarmente con los oficiales jóvenes. En la cantina donde comían los soldados y ordenanzas, éstos comenzaron a escuchar música, y el ruido se hizo tan intenso que enviaron a un soldado con orden de que hicieran menos estrépito, pues en el piso inferior del bunker Bormann estaba tratando de concentrarse en la redacción de un telegrama dirigido a Doenitz. En su mensaje, Bormann se quejaba de que todas las noticias que llegaban eran «controladas o desfiguradas» por Von Keitel, y ordenaba a Doenitz que «procediese inmediatamente, y sin piedad, contra todos los traidores».

7

Al llegar la medianoche, el padre Sampson se hallaba en la colina que dominaba Neubrandenburg, hasta donde llegaba el estrépito producido por el avance de los tanques soviéticos. Manteuffel ya había retirado su puesto de mando de la ciudad, dejando sólo algunas tropas en la misma.

Durante la semana anterior, los aviones rusos habían estado lanzando enormes cantidades de octavillas sobre la población y sobre el campamento Stalag IIA, advirtiendo que Rokossovsky estaba ya a las puertas de la ciudad. Así era, en efecto, y numerosos tanques rusos embestían en esos momentos contra las torres y las vallas de alambre de púa del campo de prisioneros. Luego se emplazaron grandes cantidades de cohetes montados sobre camiones americanos, que a continuación fueron disparados sobre Neubrandenburg, situada a sólo cinco kilómetros de distancia. Al cabo de una hora la ciudad estaba en llamas y el calor del incendio llegaba hasta los prisioneros que se encontraban en la colina. El goce repentino de la libertad, resultaba un don excesivo para los numerosos franceses, italianos, y servios que se encaminaban hacia la ciudad para entregarse al saqueo, y donde a menudo caían bajo los disparos de los rusos. Los norteamericanos, en cambio, bajo el mando del sargento Lucas y del padre Sampson, permanecían en el campamento, según las instrucciones que había dado en clave la BBC.

La libertad era sólo una palabra para los tres mil supervivientes soviéticos que había en el campamento. Los sospechosos de haber colaborado con los alemanes fueron ajusticiados sumariamente; al resto les dieron fusiles y les enviaron a la línea de fuego.

Un general ruso preguntó al padre Sampson si tenía alguna queja que dar de los alemanes. El sacerdote manifestó que el médico del campamento se había negado a asistir a los americanos, y el general ruso extrajo su pistola y se la entregó, al tiempo que le decía:

– Mátelo.

Los prisioneros que regresaban de Neubrandenburg contaron tales episodios sobre los crímenes, saqueos y violaciones que se cometieron allí, que el sacerdote francés de la cara juvenil -pese a sus cincuenta años- y el padre Sampson decidieron trasladarse a la población para ver en lo que podían ayudar. En los bosques que había entre el campamento y la ciudad hallaron numerosos cuerpos de mujeres y muchachas alemanas violadas y asesinadas. Varias de ellas, con la garganta ensangrentada por un gran tajo, colgaban de las ramas de los árboles, empaladas por los tobillos.

Neubrandenburg, en un tiempo una hermosa ciudad, todavía se hallaba en llamas, con sus calles llenas de escombros. Mujeres soviéticas de uniforme dirigían el denso tráfico militar. El olor a carne quemada resultaba insoportable, pero el cura francés se internó por aquella escena apocalíptica, orando y proporcionando consuelo espiritual. Al padre Sampson le pareció el símbolo de la Iglesia en un mundo devastado. Poco después hallaron al párroco del lugar, que permanecía como anonadado, sentado en la escalera de la rectoría, que estaba semiderruida. En el interior de la misma se encontraban la madre del sacerdote y dos hermanas, ambas monjas, sentadas en un diván. Las tres habían sido violadas ante sus ojos por una pandilla de rusos. La madre, inclinada hacia un lado, y aferrando un rosario, daba la sensación de estar muerta. El sacerdote francés preguntó si les podía ayudar en algo, y las dos monjas movieron la cabeza negativamente.

Ya de regreso al campamento, los dos sacerdotes se acercaron a un carromato volcado. En las proximidades del mismo había media docena de tumbas. Un perro pastor estaba echado sobre una de ellas, y el padre Sampson trató de hacerle marchar de allí, pero el perro siguió inmóvil sobre el mismo lugar. La mayor parte de las pertenencias familiares habían sido robadas, quedando tan solo una muñeca y una vieja Biblia familiar.

El cura francés abrió el libro, ojeando brevemente los registros de los bautismos, matrimonios y fallecimientos de la familia. De improviso, el sacerdote dio la sensación de estar agotado, cansado de la vida. En ese momento aparentaba realmente la edad que tenía.

8

En la mañana del 30 de abril, el Tiergarten fue ocupado por los soviéticos, y una unidad de vanguardia informó al puesto de mando desde una calle cercana al bunker. En él, Hitler acababa de tomar una ligera comida con frau Junge, frau Christian y fräulein Manzialy, charlando con ellas como si estuviese en una reunión donde no hubiera problemas.

Pero aquél no era un día corriente, y en cuanto las mujeres hubieron salido de la estancia, Hitler pidió a Günsche que llamase a Bormann, Goebbels, Burgdorf, Krebs, Voss, Hewel, Naumann, Rettenhuber y a fräulein Else Krüger, secretaria de Bormann. Hitler estrechó la mano de todos, despidiéndose de ellos, en tanto que Eva hacía lo propio y abrazaba a las mujeres. El Führer llevó aparte a Günsche y le dijo que él y su esposa iban a suicidarse. Pidió que sus cuerpos fuesen quemados.

– Después de mi muerte -manifestó-, no quiero que me exhiban en ningún Panoptikum ruso (museo de cera).

Cuando Günsche regresó de su puesto de mando en la Puerta de Brandenburgo, llamó a las habitaciones de Kempka en el bunker y le dijo:

– Erich, necesito algo para beber. ¿Tienes alguna botella de Schnapps?

En la voz de Günsche había un tono extraño, que Kempka no supo definir.

– ¿Tienes algo para beber?-insistió Günsche, y agregó que iba a verle.

Kempka se dio cuenta de que algo malo sucedía. En los últimos días nadie había pensado en la bebida. Buscó una botella de coñac y esperó. Sonó entonces el teléfono, y al atender Kempka oyó de nuevo la voz de Günsche:

– Necesito doscientos litros de gasolina, inmediatamente -le dijo con voz ronca.

– Imposible -replicó Kempka, creyendo que Günsche estaba bromeando.

– ¡Gasolina, Erich! ¡Necesito gasolina!

– ¿Para qué necesitas doscientos litros?

– No puedo decírtelo por teléfono. Los quiero a la entrada de las habitaciones del Führer, sin falta.

Kempka dijo que la única gasolina que había -unos cuarenta mil litros- se hallaba enterrada en el Tiergarten.

– Está bajo el fuego de la artillería, y acercarse significa una muerte segura. Espera hasta las cinco, en que cesan los disparos.

– No puedo esperar ni una hora, siquiera. Mira a ver la que puedes extraer de los vehículos destruidos.

A las tres y media de la tarde, Hitler empuñó una pistola «Walther». Se encontraba en la antecámara de sus habitaciones, solo con Eva Braun. Pero ésta ya estaba muerta. Se hallaba tendida sobre un catre, echada de lado, envenenada. Sobre la roja alfombra se veía otra pistola «Walther», sin disparar.

Hitler se sentó ante una mesa. A su espalda había un cuadro de Federico el Grande. Delante del Führer, sobre una consola, colgaba otro cuadro, éste de la madre de Hitler cuando era joven. El Führer se introdujo el cañón de la pistola por la boca y disparó. Se desplomó hacia delante y empujó un jarrón, el cual cayó sobre el cuerpo de Eva Braun, empapando de agua su vestido, para luego deslizarse sobre la alfombra.

En el salón de conferencias, Bormann, Günsche y Linge oyeron el disparo. Vacilaron un momento, y luego entraron rápidamente en la antecámara de Hitler. Günsche le vio tendido con el rostro contra la mesa, y al momento regresó al salón de conferencias, intensamente pálido. Allí le abordó Kempka.

– Por Dios, Otto -dijo el chófer del Führer-, ¿qué ocurre? Tienes que estar loco para querer enviar un hombre a la muerte sólo por doscientos litros de gasolina.

Günsche cerró tras él la puerta del departamento del Führer, y se volvió con los ojos muy abiertos.

– ¡El jefe ha muerto! -exclamó.

Lleno de asombro, lo único que Kempka atinó a pensar era que Hitler había sufrido un ataque cardíaco.

Günsche pareció haber perdido la voz. Puso la mano en forma de pistola e introdujo un dedo en la boca.

– ¿Dónde está Eva?

Günsche indicó la antecámara de Hitler, y al fin pudo empezar a hablar.

Varios minutos tardó Günsche en contar tartamudeando lo que había visto. En ese momento Linge entreabrió la puerta de la antecámara de Hitler y exclamó:

– ¡Gasolina! ¿Dónde está la gasolina?

Kempka manifestó que tenía unos ciento setenta litros en latas, a la entrada del jardín.

Linge y el doctor Stumpfegger sacaron el cadáver de Hitler envuelto en una manta parda del ejército. El rostro del Führer estaba cubierto a medias, y su brazo izquierdo pendía inerte. Bormann les seguía, llevando a Eva Braun en los brazos. La mujer de Hitler tenía puesto un vestido negro, y su rubio cabello se balanceaba con la marcha. Kempka no pudo resistir verla en los brazos de Bormann. Recordó que ella siempre había odiado a éste, y poniéndose delante de él, cogió en silencio el cuerpo de Eva Braun. El costado izquierdo de la mujer estaba húmedo, y Kempka creyó que era sangre. Pero se trataba del agua que había caído del jarrón. En mitad de la escalera, el cuerpo de Eva casi se le escurrió, y Kempka se detuvo un momento. Günsche acudió en seguida en su ayuda, y entre ambos llevaron a Eva hasta el jardín.

Comenzó entonces otra andanada de cañonazos soviéticos y las granadas comenzaron a estallar en el jardín. Sólo quedaban ya las paredes desnudas de la Cancillería, que se estremecían con cada explosión.

A través de las nubes de polvo, Kempka vio el cuerpo de Hitler escasamente a tres metros de la entrada del bunker. Se encontraba en una hendidura del terreno situada junto a una mezcladora de hormigón. Tenía subidas las perneras del pantalón, y el pie izquierdo vuelto hacia dentro, en una posición característica que siempre asumía cuando hacía un largo viaje en automóvil.

Kempka y Günsche colocaron el cadáver de Eva a la derecha de Hitler. La intensidad de bombardeo de artillería aumentó notablemente forzando a ambos a ocultarse en la entrada del bunker. Kempka esperó algunos minutos, luego se apoderó de una lata de gasolina y corrió con ella hacia los dos cadáveres. Juntó el brazo izquierdo de Hitler contra su cuerpo, mientras sentía que le faltaba precisión para rociar el cadáver del Führer de gasolina. Una ráfaga de viento agitó el pelo de Hitler. Kempka abrió el recipiente, y en ese momento estalló una granada, cubriéndole de escombros. Otras granadas estallaron, y Kempka corrió de nuevo a refugiarse.

Günsche, Kempka y Linge esperaron en la entrada a que disminuyese la intensidad del bombardeo. Entonces regresaron adonde estaban los dos cuerpos. Temblando de repugnancia, Kempka los roció de gasolina. Pensó que aunque se había sentido incapaz de hacer aquello, por fin lo estaba haciendo. Observó la misma reacción en los rostros de Linge y Günsche, que también derramaban el combustible sobre los cadáveres. Desde la entrada, Goebbels, Bormann y el doctor Stumpfegger observaban todo con una especie de morbosa preocupación.

Los vestidos de Hitler y Eva se humedecieron tanto que el viento fue incapaz de agitarlos. Reanudóse el bombardeo, pero los tres hombres siguieron vaciando las latas hasta que la depresión donde yacían los cuerpos estuvo llena de gasolina. Günsche sugirió encender el fuego con una granada de mano, pero Kempka se negó. La idea de hacer saltar los cuerpos en pedazos le hacía estremecer. Observó entonces la presencia de un gran trozo de tela junto a la entrada del bunker. Se lo enseñó a Günsche y éste lo cogió y lo roció de gasolina.

– ¡Una cerilla! -exclamó Kempka.

Goebbels le entregó una caja. Kempka encendió la cerilla y la aplicó contra el trapo. Günsche corrió con éste y lo lanzó sobre los cuerpos cubiertos de gasolina. Una bola de fuego surgió de la depresión, y a ella siguió una densa columna de humo negro. El fuego era pequeño, en comparación con el fondo rojizo de la ciudad incendiada, pero a pesar de todo resultaba aterrador. Los presentes contemplaban las llamas, como si estuvieran hipnotizados.

Poco a poco los cuerpos se fueron consumiendo. Conmovidos, regresaron a la entrada del bunker. Transportaron más latas de gasolina, y durante las tres horas siguientes, Günsche, Linge y Kempka siguieron vertiendo combustible sobre lo que quedaba de los cadáveres.

En el plazo de diecinueve días, tres de los dirigentes más importantes del mundo habían muerto: uno de un ataque, otro por su propia mano, y el tercero a manos de su mismo pueblo. Dos de ellos -Roosevelt y Hitler- asumieron la jefatura de sus respectivos países en el mismo año, 1933, y a los dos les llamaban «el Jefe» sus allegados. Pero allí terminaban todas las semejanzas.

Eran las siete y media de la tarde cuando Kempka y Günsche, agotados por el esfuerzo, entraron en el bunker después de haber concluido la tarea de la cremación. En la sala de conferencias reinaba un verdadero desbarajuste. El jefe de la guardia, Rattenhuberg, así como el comandante de la zona de la Ciudadela, Mohnke, lloraban sin disimulos. Otros discutían acaloradamente acerca de nimiedades. Todos parecían estar perdidos, sin el Führer que les dirigiese. Por fin, Goebbels logró serenarse, y como nuevo canciller ordenó que se celebrase una reunión, pidiendo que asistiesen a la misma Bormann, Mohnke, Burgdorf y Krebs. Una de las primeras decisiones de Goebbels fue ordenar a Rattenhuberg que enterrase los restos de Hitler y Eva Braun junto a la pequeña vivienda de Kempka, situada en el jardín. Luego empezaron a discutir la posibilidad de enviar a Krebs, que hablaba un poco el ruso, a través de la línea de fuego, a fin de que negociase alguna forma de tratado.

Weidling aún no se hallaba al corriente de la muerte de Hitler. En las últimas horas de la tarde recibió un mensaje de Krebs, ordenándole que se presentase inmediatamente en el bunker, y prohibiéndole romper el cerco de Berlín, aun en pequeños grupos. Aquello era una locura, y Weidling se sintió tentado a desobedecer. Dentro de veinticuatro horas, cualquier intento para atravesar las líneas enemigas resultaría imposible. Los soviéticos habían introducido numerosas avanzadillas en la zona de Potsdamerplatz, y otro grupo avanzaba a lo largo de la Wilhelmstrasse, en dirección al Ministerio del Aire.

Casi media hora tardó Weidling en salvar la distancia de poco más de un kilómetro que le separaba de la Cancillería, y era ya de noche cuando se presentó en el bunker. Le extrañó la agitación que reinaba en el interior del refugio, pero lo que le indicó que algo extraordinario había ocurrido, fue el ver a Goebbels sentado ante el escritorio del Führer. Con voz lúgubre le rogó Krebs que guardase el secreto, y luego le contó que el Führer se había suicidado.

El asombrado Weidling se enteró luego de que sus compañeros sólo habían informado del suceso a Stalin. Krebs manifestó entonces que iría en persona a hablar con Zhukov sobre el suicidio de Hitler, informándole además acerca del nuevo Gobierno. Le pediría una tregua para iniciar las negociaciones destinadas a la capitulación de Alemania. Desaparecido Hitler, los deseos de Krebs de luchar hasta el último hombre contra los bolcheviques parecían haber desaparecido repentinamente.

Weidling dudaba de que Krebs hablase en serio, y con tono de incredulidad dijo:

– Como militar, ¿cree usted de verdad que el comando supremo soviético accederá a negociar una tregua cuando están a punto de conseguir todos sus objetivos?

Añadió que sólo podía ofrecerse la rendición incondicional. Únicamente aquello pondría fin a la batalla de Berlín, que ya carecía de todo objeto.

– ¡No hay que pensar siquiera en la capitulación! -exclamó Goebbels.

– Herr reichsminister -manifestó Weidling-. ¿Cree de verdad que los rusos querrán negociar con un Gobierno alemán del que sea usted canciller?

Quizá por vez primera en su vida, Goebbels no supo qué contestar. Cuando habló, sus palabras parecían las de un hombre que pretendía ajustar la realidad a su conveniencia. Declaró que la última voluntad de Hitler debía ser respetada, y que Krebs sólo debería solicitar una tregua.

Cuando se disponía a regresar a su puesto de combate, Kempka pasó ante la habitación del doctor Stumpfegger, y vio a Magda Goebbels sentada ante un escritorio. Tenía un gesto ausente en el rostro. Por fin reconoció a Kempka, y le pidió que se aproximase.

– Rogué al Führer de rodillas que no se suicidase -dijo con voz inexpresiva-. Me hizo levantar suavemente del suelo, y me dijo serenamente que debía abandonar este mundo. Era la única forma de que Doenitz pudiese salvar a Alemania.

Para animarla, Kempka dijo a Magda Goebbels que había una posibilidad de huir. Manifestó que tenía tres camiones blindados en disposición de usarse, y que con ellos seguramente podría poner a salvo a todos.

Ella lanzó un profundo suspiro. En ese momento entró Goebbels y dijo que Krebs iba a entrevistarse personalmente con Zhukov. Manifestó que había solicitado morir con Hitler, pero que el instinto de conservación para él y su familia era más fuerte que su ofrecimiento. Sin embargo, aquel instinto debía tener sus límites.

– En caso de que las negociaciones den resultado negativo -añadió sombríamente-, ya he tomado mi decisión. Me quedaré en el bunker, porque no podré desempeñar el papel de eterno refugiado en el mundo. Claro que la huida quedará siempre abierta para mi mujer y mis hijos.

– Si se queda mi esposo -dijo frau Goebbels, rápidamente-, yo también me quedaré. Quiero compartir su suerte.

El almirante Doenitz no fue informado sobre la muerte de Hitler. Sólo le comunicaron que el Führer le había nombrado su sucesor. Bormann le dijo por radio que le enviaría confirmación por escrito, y que entretanto, el almirante quedaba «autorizado para tomar las medidas que la situación requiriese».

Tal vez Bormann había querido retener la noticia, a fin de poder darla él personalmente. A diferencia de Goebbels, estaba decidido a huir de Berlín a toda costa, y sin duda tenía la esperanza de ser el primero del bunker que llegase junto a Doenitz. Entonces, con su presencia, tal vez pudiese retener el poder.

El almirante era un verdadero marino, sin aspiraciones políticas, y el nombramiento recaído en su persona fue algo totalmente inesperado. Sin duda Hitler le había nombrado para facilitar la tarea de poner fin a la guerra. Doenitz había dicho antes por radio a Hitler que podía contar con toda su lealtad, y que haría lo posible por sacarle de Berlín.

– Pero si la suerte me obliga a gobernar el Reich, como sucesor suyo -declaró-, seguiré con la guerra hasta concluirla de la única forma que exige la heroica resistencia del pueblo alemán.

Doenitz siempre había temido que la muerte de Hitler pudiese terminar con la autoridad central, siguiendo un caos que provocase la pérdida innecesaria de innumerables vidas. Pero ahora se dijo que si actuaba con rapidez y se rendía incondicionalmente, tal vez pudiera evitar semejante catástrofe. Pero en primer lugar tenía que comprobar si su nombramiento contaba con la aprobación de Himmler, el cual disponía de tropas en lo que quedaba del país, en tanto que él no disponía de éstas. Se requirió que Doenitz llamase personalmente a Himmler, antes de que éste prometiese sin mucho entusiasmo trasladarse a Ploen, para hablar acerca de «un importante asunto».

Colocó Doenitz una pistola cargada debajo de algunos documentos que había sobre su escritorio. Aquello resultaba tal vez exagerado, pero le pareció algo necesario. Himmler llegó con seis guardias SS armados, pero entró solo en el despacho del almirante. Doenitz extrajo el telegrama en el que se le informaba de su nombramiento como sucesor de Hitler.

– Por favor, lea esto -dijo a Himmler, y le observó con toda atención.

El reichsführer se puso pálido y pareció encogerse, como si fuese un globo al que pinchan con un alfiler. Aun después de conocerse sus tentativas de negociar con Churchill y Truman, Himmler tuvo la seguridad de que sería nombrado sucesor de Hitler. Después de un silencio embarazoso, Himmler se puso de pie y se inclinó ceremoniosamente.

– En tal caso -afirmó-, permítame que sea el segundo hombre de su Gobierno.

El quejumbroso tono de Himmler dio confianza a Doenitz, a pesar de lo cual acercó una mano al arma que tenía escondida. -Eso es imposible -dijo Doenitz con firmeza-. No tengo puesto para usted.

Himmler se aclaró la garganta, como si fuese a decir algo, y luego se puso de pie, con gesto resignado. Doenitz también se levantó de su asiento, y le acompañó hasta la puerta. Himmler salió del edificio con la cabeza inclinada, seguido por sus seis guardaespaldas.

Capítulo quinto. «Y ahora nos apuñalan por la espalda»

1

Desde 1939, año en que el Gobierno polaco en el exilio se trasladó a Londres, se habían originado incesantes discusiones en relación con la suerte futura del trágico país. En Yalta, los Tres Grandes parecían haber hallado una solución; luego Stalin cambió de parecer, lo cual no sólo condujo al intercambio de innumerables mensajes de contenido desagradable, sino también al desacuerdo entre Churchill y Roosevelt acerca de la manera más conveniente de tratar con Stalin. Poco después de que Roosevelt se hubiese puesto de acuerdo con Churchill a ese respecto, en el mes de marzo, el presidente americano falleció, y Truman se vio obligado a enfrentarse con una situación sobre la que tenía muy escasos conocimientos. Por consiguiente, hasta fines de abril, Churchill y Truman no estuvieron en condiciones de presentar un frente unido.

Durante varios días, Churchill había estudiado el último mensaje de Stalin, en el que éste manifestaba categóricamente que la única solución al problema consistía en adoptar el ejemplo yugoslavo para Polonia. El 29 de abril, Churchill le envió una réplica de 2.509 palabras, que era tan vehemente como extensa. Manifestaba Churchill que el acuerdo al cincuenta por ciento sobre Yugoslavia no había dado buenos resultados, pues Tito se había convertido en un dictador. Por otra parte, Yugoslavia y Polonia eran dos países muy diferentes. Los Tres Grandes habían llegado a un acuerdo en Yalta sobre la última nación. Churchill proseguía manifestando que tanto él como Truman consideraban que la forma en que se había llevado el asunto, desde la Conferencia de Crimea, resultaba bastante desconsiderada para ellos.

El asunto se había agravado aún más a causa de las noticias que llegaban de Polonia, como la de la desaparición de quince polacos que habían abandonado Varsovia un mes antes para negociar con los rusos. Churchill manifestó que no podía oponerse a tales informes, puesto que a los británicos y americanos se les negaba la entrada a Polonia para que examinasen la situación.

Proseguía diciendo Churchill que el futuro tampoco se presentaba demasiado prometedor ya que la Unión Soviética y los países satélites se inclinaban hacia un lado, en tanto que las democracias angloamericanas y sus asociados se inclinaban hacia otro lado.

