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Primer libro de David Tewp

BIENVENIDO A LAS INDIAS

¿Qué día fue exactamente? Creo que el tampón de mi cartilla militar indica algo así como el 13 o el 14 de septiembre de 1936. En torno a esta fecha llegué a las Indias. Evidentemente, enseguida quedé maravillado. Yo no había abandonado Brighton hasta los diecinueve años cumplidos, para ir a estudiar Derecho a Londres, y creo que antes no había pasado ni una sola noche fuera de la casa de mis padres. Siempre había llevado una vida tranquila, tan parca en expectativas como en impaciencias, la vida corriente de un joven inglés de clase media. Sin auténticos problemas. Sin verdaderas ambiciones. Lo que me ocurrió fue sólo fruto del azar. Fue el destino el que lo dispuso todo. No yo.

En Londres había conocido a un profesor, un abogado que había optado por dejar su gabinete privado para ejercer la docencia en la universidad. Este hombre ayudaba a los estudiantes de provincias sin relaciones a introducirse en los ambientes cerrados de la política o los negocios. Les abría puertas. Él lo describía como «hacer entrar el viento en la casa», y pensaba que Inglaterra se hundía por no haber renovado suficientemente a sus élites. Echar una mano a algunos provincianos sin recursos constituía, creo, su particular modo de ser patriota. Ni siquiera después de todos estos años he llegado a saber si su conducta era fruto de un altruismo auténtico o si le animaban otras esperanzas. En cualquier caso, gracias a él entré en el MI6, el servicio de información británico en ultramar.

Puede parecer extraño que mi trayectoria me llevara a colaborar con el ejército y a integrarme en su estructura más opaca, habitualmente conocida como la Firma; pero nosotros vivíamos la preparación de la tormenta, y eran muy pocos los que no percibían la inminencia de la catástrofe. En Europa, Hitler y Mussolini nos preocupaban tanto como la creciente influencia de los rusos. El Imperio vivía de las rentas de su gloria pasada. La impostura no podría mantenerse mucho tiempo. Porque, aunque me cueste admitirlo, la potencia real de nuestra nación ha descansado siempre únicamente en la debilidad de la de los otros. El milagro inglés no es Shakespeare ni Adam Smith o Disraeli. Desde Isabel, el milagro inglés tiene su fundamento en la ceguera y la dispersión de los continentales.

Nuestra auténtica preocupación en esa época, a mediados de los años treinta, era la situación en las colonias. Y entre ellas, la India despertaba una particular inquietud. En esos años ya hacía tiempo que Gandhi daba que hablar, y el Congreso, su movimiento, se hacía cada día más popular; pero no era de ahí de donde esperábamos recibir un golpe mortal. Muchos oficiales británicos veían a Gandhi como un oportunista, un charlatán ambicioso que se vestía con andrajos para suscitar piedad e imponer respeto, y algunos sostenían incluso que no era sino un títere manipulado por nuestro propio gobierno. Tuvieran o no razón, el caso es que no era a él, con sus ayunos y jeremiadas, a quien temíamos, sino a gentes mucho más activas sobre las que no teníamos ningún control.

Estas gentes, enemigas feroces de los británicos, detestaban nuestra presencia, nuestras leyes, nuestros valores, nuestra religión… Y, por encima de todo, detestaban nuestros mitos. El progreso no les interesaba. Despreciaban la riqueza material; no aspiraban a nuestros honores, títulos, diplomas. No les seducían los beneficios de nuestro igualitarismo, de nuestro humanismo… Eran los verdaderos nacionalistas hindúes. Ellos eran nuestros enemigos. Y no es que desearan nuestra muerte, no. No creo que fueran unos fanáticos. Sencillamente, querían nuestra marcha. Ambicionaban devolver a la India su verdadero rostro, bañarla de nuevo en sus aguas ancestrales y sacarla de lo que nosotros, occidentales, llamábamos modernidad y ellos Maya, ilusión. Y a diferencia de Gandhi, estos hombres estaban dispuestos a emplear la violencia no sólo para expulsar a los británicos, sino también para luchar contra los separatistas musulmanes que sólo soñaban en la partición. No temían el combate cara a cara. Metódicamente, estratégicamente, se preparaban para él.

Unos años antes de la guerra ya éramos conscientes de todo esto. Pero aún no se habían declarado las hostilidades. La herida empezaba a supurar sin estar abierta. Londres esperaba cauterizarla arrestando a los cabecillas al primer paso en falso. Ésta era una de las razones de mi venida a las Indias. Oficialmente, debía asegurarme de que las actuaciones del MI6 se ciñeran a la jurisdicción británica. Los ministros tories, siempre tan moralistas y formalistas, habían convertido en una cuestión de honor el respeto más meticuloso del derecho en todo el Imperio. En la hora del peligro, y dado que pretendíamos hacer pasar a nuestros enemigos de Europa por el diablo, era vital que nosotros mismos apareciéramos como el perfecto ejemplo de una sociedad justa que respetaba plenamente las divergencias que se manifestaban en su seno.

Los coloniales, por su parte, sabían ya que el edificio imperial se resquebrajaba sin remedio. Las redes nacionalistas ya se habían infiltrado ampliamente en la base de nuestro poder en las Indias, el ejército. La mayoría de los suboficiales nativos habían tomado conciencia de que Inglaterra sería incapaz de soportar de nuevo una guerra en Europa y mantener al mismo tiempo la paz en sus colonias. Todo el país se estremecía, vibraba con la espera. Lo percibí nada más llegar a Calcuta: una tensión que precedía a la tormenta, una condensación de ozono y electricidad que crepitaba en torno a nosotros y que una simple chispa podía hacer estallar… El coronel Hardens, mi superior directo, también era muy consciente de esta situación.

– Como es natural, nunca se lo confesarán oficialmente, Tewp, pero todos sabemos que tendremos que abandonar estas tierras en un plazo de diez o quince años. Ya no somos bienvenidos en este país. Los hindúes quieren volver a ser dueños de la situación, y no deberíamos reprochárselo. Después de todo, ésta es su casa, ¿no?

Pero también debe saber que nuestro problema aquí, en el MI6, no es evitar lo inevitable. Ni siquiera retrasarlo. Nuestro verdadero problema se limita a que las cosas no se salgan de su cauce. Y, sobre todo, que nuestra retirada no se produzca en beneficio de otros… quiero decir, en beneficio de una potencia extranjera. ¿Sabe en quién estoy pensando?

– ¡En Rusia, evidentemente! -repliqué yo entonces de un modo ingenuo-. Nuestra política siempre ha sido alejarla de los mares cálidos.

– Rusia… Sí, claro. Pero hay otras potencias que podrían volverse temibles si se aliaran a la India. Pienso en Japón… Y pienso, sobre todo, ¡en Alemania! ¡Es la nación que posee las mejores bazas aquí, si le dejamos el campo libre!

Aún puedo ver el rostro de Hardens enrojeciendo súbitamente cuando mencionó a Alemania. Aquél era nuestro primer encuentro oficioso. Yo ya había asistido a algunas reuniones en su despacho, pero entonces sólo habíamos intercambiado algunos comentarios formales referidos exclusivamente a cuestiones banales del servicio. Esta vez, sin embargo, diez días después de mi llegada, a esa hora tan tardía y solos los dos, por primera vez, en el club de los oficiales, tuve la sensación de que quería mostrarme de golpe todas sus cartas.

– Sabe, Tewp, yo combatí a Alemania en las trincheras, de eso hace veinte años. Fue terrible. Sus soldados eran orgullosos, valientes, y no economizaban en absoluto sus fuerzas. Nos destripamos. Fue algo terrible y estúpido. Pero, en fin, así fueron las cosas… Y luego ganamos nosotros. De hecho, tal vez estaría más próximo a la verdad decir que jugamos a los vencedores; al no tomarnos el trabajo de llegar hasta Berlín, no hicimos nuestra tarea correctamente. Dejamos que su país se hundiera en una guerra interna cuando hubiéramos debido tener la fuerza necesaria para construir un régimen sólido, compatible con el nuestro. ¡Pero no! En lugar de eso, humillamos a esa gente en Versalles. Y ahora resulta que, con su nuevo canciller, quieren tomarse la revancha. Es humano. Y cuando un pueblo ya no tiene nada que perder, es que tampoco tiene ya nada que temer. Entonces se convierte en un enemigo mortal para unos pueblos tan bien alimentados, tan prosaicamente socialdemócratas como hemos llegado a ser nosotros y los franceses… ¡Si estalla una guerra con Alemania, no apostaría ni un céntimo por nuestro bando!

– Pero coronel, ¡esto no puede suceder! Y aunque ocurriera, esta vez tendríamos a los americanos con nosotros desde el principio -balbuceé sin reflexionar seriamente, como un escolar recitando una lección aprendida de memoria-. Los alemanes son conscientes de que Estados Unidos entrará en guerra en nuestro bando en el preciso instante en que se produzca el primer disparo de fusil en Europa. ¡Esta vez no se atreverán!

– Si realmente cree en lo que dice, Tewp, en el mejor de los casos es usted un ingenuo, y en el peor, un imbécil -gruñó Hardens-. Estados Unidos entró en guerra en 1917 junto a los aliados esencialmente para proteger sus inversiones, los créditos de guerra que nos habían concedido a nosotros, los británicos, y también a los franceses. Recuerdo muy bien ese año. El frente ruso se hundió, llevando a divisiones enteras de combatientes enemigos al frente oeste. En el Atlántico, los U-Boats llevaban la batuta y hundían todos los cargueros que trasladaban el oro europeo a los bancos americanos. En las trincheras de los valientes de 1914, las sublevaciones estaban a la orden del día… ¡En 1917, muchacho, esos tipos estaban muy cerca de darnos a todos sopas con honda! Y ya puede imaginarse que con una bandera con la cruz de Malta ondeando sobre la torre Eiffel y tal vez incluso sobre el palacio de Buckingham, era imposible que Washington recuperara nunca los fabulosos préstamos concedidos a Londres y París. ¡Piense un momento en la cara que debieron de poner los accionistas yanquis cuando oyeron que los Krauts iban a privarles de sus dividendos! El torpedeo del Lusitania y esas historias de alemanes fomentando un golpe de Estado en México les dieron un buen pretexto, ¡pero la clave del asunto no estaba ahí, sino en los corros de su Wall Street!

– Tal vez, mi coronel, pero aún me cuesta comprender qué tienen en común actualmente Alemania y la India… Una inmensidad les separa, sus culturas son radicalmente distintas… Y además, el Reich no es una verdadera potencia marítima. No controla los estrechos. ¡No tendría, como nosotros, la posibilidad de mantener vías comerciales entre el subcontinente y Europa! ¿Qué tenemos que temer de esta gente aquí?

– ¡Usted mira los mapas con ojos demasiado ingleses, Tewp! Deje de considerar los mares como rutas privilegiadas. Recuerde la Ruta de la Seda. Una buena organización de su red fluvial, con canales excavados aquí y allá y líneas ferroviarias establecidas en lugares estratégicos basta para articular sólidamente la Europa continental con Mesopotamia, e incluso con el valle del Indo. Con algunos regímenes fuertes que garanticen la estabilidad a lo largo de todo su recorrido, las vías terrestres son mucho más prácticas que las vías marítimas. Esta es nuestra pesadilla de insulares. ¿Qué sería de nosotros si el continente se federara orgánicamente en torno a una gran línea de comunicación que le enlazara con los recursos energéticos de Oriente Medio y las riquezas de la India? El mundo ya no nos necesitaría. Nos convertiríamos, para Europa, en lo que Islandia es para Escandinavia: una periferia inútil. ¡Nada más!

– Pero ¿dónde están los lazos objetivos entre Berlín y Delhi? -insistí.

– Estos lazos son bien reales, por desgracia. Si no me equivoco, hace una semana larga que está entre nosotros, ¿no es cierto? ¿Le es familiar ya el nombre de Subhas Chandra Bose?

– ¿Bose? Creo que un oficial del servicio ha redactado una ficha sobre él. Es un independentista. Pertenece al Congreso Nacional Indio de Gandhi, pero sólo es una figura marginal, un teórico aislado. No un cabecilla.

– ¡De ningún modo! ¡Se equivoca! No desestime la importancia de Bose. Su influencia no hace sino aumentar. Es un hijo espiritual de Tilak. Es decir que, a diferencia de Gandhi, Nehru o Patel, no es un adepto de la no violencia, sino todo lo contrario.

– ¿Tilak? -pregunté, sin atreverme a rechazar el sospechoso punto que Hardens me tendía.

– Un erudito. Especialista en los Vedas, muerto en los años veinte. Su prestigio es aún muy grande entre los intelectuales nacionalistas. Bose se inspira en su doctrina política y en su inclinación por la acción violenta. Ése es el personaje al que debemos vigilar de cerca ahora. A él, a sus lugartenientes y a los extranjeros que pululan en su entorno. No hablo de estos falsos diplomáticos del consulado general de Alemania en Calcuta, que no son más que unos informadores de tres al cuarto. No. Los que nos interesan realmente son los inclasificables, los francotiradores. A pesar de su origen civil, tiene usted rango de oficial a todos los efectos en este servicio, y yo ando escaso de personal activo. De modo que trabajará sobre el terreno. Vigilará a los contactos extranjeros de Bose. ¿Quiénes son? ¿Para quién trabajan? Eso es lo que quiero saber. El capitán Gillespie le dará los detalles mañana por la mañana. Ya está avisado. Hará su estreno con él. Es un hombre inteligente. Será un muy buen comienzo para usted…

Durante un instante me sentí incapaz de decir nada. Nunca me había planteado la posibilidad de pasar a primera línea. Abrumado y resignado, aplasté mi cigarro sin decir palabra y me despedí reglamentariamente de mi superior, con un nudo en el estómago. Ya había dado media vuelta cuando la potente voz de Hardens resonó a mi espalda.

– ¡Tewp, una última cosa!

– ¿Coronel?

– Creo que aún no he tenido ocasión de decírselo, y lo lamento… ¡Bienvenido a las Indias, teniente!

UN SUPERIOR Y DOS SUBORDINADOS

Me costó bastante conciliar el sueño en el curso de lo poco que quedaba de esa noche. La peculiar conversación que acababa de mantener con Hardens, y, sobre todo, la noticia de mi nuevo destino como oficial sobre el terreno, me habían puesto los nervios de punta. Me sentía irritable, culpaba al mundo entero de mi situación. En mi descargo, y para explicar estos arrebatos, tal vez deba decir que, desde el día en que entré por primera vez en el cuartel general de la Firma, en Londres, apenas había tenido un momento de tranquilidad. Fue el 19 de enero de 1936 -lo recuerdo mejor que la fecha de mi llegada a las Indias-, el mismo día en que los diarios habían anunciado la muerte de Rudyard Kipling.

Después de cumplimentar unas breves formalidades, me habían destinado a un trabajo de oficina al que sólo con cierta mala fe se hubiera podido aplicar el calificativo de estimulante. Sin embargo, durante algunos meses me sentí allí, si no feliz, al menos perfectamente tranquilo. En esa época estaba persuadido de que iba a permanecer en ese puesto durante un período bastante largo, y en consecuencia empecé a fabricarme una vida personal a mi medida: simple y discreta, instalado en un pequeño apartamento amueblado que me alquilaba una viuda carente de curiosidad pero no fría. Disfruté sin problemas de este remanso de paz hasta que llegó el día en que me comunicaron mi traslado a las Indias. Pese a mis reticencias, finalmente resolví embarcar en la fecha señalada en el Altair, un paquebote civil que cubría la ruta de Calcuta.

A bordo, el calor y el porcentaje de humedad se hicieron cada vez más agobiantes a medida que progresábamos en nuestro periplo:

Mediterráneo, Suez, mar Rojo, mar de Omán, golfo de Bengala… Aquella atmósfera asfixiante, cargada de humedad, alteró mi organismo de la forma más enojosa que pueda imaginarse, obligándolo a habituarse en el dolor a presiones y ritmos que no eran los suyos. Esto me provocó trastornos sumamente desagradables que me obligaron a guardar cama durante la mayor parte de la travesía. Apenas abandoné mi cabina en todo el viaje, y mataba los ratos de vigilia leyendo lo que había podido encontrar en la biblioteca del paquebote: Scott, Wordsworth, Maturin, y también Saki y Jéróme…

De todos modos, esta situación no me entristecía. Dejar que la brisa marina curtiera mi rostro, posar mi mirada en el lejano horizonte, sondear las olas con la mirada…, nada de esto me resultaba indispensable. Lo cierto es que incluso me aburría. Al contrario que muchos ingleses, nunca me he sentido particularmente atraído por el océano. Tendido en mi litera me contentaba, pues, con tener por todo paisaje las páginas de mis libros, y dejé tras de mí, sin haberlas visto, las costas yemenitas de la «Arabia Félix» y las sombras azuladas de los acantilados de Ceilán…

Una noche de septiembre, justo al final de la estación de las lluvias, arribamos al puerto de Calcuta. En el muelle, me esperaba el oficial cartógrafo John Hume Ross. El retorno del Altair a las islas Británicas significaba su regreso a la metrópoli después de cuatro años en las Indias, y esta perspectiva le tenía tan excitado como a un niño en vísperas de la Navidad. El hombre me mostró mis aposentos, una habitación en el quinto piso de un acuartelamiento reservado a los oficiales solteros de diversos cuerpos, y me inició sumariamente en las particularidades del servicio colonial:

– No hay nada bueno que decir de este lugar, Tewp. Tanto en verano como en invierno hace un calor asfixiante. Las arañas son todas venenosas y los paniques te arrancan cada noche la mosquitera para chuparte la sangre. ¡Los locales son ineficaces, y los colegas, pretenciosos! Por si fuera poco, el alcohol, los cigarrillos y las prostitutas de buena calidad tienen precios imposibles. Si quiere distraerse, sólo el opio es asequible… Espero que lo pase bien, Tewp. ¡Yo me vuelvo a «Pompeya»!

Ése fue todo el discurso de bienvenida que me ofrecieron. En realidad, nada que pudiera servir de consuelo a un novato. Sin embargo, mis primeros días de colonial transcurrieron agradablemente. En Calcuta me ocupaba en trabajos de oficina muy similares a los que había ejecutado en Londres, y la idea de que el azar me hubiera hecho atravesar medio mundo para reproducir de un modo casi idéntico mi vida de ratita inglesa anónima y silenciosa acabó por parecerme divertida. Hasta que Hardens se fijó en mí y me anunció mi traslado al servicio activo. Desde luego, aquello me sorprendió. Me trastornó, incluso. Tendido en mi cama, con los ojos clavados en el techo, no conseguí dormirme hasta el alba, con las manos empapadas de sudor y el vientre crispado por la acidez…

Las oficinas del MI6 de Calcuta eran, después de las de Londres, las más importantes del Imperio, y agrupaban a toda una serie de servicios que si bien se encontraban muy próximos apenas se mezclaban entre sí. Aquél era un cuerpo de múltiples cabezas que no estaba animado por ningún pensamiento coherente; muchos decían que eso era sólo el reflejo de la personalidad del almirante Hugh Quex Sinclair, el actual director general de los servicios secretos, quien por lo visto no tenía el carácter ni el carisma de «C», su predecesor, el muy añorado sir Mansfield Cumming. Los diferentes departamentos que componían el armazón de nuestro servicio se encontraban esparcidos al azar por una inmensa ciudad reservada que se extendía en las afueras, que, además de tener el mayor hospital militar del subcontinente, albergaba a un regimiento de artillería, otro de infantería indígena, destacamentos variados procedentes de diversas colonias y algunos pequeños cuerpos aislados, como la policía militar o unidades motorizadas y de ingenieros. Más apartados, en las proximidades de un terreno baldío, unos monstruosos hangares de chapa constantemente sobrecalentados rebosaban de armas, municiones y carburantes. A cambio del derecho a recuperar los restos de la cantina, unos chiquillos medio desnudos se acercaban cada día hacia el mediodía a regar, y de ese modo bajar unos grados simbólicos la temperatura interna de los arsenales. Los tres bloques administrativos que regían el conjunto de la vida del campamento habían sido colocados a gran distancia unos de otros, de forma aleatoria y sin preocuparse en absoluto por la eficacia, ya que era extraño que un mismo servicio tuviera todas sus oficinas en el mismo edificio. Por desgracia, la Firma no constituía una excepción a la regla. Hardens y su secretariado estaban instalados en un gran edificio de cinco plantas, conocido familiarmente con el nombre de Grandes Apartamentos, con muchas similitudes con todos los estados mayores; pero el departamento de cifrado y los archivos se encontraban en otra construcción muy alejada, La Toldilla, mientras que mis iguales, los oficiales subalternos, tenían sus oficinas en un tercer acuartelamiento, geográficamente situado en la zona opuesta a los dos primeros. Se había bautizado familiarmente a este bloque con el nombre de Tonel de Nelson, sin duda por su arquitectura vagamente circular, que había debido recordar a alguien la anécdota del retorno del cuerpo del almirante a Londres después de que hubiera recibido una bala francesa en Trafalgar: para evitar la descomposición del cadáver, los marinos decidieron sumergir el cuerpo del lord en lo más hondo de un barril de ron.

En este edificio, en el primer piso de un antiguo palacio de maharajá hábilmente reconvertido en establecimiento militar, mitad cuartel, mitad oficina, se encontraba instalado con sus subalternos el capitán Odet Gillespie. Este ocupaba, con sus dos primeros subordinados, los asistentes Francis Edmonds y Marcus Mog, una inmensa habitación de trabajo que hubiera podido contener, en condiciones aún muy aceptables, a cinco o seis personas más. Era un local tranquilo y fresco, de techo alto, con hermosos frisos morunos adornados con estucados y molduras. Fijados a las cuatro anchas ventanas, unos paneles de madera con calados tamizaban la luz cruda del exterior y sombreaban agradablemente la habitación. La sala tenía vistas a un pequeño parque a la inglesa, con ondulaciones arboladas y parterres mantenidos por jardineros indígenas, que actuaban bajo la inflexible dirección de un ex botánico de los invernaderos reales. Había cierto carácter monástico en ese paisaje. Una dulzura, una compunción, que contrastaba con la atmósfera general del campamento, evidentemente más ruda, más acorde con la naturaleza militar del lugar. Gillespie, sin embargo, no tenía nada de bondadoso padre abad. El capitán era un hombre bastante brusco, rayando en la descortesía, frío en todo caso, que debía de tener una decena de años más que yo, treinta y cinco o treinta y ocho a lo sumo. Era bastante alto, y prestaba especial atención a mantenerse siempre muy erguido, casi rígido. En su rostro de rasgos finos, con una nariz estrecha y un poco larga, pómulos altos y hermosos dientes blancos, unos ojos marrón claro y una barbita puntiaguda de color miel le conferían un aire de fauno atormentado, seco y nervioso, poco habituado a bromear.

– La información no es un asunto de hombres civilizados, Tewp. ¡No, decididamente no es una materia propia de espíritus refinados! Tendrá que acostumbrarse a eso. Lo que espero de usted es personalidad, iniciativa, entrega, y que mantenga la cabeza sobre los hombros en cualquier circunstancia. ¿Me explico o es usted lento de entendederas?

– No. Creo que le comprendo, capitán.

– ¿Lo cree? Lo celebro, porque odio repetirme. Ahora le presentaré a los asistentes Mog y Edmonds. Trabajará con ellos, y dado que usted tiene un rango superior, se encontrarán en parte bajo sus órdenes. Creo conveniente advertirle de que están al corriente de su llegada y de que no parece que esto les haya agradado demasiado. Por mi parte, estimo natural su reacción. Deberá ganarse el respeto de sus subordinados y ésta será una parte importante de su buena implantación entre nosotros. ¿Le ha hablado el coronel Hardens del personaje que ocupa nuestros pensamientos en este momento?

– Chandra Bose, mi capitán -dije bajando inconscientemente el tono, como si en las paredes afloraran por todas partes orejas indiscretas, pendientes de nuestra conversación.

– Bose, sí… Todo un personaje… Un tipo inteligente. Muy inteligente, sin duda. Sabe lo que quiere y no teme hacerse detestar.

¡No le predigo una muerte de patriarca, eso está bien claro! Pero aún no hemos llegado a este punto… Algunos de nuestros colegas le vigilan de forma muy especial pero, por el momento, no considero útil que conozca su identidad. Operan a cubierto, sabe…

– Desde luego -dije tratando de adoptar el tono de un perro viejo del Servicio de Inteligencia, aunque en cierto modo ofendido por esa falta de confianza.

– Aquí no nos ocupamos directamente de Bose, sino de las personas de su entorno. Y entre ellas, voy a asignarle un caso periférico pero tal vez bastante interesante… Creo que Hardens ya le ha informado de que algunos extranjeros rondan en torno a él…

– En efecto, mi capitán. Mencionó a una griega y un italiano.

– Sí. Disponemos de expedientes bien nutridos sobre ellos. Incompletos, es cierto, pero sabemos más o menos de dónde obtienen sus recursos y cuáles son sus ocupaciones. La griega es una exaltada y el italiano está medio senil. No hay mucho que temer por este lado. Sin embargo, una figura nueva acaba de hacer su aparición. Se trata de una austríaca. Una mujer joven que, por lo que dicen, habla un inglés con un marcadísimo acento americano, lo que resulta curioso. Y también tiene un nombre peculiar… Todo lo que sabemos de ella por el momento se encuentra en este expediente…

Gillespie extrajo de un cajón de su escritorio una delgada carpeta de cartón, la deslizó ante mí y me animó con un gesto a cogerla. La abrí y hojeé las pocas páginas que contenía. Reconocí unos formularios de entrega de visado y de permiso de residencia temporal y una ficha de entrada en el territorio con fecha del 25 de agosto anterior. Esa joven había llegado a Calcuta apenas un mes antes que yo…

– Ostara Keller -recitó Gillespie mientras yo recorría el expediente con la mirada-. Nativa de Graz, en la Estiria austríaca, veintitrés años, periodista fotógrafa en Der Angriff, un periódico lanzado con un gran despliegue de medios por Goebbels hace nueve años que sería el equivalente del Times si su comité de dirección y una buena parte de sus redactores no poseyeran el carné del Partido Nacionalsocialista… Aún no sabemos si éste es asimismo el caso de la señorita Keller. Cabe suponer que sí, aunque no sea de nacionalidad alemana. ¡Después de todo, el tío Adolf es austríaco también y eso no le impide hacerse elegir por los Krauts! Sea como fuere, todos los papeles de la chica están en regla. Se aloja en el hotel Harnett y, desde su llegada, se ve con Bose con cierta regularidad, más o menos una vez por semana. Oficialmente realiza una serie de entrevistas con él. Lo hemos verificado, y, en efecto, Der Angriff publica actualmente crónicas consagradas a la India y a los principales personajes políticos nativos firmadas por ella. Pero sus artículos son cortos y no le deben ocupar todo su tiempo. ¿Qué hace aparte de eso? ¡Misterio! ¡Y esto es lo que usted va a descubrir, Tewp! Nos informará de ello, porque quiero que siga a esta joven. Día y noche. No la suelte antes de saber qué ha venido a hacer aquí en realidad. Sin excluir la posibilidad de que sea una simple periodista, evidentemente. ¿Algún comentario al respecto?

Así, por sorpresa, no me vino a la cabeza ninguna pregunta, y balbuceé un «no» indeciso que hizo que Gillespie me dirigiera una mirada torva en la que podía leerse una evidente desconfianza en la efectividad de mis capacidades profesionales. De todos modos, el capitán se esforzó en adoptar un aire tranquilizador.

– Bien. En este caso puede empezar por instalarse al abrigo de este biombo para estudiar el expediente con calma. Hay un despacho que le espera. En adelante, ésta será su casa. Celebraremos una reunión conjunta en cuanto lleguen Edmonds y Mog.

Me di la vuelta. En el rincón opuesto al que ocupaba Gillespie, distinguí un viejo biombo de laca negra adornado con unas figuras de vago estilo japonés esbozadas con trazos de oro. Detrás de él encontré una mesa de hierro con la superficie alabeada, una silla rudimentaria y un archivador de cortina cubierto de polvo. Me instalé y limpié por encima la mesa y la silla, pero tuve que batallar un buen rato para abrir el archivador, visiblemente deformado. Recogí de su interior un puñado de hojas de papel amarillentas, despejé con la mano la borra que se había acumulado en los compartimentos, y, una vez hecha la limpieza, concentré mi atención en el estudio del caso Keller.

Como me había advertido Gillespie, los datos que poseíamos sobre la mujer en cuestión eran escasos y consistían esencialmente en copias de documentos administrativos procedentes de los servicios de inmigración. Releí, esta vez atentamente, su ficha de entrada en el territorio: Ostara Keller, austríaca, nacida el 25 de octubre de 1913 del matrimonio formado por Althus Keller y Sabrina, nacida Ginter. Profesión: reportera fotográfica, 5 pies, 7 pulgadas [1], cabellos rubios, ojos verdes. Señales particulares: ninguna. Garante de moralidad: señor Von Salzmann, cónsul de Alemania en Calcuta… Sólo había una telefotografía Belin de mala calidad para ilustrar la descripción, una foto oscura, terriblemente borrosa, que no permitía hacerme una idea de la persona de la que iba a ocuparme. Aquello me disgustó, porque siempre he pensado que el físico dice mucho de una personalidad. Su forma de andar, el timbre de su voz, el porte de la cabeza, el modo de peinarse… Eso era lo que quería saber de Keller, más que su fecha de nacimiento o el nombre de sus padres. Había llegado a este punto en mis reflexiones cuando aparecieron Francis Edmonds y Marcus Mog, que no me causaron, de entrada, mejor impresión que Gillespie.

Edmonds era un coloso grueso y pesado que se movía despacio. Se le oía jadear continuamente, porque mantenía siempre la boca abierta para dar un máximo de aire a su gran cuerpo forrado de grasa. A su lado, Mog parecía tan delgado como una hoja de papel. Y también su piel tenía el color del papel. Yo no sabía si la preservaba deliberadamente de toda exposición al sol o si esta peculiaridad se debía a alguna deficiencia; pero lo cierto era que le daba un aire de cadáver francamente penoso. Después de unas presentaciones reducidas a su más simple expresión, los tres cogimos una silla y nos sentamos en torno al escritorio del capitán, que inició sin más ceremonias un nuevo briefing.

– Señores, no perderé el tiempo en preámbulos. Dado que el coronel Hardens ha expresado claramente ese deseo, usted, teniente Tewp, asumirá en parte las riendas del expediente Keller. Mog y Edmonds le asistirán sobre el terreno. Su primera tarea consistirá en seguir a esta joven durante los próximos días. Luego seleccionaremos las informaciones que haya recogido y a continuación reflexionaremos sobre el modo de proceder según el resultado de la pesca. No tengo consignas particulares que darle, porque no creo que esta operación nos reserve ninguna sorpresa desagradable… Ahora le toca a usted decidir. Díganos cómo piensa enfocar el asunto…

Todas las miradas se posaron en mí. Tres pares de ojos militares que esperaban que les deslumbrara. Balbuceé:

– ¿Que cómo pienso enfocarlo, capitán? ¿En qué sentido?

– ¡Mog y Edmonds esperan sus órdenes, amigo mío! Supongo que sabrá qué tareas quiere encomendarles.

Hasta ese instante no comprendí en su justa medida lo absurdo de la situación en que me encontraba: convertido en oficial por convención y prescindiendo de los procedimientos habituales, en agente del MI6 a través de manipulaciones y decretos, en colonial por azar y no por necesidad, ya hacía tiempo que yo no era dueño de mí mismo en ningún aspecto. Como un títere manipulado por un artista torpe, debía dibujar figuras para las que mi morfología no estaba hecha, ejecutar números para los que no estaba preparado, cumplir misiones de las que no sabía nada, y, sobre todo, y muy especialmente, hacer que me obedecieran hombres que no sólo tenían mucha más experiencia que yo, sino que además se habían ganado sus galones honestamente con el sudor de su frente. Hubiera debido actuar con franqueza ante Gillespie y confesarle que no me sentía a la altura de lo que me pedía. Durante un instante, se desató una lucha en mi interior. No la de un bien contra un mal, la de un ángel contra un demonio, sino más bien un combate entre dos tentaciones igualmente condenables: la facilidad de la renuncia contra el vértigo de lo desconocido. Así, sentado al borde del abismo, observé cómo se enfrentaban estos dos diablos. Y luego, de pronto, uno de ellos, no sé por qué, se impuso definitivamente al otro. Pasando sin solución de continuidad del silencio a la elocuencia, me puse a hablar.

– Sí, capitán, sé lo que tenemos que hacer -dije, imbuido de un ardor insólito en mí-. Propongo que actuemos en torno a dos ejes. El primero es un simple seguimiento, en el que intervendrán básicamente nuestros intermediarios locales. Lo organizaremos de manera sistemática a partir de mañana. El segundo eje es… El segundo eje consiste en… en… En fin, el segundo eje…

La inspiración se agotó de repente. Sin ninguna idea acerca de lo que podía ser este segundo eje que prometía entre un gran despliegue de miradas al cielo y ademanes excitados, no tuve más remedio que dejar la frase en suspenso. Al ver que me limitaba a improvisar y que no hacía más que bracear en el aire, Gillespie se irritó.