«…Es evidente que ese desacuerdo destrozará al mundo, y que nosotros, los dirigentes de cualquier bando que tengamos que ver en ello, nos cubriremos de vergüenza ante la Historia. Sólo el recelar durante largo tiempo y oponer una y otra vez nuestras políticas, será un desastre que impedirá el desarrollo de la prosperidad mundial para aquellas masas que sólo puedan alcanzarlas mediante la acción unida de nuestros tres países. Espero que en estos conceptos que salen de mi corazón no haya palabra o frase que pueda constituir una ofensa. En tal caso, hágamelo saber. De lo contrario, le ruego, amigo Stalin, que elimine las diferencias que para usted pueden ser pequeñas, pero que tienen valor simbólico según la forma en que los pueblos de habla inglesa reaccionamos ante la vida.»

La franqueza de Churchill sólo pareció irritar a Stalin, el cual contestó que si el Gobierno de Lublin no se tomaba como base para un Gobierno de unidad nacional, sería imposible lograr un acuerdo en lo estipulado durante la Conferencia de Crimea.

Anteriormente, Stalin había negado que supiera algo acerca de los quince polacos desaparecidos, pero ahora admitía que éstos se hallaban bajo la custodia soviética. Por otra parte, los aliados estaban informados erróneamente, ya que eran «dieciséis las personas, no quince».

«…El grupo se halla encabezado por el conocido general Okulicki. Los servicios de información británicos mantienen un deliberado silencio, en vista de su particular modo de pensar, acerca de este general polaco, que con otros quince ha «desaparecido». Pero nosotros no tenemos intención de silenciar este asunto. Este grupo de dieciséis personas, mandado por el general Okulicki, ha sido detenido por las autoridades militares del frente soviético y está siendo sometido a una investigación general. El grupo del general Okulicki, y en primer lugar el propio general Okulicki, están acusados de preparar y llevar a cabo actividades subversivas detrás de las líneas del Ejército Rojo, subversión que ha hecho mella en más de un centenar de soldados y oficiales del Ejército Rojo. También se culpa al grupo de suministrar emisoras de radio a la retaguardia de nuestras tropas, lo que está prohibido por la Ley. Todos, o una parte de ellos -depende del resultado de las investigaciones-, serán juzgados. Así es como el Ejército Rojo se ve forzado a proteger sus unidades y sus líneas de retaguardia contra los saboteadores y los que crean desórdenes.»

A estos cargos, que en realidad eran infundados, siguió una acusación de que el Servicio de Información británico difundía calumnias al anunciar que los rusos habían asesinado a los polacos del bosque de Katyn. El mensaje terminaba con un párrafo amenazador:

«De su mensaje parece deducirse que no se muestra usted dispuesto a considerar al Gobierno Polaco provisional como base para un futuro Gobierno de unidad nacional, o a asignarle el lugar que en ese Gobierno le corresponde por derecho. Debo manifestar con franqueza que tal actitud impide la posibilidad de un acuerdo acerca del asunto polaco.»

2

Sobre un punto, al menos, la rendición de Italia, Churchill y Stalin se hallaban de acuerdo. Una vez que Dulles obtuvo la aprobación para proseguir con la Operación Amanecer, pidió a Gaevernitz que llevase a los dos emisarios alemanes en avión y automóvil hasta el cuartel general de Alexander en Caserta, localidad situada cerca de Nápoles. Al principio, el comandante Wenner y el oberstleutnent Von Schweinitz se opusieron a los términos aliados de una rendición incondicional, pero en el curso de una sesión que duró toda la noche, Gaevernitz les persuadió para que aceptasen, ya que cada minuto significaba la pérdida de numerosas vidas.

Aún así, Schweinitz insistió en enviar un mensaje al generaloberst Von Vietinghoff poniendo de manifiesto los términos de la rendición. Como al llegar el 29 de abril no se recibiese respuesta alguna, Schweinitz decidió firmar el armisticio -estipulado para el 2 de mayo, al mediodía-, con el fin de que él y Wenner pudiesen entregar los documentos de Vietinghoff a tiempo para que éste diese la orden de alto el fuego a todas las unidades del frente.

Durante la impresionante ceremonia, que se celebró en presencia del general de división A. P. Kislenko, Schweinitz provocó momentáneamente la consternación de los presentes cuando manifestó que actuaba excediéndose en sus poderes.

– Espero que mi comandante en jefe, el general Von Vietinghoff, aceptará, pero no puedo hacerme enteramente responsable de ello.

Un murmullo de sorpresa se levantó de los testigos, pero el teniente general William Morgan, jefe de Estado Mayor de Alexander, declaró sin vacilar:

– Acepto.

Y firmó en nombre de los aliados. Eran las 14'17.

Al día siguiente Churchill telegrafió a Stalin: «Debemos alegrarnos todos de este gran armisticio.» Pero su júbilo era prematuro. Gaevernitz se las había arreglado para hacer volver a los dos alemanes a Suiza, pero no pudo pasarlos por la frontera austríaca. El Bundesrat, el más alto organismo gubernativo suizo, había ordenado el cierre de todas las fronteras. Era evidente que la publicidad que se había dado en todo el mundo a las negociaciones secretas, llegó a resultar molesta para una nación que se enorgullecía de su estricta neutralidad.

Entonces entró en acción Allen Dulles. Abandonando el protocolo, se trasladó ya antes de la hora del desayuno a casa de un funcionario suizo. Mientras éste se afeitaba, Dulles trató de convencerle para que dejase pasar a los dos alemanes. Por fin, a las once de la mañana del 30 de abril, se consintió a Wenner y Schweinitz que saliesen de Suiza en dirección a Italia. Poco después se encaminaban en un destartalado automóvil hacia el cuartel general alemán, situado en Bolzano, en las Dolomitas, donde las carreteras aún no estaban totalmente libres de una reciente nevada.

Utilizaban aquella carretera secundaria debido a que se les había informado que Kaltenbrunner bloqueaba las carreteras principales a fin de evitar que entregasen los documentos de rendición a Von Vietinghoff.

Cuando Wolff regresó al cuartel general de Italia, en la noche del 27 de abril, no halló en él más que confusión. Kesselring, recientemente nombrado para el mando de todas las tropas alemanas en el Sur, acababa de recibir el informe del gauleiter Hofer, de Innsbruck, de que se había firmado un tratado de paz en Caserta. Kesselring ordenó a Vietinghoff que fuese a entrevistarse con él a Innsbruck, donde reiteró firmemente que la capitulación no debía ser tenida en cuenta. A continuación destituyó sumariamente de sus cargos a Von Vietinghoff y a su jefe de Estado Mayor, general Hans Roettiger, y les ordenó que se presentasen en la zona de retaguardia de las Dolomitas, al nordeste de Bolzano, para recibir nuevas órdenes y quedar sometidos posiblemente al juicio de un tribunal militar.

Von Vietinghoff salió como se le mandaba hacia las Dolomitas totalmente decepcionado con Wolff y la Operación Amanecer, pero Roettiger no le acompañó. En lugar de ello se unió a Wolff para tratar de convencer al nuevo comandante de las fuerzas alemanas en Italia, general F. Schulz, para que se uniese a la conspiración. Pero Schulz, que era un militar disciplinado, se negó a actuar sin la aprobación total de Kesselring.

Kenner y Schweinitz llegaron por fin a Bolzano en la medianoche del 30 de abril, cuando la situación parecía más crítica. Se esperaba que la rendición tendría lugar en el plazo de treinta horas, y Schulz no cumpliría con el pacto. Wolff y Raettiger hablaron hasta el amanecer, y al fin decidieron que la única solución era detener a Schulz. A las siete arrestaron al indignado general y a su jefe de Estado Mayor, recluyéndolos en el puesto de mando del Grupo de Ejército Central, vasto refugio subterráneo excavado en una eminencia rocosa.

Con esto se logró aislar a Schulz, pero entonces surgió otra complicación. Los generales Herr y Lemelsen, que mandaban los dos ejércitos alemanes de Italia y a los que se había convencido para que se uniesen en la Operación Amanecer, consideraron la detención de Schulz como un agravio y cambiaron de parecer, asegurando que en tales circunstancias no podían subordinarse a Roettiger ni rendir sus tropas.

Al mediodía, el mariscal de campo Alexander solicitó urgentemente de Wolff, por radio, que le diese informes acerca de la situación, en especial si Vietinghoff y Wolff habían ratificado los términos del acuerdo de Caserta, y si el armisticio ocurriría el 2 de mayo.

El mensaje fue recibido con un equipo secreto colocado en una pequeña estancia situada junto al dormitorio de Wolff, en su cuartel general del palacio del duque de Pistoia. El operador, Vacalr Hradecky -al que los conocidos llamaban Wally para abreviar-, era un checoslovaco que trabajaba para Dulles y que estaba oculto en el palacio, habiéndose alimentado durante toda la semana anterior con la comida que Wolff pedía como si fuese para él.

Se encomendó a Wolff la tarea de convencer al hombre a quien acababa de encarcelar. Schulz, como era lógico, se hallaba profundamente resentido por su detención, y el persuasivo Wolff tardó un par de horas antes de que el general admitiese de mala gana que la rendición en Italia resultaría beneficiosa para la Patria.

– De acuerdo, estamos con usted -dijo Schulz, al fin-. No pondremos objeciones personales ni oficiales, pero no podemos capitular sin la aprobación de Kesselring.

Wolff necesitaba aliados, no neutrales, y dijo a Schulz:

– Escuche, no perdamos el tiempo inútilmente. Lo que se halla en juego es Alemania, y no unas pocas personas. Le ruego que comprenda lo que le he expuesto, y que mande a los comandantes de Ejército que deben cumplir las órdenes de rendición.

Aunque no del todo convencido, Schulz llamó por teléfono a Herr y Lemelsen, quienes le prometieron que asistirían a una conferencia de comandantes militares alemanes a celebrarse a las seis de la tarde del 1 de mayo. El mismo Wolff llamó al general Ritter von Pohl, comandante de la Luftwaffe en Italia, el cual exclamó:

– ¡Dios santo, estamos en un buen atolladero, y es usted quien nos ha metido en él!

– No, Pohl, no he sido yo quien les ha metido en esto, y por muy difícil que resulte dar este paso, estoy seguro de que usted comprende que es la única forma de solucionar el asunto. Déjeme actuar a mí.

– Está bien -dijo Pohl, suspirando-. Estoy con usted.

Los generales se mostraron reacios a actuar independientemente, lo cual era comprensible. También se comprendía la actitud de los jóvenes oficiales pro nazis del cuartel general del grupo de ejército. En cuanto se enteraron de que se estaba tratando la rendición de las tropas, amenazaron con la rebelión. Roettiger les llamó a su despacho y les dijo que resultaba inútil proseguir la lucha. Agregó que no podía seguir asumiendo la responsabilidad de aquella contienda.

Un joven capitán se adelantó y dijo:

– ¿En tal caso, señor, por qué no cede el mando a alguno de sus subordinados, que cargará con las responsabilidades, de acuerdo con la orden del Führer?

– Conozco bien esa orden -manifestó Roettiger-. En estos momentos, sin embargo, considero que el alto el fuego es la mayor responsabilidad que tengo entre manos, ya que con ello será posible evitar una efusión de sangre inútil. Capitán, piense en la triste suerte de sus camaradas en el frente, algunos de los cuales, en este momento, están luchando por posiciones que de hecho ya están perdidas, y que, tarde o temprano, deberán enfrentarse con la misma decisión que acabo de tomar yo, pensando en todos los efectivos de la Wehrmacht, en Italia. Roettiger concluyó declarando que asumiría la responsabilidad de tomar la decisión en nombre de todos ellos.

A las seis de la tarde, Wolff inició la conferencia de comandantes. Dijo que no había tiempo que perder, pues quedaban menos de veinticuatro horas para la aplicación del armisticio. El vicealmirante Loewisch, que representaba al comandante de las fuerzas navales alemanas en Italia, repitió varias veces desde el rincón donde se hallaba:

– El almirante nunca dará su aprobación, y por todos los cielos, no le obliguen a hacerlo.

Pohl tomó la palabra y dijo que la Luftwaffe cumpliría con los términos de la rendición. Herr y Lemelsen vacilaron y terminaron diciendo que no se justificaba la continuación de la lucha.

Llegó entonces el turno al comandante supremo en Italia, Schulz, el cual declaró:

– Estoy totalmente de acuerdo.

Wolff creyó que con ello había ganado la partida, pero en seguida Schulz añadió que no podía hacer nada sin el consentimiento de Kesselring.

Se puso inmediatamente una llamada telefónica al feldmarschall, pero éste no se hallaba en el puesto de mando. Media hora después, seguía ausente. El ambiente se estaba enrareciendo, en el refugio subterráneo. A las ocho llegó otro mensaje de Alexander preguntando si cumplirían los términos de lo pactado. En caso contrario, los Aliados reanudarían el ataque.

Wolff declaró que trataría de contestarle a las diez de la noche, y efectuó una tercera llamada a Kesselring. Su jefe de Estado Mayor, el general Westphal, dijo que no se le podía molestar en esos momentos.

– ¡Esta es nuestra última oportunidad! -exclamó Wolff-. Pero ni usted ni el general Schulz quieren asumir la responsabilidad. Hay aquí cuatro comandantes que solicitan que se nos dé poder para actuar. Ninguno de nosotros tiene ambiciones personales, ni espera recibir protección del enemigo. Estamos dispuestos a defender nuestros actos y a someternos al juicio del feldmarschall. Pero debemos tomar ahora una decisión antes de que sea demasiado tarde y se reanude la lucha.

Westphal manifestó que hablaría con Kesselring y les llamaría media hora más tarde.

A las diez, Westphal aún no había contestado y Wolff se dio cuenta de que debía convencer a los que se hallaban en la estancia para que actuasen por su propia cuenta.

– ¡Schulz trata de desentenderse del asunto! -exclamó Wolff; desesperado-. Parece que no hay nadie que tenga el valor suficiente para tomar una decisión personal, aun cuando ésta signifique la muerte de millares de soldados alemanes y la miseria de sus familias. Por consiguiente, el resto de los que estamos aquí debemos tomar una decisión. Que Schulz y Kesselring hagan lo que les parezca más adecuado.

Se produjo un largo silencio. De pronto, el general Herr se volvió hacia su jefe de Estado Mayor y le dijo, con acento de serena autoridad:

– Dé órdenes a todas las unidades del Décimo Ejército para que depongan las armas mañana al mediodía.

Fue el momento decisivo, y Lemelsen y Pohl no tardaron en dar órdenes semejantes.

A las diez de la noche, Wolff avisó por radio a Alexander que el alto el fuego se produciría como se había proyectado. Pero sus palabras trasuntaban una confianza que no sentía por completo. Se daba cuenta de que Kesselring y Schulz aún podían impedir la rendición.

Una hora después entró un ayudante en la habitación y comunicó que la radio acababa de anunciar la muerte de Hitler. Wolff suspiró aliviado. Con eso, Kesselring y Schulz quedaban libres del juramento que habían hecho al Führer. Pero la muerte de Hitler provocó un efecto inesperado en Schulz.

– Señores, hasta ahora me he mostrado muy complaciente -declaró Schulz-. He dado mi consentimiento a su decisión y he procurado sacar partido de una situación desfavorable. Pero no se olviden de la forma desconsiderada con que he sido tratado esta mañana, y de que a pesar de ello, les presté mi apoyo moral. Apoyé rápidamente las ideas de ustedes, pero no estoy obligado a obedecerles. El feldmarschall ha puesto en mí su confianza, y yo no puedo defraudarle. Eso es algo que se comprende fácilmente.

Schulz hizo una pausa, reflexionó y su semblante enrojeció de cólera.

– ¡Y ahora yo pregunto cómo osan venir a amenazarme! ¡Vamos, salgan de aquí! -exclamó, señalando hacia la puerta-. ¡Estoy cansado de todo esto! Todavía soy el comandante supremo en este lugar. Si prefieren actuar por su propia cuenta, allá ustedes. Eso corre bajo su responsabilidad. ¡Pero no esperen que yo haga lo mismo!

Wolff salió airadamente de la estancia, seguido de Herr, Lemelsen y Pohl. En las dos salidas principales había centinelas fuertemente armados, y temiendo que les detuviesen, Wolff condujo el grupo por un túnel secreto para trasladarse después hasta su cuartel general.

Las sospechas de Wolff estaban bien fundadas. Poco después de medianoche llegó un mensaje ordenando la detención de Roettiger, que había huido por el túnel, separado de los demás, y del oberst Moll.

– La lucha continúa -declaró Kesselring.

Según podía apreciarse, la muerte de Hitler no había cambiado en nada las cosas.

Pohl, Lemelsen y Herr decidieron que estaban más seguros en sus respectivos cuarteles generales, y pidieron a Wolff que se les uniese. Pero éste consideró que debía quedarse en el palacio para salvar la Operación Amanecer, si aún era posible, y ordenó a sus tropas SS de confianza que defendiesen el lugar. Su temor era que Kaltenbrunner pudiese enviar a Otto Skorzeny en una operación aérea de comando, a detenerle. [64] Ante la puerta de la residencia se hallaban siete tanques dispuestos a evitar cualquier sorpresa.

Wolff no tenía idea de lo que pasaría en esos momentos por la mente de Kesselring. Este podía invalidar las órdenes de rendición; podía detener a los conspiradores, haciéndoles fusilar como traidores, o bien tenía la posibilidad de dar su consentimiento tácito a la rendición, absteniéndose de actuar.

No tuvo que esperar tiempo Wolff para saber lo que pensaba Kesselring. A las dos de la mañana del 2 de mayo, éste llamó a Wolff por teléfono y exclamó:

– ¿Cómo se atreve a actuar por iniciativa propia, sin órdenes mías?

Wolff recordó a Kesselring que ya le habían informado acerca de la conspiración desde un mes antes.

– Si usted se hubiese unido a nosotros entonces, habría impedido que corriera mucha sangre, evitando también la destrucción de numerosas propiedades. Yo puedo conseguir las mismas condiciones de rendición para todas sus fuerzas -dijo Wolff-. Sólo tengo que decir unas palabras, y el asunto estará resuelto. Parece olvidar que estaba usted al corriente de esto desde el principio. Sabía muy bien cuanto sucedía, y ahora nos apuñala por la espalda, quitando a Vietinghoff de en medio.

Wolff siguió diciendo que había que cumplir con el acuerdo concertado en Caserta. Estaba convencido de que la historia les justificaría plenamente.

– Será mejor que siga mi consejo -añadió Wolff-. No parece usted darse cuenta de lo que está en juego.

Kesselring le interrumpió. No se mostraba colérico, sino más bien interesado.

– ¿Dice usted que ha hecho un trato con los angloamericanos para que se nos unan en la lucha contra Tito y Rusia?

– Herr generalfeldmarschall, no sé de dónde ha podido sacar semejante idea. En eso no hay ni que pensar. Se trata de una simple capitulación. He conseguido salvar a gran cantidad de nuestros soldados, que de ese modo no irán a Siberia, al norte de África o a Dios sabe dónde, y probablemente podré hacer lo mismo por muchos otros soldados. Es irresponsable proseguir una lucha que ya está perdida, sobre todo ahora que conocemos la muerte del Führer, lo que le libra de su juramento de fidelidad. No tiene por qué trasladar este juramento a nadie más. Yo no me siento obligado en absoluto al almirante Doenitz, el cual significa muy poco para mí. Todo aquel que siga luchando ahora, no es más que un criminal de guerra.

Al fin, Wolff dejó de hablar y Kesselring comenzó a rebatir sus argumentos con la misma vehemencia. La amistad que les unía sólo contribuía a hacer la discusión más áspera. Ambos hombres gritaron hasta quedar agotados. La discusión había durado dos horas, al término de las cuales, Wolff cortó la comunicación y se sentó como si estuviese anonadado.

A las cuatro y media de la mañana, el teléfono volvió a sonar. Era Schulz. Wolff, desesperado, estaba a punto de replicarle con cajas destempladas, cuando el comandante supremo de Italia anunció que Kesselring acababa de llamarle por teléfono, dándole permiso para llevar a efecto la rendición.

Para oír aquellas palabras, Wolff había hecho varios viajes peligrosos; estuvo a punto de caer en manos de los partisanos, en el lago Como, y se enfrentó directamente con la ira de Himmler y de Hitler. Por si fuera poco, se había visto obligado a humillarse, tuvo que arrestar a un compañero de armas y fue objeto de numerosos insultos. Pero el éxito le dejaba ya indiferente. Ordenó a Wally que telegrafiase a Alexander informándole que Kesselring también había aceptado las condiciones, y luego se tumbó sobre su lecho y quedóse dormido.

Capítulo sexto. «El telón de acero se aproxima cada vez más»

1

En las primeras horas del 30 de abril, el gran núcleo de tropas de Busse, que avanzaba rodeado por los efectivos soviéticos, se hallaba a punto de desintegrarse. Sólo el temor a la venganza rusa sostenía a los exhaustos soldados combatiendo siempre en dirección al Oeste, donde se hallaba el 12.° Ejército de Wenck. El oberst (coronel) Hans Kempin, cuya misión consistía en evitar que los rusos irrumpiesen por el flanco norte de las tropas alemanas, había abandonado las orillas del Oder con veinte mil soldados. Ahora, después de diez días de intenso combate, su 32.ª División Panzer de Granaderos había quedado reducida a 400 combatientes, y no le quedaba un solo tanque. Kempin, un hombre corpulento, de la estatura de Skorzeny, nunca había sufrido tanto en el tiempo que llevaba combatiendo. Sus soldados se hallaban tan exhaustos, que algunos ni siquiera podían levantarse del suelo. También recurrió el coronel a las mujeres que les acompañaban.

– Si quieren que salgamos de aquí, tienen que ayudarnos… -dijo Kempin a un grupo de mujeres.

Así, pues, también ellas empuñaron fusiles automáticos y rifles y siguieron avanzando hacia el Occidente, junto con los soldados, más cansados por haber llevado el peso de la lucha hasta el momento.

Hacia el Sur, los civiles alemanes que integraban el grupo de Busse habían experimentado escasas bajas, desde que abandonaron el Oder. Pero algo antes del amanecer, los civiles oyeron un nutrido tiroteo y observaron numerosas siluetas que se aproximaban en la semioscuridad. Eran los rusos. Los alemanes corrieron frenéticamente atravesando los bosques hasta llegar al río Dahme. Este medía escasamente diez metros de anchura, pero sus aguas estaban sumamente frías. Algunos soldados improvisaron balsas y luego se lanzaron al agua y comenzaron a remolcar a las mujeres.

Elisabeth Deutschmann, cuyo marido había perdido una pierna en Rusia, había llegado a la orilla occidental cuando aparecieron los primeros rusos por el otro lado. Los dos soldados que la habían arrastrado hasta la margen opuesta estaban ateridos y no podían moverse, y rogaron a la mujer que se marchase antes de que los soviéticos cruzasen el río. Pero Elisabeth les frotó el cuerpo, les cubrió con su capa de pieles y permaneció junto a ellos.

En la orilla opuesta comenzaron a oírse disparos y gritos salvajes. Luego se produjo un largo silencio y los dos soldados y la mujer creyeron que los rusos se habían marchado. De pronto, apareció un soldado soviético enorme, con un vendaje ensangrentado envolviéndole la cabeza. Avanzó hacia ellos con una pistola en la mano, pero les sonrió y les dijo en alemán:

– No teman nada.