– Ya hemos comprendido que existe un segundo eje, Tewp. Ahora que estamos suficientemente preparados para recibir esta idea, revélenos en qué consiste, si es tan amable…

Me sonrojé. Ya no sabía qué decir. Las palabras salieron mecánicamente de mi boca.

– Bien, el segundo eje es evidente… el registro puro y simple de la habitación de la señorita Keller. De hecho creo que podemos empezar por ahí y concentrarnos en este problema desde ahora mismo… ¡Eso es todo!

Mis pulmones, comprimidos por el nerviosismo, liberaron al final de mi discurso un inacabable hilo de aire que los despejó de golpe. Encantado con mi pequeña hazaña, me incliné hacia atrás, crucé muy ufano los brazos sobre el pecho y dirigí una mirada de satisfacción a mi alrededor, seguro de haber respondido con brillantez a las esperanzas de Gillespie. Pero, en lugar de relajarse, los tres rostros que me rodeaban adoptaron una expresión más hosca si cabe. ¿Qué había dicho que fuera tan incongruente? Después de unos segundos interminables, Gillespie rompió el silencio.

– Ha hablado usted de intermediarios locales que intervendrían en el curso de su… primer eje. ¿En quién está pensando exactamente?

La pregunta me sorprendió.

– Bien, tenemos confidentes entre la población, ¿no? Como la policía tiene los suyos… Vamos… supongo…

Los tres hombres se miraron, y luego Mog bajó los ojos con aire afligido, mientras Edmonds no se esforzaba en disimular sus ganas de reír. Gillespie replicó:

– Supone usted mal, Tewp. Ya hace tiempo que no colaboramos con los nativos de por aquí. O mejor dicho, son ellos los que ya no colaboran con nosotros. Los artesanos, los niños de la calle, los criados, los conductores de rickshaw…, todos los desarrapados locales están encantados de poder ganarse unas rupias ofreciendo sus servicios a otros y perjudicando a Inglaterra. Todos estos adoradores de vacas sólo están esperando el momento de apuñalarnos por la espalda, sabe… Incluso aquí, en el propio seno del ejército. Usted acaba de llegar y tal vez sea normal que aún no haya sido advertido, pero permítame que le hable con toda franqueza, Tewp: ocurra lo que ocurra, cualesquiera que sean las circunstancias, jamás se fíe de un indígena. Si no es para hacer que le enceren los zapatos o para darles una patada en el culo, le aconsejo que ni siquiera les hable. De todos modos es tiempo perdido con esos cerdos.

El argumento de aquel discurso me dejó perplejo. ¿Qué se podía responder a algo así? Ni una palabra franqueó mis labios. Al ver que permanecía callado, Mog, con su voz cansina, trató de explicarse:

– Sabe, teniente, nuestros predecesores ya lo intentaron, en otro tiempo, pero pronto se dieron cuenta de que esta gente no era de fiar. Daban falsas informaciones, o incluso ninguna información en absoluto. ¡Unos monos hubieran sido más dóciles y más eficaces!

Los otros dos asintieron riendo.

– Sí… tal vez -dije incómodo- ¿Quieren decir con eso que nunca trabajan con confidentes? ¿Cómo se las arreglan, entonces, cuando tienen necesidad de conseguir información?

– Nos las arreglamos solos, Tewp. También usted aprenderá a hacerlo así. Ahora sugiero que Mog y Edmonds vuelvan a sus deberes. Aún tienen que acabar algunas tareas antes de consagrarle todo su tiempo.

Después de un breve saludo, los dos suboficiales se despidieron, dejándome a solas con Gillespie. No sabiendo ya en qué ocuparme, decidí dirigirme a los archivos para ver si encontraba algún ejemplar del famoso periódico Der Angriff y descubría el nombre de Keller en algún sitio en la orla o el pie de una fotografía. Un ordenanza me trajo la colección casi completa del último trimestre del periódico alemán, bien guardada en una caja de cartón, y no tardé mucho en encontrar una referencia a la señorita Keller.

En los números de principios de agosto, en los que aparecían titulares sobre los Juegos Olímpicos de Berlín, descubrí por primera vez el nombre de Ostara Keller citado en los epígrafes de algunas fotografías que ilustraban diversas pruebas deportivas. No encontré nada más, pero pude constatar que todas las fotos eran de una excelente factura. El encuadre era siempre original, y el sentido de la luz y de la composición revelaba una auténtica sensibilidad, un genuino talento. Este primer descubrimiento me sirvió para redactar la introducción de mi informe a Gillespie. Si bien era posible que la razón de la presencia de Keller en Calcuta fuera la agitación política, no era menos cierto que la austríaca era una auténtica profesional del ramo, capaz de efectuar un trabajo de calidad. Finalmente, en un número más reciente, encontré dos páginas completas consagradas a su primer reportaje sobre las Indias. Aun con mis escasos conocimientos de alemán, concluí que el acontecimiento se anunciaba al lector con cierta solemnidad. En primer lugar, porque era uno de los primeros reportajes de ultramar que encargaba Der Angriff; luego, porque el periodista era una mujer muy joven y, por último, porque ésta llevaba consigo una cámara fotográfica que permitía tomar fotografías en color y eso constituía una novedad en la prensa de gran tirada, un hecho que se resaltaba con insistencia en el artículo. En efecto, de la media docena de fotos repartidas en estas dos páginas, cuatro eran en color. Desde luego, los tonos eran pálidos, poco brillantes, pero su luminosidad no tenía parangón con la cromática mate de las fotografías coloreadas a mano que servían a veces, entre nosotros, para ilustrar los grandes acontecimientos en los periódicos de dos chelines. Los temas de las fotos tenían sólo un interés relativo, de orden turístico como mucho, pero inmediatamente, aun tomadas con una técnica diferente, reconocí en ellas el estilo de Keller. Era evidente que la joven poseía una sensibilidad de artista.

UN TÉ EN EL HARNETT

A pesar de los esfuerzos sinceros que realicé para dominar mi desagrado, nunca conseguí habituarme a la presencia del dúo Mog y Edmonds a mi lado. No se limitaba tan sólo a que la delgadez y el silencio obstinado del primero me hicieran sentir tan incómodo como la redondez del otro, sino que continuamente podía leer con claridad diáfana en sus ojos la desconfianza y el desprecio. No creo que fueran elucubraciones mías. De hecho, creía comprender lo que mis subordinados podían sentir al tener que recibir órdenes de un hombre de superior graduación pero mucho más joven que ellos, sin experiencia concreta y surgido, no del escalafón, no de la gran escuela militar de Sandhurst, sino de la sociedad civil. En su lugar, tampoco a mí me hubiera gustado tener que obedecer a un novato. ¿Qué hice para superar este déficit de partida? Evidentemente lo único que no debía hacer: adopté una actitud rígida y quise aparecer más fuerte de lo que era.

La primera tarde de nuestra colaboración transcurrió, sin embargo, plácidamente. Los tres establecimos el plan de nuestros turnos de vigilancia en torno al hotel Harnett, uno de los tres o cuatro mejores establecimientos de la ciudad, mientras nos lanzábamos sonrisitas por encima de la mesa y nos dirigíamos cumplidos dignos de una reunión de viejas damas a la hora del té. Les pregunté sobre el tiempo que tenían disponible, quise saber si tenían una vida hogareña o alguna traba en especial -médica, por ejemplo- que les obligara a mantener unos horarios precisos. Ciertamente, querer sonsacarles una información de este tipo y tenerla en cuenta para establecer los turnos de guardia fue un burdo error por mi parte. En sus relaciones con sus subordinados, un superior no debe transigir y dar prioridad a los intereses particulares en detrimento de las cuestiones del servicio. Así me lo habían enseñado; pero en esta ocasión, cometí un pecado de ingenuidad al creer que podía comprar la simpatía de los dos suboficiales con pequeñas concesiones y olvidé esta regla elemental que también me había recordado Odet Gillespie: jamás, en ninguna circunstancia, se compra el respeto. El respeto se impone. Y si no se consigue es, sencillamente, porque no se tiene talla suficiente para estar al mando.

El caso es que esa tarde, después de algunos intercambios de sonrisas melosas perfectamente artificiales, conseguimos establecer un marco de vigilancia más o menos coherente. El lanzamiento de la campaña estaba previsto para el día siguiente. Puesto que me habían encargado asumir la dirección de las operaciones sobre el terreno, juzgué prudente acompañar al asistente Edmonds, al que correspondía el primer turno de guardia. Luego estaba previsto que yo efectuara el segundo turno solo, antes de que Mog me relevara y la mecánica cogiera velocidad de crucero.

– Pasaré a recogerle mañana por la mañana a las seis ante su alojamiento, teniente -me había dicho Edmonds al salir de las oficinas de Gillespie-. Me encargaré de que nos asignen un vehículo civil y empezaremos nuestra guardia. Trate de llevarse algo de beber. La espera nos dará calor.

Como aún no era demasiado tarde y no tenía ganas de ir a dormir, fui a cenar en el primer servicio del comedor de oficiales y luego resolví ir a sentarme en el cine del cuartel. Mientras atravesaba el campo de maniobras que separaba las dos edificaciones, me crucé con un destacamento de gurkhas [2] que volvía de realizar prácticas militares. Yo no sabía adonde les había llevado su mayor, pero el hecho es que los nepaleses estaban lívidos, llenos de barro desde la punta de las botas hasta la raíz de los cabellos. Sus ojos fruncidos indicaban que no habían dormido desde hacía tiempo. A pesar de aquellos evidentes síntomas de agotamiento, los soldados regresaban al cuartel manteniendo un orden impecable, marcando el paso rítmicamente y cantando a voz en cuello My Bonnie, el himno que el oficial superior había elegido para su compañía. Durante un instante miré con envidia a esos hombres de rostro curtido por el sol de la India oriental, con el cuerpo afinado por las maniobras rutinarias en campo abierto. ¿Quién hubiera podido decir que este país era un jardín que no sabíamos conservar? Al verles puse en duda las opiniones fatalistas del coronel Hardens, aparentemente persuadido de que correspondía a nuestra generación hundir el navío de la herencia colonial dado que no estábamos ya en situación de transmitirlo intacto a las generaciones venideras. Por mi parte, ponía en tela de juicio que la situación fuera tan negra como la pintaba. En el cine daban London after Midnight <strong>[3]</strong>, y la absoluta inverosimilitud de la película me pareció tan insoportable que abandoné la sala mucho antes del desenlace de la intriga, prefiriendo volver a mi cama, donde por fin me hundí en un sueño pesado.

A la mañana siguiente, a las seis, encontré, tal como habíamos acordado, a Edmonds al volante de un gran Chevrolet negro que esperaba ante mi acuartelamiento. No sabía por qué, pero inmediatamente percibí algo extraño en su persona, algo distinto que no me explicaba pero que le desmarcaba de la primera impresión que había tenido de él el día precedente. En su mano, que asomaba por el vidrio bajado de la ventanilla, sostenía un cigarrillo que se consumía sin que se lo llevara a los labios. El asistente dio un respingo y puso los ojos en blanco cuando me vio llegar. Tras saltar de su asiento, me saludó mirándome con cara de pasmo.

– ¿Algún problema, Edmonds? -le pregunté.

– Mi teniente, con todos los respetos, no creo que sea prudente que se desplace vestido de este modo.

– ¿Vestido cómo? ¿Qué quiere decir, Edmonds?

Bajé los ojos hacia mi impecable uniforme, alarmado al pensar que pudiera faltar un botón o que hubiera quedado a la vista algún inoportuno desgarrón.

– Mi teniente, una operación de seguimiento exige discreción. Sería mejor que se vistiera con ropa civil. Como yo.

En efecto, Edmonds llevaba un traje de lino blanco, lo que había transformado su aspecto radicalmente y era la causa de la sensación de extrañeza que me había asaltado al verle. Sentí que me ruborizaba. El asistente llevaba razón. ¿Cómo había podido ser tan idiota para vestirme con esa guerrera y calarme en la cabeza esa gorra que llamaba la atención a cien yardas? Tras balbucear una mala excusa, subí a todo correr a mi habitación, me cambié tan deprisa como pude, y finalmente, vestido con uno de los pocos trajes civiles que tenía, me instalé junto al gordo suboficial, que hizo arrancar el vehículo entre una nube de polvo.

En esa época había dos Calcutas. Dos ciudades diferenciadas que se hacían llamar con el mismo nombre.

En primer lugar, estaba la Calcuta del pueblo, con sus callejuelas estrechas, sus barrios de artesanos, sus arrabales… Una gran ciudad con trescientos años de antigüedad adonde afluían cada día decenas de miles de campesinos para vender grano, volatería, legumbres, fibras textiles y qué sé yo qué más. La Calcuta de los templos y las tradiciones, una ciudad que tenía un alma, una respiración y una personalidad única.

Y además existía la otra ciudad, la de los europeos. Evidentemente, los británicos constituían una aplastante mayoría, con familias de coloniales instaladas en algunos casos desde hacía cinco o incluso seis generaciones; pero también podían encontrarse comerciantes italianos o griegos, industriales belgas o franceses, algunos plantadores holandeses, portugueses, exportadores americanos… ¿Cuántas personas representaba esto exactamente? Soy incapaz de precisarlo. Tal vez quince mil. En ningún caso más de veinte mil. Veinte mil colonos occidentales, hombres activos, mujeres, niños y ancianos, perdidos en medio de una incontenible oleada de indígenas que crecía exponencialmente. Con sus líneas de tranvía, su red de alcantarillado, sus cables eléctricos y su central telefónica, la Calcuta de los europeos no presentaba, a fin de cuentas, grandes particularidades en relación con otras ciudades coloniales del Imperio. Un viajero poco atento hubiera podido confundirla fácilmente con los barrios reservados del Cabo o de Singapur. No era más que una sucesión de amplias avenidas, de edificios elegantes que albergaban a familias acomodadas, residencias de lujo, bancos, teatros, compañías de seguros, gabinetes de hombres de negocio internacionales, de notarios, de abogados, edificios consulares de casi treinta nacionalidades… Esta Calcuta no pertenecía a la India. Excepto alguna rarísima excepción, no habitaba allí ningún autóctono que no fuera, de un modo u otro, sirviente o dependiente. No había mendigos, niños ni perros vagabundos. Y muy pocas ratas. La zona estaba protegida de la India auténtica, de la India viva. Los únicos nativos tolerados aquí eran los criados, que vestían al modo occidental y hablaban en su mayoría un inglés bastante mejor que el que puede escucharse en los arrabales de Londres.

El hotel Harnett estaba situado en una plaza bien comunicada, en el cruce de dos avenidas residenciales. Aparcados en una calle lateral, disfrutábamos de una buena visión de la entrada del establecimiento. Unos empleados estaban limpiando los escalones con abundante agua, mientras una sucesión de repartidores entraba en el hotel llevando diarios y paquetes. Un portero vestido con un traje indio de fantasía -telas de colores brillantes, galones y turbante- hacía guardia junto a la puerta giratoria y observaba los alrededores con aire circunspecto. Su mirada se detuvo a nuestra altura.

– Este pollino ya nos ha detectado -dijo Edmonds sacando un paquete de cigarrillos del bolsillo.

– ¿Es un problema?

– No creo. No nos impedirá hacer lo que tenemos que hacer.

Dudo que la chica haya sobornado a todos los empleados del hotel para que la informen de posibles movimientos sospechosos.

Y aunque así fuera, esto hará que la vigilancia sea… más deportiva. Nada más.

– No parece que esto le preocupe demasiado -dije, tomando nota una vez más del fatalismo de mi compañero.

– No. De todos modos, si la cosa se complica, será usted quien corra. No yo. Soy demasiado viejo y estoy demasiado oxidado.

Y demasiado gordo también…

Me abstuve de hacer ningún comentario y él no intentó relanzar la conversación. Así empezó nuestra primera espera, en medio del calor y en el silencio. Ni él ni yo teníamos ganas de hablar. El sol ascendió en el cielo. Era un hermoso día de principios de otoño. No pasó absolutamente nada antes de las nueve. Ningún cliente salió ni entró. Hacía tiempo que los limpiadores habían acabado de fregar la escalinata de mármol del hotel, los jardineros habían guardado sus podaderas y los recaderos habían dejado todos sus paquetes al encargado de la recepción. Hacia las nueve empezaron a salir parejas. Y también algunas personas aisladas.

– Ahora se pondrá un poco difícil -me dijo Edmonds-. No podemos dejarla escapar. Si es que realmente ha pasado la noche en su habitación y se digna salir hoy.

– ¿Y si no es así?

– Bien, en ese caso habremos perdido el día, lo que no complacerá demasiado a Gillespie. Pero no será la primera vez que nos ocurre. Abra bien los ojos, teniente, porque yo tengo una idea tan confusa como usted del aspecto que tiene esta mujer…

– ¿Qué ocurrirá si nos equivocamos de chica?

– Pues… a Gillespie le disgustará, pero tampoco será la primera vez que ocurra -repitió Edmonds cacareando de placer, como si en ese instante le asaltara un recuerdo preciso.

No tuve ganas de seguir investigando. Pasó media hora larga sin que ni Edmonds ni yo juzgáramos útil hablar. Disponíamos de un buen ángulo de observación, pero de todos modos no estábamos muy cerca del Harnett y había que tener buena vista para distinguir los rasgos de quienes salían del hotel. Como no quería que Keller se me escapara, tenía los ojos desorbitados a fuerza de mirar intensamente hacia ese rincón de paisaje en el que concentraba toda mi atención. Ya me disponía a hacer un comentario sobre la necesidad de que nos equipáramos con unos prismáticos para la próxima sesión, cuando Edmonds me dio un fuerte golpe en el pecho con el revés de la mano.

– ¡Por todos los demonios! -dijo con un estremecimiento que hizo temblar todas sus grasas sobre el asiento del coche.

– ¿Qué? ¿Qué ocurre? -dije, sintiendo que mi corazón se aceleraba.

– Este tipo que sube las escaleras para entrar en el Harnett. Le conozco.

– ¿Quién es?

– Küneck. Un alemán de Delhi. Oficialmente, un pequeño industrial expatriado. Oficiosamente, el jefe del SD Ausland para todo el subcontinente indio y la Cochinchina francesa.

– ¿El SD Ausland? -pregunté, confesando así ingenuamente mi ignorancia.

Pero esta laguna en mi cultura sobre la información debía de ser tan monumental que Edmonds ni siquiera la percibió y se contentó con seguir como si nada.

– Sí, sí, el SD, los servicios de información de su partido en el poder. No los del ejército regular. ¿Por qué vendrá ese Kraut a arrastrar sus polainas por estos barrios? Tendría que ir a ver, teniente. Yo ya me he cruzado con él. Me reconocería y lo fastidiaríamos todo-La perspectiva de tener que seguir a un espía alemán no me hacía la menor gracia, pero en algún momento tenía que empezar a poner aprueba mis aptitudes para trabajar sobre el terreno. «Debe ganarse el respeto de sus subordinados; esto constituirá una parte importante del éxito de su misión», me había advertido Gillespie. Pues bien, había llegado la hora de la verdad. Ya no había forma de escurrir el bulto. Ahora la cosa iba en serio. Con la garganta seca, abrí la portezuela, me alisé apresuradamente el traje arrugado y crucé la calle con la mayor naturalidad posible. Subí la escalera del hotel en dos zancadas y empujé el batiente de la puerta giratoria como si fuera un cliente habitual del establecimiento. Era cosa sabida que el Harnett no se distinguía precisamente por ser el mejor hotel de la ciudad, e incluso creo que un día oí decir que sólo era un lugar de primera categoría para gente de segunda categoría; sin embargo, en mi vida había visto tanto lujo, tanta elegancia, tanto refinamiento en la decoración. Las maderas, saturadas de cera, resplandecían como si acabaran de barnizarlas, los cobres brillaban más que los de un crucero de lujo y las alfombras eran tan gruesas que ahogaban cualquier ruido. Busqué con la mirada al tal Küneck, pero no lo vi por ninguna parte en el vestíbulo. Un pórtico conducía a una sala restaurante donde había algunas personas desayunando. Entré. Küneck estaba allí, sentado a una mesa, encargando el desayuno. En mi intento por encontrar una posición discreta que me permitiera, al mismo tiempo, observar bien a mi objetivo, fui a instalarme detrás del alemán, cogiendo al paso un periódico para disimular. Küneck no pareció prestarme atención en ningún momento. Esperé aún unos minutos simulando estar interesado en un artículo cualquiera. Cuando volví a levantar la mirada, una mujer se había sentado frente al alemán. He dicho una mujer, pero hubiera sido más exacto decir una joven, o incluso una muchacha. Era bastante alta, rubia, fina, con unos rasgos que coincidían con los de la telefotografía que había visto en las oficinas de Gillespie; estaba seguro de que era ella: Ostara Keller. Ya no había duda posible: de un modo u otro, miss Keller apuntaba efectivamente a una agencia de información de una potencia rival.

Desde donde me encontraba, la pareja no tenía una visión directa sobre mí, aunque cabe decir que en ningún momento trataron de mirar en mi dirección. La contrapartida de esta posición discreta era que me resultaba imposible captar ni una palabra de su conversación, y con mis casi nulos conocimientos de alemán, de nada me hubiera servido leer en sus labios. Me concentré en observar detalladamente a Keller. Por lo que podía ver, era muy joven, casi una niña aún, aunque sus ropas y sus modales, muy reservados, la envejecían un poco. Tenía un aire fresco, sorprendentemente inocente, y parecía tan joven -diecisiete o dieciocho años, tal vez-, que era imposible pensar que podía tratarse de una espía. Uno podía imaginarla fácilmente pasando el día ocupada en arreglarse, acudir a espectáculos, oír música, en todas las futilidades habituales que conforman la vida de una señorita de buena familia al salir del colegio. Con los rasgos de ambos bien grabados en mi mente, juzgué que lo más prudente era adelantarme y abandonar el restaurante antes de que ellos se eclipsaran. Eligiendo los rincones en sombra, abandoné el hotel y volví al coche para reunirme con Edmonds. Esparcidas por el suelo, junto a la portezuela, por donde seguía sacando el brazo, un montón de colillas indicaban cómo había empleado el tiempo de espera. El asistente sujetaba, torpemente oculta entre sus muslos, una botellita de alcohol.

– ¿Y bien, teniente? ¡Se ha tomado su tiempo! ¿Ha visto algo? -me susurró.

– Por si le interesa saberlo, su Küneck ha desayunado en compañía de Keller. Y parecía que tenían muchas cosas que decirse, tanto que aún están en ello.

– ¿Está seguro de que es la Keller, y no otra persona?

– Era ella. A menos que tenga una hermana gemela. Pero no he podido oír lo que decían. Estaba demasiado lejos. Y hablaban en alemán… Pero… ¿por qué no me habla usted de Küneck, ya que parece conocerlo tan bien?

El suboficial se encogió de hombros.

– En realidad no creo que sepa mucho más que usted. Es el representante en jefe de los servicios secretos del Partido Nacionalsocialista. No las redes del ejército, ya me entiende, sino del SD Ausland, la agencia exterior de Heydrich…

– Sí, sí, sé perfectamente lo que es el SD Ausland -mentí, aunque empezaba a comprender de qué se trataba.

– Bien. Se supone que este tipo posee una pequeña fábrica de pasta de papel en Delhi. Allí tiene su base de operaciones. Se des7 plaza en ocasiones excepcionales. Son sus agentes los que acuden a él para presentar sus informes. Y ya que hablamos de eso…

Edmonds interrumpió su frase para retorcerse en todos los sentidos en su asiento y lanzar miradas intensas a nuestro alrededor. Sus gesticulaciones provocaron que la suspensión del Chevrolet gimiera y el resto de líquido ambarino que quedaba en su botella se balanceara de un lado a otro.

– ¿Y bien? -dije, de pronto muy inquieto.

– Pues que se supone que este tipo está sometido a una vigilancia constante por parte de nuestros muchachos de Delhi. Si han dejado que se fuera, sólo existen dos opciones: o bien ha conseguido darles esquinazo, o bien están ahí, agarrados a sus faldones. Quería ver si podía descubrirles por los alrededores montando guardia, como nosotros… Pero no… no veo nada.

– Tal vez estén en el hotel.

– Es posible… Pero tampoco tiene una importancia capital, al menos de momento. De todos modos les enviaremos una copia de nuestro informe. Lo bueno es que hemos descubierto dónde se encuentra Küneck y sobre todo con quién se ve… ¡Y ahora que lo pienso! ¿Sabe qué le digo, teniente? Que la pequeña Keller debe de ser terriblemente importante para que ese capitoste del SD se desplace por ella. ¡Tal vez hemos atrapado a un pez gordo cuando creíamos pescar una sardinita!

– No se embale. Por ahora no tenemos nada concreto. Tal vez los alemanes estén maquinando algo, pero mientras no tengamos una idea más clara de lo que pretenden, evitemos construir castillos en el aire.

– ¡Esto cambiará en cuanto se ejecute su segundo eje, teniente! -me dijo Edmonds con una sonrisa reforzada por un pesado guiño.

Quería decir, evidentemente, en cuanto tuviera el coraje suficiente para introducirme por efracción en la habitación de Keller…

– ¿Qué hacemos ahora, teniente? -preguntó mientras encendía un nuevo cigarrillo y hacía desaparecer la botella bajo su asiento.

– Nos limitaremos a hacer nuestro trabajo. Esperamos a que miss Keller salga y la seguimos… Como estaba previsto, y sin ocuparnos de Küneck, que, por lo que me cuenta, está bajo la responsabilidad de otro equipo.

– Exacto, mi teniente. De manera que volvemos a esperar…

Y esperamos. Una hora. Y luego dos… Llegó el mediodía y con él la hora en que habíamos previsto que Edmonds abandonara su puesto para que yo prosiguiera solo la vigilancia.

– Será mejor que le deje el coche, teniente -me dijo entonces el asistente al tiempo que se sacaba las llaves del bolsillo y me las tendía-. Vaya con cuidado. Es propiedad del servicio… y recién salido de la fábrica. ¡No lo estropee!

– No hay peligro -dije mientras cogía el llavero con aire despreocupado.

Y en efecto, no había ningún peligro, porque yo no había conducido en mi vida y no tenía la menor idea del procedimiento a seguir para que aquel cacharro arrancara. Pero, evidentemente, Edmonds no lo sabía, y no tuve el valor de confesárselo.

– ¿Y usted, cómo volverá? -le pregunté a Edmonds, viendo que el simple hecho de mantenerse en pie bajo aquel calor sofocante ya le resultaba penoso.

– Rickshaw -me respondió simplemente, y se alejó renqueando hacia la periferia del Harnett, donde unos cuantos nativos flacuchos esperaban junto a sus taxis de tracción humana.

Mentalmente me apiadé del hombre que, por apenas unas rupias, tendría la desgracia de mover las doscientas cincuenta libras como mínimo que debía de pesar Edmons hasta el cuartel.

Me quedé solo. En todo el tiempo que habíamos estado esperando juntos, no habíamos visto salir de nuevo a Küneck del Harnett. Aún debía de estar allí, conversando con Keller, su agente. Sin otra ocupación que la de observar desde hacía horas las inmediaciones del hotel transpirando en aquel Chevrolet negro que absorbía el sol del mediodía, sentí cómo me invadía una terrible somnolencia. Tendí una mano temblorosa hacia la botella de agua que había tenido la precaución de llevar conmigo y vacié su contenido casi de un trago, reservando sólo unas gotas para frotarme la cara y la nuca. Aún estaba ocupado en esta operación cuando vi una silueta delgada que bajaba la escalinata del Harnett. ¡Eran casi las tres de la tarde y Keller, por fin, se decidía a moverse!

LA ORILLA DE LOS MUERTOS

Realizar un seguimiento por las calles de una ciudad que se desconoce por completo no es un ejercicio fácil. Ese día estuve a punto de aprender esta verdad a mi costa pero, por suerte, Keller eligió un ritmo de paseo, lo que me permitió seguirla sin dificultad. La hora del día a la que había salido me era al mismo tiempo desfavorable y beneficiosa. En Calcuta, como en cualquier otra ciudad de clima tropical, a media tarde es generalmente cuando todo el mundo se encierra en casa para escapar del calor infernal. Entonces las calles están casi vacías y es muy complicado pasar inadvertido. De todos modos, ocultándome en los rincones y en los entrantes de las puertas, creo que conseguí seguirla sin ser descubierto. La joven ya no iba vestida, como por la mañana, con un elegante traje sastre de lino, sino que había elegido un atuendo adecuado para caminar: unos jodhpurs que se inflaban bellamente en los muslos, una blusa ancha que flotaba libremente sobre la cintura, botines pequeños y fular de seda. Junto a su cadera se bamboleaba el estuche de cuero de un aparato fotográfico que llevaba en bandolera; pero los pintorescos paisajes que atravesábamos no parecían cautivar la atención de la señorita Keller, quien, a lo largo de todo su recorrido, mantuvo los ojos bajos, como si conociera perfectamente el itinerario por haberlo seguido ya en numerosas ocasiones. En ningún momento se detuvo para asegurarse del camino, ni dudó nunca en entrar en una calle o cruzar una avenida… Sabía adonde iba y caminaba directamente hacia allí, en apariencia indiferente a todo lo demás. De su silueta fina y ligera emanaba una emocionante sensación de frescor, de reserva, que encajaba perfectamente con los rasgos del rostro que yo había entrevisto antes en el restaurante del Harnett. ¿Podía decirse que era hermosa? No es ése el término que yo emplearía. Tenía unos rasgos delicados, regulares, y una silueta atractiva pero, por encima de la simple belleza plástica, lo que más destacaba en ella era un peculiar encanto de niño salvaje al que debía ser difícil resistirse y en el que residía, justamente, la esencia de su carácter.

Calculo que el paseo debió de durar casi una hora, un tiempo que constituyó una dura prueba para mí, ya que tenía que procurar estar atento a no caminar demasiado rápido y a conservar una distancia de seguimiento ideal. A cada instante rezaba por que Keller no se volviera, ya que en ese caso no hubiera podido evitar que me viera, y eso hubiera arruinado definitivamente todos mis esfuerzos. Por fortuna no ocurrió así. Atravesamos la parte este del barrio colonial sin detenernos ante los escaparates de las bonitas tiendas de Townshend Road ni en las terrazas de Moore Avenue, y luego cruzamos un paseo que parecía delimitar una especie de frontera, una línea de fractura nítida en la ciudad, una separación que oponía, a las altas casas construidas a la europea que se levantaban a un lado, los grandes almacenes destartalados de la antigua Compañía de las Indias que se alzaban en el otro. Después de ocho decenios de abandono, estos depósitos conservaban aún las huellas, claramente visibles, de la guerra de los cipayos, las tropas indígenas que se habían rebelado el día en que había corrido el rumor de que los cartuchos de sus armas, de los que debían morder el cebo, estaban embadurnados con grasa de buey. Desbordada por el alcance de los pillajes y las revueltas, la Compañía había tenido que decidirse a aceptar la intervención directa de la metrópoli. A cambio del retorno a la estabilidad, ésta había pasado a ejercer entonces un dominio directo sobre la India, poniendo así término al arriendo privado del subcontinente. Ahí, en este territorio salpicado de ruinas, empezaba la verdadera Calcuta: la de los templos dedicados al dios de las ratas, la de los prestamistas y los escribanos públicos, la de los traficantes clandestinos de opio, los tintoreros y los aguadores, la de los chiquillos del arroyo en busca de un mendrugo, de una hierba que mascar para engañar el hambre, la de todo un pequeño mundo entregado a sí mismo que a menudo vivía todavía, bajo el gobierno británico, del mismo modo que habían vivido sus antepasados siglos antes bajo la dominación mongol.

Tampoco aquí se detuvo Keller para observar a este pueblo olvidado que se mostraba en los desgarrones de esas arquitecturas deterioradas, en las ventanas de esas fachadas desconchadas, sobre esos balcones oxidados y tambaleantes a menudo invadidos por una vegetación salvaje que enraizaba hasta en las menores fisuras de la obra. No, nada de eso retenía su atención. En ningún momento hizo una pausa para capturar lugares o rostros en su obturador. La película en color que utilizaba hubiera encontrado allí, sin embargo, un material con que expresar todo su interés. A pesar de la miseria que se hacía cada vez más visible conforme avanzábamos, todo eran dorados de los árboles, contrastes violentos de los saris de las mujeres, pastel de las paredes pintadas, extravagancia de las telas que se secaban en hilos tendidos atravesando las calles… Pero Keller, prudente jovencita que avanzaba con la mirada baja y paso tranquilo, preocupada en apariencia sólo en sí misma, permanecía insensible al espectáculo. Las calles estaban aquí más transitadas que en el sector europeo, y a medida que avanzaba, la multitud me parecía cada vez más compacta, como un líquido que se solidificara poco a poco; esto dificultaba mi seguimiento, máxime porque las callejuelas eran cada vez más estrechas y estaban más congestionadas. Sin embargo, la gente me dejaba pasar sin pedirme limosna, sin importunarme, sin proponerme ningún servicio. Igual que al paso de Keller, tampoco en mi caso se elevaron voces ni hubo llamadas, silbidos o manos colocadas sobre mi hombro dispuestas a arrastrarme a algún tugurio.