Se acercó entonces un oficial soviético, el cual se apoderó de Elisabeth, pero el corpulento ruso le colocó la pistola en las costillas y declaró:

– Esa mujer pertenece a este soldado -y señaló a uno de los alemanes.

Cuando el ruso llevaba a sus prisioneros por el bosque, vieron a un alemán al que los soviéticos habían arrancado la nariz, y otro al que habían castrado. El ruso dijo que con él estaban seguros, y les dio jamón y unos trozos de pan.

Con el Ejército Rojo amenazando irrumpir por todos los flancos, Busse pidió a sus avanzadas que hiciesen un desesperado esfuerzo por atravesar las líneas enemigas para llegar hasta Wenck. Ya no le quedaban más que dos tanques «Tigres». Se les suministró gasolina de otros vehículos abandonados, y los tanques se dispusieron a encabezar el ataque final.

En la oscuridad se enfrentaron con el fuego de morteros y armas cortas, pero milagrosamente los dos «Tigres» siguieron avanzando, al tiempo que disparaban hasta quedar con los cañones al rojo. Detrás iba la infantería, seguida por centenares de mujeres que portaban fusiles ametralladores, rifles y municiones. A sólo dieciséis kilómetros al Oeste se hallaba Wenck, esperándoles. El general había llegado hasta la línea de fuego en una motocicleta. Sus comandantes le habían advertido antes que el Ejército Rojo estaba a punto de irrumpir a través de sus líneas, lo que aconsejaba la retirada del 12.° Ejército. Pero Wenck recordó los millares de mujeres y niños que acompañaban a Busse.

– Tenemos que resistir -dijo luego a sus comandantes-. Busse aún no ha llegado. Debemos esperarle.

Con las primeras luces del día, aquel 1 de mayo los soldados situados en la vanguardia de Wenck oyeron algunos disparos aislados, y luego vieron numerosas sombras que se les acercaban. Eran los soldados del 9.° Ejército, que les abrazaban, al tiempo que exclamaban con júbilo incontenible:

– ¡Lo conseguimos, estamos libres!

Luego muchos se dejaron caer al suelo, incapaces de dar un paso más.

2

Weidling había acertado al pensar que los rusos no querrían entablar negociaciones con los ocupantes del bunker. Al anochecer, Krebs regresó con el rostro sombrío de las líneas soviéticas de Tempelhof, informado que había hablado con el general Vasili Chuikov, comandante del Octavo Ejército. Chuikov, a su vez, llamó por teléfono a Zhukov, el cual exigió la rendición incondicional a los Tres Grandes.

Goebbels acusó a Krebs de haber expuesto mal sus propósitos y surgió entre ellos un fuerte altercado. Goebbels lanzó denuestos contra todos, y ordenó enviar otro emisario a los soviéticos, comunicando la cancelación de las condiciones de Krebs, y declarando la «guerra a muerte».

Weidling propuso que se llevara a cabo cuanto antes el plan para escapar del cerco, y afirmó:

– ¡Es imposible continuar con la batalla de Berlín!

Krebs manifestó al principio que no podía autorizar aquello, mas luego cambió de parecer.

– Dé las órdenes inmediatamente -dijo-, pero espere aquí, por si se efectúa algún cambio.

Mientras los demás hacían planes para huir, Goebbels se preparaba para la muerte. Pidió al doctor Stumpfegger que inyectase veneno a sus seis hijos, pero el médico dijo que no quería tener aquel cargo de conciencia, pues también tenía hijos. Entonces, Goebbels empezó a buscar a otro médico entre los refugiados civiles del piso superior del bunker.

En la torre antiaérea situada en el parque zoológico, un oficial de inteligencia llamado Fricke llevó aparte al coronel Wohlerman y con voz temblorosa, casi inaudible, le dijo que acababa de enterarse de la muerte de Hitler, y de que el Gobierno iba a anunciarlo al mundo. Como muchos otros, Woehlerman se negó al principio a creer la noticia y dijo a Fricke que no divulgase el rumor.

3

El 1 de mayo, hallándose en Ploen, Doenitz recibió el siguiente enigmático telegrama de Bormann:

«El testamento sigue siendo válido. Iré ahí en cuanto pueda. Hasta entonces, creo que debe evitar hacer declaraciones públicas.»

Entonces, Doenitz tuvo la certeza de que Hitler había muerto, y que por algún motivo especial, Bormann quería evitar que se divulgase la verdad. Doenitz, por su parte, consideraba que había que decir inmediatamente al pueblo alemán y al ejército lo que había ocurrido, antes de que los rumores procedentes de distintas fuentes sembrasen la confusión. Pero eran escasos los informes de que disponía, por lo que decidió atenerse a la petición de Bormann, por el momento. Lo que resultaba indudable era que la guerra se había perdido. Como no había posibilidad de llegar a una solución política, su obligación como jefe del Estado era terminar con las hostilidades lo antes posible, a fin de evitar inútiles derramamientos de sangre.

– A mi entender -dijo a Von Keitel y Jodl-, los ejércitos de Schoerner deben evacuar las posiciones que retienen con tanta firmeza, retirándose en dirección al frente norteamericano. De ese modo, añadió Doenitz, cuando llegase el momento de la rendición, podrían entregarse a las potencias occidentales.

Doenitz decidió rendir el norte de Alemania a Montgomery, y con tal objeto telegrafió al almirante Hans Georg von Friedeburg, un hábil negociador, a fin de que se preparase para llevar a cabo una misión especial. Cuando esto se hubiese logrado, trataría de rendir el resto del frente occidental, mientras contenía a los rusos. Pero esas negociaciones deberían durar lo suficiente para poder evacuar en masa a la población hacia el Oeste. El mismo día dirigió Doenitz su primera alocución a las fuerzas armadas, asegurando que tenía intención de «proseguir la lucha contra los bolcheviques hasta que nuestras tropas y los centenares de miles de familias de nuestras provincias orientales hayan sido salvadas de la esclavitud y la destrucción». Declaró igualmente que «el juramento de lealtad que habéis hecho al, Führer ahora os une a mí, que he sido nombrado su sucesor». A continuación mandó Doenitz a buscar a los reichskomissars de Checoslovaquia, Holanda, Dinamarca y Noruega y les ordenó que hiciesen todo lo posible por evitar derramamientos de sangre en aquellos países. A Von Ribbentrop le dijo por teléfono:

– Piense en un sucesor, y cuando lo encuentre, llámeme en seguida.

Una hora más tarde, Ribbentrop volvía a llamarle.

– He pensado una y otra vez en el problema -manifestó-, Creo que sólo hay un hombre capaz de desempeñar con acierto las tareas que realizo: yo mismo.

Doenitz sintió deseos de «reírsele en la cara», pero se limitó a rechazar cortésmente su oferta. Poco después nombraba para el cargo a Schwerin von Krosigk.

– No espere ganar laureles en su misión, pero tanto usted como yo nos vemos obligados a aceptar nuestras tareas en beneficio del pueblo alemán.

En cuanto Himmler se enteró del nombramiento, mandó llamar a Schwerin von Krosigk a su cuartel general.

– He sabido que va usted a ser el nuevo ministro de Asuntos Exteriores -dijo Himmler-. Debo felicitarle sinceramente. Nunca un ministro ha tenido mejores oportunidades.

El conde le miró perplejo e inquirió:

– ¿Qué quiere usted decir?

– Que dentro de poco, los rusos y los norteamericanos chocarán abiertamente, y entonces nosotros, los alemanes, seremos la fuerza decisiva. Por consiguiente, nunca como ahora el objetivo de los Urales ha estado tan próximo a nosotros.

– ¿Aún cree que tiene usted alguna misión que cumplir?-preguntó Von Krosigk, con tono levemente sarcástico.

– ¡Desde luego! Yo soy la base del orden, y Eisenhower y Montgomery no tardarán en reconocerme como tal. Todo lo que necesito es una hora de conversación con cualquiera de ellos, y el asunto quedará arreglado.

A última hora de la tarde, Doenitz recibió al fin una confirmación oficial de Bormann y Goebbels, acerca de la muerte de Hitler, concebida en los siguientes términos:

«El Führer murió ayer, a las 15,30. En su testamento fechado el 29 de abril, le nombra presidente del Reich, a Goebbels canciller del Reich, a Bormann ministro de Asuntos Exteriores. El testamento, por orden del Führer, se envía al feldmarschall Schoerner, fuera de Berlín, para su custodia. Bormann tratará de ir ahí hoy para explicarle la situación. La forma y el momento de hacer el anuncio a las fuerzas armadas y al público, se deja a su albedrío. Acuse recibo.»

Pero Doenitz no tenía intenciones de incluir a Goebbels ni a Bormann en su Gobierno, y dio órdenes de detenerles si se acercaban por Ploen.

También decidió que era hora de informar al pueblo alemán de la muerte del Führer. [65] A las 21,30 Radio Hamburgo interrumpió su programa para dar «una grave e importante noticia». Se escucharon algunos trozos de óperas de Wagner, luego unos compases de la Séptima Sinfonía, de Bruckner, y al fin una voz solemne anunció:

– Nuestro Führer, Adolf Hitler, luchando hasta el último aliento contra el bolchevismo, cayó por Alemania esta tarde (fue la tarde anterior), en su cuartel general de la Cancillería del Reich. El 30 de abril (el testamento estaba fechado el día 29) el Führer designó al gran almirante Doenitz para ocupar su lugar. El gran almirante y sucesor del Führer va a hablar a continuación al pueblo alemán.

Doenitz dijo que Hitler había caído «a la cabeza de sus tropas», y que la tarea que a él, Doenitz, le incumbía, era la de «salvar a los alemanes de la destrucción que implicaba el avance del enemigo bolchevique».

4

Poco después de anochecer, el coronel Woehlerman recibió la orden de informar inmediatamente al puesto de mando de Weidling, situado en Bendlerblock. El intento de romper el cerco de Berlín había sido abandonado.

Woehlerman pidió a su primer oficial de Estado Mayor que le acompañase con un fusil ametrallador, y su conductor se ofreció a acompañarle también para defenderle. Ya era casi imposible cruzar el Tiergarten, pues los rusos tenían en su poder el puente de Liechtenstein. Los tres hombres esperaron junto a la torre antiaérea hasta que cesó momentáneamente el fuego, y luego avanzaron por la avenida del eje Este-Oeste. Las granadas comenzaron a estallar sobre sus cabezas otra vez, y tuvieron que lanzarse de un salto al cráter abierto por una bomba. Aquello hizo que Woehlerman se acordase de Verdún. Como el bombardeo persistiese salieron del agujero y continuaron avanzando hacia el Este. En la Friedrich Wilhelmstrasse tuvieron que cruzar a la carrera bajo el fuego enemigo. La Neue Siegesallee (Avenida de la nueva Victoria) era un caos de ruinas. Los monumentos de los gobernantes de Brandenburgo-Prusia, desde Alberto el Oso hasta el kaiser Federico III de Hohenzollern, yacían derribados de sus pedestales. Con todo cuidado se internaron entre los escombros del patio del Departamento de Guerra, donde Stauffenberg y otros más habían sido fusilados el 20 de julio.

En el bunker reinaba una atmósfera opresiva, aciaga. Goebbels mandó llamar a su ayudante, Günther Schwägermann, y le informó acerca de los trascendentales hechos acaecidos en las últimas horas.

– Todo se ha perdido -dijo Goebbels-. Yo debo morir, junto con mi mujer y mis hijos. Usted se encargará de quemar mi cuerpo.

Goebbels entregó entonces a Schwägermann una fotografía con marco de plata del Führer y se despidió de él.

Entretanto, había otros en el bunker que estaban recibiendo las últimas instrucciones para la huida. A las nueve de la noche, el primer grupo de los seis en que se habían dividido los que iban a intentar escapar, correría hasta la entrada más cercana del ferrocarril metropolitano y avanzaría por el túnel hasta la estación de Friedrichstrasse. Allí saldrán de nuevo a la superficie, cruzarían el río Spree y se encaminarían hacia el Oeste o el Noroeste, hasta encontrarse con las tropas aliadas o las de Doenitz. Los otros cinco grupos seguirían el mismo camino, a intervalos regulares.

Kempka recibió el mando de un grupo de treinta mujeres. A las 20,45, el antiguo chófer de Hitler se dirigió a las habitaciones de Goebbels para despedirse de él. Los niños ya estaban muertos. Habían sido envenenados. Frau Goebbels pidió a Kempka, con voz serena, que la despidiese de su hijo Harald, y le dijese cómo había muerto.

Goebbels y su esposa abandonaron la habitación, cogidos del brazo. Con toda calma agradeció él al doctor Naumann su lealtad y comprensión. Magda sólo atinó a ofrecerle su mano, y Naumann se la besó.

Dijo Goebbels que se encaminarían hacia el jardín a fin de que sus amigos no tuvieran que llevarles desde el bunker. Estrechó por última vez la mano de Naumann, y acompañado de su mujer, que estaba pálida y silenciosa, se dirigió hacia la salida. El doctor Naumann, junto con Schwägermann y Rach, el chófer de Goebbels, miraron como en trance a la pareja que desaparecía por las escaleras de hormigón.

Un momento después se oyó un disparo y luego otro. Schwägermann y Rach subieron corriendo las escaleras y encontraron a Goebbels y su esposa tendidos en el suelo. Un asistente de las SS estaba observando. El había sido quien, por orden del mismo Goebbels, les había dado muerte. Schwägermann, Rach y el asistente vaciaron cuatro latas de gasolina y prendieron fuego al combustible. Sin esperar a ver el efecto que producían las llamas, regresaron al bunker, que también habían recibido la orden de incendiar. Derramaron la última lata de gasolina en el salón de conferencias y le aplicaron una cerilla.

Cuando el fuego comenzaba a hacer presa en la mesa que había sido centro de tan ásperas discusiones, Mohnke y Günsche condujeron el primer grupo fuera del bunker. En él se contaba el embajador Hewel, el vicealmirante Voss, las tres secretarias de Hitler y la cocinera. La mayoría de estas personas no habían estado afuera desde hacía bastante tiempo, y comprobaron que los destrozos eran mucho mayores de lo que habían imaginado. Todo Berlín parecía estar incendiado. Era de noche, pero las ruinas de la Cancillería se divisaban perfectamente a la luz de las llamas. Estalló una granada junto al grupo y una nube de grava pulverizada les envolvió. Los disparos de los fusiles y las ametralladoras parecían intensificarse por momentos, mientras iban arrastrándose uno a uno por un estrecho orificio que había en la pared de la Cancillería, cerca de la esquina de Wilhelmstrasse y Vosstrasse. Se escurrieron de uno en fondo unos doscientos metros, y luego desaparecieron por la entrada del metropolitano, situada frente al Hotel Kaiserhof.

Salieron de nuevo en la estación de Friedrichstrasse, y en medio de un intenso fuego de artillería cruzaron el río Spree por una pasarela metálica.

Unos cien hombres, casi todos altos oficiales, se agrupaban en el salón de Weidling, en el Bendlerblock. El general se hallaba detrás de su escritorio, con una expresión hosca en el semblante. Con voz pausada informó Weidling a los presentes acerca del matrimonio del Führer con Eva Braun, y de su posterior suicidio en el bunker.

– De acuerdo con su última voluntad -añadió-, sus restos fueron quemados en el jardín de la Cancillería. Por consiguiente, quedamos libres del juramento que le prestamos, y con gran dolor en mi corazón, pero viéndome incapacitado para seguir asumiendo la responsabilidad en esta batalla desesperada, he decidido optar por la rendición.

Agregó que pensaba enviar a su jefe de Estado Mayor, oberst (coronel) Theodor von Dufving, para que se entrevistase con los rusos y negociase con ellos.

– De ese modo terminará este terrible drama -concluyó diciendo Weidling.

Los presentes permanecieron en silencio. Se daban cuenta de que era el momento más ingrato en la vida militar de Weidling, y ninguno quiso hacer la menor objeción. Poco antes de la medianoche, Weidling dio instrucciones a Dufving acerca de la rendición. Esta se efectuaría con las siguientes condiciones: capitulación honorable para las tropas; alto el fuego inmediato; protección de los civiles contra el terrorismo; los soldados conservarían sus efectos personales y se les suministrarían alimentos, y los oficiales permanecerían junto a sus unidades.

Poco después, Dufving salía en dirección a las líneas soviéticas.

Kempka condujo a su grupo fuera de la estación de Friedrichstrasse, pero decidió esperar en el interior del teatro «Admiral Palace», antes de intentar el cruce del río Spree. A las dos salió cautelosamente del edificio y vio un reducido grupo que se aproximaba en la oscuridad. Lo dirigía Bormann, con uniforme de gruppenführer de las SS, y estaba integrado por el doctor Naumann, el doctor Stumpfegger, Rach, Schwägermann, Axmann y el coronel Beetz, uno de los pilotos personales de Hitler.

Bormann estaba buscando algunos tanques que les ayudasen a atravesar las líneas rusas. En ese momento aparecieron tres carros de asalto y tres camiones blindados. Kempka detuvo el primer vehículo. Su comandante se identificó como el SS obersturmführer (primer teniente) Hansen y manifestó que la suya era la última unidad de una compañía acorazada de la División Nordland.

Kempka ordenó al teniente que avanzase lentamente por la Ziegelstrasse, a fin de que el grupo pudiese seguirle a cubierto. Bormann y Naumann avanzaron a la izquierda de un tanque, seguidos inmediatamente por Kempka. De pronto, se inició una descarga de armas rusas antitanques y de otras de corto alcance. El tanque que protegía a Kempka estalló, y de su interior surgió una enorme llamarada. Kempka vio que Bormann y Naumann eran lanzados contra un costado, y tuvo la seguridad de que ambos habían resultado muertos. [66] Luego sintió que Stumpfegger caía sobre él, y entonces perdió el conocimiento.

Cuando Kempka volvió en sí comprobó que no podía ver. Se arrastró hacia delante, a ciegas, hasta que tropezó con algo. Levantóse despacio, tanteando el obstáculo, que era una barricada. Lentamente, su vista se fue aclarando. Delante de él se hallaba Beetz, como aturdido. Tenía desgarrado el cuero cabelludo y una parte le colgaba hacia un lado. Apoyándose el uno en el otro, retrocedieron con paso vacilante hacia el Hotel Admiral Palace, hasta que Beetz no pudo dar un paso más. Kempka miró a su alrededor y vio a frau Haussermann, la ayudante del profesor Blaschke, dentista de Hitler. La mujer prometió llevar a Beetz a su piso.

Kempka comprendió que no conseguiría conducir su grupo fuera de Berlín. Por consiguiente, les ordenó que se dispersasen, y que cada uno se las arreglara cómo pudiese. Luego, Kempka inició una rápida carrera a través de una pasarela que cruzaba el Spree y se escondió en una dependencia del ferrocarril, con cuatro trabajadores forzados. Uno de éstos era una agradable muchacha yugoslava, la cual llevó a Kempka hasta el piso superior y le entregó unos pantalones bastante sucios. Kempka estaba herido en el brazo derecho, pero se hallaba tan agotado que se tendió sobre el suelo y se quedó inmediatamente dormido.

Para entonces, el coronel Von Dufving ya había penetrado en las líneas soviéticas y negociado la rendición de las tropas alemanas. Los rusos enviaron mensajes a las unidades germanas de la zona, exhortándoles a una capitulación inmediata. «Les prometemos tratamiento honorable. Los oficiales podrán conservar sus armas y los objetos personales.»

Por toda la ciudad en llamas comenzaron entonces a surgir soldados germanos con banderas blancas. El propio Weidling se entregó sin que se produjera incidente alguno. Cruzó el Lendwehrkanal por un puentecillo colgante y se presentó ante el comandante de una división rusa. Le llevaron entonces al puesto de mando de Chuikov, donde escribió un mensaje ordenando a sus hombres que depusieran las armas inmediatamente. [67]

Poco antes del amanecer, el coronel Woehlermann, luciendo todas sus condecoraciones, salió de la torre antiaérea del Tiergarten seguido de sus hombres. El aire estaba enrarecido a causa de la humareda y de la neblina. De pronto, se inició un fuego de ametralladoras alemanas desde una posición posterior. El emisario ruso que se preparaba a recibir a Woehlermann mandó a sus hombres que no contestasen al fuego. Woehlermann dio una orden en voz alta y los disparos cesaron. Sus dos mil hombres formaron una larga fila y se dirigieron hacia el Norte, avanzando por entre los caídos árboles del parque hasta que llegaron a la avenida del Eje Este-Oeste. Cerca del viaducto del ferrocarril vio centenares de tanques soviéticos dispuestos en orden de revista sobre la avenida donde Hitler solía celebrar los desfiles militares. Era un despliegue impresionante.

Al ver acercarse a los alemanes, dispuestos a rendirse, los rusos saltaron de sus tanques y les entregaron cigarrillos, al tiempo que gritaban:

– Voyna kaputt! Voyna kaput! (¡La guerra ha terminado!). La amistosa actitud de los soviéticos impulsó a Woehlermann a señalar un grupo de veinte muchachos de las Juventudes Hitlerianas, diciendo:

– Domoi? (¿Se van a casa?).

– Domoi! -exclamó el parlamentario ruso.

Woehlermann colocó las manos a modo de bocina y gritó:

– ¡Muchachos, podéis ir a vuestras casas!

Los chicos lanzaron gritos de alegría y se dispersaron al momento en dirección a sus hogares, en tanto que los demás soldados alemanes experimentaban un sentimiento de gratitud, casi de júbilo, ante aquella inesperada muestra de magnanimidad.

Kempka se despertó de pronto al oír un gran estrépito y numerosas voces que hablaban en ruso. Desde el piso alto, vio a varios soldados rusos que bromeaban con los trabajadores forzados. La muchacha yugoslava hizo señas a Kempka, y éste, temiendo algo desagradable, bajó en seguida. La chica, con la mejor de sus sonrisas, le condujo hasta donde se hallaba el comisario soviético y dijo:

– Este es mi marido.

El comisario dio algunas palmadas al antiguo chófer de Hitler en la espalda y exclamó:

– Tovarisch, Berlín kaputt, Hitler kaputt! ¡Stalin es nuestro héroe!

Los rusos sacaron comida y vodka, y a continuación, mientras amanecía, se organizó una estruendosa y alegre fiesta.

5

A excepción de los disparos ocasionales de algunos tenaces soldados alemanes que se negaban a rendirse, la batalla de Berlín ya había concluido, y los defensores de la ciudad se resignaban a entregarse.

Pero a sólo cien kilómetros del bunker, en dirección al Oeste, millares de alemanes, tanto soldados como civiles, se apiñaban en la orilla oriental del río Elba, en Tangermünde, esperando su turno para escapar hacia el Oeste. El puente había quedado destruido, pero los ingenieros alemanes erigieron una pasarela para cruzar a pie sobre el río. Los norteamericanos contaron unos dieciocho mil alemanes, civiles y militares, que cruzaban diariamente a la orilla occidental del Elba. Varios miles más cruzaban en balsas, botes de goma y lanchas de motor.

En la mañana del 2 de mayo los rusos irrumpieron a través del flanco izquierdo de Wenck cuyo jefe de Estado Mayor sugirió iniciar al momento las negociaciones con los norteamericanos. Wenck declaró que estaba dispuesto a rendirse, pero dijo que deseaba retrasarlo una semana más para que los alemanes del este del Elba pudiesen huir al Oeste.

El general Max von Edelsheim fue enviado al otro lado del río como parlamentario Los norteamericanos convinieron en dejar que cruzasen el Elba las tropas en tres puntos diferentes, pero se negaron a aceptar más civiles.