Los transeúntes apenas parecían fijarse en nosotros, y se apartaban cuando podían sin manifestar irritación ni hostilidad. Durante un instante, en una calle que se estrechaba en embudo, creí que había perdido a mi objetivo, desaparecido súbitamente detrás de un montón de balas de paja sobre las que dormían unas gallinas; pero lo recuperé sin dificultad unas yardas más lejos, caminando en la misma dirección sin forzar el paso. Así llegamos a las inmediaciones del río Hoogly, que atraviesa la ciudad de norte a sur. Digo río aunque éste sea un término inadecuado, ya que se trata, en realidad, de uno de los numerosos brazos del Ganges, que se separa formando un delta antes de perderse en el océano.

Densas humaredas ascendían de las orillas. Al principio no comprendí de qué se trataba, y lo atribuí a que tal vez estaban quemando basura, porque el olor que llegaba hasta mí era fuerte y desagradable, a la vez picante y dulzón, y cuya intensidad iba en aumento. Levanté los ojos al cielo. Su color estaba velado por las columnas grises que subían de la orilla. El sol ya no era tan resplandeciente, sino que parecía un disco mate en la bóveda ensombrecida. Di unos pasos sin poder distinguir aún qué era lo que estaban quemando. Keller no estaba lejos. Acababa de verla bajar a la orilla por una pequeña escalera de piedra. Me acerqué a una especie de parapeto y me apoyé un instante, con las palmas posadas sobre algo que parecía una ceniza viscosa que recubría la piedra, y permanecí unos segundos sin moverme, sin respirar, sin querer comprender lo que mis ojos me mostraban ahí mismo, a sólo unas yardas, tan próximo que hubiera podido casi tocarlo con una leve inclinación y tender la mano…

No sé cuántas había exactamente. Me pareció que corrían a lo largo de todo el río y que también la otra orilla estaba llena de ellas. Trescientas, cuatrocientas, quinientas tal vez, podían divisarse desde donde me encontraba. Quinientas piras funerarias en actividad, algunas recién encendidas, crujiendo, gruñendo con su fuego infernal bajo los cuerpos tendidos, y otras casi apagadas, derrumbadas sobre sí mismas, desmoronadas, aplanadas sobre el suelo, de las que apenas quedaban unas brasas sonrosadas, llamitas que el primer soplo de viento llegado de las aguas hacía vacilar… Y por encima de todo un silencio abrumador, terrible, un silencio a la vez de duelo y de indiferencia, un silencio de dolor, miseria y resignación que me oprimió el corazón y me trastornó, deteniendo por un instante el flujo de mis pensamientos, anulando en mí toda capacidad de acción o de razonamiento.

Era la primera vez en mi vida que me veía confrontado a una visión como aquélla. La primera vez en mi vida que la muerte se desvelaba ante mí de una forma tan cruda, tan intensa, tan imponente y masiva. En toda mi existencia sólo había visto un cadáver, el de mi madre, cuando, con diecisiete años, la había perdido. Y además la habían preparado antes de autorizarme a verla, y apenas había podido observar en su rostro una contracción en las aletas de la nariz, un estiramiento de las sienes, un ligero hundimiento de las mejillas, rasgos informándome de que era un cadáver y ya no una mujer viva. Pero ahí, en esta orilla mortuoria, todo era diferente. Aquí no había puesta en escena, ninguno de esos juegos de sombras y polvos que convierten nuestras cámaras ardientes en teatros donde se maquilla a los muertos para ahorrar a los vivos espantos excesivos. Aquí, en esta playa al otro extremo del mundo, la muerte ya no tenía vergüenza de sí misma y dejaba su obra bien a la vista. Los cuerpos humanos que se calcinaban en ella no sólo destilaban unos hedores espantosos, sino que crujían también de un modo horripilante bajo el calor y exudaban líquidos horribles sometidos a una temperatura de horno que hacía estallar los tejidos, los disolvía, los licuaba convirtiéndolos en una jalea pardusca antes de transformarlos en gas, en vapores, en nubes de ceniza que ennegrecían el cielo y caían por todas partes en forma de copos grises, aceitosos, quebradizos y fétidos.

Keller caminaba entre las hogueras como una pequeña mancha blanca, una silueta menuda y rubia que deambulaba entre las piras mortuorias con aparente indiferencia, con un desapego, una calma, que me dejaron estupefacto. Por todas partes a su alrededor había restos de cuerpos calcinados que esperaban ser devueltos al río, residuos dispersos de incineraciones recientes o más antiguas que se amontonaban en capas, superponiendo estratos de huesos ennegrecidos a líneas de cartílagos vitrificados. A menudo en este magma aún se adivinaba la forma de un cuerpo, el contorno de un rostro incluso; porque a veces las hogueras se habían preparado mal y los troncos, demasiado apretados, impedían el paso del aire, o la familia del difunto, demasiado pobre para procurarse madera de buena calidad, había tenido que contentarse con colocar al desaparecido sobre un armazón de bambús recubierto de hojas de palma. Este combustible quemaba rápido y mal, las llamas apenas tenían tiempo de resquebrajar las pieles, de secar los tejidos superficiales, de cubrir las carnes de ampollas. Estos cadáveres, cadáveres de pobres, no eran devueltos al río enseguida, sino que se abandonaban allí para que los vientos y los gusanos acabaran lo que las hogueras no habían conseguido llevar a término. Eran ellos los que conferían al lugar su carácter de pesadilla, de carnero a cielo abierto. Y era a ellos, sobre todo, a los que Keller había venido a fotografiar. Desde el lugar donde me encontraba, en lo alto del muelle, podía verla, a unas treinta yardas de mí, caminando hacia un horrible amasijo de troncos mutilados, retorcidos, cocidos, como carne expuesta en el mercado, sobrevolados por una nube de pájaros de río que se abatían sobre este montón de carnaza como abejas sobre una monstruosa flor de carroña.

Keller sacó su aparato fotográfico y empezó su trabajo. La joven se tomó su tiempo. Podía verla inclinándose, torciéndose, agachándose en busca del mejor ángulo, para encontrar el eje más hermoso para su toma, la visión más sorprendente. A veces se acercaba a las hogueras hasta penetrar en la onda de calor, o empujaba un montoncito de cenizas con la punta de su bota para dejar a la vista los restos de unos despojos humanos medio hundidos en el suelo, y más tarde permanecía varios minutos inmóvil, esperando que un ave carroñera fuera a posarse cerca de ella, sin preocuparse por las partículas de ceniza negra que manchaban sus cabellos rubios… Yo no sabía qué hacer. ¿Debía partir y dejar a esta muchacha ocupada en sus fascinaciones mórbidas, o debía seguir vigilándola de lejos e imponerme así estas visiones espantosas que a duras penas podía soportar? Sobreponiéndome a mi repugnancia, decidí cumplir con mi deber y permanecer en esta orilla el tiempo que hiciera falta. Keller avanzaba con lentitud, a contracorriente, pulsando con regularidad el disparador, cambiando hasta tres veces de carrete.

El día se acercaba al ocaso. La luminosidad, ya de por sí menos intensa que en el resto de la ciudad, se aproximaba cada vez más a la de un día de eclipse. Apenas se veía nada a cien pasos. Keller guardó por fin la máquina en su funda, abandonó la proximidad inmediata de las piras y volvió sobre sus pasos para dirigirse hacia un grupo de hombres flacos, harapientos, sentados en cuclillas contra una vieja empalizada de planchas. Unas largas horcas de madera estaban plantadas ante ellos en un charco. Al verlas, adiviné quiénes eran: los encargados de manipular los cadáveres, de sacar los cuerpos calcinados de las brasas y amontonarlos a lo largo del río, y tal vez también los que erigían las piras y dispersaban con groseros modos los restos. Vi que la joven se registraba los bolsillos para sacar algo -un puñado de rupias, sin duda- que dio a uno de ellos, un hombre alto, descarnado, con las costillas salientes y unos largos cabellos rígidos por la ceniza que le daban un aire de diablo. Tras coger su pica, el enterrador condujo a la chica hacia una antigua pila de osamentas colocadas en un rincón apartado contra un terraplén orientado al sur. El hombre hundió sus manos en el montículo, como un partero inclinado sobre una matriz, y retiró de la masa algo pequeño y redondo, apenas mayor que un puño. Era el cráneo de un niño. Un cráneo tostado después de haber pasado por las llamas, sucio por haber permanecido olvidado demasiado tiempo en el depósito de carnes descompuestas. La austríaca cogió el atroz objeto sin dar muestras de repulsión y, después de envolverlo en el fular que llevaba en torno al cuello, abandonó la orilla sin volver la vista atrás. Sus ojos, recatadamente bajos, le daban un aire de cordero terco y porfiado, al mismo tiempo hosco y tierno. Retrocedí para ocultarme tras la esquina de un edificio próximo y dejar que andará treinta o cuarenta yardas antes de volver a seguirla. Al ver que oscurecía, temí por un instante que mi tarea se complicara más si cabe, pero era tal el alivio que sentía por poder abandonar el barrio de los muertos, que en realidad eso no me preocupaba. Únicamente me importaba volver con los vivos, ver rostros animados, colores, oír sonidos, llamadas, risas, gritos, y respirar olores diferentes a esos infectos vapores de osario que impregnaban todo el barrio a orillas del Hoogly.

En contra de lo que había esperado, Keller no volvió a tomar el camino del barrio colonial. Caminando con el mismo paso tranquilo que a la ida, se dirigió hacia el este, hacia la noche que caía con rapidez, adentrándose cada vez más en la parte estrictamente hindú de la ciudad. Aquí ya no había líneas de tranvía. Ni asfalto en el pavimento. Ni iluminación pública. Sólo algunos postes eléctricos cortados a golpes de machete en una madera esponjosa y unidos por un delgado haz de hilos que zumbaban y a veces lanzaban largas chispas azuladas sobre la cabeza de los indiferentes transeúntes. Aquí ya no había hoteles lujosos destinados a los turistas de la madre patria, sino tugurios atestados de parásitos, covachas adonde habían ido a parar los campesinos de las provincias, trayendo consigo los gérmenes del cólera, de la peste, de la malaria… Tampoco había iglesias, sino templos donde se adoraba a dioses extraños. No había teatros ni óperas, sino estrados de planchas carcomidas donde ascetas de carnes flacas hundían en su cuerpo pesados ganchos de acero, mientras recitaban, ensangrentados y erguidos, medio millar de versos del Mahábhárata.

Keller se adentraba por estas callejuelas, bajo estas arcadas y estas galerías, a través de túneles cada vez más negros y repletos de gente, como si las hubiera recorrido desde su más tierna infancia. No me resultó fácil seguirla. Es verdad que era alta; pero a pesar de su rubia cabellera, único estandarte claro entre las nucas negras en esos conos de sombra que eran las calles del barrio, a cada segundo que pasaba se me hacía más difícil distinguirla. Tuve que acelerar el paso, e incluso empujar con cierta rudeza a un hombre cargado con un cesto de fruta que no quería apartarse de mi camino, para no perder definitivamente a Ostara Keller en el increíble dédalo que había decidido recorrer.

La chica marcó una pausa en la desembocadura de una calle que formaba, con la encrucijada de otras dos, una especie de plazoleta. Durante un instante pareció rastrear con la mirada un signo en una casa, un glifo, una referencia cualquiera, y luego llamó a la puerta baja de un edificio de tres pisos con una fachada casi ciega, perforada sólo por estrechas ventanas cerradas. La cal de sus paredes, teñida de un azul a la vez profundo y vivo, tenía el color exacto del cielo crepuscular. La plaza estaba casi vacía. Cinco o seis chiquillos jugaban tranquila y silenciosamente en la arena cerca de un gran matorral florido. Sentado sobre sus talones, un adulto barbudo, descalzo y tocado con un turbante rojo que le envolvía los cabellos, parecía vigilarles. El hombre se entretenía tallando una vara con una especie de largo cuchillo de hoja doble que consideré poco indicado para hacer este tipo de trabajo. Aparte de Keller y de mí, eran los únicos seres humanos que había en la plaza. Interrumpí mi avance, y traté más bien de retroceder para buscar algún rincón en sombras. Pero no fue necesario. La puerta de la casa azul se abrió y Keller entró, desapareciendo sin dudar en el edificio como lo hubiera hecho un cliente normal entrando en una tienda corriente. Yo estaba desconcertado. No había nada en el exterior de esa casa que me permitiera atribuirle una función determinada. Escruté la fachada sin descubrir nada anormal. Ninguna luz se filtraba por las escasas ventanas que daban a la placita. Ni luces ni sonidos. Aquí, decididamente, todo estaba en calma. La agitación de las calles de alrededor, sus ruidos, sus gritos, sus espectáculos grotescos y violentos, no eran más que un mal recuerdo. Me acerqué a mi vez a la casa azul. Y entonces mi mano se lanzó por sí misma contra el panel de madera y descargó sobre él tres golpéenos secos y enérgicos, sin que tuviera realmente tiempo de darme cuenta de lo que hacía. ¡Me dominó el pánico! ¿Por qué no había esperado tranquilamente a que Keller saliera, en lugar de arriesgarme a llamar la atención de esta manera? Quise batirme en retirada, salir corriendo y atravesar la plaza para ocultarme luego en algún rincón. Pero ya era demasiado tarde. La puerta se abrió y un pequeño ser -sus rasgos eran tan disarmónicos y las formas de su cuerpo tan contrahechas que no pude establecer si era varón o hembra- me rogó que entrara, sin que mi presencia pareciera causarle la menor sorpresa. Aún podía pretextar un error, desde luego, pero mi curiosidad se impuso. Me agaché, pues, para franquear esta puerta baja, más adecuada para un niño que para un hombre hecho, y me encontré en una especie de pasillo abovedado, oscuro, con las paredes brillantes de humedad. La atmósfera era asfixiante, y me pareció como si me hallara en la galería de acceso de una gruta que se adentraba en el corazón de una montaña perdida. El portero corrió el cerrojo tras de mí y luego apartó una cortina. Un largo pasillo recto se extendía ante nosotros, sin que mis ojos fueran capaces de distinguir el final. La pequeña criatura avanzó con los pies desnudos, dando pasitos cortos y rápidos por el pasadizo sin mostrar prisa ni temor, como si fuera lo más natural del mundo que un extranjero se presentara a la puerta de esta vivienda y fuera recibido sin preguntas. Podía sentir bajo mis pies -más que verlo realmente- que el suelo se inclinaba claramente hacia abajo. Así caminamos durante unas treinta yardas a lo largo de esta galería de paredes lisas, sin puertas ni adornos, y luego el guía apartó los pliegues de una segunda cortina y entré en una sala vasta y oscura como una nave de iglesia, pero de techo bajo y maloliente. Unas cuantas personas estaban tendidas allí sobre esteras dispuestas en líneas bien trazadas. Dos o tres ayudantes, adolescentes ataviados con túnicas de mal cáñamo, atendían en silencio a uno u otro de los tendidos, afanándose en secarles el sudor que se les deslizaba por el rostro o en reavivar con abanicos de papel los pequeños braseros que crepitaban ante ellos. A veces se oía una queja apagada, un grito sordo y breve venido de no se sabía dónde, que quebraba por un segundo el silencio relativo del lugar. Durante un instante -un instante muy breve-, creí que me encontraba en una especie de dispensario, de hospital de barrio, donde almas bondadosas recogían a los enfermos solitarios; pero cuando mis pupilas se abrieron definitivamente a la luz brumosa que flotaba en la sala, vi que los pacientes llevaban en la boca largas pipas. Estaba en un fumadero de opio.

Asqueado por el olor dulzón del veneno, y alarmado sobre todo por encontrarme, muy a mi pesar, en este antro consagrado a la degradación humana, quise retroceder, abandonar este lugar que me hacía sentir peor aún que la orilla donde incineraban a los muertos, pero sentí que una mano me sujetaba de la ropa y me estiraba hacia delante. Mi guía seguía ahí, sin decir nada pero sacudiendo la cabeza para hacerme comprender que tenía que atravesar la sala común para dirigirme al destino que me tenía reservado. Cruzamos este primer vestíbulo y luego franqueamos un arco, también cerrado por un grueso velo, para llegar a una habitación igualmente vasta, igualmente oscura, pero vacía en su parte central y dotada, en cambio, de alcobas privadas horadadas en tres de sus paredes. Algunas -muy pocas, dos o tres a lo sumo- estaban cerradas por un biombo de laca. El pequeño monstruo me hizo sentar en uno de los nichos libres, me sacó los zapatos, arregló los cojines y me conminó a que me tendiera sobre ellos. Yo no me atreví a protestar ante el temor de llamar la atención, pero naturalmente sólo pensaba en Keller… Estaba muy cerca, no me cabía ninguna duda. Pero ¿dónde? Yo había golpeado a la misma puerta que ella, caminado a lo largo de un único pasillo recto sin aberturas ni puertas laterales, desembocado en una primera sala donde sólo había visto a indígenas, y luego entrado en esta nueva sala con alcobas con todo el aspecto de no tener salida. ¿Cómo se explicaba aquello? La solución era simple. Keller sólo podía encontrarse en uno de los escasos nichos ocupados. Si quería volver a seguirla cuando saliera de aquí, la solución más sencilla era esperar en esta alcoba a que la joven se decidiera a marcharse. Después de todo, esta opción no era tan mala. El pequeño empleado desplegó un biombo ante mí y luego desapareció unos minutos, durante los cuales reinó el silencio. Aunque oí toser un poco a mi derecha, y también algo que se agitaba suavemente un poco más lejos, al parecer, incluso sumergidos en la semiinconsciencia de la droga, los adeptos parecían tener aún la voluntad de respetar el silencio del lugar y la tranquilidad de los otros clientes. La criatura volvió, colocó ante mí una ancha bandeja circular cargada de objetos diversos, encendió un pequeño hogar posado sobre un trípode de fundición y, en un murmullo apenas audible, abrió por fin la boca para pedirme cinco libras inglesas. Me resigné a pagar, naturalmente, y luego me dejaron solo en un lugar que no me gustaba, frente a un muestrario de materias e instrumentos que de ningún modo tenía intención de utilizar. De todos modos debía disimular, porque tenía la certeza de que pronto vendrían a controlar que no me faltara nada. En primer lugar, simulé que manipulaba despacio algunos objetos y luego me volví contra la pared, conservando en mis manos la pipa que me habían dado.

Debió de transcurrir una hora en esta posición, sin oír nada y sin que nadie se preocupara por mí. Y luego, de pronto, reconocí el sonido del roce de los pies desnudos del gnomo y sentí que se deslizaba en mi alcoba. Me crispé en mi postura, cerrando los ojos para representar mejor mi papel de durmiente. Se escuchó un ligero tintineo metálico, como si colocaran nuevos objetos sobre la bandeja, y luego el sirviente partió, el silencio volvió, mis músculos se relajaron y me atreví a volverme. Sobre la bandeja de cobre estañado humeaba ahora una tetera. Una taza, una especie de tarro de mermelada y un plato hondo lleno de bolitas de pan blanco completaban el nuevo servicio. Aquello era como un regalo caído del cielo: yo no había comido nada desde mi desayuno en el Harnett y la marcha por la ciudad indígena me había agotado y me había dejado sediento. Controlando pésimamente mis movimientos, preocupado como estaba en centrar toda mi atención en los ruidos que podían llegar en cualquier instante de las otras alcobas revelando una partida repentina, bebí ávidamente la mayor parte del contenido de la tetera. El parcial apaciguamiento de mi sed desencadenó mi hambre. Sin desconfiar, probé la mermelada. Le encontré un gusto dulzón, difícil de identificar. Primero creí que era higo, pero había otros aromas más almizclados tras este primer gusto agradable. A pesar de todo, tomé dos o tres cucharadas, hambriento como estaba, y luego me acabé el té antes de tumbarme de nuevo sobre los cojines. Seguía sin oírse ningún ruido en la sala. Nadie había venido a instalarse desde mi llegada. Y tampoco había salido nadie. Tanto para ocupar mi mente como para tener la sensación de que no estaba perdiendo el tiempo, traté de hacer balance de este día, pero no tardé en darme cuenta de que cada vez me costaba más enlazar una cadena de pensamientos lógicos. Como un barco de cabotaje arrastrado a alta mar por corrientes demasiado fuertes, mi cerebro empezaba a derivar sin que yo comprendiera realmente la causa. ¿Era la fatiga? ¿La tensión nerviosa? Mis párpados se cerraron de golpe y fue como si me encerraran en una caja. Sin percibir ya nada del mundo exterior, erré un buen rato entre visiones y pesadillas; me sentía incapaz de remontar a la conciencia. Vagamente, sin saber si aún deliraba o si mis percepciones eran reales, sentí de pronto que mi horizonte basculaba.

Me sujetaron, me levantaron como a un niño. Me debatí un poco, creo, sin efecto alguno. Oí el chasquido de una puerta. Un viento fresco pasaba sobre mi rostro, pero mis ojos seguían negándose a abrirse, y mis miembros a moverse. Mi cuerpo, paralizado, ya no era sino el de un cadáver, aunque mi espíritu, poco a poco, volvía a la superficie. Durante una eternidad creí que nunca volvería a recuperar mis facultades físicas. Que estaba condenado a no ser más que un pensamiento perdido en un cuerpo inerte. Sin embargo, lentamente la vida volvió a mí. Primero oí unas risas. Cacareos infantiles, débiles y agudos. Unas manos me rozaban la mejilla, la frente… Abrí los ojos con grandes esfuerzos. Por fin, después de no sabía cuántas horas de ausencia, volvía en mí. Me encontré frente a un rostro de niña que me sonreía. Era ella la que había tendido la mano hacia mí. Al ver que me despertaba, se echó a reír, lo que hizo surgir tras ella otros píos infantiles, procedentes de unas siluetas que poco a poco salieron de la sombra. Creí reconocerlas. Eran los chiquillos que había visto jugando en la plazoleta al caer la noche, cuando Keller había entrado en el fumadero de opio.

La niña que me miraba debía de tener unos diez años. Era bonita y no iba demasiado mal vestida; sus grandes ojos oscuros le daban un aire extremadamente dulce. Por su actitud, parecía ser la cabecilla del grupo, la más descarada, la más viva también. Quise incorporarme para sonreírle mejor, pero cuando vio que los músculos de mis miembros recuperaban un poco de su antiguo vigor, su rostro se enfurruñó enseguida y me abofeteó con todas sus fuerzas antes de lanzarse sobre mí, mientras sus compañeros me agarraban por los tobillos y los hombros para tratar de colocarme bien plano sobre el duro suelo. Sorprendido, aturdido por la violencia del golpe que la chiquilla acababa de lanzarme en plena cara, sucumbí al peso del enjambre de golfillos que sólo pensaban en aprovecharse de mi debilidad para saquearme. Diez pequeñas manos se hundieron inmediatamente en mis bolsillos para vaciarlos del menor objeto que en ellos pudiera encontrarse: monedas, pañuelo, y también cartera, documentos de identidad, llaves… Me soltaron el cinturón, deslizaron el reloj de mi muñeca y me arrancaron los gemelos… Finalmente, sin duda para vengarse del magro botín que todo esto representaba, la banda empezó a golpearme con una violencia y una crueldad de la que nunca hubiera creído capaces a unos niños. Durante medio minuto sentí llover los golpes sobre mí. Los chiquillos rasgaron mi piel con sus pequeñas uñas, tiraron de mis cabellos y los arrancaron a puñados, martillearon mis costillas con sus plantas desnudas como si fueran planchas podridas que había que hacer ceder y me golpearon con saña la mandíbula, las sienes y los dientes con sus puños sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Luego, en respuesta a una señal misteriosa que no comprendí, el ataque cesó y la horda se dispersó lanzando aullidos eufóricos. Por encima de mí, ya sólo había un cielo tachonado de estrellas.

Tardé un buen rato en recuperar el control de mis miembros. No sólo los efectos de la sustancia que había tragado en el fumadero afectaban todavía a mis reacciones nerviosas, sino que todo mi cuerpo estaba atravesado por intensos dolores provocados por las contusiones. Finalmente, sacando fuerzas de flaqueza, conseguí levantarme. Sangraba por la nariz y me había mordido la lengua a resultas de un puñetazo, pero no tenía ninguna fractura. La operación de seguimiento se había ido al garete. No podía pensar en esperar a Keller y seguirla en este estado. Por otra parte, ¿quién me decía que no había abandonado el tugurio mientras yo sufría los efectos del tóxico sobre la calzada? Aquello había podido durar mucho tiempo. Mi organismo, virgen hasta este día a la exposición de estupefacientes, era seguramente un terreno excesivamente receptivo a sus efectos. Decidí, pues, abandonar la partida por esta noche y opté por volver al barrio colonial para pedir un poco de ayuda.

Orientarme en el dédalo de callejuelas me llevó cierto tiempo, y el hecho de caminar sin mis zapatos -tal vez olvidados por los ayudantes del fumadero o bien dejados junto a mí y robados por los pequeños saqueadores- dificultó aún más la tarea. Por suerte, a esta hora avanzada de la noche, la ciudad estaba casi vacía y me resultaba más fácil circular sin llamar demasiado la atención. Antes de lo que había esperado, algunos puntos de referencia me condujeron hasta las inmediaciones del Hoogly, y luego, desde allí, conseguí llegar finalmente hasta la Moore Avenue, donde divisé a una patrulla que me acompañó hasta el puesto de policía más próximo. Las humillaciones empezaron allí. En primer lugar tuve que confesar que, pese a las apariencias, yo no era un simple civil que había tenido un mal encuentro durante una noche de juerga en el barrio indígena, sino un oficial del Mié en cumplimiento de una misión. Luego tuve que pedir que me devolvieran a mi cuartel, para que el capitán Gillespie confirmara mi pertenencia a su equipo y los policías dejaran por fin de sospechar que había ido a los bajos fondos para satisfacer no sé qué clase de hábitos viciosos. Evidentemente, aquello no era más que un preámbulo. Los verdaderos problemas hicieron acto de presencia cuando tuve que rendir cuentas de mi jornada a mi superior. Cuando le confesé que me había dejado arrastrar estúpidamente por el impulso de entrar en el fumadero sin saber dónde ponía los pies y que me había tragado sin desconfiar una mermelada opiácea, Gillespie explotó.

– Le pedí espíritu de iniciativa e independencia, Tewp. ¡No que embistiera contra todo bicho viviente con los ojos cerrados sin asegurar antes su retaguardia! ¡Sobre todo cuando Edmonds me ha explicado que la chica se pasó la mañana parloteando con Küneck! Esto condiciona nuestro asunto hasta el punto de que ha cambiado completamente de categoría… ¡Si este tipo se desplaza para verla, es que ella es importante! De modo que redoble la prudencia, Tewp, y sobre todo no tome iniciativas cuando está solo sin asegurarse de que puede asumirlas hasta el final. Y además, en este maldito país, ¡no se eche nada al coleto que no haya identificado claramente! ¿Me he explicado bien?

– Perfectamente, capitán -dije con voz pastosa e insegura, contrariado al constatar que los acontecimientos se habían puesto de pronto en mi contra.

A la larga, Gillespie pareció calmarse un poco. Eran las cuatro de la madrugada. Gillespie no era un agresivo de largo recorrido. Un ordenanza nos había subido café recién hecho. Lo bebimos juntos, en señal de paz, sentados en el alféizar de una de las altas ventanas abiertas que daban al parque, aprovechando el frescor y el silencio nocturno, contemplando cómo el alba enrojecía lentamente la línea del horizonte. La conversación volvió a Keller y al comportamiento que había tenido a orillas del Hoogly. Todo aquello parecía sumergir a Gillespie en un abismo de perplejidad. Me preguntó qué conclusiones sacaba yo de aquel interés aparente por lo mórbido. Desde luego, ésta era una cuestión que me inquietaba desde que había comprendido que Keller experimentaba un placer especial fotografiando muertos. Que una joven pudiera ensuciarse los ojos y el alma con semejantes contemplaciones era un misterio para mí. Y también algo que me hacía sentir incómodo.

– Es extraño… Pero, al fin y al cabo, es bueno para nosotros -me dijo Gillespie. -¿Bueno, capitán?

– Después de una jornada de observación, sabemos que esta chica está indudablemente en contacto con un miembro importante de una red extranjera, que le gusta pasearse por los cementerios hasta el punto de volver de ellos con un cráneo bajo el brazo ¡y que es opiómana! Lo cierto es que esto nos abre un abanico de perspectivas para actuar contra ella. Y aún más vías, tal vez, para manipularla…

– ¿Piensa en hacerla cambiar de bando?

– Esperemos un poco aún, pero es una posibilidad que hay que plantearse a la primera ocasión en cuanto un agente enemigo presenta una debilidad… Y me parece que efectivamente Keller es una joven débil… Muy débil, sí…

HABITACIÓN 511

En la mitad de nuestra segunda jornada de vigilancia, abandoné el cuartel para ir a hacer mi turno de guardia. La víspera por la noche, el asistente Mog había encontrado el Chevrolet abandonado. Un poco después de medianoche creyó ver a Keller volviendo sola al Harnett. Luego Edmonds le había relevado y Mog había corrido al despacho de Gillespie para anunciarle que yo había desaparecido; pero no tuvo tiempo de alarmar a nadie, porque en ese preciso instante yo acababa de hacer mi entrada rodeado de una cuadrilla de policías… Después de mirarme un momento con ojos de besugo, Mog había dado media vuelta como si nada hubiera ocurrido, y ni siquiera había tratado de saber qué había podido pasarme. Con mis heridas superficiales ya limpias y vendadas, me sentía preparado para retomar mi papel, intrigado por saber a qué consagraría hoy su tiempo la señorita Keller. Casi feliz de volver a encontrarme ante el Harnett, empecé a repasar con calma los acontecimientos de la víspera. Ciertamente, había cometido un error imperdonable que unos chiquillos habían aprovechado para limpiarme los bolsillos. Había perdido un poco de dinero y había tenido que pedir duplicados de algunos documentos administrativos. Pero nada tan grave, en el fondo, si se pensaba en las perspectivas que ahora se le ofrecían a Gillespie de conseguir que Keller cambiara de bando.

Ciertamente, la adicción de la joven al opio podía ser explotada. En las Indias, como en cualquier otra ciudad de los Establecimientos del Estrecho, el opio era una droga autorizada cuya venta estaba estrictamente controlada. Desde luego, su consumo no se promovía, pero seguía siendo un artículo de exportación sobre el que descansaba una buena parte de la economía del subcontinente. Que Keller se arruinara el cuerpo y la mente impregnándose de este veneno casi me inspiraba compasión, pero eso nos proporcionaba un terreno propicio para el chantaje e incluso hacía posible una total conversión de la austríaca a nuestra causa.

El interior del gran Chevrolet estaba saturado de vahos de sudor, de vapores emanados de los cadáveres de las botellas de cerveza y de la bruma estancada de humo de cigarrillos. Todo el conjunto despedía un olor infecto que, de todos modos, aún era preferible a los relentes de orina recalentada que me envolvían en cuanto bajaba los vidrios para buscar un poco de aire en el exterior. Aliviándose como perros, Edmonds y Mog habían regado copiosamente el tronco de un árbol muy cercano. Esta mezcla infernal me dio náuseas, pero no me quedó otro remedio que resignarme a soportarla. Me instalé lo mejor que pude y, suspirando como un condenado a galeras, me preparé para pasar largas horas en tal inconfortable ambiente. Y entonces, de pronto, los acontecimientos se precipitaron de nuevo. Keller salió del hotel y subió a un taxi que esperaba en las inmediaciones. Con el corazón palpitante, salí en tromba del Chevrolet y corrí tras el vehículo para ver qué dirección tomaba. Estaba desesperado. Lo peor que podía pasar estaba a punto de producirse: la austríaca se me escapaba y yo era incapaz de seguirla por mis propios medios. Busqué con la mirada un taxi al que poder saltar, pero a esa hora era inútil. El calor del mediodía había vaciado las calles, que ahora estaban casi desiertas. No había nada en el horizonte que pudiera sacarme del apuro. Furioso, apreté los puños hasta que se emblanquecieron las falanges; ¡y entonces se me ocurrió de pronto que podía transformar este fracaso en un triunfo! Esta partida me ofrecía en bandeja una ocasión perfecta para registrar su habitación. Mi corazón se aceleró. No cabía duda de que el riesgo era muy real: yo estaba solo, sin cobertura para proteger mi retaguardia, y Keller podía volver en cualquier instante. Si me dejaba atrapar, condenaría a la ruina nuestras discretas operaciones de vigilancia. Pero si todo iba bien, podía hacer que en poco tiempo nuestras investigaciones dieran un gran salto adelante. La tentación era demasiado fuerte. Sin seguir ningún hilo conductor, actuando sólo por instinto y aprovechando las oportunidades del momento, entré en el hotel y me puse a vagar por el vestíbulo.

No tenía ni idea de cuál podía ser el número de habitación de la chica ni sabía en qué piso se alojaba. En primer lugar tenía que ingeniarme un truco para conocer esa información sin despertar las sospechas del personal del hotel. Me apoyé en una consola, arranqué una página de mi agenda y simulé que garrapateaba unas palabras; luego pedí un sobre al recepcionista, metí mi papel dentro y, con mi mejor escritura, tracé en el dorso el nombre de Keller. Como había esperado, el encargado no desconfió y depositó el mensaje en blanco en la casilla de la habitación de Keller, donde ya se encontraba su llave, la casilla 511. Satisfecho, fingí que me marchaba pero, rodeando un ancho pilar, volví discretamente sobre mis pasos y me dirigí hacia el ascensor, que en ese momento vomitaba un lote de turistas ingleses que se iban de excursión, con la guía Baedeker de Bengala ya abierta entre las manos. El botones con librea cerró tras de mí la pesada reja de metal negro y pulsó el mecanismo de ascenso. Mientras la cabina se deslizaba sobre sus cables engrasados, me concedí una pequeña sonrisa complaciente en el espejo que tenía enfrente. En esa época, no había ningún auténtico romanticismo ligado al oficio de espía. El cine nada sabía de esta profesión, y la literatura, a pesar del reciente éxito de las aventuras de Ashenden, el héroe de Somerset Maugham, aún no había explorado todas las sutilezas del oficio. A ojos de la mayoría de los oficiales, la información era un asunto más relacionado con vulgares tareas de policía que con la auténtica estrategia militar. Fueran artilleros, caballeros, infantes, marinos o zapadores, nadie en el ejército se preocupaba de ocultar su desprecio hacia la gente del MI6. Pero a mí poco me importaba el prestigio mínimo que los otros otorgaran a nuestras funciones, porque empezaba a tomarle gusto a lo que hacía. Lo consideraba un juego. Un juego de niños grandes, sin duda, y un juego no exento de peligro, cierto, pero también excitante, nuevo y divertido…

Una vez en el quinto piso, recorrí durante unos instantes los largos pasillos artesonados para hacerme una idea lo más exacta posible de la geografía del lugar. El hotel estaba construido según un plano general en L: la fachada principal daba a la plaza donde estaba estacionado el Chevrolet y el ala restante constituía el arranque de una calle más estrecha y poco frecuentada. La entrada de la habitación 511 se encontraba en ese lado. Probé a girar el pomo de la puerta pero, como era de esperar, estaba bien cerrada. Con el corazón en palpito y vigilando que no apareciera nadie en el pasillo, golpeé suavemente la puerta de la habitación vecina para saber si estaba ocupada. No hubo respuesta. Tanteé a la suerte e intenté entrar. La puerta se abrió. Era una habitación libre de huéspedes que el personal de planta no había cerrado. Caminando de puntillas, para hacer el menor ruido posible, me acerqué a la ventana, la abrí y eché una ojeada al exterior. A lo largo de la fachada corría una cornisa que, si tenía valor para pasar al otro lado del balcón, tal vez podría conducirme hasta la ventana de la habitación de Keller. Estaba decidido incluso a romper un vidrio para entrar y simular un robo, y hasta a llevarme algunos objetos de valor para acreditar esta tesis; pero, para mi gran alivio, pude ver, al inclinarme hacia fuera, que las hojas de la ventana estaban entornadas. Ante la certeza de que esta mañana la suerte estaba de mi lado, no dudé ya en pasar al otro lado de la barandilla de hierro y situarme sobre la cornisa. Procurando no mirar hacia abajo y sin preocuparme por saber si podían verme, franqueé con suma rapidez las escasas yardas que me separaban de la 511, y luego salté al balcón, pasé la mano por la abertura de la ventana e hice saltar el pestillo. Estaba exultante. Mi jugada de póquer había funcionado a la perfección. La suerte del debutante, dirán los celosos. Es posible. En cualquier caso, había triunfado, gracias sólo a mi propia iniciativa y a mis cualidades personales, ahí donde el propio capitán Gillespie tal vez hubiera fracasado, donde Edmonds no hubiera podido aventurarse de ningún modo, y donde Mog -estaba seguro- ni siquiera hubiera podido pensar en llegar. ¡Estaba realmente orgulloso de mi actuación!

Era imperativo que a su vuelta Keller encontrara sus enseres personales, y hasta el menor objeto decorativo, en el sitio exacto donde los había dejado al salir. Decidí renunciar, pues, a toda búsqueda apresurada y examinar cada mueble por turno, tomando nota mentalmente de la disposición original de las cosas que me vería obligado a desplazar. La meticulosidad y el orden son, sin duda, cualidades que hacen ganar más tiempo cuando éste escasea. En cualquier circunstancia, la precipitación no es, al fin y al cabo, sino un lujo de ocioso. Cerca de un gran fonógrafo colocado sobre una cómoda, vi un montón de discos desparramados por el suelo. Miré vagamente las fundas. Estaban Zita Hóllander, una vedette alemana que hacía la competencia a Marlene Dietrich, Carolina Jis y Harold Beauchamp, a los que no conocía… Abrí el gran ropero y verifiqué concienzudamente los bolsillos de todos los vestidos, sin encontrar nada significativo. En los dos bolsos dejados sobre un estante tampoco había nada que no fueran objetos corrientes, y obtuve el mismo resultado negativo al registrar otro armario ropero que sólo contenía ropa blanca. Finalmente, cuando tuve la certeza de que no había nada más que examinar, me puse a inspeccionar el secreter de la antecámara de la suite de Keller. En la bandeja, junto a un frasco de pastillas con la etiqueta Pervitine, reposaba una máquina de escribir de viaje en medio de hojas dispersas con anotaciones escritas en alemán. Las recorrí rápidamente con la mirada y leí nombres de personalidades indígenas o inglesas: Bose y Gandhi, desde luego, pero también lord Linlithgrow, el virrey de las Indias, o el propio Eduardo VIII… Todos los cajones del escritorio estaban abiertos. Era evidente que la joven no contaba con recibir una visita inopinada. ¿Creería tal vez que poseía una cobertura a toda prueba, o es que, al fin y al cabo, no tenía nada que ocultar? En uno de los cajones guardaba un expediente cerrado con una correa. Lo abrí. Contenía páginas de gran formato, dobladas en dos, en las que aparecían dibujados círculos de tamaños diversos marcados con extraños símbolos cuyo significado exacto me era desconocido, pero a los que encontré alguna similitud con los que en otro tiempo se utilizaban en química para designar los elementos antes de la clasificación periódica de Mendeleiev: un círculo con un punto en el centro para el oro, una media luna para la plata, un círculo atravesado por una flecha para el hierro… Líneas oblicuas rojas, verdes y azules rayaban estos diagramas en todos los sentidos y daban al conjunto el aspecto de una red de mallas irregulares, de telaraña distendida… Había nombres inscritos en la cabecera de cada hoja, así como fechas y lugares. Saqué mi cuaderno de notas y transcribí al azar, tan deprisa como pude, toda una serie de anotaciones; pero había demasiadas, tal vez tres docenas, y tuve que decidirme a copiar sólo un puñado, porque quería continuar con mi registro sin mayor pérdida de tiempo.

En la mesilla de noche hice el descubrimiento que poseía un interés más inmediato, el más concretamente explotable. Se trataba de una libreta de croquis que contenía tanto dibujos como notas redactadas a veces en inglés y otras en alemán, un grueso volumen compuesto, de hecho, de varios estratos, una recopilación, una pila de cuadernos de diferentes orígenes. Los papeles variaban, igual que los colores de las hojas y su textura. Algunas páginas estaban pegadas entre sí, y a veces podían verse los bordes irregulares de hojas antiguas arrancadas parcial o totalmente. El estilo de la escritura y la calidad de los dibujos también cambiaban, se precisaban, maduraban a lo largo de todas estas páginas. Era una especie de diario de viaje, o mejor dicho, un diario íntimo. El de Keller. A primera vista, la chica debía de llevar este registro desde hacía cinco, o quizá diez años, tal vez incluso desde que era una niña… El volumen tenía unas trescientas hojas cubiertas de una escritura fina, suelta, clara y elegante. Un lector asiduo y bilingüe hubiera necesitado dos o tres días para llegar al final, y yo mismo, aun limitando mi interés a los párrafos en inglés, sin duda no hubiera podido efectuar una lectura seria en menos de una docena de horas. Era evidente que no disponía de semejante tiempo, de modo que decidí echar una rápida ojeada a los dibujos, confiando en que éstos resumieran las grandes líneas del texto.

Los primeros esbozos eran simples paisajes campestres que no merecían un examen más profundo. Luego venía una serie sobre villas modernas con altas torres agudas y amenazadoras, grises y lisas como sílex. El trazo aquí ya había adquirido carácter, y mostraba un estilo, una energía, una personalidad consolidadas, fuera del tiempo y las modas. Los primeros retratos venían inmediatamente después. Keller había hecho bosquejos de gente de la calle, personajes anónimos, transeúntes corrientes: una joven madre que arrastraba tras de sí a un niño como si fuera un fardo, un vagabundo apoyado contra una pared, un negro lustrador de zapatos, empleados de oficina saliendo en manada de una boca de metro… Personas que parecían abrumadas por el destino, y la línea del dibujo lograba transmitir el sufrimiento, la angustia, la humillación que debían de constituir su carga común. Sin embargo, no descubrí ningún atisbo de piedad en el trazado de los rostros y las siluetas. No había compasión ni caridad en la expresión de la miseria humana. Aun al contrario, el artista parecía sentir una enorme repugnancia por estas gentes, y acentuaba hasta la repulsión los detalles miserables de sus anatomías, el abandono en su vestimenta y en sus poses. Este miserabilismo contrastaba con los croquis siguientes, consagrados a esos famosos Juegos Olímpicos de agosto de 1936 que se habían desarrollado apenas unas semanas antes en Berlín. Keller no se había contentado con fotografiar los acontecimientos para su diario, sino que también los había dibujado con un raro talento, y consideré incluso que este trabajo era en muchos aspectos mejor que las fotos aparecidas en Der Angriff. Visiblemente, estas obras no reflejaban ya repugnancia, sino, bien al contrario, una gran fascinación por los cuerpos humanos que se enfrentaban en ejercicios de lucha, de esgrima, de equitación o lanzamiento.

Sabiendo que disponía de muy poco tiempo, volví rápidamente estas páginas y descubrí luego una decena de retratos consagrados a dignatarios del Partido Nacionalsocialista. Reconocí al grueso Goering y al demacrado Goebbels… Reconocí también al propio canciller. Pero no pude poner nombre a los otros. Había demasiados. Después de un largo pasaje de texto, en un estilo que hacía pensar en Callot, en Durero, se sucedían una serie de ilustraciones de punta seca que extraían su inspiración de los cuentos infantiles. Se veían caballeros, monstruos y seres fabulosos errando en el crepúsculo en torno a sencillas cabañas de campesinos, en las que brillaba, en el alféizar de una ventana, una escuálida candela… Unas páginas más adelante, mi corazón se aceleró al reconocer en los dibujos la India y las calles de Calcuta. Primero había algunas vistas generales, anodinas, casi turísticas: la masa clásica del Victoria Memorial, un templo, e incluso la fachada del Harnett… La página siguiente estaba cubierta de esbozos que representaban a diversos notables hindúes, y luego, al volver una página más, descubrí un retrato acabado, muy trabajado, sin duda alguna el más hermoso, el más impresionante de los que Keller había trazado hasta el presente. Era el busto de un hombre en la flor de la vida. Ni muy joven ni demasiado viejo. Su rostro era noble sin altivez, grave sin tristeza, superior sin desprecio; su porte, fiero sin brutalidad, magnético sin vulgaridad… Extrañamente, no sé por qué, la elegancia de este hombre me hizo pensar en una espada forjada por un maestro. Los bustos y retratos de cuerpo entero de las páginas siguientes desarrollaban las cualidades del primer dibujo. Por todas partes aparecían los mismos largos cabellos negros, las anchas espaldas, los grandes ojos almendrados sombreados por gruesas pestañas, el perfecto clasicismo de los rasgos… Las poses y la ropa cambiaban, desde luego. Las actitudes, primero académicas y un poco rígidas, se suavizaban, se aproximaban a las poses de la vida corriente, mostrando al hombre sentado al pie de un árbol, conversando con otras siluetas apenas esbozadas o bien caminando solo sobre un arenal… Y luego venían los desnudos. Diez, quince tal vez… Crudos. Indecentes. Escandalosos. En ellos el hombre estaba representado en toda su gloria, priápico hasta el exceso, ardiente hasta la caricatura, efectivo hasta el asqueo… Pensé en ciertos grabados abyectos de Bayros o de Aubrey Beardsley que, en la universidad, algunos estudiantes licenciosos se divertían en hacer circular durante las clases y a los que un día había tenido casualmente acceso. Pasé tan deprisa como pude estas hojas obscenas hasta que empezó otra serie. El individuo, esta vez, ya no estaba solo, sino que había ganado a una compañera hecha a su semejanza. ¿Qué edad podía tener? Como él, alrededor de treinta o treinta y cinco años. Y aunque indudablemente la arquitectura de sus rasgos difería, todo hacía pensar en una imprecisa relación de parentesco entre ellos. ¿Hermano y hermana? Sin duda no, porque decididamente había demasiadas diferencias; pero sí, tal vez, primos lejanos… La mujer estaba representada primero en retrato, y luego, como su compañero, en poses menos rígidas, como tomadas directamente del natural… Tenía siempre un aire helado, distante, casi reptiliano, que asustaba… Las páginas siguientes la mostraban desnuda. Pasé rápidamente estos dibujos. Pero enseguida, aun a mi pesar, volví a ellos.

Algo, un detalle, me había inquietado. No había querido examinar muy a fondo el cuerpo dibujado, pero mi mirada había captado una imperfección, una anomalía, que me turbaba. Me obligué a escrutar los trazos uno a uno. Sin duda el equilibrio de las masas era perfecto, el cuerpo, a la vez amplio y fino, frágil y musculoso, atraía… Estaba representado con gran exactitud, sin estilización ni amaneramiento, sino, al contrario, con una evidente preocupación de precisión y realismo. Y por esto me pareció tan extraño descubrir por fin lo que confería al dibujo de esta mujer un aire tan particular, tan inhumano. De hecho se trataba de un detalle ínfimo. De una pequeña sombra ausente en el hueco del vientre. Porque, en cada ocasión, el modelo femenino había sido representado con el abdomen totalmente liso, privado de ombligo. Lo verifiqué minuciosamente. No era un olvido fortuito. El error se repetía de forma sistemática en todas las poses de desnudo. Sin ninguna excepción… Aún perplejo, repasé las imágenes del modelo masculino sin encontrar la misma marca distintiva. El hombre estaba efectivamente provisto de una cavidad umbilical. Y entonces, el corazón me dio un vuelco.

Una gran fotografía ocupaba una de las últimas hojas de la libreta. Una fotografía en blanco y negro, tirada en un papel brillante de calidad y sujeta a la página por cuatro ángulos de cartón. Una fotografía en la que los dos modelos, el hombre y la mujer dibujados, aparecían representados con un aspecto no menos impresionante que en los dibujos precedentes. Reconocí el estilo fotográfico de Keller, sus juegos de sombras y su técnica característica de utilizar el contraluz. Los dos personajes estaban desnudos, enlazados ante una gran ventana que se abría sobre las líneas de árboles de un parque. Los dos estaban de cara al objetivo; el hombre tenía a la mujer en sus brazos y ocultaba a medias el rostro en los cabellos desechos de su compañera, mezclando sus mechas negras con las claras de su amante. El vientre y los muslos de ésta caían de lleno en una mancha de luz. Los dibujos no habían mentido. Ninguna depresión marcaba el abdomen femenino, decididamente más liso que un canto rodado. Cerré el cuaderno, sin duda más confundido de lo que en verdad quería confesarme, y permanecí un instante en suspenso, como si tuviera todo el tiempo del mundo, preguntándome qué debía pensar de este descubrimiento.

Un poco a regañadientes, guardé el diario donde lo había encontrado y continué el registro. Había una maleta de metal que aún no había abierto. Una maleta grande con algunos arañazos, y un poco abollada también, acaso porque debía de haber viajado mucho. No estaba cerrada con llave. Contenía material fotográfico profesional: cámaras, lámparas potentes para la iluminación de interiores, un trípode, bidones de productos inflamables para el revelado… Y además, enterrada en medio de este material y pasando casi inadvertida entre los instrumentos de óptica, una especie de lente larga, del tipo de las que se deslizan en las ranuras de un arma de fuego. Cogí el instrumento y lo observé un instante. Pude leer el nombre del fabricante alemán Mánnlicher, una reputada fábrica de armamento. Me llevé la mira a los ojos. El aumento era tan enorme que no pude enfocarla bien en el espacio de la habitación. Fui a la ventana y durante unos instantes efectué algunos ajustes groseros que me permitieron juzgar mejor la eficacia del aparato. Según mis estimaciones, estaba hecho para alcanzar objetivos a muy larga distancia, a media milla, o tal vez más. En ningún caso era un instrumento de aficionado. Enardecido por este descubrimiento, volví a colocar la lente en su sitio y me puse a palpar y a golpear la caja de metal, persuadido de que ocultaba un doble fondo en el que encontraría las piezas de un fusil de asesino profesional. Pero mis esfuerzos fueron inútiles; no parecía que hubiera nada oculto en esta maleta.

El cuarto de baño era la única habitación que aún no había visitado. Me dirigí a él. Un fuerte olor químico flotaba en el aire. Cubetas de revelador descansaban sobre una cómoda, y habían tendido un hilo de acero inoxidable sobre la bañera y enroscado una bombilla roja en el techo. Era evidente que Keller utilizaba este lugar para revelar sus fotografías. En un plato esmaltado se veían una cincuentena de fotos apiladas. La primera me llamó la atención. Era una de las piras de la orilla del Hoogly. Cogí maquinalmente el resto de la pila, ansioso por desgranar los temas que Keller había juzgado interesante captar con su objetivo. No me sorprendió ver grandes planos de cuerpos retorcidos, humeantes, vistas generales de las hileras de piras, toda una serie de visiones de horror no aptas para ojos infantiles. Abrí también los últimos armarios del cuarto de baño sin encontrar nada especial. Ya me disponía a irme, cuando recordé que aún no había visto el cráneo que la mujer había traído la víspera por la noche. ¿Qué había hecho con él? ¿Se había deshecho de la calavera? ¿La había olvidado en el fumadero de opio? ¿Se la había llevado al salir del hotel, o bien estaba oculta aquí, en un lugar que aún no había explorado? Mentalmente pasé revista a los muebles que había abierto, los cajones que había examinado, los armarios que había registrado. No recordaba haber olvidado ninguno. Si el cráneo aún estaba aquí, debía de estar escondido. Pero ¿dónde? ¿Y por qué? Volví, muy excitado, a la estancia principal, para tratar de adivinar dónde podía ocultarse un nicho; pero no pude encontrar nada. Me agaché para verificar los zócalos, las tablas del parqué e incluso, palpando a ciegas, la parte inferior de los muebles. Me dirigí de nuevo al cuarto de baño, escruté los azulejos uno por uno, y luego, ya desesperado, abrí la trampilla que permitía acceder a la conexión de la bañera. A ciegas, hundí mi mano en el oscuro agujero y palpé el interior. Mis dedos tropezaron con un objeto duro, liso, de ángulos rectos, sobre el que rechinaron mis uñas. Contorsionándome un poco, conseguí atraerlo hacia mí. Era una caja más alta que ancha, una especie de sombrerero sin colores ni ornamentos. No estaba cerrada. Me la coloqué sobre las rodillas y la abrí. Aparentemente, un único objeto había sido depositado en su interior. Reconocí el cráneo infantil que Keller había traído de la orilla de las piras. Mi palma lo sujetó como si cogiera un fruto duro caído de un árbol. Quería examinarlo, tratar de comprender por qué la joven había juzgado conveniente conservar este fetiche atroz y por qué se encontraba ahora ahí, oculto bajo la instalación del cuarto de baño. Como había podido constatar la víspera, esta estructura ósea tenía poca relación con la idea que uno se hace normalmente de un cráneo. No era blanco y brillante, como esos que, después de ser despojados de sus carnes mediante una larga ebullición, son utilizados luego por generaciones de estudiantes en las facultades de medicina. Este era, al contrario, de un color negruzco, cubierto de una especie de costra de hollín viscosa, resultado tanto de su paso por las llamas como de su entierro posterior en el osario. También le faltaba la mandíbula inferior, sin duda desencajada con los primeros calores por la fundición de los nervios y el cartílago. En cuanto lo tuve en mi mano, me di cuenta de que era más pesado de lo que normalmente hubiera debido ser. Yo no estaba, eso era evidente, acostumbrado a pesar esqueletos, pero lo sentí de forma instintiva. Tuve la impresión, o más bien el presentimiento, de que la cavidad cervical había sido rellenada con alguna clase de materia densa. Palpé, pues, esa cabeza en todos los sentidos, en parte como lo hubiera hecho con una arqueta misteriosa de la que hubiera perdido la llave. Pero no tuve que manipular mucho tiempo esta reliquia humana para encontrar el sistema de abertura. Era un simple corte de sierra horizontal que había separado la bóveda del fondo. No había ningún sistema de encajes, ni bisagra ni clavijas para unir las dos partes. Sólo un fino cordón de cera que había sido depositado sobre el corte y actuaba como una cola ligera.

No me había equivocado. El cráneo había sido efectivamente vaciado, transformado en recipiente; porque se habían introducidos algunos objetos en él. Objetos muy simples, pero que estuvieron a punto de hacer que mi corazón dejara de latir para siempre. Al principio, sin embargo, no fue casi nada. Dos pequeños rectángulos de una especie de pergamino enrollados en un delgado anillo de plata, sobre los que aparecían trazados, en uno, una palabra en escritura hindi, y en el otro, con una tinta de color pardo, una especie de dibujo, o mejor dicho, un pictograma. Una línea, a ratos quebrada y a ratos ondulada, que, corriendo a lo largo de un gran rectángulo dividido en casillas, formaba bucles y volvía sobre sí misma efectuando incomprensibles torsiones. Luego encontré un frasco transparente lleno de un líquido amarillo que presentaba la consistencia y la opacidad de un aceite, y que se enturbiaba con un montón de partículas pesadas, algunas de las cuales derivaban al azar, aunque en su mayoría se depositaban en el fondo del recipiente. Pero naturalmente no era esto lo que me había dejado helado. Mi corazón había dejado de latir justo en el momento en que había desplegado un cuadrado de papel satinado groseramente doblado en cuatro. Este cuadrado era una fotografía. Una foto bien enmarcada. Nítida. Casi un retrato de estudio. La imagen mostraba a un hombre en traje civil apoyado en un parapeto que dominaba un río que arrastraba muertos… ¡Y ese hombre era yo! Me tambaleé producto de la conmoción. Creo que no me hubiera sentido más confundido si hubiera tenido ante mis ojos la fotografía de mi propio cadáver. ¡Pero eso no era todo! Esta fotografía no sólo constituía la prueba fehaciente de que, a pesar de todos mis esfuerzos, Keller me había detectado mientras la seguía, sino que había algo infinitamente más grave, e infinitamente más turbador también… En las cuatro esquinas del retrato había unos añadidos. En el ángulo superior derecho, reconocí un pedazo cortado de mi pasaporte; en él, estaban escritos mi nombre completo, la fecha y lugar de mi nacimiento. Al mismo nivel, a la izquierda, la austríaca había adherido una mecha de cabellos al papel satinado con unas gotas de cera negra. En la parte baja creí reconocer un fragmento desgarrado de uno de mis pañuelos, y en la última esquina vi la llave más pequeña del llavero que me habían robado la víspera, pegada también a una mancha oscura.

De pronto, se aclaraban todos los detalles de mi incidente en el fumadero de opio. Nada había sido gratuito. ¡Keller me había conducido premeditadamente allí, había buscado un medio para hacerme perder el conocimiento, sobornando sin duda a la criatura andrógina con los pies desnudos para que me hiciera tragar un narcótico, y luego había pagado a los niños para que me atacaran, me desvalijaran y me arrancaran puñados de pelo! Pero eso no era todo. En los hombros, las caderas y el cuello, mi silueta estaba horriblemente acribillada de agujitas, tan oxidadas y corroídas que bastaba con rozarlas para que se pulverizaran. Nunca había visto nada parecido. Este descubrimiento fue la causa de que al instante me sintiera dominado por una repugnancia instintiva que casi me hizo cometer lo irreparable: sentí deseos de quemar estas inmundicias, de hacerlas desaparecer para borrarlas de mi memoria y conjurar su existencia. Por descontado, eso hubiera revelado el registro de la habitación, y aunque por mi culpa Keller supiera ya que la teníamos bajo vigilancia, había que evitar a toda costa que se sintiera demasiado presionada, acosada como un animal al que los cazadores persiguen de muy cerca. El buen sentido exigía que le dejáramos cierto margen de maniobra; no podíamos permitir en ningún caso que advirtiera que uno de nosotros se había introducido en sus aposentos y había sacado a la luz sus repugnantes secretos. Traté, pues, de calmarme, rociándome el rostro con agua fría, y luego, febrilmente, copié la palabra en hindi y el extraño circuito de la línea quebrada que ondulaba a través de las casillas como una serpiente en su jaula. A continuación guardé otra vez en el interior del cráneo todos los objetos que había encontrado en él, foto incluida, reajusté el casquete de hueso sobre su base y por último devolví la caja de cartón al lugar de donde la había cogido. Después de asegurarme que no había dejado ninguna señal de mi paso, abandoné la habitación 511 por el camino de la cornisa. La vuelta se efectuó sin especiales dificultades, aunque mi mente estuviera ya ocupada en prever las posibles consecuencias de mis descubrimientos. Porque, aunque evidentemente no sabía nada del modus operandi que Keller empleaba, tenía una intuición precisa de lo que estaba haciendo con la fotografía en cuestión, los objetos personales y las agujas oxidadas. Aunque todo esto me pareciera grotesco, falto de todo fundamento y revelador de una mente puerilmente supersticiosa, tenía que rendirme a la evidencia: ¡Keller trataba de practicar sobre mí un acto de pura magia negra! Estaba bajando por la escalinata del Harnett cuando me atreví a expresar por primera vez este término de forma consciente. Que esa chica se hubiera metido en la cabeza hechizarme, sin duda me hubiera causado risa si yo mismo no hubiera sostenido en mis manos ese cráneo infecto y visto con mis propios ojos la imagen de mi cuerpo aseteado por unas repugnantes agujas. Sus reales intenciones y la absoluta frialdad con la que esa mujer parecía llevarlas a cabo me aterrorizaban. Era indiscutible que nos encontrábamos frente a una agente peligrosa en extremo, sin duda alguna mentalmente perturbada, pero metódica, organizada y terriblemente eficaz en la puesta en práctica de sus delirios.

De vuelta en el vestíbulo, recuperé con un pretexto cualquiera el mensaje que había hecho deslizar en el casillero de la 511. Sentado en el coche, pasé luego dos o tres duras horas de espera torturándome mentalmente. La perspectiva de confesar a Gillespie que Keller se había burlado de mí me avergonzaba como si fuera un niño pillado en falta. Cuando, finalmente, Mog llegó, no tuve más remedio que decidirme a volver para presentar mi informe al capitán.

LA NOCHE DE SHAPUR STREET

Nada había ocurrido como esperaba. No sólo no había encontrado a Gillespie en su despacho, sino que nadie en el servicio parecía saber dónde podía hallarse. Ni siquiera en el comedor de oficiales, que a aquella hora estaba atestado, hubo una sola persona que fuera capaz de informarme. Contrariado y fatigado, me senté un instante en un rincón oscuro, cerca de la mesa donde tres noches antes Hardens me había anunciado que iba a trabajar sobre el terreno.

Durante mucho tiempo dejé, extenuado y con la mente en blanco, que mis ojos se deslizaran por las caras que me rodeaban. ¿Quiénes eran realmente estos hombres a quienes la Corona había encargado conservar la parte más hermosa de su Imperio? ¿Gente fuera de lo común, gentilhombres aventureros como en tiempos de sir Clive y de sus batallas contra los combatientes de la jungla del francés Lally-Tollendall? [4]¿O más bien tristes hombrecillos que depositaban toda su metafísica y todos sus anhelos en el fondo de un simple vaso de cerveza? Demasiado ocupado por mis propios problemas, no quise tomarme el trabajo de darme una respuesta y preferí abandonar el lugar para encerrarme en mi reducto e intentar analizar los datos de esta tarde a la exclusiva luz de la razón. Uno a uno, pasé revista a los objetos encontrados en la habitación 511.

La mira telescópica, en primer lugar. ¿Por qué la guardaba Keller cuando no había descubierto en su habitación ninguna otra pieza de un arma de largo alcance? ¿Era posible que la utilizara sólo como un instrumento de aumento? Pero en ese caso ¿por qué no había elegido unos prismáticos de buena calidad en lugar de este aparato frágil y delicado? Y si en efecto era la parte óptica de un fusil de precisión, ¿a quién estaban destinadas sus balas? ¿A esa gente tan bella, tan desnuda, que había dibujado en su libreta? Y por otra parte, ¿quiénes eran esos dos? ¿Cómo se explicaba que la mujer pareciera no tener ombligo? ¿Se trataba de una anomalía física benigna, o revelaba algo distinto? Y además, y sobre todo, ¿qué significaban esas infectas artimañas de magia negra con las que Keller parecía persuadida de poder influir en mí? ¿Creía que podía matarme con ayuda de esos chismes? ¿O tenía otra idea en mente? Yo no podía saberlo. La fatiga, la tensión de estos últimos días, me subieron a la cabeza y me aturdieron. Traté de rehacerme; cerré los ojos y evoqué por un instante un recuerdo agradable de donde extraer un poco de consuelo. Volví a ver los pequeños restaurantes de Pimlico o Marylebone a los que, cuando estudiaba en Londres, me gustaba ir a cenar los viernes por la noche con algunos buenos compañeros. ¿Dónde estarían ahora? Al ser la mayoría hijos de buena familia, no tenían necesidad de esforzarse para subsistir, y a buen seguro se hallarían ya cómodamente instalados en sus gabinetes de abogado nuevecitos, comprados con el dinero de sus padres, o se harían los importantes en los confortables despachos de dirección de la Lloyds o de la banca Rothschild. Yo no tenía esa suerte. Inspiré profundamente y expulsé poco a poco todo el aire contenido en mis pulmones, como para purgarlo también de mis malos pensamientos.

Me levanté, cogí una silla y, sentado ante mi mesa de trabajo, redacté una larga carta a mi padre, la primera desde mi llegada a las Indias. Él era la única familia que me quedaba. Mis padres no habían tenido más hijos y mi madre había muerto cuando yo estaba a punto de empezar mis estudios. Mi padre sufría por su ausencia. Y también por la mía, creo. Le escribí unas palabras tranquilizadoras y le prometí que me las arreglaría para volver a Inglaterra sin tardanza. Aún no sabía que, con el estallido de la guerra y atrapado en el torbellino de mi aventura como una hoja arrastrada por un tornado monstruoso, ya no volvería a verle. Faltaba poco para la medianoche y sólo me quedaban unas horas antes de cumplir con mi turno de guardia en el Harnett. Apagué todas las luces, me desnudé, abrí la ventana de par en par, y luego, tras levantar la pesada mosquitera, me tendí en mi cama para mirar el cielo negro que amenazaba tormenta. Cerré los ojos y respiré profundamente. Un olor penetrante me llenó la nariz. Humedad, calor, descomposición de la tierra que carga el ozono venido del cielo… La tormenta profirió muchas amenazas, pero no ejecutó ninguna. Pasó por encima de Calcuta sin decidirse a estallar. Me dormí.

No era nada. Apenas una manchita de prurito rojizo situada en la base del cuello, a la que sin duda no hubiera prestado atención en condiciones normales. La había visto por la mañana, en el espejo, mientras me estaba afeitando. No me dolía. O tan poco que no podía discernir realmente si la causa era ella misma o la súbita atención que le prestaba. Estaba situada exactamente en el lugar donde Keller había clavado una de las agujas en mi retrato. Había inspeccionado minuciosamente todo mi cuerpo para verificar si habían aparecido otras manchas en otros lugares que ella había pinchado, pero no había visto nada, ni tampoco había sentido nada al palparlos. Entonces, tranquilizado -aunque sólo a medias-, había tratado de nuevo de encontrar a Gillespie. Su despacho seguía vacío. Disgustado por no poder presentar mi informe de viva voz, me había puesto a redactar unas líneas en las que narraba a grandes rasgos las circunstancias que me habían conducido a efectuar el registro de la habitación 511 y describía los principales objetos que allí había encontrado. Sin embargo, había sido voluntariamente poco claro con respecto al fetiche depositado bajo la bañera, y aún más vago en cuanto a que era mi propia fotografía la que servía de soporte al supuesto hechizo que Keller parecía practicar. Una vez acabada esta tarea, y como no tenía nada más que hacer, decidí avanzar un poco la hora del relevo de Edmonds. Extrayéndose no sin esfuerzos de su vehículo, el asistente se mostró encantado de arañar algunas horas de libertad.

– Keller está ahí. Mog la vio entrar hacia la medianoche y estoy seguro de que no ha vuelto a salir. Parece que la perdió, ayer por la tarde, ¿no es así?

En tono cansado, repetí a Edmonds las pobres explicaciones que había ofrecido la víspera a Mog. No pareció convencido, pero no se arriesgó a hacer ningún comentario. Me instalé en el puesto del conductor.