Al norte de Berlín, el ejército de Manteuffel -casi lo único que quedaba del Grupo de Ejército Vistula- se retiraba en un desesperado esfuerzo por llegar a las líneas angloamericanas antes de que Rokossovsky les alcanzase. Este, sin embargo, se hallaba más interesado por tomar el puerto clave del Báltico, Lübeck, que por hacer prisioneros alemanes. Eisenhower exhortó a Montgomery a que se apresurase, antes de que los soviéticos se apoderasen de Schleswig-Holstein e incluso de Dinamarca. Montgomery replicó ásperamente que se daba perfecta cuenta de lo que había que hacer. Aseguró que cuando le quitaron el ejército de Simpson, el ritmo de su ataque se hizo más lento. Como respuesta, Eisenhower le envió cuatro divisiones del XVIII Cuerpo Aerotransportado de Ridgway.

Sólo el destrozado ejército de Blumentritt separaba a Montgomery del mar Báltico. Durante las últimas semanas, Blumentritt había sostenido una batalla de guante blanco con los británicos, retirándose con la menor efusión de sangre posible. Desde mediados de abril se había establecido un enlace oficioso entre los adversarios, y una mañana, un oficial de enlace del Segundo Ejército británico se presentó ante Blumentritt y dijo que puesto que los rusos se aproximaban a Lübeck, las fuerzas de Su Majestad preguntaban si los alemanes les permitirían tomar el puerto del Báltico antes de que lo hicieran los rusos.

Blumentritt también prefería que Lübeck no cayese en manos soviéticas, y dio órdenes de no hacer fuego contra los ingleses, cuando éstos avanzasen.

6

El mismo día, Hanna Reitsch y el general Greim se con Himmler cuando salían de entrevistarse con Donitz, en su puesto de mando.

– Un momento, herr reichsführer -dijo Hanna-. Quiero preguntarle algo de gran importancia, si tiene un momento disponible.

– Desde luego -replicó Himmler, casi jovialmente.

– ¿Es cierto, herr reichsführer, que entró usted en contacto con los Aliados para proponerles la paz, sin órdenes de Hitler en tal sentido?

– Así es, en efecto.

– ¿Decidió usted traicionar al Führer y a su pueblo en los momentos más aciagos?¡Porque eso es alta traición, herr reichsführer!

Sin duda, Himmler ya estaba acostumbrado a semejantes ataques, ya que sus reacciones, más que de indignación, eran de disculpa. Declaró que Hitler estaba «obsesionado por los sentimientos de orgullo y del honor». Añadió que estaba loco, y que «debió haberse detenido mucho antes».

– ¿Loco?-replicó Hanna-. Le he visto hace menos de treinta y seis horas, y aseguro que murió por la causa en que creía. Murió valientemente, sin que le faltase el honor del que usted habla, en tanto que Goering, usted y los demás, viven ahora como traidores y cobardes declarados.

– Hice eso para salvar vidas alemanas; para impedir la destrucción de lo poco que quedaba de nuestro país.

– ¿Habla usted de vidas alemanas, herr reichsführer?¿Habla de eso ahora? Debió de haber pensado en ello hace años, antes de identificarse con la destrucción de muchas de esas vidas.

La discusión se vio interrumpida por el disparo de las ametralladoras, al pasar los aviones aliados en vuelo rasante sobre el lugar.

En su nuevo cuartel general situado cerca de Kiel, Himmler recibió a León Degrelle, el cual se mostraba profundamente afectado por la noticia de la muerte del Führer. El belga dijo que se marchaba a Dinamarca y luego a Noruega, donde proseguiría la lucha contra el bolchevismo hasta el final. Luego preguntó a Himmler qué planes tenía.

Himmler exhibió una cápsula de cianuro, pero declaró que aún creía que pudiera hacerse algo con el Gobierno de Doenitz.

– ¡Debemos resistir seis meses más! -afirmó-. Para ese entonces, los norteamericanos estarán en guerra con los rusos.

– Herr reichsführer -contestó Degrelle, sombríamente-. Creo que eso tardará seis años, al menos.

Al anochecer, Doenitz y Schwerin von Krosigk se entrevistaron con el almirante von Friedeburg -el hombre elegido para negociar con Montgomery- en un puente de las cercanías de Kiel. Doenitz le dio instrucciones para que ofreciese la rendición militar de todo el norte de Alemania, al tiempo que se favorecía la huida de los refugiados y soldados hacia las líneas británicas. Luego, Doenitz y Schwerin von Krosigk se dirigieron hacia Flensburg, donde se hallaba su puesto de mando, casi en el extremo norte de Alemania, en las proximidades de la frontera danesa. En camino, Doenitz aprobó un discurso escrito por su recientemente nombrado ministro de Asuntos Exteriores, y dijo que se emitiese por radio lo antes posible.

Ya en Flensburg, Schwerin von Krosigk se dirigió en seguida a la emisora de radio local y comenzó con la alocución:

– Hombres y mujeres alemanes -empezó diciendo-. El telón de acero se aproxima cada vez más desde el Este. Detrás de él, ocultos a los ojos del mundo, todos esos pueblos que oprime el puño implacable de los bolcheviques, están siendo destruidos.

Añadió que la Conferencia de San Francisco trataría de establecer una Constitución que garantizase el fin de la guerra, de una tercera guerra mundial en la que se emplearían aterradoras armas de nueva creación, que provocarían la muerte y destrucción de toda la Humanidad. Pero una Europa bolchevique, pronosticó, seria el primer paso hacia la revolución mundial que los soviéticos habían planeado cuidadosamente durante los pasados veinticinco años.

– Por consiguiente -agregó Krosigk-, consideramos que en San Francisco debe establecerse una Constitución para el mundo, no sólo con el fin de evitar futuras guerras, sino también para eliminar los roces que las provocan. Pero tal Constitución de nada valdrá si los incendiarios rojos ayudan a establecerla.

«El mundo debe ahora tomar una decisión de la mayor importancia para la historia de la Humanidad. De esa decisión depende que se establezcan el caos o el orden, la guerra o la paz, la vida o la muerte», terminó diciendo.

Capítulo séptimo. Comienza una larga capitulación

1

Los ingleses habían llegado ya al Báltico antes que los rusos y era evidente que el encuentro con el Ejército Rojo tendría que producirse de un momento a otro. Matthew Ridgway, cuyo XVIII Cuerpo Aerotransportado había sido cedido a Montgomery para la campaña del norte de Alemania, dio instrucciones a la 7.ª División Acorazada para que avanzase con precaución y estableciese un contacto ordenado con los rusos.

El primer teniente William A. Knowlton recientemente graduado en West Point y destinado al 87.° Escuadrón de Caballería de Reconocimiento, fue elegido para mandar las fuerzas que deberían encontrarse con los rusos. Se le dijo que éstos «se hallaban en algún punto hacia el Este, a una distancia que variaba entre los ochenta y los ciento sesenta kilómetros, según rumores que circulaban». Le entregaron algunas botellas de buen whisky para el comandante soviético, al que debería tratar de conducir hasta las líneas norteamericanas.

En las últimas horas de la tarde del 2 de mayo, Knowlton inició la marcha con noventa hombres en once vehículos blindados y una veintena de jeeps. La pequeña fuerza especial avanzó con decisión por la amplia carretera, como si fuese la avanzadilla de todo un ejército, y al cabo de pocos kilómetros comenzó a pasar junto a los sorprendidos soldados alemanes, que arrojaban sus armas y se dirigían hacia las líneas aliadas para rendirse.

Las tropas de Knowlton entraron en Parchim -situado a unos treinta kilómetros de las líneas enemigas-, más como libertadores que como conquistadores. Los policías militares alemanes despejaron la calle principal de la población, y en las aceras se agrupó una multitud de soldados y civiles que creían que aquellas tropas norteamericanas se dirigían hacia el Este para luchar junto a los alemanes en contra de los bolcheviques. [68]

Se hizo de noche cuando los norteamericanos se hallaban quince kilómetros más al Este, en la población de Lübz. Se encontraban ya fuera del alcance de la radio. Knowlton estableció un puesto de mando en una cervecería, y desplegó una actitud tan enérgica que durante aquella noche se le rindieron unos doscientos mil alemanes. Al día siguiente siguió avanzando hacia el Este, con dos oficiales alemanes subidos a los estribos de su camión blindado.

– Tengan en cuenta, señores -dijo Knowlton a ambos-, que si mi vehículo tropieza contra una mina alemana, ustedes morirán lo mismo que los que vamos en el interior del camión, o tal vez antes.

Después de una cautelosa marcha que se prolongó a lo largo de veinticuatro kilómetros de campos de minas, la caravana se aproximó a la ciudad de Reppentin.

– Allí está nuestra artillería! -gritó uno de los oficiales alemanes, señalando una larga columna de jinetes, vehículos y soldados de infantería.

Knowlton entregó sus prismáticos al alemán y le dijo:

– Vuelva a mirar, herr hauptmann, y dígame si cree que los alemanes tienen cosacos con sombreros de pieles en su caballería.

Aquel desfile excedía de todo lo que Knowlton hubiese imaginado acerca de los rusos. La columna estaba compuesta por una heterogénea colección de carretas, cañones semioxidados, camionetas alemanas, obuses, bicicletas y motocicletas. Las carretas iban llenas de mujeres y niños, y a los lados de la columna marchaban numerosas cabezas de ganado. Knowlton tuvo la impresión de que se trataba de una caravana de nómadas. Los rusos acogieron a los norteamericanos agitando los brazos y lanzando gritos de júbilo. Una carreta de dos caballos se aproximó conducida por un hombre y una mujer. Knowlton creyó que eran una pareja de granjeros, pero resultó que quien guiaba era el coronel que mandaba la unidad, en tanto que la mujer era una rolliza enfermera.

El coronel y Knowlton se estrecharon la mano y se dieron algunas palmadas en la espalda, mientras exclamaban: «Tovarisch!» y «Ya Americanyets!». Ambos firmaron en sus respectivos mapas de campaña, y Knowlton extrajo una botella de whisky.

Los soldados rusos, entretanto, se congregaban alrededor de los vehículos blindados norteamericanos, probando los cañones, abriendo y cerrando las escotillas, hablándose entre sí por la radio y actuando como niños maravillados. Uno de los soldados oprimió sin querer el gatillo de una ametralladora, y las balas levantaron un reguero de polvo alrededor del coronel soviético. Los oficiales rusos prorrumpieron en risotadas y volvieron a darse fuertes palmadas en la espalda.

El coronel señaló con gesto imperioso hacia un gran edificio. Varios cosacos galoparon sobre sus cabalgaduras hacia allí y entraron en la casa. Se oyeron ruidos de cristales rotos y luego varios gritos. A continuación salieron corriendo por la puerta dos ancianos alemanes y luego un cosaco, que llevaba asido a un muchacho por el fondillo de los pantalones y al que arrojó encima de un seto. Entonces el coronel se volvió hacia Knowlton y le invitó a que entrase en su nuevo puesto de mando.

Siguieron los habituales brindis por Stalin, Truman, Churchill y todos aquellos que acudían a la mente de los presentes. Poco antes del mediodía se presentó el comandante de la división y dijo a Knowlton que le gustaría encontrarse con el comandante norteamericano aquella noche en una iglesia que estaba a mitad de camino de Parchim.

Knowlton advirtió entonces que un oficial soviético medio borracho se dirigía hacia un grupo de oficiales jóvenes que se mantenían en actitud expectante. Les dijo unas pocas palabras y los jóvenes, con gesto de resignado buen humor, dieron algunas órdenes en voz alta. Se oyó entonces una especie de rugido lanzado por los varios millares de soldados soviéticos que constituían la columna, y ésta inició la marcha hacia el Oeste, mientras sus integrantes disparaban al aire sus armas, como si fuesen revolucionarios mejicanos.

Cuando se disponía a abandonar el poblado de Reppentin, Knowlton miró hacia uno de sus vehículos. Sentado en la torrecilla del mismo, un comandante soviético se reía a mandíbula batiente, por efectos del alcohol, mientras un soldado a su lado, con una toalla arrollada al brazo y una vieja navaja, se disponía a afeitarle:

2

Esa misma mañana, el almirante Von Friedeburg, acompañado por tres oficiales, fue conducido hasta el cuartel general de Montgomery, situado en Lüneburger Heide, unos cincuenta kilómetros al sudeste de Hamburgo. Montgomery salió de un remolque, vehículo que había constituido su hogar durante los últimos años, se adelantó y preguntó:

– ¿Quiénes son estos hombres?¿Qué desean?

Mientras la bandera británica ondeaba sobre su cabeza, Friedeburg leyó la carta de Von Keitel, ofreciendo la rendición de todas las tropas del Norte, incluyendo las que luchaban contra el Ejército Rojo.

Montgomery replicó vivamente que estas últimas tropas deberían rendirse a los soviéticos.

– Si bien -añadió- todo soldado alemán que se aproxime a mis líneas, con las manos en alto, será tomado prisionero inmediatamente.

Friedeburg dijo que los germanos no podían pensar siquiera en entregarse a los «salvajes rusos», y Montgomery contestó que los alemanes debieron pensar eso antes de iniciar la guerra, sobre todo cuando la declararon a Rusia, en junio de 1941.

Por fin, Friedeburg preguntó si podría hallarse alguna solución para que la mayor parte de las tropas, así como también los civiles, pudiesen huir al Oeste. Negóse Montgomery y pidió la rendición de todas las fuerzas que ocupaban el norte de Alemania, Holanda, [69] Frisia y las islas Frisonas, Heligoland, Schleswig-Holstein y Dinamarca.

– No tengo autoridad para ello, pero estoy seguro de que el almirante Doenitz lo aceptará -contestó Friedeburg, y una vez más sacó a colación el problema de los refugiados.

Montgomery dijo que no era ningún monstruo, pero se negó a discutir el asunto. Los alemanes tendrían que rendirse incondicionalmente.

– De lo contrario, ordenaré que prosiga la lucha -dijo.

Friedeburg, manifiestamente afligido, solicitó permiso para regresar al cuartel general de Doenitz, a fin de informarle de las condiciones de Montgomery.

3

Los primeros norteamericanos que entraron en Berlín fueron dos civiles: John Groth, corresponsal y dibujante del American Legion Magazine, y Seymour Freidin, del Herald Tribune, de Nueva York. Ambos se aproximaron a la capital de Alemania sin autorización rusa ni norteamericana. Poco después de la comida, Freidin, que hablaba el yiddish, convenció a un capitán soviético judío para que le permitiese llegar hasta el centro de la ciudad. Unos momentos más tarde pasaban ante el destrozado aeródromo de Tempelhof. El gran edificio blanco de la administración se encontraba en esos momentos ennegrecido por el fuego, y en las agujereadas pistas se observaban numerosos aparatos inutilizados.

Sobre las paredes aparecían escritos con cal letreros que decían: «Heil Wermolf!» y «Mit unserem Führer zum Sieg!» (¡Con nuestro Führer hacia la Victoria!). Al lado se veían otros letreros de los propagandistas rusos: «Los Hitler vienen y se van, pero el pueblo y el Estado alemanes perduran. Stalin.»

Los soldados soviéticos saludaron con gritos jubilosos el jeep donde iban Groth y Freidin, y al que seguía otro, atestado de fotógrafos del ejército norteamericano. Cuando llegaron a la Blücherplatz vieron que no era más que un cementerio de tanques, «con cadáveres quemados aún pegados a ellos». En la plaza había, además, un copioso equipo alemán abandonado, que comprendía desde ropa y fusiles hasta granadas y minas. El dulzón hedor de la carne corrompida se levantaba desde todos los rincones.

Lentamente, los jeeps dieron la vuelta en dirección a Wilhelmstrasse. El resplandor de los incendios recortaba a la perfección las ruinas más próximas, y a la distancia podía oírse el retumbar de la artillería, así como el rápido disparo de las ametralladoras, mucho más próximo.

A Groth la Wilhelmplatz le pareció como un gran queso de Roquefort, a tal punto estaba horadada. A su izquierda, una serie de muros semiderruidos rodeaban un enorme montón de escombros. Era la Cancillería del Reich. Sobre la pared oriental, dominando los cráteres que cubrían la plaza, se había colocado un gran retrato de Stalin, en tanto que un cuadro al óleo del Führer pendía oblicuamente de la pared sur. Por todas las esquinas del ruinoso edificio se veían ondeando, a impulsos de la brisa, numerosas banderas soviéticas de vivo color rojo.

Los norteamericanos estacionaron sus jeeps y comenzaron a examinar las ruinas. Freidin trató de hurgar entre los escombros esperando hallar el cuerpo de Hitler, pero se hubiera requerido el trabajo de varias excavadoras mecánicas, durante una semana para llegar al fondo de aquel caos.

Después de unos momentos, los norteamericanos regresaron a sus vehículos y avanzaron por la avenida Unter den Linden, que era un conjunto de ruinas grisáceas y humeantes. Más adelante, los soldados soviéticos se concentraban pasada la puerta de Brandeburgo, con el fin de liquidar los últimos focos de resistencia germana localizados en el Tiergarten. La única nota de color eran las banderas soviéticas que aparecían sobre la puerta de Brandeburgo. La cuadriga que había en su parte superior se hallaba tan dañada, que apenas si se la podía reconocer, quedando en pie uno solo de sus cuatro caballos. A la izquierda, el «Hotel Adlon» aparecía en ruinas, y de una de las ventanas superiores pendía una gran bandera de la Cruz Roja que daba a la zona la única nota de color blanco.

Groth trepó sobre las barricadas construidas entre las columnas de la impresionante puerta de Brandeburgo, y avanzó hacia los rusos del Tiergarten. La escena le recordó el campo de batalla de Hürtgen Forest, donde había estado un año antes. También allí se veían los árboles, yaciendo «como cerillas quemadas» sobre las zanjas y las trincheras. Detrás de una pared que se mantenía parcialmente de pie, Groth vio a los soviéticos atacar a través de la humareda.

Pocos minutos después de las tres, un silencio pavoroso se extendió por todo el parque. De pronto, estallaron innumerables gritos de alegría, y un oficial soviético que estaba tendido sobre el fango, miró a Groth y sonrió, al tiempo que decía:

– Berlin kaputt!

4

Nada podía hacer Doenitz, sino aceptar las condiciones impuestas por Montgomery. El almirante ordenó a Von Friedeburg que firmase la rendición militar del norte de Alemania, incluyendo Holanda y Dinamarca. Friedeburg volaría después hasta Reims para ofrecer a Eisenhower la capitulación de las demás fuerzas alemanas del frente occidental.

Al anochecer, Montgomery entró en una tienda de campaña de Lüneburg, que se hallaba atestada de periodistas. Sobre su uniforme llevaba un capote naval de piel de camello, con caperuza.

– Tomen asiento, señores -dijo con gesto vivaz, y los presentes lo hicieron en el suelo.

Montgomery se alisó inconscientemente el uniforme, señal que para Richard Macmillan indicaba que el mariscal se hallaba en plena forma.

– Hay cierto caballero llamado Blumentritt -empezó diciendo Montgomery-, el cual, por lo que he llegado a saber, manda las fuerzas alemanas que hay entre el Báltico y el río Weser. El miércoles envió un mensaje diciendo que deseaba presentarse el jueves para rendir lo que él llamaba Grupo de Ejército Blumentritt. Este no es en realidad un grupo de ejército, como nosotros lo conocemos, sino una especie de brigada. La rendición se efectuaría ante el Segundo Ejército británico.

»Se le dijo: "Puede usted venir. ¡De acuerdo, encantados!" Pero lo cierto es que ayer por la mañana, Blumentritt no apareció. Comunicó que había algún inconveniente por parte de sus superiores y que no vendría. En efecto, no vino. Pero en su lugar, se presentaron cuatro alemanes.

Luego, Montgomery habló a los periodistas acerca de la entrevista que sostuvo con Friedeburg el día anterior. Un oficial del Estado Mayor avisó en ese momento que Friedeburg acababa de regresar, y Montgomery volvió a su remolque. Friedeburg y sus cuatro compatriotas esperaron bajo la lluvia, nerviosos y totalmente empapados. A través de la puerta abierta del remolque alcanzaban a ver a Montgomery, que rebuscaba entre sus papeles. Por fin salió del vehículo y se quedó bajo la bandera inglesa. Los alemanes saludaron militarmente, pero Montgomery tardó un momento antes de devolverles el saludo. Luego hizo entrar a Friedeburg en el remolque y le preguntó si estaba dispuesto a firmar la rendición total. El almirante asintió con gesto de desaliento, y Montgomery le hizo salir otra vez.

Esperaron de nuevo los alemanes a la intemperie, retorciéndose nerviosamente las manos, y poco antes de las seis, Montgomery salió al fin. Al pasar ante los periodistas, dijo sonriendo ligeramente:

– Este es un gran momento.

Y les echó una rápida mirada, como si buscase la aprobación de los corresponsales. El mariscal de campo condujo a los alemanes hacia una tienda de campaña, preparada especialmente para la ceremonia. Leyó las condiciones con cierto tono despreocupado en la voz y luego se volvió hacia Friedeburg, diciendo:

– Usted firma el primero.

Montgomery le observó firmar con gesto placentero y con las manos en los bolsillos. Llamó luego a su fotógrafo.

– ¿Ha tomado esa fotografía, bajo la bandera inglesa?-inquirió.

El fotógrafo contestó afirmativamente, y Montgomery replicó:

– Muy bien. Es una foto histórica, verdaderamente histórica.

En Reims, mientras tanto, Eisenhower se había cansado de esperar por las noticias de la rendición de Lüneburg, y dijo que se retiraba a descansar.

– ¿Por qué no espera usted otros cinco minutos?-inquirió su secretario personal, teniente Kay Summersby-. Tal vez lleguen pronto novedades.

Eisenhower esperó, y cinco minutos más tarde el teléfono sonó.

– Muy bien -dijo Eisenhower por el aparato-. Me parece magnífico, Monty.

El capitán Harry Butcher, ayudante naval de Eisenhower, preguntó al comandante supremo si firmaría personalmente el armisticio cuando el almirante Von Friedeburg llegase al día siguiente a Reims. Eisenhower contestó que «no quería regatear». Diría a sus ayudantes lo que tenían que hacer, pero no deseaba ver a los negociadores alemanes hasta que éstos hubiesen firmado.

Los Tres Grandes ya se habían puesto de acuerdo sobre los términos de la capitulación de Alemania, poco después de la invasión de Normandía. Después de Yalta, sin embargo, dichos términos fueron modificados en un segundo documento de armisticio, a fin de incluir la desmembración de Alemania. El embajador de Estados Unidos en Londres, John Winant, temió que la existencia de ambos documentos pudiese provocar alguna confusión y llamó por teléfono a «Beetle» Smith a Reims, con objeto de advertirle acerca de las posibles complicaciones. Smith dijo que no tenía siquiera copia del segundo documento, y que, además, los Tres Grandes y Francia aún no habían autorizado al Cuartel General Supremo aliado a firmar la capitulación.

Más preocupado que nunca, Winant llamó por teléfono al Departamento de Estado, en Washington, y exhortó a que enviasen en seguida la correspondiente autorización al Alto Mando Aliado.

5

Esa misma mañana, muy temprano, dos oficiales alemanes guiaron una unidad armada hasta la mina de sal situada cerca de Bad Ischl, no lejos de Berchtesgaden, donde se encontraban ocultas las piezas más valiosas de los museos Kunsthrisctorisches, de Viena, y Ostereichische Galerie. Aseguraron que Baldur von Schirach les había ordenado salvar los objetos más importantes, antes de que llegasen los rusos, y amenazaron con dar muerte a todo aquel que se opusiera.