– De hecho, teniente -dijo el asistente mientras yo cerraba la puerta-, creo que ya va siendo hora de desplazar el coche. Aunque fuera sólo un poco. Hace tiempo que está aquí, y acabará por alimentar sospechas. ¿Por qué no lo hace ahora?; más lejos hay un espacio donde deberíamos poder colocarlo, yo le guiaré…

Palidecí. Era imposible que pudiera hacer arrancar este coche, ya que ni siquiera era capaz de distinguir la diferencia entre el pedal del freno y el del acelerador. En una fracción de segundo, todos los pretextos posibles para justificar mi negativa desfilaron por mi cerebro; pero no, decididamente no me venía a la cabeza nada pertinente. Todas las excusas que hubiera podido decir para salir del apuro hubieran sido grotescas, inverosímiles, ridículas… Por tercera vez, pues, tendría que resignarme a una nueva sesión de humillación pública. ¡Tanto peor! Así que, tragándome el orgullo, confesé penosamente:

– Lo lamento, Edmonds, pero creo que tendremos que proceder de otro modo. Seré yo quien le guíe. Es idiota por mi parte, lo sé, pero el otro día no me atreví a informarle de que…, ¡de que nunca me he tomado tiempo para sacarme el carné de conducir!

– ¡Ah! -comentó sobriamente el gordo asistente, como si ya estuviera harto de mis incongruencias- En este caso… Muy bien…

Con mirada baja, salí del vehículo y fui a echar un vistazo al lugar que había elegido Edmonds. Estaba a sólo unas veinte yardas, y de hecho el desplazamiento sólo sería simbólico para un observador atento; pero, a fin de cuentas, también era cierto que era más prudente variar ligeramente nuestro lugar de estacionamiento de vez en cuando. Aunque la operación duró sólo unos instantes, yo estaba ansioso por que terminara y Edmonds se esfumara de allí de una vez. Podía sentir cómo su mirada, al mismo tiempo irritada y burlona, se posaba sobre mí mientras yo agitaba los brazos como un policía de tráfico para dirigirle lo mejor que podía. Una vez solventado el asunto, el suboficial se marchó por fin, con la mirada amarillenta y el paso un poco vacilante, balbuceando algo entre dientes y condenando a un nuevo tirador de rickshaw a propulsar su impresionante cubicaje hasta los límites de la ciudad.

Era el tercer día de vigilancia y estábamos en mitad de la mañana. Oleadas de calor ascendían del suelo. La tierra sobrecalentada, empapada aún de agua por la estación de las lluvias, devolvía con toda su fuerza la irradiación de un sol extravagante. El paisaje era todo vapores y nubosidades. Cabizbajo y con las manos cruzadas a la espalda, di unos pasos a lo largo de la acera, obsesionado con la imagen de la horrible reliquia que se pudría a sólo unas yardas de mí, en un oscuro rincón de la habitación 511.

Yo no sabía nada de magia. O muy poco. Sólo recordaba a una vieja pariente excéntrica que había acabado su vida regentando una barraca de cartomancia, junto a la playa, sobre las planchas de Brighton. Mi padre y yo íbamos a verla a veces, cuando yo era niño. Y me gustaban estas visitas. No por las ideas insensatas que la pobre mujer sostenía, sino por la decoración de bazar que había reunido en torno a ella: bola de cristal, barajas de tarot con imágenes cómicas, cartas celestes adornadas con figuras fantásticas, viejos libros con títulos misteriosos… Todo este ceremonial me divertía, por más que supiera -mi padre me lo había dicho- que no había que tomarse estas cosas en serio. Como cualquier inglés corriente, yo había sido educado en el culto protestante; pero sin exageraciones de ningún tipo, sin rigidez. Creía en el Bien. Creía en el Mal. Pero de manera temperada. Y eso me hacía creer sobre todo en las personas razonables y prudentes, cuya existencia se debía proteger, y en los locos que había que proteger de sí mismos en tanto fuera posible. El objeto de mi fe era, pues, esta universal Mediocridad que me parece el único punto en común que comparten realmente los hombres. Toda mi metafísica se detenía ahí.

Sin darme cuenta, había ido a parar muy cerca del hotel, a una zona donde durante el día aparcaban algunos taxis para esperar a los clientes. Me fijé en que el tercer coche se parecía al que había visto coger a Keller. Por si acaso, me acerqué, golpeé el vidrio y pregunté al chófer si había llevado a una chica rubia la víspera, al comienzo de la tarde. El tipo, un inglés de aire astuto, simuló sorprenderse ante mi pregunta e inició una perorata sobre la obligación de discreción que su oficio exigía. Necesité ocho libras, casi todo lo que llevaba encima, para sacarle por fin la información. Sí, recordaba a una joven, que había cargado aquí mismo y había conducido a cierta distancia un día antes.

– No le he dado ocho libras por un simple sí o no. Lo que quiero es la dirección adonde se hizo llevar esta joven. ¡Estoy seguro de que la recuerda!

– ¡Desde luego que la recuerdo! Es una calle en la periferia del barrio moderno. La dejé en Shapur Street, 19. Y eso es todo lo que sé, porque no quiso que la esperara…

Shapur Street, 19… Anoté la dirección y luego volví a sentarme en el Chevrolet para meditar sobre este nuevo dato y tratar de asociarlo con los restantes. Pero me costaba mucho pensar. Tenía la cabeza pesada y las sienes me palpitaban con un dolor cada vez más lacerante que me cubría toda la cara y me clavaba agujas en los ojos. Así pasé las últimas horas de la tarde, en un estado febril sumamente desagradable. Por suerte, Keller no abandonó el Harnett ese día. Al llegar la noche, al amparo de las sombras y viendo que mi turno llegaba al final, salí para desentumecerme y refrescarme con la brisa que empezaba a soplar. Me desabroché el cuello de la camisa y me alejé del coche para caminar un poco. Eran aproximadamente las siete de la tarde. Por los escalones del Harnett subían parejas en traje de noche que entraban en la sala de conciertos donde se bailaba al son de una gran orquesta de metal de excelente reputación, cuya fama se extendía hasta Borneo. Lentamente, con la mente en blanco y el cerebro sometido aún a un martilleo febril, dirigí mis pasos hacia el ala lateral del hotel, donde Keller tenía su suite. La calle, apenas iluminada, estaba vacía. Levanté los ojos hasta el quinto piso para observar la ventana de la habitación 511. Al contemplar la fachada desde el exterior, me quedé perplejo ante lo que había realizado la víspera. Vista desde abajo, la cornisa no era más que un delgado hilo de piedra que corría a lo largo de un muro liso, sin ningún punto de apoyo para las manos, sin nada a lo que sujetarse en caso de desequilibrio. Un estremecimiento recorrió mi espalda y me imaginé lo que hubiera sido de mí si por desgracia mi pie hubiera resbalado o hubiera sufrido un ataque de vértigo: ¡una caída espectacular y mortal! Había actuado como un loco… Las cortinas y los postigos de la suite estaban cerrados, pero un poco de luz se filtraba por los intersticios. La joven debía de estar allí. Con paso cansino volví al coche y me dispuse a soportar con paciencia el tiempo de espera antes de que llegara Mog, que hizo acto de presencia con más de media hora de retraso sobre el horario, lo que, en las condiciones en que me encontraba, me puso ciego de ira. Irritado tal vez por esta migraña que no me dejaba en paz y me oprimía atrozmente las sienes, me indigné y le recriminé violentamente su tardanza, algo que no casaba con mi carácter. Una vez se aplacó mi cólera, quise volver lo más rápido posible al cuartel.

Aún tenía un poco de dinero en el bolsillo y decidí tomar un taxi; pero en el momento en que me disponía a indicar mi destino al conductor, se me ocurrió que sería mejor utilizarlo para otro fin.

– Al 19 de Shapur Street -dije.

El trayecto no fue muy largo -quince o veinte minutos tal vez-y transcurrió sin abandonar el barrio colonial. Avanzamos a lo largo de edificios claros, con las fachadas recién revocadas y rodeados de jardines privados. Y luego, al doblar la esquina de una calle que no se diferenciaba en nada de las demás, el conductor aminoró la velocidad hasta que finalmente se detuvo del todo. Dejé mis últimos billetes al chófer, que se marchó mientras yo me adelantaba, solo, hacia la casa desconocida. Por lo poco que podía distinguir de ella -unos altos muros formaban una pantalla protectora que la ocultaba casi totalmente a las miradas-, el edificio principal era una enorme villa situada al fondo de un parque que parecía también muy vasto, un jardín tupido con árboles plantados apretadamente por todas partes. Los dos batientes de la gruesa verja de entrada, blanca y limpia, estaban anclados a unos enormes pilares de piedra que daban al conjunto un aire de fortaleza. Sobre una placa de cobre resplandeciente aparecían grabados los nombres de los propietarios, Dalibor y Laüme Galjero, unos nombres extranjeros cuyo origen no fui capaz de determinar. A la altura de mi cabeza, en un bronce muy oscuro, dos series de tres medallones de piedra corrían a lo largo del muro a uno y otro lado de la entrada principal. Las figuras, finamente grabadas, representaban monstruos, demonios, híbridos de rasgos repulsivos. Por un instante pensé en pulsar el botón del timbre que sobresalía por debajo de la placa de cobre; pero estimé más prudente informarme sobre esas personas antes de presentarme sin ningún motivo válido ante su puerta. En lugar de eso, decidí recorrer el muro para evaluar al menos el tamaño de la propiedad y verificar la eventual presencia de otras entradas. Creo que tuve que caminar unas ciento cincuenta yardas antes de llegar a la esquina de una nueva calle, y luego aceleré el paso para continuar mi recorrido y obligarme a dar la vuelta completa al recinto. A primera vista, la villa y el terreno debían de ocupar un cuadrado de trescientas o cuatrocientas yardas de lado, lo que representaba una superficie enorme situada en la zona más hermosa del barrio residencial de Calcuta. Como había esperado, acabé por descubrir una puerta de servicio que se abría en la parte trasera del dominio. Estaba cerrada con llave y flanqueada por los mismos extraños medallones que decoraban la entrada principal. La calle en que me encontraba era estrecha, oscura, iluminada aquí y allá, no por farolas con bombillas eléctricas, sino por algunas lámparas de gas que emitían una luz temblorosa y totalmente insuficiente. Tal vez fuera ésa la razón de que no comprendiera inmediatamente lo que sucedió entonces.

No muy lejos del portal había un pilón de piedra bastante alto que servía de soporte exterior del muro. Me encaramé a él y, a partir de esta posición elevada, traté de sujetarme a algún resalte para izarme hasta lo alto de la pared. Torpemente, buscando a tientas, localicé una grieta entre dos piedras, me apoyé en ella y me levanté lo suficiente para echar una ojeada al interior del parque. A pesar de la densa oscuridad, adivinaba algo entre los árboles. A mi izquierda se destacaba una masa compacta, inmóvil. Tras forzar la vista discerní la silueta de una especie de torre de estilo oriental, medio stupa medio pagoda, una edificación excéntrica de la que sólo se distinguía con claridad el tejado puntiagudo, formado por planos encajados que se recortaban sobre el cielo oscuro. Entonces, inexplicablemente, me sentí dominado por un vértigo espantoso, acompañado de una violenta náusea. Mis manos soltaron la presa y las suelas de mis zapatos se deslizaron de sus puntos de apoyo. Caí pesadamente y me golpeé la frente contra el duro suelo. El impacto fue tan fuerte que durante un instante perdí el conocimiento. Aturdido, con el sentido de la estabilidad tan alterado que me era imposible levantarme y caminar, permanecí apoyado sobre las manos y las rodillas, temblando de arriba abajo. La sangre se deslizaba hasta el suelo formando un charquito rojo bajo mis ojos. Me había abierto una ceja. Aunque la herida no era profunda ni grave, sentí un dolor exagerado que acabó de revolverme el estómago. Tuve un infernal ataque de náuseas, y sin poder evitarlo, me puse a vomitar, babeando, gimiendo, temblando lamentablemente, durante un tiempo que me pareció interminable.

Finalmente la crisis pasó. Me levanté como pude de entre la porquería -una mezcla de sangre, bilis y deyecciones- en la que estaba bañado y traté de volver hacia la parte delantera de la casa, donde tal vez podría encontrar ayuda. Penosamente, jadeando, con la espalda encorvada y las sienes oprimidas por una tenaza de hierro, conseguí ponerme en marcha, y después de caminar unos pasos, no sé por qué, me volví y miré los medallones de bronce empotrados en el muro. Un sudor helado cubrió mi cuerpo. ¡No cabía duda, los rostros de los demonios me miraban fijamente! O ésa fue al menos la impresión que tuve entonces… Era como si sus ojos estuvieran abiertos y me taladraran, como si sus bocas tendieran hacia mí sus colmillos relucientes, como si de pronto hubieran cobrado vida y se divirtieran viéndome así magullado, desamparado… Tuve esta visión, sentí ese horror… Y me desvanecí.

Sobre la piel de mi espalda, el círculo de acero del estetoscopio estaba frío y aquello no me gustaba. Tensé los músculos de los hombros y me sacudí como un caballo nervioso.

– ¡No se resista, teniente Tewp! ¡Nunca he visto a un paciente tan… impaciente y desagradable como usted! ¡Respire hondo en lugar de hacer el tonto!

Resignado, llené mis pulmones con el aire saturado de aromas de mixturas medicamentosas que flotaba en el gabinete de consulta donde me examinaba uno de los veintiocho oficiales de sanidad diplomados y titulados con que contaba el hospital militar de Calcuta.

– Bien. Migrañas, dolor de vientre, aturdimiento, desvanecimiento… Y además esta pequeña herida abierta sobre el ojo ocasionada por una caída. ¿Es eso, no?

Entre dientes solté un «sí» sobrio y enojado.

– ¿Y qué puede decirme respecto a esto? -me preguntó, señalando la base de mi cuello.

– No sé… No lo he visto hasta esta mañana. Pero no era tan grande y no me quemaba…

El capitán médico Nicol era un veterano colonial próximo a la sesentena, un hombre apuesto, esbelto, con una barba plateada bien recortada y cabellos grises cortados al rape. El doctor no bebía, no juraba, y sin duda me hubiera caído simpático enseguida si me hubiera encontrado en una mejor disposición de espíritu.

– No tengo ningún comentario particular que hacer en lo que concierne a su ceja reventada. La herida se ha cerrado por sí misma pero, a pesar de todo, le daré unos puntos de sutura para que le quede una bonita cicatriz. En cuanto a las contracciones de estómago y los efluvios, bien… digamos que tal vez simplemente haya comido alguna porquería que no digiere; le daré algo para eso… Pero este prurito en la punta de la garganta me preocupa mucho. Con mayor motivo aún porque hay otros dos en formación, en la espalda. Uno en la nuca y otro a la altura de las lumbares. El segundo incluso empieza a supurar…

– ¿Y qué puede ser? -pregunté, rememorando con angustia las agujas que Keller había plantado en mi retrato.

Nicol se encogió de hombros en señal de ignorancia.

– De momento me limitaré a desinfectar y vendar. Tal vez se trate sólo de una alergia pasajera. Pero vuelva a verme mañana; es muy importante que supervise esto de cerca.

Atiborrado de medicamentos para luchar contra la migraña y el estado nauseoso que no me habían abandonado desde la víspera, salí de la consulta de Nicol para afrontar otro problema: el de la confrontación con Gillespie. Aquello prometía ser delicado, porque tendría que dar explicaciones tanto sobre mi registro en el Harnett como sobre mi incidente en Shapur Street.

En presencia de Edmonds, que se balanceaba con actitud fanfarrona en su silla, Gillespie me escuchó sin decir nada, sin mostrar ninguna reacción, pero en apariencia interesado en oír las explicaciones que tenía que darle. Cuando hube acabado de resumir los acontecimientos que me habían conducido de la habitación 511 a Shapur Street, Gillespie suspiró, cogió la regla de madera que descansaba sobre su escritorio y se entretuvo lanzando golpes al aire, como si mi relato, en lugar de contrariarle, o incluso enfurecerle, simplemente le hubiera aburrido en grado sumo.

– ¡Tewp -soltó por fin-, creo que es usted un incompetente! Actúa como le sale de las narices sin pensar ni por un segundo en que sólo es uno de los miembros de un equipo. En primer lugar, hubiera debido decirnos que era incapaz de llevar un seguimiento correctamente. Además, nunca, en ninguna circunstancia, hubiera debido lanzarse de improviso a registrar las habitaciones de Keller estando solo. En cuanto a lo que encontró allí… no sé si esto tiene mucha importancia pero…

Echó un vistazo a su reloj y palmeó la caja con la punta de la regla.

– …pero ¡dentro de veinte minutos exactamente habrá dejado de ser nuestro problema!

– ¿Que ya no es nuestro problema, capitán? ¿Qué quiere decir?

– Si ayer no me encontró en mi despacho, Tewp, fue porque precisamente me estaban comunicando que el expediente Keller está a punto de ser asumido por otro equipo.

La noticia me conmocionó.

– ¿Cómo es eso, mi capitán? No hemos hecho más que empezar a vigilar a esa chica… ¿Quién ha dado esta estúpida orden?

– ¡No se embale, Tewp! Esta orden emana de un superior, evidentemente. Superior a usted igual que a mí… Y en ningún caso le incumbe juzgar sobre su pertinencia… Es a causa de Küneck, si le interesa saberlo…

– ¿Küneck, el jefe del SD Ausland? -dije, completamente desconcertado.

– El mismo. Cuando informamos a nuestra gente de Delhi de que Küneck se había desplazado aquí al inicio de la semana para ver a Keller, al parecer les dio un ataque. Un auténtico puntapié en el hormiguero, podría decirse. Avisaron a uno de sus capitostes, que ha ordenado que lo paráramos todo. La operación de vigilancia se acaba, para nosotros, exactamente al final de la hora en curso. Ahora serán ellos los que se ocupen. Y además creo que…

Gillespie interrumpió la frase y se mordió los labios, como si lamentara haber empezado a hablar.

– ¿Y además, capitán? -le animé.

– Hum… Y además creo que se cuece algo insólito. No adivino qué exactamente, pero estos últimos días corren rumores… Se diría que la India, de pronto, interesa mucho a los servicios de la metrópoli. No sabría precisar de qué va el asunto… En fin, ya veremos. Sea como sea, teniente, las órdenes, para nosotros, son muy explícitas: la operación Keller se interrumpe. Volvemos a la rutina habitual… Dicho de otro modo: ocupamos la jornada tratando de hacer olvidar a nuestros superiores que existimos. ¿Está claro, Tewp?

– Pero, si me lo permite, capitán, ¿qué opina el coronel Hardens de esto?

– Nada, ya que se ha desplazado a Delhi por un período de diez días. Seguramente a su vuelta elegirá un nuevo destino para usted. Algo que encaje mejor con sus capacidades. De modo que hasta ese momento deje de darle vueltas a la cabeza y aproveche esta oportunidad para descansar un poco y pasarlo bien. ¡Tiene usted un aspecto horrible!

ALGUNOS ENCUENTROS Y UN COMBATE

¿Qué podía significar, en la India de los años treinta, la expresión «pasarlo bien» en boca de un capitán del ejército colonial? A grandes rasgos diría que consistía en alcoholizarse hasta el embrutecimiento, frecuentar las casas de tolerancia, jugarse la soldada a las cartas o a las carreras de galgos, o bien también tratar de aprovecharse de la mente lujuriosa de alguna occidental abandonada por un marido demasiado ocupado con sus negocios o sus propias amantes nativas. Así podían resumirse más o menos las distracciones comunes de la Calcuta de los europeos en aquellos años, y esto, aparentemente, contentaba a todo el mundo. En cuanto a mí, yo no tenía, por descontado, una especial afición por ninguno de estos pretendidos placeres. Decididamente no: nunca me habían entrado ganas de abandonarme a esta clase de comportamientos. Y además, en aquellos momentos me sentía terriblemente ofendido, humillado incluso, y esto me quitaba todas las ganas de consagrar mi tiempo y mis pensamientos a nada que no fuera el asunto Keller. Que había actuado torpemente en el curso de estos últimos días era una evidencia, pero no por ello merecía las miradas cargadas de desprecio que Gillespie y Edmonds no habían dejado de lanzarme mientras presentaba mi informe. Tampoco quería que me destinaran de nuevo a ocupar un puesto en algún departamento administrativo. Confusamente, y pese a mis terribles aprensiones iniciales, sentía que, al fin y al cabo, poseía cierta predisposición para la acción. Con un poco de práctica, estaba seguro de poder representar un digno papel. Y además, y sobre todo, estaba Keller y las operaciones diabólicas que practicaba sobre mí. No había hablado abiertamente a Gillespie de aquel asunto; en su lugar, había preferido explicarle el arsenal de bruja que la austríaca había acumulado en su habitación, sin precisar mi implicación en tales artes. Aquello no le incumbía. Era un asunto personal, una cuestión entre la austríaca y yo que debía resolver con urgencia. Pero ¿qué podía hacer yo al respecto? ¿Llamar a su puerta y conminarla a que me explicara qué suerte me tenía reservada? Era una solución simple y tentadora; pero seguramente antes de que hubiera dado diez pasos por el vestíbulo del Harnett, uno de los nuevos espías encargados de su vigilancia me habría detenido. Porque, en este sentido, yo no me hacía ilusiones: el despacho de Delhi disponía de agentes eficaces. Mucho mejor preparados y mejor organizados a veces que los de Bengala. Aunque hubieran dejado escapar a Küneck, apostar por su incompetencia hubiera sido una estupidez por mi parte. ¿Y entonces? No sabiendo muy bien cómo actuar, tomé la resolución de informarme sobre los Galjero de Shapur Street que, ahora lo sabía, habían recibido la visita de Keller mientras yo registraba su habitación. Si eran extranjeros, seguro que les habrían consagrado una nota en algún sitio.

Con una sonrisita de inteligencia que le tensaba el rostro granizado de acné, un joven suboficial me condujo amablemente hasta el pasillo correcto y depositó en mis manos el pesado dossier de los rumanos. Porque el expediente abierto sobre los Galjero no se reducía a una ficha de cartón, sino que ocupaba un volumen entero. La amplitud de la búsqueda que debería efectuar me provocó tal suspiro que el archivero se volvió hacia mí sonriendo ampliamente, encantado de encontrar un pretexto para iniciar la conversación.

– El matrimonio Galjero nos proporciona material para uno de nuestros más gruesos expedientes -dijo con una vocecita fina-. Puedo ayudarle a seleccionar todo esto…

Era evidente que la perspectiva le complacía, de modo que acepté, y después de que me hubiera dicho que se llamaba Eric Arthur Blair, documentalista de primera clase destinado al MI6 de Calcuta desde hacía dos años y cuatro meses, nos instalamos uno junto a otro en una mesa, como dos escolares en su pupitre, con un centenar de documentos extendidos ante nosotros.

– ¿Sabe lo que busca, o necesita antes una introducción general?

Me apunté de buena gana a la introducción general.

– Bien -asintió el pequeño archivero con aire ilusionado-, entonces empezaremos por la biografía del señor.

Sus largos dedos pescaron con seguridad un retrato de entre un juego de fotografías. Me lo tendió. Era un hermoso retrato de cuerpo entero, firmado por un fotógrafo de Londres. Enseguida reconocí los rasgos regulares, la mirada segura y el aire de fiera del hombre que posaba en la foto. No era difícil, porque Ostara Keller no había parado de dibujarle a lo largo de las últimas páginas de su libreta.

– Sir Dalibor Galjero, Esquire -dijo Blair en tono afectado-Nacido el 25 de octubre de 1899 en Bucarest, Rumania… Familia de grandes terratenientes. Sin profesión. Vive de sus rentas. Casado con…

Una nueva fotografía surgió entre los dedos del documentalista.

– …lady Laüme Galjero, asimismo ciudadana rumana. Nacida en febrero de 1902 en Tulcea, localidad situada en la desembocadura del Danubio. Sin profesión… Hija de grandes terratenientes.

Antes de coger la foto que me tendía, ya sabía a quién iba a ver. Era, efectivamente, esa mujer extraña que también había dibujado y fotografiado Keller, la hermosa Venus de vientre liso que mezclaba sus rubios cabellos con los negrísimos de su esposo. Evidentemente aparecía mucho más casta en este retrato oficial que en el realizado por la austríaca, pero aquello no le hacía perder ni un ápice de su magnetismo. La mujer, decididamente, era una belleza. Coloqué las dos fotos ante mí.

– Esta pareja no debe de pasar inadvertida -dije tanto para mí mismo como para animar a hablar al archivero.

– ¡Tiene toda la razón, oficial! Sir y lady Galjero se cuentan entre las personas más admiradas en los círculos mundanos de al menos tres continentes. Se les ve en París, Londres o Berlín, tanto como en Nueva York, Chicago y Buenos Aires, o en Hong-Kong, Singapur y… Calcuta, donde poseen una gran villa.

– En el 19 de Shapur Street -dije yo.

– ¡Exacto! Ya veo que les conoce un poco… ¿Se ha cruzado alguna vez con ellos?

Creí percibir excitación, avidez, e incluso un punto de celos, en la pregunta.

– No -respondí-. Pero creo que deben de residir en Bengala en estos momentos. ¿No tiene su ficha de entrada en el territorio?

El muchacho hurgó entre los papeles y sacó el documento que le pedía: la copia del formulario oficial que los rumanos habían rellenado al desembarcar. El sello indicaba el 23 de agosto último como fecha de llegada. Hecho excepcional, habían viajado en avión, y no en barco, a bordo de uno de los cuatro Boeing 247 que poseía entonces la Deutsche Lufthansa. ¡Porque esa gente -y no era ningún secreto que trataran de ocultar- procedía directamente de Berlín!

Silbé entre dientes.

– ¿Hay algo que le preocupa, oficial?

No respondí, prefería obtener informaciones antes que darlas.

– Entre en detalles, ahora, por favor. ¿Quiénes son realmente estas personas?

– Ya se lo he dicho. Son gente de mundo. Poseen una de las mayores fortunas de Europa y se pasan la vida mariposeando de aquí para allá…

– ¿Algún compromiso político?

– Aparentemente sí… Según los diferentes informes que circulan, cultivan ciertas simpatías por los partidarios de los métodos fuertes… Los Galjero son habituales de los Mosley, los dirigentes de la Unión Británica Fascista, y no ocultan que se cuentan entre los grandes financiadores de la Guardia de Hierro, el movimiento nacionalista rumano. Son conservadores, evidentemente. Reaccionarios, incluso. Pero todo el mundo tiene sus opiniones, ¿no es verdad? Y además ahora es la moda en Europa, sabe: están los alemanes, evidentemente, pero también los camisas negras en Italia, la Cagoule en Francia, la Falange en España… En el fondo todo esto no es tan grave. Lo importante es que los Galjero son gente encantadora y que su presencia y su conversación son apreciadas en todas partes… Mire, teniente, eche una ojeada a esta fotografía…

Una nueva imagen se deslizó bajo mis ojos. En ella, una veintena de personas posaban, con el fusil en la mano, en los escalones que conducían a una larga terraza. Algunos de los rostros me eran vagamente familiares, pero el archivero me ahorró el trabajo de buscar sus nombres.

– Esta foto fue tomada en el invierno de 1926 en una partida de caza en Balmoral. Ahí puede reconocer al que por entonces aún era sólo el príncipe de Gales, nuestro soberano actual Eduardo VIII, y a su izquierda, el que sobresale por su altura, Dalibor Galjero, claro está. Un poco tapado, a la derecha, se encuentra el escritor angloalemán Houston Steward Chamberlain, que en esa época se había instalado en Bayreuth y que murió allí unos meses más tarde. Aquí tenemos a John Maynard Keynes, un economista que da mucho de que hablar en este momento y que dimitió de la Conferencia de la Paz en 1919 porque criticaba las enormes reparaciones que los aliados reclamaban de Alemania. Y ese otro de ahí, aunque nadie lo diría, con ese aire un poco rústico que desprende, es uno de los sobrinos del presidente Roosevelt… Todos los demás pertenecen al mismo mundo, evidentemente…

– ¡Impresionante! -exclamé, más para animar a hablar a Blair que porque estuviera realmente maravillado por la identidad de las relaciones de sir Galjero.

Con el borde de la mano, me acerqué toda la pila de fotos, las miré una a una, bastante rápido, y a continuación pregunté al joven por qué era tan importante este expediente. La pregunta pareció incomodarle sobremanera.

– Es que… sabe, teniente, los Galjero mantienen un montón de contactos con una cierta capa de la población generalmente muy protegida políticamente… Para serle franco… son conocidos por su libertad de costumbres, y como su belleza los hace muy atractivos, pues… no les es difícil multiplicar sus conquistas en ese círculo, ¿comprende?…

No, yo no acababa de ver adonde quería ir a parar Blair. Aunque comprendía que los Galjero eran gente de mundo que, apoyados en su fortuna y su belleza, se permitían toda clase de desenfrenos, no veía cómo justificaba esto la acumulación de toda esa documentación sobre ellos.

– Bien… En estos últimos tiempos se han visto implicados en algunas historias enojosas… En su última estancia en Bengala, algunas malas lenguas les acusaron de corromper a gente muy joven de la buena sociedad. No sé qué ocurrió exactamente, pero encontraron en su jardín los cadáveres de Frederic y Sybil, los dos hijos de lord y lady Bentham… La investigación concluyó que se trataba de un suicidio por una doble pasión adolescente, pero naturalmente eso no hizo más que extender los rumores…

– ¿Los rumores, Blair? ¿Qué rumores?

– Su reputación, más bien… Su aura, si quiere, de ser unos don Juan, varón y hembra. Atractivos y totalmente liberados de la moral común. Una especie de criaturas de novela.

– ¿Y cuál es su convicción íntima sobre ellos?

– Por desgracia, nunca les he conocido en persona… Pero estoy persuadido de que son gente interesante. Cuando se dicen tantas maldades sobre uno, forzosamente hay que serlo, ¿no cree?

– Forzosamente -asentí sin creerlo en realidad.

– Y además hay otra cosa. Todas estas referencias mundanas no resumen por sí solas la personalidad de los Galjero. Mire…

Con una sonrisa de canónigo que presenta una imagen santa para edificación de sus fieles, Blair deslizó hacia mí una fotografía de gran formato, de color sepia, con los bordes dentados como los de un sello de correos. La cogí en la mano para verla mejor. Dalibor y Laüme Galjero posaban en medio de un grupo de varias decenas de niños indígenas -treinta o cuarenta, tal vez…-, vestidos todos con uniformes como los de los escolares ingleses. Dirigí una mirada interrogadora al archivero.

– Esta fotografía fue tomada en la primavera de 1933, en la visita precedente de los Galjero a Calcuta. Los rumanos aparecen con sus protegidos, chicos brillantes hijos de familias bengalíes modestas que los envían a Europa para que realicen allí sus estudios. Ellos asumen todos los gastos: el viaje, la escolaridad, la manutención… Todos los niños han partido por un período de cuatro o cinco años. Y al parecer, una nueva promoción se encuentra en fase de selección… Ya ve, pues, teniente, que a pesar de sus claras simpatías fascistas, los Galjero tienen corazón y no son insensibles a las desgracias ajenas. Creo que son buena gente…

Mascullé, por cortesía, unas vagas palabras de asentimiento, que iban, sin embargo, en contra de mi convicción más íntima. No sabía exactamente por qué, pero me costaba representarme a los Galjero como unos mecenas desinteresados. Y entonces, de pronto, un inexplicable presentimiento me heló el corazón.

– ¿Se tienen noticias de estos niños enviados a Europa? -pregunté con voz inexpresiva.

El archivero pareció sorprendido.

– Supongo que sí. Nadie ha dicho nada negativo en todo caso. Las familias estaban muy contentas de enviar a su progenitura a Berlín. Era una oportunidad inesperada, ya que Londres tiende a ignorar, cada vez más abiertamente, a los niños de su propio Imperio.

– ¿De modo que no ha llegado a sus oídos ninguna queja sobre este asunto? ¿Ni siquiera un rumor?

– Ni el menor rumor. Pero si está realmente interesado en obtener información más detallada, debería visitar Thomson Mansion, en el 284 de Durham Lane. Allí seleccionan a los niños…

Juzgué que ya sabía suficiente. Blair trató de retenerme ofreciéndome una taza de té, pero yo estaba cansado de esas ínfulas de enamorado que adoptaba cuando se refería a los Galjero. Una modistilla no hubiera hecho más melindres al hablar de sus estrellas de cine favoritas, y aquello me resultaba irritante; de manera que planté al joven de las espinillas y volví a mis cuarteles para reflexionar en soledad y en calma. De hecho, había otro motivo que me impulsaba a volver a mi antro. Un dolor. O mejor dicho, unos inquietantes dolores, cada vez más intensos, que abrazaban la parte baja de mi espalda y la nuca. El estrecho espejo colgado encima de mi lavabo no me ofrecía muchas posibilidades de examinarme, pero no tenía necesidad de ver el aspecto del prurito para saber que no se estaba curando, bien al contrario. La palma de mi mano se cubría de un sudor de sangre, como si la zona estuviera en carne viva. Y además, la irritación del cuello, que también empezaba a sangrar, me proporcionaba datos suficientes para adivinar el estado en que podían encontrarse los otros dos puntos de irritación. Enjugué los residuos y cubrí las llagas lo mejor que pude antes de tratar de dormir. Las migrañas volvían, vaciándome de todas mis energías. Ya sólo aspiraba a que la noche pasara lo más rápido posible para volver a ver al capitán médico Nicol a primera hora en su consulta. En ese instante, agitado y terriblemente preocupado por mi salud, eso era lo único que en realidad me importaba.

– Sólo he visto esto dos veces con anterioridad, Tewp. Usted es un soldado, y no le ocultaré que, en el caso de esos otros dos desventurados, la cosa acabó mal… Lamento mucho tener que decirle esto…

Nicol era sincero. Sus ojos, su rostro, mostraban una intensa compasión hacia mí. Pero aquello no suavizaba el impacto de sus palabras.

– ¿Quiere decir que he contraído una enfermedad mortal, doctor? -balbuceé, conmocionado por la noticia.

Nicol se aseguró de que la puerta de su gabinete estuviera bien cerrada y volvió a sentarse detrás de su escritorio mientras yo volvía a ponerme la camisa temblando.

– Lo que me sorprende en su caso es que acaba de llegar de Londres sin haber estado destinado nunca en ultramar. Este detalle no encaja en absoluto en el esquema. Y además… Yo no le conozco, es verdad, pero algo me dice que no es la clase de persona que tomaría una amante nativa. ¿Me equivoco?

Yo no veía en absoluto adonde quería ir a parar Nicol. ¿Qué relación podía existir entre la enfermedad que empezaba a roer mi carne, mi llegada de Londres y mi vida íntima?

– Si le pregunto esto, Tewp, es porque los dos tipos de quienes le he hablado eran viejos veteranos de las colonias a los que les sucedió una historia muy similar. ¡Y realmente, no se les parece usted en nada!

– ¿Qué tipo de historia, mi capitán? Si me dijera algo más, sería más fácil para mí.

Nicol inspiró profundamente y comenzó:

– A uno de estos hombres lo atendí en El Cairo, donde estuve destinado entre 1923 y 1929. Se había quedado mucho tiempo en Egipto sin volver a casa y había tomado por compañeras a dos o tres muchachas locales. Y luego, un día, solicitó un permiso de cuatro meses para volver a su país. Quería casarse con una mujer respetable. A las concubinas no les gustó la decisión, y le plantearon esta disyuntiva: o bien abandonaba sus proyectos matrimoniales, o le lanzarían un sortilegio. Un hechizo mortal. El tipo no se lo tomó en serio, naturalmente. Se marchó riendo, encontró a una gentil muchacha y se la trajo con él al Cairo en la siguiente estación. Tres días después de su retorno, vino a verme. Presentaba exactamente los mismos síntomas que usted. Traté de curarle. ¡Hice todo lo que pude, se lo aseguro! Pero dos semanas más tarde era el sepulturero quien se ocupaba de él.

Me senté ante Nicol. Su historia me había dejado desolado; pero aun así le pedí que me explicara la segunda.

– ¿El otro caso? Éste ocurrió aquí, en Calcuta. El patrón era bastante similar. Un oficial que tenía una amante titular entre la población quiso volver a la metrópoli para encontrar esposa allí. Misma causa, mismo efecto. El tipo murió en tres semanas. Nadie en este servicio supo cómo tratarlo… Ya ve, Tewp, que prefiero ser franco con usted y no darle falsas esperanzas. Aunque con usted trataré de actuar de un modo distinto… En primer lugar, tendrá que decirme si se ha divertido con muchachas poco recomendables recientemente. Y deje su pudor en el vestuario, no es momento de mentir…

Sonreí a mi pesar. No, no había mantenido ninguna relación censurable con ninguna mujer, Nicol podía estar seguro de eso.

Le expliqué, en cambio, que mis actividades me habían conducido a seguir a una mujer y que ésta, con engaños, había conseguido procurarse mi retrato, objetos personales, mechones de pelo y enterarse de mi nombre y mi fecha de nacimiento; y que yo mismo había encontrado en el interior del cráneo de un niño todos estos elementos acribillados con agujas oxidadas. Nicol abrió unos ojos como platos al escuchar mi relato, pero cuando hube acabado, permaneció largo rato en silencio. Cuando volvió a hablar, su voz era grave. Solemne, incluso.

– ¿Cree usted en la magia, teniente Tewp?

– Soy un hombre racional, capitán. Sin embargo, no soy tan obtuso para rechazar la existencia de ciertos principios ajenos a la razón si constato su efectividad… A decir verdad, no me planteo la cuestión de saber si creo en algo o no. Yo soy un pragmático. Ese algo sucede o no sucede; eso es todo.

– De modo que está dispuesto a admitir que alguien le ha…

– ¿Hechizado?… Siempre que esto pueda ayudarme a salir de ésta, sí, estoy dispuesto a admitirlo. Eventualmente.

– Entonces, ¡acaba de dar el primer paso en el camino de la curación, muchacho!

Nicol me había hablado de una francesa que vivía en Calcuta, una mujer de edad madura que había viajado mucho. Garance de Réault se había aplicado toda su vida a mantenerse a la altura del carácter novelesco de su nombre. Parisina, en su primera juventud nunca había abandonado los inmuebles señoriales del bulevard Saint-Germain; su horizonte y lo que conocía del mundo se encontraba comprendido entre la plaza de l'Odéon y la rué de Seine. Más tarde, el 1 de enero de 1900, al dar la medianoche, la habían hecho casarse con gran pompa con un viejo diplomático del Quai d'Orsay, afectado de reumatismo, que, al ritmo de sus misiones, la había ido exhibiendo como trofeo en África, China, Australia y en la Rusia de los zares. Allí, el geronte había acabado por morir de frío al querer imitar puerilmente a los boyardos que chapoteaban como osos en un Moskova que arrastraba cúmulos de bloques de hielo. Libre, joven y convenientemente rica, la viuda había rechazado volver a Francia como le pedía su familia. Desafiando las conveniencias y sin que se supiera muy bien por qué, tras embutirse en un pantalón forrado de piel había desaparecido durante meses en Siberia, de donde había vuelto con la piel tostada como la de un pirata, una respetable cicatriz de arma blanca en la sien, los cabellos enmarañados y la mirada más clara que nunca, firmemente decidida a no volver a poner los pies en Europa.

– Esta mujer -me había dicho Nicol- ha visto muchas cosas extrañas. Creo que ha ido a lugares nunca hollados antes por ningún blanco. Cuéntele su historia. Tal vez ella sepa qué hacer…

El capitán médico había garrapateado la dirección de la francesa en una cartulina, me la había entregado, y después de meterme en la mano dos paquetes de sulfamidas, me había despedido para ir a atender a pacientes más corrientes. En uno de los despachos de La Toldilla recluté a un ordenanza adormilado y le ordené que me dejara en casa de madame de Réault, a sólo unas calles del Harnett. Cuando supo que venía recomendado por el capitán Nicol, la mujer no tuvo ningún inconveniente en recibirme. La casa en donde vivía no era de su propiedad, sólo residía allí provisionalmente, invitada por un matrimonio amigo. Porque madame de Réault era una nómada, siempre a punto de partir, que desaparecía a veces durante meses sin que nadie supiera dónde encontrarla antes de volver a aparecer, de forma igualmente repentina, sin dar ninguna explicación pero con sus libretas llenas de notas y su bolsa atiborrada de plantas secas, muestras de minerales y objetos indígenas desconocidos que revendía a los más célebres museos de etnología de todo el mundo… Esta vida de aventuras la había dotado de un físico notable. No quiero decir con eso que fuera hermosa, no. Incluso en su juventud, no creo que ése fuera nunca el caso, en el sentido común del término. Pero su presencia solar irradiaba en torno a su persona una energía que no he vuelto a encontrar después en ningún otro ser humano. Hablamos mucho tiempo en un pequeño salón de la planta baja, apartado de las idas y venidas de los criados.

Me encontraba tan perdido que me atreví a explicarle todos los pormenores del asunto que me había conducido hasta ella, sin omitir nada. Sin falsos misterios, revelé mis funciones y le expliqué que creía ser víctima de una especie de hechizo cuyos efectos en mi persona ya no podían ser ignorados. Ella pidió ver los pruritos, como es natural, y tuve que desenrollar uno de los vendajes que Nicol había hecho para mostrar el estado de las purulencias, que se extendían ahora del cuello al pecho y los hombros, y de la nuca y los riñones al conjunto de la espalda. La venda ya estaba llena de sangre…

– Dice que realizó una copia de los dos pergaminos que descubrió en la cavidad del cráneo. ¿Me permite verlos también, teniente?

Abrí las páginas de mi cuaderno de notas y le mostré los dos signos.

– La palabra hindi es el nombre de la diosa Durga. Supongo que no le sorprenderá demasiado saber que es una de las personificaciones de la muerte en el panteón védico…

No me sorprendió, evidentemente, pero me abstuve de hacer ningún comentario.

– El otro trazado es sorprendente… -continuó-. Sobre todo efectuado por una chica tan joven. ¿Qué edad me ha dicho que tiene?

– Es una joven de veintitrés años. Ésa es la edad que figura en su pasaporte. Aunque sea falso, no creo que esta información difiera demasiado de la verdad. La he visto pasar muy cerca de mí y realmente parece una niña…

– Entonces debe de haber alguien tras ella… Porque lo que está haciendo no está al alcance de cualquiera. Requiere largos años de práctica. A menos que esté excepcionalmente dotada…

– Pero ¿qué intenta hacer exactamente?

– ¡Matarle, es evidente!

Garance de Réault parecía conocer a la perfección los procesos de embrujamiento comúnmente utilizados, según ella, en los cinco continentes. Aunque me aseguró que aquélla no era su especialidad, sus conocimientos sobre el tema sólo cabía calificarlos de impresionantes.

– La brujería es tan vieja como el mundo, existe en todas partes y existirá siempre, teniente. Por más que se construyan vías férreas, se lleve la electricidad y el teléfono hasta los confines del Tíbet y se inventen toda clase de mecanismos inútiles, nunca llegará a eliminarse el recuerdo y la necesidad de estas prácticas. ¡Es así, no hay nada que hacer! De modo que es mejor estar prevenido y saber más o menos de qué va el asunto para no dejarse coger en la trampa… ¿Sabe qué es lo que más teme en el mundo un hechicero, señor Tewp?

– Que el hechizado ignore que le han lanzado un hechizo, supongo… El principio de actuación de estas cosas debe de ser la autosugestión. Como una suerte de condicionamiento creado por el inconsciente…

– ¡No, no, de ningún modo! Ahí sigue usted razonando como un hombre moderno occidental. Cuando un hechicero de la sabana africana o de la campiña francesa ataca a un rebaño, las vacas no son conscientes de que están bajo los efectos de un hechizo. Y eso no impide que dejen de dar leche y que paran terneros muertos antes de sucumbir ellas mismas. El maleficio solicita el concurso de fuerzas independientes que actúan totalmente al margen del hombre, oficial Tewp; convénzase de esto de entrada. No, lo que un hechicero teme en realidad es «el impacto de retorno». Para simplificar, digamos que el hechizo es como una bala de energía lanzada por un tirador en dirección a una diana. Si la diana es alcanzada, la energía se difunde en ella y acaba por perderse con la muerte del sujeto. Si, al contrario, la diana no es alcanzada por la bala, ésta vuelve directamente hacia el hechicero, que por regla general no puede evitarla.

– ¿Un efecto bumerán?

– Exacto.

– Pero miss Keller (a estas alturas ya me parecía inútil querer ocultar su nombre), miss Keller ya ha alcanzado la diana. Ya no tiene nada que temer…

– Mientras su obra no haya acabado, un hechicero está en peligro. Las fuerzas que utiliza son volátiles, versátiles… Frágiles también. Cualquier detalle basta para alterarlas. La ventaja que tenemos sobre esta muchacha es que ignora que usted ha encontrado su vult.

– ¿Su vult?

– El soporte de hechicería que utiliza. El cráneo y los objetos que contiene, si prefiere llamarlo así. ¿Se siente capaz de volver a introducirse en su habitación para apoderarse de ellos?

Advertí a madame de Réault de que no sería empresa fácil, sobre todo si mi estado físico empeoraba. Mi cerebro estaba afectado por unas horribles migrañas que me sumergían ya en un estado de vértigo casi constante; pero si lo consideraba imprescindible, sí, volvería a hacerlo…

– Bien -dijo ella-. Vamos a tratar de desviar la carga polarizada sobre usted. Eso es lo primero. Luego nos encargaremos de su recuperación. Durga es una diosa nocturna. ¿Me dijo que habían deslizado los dos pergaminos en un anillo de plata?

– Sí.

– Entonces podemos suponer que la mujer ha confeccionado su rito según las fases de la Luna. Actualmente estamos en fase creciente. Eso explica la rapidez con la que actúa el vult… Pero la progresión debería lentificarse en cuanto entremos en fase menguante.

– ¿Se reducirá… y luego desaparecerá?

– No. Sólo se hará más lenta. Pero al final del ciclo lunar de veintiocho días, ¡usted ya estará muerto! Hay que encontrar el vult antes de que este período se cumpla.

En teoría, robar el cráneo de la habitación 511 del Harnett no entrañaba excesiva dificultad. En la práctica, sin embargo, eso requería una presencia constante en el hotel para tomar nota de las idas y venidas de la austríaca y actuar en el momento oportuno. Y el caso era que yo no podía contar con nadie para que me ayudara a vigilar a la chica. Mog, Edmonds y Gillespie estaban demasiado contentos de haberse librado de esta investigación para que aceptaran colaborar conmigo en esta insólita tarea. Y además había otro problema. Keller me conocía. Estaba seguro de que descubriría al primer vistazo mi presencia en las inmediaciones del Harnett. Cuanto más pensaba en ello, más consciente era de las dificultades que encerraba este proyecto. Pero según Réault, era la condición sine qua non de mi curación. ¿Qué debía hacer, pues? Encontrar un socio, evidentemente. Pero ¿quién? Nicol era demasiado mayor para arriesgarse a esto. Necesitaba a alguien joven, ágil, alguien a quien Keller no hubiera visto nunca, que no corriera el riesgo de que la gente del MI6 de Delhi detectara su presencia y que pudiera circular libremente por los pasillos del Harnett sin llamar la atención. Necesitaba a una sombra. Necesitaba a un fantasma…

Abandoné la casa de madame de Réault muy aliviado por haber descubierto a una persona atenta a mis problemas -aunque diera vida a mis mayores temores-, pero a la vez inquieto por entrar en un universo que no dominaba. Ante mi pregunta de cuál era el significado del otro rectángulo de pergamino, aquel sobre el que corría la línea quebrada, la francesa me había respondido simplemente que este dibujo no era más que una especie de recordatorio para el hechicero, en el que cada una de las casillas correspondía a un estadio diferente de su concentración.

– Contrariamente a lo que se cree, no hay un ritual preciso para establecer un hechizo. Esto no funciona en absoluto como una receta de cocina o una fórmula de laboratorio. Es el brujo quien monta siempre su propio mecanismo, según la personalidad de la víctima, el trabajo que quiere efectuar sobre ella y, sobre todo, su propia sensibilidad y predisposiciones… Esta línea que corre por los cuadrados es una rayuela de operador. Se parece a un código, pero está destinado a una única persona: ¡la que la ha trazado! Perdería el tiempo quien quisiera tratar de leerla…

Yo no había comprendido exactamente lo que había querido decir madame de Réault; pero poco me importaban, por el momento, las técnicas que empleaba Keller para dañarme. Demasiado bien sentía su eficacia en mi carne, y esto bastaba para que aceptara la realidad de sus poderes sin tratar de saber nada más.

En la calle, el ordenanza no me había esperado, así que me vi obligado a volver a pie al cuartel. Mientras pasaba la tarde conversando con madame de Réault, había llovido. En la luz crepuscular, la ciudad aparecía lavada, limpia, casi tan reluciente como Londres después de la tormenta. Recorrí algunas calles sintiendo un dolor tan intenso como una quemadura en la piel de mi garganta y de mi espalda, y finalmente encontré una calzada rayada por dos trazos de metal. Un poco más lejos, una parada de tranvía agrupaba a algunos viajeros ansiosos por volver a casa. Por suerte, la línea discurría cerca de las instalaciones militares. Subí al vagón, pagué y permanecí atento al paisaje para no saltarme la parada. Un soldado indígena me saludó y se aprestó a cederme su asiento nada más verme, pero le indiqué con un gesto que permaneciera sentado y despejé una pequeña ventana de visibilidad en el vaho que se había acumulado sobre el vidrio del vehículo. Los bordes de las nubes, altas y negras, se doraban al sol del crepúsculo. El espectáculo era magnífico. Y entonces, de pronto, se produjo un incidente inesperado. El tranvía frenó violentamente con un terrible chirrido, se salió de los raíles y se zarandeó como si de pronto rodáramos sobre piedras. Se escucharon gritos. Una joven perdió el equilibrio y cayó entre un ruido de tela rasgada. El tranvía, al fin, detuvo su carrera. Antes de que hubiéramos tenido tiempo de recuperarnos del sobresalto, el conductor ya había saltado a tierra, había valorado la situación y nos había pedido que abandonáramos la unidad con la mayor calma posible. Obedecimos y bajamos ordenadamente. La joven que había caído fue atendida por algunas de sus congéneres, mientras los hombres, siempre ávidos de detalles técnicos, se apretujaban alrededor del vehículo tratando de comprender las causas del accidente. El tranvía había arrancado la catenaria para a continuación deslizarse directamente por la calzada unas treinta yardas antes de que la fuerza de la inercia acabara por detener el convoy. Por mi parte, no me entretuve en interrogarme como los otros pasajeros por los detalles del suceso.

Caía la noche, y calculé que el cuartel no podía estar muy lejos. Atravesé la plaza en diagonal y me introduje en una calle que intuí que me conduciría directamente allí. Sin embargo, no sé si a causa de la oscuridad o de mi falta de atención, debí de saltarme una bifurcación, porque, cuanto más avanzaba, menos reconocía el barrio. A medida que progresaba, vi cómo las casas se espaciaban y el asfalto de la calle se levantaba, saltaba a pedazos y se torcía, reventado por las malas hierbas que nadie se preocupaba de cortar. Las fachadas revelaban la falta de medios de sus propietarios. Bultos provocados por la humedad veteaban los muros, los postigos colgaban fuera de sus bisagras y gruesas redes de hiedra se enrollaban sin gracia en torno a los barrotes de las vallas. Cogí una calle transversal para dar la vuelta a la manzana de casas y volver sobre mis pasos, pero sólo conseguí perderme aún más de lo que estaba. El mundo se vaciaba de toda presencia a mi alrededor. En torno a mí no se veía a nadie a quien preguntar por el camino correcto, ni una indicación, ni una luz. Había penetrado por descuido en un barrio abandonado, un arrabal oscuro y siniestro, formado por casas vacías y descampados.

Así caminé quince o tal vez veinte minutos, sin encontrar a nadie y cruzándome sólo con gatos que acechaban, encaramados en las alturas, a las ratas expulsadas de las alcantarillas por las lluvias torrenciales de la última tempestad. Desorientado, me metí por una callejuela embarrada que me pareció que conducía en la buena dirección, pero que en realidad era un callejón sin salida. Al detenerme ante el muro que sellaba el fondo, con el corazón palpitante y las sienes oprimidas en un torno de fuego, un ruido resonó tras de mí y me hizo dar un respingo. Era una especie de soplo, mezclado con un estertor… Una queja, más que una amenaza. Me volví bruscamente y me llevé de forma instintiva la mano a la cadera, donde colgaba, pesada y tranquilizadora, mi arma de servicio. Una sombra salió de una oquedad. Una sombra humana, con los pies desnudos y vestida con un sari desteñido, que tendía hacia mí una mano que ya no tenía dedos… Era una indígena, una leprosa que me pedía limosna. Su rostro, que no ocultaba, estaba hinchado por la enfermedad, destruido por cráteres de carne que se habían formado sobre sus mejillas, sobre su frente, por encima de sus ojos, uno de los cuales apenas era una simple mancha blanca, sin iris, sin pupila… Detrás de ella, otras siluetas aparecieron arrastrando los pies, tendiendo hacia mí unas manos carcomidas, unas manos que parecían zarpas… Rodeado, me vi forzado a retroceder hasta el muro y pegarme a él para no caer bajo la presión de esos mendigos cada vez más numerosos que se aglomeraban en torno a mí. Estuve tentado de usar la fuerza para liberarme, no utilizando mi arma, por descontado, sino empleando los puños y los codos para abrirme paso entre estos desventurados que me ahogaban, entre esta masa que amenazaba con sepultarme con la fuerza inexorable de una ola marina. Febrilmente, hundí la mano en el bolsillo del pantalón y encontré algunas monedas que lancé al azar entre la multitud, un poco como un sembrador lanza su grano en los surcos. Inmediatamente la presión cedió a mi alrededor. Encontrando aún fuerzas para excusarme, empujé suavemente a los mendigos, dejando que registraran el suelo esponjoso en busca de las monedas de cobre y de plata, y corrí tan deprisa como pude por la oscura callejuela sin tratar siquiera de evitar los charcos de barro, levantando chorros de agua sucia que me golpeaban las piernas.

Sin aliento, salí de este horrible lugar y continué mi carrera al azar de las calles hasta agotarme. Finalmente, tras sentir una punzada en las costillas, me vi obligado a reducir la marcha. Con los ojos entelados, el corazón desbocado y los miembros temblorosos, me agaché un instante, apoyándome con las manos en los muslos, y me saqué la gorra para secarme el pelo, salpicado de enormes gotas de sudor. Miré alrededor. Estaba de nuevo en la ciudad. En las ventanas de las casas brillaban luces y aún había un tenderete abierto. Aquí y allá, algunos paseantes deambulaban por las aceras. Un hombre me miró con aire perplejo y luego se detuvo cortésmente a mi lado para preguntarme si necesitaba ayuda. Me levanté, traté de aderezarme un poco y le pedí que me indicara el camino del cuartel. Con su ayuda, volví a tomar la buena dirección, aunque me llevó tiempo y, una vez más, me perdí antes de llegar a mi destino. Después de errar al azar buscando puntos de referencia, fui a parar a uno de los lados del campamento, donde se extendía el terreno baldío del campo de maniobras. Aún tenía que caminar a lo largo de la reja durante varios minutos antes de llegar a la entrada principal. Estaba extenuado, hambriento, empapado de agua y de sudor, y sentía que mis vendas estaban saturadas de sangre. La idea de verme forzado a atravesar todo el recinto para subir a mi quinto piso me exasperó. Intuitivamente, pero sin creer mucho en lo que hacía, me dediqué a observar el enrejado que delimitaba el campo de maniobras, esperando descubrir algún agujero, un resquicio por el cual pudiera deslizarme para tomar un atajo. Y en efecto, pronto descubrí un orificio bastante grande para permitir el paso de un hombre, una salida clandestina que algunos utilizaban para abandonar el recinto militar sin permiso. Un matorral la camuflaba vagamente; pero lo habían colocado mal en su sitio, o tal vez la tempestad lo había desplazado, porque no disimulaba lo que hubiera debido ocultar. Estaba cansado y quería ahorrar tiempo y fuerzas. Tras cruzar un foso y una zona cubierta de maleza, me deslicé, pues, por el orificio y crucé lateralmente el campo de maniobras para dirigirme directamente hacia mi acantonamiento, feliz de que el albur me hubiera hecho descubrir esta entrada secreta.

En el momento en que pasaba junto al hangar del armamento, oí unos ruidos sordos que no me gustaron. Me acerqué discretamente. Se escuchaban jadeos, estertores, y también una voz apagada que creí reconocer. Avancé un poco más… Al doblar la esquina de una barraca de chapa, vi dos siluetas entrelazadas. Una, enorme, adiposa, dominaba a la otra, frágil, pequeña, acurrucada en el suelo. Hubo una patada, y luego otra, las dos lanzadas contra el vientre. Enseguida reconocí al hombre gordo: era el asistente Edmonds. El suboficial tenía una botella en la mano y golpeaba con violencia a un soldado indígena caído en el suelo. Espantosas injurias escapaban silbando de entre sus dientes. Hubiera podido alejarme y no mezclarme en el asunto, hubiera podido simular que no había visto nada… Pero la escena me sacó de mis casillas. Sin reflexionar, sin saber qué ocurría realmente, me lancé sobre

Edmonds y le empujé lejos del hombrecillo contra el que se encarnizaba. Sorprendido, el suboficial titubeó, pero no cayó. Me había reconocido. Sus ojos amarillentos, empañados por el alcohol, tenían un brillo malévolo, y por su rostro, congestionado por el esfuerzo, corrían gruesas gotas de sudor. Su boca se torció en un rictus.

– ¡Tewp! Apártese de ahí y deje que acabe de enseñarle lo que es respeto a este sudra… ¡Este asunto no le concierne, teniente!

Intenté razonar con Edmonds, pero fue en vano. El asistente trató de lanzarse de nuevo contra su víctima y, una vez más, lo rechacé, provocando su furia. La disputa subió de tono. Edmonds rompió su botella contra la pared y quiso utilizarla como un arma, pero el alcohol y su corpulencia dificultaban sus movimientos, haciéndolos lentos y torpes. Lanzó un primer golpe contra mi garganta que esquivé sin dificultad. Era mucho más joven que él, y también infinitamente más despierto, más ágil y ligero. Le oía resoplar como un buey con cada movimiento. Yo no tenía intención de atacarle, no quería golpearle. Simplemente quería que abandonara la lucha por agotamiento. Me propinó otro golpe, un semicírculo destinado a rajarme el vientre, pero yo salté hacia atrás y volví a ponerme en guardia sin recibir ningún daño. Me daba perfecta cuenta de que Edmonds no jugaba a amenazarme. Por más que estuviera borracho, todos sus ataques estaban destinados a herir, a matar incluso… Era como si los dos hubiéramos sabido, desde el momento en que nuestras miradas se habían cruzado, que este instante debía llegar. Yo no estaba realmente sorprendido. Y tal vez por eso me sentía confiado. Demasiado confiado. Porque mientras retrocedía para esquivar un tercer ataque, mi pie rodó sobre un guijarro, dislocándome casi el tobillo, y caí cuan largo era en el suelo. Antes de que hubiera tenido tiempo de levantarme, Edmonds se había dejado caer sobre mí con todo su peso. Paralizado, ya no podía luchar, no podía defenderme. El aire, bloqueado en mis pulmones aplastados, ya no me llegaba a la garganta; ¡ni siquiera podía gritar pidiendo ayuda! Edmonds me miró directamente a los ojos, me escupió a la cara y levantó el brazo por encima de su cabeza, disponiéndose a hundirme el casco de botella en la yugular. Mis manos se pusieron a batir con frenesí la grava que tenía alrededor, e instintivamente, cogí un puñado de guijarros mojados que, en un gesto desesperado, conseguí arrojarle a la cara. Sorprendido, Edmonds desplazó su centro de gravedad tratando de evitar la lluvia de proyectiles. El acceso a mi cadera quedó así providencialmente liberado. Me llevé la mano a la funda de mi revólver de servicio, saqué el arma con un movimiento rápido, bajé el percutor y, viendo que Edmonds levantaba el brazo para lanzar el golpe fatal, hice fuego al bulto, apuntando a algún lugar de la masa negra, monstruosa, del hombre que me asfixiaba.

En el silencio de la noche, la detonación resonó con una increíble potencia. El cuerpo de mi adversario basculó lentamente y se derrumbó en el fango. Me deshice de él con un gesto brusco, ignorando los dolores que me taladraban el cuerpo, respirando aliviado el aire que me había faltado durante unos segundos eternos. Con el pie, envié lejos el casco de botella que acababa de deslizarse de la palma de Edmonds y luego me incliné sobre él. Había perdido el conocimiento. Un poco de líquido verdoso manchaba la comisura de sus labios y una ancha mancha roja se extendía bajo su guerrera, en pleno abdomen. Le aparté los pliegues de la chaqueta lo mejor que pude, le desgarré la camisa y apreté la palma de mi mano contra el agujero, fuente de sangre que mi bala había abierto en la región del bazo. Sabía que este tipo de herida era mortal. Si no le atendían rápidamente, Edmonds moriría. Necesitaba ayuda. Eché un vistazo alrededor. El pequeño hindú seguía tendido contra la pared de chapa. Aunque gemía suavemente, me di cuenta de que también él había perdido el conocimiento y no podía hacer nada por socorrerme. Recogí mi arma y descargué en el aire, con regularidad, los cartuchos que me quedaban en el tambor.

Pronto oí voces, llamadas. Unas antorchas perforaron la oscuridad. Grité pidiendo ayuda, y una patrulla me encontró por fin. Llamaron a un médico y llevaron el cuerpo de Edmonds a una ambulancia. Por suerte, los barracones del hospital estaban muy cerca. Con una intervención rápida, un hombre corriente hubiera tenido todas las posibilidades de salir con vida; pero Edmonds no era en absoluto un hombre corriente. Sabía que bebía, fumaba y comía demasiado. Su organismo debía de soportar mal los traumatismos, debía de tardar en cicatrizar y sanar. ¿Cómo resistiría la operación? Mientras estuviese entre la vida y la muerte, yo aún no era un asesino. Pero ¿y si ocurría? ¿Qué sería de mí entonces? Por más que hubiera actuado en legítima defensa, no dejaba de ser el responsable de un crimen. ¿Y cómo me las arreglaría ahora para recuperar el vult de la habitación de Keller? Todos mis planes se venían abajo. Un capitán de la policía militar se acercó, y tuve que entregarle mi revólver Webley. Mientras, escoltado por dos guardias, subía a su vehículo de servicio, vi que el soldado hindú se levantaba con esfuerzo, sostenido y reconfortado únicamente por un compañero indígena. Ningún médico, ningún enfermero, parecía interesarse por él. Me invadió un terrible sentimiento de piedad por ese hombrecillo. Sin decir nada, confuso y apesadumbrado, me dejé llevar sin protestar hasta la oficina del jefe de los Red Caps, la policía militar, que se distinguía de los restantes cuerpos por la banda rojo sangre que adornaba la gorra de su uniforme.

ARRESTO RIGUROSO

¿Qué decir del resto de esa noche? Pocas cosas, porque detenerme en los detalles del proceso administrativo al que fui sometido no aportaría nada a mi relato. Desde luego, tuve que narrar los acontecimientos que me habían llevado a disparar a quemarropa contra el asistente Edmonds: la vuelta, al caer la noche, al cuartel después de haber pasado unas horas en la ciudad; el descubrimiento del agujero en la valla que limitaba el campo de maniobras; y luego la escena que había sorprendido en la zona de los hangares, Edmonds, borracho y furioso, encarnizándose sin motivo aparente con el cuerpo tendido de un soldado indígena, mi pelea con el coloso y el encarnizamiento, casi el salvajismo de éste. Sólo había hecho fuego en última instancia, para protegerme, para salvarme de una muerte cierta. Eso era todo. No tenía nada más que añadir. El oficial encargado del caso me escuchó con aire grave, transcribió mis palabras en un informe preliminar y luego me comunicó mi arresto provisional, al menos mientras la investigación estuviera en curso, que sería al fin y al cabo la que determinaría si había hecho un uso legítimo o no de mi arma. En mitad de la noche, me encontré, pues, encerrado en una de las celdas del centro penitenciario del cuartel de Calcuta. Me asignaron una habitación para mí solo. Mi rango de oficial me daba derecho a ello. El lugar no disponía de ninguna comodidad: una mala cama de hierro, un jergón envuelto en una sábana agujereada, una manta impregnada de un olor espantoso, un agujero como letrina y un grifo de agua fría. La luz procedía de un respiradero protegido por unos gruesos barrotes retorcidos que hubiera sido inútil tratar de arrancar. La decoración, en todo caso, no era sorprendente.

Durante mucho tiempo permanecí en un estado de abatimiento, sentado sobre el camastro, sin preocuparme siquiera por las llagas que manchaban de sangre mi camisa. Todo estaba perdido. Condenado a quedarme aquí, ya no podía actuar contra Keller. Cualquiera que fuera la sentencia que pronunciaran en mi contra, para entonces ya sería demasiado tarde. El maleficio habría completado su obra y nadie podría hacer nada contra eso. Tristemente, me obligué de todos modos a limpiarme con agua fría. Deshice el vendaje que me ceñía los riñones. Como se había formado una costra de sangre seca, la operación me hizo lanzar, muy a mi pesar, un grito de dolor. Al haber sido encerrado poco antes del alba, pronto tuve derecho a mi primera visita: un cabo de vara indígena vino a traerme un «Adán y Eva sobre una balsa», el breakfast habitual del prisionero, dos huevos colocados sobre una rebanada de pan negro. No los desdeñé. La fisiología humana está hecha así. Hubiera debido tener un nudo en el estómago y la mente alejada de cualquier consideración de carácter material, pero no era eso lo que sentía. Al contrario, sólo pensaba en comer y beber. ¡Tenía hambre! Por dramáticas que hubieran sido, las revelaciones de Garance de Réault y los acontecimientos de la noche me habían llenado de una energía nueva, de una especie de alegría infantil. Tal vez fuera pura y simple inconsciencia, pero me sentía revitalizado; de hecho estaba bastante orgulloso de mí mismo, satisfecho de haberme atrevido a agujerear la piel del gordo suboficial. ¡Sabía que había actuado correctamente y mi conciencia estaba encantada con aquello! Desde luego, el estado de Edmonds me preocupaba y en mi interior rezaba por que el tipo se recuperara con éxito, pero esto no me impedía caminar -en la medida de lo posible- a lo largo y ancho de mi celda frotándome las manos y hablando en voz alta, felicitándome por no haber dudado ni un instante en intervenir cuando había sorprendido al monstruoso asistente dando una paliza a aquel pobre muchacho. Volví a sentarme sobre la cama y me comí todo lo que me habían traído. A su vuelta, el soldado sonrió al ver el plato vacío, y me obsequió por propia iniciativa con una segunda ración.