Los oficiales eligieron 184 cuadros valiosos, entre los que figuraban cinco Rembrandts, siete Velázquez, dos Dureros, ocho Brueghels y nueve Ticianos, así como cuarenta y nueve bultos conteniendo tapices y varios cajones con esculturas. Introdujeron todo esto en dos camiones y partieron en dirección a Suiza. La pequeña caravana se detuvo varias horas después en el «Goldener Loewe», una posada de un pueblecillo tirolés, y los oficiales ocultaron las obras de arte en el sótano de una casa de huéspedes adyacente. Dijeron entonces a su disgustado ocupante que desde ese momento tenía la responsabilidad de salvar de los rusos los tesoros artísticos austríacos.

Conforme los dos frentes aliados se iban aproximando cada vez más, se producía una especie de competencia entre el Este y el Oeste, para ver quién se quedaba con más oro, obras de arte, armas militares secretas e investigadores científicos. Un teniente norteamericano de la MAFA (Organización pro monumentos, Bellas Artes y Archivos), descubrió el escondite del «Goldener Loewe» y otros compañeros hallaron en la cercana Berchtesgaden el fabuloso tesoro de obras de arte de Goering. Muchas de las obras maestras se hallaban en cestos depositados en la estación del ferrocarril, y en el interior de varios vagones situados en un apartadero.

Otros especialistas norteamericanos se ocupaban a veces de atraerse más científicos alemanes de lo que les correpondía, por la zona en que se hallaban.

Así, el padre Sampson se vio envuelto en un episodio de película cómica, cuando un capitán norteamericano, que apareció de pronto en Stalag IIA, le convenció para que hiciese pasar a través de las líneas soviéticas a un conocido experto alemán en proyectiles dirigidos. Para que el grupo lograse cruzar por el último puesto de control soviético, el sacerdote se vio obligado a tomar varios vasos de vodka en compañía del comandante del puesto soviético. Cuando alcanzaron la libertad, el padre Sampson iba tambaleándose perceptiblemente.

La Operación Alsos, la más clandestina de todas las de este tipo, fue llevada a cabo con éxito gracias a la tenacidad de un californiano de ascendencia rusa, el coronel Boris Pash. La fuerza especial que mandaba avanzó muy por delante de la vanguardia norteamericana y capturó una pila experimental de uranio en la Selva Negra, así como tres destacados físicos que desarrollaban el programa atómico alemán.

Sin embargo, la mayor conquista que hicieron Estados Unidos en este terreno les salió por una bicoca. El doctor Wernher von Braun y sus principales ayudantes en el proyecto de la V-2, decidieron que Francia e Inglaterra no.podrían llevar a cabo un programa importante en materia de cohetes, y voluntariamente se entregaron a la 44.ª División de Estados Unidos. También fue considerable la importancia que tuvo la recuperación de las catorce toneladas de documentos relativos a la V-2, que ocultaron en la mina de Doernten los ayudantes de Von Braun, Tessmann y Huzel.

A pesar del lento comienzo, la «Misión Especial V-2» del coronel Holgar Toftoy, bajo el mando del comandante James Hamill, también logró su objetivo. Así se logró evacuar un centenar de V-2 completas de la base de Nordhausen, sólo unas pocas horas antes de que los rusos hubiesen ocupado la zona. Hamill ordenó apoderarse de los cohetes «sin que diera la impresión de que se hubiese saqueado el lugar». A pesar de ello, en aquellos momentos no sabía que se hallaba en zona soviética, por lo cual no creyó necesario destruir los cohetes que quedaban.

Poco después de la partida de Hamill, llegó a Nordhausen el coronel Vladimir Yurasov, enviado allí para trasladar una fábrica de cemento a la Unión Soviética. Por casualidad, dio con las V-2 que había dejado Hamill en el gran túnel donde estaban depositadas.

– Resulta extraño -dijo el coronel ruso a su chófer, Nikolaique siendo esta el arma más secreta de Alemania, los norteamericanos nos las hayan dejado a nosotros. No son mala gente, pero resultan algo confiados.

Poco después, Yurasov acompañó a otro coronel soviético hasta la caverna, y éste último se echó a reír, lleno de incredulidad, al tiempo que decía:

– Los norteamericanos nos han regalado esto, y dentro de cinco o diez años lo lamentarán. ¡Imagínese, cuando nuestros cohetes crucen el océano!

6

La reacción de Bedell Smith ante el problema de los dos documentos de rendición, fue redactar un tercer documento, que trataba sólo de la capitulación en el campo de batalla. Esto eliminaba la necesidad de obtener una autorización de los Tres Grandes, ya que concernía sólo al aspecto militar. En una llamada telefónica que hizo a Churchill, Smith declaró que los alemanes firmarían con mejor disposición un documento sencillo, como aquél, lo que permitiría igualmente salvar gran número de vidas.

Eran las cinco de la tarde cuando Friedeburg llegó por fin a Reims. Las esperanzas alemanas para rendirse sólo en el frente occidental se desvanecieron cuando Smith dijo al almirante alemán que Eisenhower exigía la rendición inmediata e incondicional en todos los frentes. Ello significaba que Friedeburg tenía que hallar algún modo de demorar lo más posible la firma del acuerdo, con objeto de permitir que los alemanes del Este huyesen en mayor número hacia el Occidente. Por consiguiente, manifestó a Smith que estaba autorizado a parlamentar, pero no a firmar el armisticio, para lo cual tendría que ponerse en comunicación con Doenitz. Esto le llevaría tiempo, aseguró Friedeburg, ya que no disponía de clave ni conocía la frecuencia de radio para ponerse en contacto con el cuartel general de Doenitz. Además, y a causa de la deficiencia de los medios de comunicación, se tardarían al menos cuarenta y ocho horas antes de que todas las unidades alemanas del frente llegasen a enterarse de la capitulación.

Mientras hablaba, Friedeburg, echaba miradas furtivas a un mapa de campaña que se hallaba extendido sobre el escritorio de Smith. Este lo enseñó a Friedeburg, y dijo:

– Me parece que no se da usted cuenta cabal de la situación desesperada en que se hallan los alemanes.

El almirante observó el mapa. Alemania aparecía flanqueada por el Este y por el Oeste por numerosas flechas que representaban otras tantas ofensivas. Le impresionaron especialmente dos grandes flechas… que Smith había añadido, sólo para asustar al alemán. Friedeburg, con los ojos velados por las lágrimas, pidió que le permitiesen enviar un mensaje a Doenitz.

Winant no se enteró hasta bien entrada la noche de que Bedell Smith había redactado un tercer documento de rendición. Por teléfono dijo a Smith que sería sólo un acuerdo militar, que, según lo establecido en las convenciones de Ginebra y La Haya, obligaría a los Aliados a respetar las leyes del Nacional Socialismo, impidiendo, por tanto, que se celebrasen juicios contra los criminales de guerra. También impediría que los Aliados formalizasen una rendición incondicional política con Alemania, y pondría en entredicho su autoridad en el país. Por último, el sustituir el documento aprobado por los Tres Grandes, sin el conocimiento de los rusos, provocaría justificadas protestas por parte de Moscú.

Winant se mostró tan preocupado que expuso el problema a Churchill, el cual decidió no intervenir. La insistencia de Winant sólo le valió una concesión: Smith añadió un nuevo párrafo a su documento, declarando que éste «quedaría anulado por cualquier documento de capitulación» que redactasen las Naciones Unidas. Winant creía, evidentemente, que Smith había estudiado su documento con los jefes de Estado Mayor Conjunto y con el Departamento de Guerra de Estados Unidos. Envió, por consiguiente, un telegrama al Departamento de Estado, anunciando que el acuerdo había sido formalizado al fin. Pero el Departamento de Guerra y los jefes conjuntos -lo mismo que los rusos- ni siquiera sabían que existiera tal documento de capitulación. [70]

7

Habiendo caído ya Berlín en manos del Ejército Rojo, la única capital importante del centro de Europa que quedaba a los alemanes era Praga. La frase de Bismarck, según la cual el que tuviese a Praga en su poder dominaría la zona central de Europa, aún tenía sentido para Churchill. Este envió a Truman un mensaje por radio, en el último día de abril, declarando que la liberación de Praga por Patton «podía significar un gran cambio en la situación de posguerra de Checoslovaquia, y llegaría a influir en los países vecinos». Advirtió también que Checoslovaquia seguiría el camino de Yugoslavia, si el Occidente se abstenía de actuar.

El Departamento de Estado aconsejó a Truman que prestase atención a las sugerencias de Churchill, y Joseph Grew, del mismo departamento, agregó que una ofensiva hasta el río Moldava, que atravesaba la capital checoslovaca, proporcionaría a Estados Unidos una situación ventajosa en las futuras negociaciones con los soviéticos. Truman requirió el consejo de sus jefes militares, los cuales solicitaron, a su vez, la opinión de Eisenhower. Este contestó que el Ejército Rojo estaba mucho mejor situado para ocupar Praga, y sin duda llegaría a esta ciudad antes que Patton.

– No haré ninguna tentativa para lograr una ventaja política, que juzgue militarmente poco acertada, a menos que reciba órdenes concretas en tal sentido del Estado Mayor conjunto.

El argumento de que los rusos llegarían a Praga primero -como se había afirmado en el caso de Berlín- se vino abajo cuando Patton, con muy poca oposición, se internó en Checoslovaquia atravesando la frontera alemana.

Al recibir la noticia, Eduard Benes, presidente del Gobierno checo en el exilio, llamó a su mujer y exclamó:

– ¡Gracias a Dios! ¡Los norteamericanos acaban de entrar en Checoslovaquia! ¡Patton ha cruzado la frontera!

Sólo unas semanas antes, su entusiasmo habría sido igualmente intenso de haber sido los rusos los que se hubiesen aproximado a Praga. En aquel momento, Benes aún confiaba en Stalin. En 1943 se trasladó a Moscú, y en medio de la mayor armonía y cordialidad firmó un tratado de amistad, ayuda mutua y colaboración de posguerra con los soviéticos. Luego aseguró a sus compatriotas que Stalin garantizaba la integridad de Checoslovaquia.

– La Unión Soviética considera que la República debe seguir siendo democrática y progresista -afirmó-. Rusia no exige nada especial de nosotros. Nuestra política será sencillamente la de nuestra mayoría democrática.

Esta confianza no se vio defraudada cuando el Ejército Rojo entró en el país de Benes y los comunistas se adueñaron del poder. Hubo algunas peticiones de secesión de la zona subcarpática, que pretendía unirse a la Unión Soviética. Luego, con la ayuda de los comisarios políticos rusos y del NKVD, se establecieron «comités nacionales» que se hicieron cargo de la administración de ciudades y pueblos.

Los que trataron de resistirse fueron encarcelados como colaboradores de los alemanes. Stalin escribió a Benes diciendo que se trataba de un «malentendido», pero que él nada podía hacer si la secesión era el deseo de la mayoría de los pobladores de la zona. Al propio tiempo dio a Benes nuevas seguridades de que no tenía intención de romper su acuerdo con Checoslovaquia.

Pero a mediados de marzo de 1945, los informes alarmantes sobre el aumento de actividades comunistas, así como de los actos de terrorismo cometidos por el Ejército Rojo, convencieron al fin a Benes de que su Gobierno en el exilio no debía continuar en Londres. En camino hacia Checoslovaquia, se detuvo en Moscú, donde Stalin dio una cena de gala en su honor. El mariscal brindó por la solidaridad de los eslavos, e hizo notar que el 'Ejército Rojo «no era un ejército de ángeles», y había que perdonarle en ocasiones su mal comportamiento. Propugnó luego la independencia de todas las naciones, buenas o malas, y añadió:

– La Unión Soviética no intervendrá en los asuntos internos de sus aliados. Sé bien que aún entre ustedes hay algunos que ponen en duda esto.

Stalin se volvió hacia Benes y siguió diciendo:

– Tal vez tenga usted algunos recelos, pero puedo asegurarle que nunca nos inmiscuiremos en las cuestiones internas de nuestros aliados. Ese es el neoeslavismo de Lenin que practicamos nosotros, los bolcheviques comunistas.

A la sombra del Kremlin, los delegados de Londres comenzaron a entrevistarse con los delegados comunistas checoslovacos, y se creó un Gobierno que concedía la misma representación a los seis partidos checos y eslovacos. Pero se incluyó a seis miembros «políticos» que eran «personalidades de reputación nacional y técnicos sin miras políticas», si bien eran en realidad comunistas o simpatizantes del comunismo. El resultado fue que los comunistas quedaron en condiciones de controlar casi todas las decisiones principales del nuevo Gobierno.

En Checoslovaquia, durante la ocupación alemana, los grupos de resistencia clandestina que habían operado más o menos independientemente, terminaron por unirse para desarrollar una acción conjunta. Su objetivo común era evitar la destrucción de los bienes del país por parte de los alemanes, y asegurar un Gobierno democrático en la posguerra.

A diferencia de otras ciudades del centro y el este de Europa, Praga apenas había resultado dañada por la contienda. Su pintoresco castillo, sus puentes y sus templos, que parecían salidos de un cuento de hadas, se hallaban intactos. En la tarde del día 4 de mayo, los impacientes ciudadanos pusieron en peligro la rebelión proyectada, al destruir los carteles escritos en alemán, o pintar sobre ellos frases patrióticas.

Radio Praga amenazó con severas penas a los que realizasen tales actos de «vandalismo», pero las amenazas no surtieron efecto alguno. Al día siguiente, por la mañana, los vendedores callejeros comenzaron a ofrecer a los peatones, sin el menor reparo, esquelas mortuorias en que se notificaba la defunción del Tercer Reich, «maldición de la Humanidad». En la parte inferior de la tarjeta podía leerse un antiguo proverbio checo: «Cuando se infla demasiado un globo, éste termina por estallar.» Una noticia falsa hizo creer a los habitantes de Praga que Patton se hallaba a treinta kilómetros de la ciudad, lo cual dio lugar a numerosas manifestaciones públicas. Atravesando la plaza Wenceslaus, pudo verse un tranvía adornado con banderas de los países aliados. El vehículo iba a toda velocidad, haciendo sonar estrepitosamente la campana, mientras desde la plataforma posterior el cobrador lanzaba consignas de rebelión.

Al mediodía aparecieron banderas checas en muchas ventanas, y las tiendas colocaron en sus escaparates retratos de Benes, Masaryl y Stalin. Karl Hermann Frank, el ministro de Estado nazi para Bohemia y Moravia, ordenó que se despejasen las calles, pero sólo unas pocas tropas de las SS abrieron fuego contra los manifestantes.

El Consejo Revolucionario Nacional Checo se reunió apresuradamente en el local de una empresa de seguros, y votó unánimemente por dirigir la incipiente revolución. El plan que el Consejo había elaborado dependía sobre todo del suministro de armas por aire, desde aviones británicos, pero los ingleses fueron postergando siempre la operación. La primera tarea del Consejo consistió en hallar un hombre que atrajese las simpatías populares. Se eligió al doctor Albert Prazak, un catedrático de la Universidad de Charles, que tenía sesenta y cuatro años. Era anticomunista, pero no poseía gran energía, y los comunistas del Consejo tuvieron la seguridad de que llegarían a influir en él debido a que su hija era miembro del Partido.

A las tres, el Consejo difundió por radio una consigna exhortando a los ciudadanos de Praga a construir barricadas en las calles. Bajo la helada lluvia, la gente comenzó a levantar obstáculos en todas las esquinas de las arterias importantes. Los hombres quitaban los adoquines de las calles, mientras las mujeres los apilaban formando montones. También los tranvías sirvieron como trincheras, y muchos fueron descarrilados y volcados con tal objeto.

De pronto, apareció en la plaza Wenceslaus un jeep rebosante de norteamericanos. Era un grupo de la Oficina de Servicios Estratégicos, que dirigía el teniente Eugene Fodor, de ascendencia húngara. Los checos abrazaron llenos de entusiasmo a los norteamericanos, pues creían que éstos constituían la vanguardia del ejército de Patton. Les llevaron al puesto de mando del alzamiento, donde se les dijo que las fuerzas norteamericanas podían entrar fácilmente en la ciudad. Entonces, el comandante Nechansky, del comando militar, propuso regresar con Fodor para entrevistarse con el general Patton. Quería transmitirle una petición formal en nombre del general Kuttelwasen, jefe militar del alzamiento, para que acudiese en ayuda de Praga.

Uno de los comunistas del Consejo se opuso con vehemencia. Sin duda quería que el Ejército Rojo llegase primero, pero al fin se tuvo que inclinar ante la mayoría.

Fodor llevó a Nechansky al cuartel general norteamericano en Pilsen, unos ochenta kilómetros al Oeste, y encontró a Patton en compañía del general Huebner. Patton se interesó profundamente por la desesperada situación en que se hallaba la ciudad, según el relato de Fodor, y pidió a Bradley que le permitiese llevar a cabo la liberación de Praga. Bradley dijo que no podía tomar aquella decisión, que correspondía a Eisenhower. Llamó entonces Bradley por teléfono a Eisenhower, el cual dijo que la línea de detención de Pilsen era inamovible, y que bajo ninguna circunstancia debía Patton marchar sobre Praga. [71]

En la ciudad, entretanto, cundió la noticia de que dos divisiones alemanas se acercaban rápidamente. Las armas prometidas no habían sido aún enviadas, y en su desesperación, un grupo de oficiales checos se dirigió a los rusos, vestidos con uniformes alemanes y sin informar al Consejo. Esta era una división del llamado Ejército Vlasov, que en las tres últimas semanas había errado desafiante desde su situación de batalla junto al Oder, hasta llegar a sólo cincuenta kilómetros de Praga.

Casi tres años antes, el teniente general Andrei Andreevich Vlasov -antiguo consejero militar de Chiang-Kai-Chek y uno de los héroes de la defensa de Moscú- había sido capturado por los alemanes en las cercanías de Leningrado. Se mostró Vlasov tan desilusionado con la situación reinante en la Unión Soviética, que escribió una carta abierta a los demás prisioneros rusos, acusando a Stalin y exhortándoles a derribar el comunismo. Los propagandistas nazis comprendieron que aquel hombre les resultaría de gran utilidad, y le enviaron en gira por los campamentos de prisioneros para que reclutase a otros rusos en la cruzada de Hitler contra el bolchevismo.

Para disgusto de sus captores, sin embargo, Vlasov también comenzó a criticar a los nazis por tratar de esclavizar a Rusia y aterrorizar a sus habitantes. «Hoy puede aún ganarse al pueblo ruso para la gran batalla -escribió-. Mañana será demasiado tarde.» Cierto número de altos oficiales de la Wehrmacht apoyaron la forma de pensar de Vlasov, y el alto y enjuto general soviético de gafas de gruesa armazón fue adquiriendo cada vez más importancia, hasta convertirse en el jefe de más de un millón de prisioneros rusos de guerra que deseaban expulsar el bolchevismo de su país. Hitler, sin embargo, seguía sintiendo recelos de Vlasov y los suyos.

– Nunca lograremos disponer de un ejército ruso -aseguraba el Führer-. Eso no es más que una vana ilusión. En lugar de hacerles luchar contra Rusia, será un ejército que se volverá sobre Alemania, cuando se presente la ocasión. Cada nación piensa en sí misma, y nada más. Por encima de todo, no debemos entregar esas unidades a un hombre que las tenga exclusivamente bajo su poder y que diga: «Hoy lucháis para ellos y mañana no lo haréis.»

Pero Himmler consideraba que tales tropas podían ser utilizadas como un factor político de gran importancia, y cuando la falta de hombres empezó a resultar desesperante, mandó buscar a Vlasov y le dio permiso para que organizase una fuerza inicial de cincuenta mil hombres. En un solo día, el 20 de noviembre de 1944, trataron de alistarse sesenta mil, pero bien a causa de la desconfianza de Hitler, como de la falta de armamento y equipo, sólo dos unidades entraron en actividad: las Divisiones Primera y Segunda R.O.A. (Russkaia Osvobitelnaia Armiia: Ejército de Liberación Ruso).

La profecía de Hitler comenzó a materializarse cuando la Primera División R.O.A. llevaba sólo unas pocas horas luchando contra el Ejército Rojo en el frente de Busse. Después de un día de ataques inútiles contra fuerzas soviéticas muy superiores, el general Sergei K. Bunyachenko, comandante de dicha división, ordenó la retirada del frente sin haber recibido órdenes para ello. 'El general soviético razonó diciendo que la guerra casi había terminado, y que una división más o menos en nada cambiaría las cosas. Su principal preocupación consistía en salvar vidas. Decidido a reunirse con la otra división R.O.A. y con el propio Vlasov, Bunyachenko ordenó a sus hombres que se dirigieran hacia Checoslovaquia. Los rusos se arrancaron las svásticas de los uniformes y se hicieron treinta mil octavillas en multicopista acusando a Hitler. La R.O.A. se había ya sublevado, como pronosticara el Führer.

El Alto Mando alemán solicitó un arreglo e incluso envió varios camiones de alimentos, como ofrecimiento de paz, pero los veinte mil rusos siguieron marchando hacia el Sur. Schoerner mandó entonces dos delegaciones que exhortaron a Bunyachenko a «conciliar el conflicto». Como los mediadores fracasaron, el propio Schoerner se trasladó adonde se hallaba la división rebelde. Durante una hora conferenció con Bunyachenko y Vlasov, y viendo la inutilidad de sus esfuerzos, regresó en avión, lleno de disgusto, a su puesto de mando.

Los rusos sólo se detuvieron cuando llegaron a la región de Beroun, a unos cuarenta kilómetros al sudoeste de Praga. Desde allí pretendían encaminarse más hacia el Sur, hasta encontrarse con la 2.ª División R.O.A.

En las primeras horas de la madrugada del 4 de mayo, una delegación de oficiales checos que cubrían sus uniformes con abrigos civiles, llegó hasta el puesto de mando de Bunyachenko, situado en el pueblo de Shukomasty, con una petición singular: querían que los rusos de la 2.ª División les ayudasen a llevar a cabo una rebelión en Praga. Bunyachenko les pidió que esperasen y regresó poco después con Vlasov, el cual interrogó a los checos. Luego solicitó la impresión de sus comandantes de regimiento y la de Bunyachenko:

– Y bien, señores, ¿qué les parece que debemos hacer ahora?

Siguió un prolongado silencio, y al fin Bunyachenko dijo con voz ronca:

– ¡Creo que debemos ayudar a nuestros hermanos eslavos!

– Les apoyamos en su levantamiento. ¡Adelante! -manifestó Vlasov, dirigiéndose a los checos.

Mientras tanto, los tanques alemanes empezaban a llegar a la ciudad para ayudar a la infantería. Radio Praga, que estaba en poder de los partisanos, anunció la llegada de los efectivos nazis y exhortó a los ciudadanos a que reforzasen las barricadas que se alzaban en las calles.

– ¡Esperamos ayuda de nuestros hermanos, los soldados de Vlasov! -proseguía diciendo la emisora checa, que también apelaba directamente a los Aliados-. Necesitamos aviones, tanques, y suministros por vía aérea. Los alemanes están combatiendo implacablemente el alzamiento. ¡Por Dios, envíen auxilio rápidamente!

Ya había amanecido cuando los primeros efectivos del Ejército de Vlasov, exhibiendo el emblema del R.O.A. sobre sus uniformes alemanes, salieron a pie hacia la capital de Checoslovaquia. Su marcha se convirtió casi en un desfile victorioso. En todos los pueblos por los que pasaban, la gente les vitoreaba y les deseaba suerte. Las mujeres, con lágrimas en los ojos, les ofrecían comida, y las muchachas lanzaban flores a su paso. Al anochecer entrarían en Praga.

Capítulo octavo. «Las banderas de la libertad ondean sobre toda Europa»

1

Doenitz no tenía seguridad de poder cumplir la exigencia de Eisenhower, acerca de una rendición incondicional en todos los frentes. Aun cuando él estuviese de acuerdo con tales condiciones, era evidente que no podría controlar a los soldados del frente oriental, los cuales sentían tal temor por los rusos, que probablemente harían caso omiso de la orden de deponer las armas, y huirían hacia el Oeste. Por consiguiente, Doenitz procuró convencer de nuevo a Eisenhower de que no debían abandonarse los soldados y civiles alemanes en el Este. El 6 de mayo, Doenitz pidió a Jodl que se trasladase en avión a Reims para presentar su nueva proposición, y a tal fin le entregó instrucciones escritas que decían así:

«Procure explicar las razones por las que deseamos esta rendición por separado ante los norteamericanos. Si no tiene más éxito con Eisenhower que el que tuvo Friedeburg, ofrezca una rendición simultánea en todos los frentes, la cual será llevada a cabo en dos fases. En la primera cesarán todas las hostilidades, pero se concederá a las tropas alemanas libertad de movimientos. En la segunda fase se suprimirá esta facultad. Procure hacer que el intervalo entre la primera y la segunda fase sea lo más largo posible, y si puede, consiga que Eisenhower acceda a que los soldados alemanes puedan rendirse individualmente a los norteamericanos. Cuanto mayor sea su éxito en esta misión, mayor será el número de soldados alemanes y de refugiados que encontrarán su salvación en el Occidente.»

Doenitz también concedió a Jodl autorización para firmar la rendición en todos los frentes, pero le advirtió que no concretase nada sin obtener permiso previo por radio.

Al terminar el día, Doenitz recibió una inesperada oferta de ayuda para las negociaciones. Goering, que había sido liberado por tropas de la Luftwaffe de su cautiverio a manos de miembros de las SS, le envió el siguiente mensaje por radio:

«¿Está al corriente de las intrigas que con peligro de la seguridad del Estado ha dirigido contra mí el dirigente del Reich, Martin Bormann, con el fin de eliminarme? Todas las actuaciones en contra mía fueron motivadas por la leal petición que envié al Führer, preguntándole si deseaba que entrase en vigor su orden de sucesión…

»Acabo de saber que proyecta usted enviar a Jodl para que negocie con Eisenhower. En bien de nuestro pueblo, considero que yo también debiera ver a Eisenhower, de mariscal a mariscal. Los éxitos que obtuve en importantes negociaciones internacionales que me confió el Führer, antes de la guerra, garantizan qué probablemente lograría crear una atmósfera personal que beneficiará las gestiones de Jodl. Por otra parte, Gran Bretaña y Estados Unidos han demostrado… en las manifestaciones de sus estadísticas, durante los pasados años, que su actitud hacia mí es más favorable que hacia otros dirigentes políticos de Alemania. En esta hora extremadamente difícil, considero que debemos colaborar todos sin ahorrar paso alguno que pueda servir mejor el futuro de Alemania.»

Doenitz echó a un lado el mensaje, sin miramientos.

Muchos de los hombres cuyas vidas habían estado dominadas durante bastantes años por el Führer, se vieron de pronto en posesión de una incómoda libertad. En una entrevista final con Adolf Eichmann, en una finca de las montañas de Austria, Ernst Kaltenbrunner le preguntó casi con displicencia mientras hacía solitarios con las cartas y tomaba pequeños sorbos de coñac:

– ¿Dónde piensa ir ahora?

Eichmann contestó que se marchaba a las montañas para unirse a otros nazis leales en una lucha final.

– Me parece bien. También se lo parecerá al reichsführer Himmler -dijo Kaltenbrunner con un tono sarcástico que seguramente no captó el poco sutil Eichmann-. Ahora podrá hablar de modo diferente a Eisenhower en sus negociaciones, pues sabrá que un Eichmann en las montañas nunca se rendirá… porque no puede hacerlo.

Kaltenbrunner arrojó bruscamente una carta sobre la mesa y añadió:

– Todo esto es absurdo. La partida ha concluido. [72]

La reacción de Himmler ante los problemas que debía enfrentar, consistió en huir a Flensburg.

– No puede marcharse así -protestó el SS obergruppenführer (general) Otto Ohlendorf, jefe de la Tercera Sección de la Oficina de Seguridad alemana-. Tiene usted que dar un discurso por radio, o hacer cualquier declaración a los Aliados, por la cual asume la responsabilidad de lo que ha sucedido. Es necesario que exponga los motivos.

Himmler accedió, pero sólo para evitar discusiones. En seguida abordó a Schwerin von Krosigk y le preguntó con gesto de ansiedad:

– Dígame, por favor, ¿qué va a ser de mí?

– No me importa en absoluto lo que pueda ocurrirle a usted o a cualquier otro -dijo impaciente el conde-. Sólo me interesa nuestra misión en conjunto, y no nuestros destinos personales. Puede usted suicidarse o desaparecer con una barba postiza, pero en su lugar, yo me presentaría ante Montgomery y diría: «Aquí estoy; soy Himmler, el general de las SS, y estoy dispuesto a responsabilizarme de todos mis hombres.»

– Herr reichminister…

Himmler no pudo terminar la frase, porque Krosigk dio media vuelta y se marchó.

Por la noche, Himmler confesó misteriosamente a sus allegados que aún quedaba por llevar a cabo una importante misión.

– Durante varios años he cargado con un gran peso. Esta nueva e importante tarea deberé realizarla solo. Tal vez uno o dos de ustedes podrán acompañarme.

A continuación Himmler se afeitó el bigote, se puso un parche sobre un ojo, cambió su nombre por el de Heinrich Hitzinger, y con media docena de seguidores, entre los que se contaban el doctor Gebhardt, partió en busca de un escondite. Dos semanas más tarde fue capturado por los ingleses. Un médico que procedía a hacerle un examen reglamentario notó algo en la boca de Himmler, pero antes de que pudiera extraer el objeto, Himmler lo mordió y murió casi instantáneamente. Era la cápsula de cianuro que había enseñado a Degrelle.

2

En París, el Cuartel General Supremo de las fuerzas aliadas había elegido a diecisiete corresponsales para que relatasen el acto de la rendición. En la tarde del 6 de mayo el avión que los conducía salió hacia Reims. Ya en camino, el general de brigada Frank A. Allen manifestó que el descubrir prematuramente las negociaciones podría tener resultados desastrosos, y pidió a todos que firmasen un compromiso para «no comunicar el resultado de esta conferencia, o su sola celebración, hasta que lo autorice el Cuartel General Supremo».

Llegados a Reims, los periodistas fueron llevados al puesto de mando de Eisenhower, situado en una escuela técnica profesional de la ciudad. Allen les condujo hasta una aula del piso bajo y les pidió que esperasen allí.

Entretanto, otro grupo de corresponsales, entre los que se incluía Raymond Daniell, del New York Times, y Helen Kirkpatrick, del Tribune, de Chicago, llegaba desde París en un jeep. Irritados ante la arbitraria selección de los que tendrían acceso exclusivo a la conferencia, trataron de entrar en la escuela, pero se lo impidieron por la fuerza. El grupo permaneció en la acera, abordando a todos los que entraban y salían del edificio. El teniente general Frederick Morgan simpatizó con estos periodistas, y dijo a Allen que había que hacer algo por ellos. Pero Allen se mostró inflexible y ordenó a los policías militares que los echasen del lugar.

Hacia las cinco y media, Jodl y su ayudante militar, en compañía de dos generales británicos, entraron en la escuela y fueron conducidos hasta una estancia donde se hallaba Friedenburg. Al entrar, Jodl saludó a su compatriota y cerró la puerta tras él. Poco después salió Friedeburg y pidió unas tazas de café y un mapa de Europa.

Los alemanes salieron unos minutos más tarde, y el general de división Kenneth Strong, jefe del Servicio de Inteligencia de Eisenhower, que hablaba correctamente el alemán, les acompañó hasta el despacho de Bedell Smith. Una vez allí, Jodl expuso de nuevo las condiciones alemanas: accedían a rendirse a los aliados occidentales, pero no a Rusia. A las siete y media Strong y Smith dejaron a los alemanes para ir a informar a Eisenhower en su despacho acerca de la marcha de las negociaciones. Después regresaron.

Unos momentos más tarde el capitán Butcher entró en la oficina de Eisenhower y le recordó las dos estilográficas que un viejo amigo de Eisenhower, Kenneth Parker, le había enviado para aquella ocasión. Eisenhower dijo a su ayudante naval que se hiciese cargo de las plumas, una de las cuales pensaba enviar a Parker, y la otra a Truman, tras la firma del armisticio.

– ¿Y para Churchill?-inquirió Butcher.

– ¡Cielos, me había olvidado de él! -exclamó Eisenhower.

Por fin, Jodl accedió a rendirse también a los rusos, pero solicitó una demora de cuarenta y ocho horas.

– No tardarán ustedes en estar luchando contra los rusos. Salven a todos los hombres que buenamente puedan de ellos -añadió Jodl.

Jodl mostró tal insistencia a este respecto, que Strong fue de nuevo a ver a Eisenhower y le dijo que los alemanes se mostraban irreductibles.

– Es mejor que se lo conceda -aconsejó Strong.

Eisenhower no quería demorar la firma y dijo:

– Infórmeles que cuarenta y ocho horas después de esta medianoche ordenaré cerrar las líneas del frente occidental, para que no puedan pasar más alemanes. Tanto si se firma como si no se firma el pacto.

Las palabras eran amenazadoras, pero concedían a Jodl lo que éste deseaba, dos días de plazo. De todos modos, envió un telegrama a Doenitz y Von Keitel, en el que dejaba trasuntar la decepción que sentía:

«El general Eisenhower insiste en firmar hoy. De lo contrario las líneas aliadas quedarán cerradas aun a los que deseen rendirse individualmente, y las negociaciones cesarán. No veo más alternativa que el caos, o firmar. Pido confirmación inmediata por radio sobre si se autoriza la firma de la capitulación. En tal caso, las hostilidades cesarían a la una del 9 de mayo, hora alemana.»

Era casi medianoche cuando Doenitz recibió el mensaje. Para ese entonces Jodl ya había enviado otro: «Conteste al radiograma con la mayor urgencia

Doenitz consideró que los términos del convenio eran una «manifiesta extorsión», pero no tenía otra alterativa. Las cuarenta y ocho horas que Jodl había conseguido permitían salvar a millares de alemanes de la esclavitud y la muerte. En consecuencia, Doenitz autorizó a Von Keitel para que enviase su conformidad, y poco después de la medianoche éste mandó a Jodl el siguiente mensaje por radio:

«El gran almirante Doenitz le concede plenos poderes para firmar según las condiciones estipuladas.»

A la una y media de la mañana, el comandante Ruth Briggs, secretario de Smith, llamó por teléfono a Butcher y le dijo:

– La fiesta va a empezar.

Luego le pidió que no dejase de llevar las dos plumas, si no, «¿cómo podía terminarse una guerra sin plumas?»

El salón donde se celebraría la ceremonia fue en un tiempo un recinto de esparcimiento donde los estudiantes jugaban al ajedrez y al tenis de mesa. Las paredes aparecían cubiertas de mapas, y en un extremo de la estancia había una mesa de gran tamaño que se empleaba en las ceremonias escolares.

Cuando Butcher llegó al salón, éste se hallaba ya atestado de gente, entre los que se contaban los diecisiete periodistas seleccionados; el general de división Iván Suspolarov y otros dos oficiales soviéticos; el general de división François Sevez, representante francés; tres oficiales británicos, el general Morgan, el almirante Harold Burrough y el mariscal del Aire sir James Robb; y por último el general Carl Spaatz, comandante de las Fuerzas Aéreas Estratégicas de Estados Unidos en Europa.

Bedell Smith entró en la estancia, parpadeando repetidas veces, a causa del resplandor de los focos instalados por los operadores de cine. Comprobó la distribución de los asientos y dio algunas instrucciones acerca de la forma en que debía actuarse. Poco después Jodl y Friedenburg hicieron su aparición, se detuvieron desconcertados unos instantes, cuando recibieron la luz en los ojos.

Los actores principales de la ceremonia tomaron asiento alrededor de la gran mesa, y Butcher colocó una de las estilográficas ante Smith y otra ante Jodl, que se sentaba frente al general americano. Smith manifestó a los alemanes que los documentos estaban preparados, y preguntó si se hallaban dispuestos para firmar.

Jodl asintió levemente y firmó los primeros documentos que estipulaban un alto el fuego total al día siguiente, a las 23'01, hora de Europa Central. El rostro de Jodl aparecía impasible, pero Strong notó que tenía los ojos húmedos. Butcher entregó entonces a Jodl su propia estilográfica, para que firmase el segundo documento, pensando en que sería un recuerdo interesante. Por fin, colocaron su firma Smith, Susloparov y Sevez. Eran exactamente las 2,41 del 7 de mayo de 1945.

Se inclinó Jodl a continuación sobre la mesa y dijo en inglés:

– Desearía decir algunas palabras.

– Desde luego -contestó Smith.

Jodl recogió el único micrófono que había en la mesa y comenzó a hablar en alemán.

– General -manifestó-; con la firma de este documento, el pueblo y las Fuerzas Armadas de Alemania quedan, para bien o para mal, en manos del vencedor. En esta guerra, que ha durado más de cinco años, los alemanes han padecido tal vez más que ningún otro pueblo en el mundo. En esta ocasión sólo me queda expresar la esperanza de que el vencedor querrá tratarlos con magnanimidad.

Eisenhower paseaba impaciente entre su despacho y el de su secretaria. Para Kay Summersby, el silencio resultaba opresivo. De pronto se presentó Smith, con una sonrisa ligeramente forzada en el rostro, y anunció que se había firmado la rendición.

En la oficina adyacente, la secretaria, teniente Summersby, oyó el resonar de recias botas sobre el suelo, e instintivamente se puso de pie. Jodl y Friedeburg pasaron junto a ella sin mirarla siquiera y se encaminaron hacia la puerta del despacho de Eisenhower, donde se detuvieron y saludaron militarmente, dando un fuerte taconazo. La mujer tuvo la sensación de que «eran el prototipo que aparecía en las películas nazis, con su rostro sombrío, erguidos y desdeñosos».

Eisenhower aparecía inmóvil, con un continente más militar del que Summersby le había visto nunca.

– ¿Han comprendido los términos de la rendición que acaban de firmar?-inquirió Eisenhower.

Strong tradujo y Jodl replicó afirmativamente en alemán.

– Se les dará más detalles e instrucciones posteriormente, y esperamos que lo cumplan con fidelidad.

Jodl movió afirmativamente la cabeza.

– Eso es todo -dijo Eisenhower secamente.

Los alemanes se inclinaron, y después de saludar abandonaron la estancia detrás de la teniente Summersby. De pronto en el rostro de Eisenhower apareció una amplia sonrisa.

– ¡Vamos a hacernos una fotografía! -exclamó, mientras los fotógrafos se aproximaban. Todos procuraron colocarse junto al comandante supremo, que sostuvo las dos estilográficas formando la V de la victoria.

Luego envió el siguiente mensaje a los jefes del Estado Mayor conjunto:

«La misión de esta fuerza aliada quedó completada a las 2'41, hora local, del 7 de mayo de 1945. Eisenhower.»

Llamó después a Bradley al hotel Fürstenhof, de Bad Wildungen. Bradley llevaba cuatro horas durmiendo, y oyó que el comandante supremo le decía:

– Brad, todo ha concluido. Se ha firmado el armisticio.

A su vez, Bradley llamó a Patton, el cual se hallaba descansando en su remolque, en la localidad de Regensburg.

– Ike acaba de llamarme, George. Los alemanes se han rendido. La capitulación entra en vigor en la medianoche del ocho de mayo. Debemos mantener nuestros puestos en la línea de combate actual. Ya no hay razón para emprender ninguna acción.

Bradley extendió su mapa de campaña y con un lápiz graso escribió: «D más 335.» Luego se dirigió a la ventana de su habitación y abrió las persianas de oscurecimiento antiaéreo. En la clase de la Escuela Técnica, los diecisiete corresponsales acababan de escribir el artículo más importante de la contienda: la paz en Europa. Sus despachos ya habían pasado por el censor, cuando el general Allen entró y anunció que las noticias no podrían comunicarse hasta pasado un día y medio. Dijo que el general Eisenhower lo lamentaba mucho, pero que se veía incapacitado para actuar, por orden de una alta autoridad política, y que nada podía hacerse en contrario.

Un grito unánime de protesta se alzó de los corresponsales.

– Considero que debieran transmitirse las noticias -dijo Allen, y añadió que la fecha que se había dado era arbitraria, pues los Tres Grandes aún no se habían puesto de acuerdo sobre la fecha en que se anunciaría la capitulación-. De todos modos, trataré de hacer lo posible por conseguir aminorar el plazo, pero no sé qué resultado obtendré. En cualquier caso, lo único que nos resta es volver a París.

En Moscú, a esas alturas, aún no se había recibido informe alguno sobre la firma del armisticio. El general soviético Nikolai Vasilevich Slavin entró en la oficina de la Misión Militar de Estados Unidos, y entregó al general Deane una carta del general Antonov, en la que éste se quejaba de que a pesar de las negociaciones de Reims para la rendición, Doenitz «proseguía con sus exhortaciones por radio a los alemanes, para que continuasen la guerra contra los soviéticos…, pero sin resistir a los aliados en el Frente Occidental… De ahí deduce la gente que Doenitz ha efectuado una paz por separado con el Oeste, y prosigue la guerra en el Oriente. No podemos dar a la opinión pública europea la excusa de que se ha firmado una paz por separado». Antonov acababa de enterarse de que el nuevo documento de rendición, que había sido preparado por Smith, difería del que habían aprobado los Tres Grandes, y se negó a aceptar su validez.

Entonces, ante la consternación de Deane, Antonov añadía en su carta: «El alto mando soviético prefiere que la firma del «Acta de Rendición Militar» se celebre en Berlín. El mariscal Zhukov firmará por el Ejército Rojo.»

El general Slavin explicó que los soviéticos deseaban que sólo hubiese una ceremonia de la firma, y que ésta tuviese lugar en Berlín. Se negaban en redondo a que Susloparov firmase cualquier documento en Reims.

– La ceremonia de Berlín deberá concertarse rápidamente -dijo Slavin-, sin más demora.

Robert Murphy, consejero político de Eisenhower, que se hallaba con éste en Reims, estaba tan preocupado por el documento de rendición como el mismo Antonov. Aún no había tenido ocasión de examinar de nuevo dicho documento, y sacó de la cama a Bedell Smith para preguntarle qué había ocurrido con el texto aprobado, que él personalmente le entregara a fines de marzo. Bedell no recordaba haber recibido siquiera el mencionado documento.

– Pero, ¿no se acuerda de aquella gran carpeta azul que contenía, según le dije, el documento aprobado por todos?-preguntó Murphy.

Smith, que pocos días antes había discutido largamente con Winant acerca de ese mismo documento, dijo entonces que «ya se acordaba», y poco después él y Murphy estaban en el despacho buscando los papeles.

Encontraron al fin la carpeta azul en el gabinete de Alto Secreto Personal, y Murphy quedó convencido que Smith sólo había sufrido una pérdida momentánea de memoria.

Hacia las nueve y media de la mañana Butcher se presentó en el dormitorio de Eisenhower, el cual se hallaba en la cama. Junto a él se veía un libro: Cartridge Carnival. El mensaje de Moscú había llegado ya, y Eisenhower estaba escribiendo a Antonov que le complacería mucho trasladarse a Berlín al día siguiente, en la hora que Zhukov considerase oportuna.

Media hora más tarde, en el hotel Scribe, de París, el general Allen repitió en una conferencia de Prensa lo que ya había dicho a los diecisiete corresponsales de Reims: no se podrían comunicar noticias acerca de la rendición, hasta las tres de la tarde del día siguiente. Ya enardecidos por la forma en que habían sido tratados, los periodistas se reunieron en el vestíbulo del hotel y amenazaron con lanzar una acusación contra la sección de Relaciones Públicas del Alto Mando. Edward Kennedy, que era a la sazón uno de los diecisiete periodistas autorizados, y desempeñaba el cargo de jefe de la oficina de la Asociated Press en París, se dirigió a su despacho situado en el cuarto piso para comprobar los últimos informes: los portavoces de De Gaulle anunciaban que éste preparaba una alocución con motivo del día de la Victoria, mientras que el general Sevez dijo a un periodista de Le Figaro que había firmado por Francia en Reims. Al mediodía los diarios de Paris traían noticias procedentes de Londres, informando que en el número 10 de Downing Street se estaban montando altavoces. Se tenía la impresión de que Churchill iba a anunciar oficialmente la capitulación de Alemania.

El anuncio se hizo, pero no provino de Churchill. Poco después de las tres, Kennedy escuchó en la emisión de la BBC una traducción al inglés del discurso que Schwerin von Krosigk acababa de hacer por Radio Flensburg: «¡Hombres y mujeres de Alemania! Por orden del gran almirante Doenitz, el Cuartel General del Ejército ha anunciado en el día de hoy la rendición incondicional de todas las tropas.» A continuación se pedía a los alemanes que hiciesen sacrificios. «Ante la oscuridad del futuro, debemos dejarnos conducir por la luz de las tres estrellas que siempre fueron el distintivo del carácter alemán: «Eingkeit und Recht und Freiheit» (Unidad, Justicia y Libertad).»

Resultaba inconcebible para Kennedy que el Gobierno de Doenitz hubiese hecho el anuncio sin el consentimiento del Alto Mando Aliado. Llamó por teléfono al despacho de Allen y le dijeron que éste se hallaba demasiado ocupado para hablar con él. Se trasladó entonces rápidamente a la oficina del teniente coronel Richard Merrick, censor jefe de Estados Unidos, y manifestó que no se consideraba obligado a retener la noticia, una vez que los alemanes la habían hecho pública.

– Haga lo que guste -declaró Merrick.

Kennedy redactó entonces una versión abreviada del hecho, y puso una llamada a la agencia de Londres de la Associated Press, por medio del teléfono militar. Desde el hotel Scribe, cualquiera podía decir «París militar», y le comunicaban en seguida con el número de Londres que solicitase. Un agente enemigo que hubiese penetrado en el hotel, podría haber hecho otro tanto.

– Soy Kennedy, Lew -dijo por teléfono a Lewis Hawkins, en la oficina londinense de la agencia-. Alemania se ha rendido incondicionalmente. Es oficial. Féchalo en Reims, Francia, y publícalo.

Como la noticia se había originado en París y sólo fue reexpedida por Londres, los censores británicos consintieron que se despachase tal como se había dictado a la oficina de la A. P. Allí quedó retenida ocho minutos en el despacho extranjero para posibles correcciones, pero no se hizo ninguna, y la noticia fue difundida a todo el mundo aliado a las 15'35, hora de Londres, por la Prensa y la Radio.

Las repercusiones fueron casi inmediatas. Hacia las cuatro, Churchill, que había llamado a Eisenhower media docena de veces ese mismo día, procurando que se divulgase la noticia, llamó por teléfono al almirante Leahy, en el Pentágono, para que le diese más informes.