– ¿Es usted el teniente Tewp, no es así? -me preguntó, mientras colocaba ante mí un nuevo «Adán» y una nueva «Eva»-. ¿El que ha intervenido hace un rato en favor del caporal Swamy?

– No sé cómo se llama el hombre al que he defendido -respondí-. Y tampoco tuve tiempo de mirar su rango. Sólo vi que era un soldado indígena… ¿Por qué me hace esta pregunta?

– Por nada, teniente. No vea ninguna ofensa en ello. Sólo quería decirle que ha sido muy valiente por su parte. La noticia de su intervención se extenderá rápidamente… Yo soy el sargento Panksha, el jefe de los guardias de noche. Si necesita alguna cosa, pídamela a mí. Haré lo que esté en mi mano para conseguírsela.

Yo no sabía aún hasta qué punto Panksha iba a ser fiel a su palabra. En los minutos que siguieron el sargento me trajo, sin que yo le pidiera nada, una mesa y una silla, cambió mi jergón, sustituyó mi apestosa manta por otra perfectamente limpia y me proporcionó incluso jabón y ropa interior de recambio. Me aseé, pues, a fondo e incluso conseguí limpiar mal que bien las manchas de sangre y de barro que ensuciaban mi uniforme. Cuando, hacia las diez de la mañana, recibí la visita del oficial encargado de llevar la instrucción de mi caso, me encontraba en disposición de enfrentarme a él con un aspecto decente. Más o menos fresco y presentable, estaba sin duda mejor armado para responder a sus preguntas que si aún llevara las marcas de mi pelea con Edmonds.

La entrevista transcurrió relativamente bien. De entrada, porque mi interlocutor me informó de que el asistente parecía sobrevivir a su herida. La operación se había desarrollado sin problemas y la bala no había alcanzado ningún órgano vital. Sufriría, sin duda, y por mucho tiempo; pero todo hacía pensar que se recuperaría sin graves secuelas. Y además, porque, al estar yo mismo acostumbrado a la terminología y los procedimientos judiciales, me era fácil presentar mi versión de los hechos bajo el mejor ángulo posible. Por otra parte, Edmonds era conocido por sus borracheras y sus repetidas crisis violentas. Las preguntas que me formuló mi interrogador fueron precisas, concisas, de buena factura y no se apartaron nunca del tema principal, reflejando la práctica de un buen profesional. Sin duda yo hubiera planteado las mismas de estar en su lugar. Si bien no simpatizamos, entre nosotros se instauró un cierto respeto. Por descontado, no se permitió ningún comentario personal sobre mi suerte. No era su papel -yo lo sabía y me abstuve escrupulosamente de hacerle salir de él-, y no me dio ninguna pista sobre cuándo se me autorizaría a salir de prisión. Se fue no sin antes prometerme que volvería al día siguiente para informarme de la situación. De nuevo en la soledad de mi celda, me vi obligado a aceptar mi desgracia con paciencia. No tenía nada más que hacer excepto pensar y dormir. Me tendí, pues, en mi camastro, sucumbiendo finalmente a la masa de fatiga y tensiones que había acumulado desde la víspera.

Los sótanos, medio enterrados, donde retenían a los prisioneros eran frescos, y en relación con las otras zonas del campamento tenían la ventaja de que seguían siéndolo aun bajo los grandes calores de la tarde. Así, encontré allí un cierto grado de confort. Dormí con un sueño de plomo hasta las seis, cuando me despertó el ruido de un pequeño grupo que volvía al centro penitenciario. Eran los prisioneros de baja graduación, asignados a diversos trabajos durante el día, que por la noche volvían a su celda. Hubo un recuento, breve, de los hombres alineados en el pasillo, y luego los encerraron en sus compartimentos, a razón de tres o cuatro en un espacio no más amplio del que ocupaba yo solo. La mayoría de estos tipos sólo tenían minucias que reprocharse: retraso registrado a la vuelta de un permiso, pequeños latrocinios cometidos en los almacenes, faltas de obediencia, peleas…, nada que no fuera habitual en la justicia militar en tiempo de paz. Durante un rato la calma reinó de nuevo, y luego oí el ruido de una cantina rodante que se balanceaba sobre las losas del pasillo. Ruidos de cerraduras que se abrían y se cerraban, voces tonantes, órdenes y réplicas dadas en hindi. No se oía ni una sola palabra de inglés. Así, concluí que había empezado el servicio de noche. Si, durante el día, la guardia estaba a cargo de los británicos, los turnos de noche se asignaban a los suboficiales y soldados indígenas. Y dado que, aparte de mí, todos los prisioneros eran hindúes, el empleo de la lengua local volvía a imponerse. Me llegó el turno, y la puerta de mi celda se abrió. De igual modo que por la mañana, Panksha apareció, con dos bandejas en equilibrio sobre sus anchas manos abiertas.

– ¡«Zeppelin en las nubes», mi teniente! ¡Que aproveche!

Eché una ojeada a la mixtura. Era una larga salchicha grasienta -el «Zeppelin»- enterrada en puré de patatas harinosas -las «nubes»-. La excitación, o para ser más preciso, mi hambre de la mañana, se había desvanecido. La visión de toda esa comida me asqueó. Con un gesto, rechacé las bandejas y volví a tenderme boca abajo sobre la cama. Estaba abatido, hundido casi. Hundido por haber disparado a un hombre, hundido por tener que sufrir la humillación de la prisión. Hundido por haber fracasado, en sólo unos días, en absolutamente todo. Hundido, sobre todo, por saber que en adelante había quedado sumido en la impotencia ante la persona que pretendía mi muerte. Enterré el rostro en la almohada de crin, cerré los ojos e hice cuanto pude por olvidar este maldito día. De las celdas vecinas llegaban ruidos de vajilla, de cubiertos de hojalata que chirriaban sobre los platos de zinc; se oían risas, llamadas, intercambios animados, sonoros, casi fraternales, entre los prisioneros y los guardias. Como los ingleses no volverían hasta el alba, la prisión se convertía durante este espacio temporal en una suerte de enclave de la India libre; era fácil de adivinar que la mayor parte de los prisioneros eran de esos a los que llamaban despectivamente little englanders, gente que no anteponía la gloria del Imperio ni el respeto a sus leyes en el primer plano de sus preocupaciones.

La noche había caído. Los guardianes encendieron las luces, y una claridad cruda, viva, hiriente, atravesó mis párpados cerrados y me taladró el cerebro como una broca de acero. No sabía si achacarlo al maleficio, pero ahora mis ojos sólo soportaban la penumbra. Suspirando, estaba trepando a la silla para aflojar esa maldita bombilla cuando se abrió la puerta. Entró un personaje que no había visto nunca antes. Desde mi posición elevada, lo primero que vi de él fue un círculo de tela abigarrada, una especie de pequeño tonel de tela compacto de proporciones achaparradas, mal encajadas, bastante inarmónicas, a decir verdad. Al bajar de mi improvisado escabel, vi un rostro oscuro, originalmente ya poco favorecido, pero ahora, además, con los rasgos hinchados en algunas zonas, tumefactos, amoratados… El rostro de un hombre al que habían golpeado. Bajo un breve bigote de pelos erizados extrañamente perfilado, el labio superior mostraba un feo corte que descubría -sin duda más de lo conveniente- unos dientes grandes e irregulares. Sobre una estructura corporal aparentemente construida a partir de la economía, sin carne, sin grasa, sin materia superflua, pero tensada por una armadura de músculos bien marcados que debían de darle una gran fuerza, el hombre vestía el uniforme de servicio de un caporal indígena de un regimiento del cuerpo de ingenieros.

– ¿Quién es usted? -pregunté en tono duro, irritado por haberme dejado sorprender en plena actividad doméstica.

– Teniente, soy el caporal Habid Swamy. El hombre al que socorrió ayer noche. Sólo quería darle las gracias por lo que hizo por mí, teniente. No sé si otros oficiales ingleses se hubieran arriesgado a intervenir… Fue muy valeroso por su parte… Gracias…

La voz era hermosa, y el inglés, irreprochable. Había, en el caporal, una extraña mezcla de dulzura y energía que enseguida me produjo simpatía. Con la cara veteada por las equimosis, el hindú tenía el aire de un chiquillo que acaba de salir de una pelea en el patio de la escuela. Sin mala intención -sino impulsado más bien por una súbita ternura-, me puse a reír un poco tontamente.

– Perdone, caporal, no me burlo de usted… Es que… su llegada es un poco sorprendente, sabe… Pero me alegra que haya venido. Realmente me complace mucho. Me alegro de que haya salido de ésta sin mayores daños. Creo que el asistente Edmonds estaba decidido a continuar hasta dejarle baldado.

– Hum… sí… Es posible. No era la primera vez que el asistente y yo teníamos unas palabras… Pero nunca había llegado tan lejos. No sé qué le dio… Es algo lamentable para todos. Y sobre todo para usted, mi teniente, ya que se encuentra encerrado por mi culpa…

Tranquilicé a Swamy con unas cuantas frases bien escogidas, haciéndole ver que prefería pudrirme en una celda que haber permanecido inactivo y haber tenido que soportar luego el pensamiento de su muerte o de su parálisis. Mi discurso pareció sumergir al hombrecillo en un abismo de reflexiones. Creo que no había esperado tropezar con un tipo como yo, tan aparentemente despegado de las realidades corrientes de la vida militar. Como es natural, no podía saber que era todo mi ser el que se había despegado del mundo. La certeza de que el mal que me devoraba iba a conducirme rápidamente a un fatal desenlace me había llevado a burlarme de todo. Finalmente, Swamy se despidió, prometiendo volver a visitarme pronto y rogándome que le informara si necesitaba alguna cosa.

No habían transcurrido cinco minutos desde su partida cuando la puerta se abrió y apareció el rostro radiante de Panksha. Una pequeña multitud compacta se apretujaba tras él.

– ¿Pueden venir también a saludarle los hombres, mi teniente? -me preguntó, casi tímidamente, el jefe de los guardias de noche.

– ¿Los hombres? ¿Venir a saludarme? Pero ¿por qué?

Antes de que pudiera darme una respuesta, Panksha se vio desbordado, empujado al interior de mi celda por diez o quince personas vestidas informalmente que enseguida me rodearon y me estrecharon la mano con cómicas inclinaciones de cabeza, como las que hacen los fieles ante la estatua de un santo o ante un sacerdote… En medio de todo aquel jaleo, por todas partes oía «Gracias», «Felicidades, mi teniente», «Ha hecho bien», «Le apoyaremos…». Al margen de todo protocolo, recibí un montón de palmaditas de simpatía, y también un amistoso porrazo en la espalda. Estos hombres eran en su mayoría prisioneros hindúes que purgaban sus penas en las celdas vecinas, pero entre ellos también había guardias, que me felicitaban del mismo modo. De pronto sentí que me abrían la mano a la fuerza y me dejaban en ella un encendedor, un paquete de cigarrillos, barritas de chocolate, una pasta de frutas… Panksha me miraba sonriendo.

– Ya ve, teniente… La noticia se ha extendido. Es raro que un brit intervenga por alguien de aquí. Es incluso cada vez más raro. Todo el mundo se lo agradece…

Tuve que estrechar unas cuantas manos más, dar las gracias por todo lo que me ofrecían, asegurar que había actuado espontáneamente, sin reflexionar, y que hubiera hecho lo mismo por cualquiera, para conseguir que evacuaran el lugar y me dejaran descansar un poco. Panksha fue el último en salir, pero antes aún tuvo tiempo de deslizarme al oído que, si mi arresto se prolongaba, encontraría la forma de hacer lo más cómoda posible mi estancia en prisión, y me guiñó el ojo mientras blandía y hacía tintinear bajo mis narices el impresionante manojo de llaves que acostumbraba llevar colgado a la cintura. Por fin me quedé solo. A pesar de la estrechez de la habitación, ésta estaba ahora en completo desorden. La brusca irrupción de aquella pequeña marea humana había volcado la silla y empujado la mesa a un rincón, ¡y vi incluso que unas huellas de pasos manchaban mi cama! ¡Uno de los tipos había caminado sobre las mantas sin siquiera darse cuenta! Tardé diez minutos largos en volver a poner un poco de orden en mi antro, y luego desenrosqué la bombilla, cuya luz, demasiado blanca, me taladraba los ojos. Finalmente, una vez vuelto el silencio y en medio de una bienhechora oscuridad, me tendí en la cama y me dormí…

El día siguiente pasó sin que el oficial judicial hiciera acto de presencia. En contra de lo que me había prometido, esperé, pues, inútilmente su visita. Me instaron a que saliera de mi jaula para dar un paseo de una hora, solo, por un pasillo enrejado que se hundía en un patio de cemento sin vistas, vigilado por dos guardias ingleses que me dirigían miradas malévolas. Oí que uno preguntaba al otro de qué me acusaban.

– Ha disparado a uno de los nuestros que sólo se limitaba a darle una lección a un sudra, por lo que parece.

Y escupió al suelo, mientras me lanzaba una mirada llena de rabia que dejaba bien claro por quién, entre el verdugo inglés y la víctima hindú, se inclinaban sus simpatías.

Más tarde, justo cuando acababa de volver del paseo, el capitán Nicol entró, azorado, en mi celda.

– ¡Hace dos días que le busco, teniente! ¿Por qué no me ha advertido de su situación?

Hubiera podido replicar que ahora todo me parecía inútil y que me daba perfecta cuenta de que la partida estaba perdida. Que ya no tenía esperanzas de detener esta lepra que cada día hundía un poco más sus surcos en mi carne, que todo, en fin, me era indiferente. Pero ni siquiera tuve fuerzas para esto. Me contenté con encogerme de hombros. Nicol me hizo desnudar y lanzó un gruñido cuando vio en qué estado se encontraban los pruritos. Los desinfectó, cambió las vendas, y luego me preguntó si quería que me trasladaran al hospital, a lo que respondí que prefería quedarme en la celda mientras fuera posible. En prisión, al menos, seguía entre los vivos. Entrar en el hospital, en cambio, era tomar la última línea recta antes de la fosa. Y aunque era cierto que estaba enfermo, sentía confusamente que aún no me había llegado la hora de tomar este camino. Le di las gracias, pero rechacé su propuesta con firmeza.

– ¿Fue a ver a madame de Réault? -me preguntó entonces.

– Madame de Réault está persuadida de que me han hechizado y de que sólo la obtención del objeto sobre el que trabaja la bruja podrá salvarme. ¡Y lo más absurdo es que le creo! Pero ahora no tengo ninguna posibilidad de actuar en el mundo exterior. Por lo que sé, no saldré de aquí hasta dentro de diez días como mínimo. ¿Dónde estará Keller para entonces? Ni siquiera sé si aún se encuentra en Calcuta.

Nicol, en su calidad de oficial del cuerpo de sanidad, no pertenecía al Mié, y no estaba en condiciones de proporcionarme este tipo de informaciones.

– ¿Qué puedo hacer por usted, muchacho? -me preguntó con tristeza.

– Vuelva para cambiarme las vendas y guárdese esta historia para usted. Creo que eso es todo lo que se puede hacer ahora.

A regañadientes, Bartholomew Nicol guardó sus instrumentos en un maletín de cuero y salió de mi celda. Era tarde. Como la víspera, la cuadrilla de prisioneros condenados a trabajar en el exterior volvió y el equipo de guardias de noche inició el servicio. Me trajeron de comer, y luego Panksha vino a verme en compañía de Swamy.

– Teniente, he oído decir que no le liberarían antes del regreso del coronel Hardens. Tendrá que armarse de paciencia durante unos días, un poco más de una semana, de hecho. Sólo él tiene potestad para firmar su puesta en libertad. De modo que Swamy y yo queremos proponerle algo…

Visiblemente, ese «algo» era un poco delicado de enunciar. Hubiera podido incitarles a hablar, pero me abstuve, y esperé a que encontraran el valor para lanzarse. Fue Habid Swamy quien se arriesgó a hacerlo.

– El caso es, mi teniente, que hemos pensado que usted se aburre aquí. De manera que, dado que la guardia de noche es exclusivamente indígena, nos hemos dicho que… que tal vez quisiera aprovecharlo para hacer un poco de ejercicio afuera. Incluso podríamos hacerle salir del cuartel todas las noches y hacerle volver por la mañana, antes de que los brits… esto, los ingleses, ocupen sus puestos. Así el tiempo no se le hará tan largo.

– ¿Me propone una evasión, caporal? Es bastante… inmoral, ¿no le parece?

– Contrario al reglamento, ciertamente -intervino Panksha, todo sonrisas-. Pero no inmoral. Eso no. Diría incluso que en absoluto inmoral. Lo que es inmoral es que usted se pudra en este agujero cuando sólo ha hecho el bien. Eso sí es inmoral…

Reflexioné un instante. La proposición era endemoniadamente tentadora. Con mayor razón aún porque yo sabía perfectamente en qué emplear estas providenciales horas de libertad clandestinas que de pronto se me ofrecían de forma milagrosa: ¡en retomar mi vigilancia en el Harnett y apoderarme del vult de Keller! Por fin se presentaba una oportunidad de contrarrestar la falta de suerte crónica que padecía desde que había abandonado el puente del Altair.

Acepté con entusiasmo.

– Pero con una condición, de todos modos -me advirtió Panksha.

– ¿Cuál? ¿Dinero?

– No, mi teniente. Tendrá que aceptar una carabina. No me malinterprete, no es que pensemos que no quiera regresar… Es sólo para el caso de que… En fin, tenemos que asegurarnos de que estará de vuelta en su celda por la mañana.

Accedí gustoso a esta petición.

– ¿Y quién me acompañará en estas salidas nocturnas? -pregunté.

– Yo, señor oficial. Si usted lo estima conveniente, claro está -respondió Swamy.

Pronto simpaticé con Swamy. Como si fuera lo más normal del mundo, al caer la noche el caporal me hacía salir por la gran puerta de la prisión, que Panksha abría de par en par para nosotros. Ésta era la única parte comprometida del recorrido, ya que debíamos atravesar un vasto terreno despejado y bien iluminado de unas cuarenta yardas que había ante el edificio de las celdas, sin que tuviéramos posibilidad de ocultarnos en ningún rincón en sombra. Por suerte, nunca se produjo ningún incidente y, noche tras noche, pudimos abandonar sin problemas el recinto militar para adentrarnos en la Calcuta de los civiles. Mi primera escapada con el caporal la consagramos a conocernos mejor. Evidentemente, yo sólo tenía una idea en mente: dirigirme al Harnett para comprobar si Keller aún residía allí; pero mi intuición me decía que antes que nada tenía que franquearme con Swamy. Su ayuda podía serme preciosa para recuperar el vult de la habitación 511. Debía hacer, a toda costa, de este hombre mi aliado.

– ¿Y bien? ¿Qué hacemos, teniente? -me preguntó la primera vez que cruzamos la barrera del cuartel-. ¿Hay algún sitio en particular adonde quiera ir?

– Casi no conozco Calcuta, sabe… Desconozco qué es de buen tono hacer aquí entre el crepúsculo y el alba. ¡Sobre todo cuando uno es un semievadido un poco achacoso! ¿Tiene alguna sugerencia, caporal?

Swamy sonrió. Sí, tenía una sugerencia. De hecho era un simple deseo, que formuló sin descaro y que me encantó.

– Bien, entonces, teniente, ¿querría aceptar una invitación a cenar? Mi mujer siempre tiene algo preparado, y estará encantada de agradecerle personalmente el haberme socorrido la otra noche. Estoy seguro de que su visita le causará un gran placer. ¡Si no ve en ello una ofensa, señor oficial!

¡Desde luego que no veía ninguna ofensa en ello! Al contrario, la propuesta no podía complacerme más. De modo que seguí al caporal, que me condujo por pequeñas calles laterales, no muy lejos del cuartel, hasta una urbanización de casitas de madera, limpias y bien mantenidas, pero modestas y de una sola planta.

– Teniente, éstas son las viviendas de las familias de los soldados indígenas de su majestad Eduardo VIII. La administración militar tiene la bondad de ofrecérnoslas a bajo precio. La mía es la más cercana al gran macizo de bambús…

Ya era noche cerrada cuando entré por primera vez en casa de Swamy. En la vivienda del caporal todo estaba limpio y pulcramente ordenado. Los muebles bajos estaban encerados y brillaban suavemente bajo la luz tamizada de algunas lámparas de gas. Un olor a limpio, al que se mezclaba un perfume de especias, flotaba en el aire. Era la casa de un matrimonio tranquilo, sin complicaciones… Swamy fue a buscar a su esposa, una mujer pequeña de rasgos finos, dulces y lisos, con unos hermosos cabellos negros echados hacia atrás y recogidos en una pesada y larga trenza que le caía sobre la espalda.

– Le presento a Lajwanti -dijo Swamy- Ya la perdonará, pero apenas habla inglés…

Lajwanti me acogió con una hermosa sonrisa de princesa bengalí y una pequeña reverencia de devota protestante. Luego fue a la cocina y volvió con una simple copa de agua fresca, que me tendió, con los ojos entornados.

– Es la arghya, el agua de homenaje, mi teniente -explicó Swamy-. El primero y más importante de los dones de hospitalidad que se ofrecen.

En actitud ceremoniosa bebí dos tragos de agua, y luego me hicieron sentar a una mesa donde me sirvieron una comida muy sencilla. Por primera vez descubrí el curry, la paprika, la pimienta rosa y las semillas de fenogreco. Sentí un cierto aturdimiento, una especie de vértigo, como si me hubieran dado a beber un vino dulce. Pero era agradable; nuevo y al mismo tiempo placentero. Al acabar la cena, Lajwanti desapareció, dejándonos solos. Fuera, por la ventana abierta, oía a unos chiquillos que reían y jugaban en la oscuridad a pesar de la hora tardía. No sé si fueron esos ruidos los que me hicieron pensar en ello, pero una pregunta indiscreta se formó en mi mente, una pregunta que franqueó mis labios, a mi pesar, antes de que hubiera podido refrenarla:

– ¿No tienen hijos, Lajwanti y usted, Swamy?

El rostro del hindú se ensombreció de pronto, como si hubiera evocado una desgracia. Enseguida lamenté mi atrevimiento por tocar un tema tan íntimo.

– No. Por desgracia, no podemos. Es una gran pena para nosotros. Los médicos han dicho que no hay nada que hacer. Nos hubiera gustado mucho, pero es imposible.

– Siento haber sido tan torpe, Swamy. No quería reavivar su dolor. Perdóneme…

– No, no importa, mi teniente. Y además, de todos modos estamos rodeados de niños. De hecho, a menudo la casa está llena de ellos. Nos reconfortan.

Y Swamy me explicó que su mujer y él habían tomado bajo su protección a una pandilla de chiquillos que habían tenido la mala suerte de tener por padre a un inglés y por madre a una hindú. En todas las grandes ciudades coloniales, y hasta en los puestos de vanguardia más alejados, era frecuente que los británicos tomaran por amantes temporales a mujeres autóctonas y las abandonaran en cuanto quedaban encintas y se negaban a abortar. Ya podían entonces las pobres muchachas pedir asistencia y una reparación, que no había nada previsto para ellas. Rechazadas finalmente por todas las comunidades, debían componérselas sin ayuda de nadie para criar a una progenitura que llevaba dos sangres que nadie quería ver mezcladas. Swamy y Lajwanti se ocupaban de vez en cuando de un grupo de chiquillos como ésos, niños y niñas de entre cinco y quince años aproximadamente, recogiendo ropa y un poco de comida para ellos y tratando de darles unos rudimentos de educación.

– A mediodía, manejarán bajo mis órdenes los tubos de riego de los arsenales para enfriar las chapas. Así les dan permiso para ir a husmear en las cocinas de la cantina y satisfacer su hambre al menos una vez al día. Por otro lado, hay uno o dos que son realmente listos. Yo trato de enseñarles a leer y a contar. Tal vez un día puedan salir adelante. Pero, hagan lo que hagan, de todos modos seguirán siendo unos dalits, unos intocables…

En esa época yo sabía muy poco sobre el régimen de castas que definía a la India. Conocía la existencia de una jerarquía entre ellas, pero no sabía qué significaban exactamente ni qué individuos, y conforme a qué condiciones, formaban parte de cada una. Swamy fue quien, sobre este tema, como sobre infinidad de otros, me proporcionó las informaciones más precisas:

– El pueblo hindú está estratificado en tres grandes divisiones, mi teniente. La primera es la que separa a los dravidas, los primeros habitantes del continente, de los arios, los invasores procedentes del norte. Luego está la división de las castas. Originalmente, éstas eran sólo cuatro: los brahmanes (los sacerdotes), los chatrias (los guerreros, el equivalente de los caballeros en su Occidente), los vaishias (los comerciantes y los artesanos), y finalmente los sudras, que son los campesinos y los obreros.

– Sudra -intervine-, ya he oído antes este término. Me parece recordar que fue pronunciado con mucho desprecio…

– Por ignorantes, sí… tal vez… Es la casta a la que pertenezco. Es verdad que hoy es despreciada, pero se trata de una perversión de los tiempos, porque, en su origen, ninguna casta gozaba de ninguna clase de privilegio, todas se necesitaban. Los brahmanes garantizaban la corrección de los cultos y los ritos para asegurar el equilibrio, los guerreros protegían las fronteras, los comerciantes aseguraban la prosperidad y los campesinos proporcionaban el alimento. Las castas eran como los eslabones de una cadena. Y todo estaba bien así. Pero en la naturaleza del tiempo, como en la del corazón de los hombres, está el pervertirse. Las castas se fragmentaron en subcastas cada vez más numerosas, cada vez más sedientas de poder, y los sacerdotes creyeron que eran superiores a los guerreros, los guerreros más importantes que los comerciantes, los comerciantes más honorables que los campesinos, y éstos, infinitamente más meritorios que los dalits, los intocables, que son la hez de la sociedad porque ejercen los oficios más inmundos. Y ésta es la situación hoy día: cada uno habla de su vecino con desprecio y rencor. No es buena cosa…

– ¿Y la tercera subdivisión, Swamy?

– La tercera es la más reciente. Tal vez, también, la más terrible. Es la que separa a los hindúes de los musulmanes. La que en un día muy próximo nos sumirá en una guerra civil. Éste es un desgarro contranatura. Un desgarro irreparable.

Durante el resto de la noche discutimos mucho sobre esta guerra civil que todos parecían creer inevitable. Era la primera vez que escuchaba a un hindú hablarme de la India, sin vergüenza, sin maquillajes, sin precauciones diplomáticas ni componendas. Para Swamy, igual que para muchos de sus congéneres, la situación era bastante simple, ya que la única vía que consideraban honorable era la de los sanghatanistas, los nacionalistas hindúes que se oponían con todas sus fuerzas a los musulmanes, mimados por Gandhi y los ingleses. Porque cada hindú era consciente de que los británicos habían optado por marcharse y de que estaban interesados en dejar al país sumido en el caos, como una fruta podrida corroída por disputas intestinas, desgarrada por las luchas de clanes y las guerras de religión, y por tanto impracticable por mucho tiempo para cualquier otro colonialismo. Ocurriera lo que ocurriese ahora, tanto si estallaba la guerra en Europa como si no, el destino de la India estaba marcado para los veinte años siguientes. En cuanto se produjeran las primeras masacres entre musulmanes e hindúes, la suerte estaría echada: nada ni nadie podría hacer ya nada por la India.

– Pero ¿y Gandhi? ¿Qué piensa de él? No es posible que sea una creación de los ingleses, como algunos pretenden. Millones de hindúes le siguen. ¡Todas estas multitudes no pueden estar compradas!

– Compradas, no, tal vez… Pero engañadas, sí, sin duda alguna. Gandhi está apoyado por las castas bajas, las más numerosas, las más fáciles de halagar y de manejar. Él no actúa por la verdadera grandeza de la India.

– Entonces, ¿quién? ¿Bose?

Swamy permaneció mudo un instante. Era evidente que no le gustaba hablar de aquello. Sobre todo de Bose…

– Yo llevo el uniforme británico, mi teniente. Recibo mi sueldo de la Corona imperial. No puedo alimentar sentimientos demasiado favorables hacia un hombre que querría abatir al Imperio por las armas. Aunque en mi fuero interno… sólo puedo aprobarle. Debe saber, teniente, que hace veinte años que entré en el ejército de Su Majestad. En esa época, las cosas eran mucho más sencillas que hoy. Nosotros, la gente del pueblo, no teníamos por costumbre pensar en política. Hoy todo ha cambiado. Sin tener realmente conciencia de ello, presté juramento de fidelidad a una potencia que ocupa mi tierra natal… A mi modo yo también, y todos los soldados indígenas, nos hemos convertido en intocables, en la última, la más despreciada de todas las castas de la India, hasta el punto de que su sola mención es como una impureza en la boca…

Swamy volvió la cabeza y echó una ojeada a su reloj.

– Tenemos que volver, mi teniente. Pronto llegará el alba…

Me despedí de Lajwanti, agradeciéndole calurosamente su hospitalidad, y luego abandonamos la casa de madera para volver al cuartel. Y entonces, mientras caminábamos en silencio en la noche negra y fresca, al pasar junto a los hangares de las municiones, una idea descabellada explotó en mi mente como un fuego de artificio.

– ¿Cuántos niños dice que tiene a su disposición, Swamy?

LA CASA DE LA HIERBA ALTA

Mi idea era simple. Había pensado en ella durante todo el día siguiente, pesando y sopesando todos los riesgos, valorando el peligro, calculando incluso la parte estadística de imponderables. Pero no, por más que buscara el argumento que por sí solo fuera capaz de hacerme renunciar, nada, decididamente, conseguía convencerme de que mi idea era mala. Atrevida, cierto, pero factible. Resueltamente factible. Con la condición sine qua non de que Swamy le diera luz verde. Porque, a fin de cuentas, todo dependía de él… Tanto de su opinión como de su aprobación.

– No puedo decirle que la perspectiva me entusiasme, teniente -me dijo mientras franqueábamos por segunda vez los alambres espinosos del cuartel y deambulábamos como dos colegiales haciendo novillos a lo largo de una avenida desierta-. Hacer regar hangares a los chiquillos tiene un pase, pero utilizarlos para vigilar a la gente, y a gente que además puede ser peligrosa… Reconozco que, sobre el papel, tal vez la idea sea buena, pero existe el riesgo de que la realidad le decepcione…

No insistí, simulando que compartía esta juiciosa opinión, pero aferrándome de todos modos con furia a la esperanza de que el germen que acababa de plantar de manera tan hipócrita en la mente del caporal eclosionara súbitamente y diera lo más pronto posible una hermosa flor sulfurosa.

– Sí, Swamy, sin duda tiene razón. Sería demasiado peligroso. Lástima. No pensemos más en ello.

El tiempo hizo su trabajo. Rápido. Al cabo de tal vez cincuenta pasos, Swamy había cambiado de opinión.

– Quizá…

– No, no, Swamy, se lo ruego. Olvídese de esta historia, es una locura…

– Siempre se puede probar durante veinticuatro horas con los dos mayores. Después de todo, si esto puede serle útil, le debo mucho más que la simple cena de ayer.

– No, Swamy, no se sienta obligado, se lo ruego. Y además, sólo son niños. Siempre me lo reprocharía si…

– Preguntémosles. Creo que será lo más sencillo. Si se niegan, olvídese del asunto. Si dicen que sí, hacemos la prueba. ¿Qué opina?

Asentí, desde luego, pero cuidando las formas. Swamy se mostró ladino y durante un instante pretendió entrar en mi juego, pero nuestros intercambios de cortesías no se prolongaron demasiado. Le hice un somero relato de los acontecimientos de los días precedentes. Su compañía me hacía sentirme en confianza, y no omití ningún detalle de las pruebas por las que había atravesado. Creo que todo aquello le causó una enorme impresión.

– El asunto no admite duda, mi teniente. La dama francesa tiene razón: hay que recuperar este maldito objeto causa de todos sus males.

Hablamos hasta muy avanzada la noche para elaborar un plan sencillo y que no pusiera en peligro a los niños. Evidentemente, convenía aprovechar una ausencia de Keller, y por tanto debíamos actuar en pleno día, lo que excluía mi presencia. Y además, introducirse en la habitación era un problema. Forzar la cerradura hubiera sido poco discreto. ¿Qué podíamos hacer, pues? ¿Cómo se podía entrar en la habitación de un gran hotel sin levantar sospechas?

– ¡Haciéndose transportar hasta allí! -dijo de pronto Swamy chasqueando los dedos.