– En vista de los acuerdos efectuados -contestó Leahy-, mi jefe me pide que le diga que no puede actuar sin la aprobación del tío José. ¿Comprende, señor?

– ¿Quiere que alguien más joven le oiga? Yo empiezo a estar un poco sordo -dijo Churchill.

Leahy comenzó a repetir el informe al secretario del primer ministro, pero Churchill le interrumpió, lleno de impaciencia:

– Escuche, el primer ministro alemán (en realidad era el ministro de Asuntos Exteriores, Schwerin von Krosigk) ha dado por radio, hace una hora…

– Sí, ya lo sé.

– … una alocución declarando que se ha efectuado la rendición incondicional de las tropas alemanas.

– Estamos al corriente de eso.

– ¿Cómo se explica que el presidente y yo hayamos sido las únicas personas de este mundo que no sabían lo que se estaba llevando a cabo?

Añadió Churchill que daría él mismo la noticia hacia la seis de la tarde.

– ¿No ha solicitado la aprobación del tío José?-inquirió Leahy, afirmando que Truman no haría anuncio alguno sin la aprobación de Stalin.

– El mundo entero lo sabe, y no veo por qué debemos retener la noticia hasta que… Bueno, es una situación absurda. Todos están enterados.

– En efecto, todos lo saben. Eso es cierto, señor.

Una hora después, Churchill volvía a llamar.

– Nos hemos comunicado con Eisenhower -le informó Leahy-. Dice que no hará anuncio alguno desde su cuartel general, hasta que no lo hagan previamente Londres, Moscú y Washington. Replicó el primer ministro que en Londres las multitudes empezaban a concentrarse.

– Hay que seguir adelante… -añadió.

– Comprendo sus razones, y no puedo aconsejarle nada -contestó Leahy-; el presidente dice que no hará anuncio alguno hasta que tenga noticias de Stalin.

Luego prometió a Churchill que le informaría en cuanto llegase el mensaje de Moscú.

– Diga al presidente que lo siento mucho. Espero que lo anunciemos todos al mismo tiempo -agregó Churchill.

– Daré al presidente su mensaje.

– Considero que no es posible demorarse más.

– Lo siento -dijo Leahy.

Los londinenses esperaban llenos de impaciencia el anuncio oficial de Churchill. Pocos minutos después de las seis, tres aviones «Lancaster», volando bajo sobre Londres, lanzaron bengalas rojas y verdes, así como banderas de los países aliados, que pronto fueron colocadas en los escaparates de las tiendas.

Durante casi dos horas las multitudes permanecieron expectantes, hasta que el anuncio que habían esperado durante varios años fue hecho público por el Ministerio Inglés de Información: el día siguiente sería el Día de la Victoria. Pero para los londinenses la guerra había terminado aquella misma noche, y comenzaron a celebrarlo de manera desaforada. Desde Picadilly a Wapping se encendieron hogueras en las calles, y su resplandor teñía de rojo el cielo nocturno. Por el Támesis circulaban en uno y otro sentido innumerables lanchas, remolcadores y otras embarcaciones pequeñas, armando el mayor ruido posible. Piccadilly Circus era un conglomerado de gentes que bailaban y gritaban frenéticamente. Las personas extrañas se abrazaban en las calles, mientras los cohetes estallaban en el cielo y se cantaba más o menos afinadamente el «Tipperary», «Lonch Lomond» y «Bless 'em All». Largas filas de londinenses se dirigían hacia el palacio real, gritando todos al unísono:

– ¡Que salga el rey!

En Nueva York no se observaba regocijo alguno, pues aún había que ganar una guerra en el Pacífico. También había gran escepticismo sobre la autenticidad de la noticia, debido a un falso rumor de paz que se difundiera diez días antes. Muchos eran también los que recordaban el falso armisticio de 1918.

Para ese entonces, a Edward Kennedy, que había divulgado la noticia, le fueron suspendidas indefinidamente todas las prerrogativas periodísticas ante el Alto Mando aliado, pero esto apenas si logró aplacar la ira de los demás corresponsales.

Por su parte, los noruegos celebraban el acontecimiento ante las mismas tropas de ocupación. Vidkun Quisling, el hombre cuyo nombre se convirtió en sinónimo de traidor, aún estaba en el palacio real. Se hallaba escuchando a Leon Degrelle, el cual huyó de Alemania atravesando Dinamarca, con el fin de luchar contra el bolchevismo. Quisling tenía el rostro contraído, y sus ojos se movían nerviosamente, mientras tabaleaba con los dedos sobre la mesa. Degrelle tuvo la impresión de hallarse ante un hombre totalmente vencido por los acontecimientos, y consumido interiormente. En la media hora que siguió, Quisling estuvo hablando sobre el tiempo, y Degrelle se marchó totalmente desilusionado. Había hecho todo lo posible, aguantando hasta el final. Pero, ¿dónde podía luchar ahora?

Se trasladó entonces al palacio del príncipe heredero Olaf, para ver al doctor Josef Terboven, el reichskomissar de Noruega. [73] Un mayordomo de librea les sirvió bebidas, como si se tratase de un día corriente. Terboven, cuyos ojos diminutos parpadeaban continuamente, como los de Himmler, dijo con voz grave:

– He pedido en Suecia que le den asilo a usted, pero se niegan. Pensé enviarle al Japón en avión, pero la capitulación es absoluta, y no se permite que ningún submarino abandone el puerto. Hay un aparato particular que pertenece al ministro Speer. ¿Quiere correr el riesgo y tratar de volar hacia España, esta noche?

La distancia desde Oslo hasta los Pirineos es de 2.150 kilómetros, y el avión sólo tenía un radio de acción de 2.100 kilómetros, pero podía ahorrarse gasolina volando a gran altura. A las ocho de aquella noche, un piloto que lucía una condecoración alemana recogió a Degrelle, que aún vestía el uniforme de las SS. Ambos atravesaron en automóvil las atestadas calles de Oslo, en las que la gente exteriorizaba su alegría, y no se detuvieron hasta el aeropuerto.

Pocos minutos después de la medianoche el avión despegó. Volaron sin complicaciones sobre los territorios ocupados de Holanda, Bélgica y Francia, hasta llegar sin gasolina a San Sebastián, en una de cuyas playas el avión se estrelló. Degrelle sufrió la fractura de cinco huesos, pero logró de este modo alcanzar España.

3

Pese a la preocupación que sentía Churchill por los problemas del armisticio, no era capaz de olvidarse del pueblo de Praga, y decidió enviar una exhortación final a Eisenhower:

«Espero que sus planes no le impidan avanzar hacia Praga, si posee las tropas necesarias y no se encuentra antes con los rusos. No se moleste en contestarme con un telegrama. Ya me informará cuando sostengamos la próxima conversación.»

Pero Eisenhower no tenía intenciones de avanzar un solo kilómetro al este de Pilsen. En cuanto a Praga, consideraba que el asunto no le concernía, sino que era una cuestión de los jefes militares conjuntos y del presidente de Estados Unidos.

Sólo Vlasov había acudido en ayuda de la capital checa, y uno de los regimientos del R.O.A. estaba empeñado en furiosa lucha con las tropas alemanas, en las calles de la ciudad. En la noche del 7 de mayo, el general Bunyachenko se enteró de que una división de las SS se acercaba a Praga desde el sur. Ordenó entonces a un regimiento de reserva que se atrincherase en una colina a trece kilómetros de la ciudad y que detuviese al enemigo a toda costa.

Mediada la mañana del día siguiente, los alemanes parecían estar detenidos por el regimiento de reserva. Pocas horas más tarde, las victoriosas tropas del R.O.A. comenzaron a salir de Praga. Bunyachenko explicó al comandante de un regimiento que los checos les habían pedido que se marcharan, pues su ayuda ya no era necesaria en la ciudad, donde los tanques de Konev estaban a punto de hacer su entrada. [74]

Los vlasovitas temían sin duda que sus compatriotas no tuvieran piedad con ellos, y abandonaron la ciudad que habían conquistado a los alemanes. Tristes y preocupados, se dirigieron hacia el sudoeste. Esta vez su marcha no era un desfile triunfal; nadie arrojaba flores a su paso, ni les regalaban comida, ni les vitoreaban. [75]

Poco antes del mediodía, el general Rudolf Toussaint, comandante militar alemán de Praga, fue llevado con los ojos vendados hasta el puesto de mando del Consejo Nacional Revolucionario Checo, donde su hijo se hallaba prisionero. El general Toussaint era un hombre alto y apuesto, de cincuenta años de edad, que vestía impecablemente. Una vez dentro del edificio, un partisano le arrancó de un tirón la venda que le cubría los ojos.

Aunque el general representaba a un ejército derrotado, discutió durante más de cuatro horas, hasta que al fin los checos permitieron que sus hombres avanzasen hacia el oeste, para entregarse a los americanos. Aún así, Toussaint se mostró desalentado, y declaró:

– Ahora no soy más que un general sin tropas.

Unos minutos más tarde hicieron entrar en la habitación a su hijo, con la cabeza vendada, y el general se sintió un poco más reconfortado.

En Praga aquél era el día de la venganza. Por todas partes los checos perseguían a los soldados y civiles alemanes con una furia que engendraron varios años de opresión. No tardó Praga en quedar totalmente libre y con las calles tranquilas, una vez más. Pero esto no impidió que los rusos comenzasen a atribuirse la liberación de la ciudad, lo cual constituyó una fuerte arma en la lucha que se inició más tarde para hacerse con el poder del país.

El 8 de mayo, por la mañana, la única lucha violenta que aún persistía en el Frente Oriental, se llevaba a cabo en Yugoslavia, donde los partisanos de Tito habían rodeado casi por completo a los doscientos mil soldados que quedaban del Grupo de Ejército F, mandado por el generaloberst Alexander Loehr. En los pasados dos meses, casi cien mil soldados de este grupo habían muerto en la lucha.

A la derecha de Loehr, el Grupo de Ejército Sur, bajo el mando del historiador austríaco Rendulic, presentaba una línea ininterrumpida desde el sur de Austria hasta la frontera con Checoslovaquia. Los cuatro ejércitos de Rendulic habían combatido muy poco desde la caída de Viena. Confiando en que los americanos y los británicos se le unirían en la lucha contra los bolcheviques, Rendulic envió un emisario al general de división Walton H. Walker, del XX Cuerpo de Estados Unidos, pidiéndole permiso para trasladar las tropas alemanas de reserva a través de las líneas americanas, hasta el Frente Oriental. Walker se negó secamente, y Rendulic, decepcionado e ignorando todo lo concerniente a las negociaciones de Reims, ordenó por su cuenta que cesaran las hostilidades en el Oeste a las nueve de esa misma mañana. Los cuatro ejércitos que se enfrentaban a los soviéticos recibieron la orden de deponer las armas y de retirarse hacia el Oeste.

El feldmarschall Schoerner, que ya había ordenado a sus soldados que huyesen a las líneas americanas, recibió un telegrama de Doenitz informándole que al llegar la medianoche entraría en vigor la rendición incondicional de las tropas. Desde ese momento Schoerner daría la orden de alto el fuego y permanecería con sus soldados en el lugar donde se encontraba. Algunos de sus oficiales consideraron que habían sido traicionados, pero Schoerner aceptó la situación resignadamente. Ordenó, sin embargo, a sus tropas que se dividiesen en grupos pequeños y que escapasen hacia el Oeste lo antes posible, llevando con ellos a cuantos civiles pudiesen.

A las diez de la mañana, el coronel Wilhelm Meyer-Detring llegó al cuartel general de Schoerner, situado a unos noventa y cinco kilómetros al norte de Praga, en compañía de cuatro americanos. Meyer dijo a Schoerner que quedaría relevado del mando en cuanto la capitulación entrase en vigor, a medianoche.

Schoerner envió sus últimos mensajes y luego decidió marchar al Tirol en avión para hacerse cargo del mando de Alpenfestung, según órdenes anteriores de Hitler. [76]

Hans-Ulrich Rudel, el aviador preferido de Hitler, se enteró de que la guerra había terminado cuando regresaba de una misión, hasta su base aérea del norte de Praga, en las últimas horas de la mañana. Reunió entonces a sus hombres, les agradeció su valentía y lealtad, y les estrechó la mano a todos.

Con otros seis pilotos, Rudel voló hacia las líneas americanas, donde esperaba recibir atención médica para su pierna amputada. Ya sobre el aeropuerto bávaro de Kitzingen, Rudel observó a los soldados americanos desfilando. Guió entonces su pequeña escuadrilla de tres «Junker 87» y cuatro «Focke-Wulf 190» en una pasada rasante hacia la pista de aterrizaje. Cuando las ruedas de su aparato tocaron tierra, Rudel frenó violentamente mientras agitaba la barra de mando, lo que provocó la rotura del tren de aterrizaje. Cuando abrió la cabina, un soldado americano le apuntó con un revolver y trató de sacarle a la fuerza. Rudel le dio un empujón, y cerró la cabina del avión. Poco después un grupo de oficiales americanos le sacaban del aparato y le llevaban hasta una sala de primeros auxilios, para que le vendasen el ensagrentado muñón de la pierna. A continuación le condujeron a una sala de oficiales donde se hallaban sus pilotos. Estos se pusieron de pie e hicieron el saludo nazi. Un intérprete dijo a Rudel que el comandante americano no permitía aquel saludo. También le preguntó si hablaba inglés.

– Aun cuando hablase inglés, estamos en Alemania, y aquí yo hablo alemán -contestó Rudel-. Por lo que se refiere al saludo, se nos ha ordenado saludar de esa forma, y como soldados que somos cumplimos las órdenes que nos dan. Por otra parte, poco importa que nos permitan o no saludar como lo hacemos.

Rudel miró con gesto de desafío a unos cuantos oficiales que había sentados ante una mesa próxima y añadió:

– El soldado alemán no ha sido derrotado por incapacidad, sino por la abrumadora superioridad de material. Aterrizamos aquí porque no deseábamos permanecer en la zona soviética. Preferimos también no discutir más este asunto, y que nos den algo de comer y nos permitan bañarnos.

Los americanos dejaron que sus prisioneros tomasen una ducha, y mientras estaban comiendo un intérprete dijo a Rudel que el comandante de la base deseaba sostener con él y sus oficiales una charla amistosa, si no tenía inconveniente.

A semejanza de Rudel, varios millones de alemanes del Frente Oriental estaban tratando de llegar a las líneas americanas. Muchos se encaminaban hacia Enn, en Austria, con la intención de atravesar el río frente a la 65.» División de Estados Unidos.

Al anochecer, varios grupos de alemanes de la 12.ª División Panzer SS avanzaron medio extenuados hacia el puente, cuya barricada de grandes troncos había sido retirada en parte, para dejar pasar sólo un camión a la vez. Alguien gritó en esos momentos «Russky!», y se produjo una frenética carrera hacia el puente. Los camiones que lo estaban atravesando arremetieron contra los fugitivos, quince de los cuales resultaron muertos, y muchos otros recibieron heridas. El acceso al puente estaba totalmente obstruido, y los aterrados alemanes corrían por las cercanías, gritando:

– Russky! Russky!

Un tanque mediano soviético avanzó hacia el puente. En la torrecilla podía verse a un teniente que reía sin cesar, ante el espectáculo de seis mil hombres que corrían desesperadamente para huir de su cañón.

4

En horas tempranas del 8 de mayo, Truman escribió a su madre y hermana la siguiente carta:

«Queridas mamá y Mary:

»Esta mañana cumplo sesenta y un años. Anoche dormí en la habitación presidencial de la Casa Blanca. Han terminado de pintarla y algunos de los muebles se encuentran ya en su sitio. Espero que esté dispuesta para vosotras el próximo viernes. (Mi costosa pluma de oro no escribe como debiera.)

»Este será un día histórico. A las nueve de esta mañana deberé dirigirme por radio al país, anunciando la capitulación de Alemania. Los documentos se firmaron ayer por la mañana y las hostilidades cesarán en todos los frentes esta noche, a las doce. ¿No es ése un buen regalo de cumpleaños?

»He sostenido una conversación con el primer ministro de Gran Bretaña. Este, junto con Stalin y el presidente de Estados Unidos, han acordado dar la noticia simultáneamente en las tres capitales. Convinimos una hora que fuese adecuada para todos. Se hará a las nueve de la mañana, hora de Washington, cuando en Londres sean las tres de la tarde, y en Moscú las cuatro. <strong>[77]</strong>

»Mister Churchill me llamó al amanecer para preguntarme si podíamos dar la noticia inmediatamente, sin tener en cuenta a los rusos. Yo me negué, y él trató de convencerme para que hablase con Stalin. Por fin accedió ajustarse al plan previsto, pero estaba tan irritado como una gallina mojada.

»Los acontecimientos se han precipitado arrolladoramente desde el 12 de abril. No ha transcurrido un día sin que haya dejado de tomar una decisión trascendental. Hasta el momento, la suerte me ha acompañado, y espero que siga haciéndolo. De todos modos, la fortuna no puede seguir ayudándome constantemente, y espero que cuando corneta un error, éste no sea demasiado grande, y pueda hallársele remedio.

»Estamos esperando hacer una gira con vosotras. Tal vez no pueda ir a buscaros, como yo creía, pero os enviaré el avión más seguro, con toda clase de facilidades, de modo que os ruego que no me decepcionéis.

»Con todo cariño,

»Harry.»

A las 8'35 de la mañana, los periodistas se agruparon en silencio en uno de los balcones de la Casa Blanca, donde Truman ya les estaba esperando en compañía de su esposa, su hija y un grupo de jefes políticos y militares.

– Bien, quiero empezar leyéndoles una breve declaración -dijo el presidente-. Deseo que comprendan, desde el principio, que esta conferencia de Prensa se realiza teniendo en cuenta que ninguna información que aquí reciban será difundida antes de las nueve de la mañana.

Truman dijo que iba a leer una proclama y que hacerlo no le llevaría más que siete minutos, por lo que les quedaba tiempo de sobra. Los periodistas se echaron a reír.

– «Esta es una hora solemne y gloriosa. El general Eisenhower me informa de que las fuerzas de Alemania se han rendido a las naciones aliadas. Las banderas de la libertad ondean sobre toda Europa.»

El presidente interrumpió la lectura y añadió:

– También es para celebrar mi cumpleaños en este día.

– ¡Feliz cumpleaños, señor presidente! -gritaron varias voces, y se produjo otra explosión de carcajadas.

Truman concluyó su proclama, que terminaba exhortándoles a «trabajar, trabajar y trabajar» para concluir con la guerra, ya que la victoria se había conseguido sólo a medias. Leyó entonces otra nota pidiendo que se luchase implacablemente contra el Japón, hasta que éste se rindiese incondicionalmente, y enumeró lo que suponía para los japoneses la rendición incondicional:

– «Supone -leyó Truman- el fin de la guerra.

»Supone la terminación de la influencia de los jefes militares que llevaron al Japón al desastre actual.

»Supone cuidar del regreso de los soldados y marinos al seno de sus familias, a sus granjas, a sus tareas habituales.

»Y supone no prolongar los sufrimientos actuales de los japoneses con una vana esperanza de victoria.

»La rendición incondicional no significa el exterminio ni la esclavitud para el pueblo japonés.»

Sin duda, una declaración similar hecha a los alemanes en 1944, hubiese tenido como consecuencia un fin más rápido del conflicto.

Hablado directamente con los periodistas, Truman manifestó:

– Como recordarán ustedes, se ha repetido aquí siempre que deseamos paz, justicia y legalidad. Eso es lo que trataremos de conseguir en San Francisco, y lo conseguiremos; un marco para la paz, dentro de la Justicia y la Ley. El problema con que nos enfrentamos es abrumador.

Añadió luego Truman que el domingo 13 de mayo sería declarado Día de Acción de Gracias, e hizo notar que resultaba muy sugestiva la circunstancia de que coincidiese también la fecha con el Día de la Madre.

A las nueve de la mañana, el presidente se encontraba en la sala de radio de la Casa Blanca, para leer la alocución a su pueblo.

– «Este es el momento solemne y glorioso -comenzó diciendo, y añadió espontáneamente una frase que no estaba en el escrito-, y mi mayor deseo habría sido que Franklin D. Roosevelt hubiese sido testigo de este día…»

Exactamente en el mismo momento Churchill se dirigía al pueblo inglés desde el número 10 de Downing Street. Pasó revista a los últimos cinco años, y dijo sombríamente que desearía poder decir que todos los afanes y problemas habían quedado atrás, pero que no obstante aún quedaba mucho por hacer.

– En el continente europeo aún tenemos que asegurarnos de que los sencillos y honorables propósitos por los que entramos en guerra no son desechados ni quedan a un lado en los meses que sigan a nuestro éxito, y que las palabras «libertad», «democracia» y «libertad» no sufren una deformación en su verdadero sentido. De poco serviría castigar a los partidarios de Hitler por sus delitos, si la Ley y la Justicia no imperan, y si en lugar de los Gobiernos de los alemanes invasores, se implantan otros Gobiernos totalitarios o policíacos. No buscamos nada para nosotros mismos, pero debemos asegurarnos de que la causa por la que hemos luchado halla reconocimiento en la mesa de la paz, tanto en los hechos como en las palabras. Y por encima de todo debemos trabajar para tener la certeza de que la organización mundial que las Naciones Unidas están creando en San Francisco, no se convierta en un nombre ocioso, en un escudo para los fuertes y una burla para los débiles. Son los vencedores los que deben demostrar su magnanimidad en estas horas de gloria, haciéndose dignos, con la nobleza de sus actos, de las inmensas fuerzas que Gobiernan… [78]

Tras pronunciar este discurso, Churchill se dirigió a la Cámara de los Comunes, mas para salvar la escasa distancia tardó casi media hora, a causa de la multitud que se interponía en su camino. Cuando al fin entró en la Cámara, todos los miembros de la misma se pusieron de pie y le vitorearon. Churchill propuso que la Cámara suspendiese sus sesiones y diese «humilde y reverentemente las gracias a Dios Todopoderoso por la liberación de la amenaza germánica». Tras esto emprendió la marcha hacia la abadía de Westminster, entre las turbas delirantes.

Tras la comida en el palacio de Buckingham, Churchill se encaminó al Ministerio de Salud Pública, situado en Whitehall. Salió a un balcón del edificio, pero los gritos entusiastas de la gente casi no le dejaban hablar.

– Esta es nuestra victoria -dijo con voz tonante-. Es la victoria de la causa de la libertad, en todos los terrenos. En toda nuestra larga historia, no hemos visto jamás un día más grande que éste.

5

A las diez de la mañana el mariscal Vasili Sokolovsky y el resto de los comandantes de Zhukov se encontraban en el aeropuerto de Tempelhof, observando un avión de transporte americano que se preparaba a aterrizar. Creyeron que se trataba de Eisenhower, pero el avión ni siquiera llegaba de Reims. Procedía de Moscú y a bordo del mismo venía el general Deane. Los rusos se mostraron decepcionados y algo ofendidos, y Deane tuvo que correr con la ingrata tarea de explicar que Eisenhower no podía presentarse. Después de que Eisenhower hubo contestado a Moscú que se sentiría sumamente satisfecho trasladándose a Berlín para la firma del segundo armisticio, Smith y otros le aconsejaron que enviase un delegado, el mariscal de la RAF, sir Arthur Tedder, en bien del prestigio de los Aliados. El que firmaba por los soviéticos, Zhukov, era sólo un comandante de grupo de ejército, bastante por debajo del rango militar de Eisenhower.

Una hora después llegaba Tedder con sus acompañantes desde Reims y los conducían en una pintoresca caravana de vehículos capturados a los alemanes, hasta un suburbio de Berlín, donde quedaron instalados en varias cabañas. En el grupo iban algunas mujeres del Servicio Auxiliar Femenino, entre ellas Kay Summersby, la secretaria de Eisenhower. Mientras ésta permanecía sentada en su cabaña, esperando impaciente a que se produjese alguna novedad, pensó que era una suerte que no hubiese acudido Eisenhower, el cual no habría tardado en regresar a Reims irritado ante tan insultante demora.

Pero los rusos no perdían el tiempo, mientras tanto. En otra parte de la ciudad, el teniente coronel Vladimir Yurasov, que se encargaba de despachar instalaciones para fabricar cemento a la Unión Soviética, era aleccionado en compañía de otros oficiales por el delegado de Problemas Económicos, en presencia del comandante soviético de Berlín.

– Deben apoderarse de todo lo que encuentren en el sector occidental de Berlín, ¿comprenden? ¡De todo! Si no pueden hacerse con algo, destrúyanlo, pero que no quede nada para los aliados. Ni una sola máquina, ni una cama. ¡Ni siquiera una bacinilla donde puedan orinar!

Cuando Zhukov recibió por fin a la delegación de Tedder, cinco horas después de su llegada, cierto número de observadores aliados tuvieron la sensación de que el ruso trataba de demorar la firma. Y esto era precisamente lo que intentaba. Estaba esperando a Vishinsky, el cual en esos momentos se dirigía en avión a Berlín, con instrucciones de Moscú.

Durante este encuentro, sin embargo, se originó otro conflicto importante. Como Eisenhower no se presentó para la firma en representación de todos los aliados occidentales, De Gaulle envió instrucciones de que el general Jean de Lattre de Tassigny firmase por Francia. Varios americanos e ingleses juzgaron que aquella era una nueva muestra de la intransigencia de De Gaulle. [79] La situación quedó resuelta cuando todos, hasta Zhukov, decidieron que Tedder firmaría por los británicos, Spaatz por los americanos, y De Lattre por los franceses.

El general francés advirtió que en el salón donde se llevaba a cabo la ceremonia no había bandera francesa, y las muchachas rusas tuvieron que confeccionar una rápidamente. Los materiales se obtuvieron de una bandera nazi, una sábana y un mono azul. Pero cosieron las franjas horizontalmente, en lugar de hacerlo en forma vertical. De Lattre volvió a insistir, diciendo que habían hecho una bandera holandesa, y no francesa. Las chicas tuvieron que coser de nuevo la bandera, esta vez correctamente. Pero la ausencia de Eisenhower siguió provocando problemas. Tedder entró en el salón con expresión preocupada, y dijo a De Lattre:

– Vishinsky acaba de llegar de Moscú y no está dispuesto a acceder a la fórmula que acordamos con Zhukov. Está de acuerdo en que usted firme, pero se opone a que lo haga Spaatz, pues manifiesta que Estados Unidos ya están representados por mí, desde el momento que firmo en nombre de Eisenhower. Pero ahora Spaatz exige firmar si lo hace usted.

De Lattre repitió las órdenes que había recibido de De Gaulle, y añadió:

– Si regreso a Francia sin cumplir mi cometido, es decir, permitiendo que mi país quede excluido de la firma de la capitulación del Reich, mereceré que me cuelguen. ¡Piense en mi situación!

Al fin Vishinsky encontró la solución: Spaatz y De Lattre firmarían algo más abajo que Tedder y Zhukov.

Poco antes de las once y media de la noche, Von Keitel, Friedeburg y el generaloberst Hans Jürgen Stumpff, de la Luftwaffe, entraron en el salón donde se celebraba la ceremonia, quedando cegados momentáneamente por los focos de los fotógrafos. Von Keitel avanzó el primero, impresionante en su uniforme de gala. Levantó el bastón de mariscal en un rígido saludo, y tomó asiento frente a Zhukov, con el cuerpo erguido y la barbilla levantada.

– ¡Ah, también están aquí los franceses! -le oyó murmurar Vishinsky, cuando Von Keitel vio a De Lattre-. ¡Es lo único que nos faltaba!

Friedeburg, con grandes ojeras, tomó asiento a la izquierda del mariscal de campo, en tanto que Stumpff lo hacía a la derecha del mismo. [80]

Zhukov se puso en pie y preguntó:

– ¿Ha tomado usted conocimiento del protocolo de capitulación?

– Sí -contestó en alemán Von Keitel.

– ¿Tiene autorización para firmar?

– Sí.

– Enséñeme esa autorización.

Von Keitel así lo hizo, y Zhukov volvió a inquirir:

– ¿Tiene que hacer alguna observación respecto a la ejecución del acto de capitulación que está a punto de firmar?

El militar alemán preguntó con tono áspero si se les podía conceder una prórroga de veinticuatro horas. Zhukov miró inquisitivamente a su alrededor y manifestó en seguida:

– Esa petición ya ha sido rechazada. No hay modificaciones. ¿Tiene alguna otra observación que hacer?

– Nein.

– Firme, entonces.

Von Keitel se puso de pie, ajustó su monóculo y se dirigió hacia un extremo de la mesa. Se sentó junto a De Lattre, colocando su gorra y su bastón ante el francés. Este hizo ademán de retirar los objetos, pero el feldmarschall se adelantó y los colocó a un lado. Entonces Von Keitel se quitó con parsimonia uno de los guantes, cogió una pluma y comenzó a firmar varias copias del documento de capitulación.

Los fotógrafos y corresponsales se amontonaron alrededor, incluso subiéndose a las mesas, para registrar mejor la escena. Un fotógrafo ruso trató de abrirse paso entre los demás y alguien le pegó un puñetazo, haciéndole caer hacia atrás.

Tedder miró a los alemanes, y con su voz aguda inquirió:

– ¿Comprenden el significado de las cláusulas que acaban de firmar?

Von Keitel asintió, se puso de pie rápidamente, y tras saludar con su bastón de mariscal, salió de la estancia, siempre con el mentón orgullosamente levantado.

En Flensburg, el sucesor de Hitler, grossadmiral Karl Doenitz, se hallaba sentado ante un escritorio, terminando su alocución de despedida a los militares del Reich.

«Camaradas… Acabamos de retroceder un millar de años. La tierra que fue germana durante mil años, ahora ha caído en poder de los rusos. En consecuencia, la línea política que debemos seguir es muy sencilla. Resulta evidente que tenemos que unirnos a las Potencias Occidentales y trabajar en los territorios ocupados del Oeste, ya que sólo colaborando con ellos tendremos esperanza de llegar a recuperar algún día nuestra tierra de los rusos…

»A pesar del total hundimiento alemán, nuestro pueblo se halla en una situación distinta a la de Alemania en 1918, ya que no está aún fraccionado ideológicamente. Tanto si deseamos crear otro Nacional Socialismo, como si nos conformamos con el género de vida que nos imponga el enemigo, debemos asegurarnos de que la unidad que nos proporcionó el Nacional Socialismo se mantiene en todas las circunstancias.

»El sino personal de cada uno de nosotros es todavía incierto. Esto, sin embargo, carece de importancia. Lo que realmente interesa es que mantengamos entre nosotros la camaradería que se estableció durante los bombardeos de nuestro país. Sólo con esta unidad será posible dominar las crecientes dificultades del futuro y sólo de ese modo podremos asegurarnos de que el pueblo alemán no morirá nunca…»

Pero estas palabras no trasuntaban fielmente los pensamientos que abrumaban a Doenitz desde que Jodl regresó de Reims con un ejemplar del periódico americano Stars and Stripes, en el que aparecían fotografías de Buchenwald. Al principio Doenitz se negó a creer que tales hechos habían ocurrido, pero cuando se hizo palpable la verdad, tuvo que enfrentarse con la evidencia insoslayable de que el horror de los campos de concentración no era un simple recurso propagandístico de los Aliados.

Estas revelaciones conmovieron hasta el fondo la fe de nacional socialista de Doenitz, que preguntó si las realizaciones de Hitler no habrían sido conseguidas a un precio estremecedor, como el de sus dos hijos, que habían muerto por el Führer en el campo de batalla.

Como muchos otros alemanes, Doenitz estaba empezando a darse cuenta de los peligros que entrañaba el führerprinzip, o principio de la dictadura. Tal vez la naturaleza humana era incapaz de emplear el poder que emanaba de la dictadura, sin sucumbir a las tentaciones del abuso de la fuerza.

Cuando hubo concluido el discurso dirigido a los oficiales, el almirante se sintió abrumado por las dudas. Volvió a leerlo brevemente, dobló el papel con lentitud, y luego lo introdujo en un cajón, que cerró cuidadosamente con llave.


  1. <a l:href="#_ftnref56">[56]</a> Varias semanas antes, en una de sus "conversaciones privadas", Hitler había admitido ante sus íntimos que su "inquebrantable amistad" con Mussolini era seguramente un error. "En realidad es evidente que nuestra alianza ha sido más beneficiosa para nuestros aliados que para nosotros… Si a pesar de los esfuerzos que realizamos, no conseguimos ganar la guerra, la alianza italiana habrá contribuido a nuestra derrota. El mayor servicio que Italia podía habernos prestado era mantenerse al margen del conflicto." Hitler aseguró que aún mantenía su "sentimiento instintivo de amistad" hacia los italianos. "Pero debo culparme por no haber escuchado la voz de la cordura que me exhortaba a mostrarme implacable, en mis relaciones con Italia."

  2. <a l:href="#_ftnref57">[57]</a> Tal vez Hitler estaba procurando desorientar a Wolff. De decir la verdad, sus palabras indicarían que había enviado secretamente a Hess a Inglaterra, y que habría reclamado para sí el mérito de haber tenido éxito las negociaciones.

  3. <a l:href="#_ftnref58">[58]</a> Unas horas antes Himmler había llamado por teléfono a Wolff, ordenándole que no realizase más viajes a Suiza, y añadiendo amenazadoramente que iba a trasladar a la familia del general desde la zona italiana del Brenero hasta el Tirol, "para su propia seguridad"

  4. <a l:href="#_ftnref59">[59]</a> Según parece, Stalin se enteró de este cambio repentino de la política aliada antes incluso que Dulles. El día anterior Churchill había enviado a Stalin el siguiente telegrama:"Los enviados alemanes, con los que quedó roto todo contacto hace unos días, por nuestra parte, han llegado de nuevo al lago de Lucerna. Aseguran tener plenos poderes para rendir el ejército de Italia. El mariscal de campo Alexander tiene permiso para hacer que estos enviados se presenten en el cuartel general aliado en Italia… Le rogamos que envíe representantes rusos inmediatamente al cuartel general del mariscal de campo Alexander. El mariscal tiene libertad para aceptar la rendición incondicional de las cuantiosas tropas enemigas de este frente, pero el aspecto político queda exclusivamente reservado a los tres gobiernos…"Hemos derramado mucha sangre en Italia, y la captura de los ejércitos germanos situados al sur de los Alpes es una recompensa grata a la nación británica, con la que Estados Unidos han compartido luchas y peligros…"

  5. <a l:href="#_ftnref60">[60]</a> Juicio que entabló Mussolini contra los compatriotas que le hicieron detener durante el golpe de Estado de 25 de julio de 1943.

  6. <a l:href="#_ftnref61">[61]</a> En español en el original. (Nota del traductor.)

  7. <a l:href="#_ftnref62">[62]</a> Trevor-Roper declara que Lorenz entregó el despacho a través del ayuda de cámara de Hitler, Heinz Linge, y que el Führer se puso "blanco de indignación". La versión antedicha proviene de Boigs, el cual se halla en la actualidad trabajando para el ejército americano en Berchtesgaden.

  8. <a l:href="#_ftnref63">[63]</a> Los dos últimos días de Fegelein aún aparecen envueltos en el misterio. Se cree que cuando le detuvieron en su casa, llamó por teléfono a Eva Braun, pidiéndole que intercediese ante Hitler, y que ella se negó, indignada. Otto Günsche declara categóricamente que no hubo tal conversación telefónica, pues controló todas las llamadas. Por otra parte, dice Günsche, Eva fue a verle llorando en la noche del 28 de abril, e insistió en que el "querido Hermann" no podía haber traicionado al Führer.Kempka afirma que el SS brigadeführer (general de brigada) Johann Rattenhuber, que mandaba la policía encargada de cuidar al Führer, declaró que Fegelein no fue hallado en su casa, sino oculto en una carbonera del piso superior del bunker. Fegelein llevaba en esa ocasión un gran chaquetón de cuero, zapatillas, gorra y bufanda. En una cartera tenía documentos con detalles de las negociaciones de Himmler con Bernadotte.

  9. <a l:href="#_ftnref64">[64]</a> Cuando se le habló de esto, Skorzeny contestó sarcásticamente: "Resulta absurdo pensar que esos miembros de las SS fueran a luchar contra mí."

  10. <a l:href="#_ftnref65">[65]</a> Doenitz creyó que Hitler había muerto en un bombardeo. No hace mucho dijo: "Me alegro de no haber sabido entonces que se había suicidado, pues en tal caso se lo hubiera dicho al pueblo, y muchos soldados habrían depuesto inmediatamente las armas."

  11. <a l:href="#_ftnref66">[66]</a> Pero Werner Naumann sobrevivió. El, Bormann y otros cuatro se encaminaron hacia la estación de Lerter, donde se separaron. Arthur Axmann, jefe de las Juventudes Hitlerianas, asegura haber visto el cadáver de Bormann en horas avanzadas de la noche, pero es un testimonio sin comprobación. Un buen porcentaje de los que huyeron del bunker salieron con vida. De todos los dirigentes nazis, Martin Bormann es el que tenía más posibilidades de escapar, porque hasta en la misma Alemania su rostro era conocido sólo por unos pocos. Era un hombre reservado, y bien pudo haber huido en el anonimato. Una autorizada fuente de las SS ha testimoniado recientemente que Bormann ha sido visto en Sudamérica. Si alguno de los jerarcas nazis escapó con vida, ése fue sin duda Bormann. Este era un superviviente nato.

  12. <a l:href="#_ftnref67">[67]</a> El 9 de mayo, Weidling, Dufving, cinco generales, tres coroneles y un soldado fueron llevados en avión a Moscú. El soldado era un vendedor de tabaco de Postdam, que se llamaba Truman. Después de su captura le preguntaron si era pariente del presidente Truman y contestó que bien podía serlo, ya que un tío abuelo suyo había emigrado a Estados Unidos. Se colocó a Truman bajo fuerte vigilancia.En Moscú, Truman compartió una celda con Dufving. Un día, después de numerosos interrogatorios del NKVD, el soldado dijo a Dufving: "El comisario acaba de decirme que no estoy emparentado con el presidente de Estados Unidos, y que debo decírselo a todo el mundo." Tres meses más tarde le hicieron salir de la celda, y Dufving no volvió a verle más.Dufving fue devuelto por fin a Alemania Occidental en 1955, pero Weidling murió en una prisión rusa en noviembre de ese mismo año.

  13. <a l:href="#_ftnref68">[68]</a> Al día siguiente, un comandante alemán comunicó por radio a su general de división, Ernst von Jungenfeld, que había visto a un capitán americano al mando de veinte tanques, en una intersección de carreteras situada diez kilómetros al este de Parchim.…Nosotros, los jefes de tanques, con cuarenta buenos carros de asalto -decía el mensaje-, solicitamos que ordene personalmente un ataque contra el Este, que deberá empezar el 4 de mayo. Creemos que con la muerte de Hitler, éste es el momento de aniquilar por completo a los rusos, y con ellos al comunismo. Por consiguiente, pedimos y esperamos dé usted una orden de ataque contra el Este. Estamos convencidos de que derrotaremos a los rusos y les haremos retroceder, y de que nuestro ejemplo será seguido inmediatamente por otros camaradas.Jungenfeld llamó por radio inmediatamente al cuartel general americano para que le dieran informes e instrucciones sobre el ataque conjunto, pero como no pudo establecer contacto, se negó a dar la orden por iniciativa propia.

  14. <a l:href="#_ftnref69">[69]</a> El 17 de septiembre de 1944, el Gobierno holandés en el exilio lanzó una orden de huelga general de ferrocarriles. Como represalia, los alemanes prohibieron todo suministro de alimentos al Oeste de Holanda hasta fines de octubre y confiscaron todos los medios de transporte. El número de calorías ingeridas por persona descendió a 450, y la gente comenzó a morir de hambre en noviembre. A comienzos de abril de 1945, los alemanes dijeron que permitirían a los Aliados el envío de alimentos a la zona ocupada, bajo ciertas condiciones. Por fin se llegó a un acuerdo entre el doctor Artur Seyss-Inquart, Reichskomissar de Holanda, y el jefe del Estado Mayor de Eisenhower, Bedell Smith. El 29 de abril, 253 aviones del Comando de Bombardeo lanzaron más de medio millón de raciones en las cercanías de Rotterdam y La Haya. Hacia el 8 de mayo se habían lanzado ya más de once millones de raciones británicas y americanas.

  15. <a l:href="#_ftnref70">[70]</a> Tres días después, el 9 de mayo, el Departamento de Estado comunicó por radio a Winant que el Departamento de Guerra aún no tenía idea de por qué la versión acordada por los Tres Grandes no se había firmado en Reims, y añadió que nada sabía del documento de Smith.

  16. <a l:href="#_ftnref71">[71]</a> El día anterior Eisenhower había vuelto a considerar su decisión de no tornar Praga, tal vez por la continua insistencia de Churchill y Grew. Pero solicitó permiso final, para tomar la capital checa, de los mismos rusos. Llamó por radio al general Deane, que estaba en Moscú, para que dijese al general Alexei Antonov, jefe de Estado Mayor del Ejército Rojo, que las tropas americanas estaban ya en condiciones de avanzar hasta el río Moldava.La reacción de Antonov fue inmediata y previsible. Pidió a Eisenhower que no se moviese de Pilsen, a fin de evitar "una posible confusión de fuerzas". Afirmó que a petición de Eisenhower había detenido su avance en el norte de Alemania, y que esperaba que el comandante supremo, como compensación, cumpliría los deseos de los soviéticos.

  17. <a l:href="#_ftnref72">[72]</a> Kaltenbrunner fue ahorcado después de los juicios de Nuremberg. Eichmann se marchó a las montañas, pero en lugar de luchar se rindió pacíficamente a una unidad americana, dando el nombre de cabo Barth, de la Luftwaffe. En el campamento de prisioneros se ascendió él mismo a teniente de las SS, y adoptó el nombre de Otto Eckmann. En 1946 escapó sin dificultades y se trasladó en avión a Sudamérica, donde catorce años después le capturaron unos agentes israelitas en Buenos Aires y le llevaron escondido a Jerusalén, donde fue juzgado y ejecutado.

  18. <a l:href="#_ftnref73">[73]</a> Tervoben se suicidó más tarde. Quisling trató de huir, pero fue capturado.

  19. <a l:href="#_ftnref74">[74]</a> El doctor Otakar Machotka, miembro del Consejo Revolucionario Nacional Checo, niega que los vlasovitas hubieran sido despedidos por los checos.

  20. <a l:href="#_ftnref75">[75]</a> De los cincuenta mil vlasovitas, aproximadamente la mitad escapó a través de las líneas angloamericanas. El resto fue apresado por el Ejército Rojo, y los que no se suicidaron fueron llevados prisioneros a la Unión Soviética. Vlasov, junto con Bunyachenko y otros ocho jefes, fue juzgado por "espionaje, desviacionismo y actividades terroristas contra la Unión Soviética ". Una junta militar anunció que todos los acusados admitieron su culpabilidad y fueron ahorcados.En Yalta, Churchill y Roosevelt convinieron en devolver a los ciudadanos soviéticos que se hallaban en sus respectivas zonas de ocupación, y la mayor parte de los que huyeron al Oeste fueron entregados a los rusos, a veces empleando la fuerza sus guardianes angloamericanos. En Lienz, Austria, un grupo de cosacos se negó a entrar en los camiones donde pretendían evacuarlos. Formaron un círculo alrededor de sus familias y lucharon sin armas contra las tropas británicas. Al menos unos sesenta fueron muertos por los soldados ingleses, mientras que otros se lanzaban al río Drava, para morir ahogados, antes de que los llevasen de vuelta a la Unión Soviética.

  21. <a l:href="#_ftnref76">[76]</a> Cuando llegó al Tirol no había Alpenfestung, y la guerra había concluido. Una semana después Schoerner se rindió a los americanos, y fue enviado a la Unión Soviética, donde le juzgaron y condenaron a veinticinco años de prisión. Mientras se hallaba en Rusia, su jefe de Estado Mayor, general Oldwig von Natzmer, le acusó de abandonar a sus hombres. Cuando Schoerner regresó a Munich, nueve años más tarde, se encontró con que era un ejemplo de cobardía para muchos alemanes. De nuevo le juzgaron por otros cargos, esta vez por el Gobierno de Alemania Occidental. Un grupo de oficiales se ofrecieron voluntariamente para informar que Schoerner no se había trasladado al Tirol para salvar la vida, sino para asumir el mando del Alpenfestung.

  22. <a l:href="#_ftnref77">[77]</a> Stalin, en realidad, aún estaba disconforme con un anuncio tan prematuro, y declaró sus razones en un mensaje que envió a Truman.…El comando supremo del Ejército Rojo no está seguro de que la orden del alto mando alemán, de rendición incondicional, será obedecida por las tropas alemanas del frente oriental, Por lo tanto, tememos que si el Gobierno de la U.R.S.S. anuncia hoy la capitulación de Alemania, podamos vernos en una posición incómoda, creando confusiones en el pueblo soviético. Se sabe que la resistencia alemana en el frente oriental no disminuye, y a juzgar por mensajes de radio que se han interceptado, una cantidad considerable de tropas alemanas han declarado explícitamente su intención de proseguir la resistencia, desobedeciendo las órdenes de rendición dadas por Doenitz. Por este motivo, el mando de las tropas soviéticas desearía que se esperase hasta que la capitulación alemana entre en vigor, y que se postergue el anuncio de la rendición hasta el 9 de mayo a las siete de la tarde, hora de Moscú.

  23. <a l:href="#_ftnref78">[78]</a> Mientras Churchill y Truman estaban hablando, la radio soviética transmitía un cuento de dos conejos y un pájaro, en "La hora del niño". Stalin estaba decidido a no hacer el anuncio hasta el día siguiente.

  24. <a l:href="#_ftnref79">[79]</a> De Gaulle, por su parte, había sido tratado consideradamente por Churchill y Roosevelt. Para no caer en el ridículo, se negaron a dejarle asistir a Yalta, y no le dijeron nada sobre los resultados hasta que todo hubo terminado. La mayoría de los americanos se sintieron irritados cuando los franceses se mostraron renuentes a evacuar Stuttgart después de su conquista. Truman manifestó por radio a De Gaulle que estaba "asombrado ante la actitud de su Gobierno en este asunto, y por sus evidentes consecuencias, y amenazó con una modificación total del mando, si el ejército francés cumplía «los deseos políticos de su Gobierno».El norteamericano que más relacionado estuvo con el asunto, general Jacob L. Devers, comandante del 6.° Grupo de Ejército, dijo recientemente que el asunto de Stuttgart fue desorbitado por sus propios compatriotas. "El problema era absurdo. No existía tal problema", afirmó. El propio Devers simpatizó siempre con las aspiraciones francesas y mucho de ello se debió a un coronel de sus tropas, Henry Cabot Lodge, que hablaba el francés a la perfección.

  25. <a l:href="#_ftnref80">[80]</a> Quince días después Friedeburg se suicidó.