Miré al pequeño caporal hindú con aire dubitativo. ¿Realmente estaba en sus cabales? Pero el fuego que brillaba en sus ojos me decía que era posible que Swamy tuviera ya todas las respuestas a mis interrogantes.

– Imaginemos que miss Keller ha encargado que le lleven un equipaje complementario. Un baúl llega a su hotel cuando está ausente. ¿Qué hace el conserje?

– ¿Ordena que suban el baúl?

– ¡Exacto! -dijo Swamy, radiante-. Y este baúl no contiene ropa interior, sino a uno de mis chicos. A Khamurjee, por ejemplo. En cuanto el niño nota que ha llegado a su destino, sale del baúl, se apodera del objeto y…

– ¿Y?

– ¡Y sale como puede! -confesó Swamy, afligido-. Sí, la última parte del plan no se sostiene; pero al menos el principio general tiene bastante consistencia. ¿Qué me dice?

Dudando entre el entusiasmo y el escepticismo, recapitulé todas las fases de este extraño proyecto, lanzando al vuelo una serie de preguntas para las que Swamy siempre acababa por encontrar respuesta.

– ¿Su chico entrará en un baúl? ¿No se asfixiará?

– ¡Lo prepararemos!

– ¿Quién hará la entrega?

– ¡Yo!

– ¿Y si Keller vuelve de improviso y sorprende al chiquillo?

– Me quedaré en los alrededores del hotel con un silbato. ¡Si la mujer llega, le enviaré una señal!

– ¿Y cómo procederemos para que Keller no advierta que han registrado su habitación? ¿Dónde ocultará el chico el baúl con el que ha venido?

– ¡No tendrá por qué ocultarlo, teniente! ¡Esta mujer le ha declarado la guerra! ¡Usted actúa en defensa propia! ¿A quién le preocupa lo que piense? Daré un destornillador a Khamurjee para que fuerce la cerradura desde dentro. ¡En cuanto haya recuperado el cráneo, saldrá sin más del hotel a todo correr y asunto concluido!

Pensándolo bien, el plan era bastante simple y tenía su punto de locura para funcionar. La insistencia de Swamy acabó por decidirme. Lo cierto es que incluso parecía que el caporal se estuviera divirtiendo con aquello, y así se lo hice notar.

– No es eso, mi teniente-replicó-, pero el caso es que Khamurjee es especial. Siempre lo he sabido. Es un chiquillo al que he enseñado muchas cosas. Y también he entrenado su memoria haciéndole practicar el juego de Kim.

El juego de Kim no era más que un vago recuerdo para mí, y tuve que hacer un esfuerzo para recordar esta novela de Kipling en la que un joven hindú es iniciado en los métodos de los servicios de información coloniales: el «juego» en cuestión consistía en utilizar una panoplia de ejercicios mnemotécnicos con objeto de no olvidar ningún detalle de una escena, de un lugar, de un revoltijo de objetos cualesquiera. En una época en que no existían los microfilms, poseer este tipo de capacidad era de vital importancia para un agente. Me declaré sorprendido de que Swamy hubiera preparado a un chico para este tipo de trabajo, como si hubiera sabido que un día esto sería útil para alguien.

– Simple intuición -dijo en un tono lacónico, clavando muy modestamente la mirada en el suelo.

Y ya no supe más sobre este tema.

– Mañana vuelve usted aquí, le presento al chico, arreglamos los detalles y tomamos la decisión definitiva -continuó-. ¿Qué le parece?

Lo consideré una buena solución. Y estaba profundamente agradecido a Swamy por tomarse mis problemas con tanta compasión como ardor. Traté de expresarle mi gratitud, pero él cortó en seco mis confusas palabras de agradecimiento palmeando la esfera de su reloj.

– Creo que haríamos bien en volver, teniente. Pronto amanecerá.

Volvimos al cuartel y Panksha cerró tras de mí, como a regañadientes, la puerta de la celda. Dormí un poco antes de que Nicol viniera a hacerme su visita cotidiana. A pesar de la simpatía que me inspiraba ese buen hombre, no creí útil informarle de los pequeños convenios penitenciarios de que disfrutaba. Aquello hubiera podido provocar graves problemas a Panksha y Swamy y de ningún modo quería comprometer las escasas oportunidades que se me ofrecían de hacerme con el vult. Nicol me cambió los vendajes, me suministró aspirina en cantidades y quiso dejarme su diario.

– ¿Ha visto, Tewp? ¡Aparece oficialmente en primera plana! -dijo irritado, mientras desplegaba el periódico ante sí y golpeaba las hojas con el dorso de la mano.

– ¿Qué ha ocurrido, capitán?

Yo no estaba de humor para seguir la actualidad, y apenas si eché una ojeada a la fotografía que apuntaba con el dedo y que parecía haber desatado su furia. Sólo vi un retrato de nuestro soberano Eduardo VIII.

– ¡El rey! ¡Visita oficial a las Indias en los quince días venideros!

– ¿Y qué tiene eso de extraño? Ahora es él el emperador -repliqué en tono de hastío, fastidiado por la futilidad de las palabras de Nicol.

Porque, en efecto, yo no veía nada anormal en el hecho de que un rey, entronizado el último enero, hiciera una gira por sus dominios en el curso de su primer año de reinado.

– No vendrá a Calcuta, por lo que parece. Bengala no le interesa. Delhi, Lahore, Bombay… pero no Calcuta. ¡Tanto mejor! ¡No tendremos que soportar la humillación!

– ¿De qué humillación habla, capitán?

– ¿De qué humillación? Pero por Dios, supongo que ya sabe… Esa historia con la americana. La lleva a todas partes. ¿No me diga que no ha visto esa repugnante fotografía publicada en las revistas, en agosto, en primera plana?

No, yo no había visto nada. En agosto estaba concentrado en mis preparativos para el viaje y no tenía tiempo para leer los cotilleos de la prensa. No tenía ni idea de a qué aludía Nicol.

– Pero ¡esto es extraordinario! ¡Debe de ser usted el único británico que ignora que Eduardo VIII se ha encaprichado de una tal Wallis Simpson! ¡Una divorciada del Nuevo Mundo!

– ¿Una divorciada? -dije con auténtico desagrado-. ¿Cómo es posible?

– Y no sólo eso, ¡dicen que quiere casarse con ella! La llevó de crucero por el Mediterráneo el mes de agosto y consideró divertido hacerse tomar una foto juntos en la playa. ¡Llevaba una toalla enrollada en la cabeza! ¿Se lo imagina? ¡Ese reyezuelo flacucho, enturbantado, arrullando a una divorciada con gafas oscuras en una playa de Dalmacia! ¡Puede imaginarse lo ridículo de la escena!

Yo estaba sinceramente escandalizado. Aún tenía un pase que un rey soltero se autorizara tener amantes, pero que alardeara de su conquista con una divorciada era realmente indignante.

– Debe de tratarse de un capricho. ¡Es absolutamente impensable que esta mujer pueda subir al trono!

– ¡Ah, no, eso sí que no! ¿Se imagina la cara que pondría el arzobispo de Canterbury? ¡Se armaría una buena, se lo digo yo!

Nicol me dejó con estas palabras ásperas, que de todos modos reflejaban también mis propios sentimientos. Si Eduardo pretendía casarse, la abdicación se presentaba como la única salida razonable. Pero esto, por importante que fuera, estaba totalmente al margen de mis preocupaciones del momento. Pasé el resto de la jornada lo mejor que pude, revolviéndome en mi cama, durmiendo de lado para evitar descansar mi cuerpo sobre el vientre ni sobre la espalda, y no irritar más aún las llagas que seguían extendiéndose. Ya apenas comía nada de los platos que me traían. Mi estómago rechazaba casi completamente el alimento. Aún vivía de mis reservas, pero sabía que corría el riesgo de debilitarme si continuaba este régimen. Pronto ya ni siquiera sería capaz de abandonar la prisión para mis escapadas nocturnas. Fuera cual fuese el plan que Swamy y yo adoptáramos, se imponía actuar deprisa.

La tercera noche, el caporal vino a buscarme y nos dirigimos de nuevo a su casa. En la amplia habitación bien ordenada que hacía las veces de cocina y de bodega, un niño guapo de unos doce años estaba ocupado pelando una fruta pero, en lugar de tragarse los pedazos, hundía la mano bajo la mesa, de donde sobresalía una cabeza vivaz, afilada y sedosa, con unos ojos negros que relucían como mica.

– Khamurjee se ocupa de Ulitivi-me explicó Swamy, como si la presencia de la bestezuela fuera perfectamente natural-. ¿Nunca ha visto una mangosta, teniente? -me preguntó el caporal mientras yo me acercaba para ver mejor a aquel animalito todo nervio, alargado y lanoso-. Es un excelente cazador de serpientes. Muy útil cuando se vive cerca de la hierba alta.

En cuanto entré en su campo de visión, la criatura corrió a refugiarse bajo la mesa, de donde ya fue imposible hacerla salir, lo que motivó las risas de Khamurjee, cuyo rostro revelaba de forma evidente la mezcla de sangres. Su piel era de una tonalidad bastante oscura, pero en sus rasgos finos no había rastro de las redondeces lunares que a menudo caracterizan a los nativos de Bengala. El niño, pobremente vestido con una vieja camisa rígida de suciedad y un taparrabos de lino blancuzco, se balanceaba de una pierna a otra sobre sus pies descalzos. Sus ojos brillaban.

– El chico es un poco chatarrero -comentó Swamy-. Recoge pedazos de chapa y los revende a pequeños fundidores artesana-les. No gana mucho con eso, pero al menos no roba. Y cuando realmente tiene hambre, sabe que puede venir aquí. Habla y escribe muy bien el inglés. Es mi mejor alumno. Y también posee talentos especiales… Haznos una demostración, Khamurjee.

El caporal se sacó del bolsillo dos minúsculos lápices de madera, se los tendió al niño y luego colocó ante él dos hojas de papel arrancadas de una libreta. Con los brazos cruzados, esperó a que el chico estuviera listo, con un lápiz en la mano derecha y el otro en la izquierda, y luego anunció:

– Historia de los cuatro hermanos. Un tigre y una joven aguadora. ¡Catorce millones setecientos ochenta y dos mil quinientos sesenta y tres, que dividirás por noventa y cinco mil trescientos sesenta y uno!

Khamurjee realizó entonces algo extraordinario. Algo que hubiera jurado imposible y que nunca he vuelto a ver después. ¡Sin esfuerzo aparente, el chiquillo se puso a dibujar con la mano derecha y a plantear y resolver la operación con la mano izquierda, mientras, con sus ojos fijos en los míos, recitaba una fábula!

– Hace mucho tiempo, en el reino de Pataliputra, vivían cuatro hermanos huérfanos sin recursos. El mayor dijo a los otros: «Vayamos a buscar a través de la tierra el modo de aprender algún arte en particular y démonos cita en este mismo lugar dentro de un año». Los hermanos se separaron y se lanzaron a la búsqueda durante un año entero, al término del cual volvieron a encontrarse y se preguntaron por los saberes que habían adquirido. «Yo he aprendido el arte que permite crear carne en torno a los huesos», dijo el primero. «Yo he aprendido el arte de hacer nacer piel y pelos en torno a la carne», continuó el segundo. «Yo, con huesos, carne, piel y pelos, puedo crear miembros y un rostro», prosiguió el tercero. «Y yo puedo dar vida a un ser muerto que tenga huesos, carne, piel, pelos, miembros y rostro», acabó el cuarto. Juntos se adentraron entonces en la jungla en busca de un hueso. Sobre el primero que encontraron, el primer hermano creó carne, el segundo piel y pelos, el tercero miembros y un rostro, y finalmente el cuarto insufló vida al conjunto. Pero resultó que el hueso que los hermanos habían encontrado era el de un león. Devuelta a la vida, la fiera se abalanzó sobre los cuatro hombres que la habían creado. Los devoró y luego volvió tranquilamente a la jungla. Así perecieron los cuatro brahmanes huérfanos…

Una vez acabado su relato, Khamurjee empujó hacia nosotros las dos hojas de papel. En una había dibujado la silueta de un tigre que se acercaba a una muchacha vestida con un sari que hundía su cántaro en las aguas de un río. En la otra estaba planteada, y aparentemente resuelta, la división propuesta por Swamy.

– El resultado de la operación es ciento cincuenta y cinco coma cero, uno, seis, ocho, seis, dos… -dijo el niño.

Swamy se irguió en toda su estatura. Era evidente que se sentía orgulloso del chiquillo. Y yo estaba profundamente impresionado por las habilidades de Khamurjee. Lo que acababa de realizar demostraba que poseía una organización cerebral totalmente fuera de lo común, propia de un genio. Mudo de admiración, le tendí la mano. Su apretón era firme y decidido.

– Khamurjee, ¿el caporal Swamy te ha puesto al corriente de lo que pretendemos hacer?

– Sí, sir. Sé que hay que ir a robar un objeto que se encuentra en la habitación de una dama en el hotel Harnett. Me siento capaz de hacerlo.

– ¿Aunque sea peligroso?

– ¿Qué riesgo corro? ¿Que los empleados del hotel me azoten si me descubren? Ya sé lo que es recibir golpes, señor…

Viéndole, no me fue difícil creer que no había tenido una vida fácil. Y aquello me encogió el corazón.

– Quisiera recompensarte por lo que vas a hacer. De hecho, quiero pagarte.

Sin duda aquélla no era una buena forma de agradecer al chiquillo los riesgos que se proponía afrontar por mí, pero yo no veía otra.

Swamy empezó a agitarse, a exponer lo innecesario de pensar en esas cosas, pero insistí y coloqué sobre la mesa las pocas libras que llevaba encima.

– Les daré más cuando haya salido de prisión. Mientras tanto quiero que ambos tomen esto. Tendrán que procurarse un baúl, encontrar un camión… Esto supondrá un coste…

– ¡Pero si ya tenemos el baúl y el camión! -anunció el caporal esbozando una gran sonrisa-. ¡Todo está a punto!

Swamy no había perdido el tiempo. Mientras yo, impotente, trataba de descansar en mi celda, él había dado con un baúl lo suficientemente grande para que el niño se acurrucara dentro y había recuperado un viejo vehículo del ejército, un Bedford entoldado que los mecánicos de su majestad habían retirado del servicio y que él, en una tarde, había reparado para que volviera a funcionar.

– ¿Cómo sabrá que Keller no está en el hotel, Swamy? No puede pasarse el día esperando ante el Harnett a que salga. Y además, ¡ni siquiera sabe qué aspecto tiene!

– Eso es fácil, mi teniente. Según usted, sale prácticamente todas las tardes. No tengo más que telefonear a recepción y pedir hablar con ella. Si el teléfono de su habitación no responde… ¡atacamos!

Me desarmaba la simplicidad con la que Swamy resolvía los problemas. En apariencia, el asunto estaba visto para sentencia y yo no tenía nada más que decir.

– Todo irá bien, mi teniente -continuó Swamy-. Si el objeto en cuestión sigue estando en la habitación de esta malvada mujer, nos haremos con él de un modo u otro.

Khamurjee me guiñó el ojo para asegurarme que compartía por completo la confianza del caporal. Al contemplar tal convencimiento en sus rostros radiantes, me eché a reír. Con sus caras de pirata y sus sonrisas encantadas, esos dos acababan de devolverme de pronto una total confianza en el porvenir.

En mi celda, me sentía como un general refugiado en su bunker mientras sus tropas son lanzadas al asalto de una posición inexpugnable. Ambicionaba que la operación tuviera éxito, desde luego, pero por encima de todo quería que no le ocurriera nada a Khamurjee. Tal vez lo habíamos olvidado un poco demasiado rápido: Keller era una agente de los servicios de información nazi, lo que significaba que era una persona entrenada, desconfiada, y que, incluso si debía enfrentarse a un niño, sin duda no mostraría ni un ápice de piedad. Creado por el propio Himmler -el MI6 lo sabía-, el SD estaba dirigido por un tal Reinhard Heydrich, un gigante rubio de mente fría, un entusiasta de la esgrima y la equitación, que había reunido en torno a sí a un excepcional equipo de intelectuales y letrados cuyos excelentes resultados superaban en mucho a los de los consabidos espías de la Abwehr del insulso almirante Canaris. Heydrich y los suyos estaban dispuestos a todo para conseguir sus fines: chantaje, manipulaciones de todo tipo, incluso asesinatos si se terciaba. Si Keller era un miembro de este equipo, no dudaba ni por un instante que compartiría plenamente su fanatismo y su gusto inmoderado por la violencia.

En ese momento, mientras pensaba de nuevo en la austríaca, mi mirada se posó en el artículo que anunciaba la llegada a las Indias de Eduardo VIII. Movido por una intuición repentina, releí el programa detallado de la agenda del rey. Nicol tenía razón: Delhi, Lahore, Bombay, aparecían citados como destinos de la gira real. Pero Bengala no. Ni Calcuta. Mi corazón se calmó. Por un instante había creído que la presencia de Keller aquí era para asesinar a nuestro rey. Pero, en ese caso, ¿para qué iba a llegar dos meses antes de la visita? ¿Por qué iba a optar por instalarse en una ciudad apartada del circuito oficial? ¿Y por qué, finalmente, Alemania iba a estar interesada en abatir a Eduardo, habida cuenta que su posicionamiento germanófilo era notorio para todo el mundo? ¡No, decididamente mis temores eran absurdos! Hice una bola con el periódico y lo lancé con desdén a un rincón de la celda. Luego volví a sentarme sobre el camastro, y esperé con nerviosismo a que pasaran las horas. El relevo se efectuó como de costumbre a las seis de la tarde. Los soldados británicos habían terminado su jornada y se disponían a aprovechar su tiempo libre, con la satisfacción de que los hindúes les ahorraran el incordio del servicio nocturno. Yo empezaba a impacientarme. Ni Panksha ni Swamy venían a abrir mi puerta como era habitual. Finalmente, el jefe de los guardias apareció con la comida. El hombre no estaba al corriente de lo que tramábamos el caporal y yo, pero se daba perfecta cuenta de que ocurría algo anormal.

– ¿Ha visto a Swamy, Panksha? -le pregunté enseguida.

– ¡Aún no, mi teniente! ¿Algo va mal?

Esbocé una mueca. No quería hacerle partícipe de nuestro secreto e informarle de la infracción que pretendíamos cometer en el Harnett, pero me moría de ganas de hablar con alguien. Me contuve in extremis antes de confesárselo todo. Al ver mi estado de inquietud, creo que abandonó la celda comprendiendo que aquélla no iba a ser una noche corriente. Y en efecto, no lo fue.

Una hora más tarde, Swamy aún no se había presentado en la prisión, y su retraso me sumergió en un estado de desesperación y nerviosismo indescriptibles. Finalmente apareció, con indumentaria civil, el rostro desencajado, los ojos rojos y mechas de cabellos pegados por el sudor apuntando como un cepillo bajo su turbante.

– ¡El niño aún no ha salido del Harnett, mi teniente! ¡Pronto hará cinco horas que está allí! ¡Eso es demasiado tiempo!

En un segundo me puse la chaqueta y salimos en tromba.

Swamy me fue explicando lo que había ocurrido mientras cruzábamos el patio de la prisión a paso de carrera, sin preocuparnos por pasar inadvertidos.

– Al principio todo se ha desarrollado según lo previsto. El teléfono no respondía en la habitación de miss Keller y el conserje del hotel no puso objeciones para entregar el equipaje. Luego esperé en la calle para vigilar y avisar a Khamurjee con dos toques de silbato si veía volver a la chica. Pero no ha ocurrido nada. El niño no ha salido… De modo que he venido corriendo a avisarle.

– ¿Me está diciendo que nadie vigila ya la entrada del Harnett?

– Sí, está Ananda, al que me llevé conmigo y se ha quedado allí. Es el otro niño del que le hablé. Pero él no podrá hacer gran cosa…

Salimos del recinto del cuartel por nuestro camino habitual. El camión de Swamy estaba estacionado cerca. Lo cogimos para volver al Harnett lo más rápido posible pero, mientras volábamos a través de las despobladas calles del barrio colonial, de pronto le dije al caporal que cambiara de dirección y le di las señas de Garance de Réault.

– ¿Pero por qué, mi teniente? -preguntó Swamy mientras giraba el volante a regañadientes.

– Porque si el niño aún no ha salido, tendremos que entrar en el hotel, y usted no podrá husmear por allí sin llamar la atención. En cuanto a mí, no puedo entrar vestido así -dije al tiempo que señalaba mis ropas arrugadas y sucias por los días pasados en prisión, mi uniforme sin corbata ni cinturón y mis zapatos sin cordones, todos objetos reglamentarios que me habían confiscado en la admisión.

Swamy se encogió de hombros y emitió un leve gruñido, pero pisó el acelerador. Unos minutos más tarde llamábamos furiosamente a la puerta de madame de Réault, organizando un escándalo tal que todos los perros del barrio empezaron a ladrar. Era una apuesta loca, porque yo no sabía si la francesa estaría esa noche en el domicilio de sus amigos; pero teníamos que hacer algo urgentemente, y esta mujer era la única persona a la que podía dirigirme en busca de ayuda. Gracias a Dios, nos recibió enseguida. En cuatro frases le expusimos la situación y la francesa aceptó unirse a nuestra expedición de salvamento. Por suerte para nosotros, el carácter de esa mujer la atraía hacia el peligro como el imán atrae a una partícula de metal.

– Tendría que procurarse una maleta -dije mientras se arreglaba a toda prisa.

– ¿Una maleta, oficial? ¿Por qué?

– ¡Porque el mejor medio de entrar en un hotel y de pasearse por él es ser un cliente! Tomará una habitación, si es posible en el quinto piso. Utilice cualquier pretexto… Será nuestro cuartel general. Cuando esté allí, trataré de reunirme con usted. ¡Luego decidiremos el próximo paso!

– Muy bien, cogeré una maleta, ¡pero sobre todo cogeré mi Lepage! -dijo sacando de un cajón un revólver para mujer, que se metió en el bolsillo como si se tratara de una simple caja de píldoras.

Volvimos al Bedford, y Swamy arrancó y salió en tromba. Formando un insólito trío, concentrados, ansiosos también, indiferentes a los riesgos evidentes que corríamos, partíamos tras la pista de un niño desaparecido. Y en último término, todo eso era sólo por salvarme. Casi me sentía avergonzado. Detuvimos el camión en la travesía donde Edmonds acostumbraba a aparcar el Chevrolet cuando hacíamos nuestras primeras guardias de vigilancia, y luego madame de Réault salió y se dirigió hacia el hotel, cual frágil sombra con su maleta a cuestas. Swamy, por su parte, saltó a tierra para tratar de encontrar a Ananda. Habíamos convenido que esperaría quince minutos antes de presentarme ante el conserje para reunirme con madame de Réault. Por sucio que estuviera, el personal del hotel no me impediría subir a una habitación ya pagada y ocupada por una dama respetable. En cuanto a saber si había gente del MI6 haciendo guardia ante el establecimiento que pudiera descubrirme, pues bien… era un riesgo adicional que debía correr, ni más ni menos.

Swamy encontró a Ananda antes de que yo saliera del camión. En todo el tiempo que había estado de guardia, el chiquillo no había visto que se encendieran las luces de la habitación 511, lo que parecía indicar que Keller aún no había vuelto. De todos modos, teníamos que actuar con presteza. Mientras se había encontrado bajo nuestra vigilancia, Keller nunca había pasado una noche completa fuera del hotel. Eran casi las nueve y media. Estaba claro que el tiempo jugaba en nuestra contra. Me arreglé la ropa lo mejor que pude, Swamy me anudó su corbata al cuello y me dio su cinturón y sus cordones. Ahora podía presentarme en el vestíbulo del hotel sin temor a que un portero demasiado quisquilloso me echara a la calle. Esforzándome en caminar, en la medida de lo posible, bien erguido y con paso tranquilo, a pesar de mi ansiedad y de los dolores que los pruritos me causaban en la espalda y el pecho, entré por tercera vez bajo los brillantes dorados del Harnett y pedí ser recibido por madame de Réault, una cliente que había llegado hacía muy poco.

– Acabamos de registrar a esta persona, sir. Habitación 434 -anunció el conserje en tono frío, tal vez impresionado por el tono ceniciento de mi piel y el agotamiento que se reflejaba en mis rasgos.

Por desgracia, madame de Réault sólo había podido encontrar una habitación en el cuarto piso. Cogí el ascensor y llamé a la puerta con tres golpes espaciados. Me abrió con su viejo Lepage en la mano.

– No mire mal a esta herramienta -me dijo-. ¡Si supiera la cantidad de veces que la he utilizado! ¡Y no sólo para disparar a las ratas!

Por el tono que utilizaba para hablar de su arma, era indudable que no bromeaba. Durante un instante debatimos sobre el procedimiento a seguir. Yo propuse que sobornáramos a un mozo para que nos abriera la puerta de la 511, pero Réault había ideado un plan más atrevido para solventar el problema.

– He pensado en algo más sencillo y más seguro: ¡usted hará guardia y yo forzaré la cerradura!

– Pero esto llevará tiempo… ¿Y si Keller vuelve?

– En ese caso ¡ya veremos quién, entre ella y yo, dispara la primera!

Quise oponerme a una opción tan radical, pero la francesa ya se alejaba trotando por el pasillo en dirección a la escalera que conducía al piso superior. Plantado allí como un bobo, no tenía otra elección que salir tras ella o batirme en retirada. La seguí, evidentemente. Madame de Réault era una mujer llena de recursos. Al llegar ante la habitación de Keller, se sacó una larga aguja del moño y forzó la cerradura con una increíble seguridad y una temible eficacia. ¡En diez segundos, la puerta infranqueable estaba forzada!

– ¡No encienda la luz! -dijo al ver que yo tendía el brazo hacia el interruptor-. No tiene sentido que alertemos a esta chica si llega por este lado del hotel. ¡Cierre suavemente después de entrar, Tewp!

Obedecí a esta mujer como a un superior e hice lo que me indicaba. Luego, al entrar en la habitación, encontré un gran baúl abierto en el suelo. Sin duda era el que había ocultado a Khamurjee. Pero ¿dónde estaba el niño? Registramos rápidamente la habitación principal pero no encontramos rastro alguno de nuestro espía. Empujé la puerta del cuarto de baño, que estaba medio abierta. El lugar estaba sumergido en tinieblas, pero mis ojos, que ya se habían habituado a la oscuridad, vieron enseguida un cuerpo inanimado tendido sobre el enlosado. Mi corazón se aceleró y solté un grito, pero cuando ya me precipitaba hacia Khamurjee, la voz de madame de Réault resonó a mi espalda con tal dureza que me detuve instantáneamente.

– ¡Sobre todo no se mueva, Tewp! ¡O es hombre muerto!

La voz había adoptado un tono súbitamente amenazador, casi hostil. Sin comprender a qué se debía aquella patente agresividad, me volví lentamente hacia ella. Madame de Réault sostenía su Lepage en la mano y lo apuntaba contra mí. Yo no entendía nada.

– ¡Salga de la habitación tan despacio como pueda, Tewp, y nada de movimientos bruscos!

Dudé sobre la conducta a seguir. ¿Realmente Garance de Réault me estaba amenazando con su arma?

– ¡Salga de esta habitación, oficial! ¡Sé cómo arreglármelas con estas bestezuelas, pero tiene que dejarme el campo libre!

¿De qué bestezuela estaba hablando? Muy a mi pesar, eché una ojeada a Khamurjee. Y entonces vi cómo, sobre su pecho, se desenrollaba una larga criatura con múltiples anillos que se deslizaba hacia el suelo… ¡Era una serpiente, enorme, un animal de pesadilla que se desplegaba y se dirigía directamente hacia mí!

Réault me sujetó de la manga y, con una fuerza extraordinaria, me echó del cuarto de baño. Desequilibrado, caí pesadamente detrás de ella, mientras la mujer avanzaba, resuelta, cargando contra el monstruo, una cobra de casi cuatro pies de largo que acababa de erguirse y escupía hacia ella como un gato furioso. Sin preocuparse de la amenaza, Réault cogió una toalla del lavabo, la enrolló burdamente en torno al tambor de su arma y disparó dos veces sobre la serpiente, que se derrumbó, decapitada por las descargas. Las detonaciones, amortiguadas por la toalla, apenas habían provocado más ruido que una tos ronca.

– ¡El secreto del éxito es la determinación! -dijo Réault apartando a la bestia con el pie e inclinándose sobre el cuerpecito tendido en el suelo.

Me levanté, abrumado por la sangre fría de que había dado muestras esta mujer, y yo también me acerqué a Khamurjee. El color de su piel había palidecido y no veía que su pecho se elevara.

– No está muerto -murmuró la francesa después de haberle palpado la garganta-. Su cuerpo está atiborrado de veneno, pero aún resiste. ¡Tenemos que sacarlo de aquí cuanto antes!

Mientras yo cogía al chiquillo en brazos y percibía con terror la frialdad de su piel, Réault se arrodilló junto a la bañera y hundió la mano en la trampilla, ya abierta. Vi cómo tanteaba un instante y luego sacaba la caja que yo mismo había descubierto en mi primera venida. Con evidente triunfo, la sujetó bajo el brazo y me precedió para verificar si el camino estaba libre. De nuevo me felicité por haber venido acompañado por esta mujer. Si ella no hubiera tenido la presencia de ánimo necesaria para pensar en el vult, el pánico que me había dominado al contemplar el cuerpo inanimado de Khamurjee me hubiera hecho olvidar por qué estábamos corriendo todos estos riesgos. Sin demasiadas dificultades, transportamos al chiquillo a la habitación del cuarto piso, donde lo deposité sobre la cama mientras Réault verificaba que la caja contenía efectivamente el cráneo.

– Todo está aquí, oficial Tewp. ¡Lo hemos conseguido!

En ese instante, poco me importaba haber recuperado este objeto infernal. Todos mis pensamientos se concentraban en el niño y hubiera dado cualquier cosa por salvarle la vida. Por desgracia, me parecía que ya no había nada que hacer, porque su pulso era extremadamente débil.

– Necesitamos a un médico -dije-. ¡Iré a buscar al doctor Nicol!

– ¡Mala idea, Tewp! Nicol es un buen médico, pero su ciencia tiene sus límites. Necesitamos a alguien más competente. ¡Y seré yo quien vaya a buscarlo! ¡Confíe en mí, no se mueva y sobre todo no toque el cráneo!

La perspectiva de quedarme solo en esta habitación de hotel con el niño moribundo me aterrorizó.

– ¿Y si Keller vuelve y nos encuentra? -pregunté azorado.

– ¡Abátala! -me dijo Réault mirándome directamente a los ojos y colocándome su Lepage en la palma de la mano.

El arma aún estaba caliente y olía a pólvora.

Réault se había reunido con Swamy en el exterior del hotel y había salido disparada con él hacia no sé qué barrio de Calcuta. La espera se me hacía eterna, y temía que en cualquier momento Khamurjee dejara de respirar del todo.

– Sobre todo no le caliente de ningún modo -me había prevenido la francesa antes de partir-. Ni baño ni mantas. Dilataría sus vasos sanguíneos y ayudaría al veneno a que se difundiera aún más. Déjelo como está. ¡Si ha sobrevivido hasta ahora, es que es capaz de seguir aguantando!

Faltaba una hora para la medianoche y nuestro plan se encaminaba al desastre. Cierto que teníamos el vult, pero ¿a qué precio? Furioso contra mí mismo, me retorcía las manos y lloraba casi de rabia al pensar que había enviado a un chiquillo a primera línea de combate. ¡Qué egoísmo haberle lanzado a una aventura semejante! Hubiera debido de ser consciente de que Keller era un ser temible y perverso. Seguramente la mujer se había dado cuenta de que habían registrado su habitación. Sí, esto parecía coherente: ofuscado por las palabras de Gillespie sobre la debilidad de la joven, cegado asimismo por la excesiva seguridad en mis propias capacidades, había entrado por efracción en la 511, pero a pesar de mis precauciones, sin duda había dejado huellas de mi paso. Alarmada, Keller había colocado esta serpiente como guardián en el hueco de la bañera, ¡y el chiquillo la había liberado al introducir su mano! ¡Keller! ¡Decididamente esa mujer era la culpable de todo! Mis dedos se cerraron convulsivamente sobre el Lepage. Impotente, sin poder hacer nada que no fuera ver morir a este niño ante mis ojos, me cegó la ira, y a todo correr subí al quinto piso por la escalera de servicio. Si la austríaca había vuelto, tenía la firme intención de saldar cuentas con ella inmediatamente, sin hacerle preguntas, sin tratar de averiguar siquiera las razones de su presencia en Calcuta. Avancé por el pasillo. ¡Se filtraba luz bajo la puerta! Con el revólver apretado en el puño, pegué la oreja al batiente, tratando de adivinar en qué parte de la suite se encontraba, pero no percibí ningún sonido. De pronto sentí el contacto de un tubo de metal frío sobre mi nuca. Me puse rígido y giré lentamente los ojos para descubrir el rostro de mi agresor.

– ¡Intervengo en el instante en que iba a poner en ejecución una pésima idea, teniente Tewp!

El que había susurrado esta frase era un hombre de unos cuarenta años, esbelto, de mi misma estatura. Llevaba un traje claro cortado en la mejor de las telas y no se había sacado su panamá. Con un gesto, el desconocido me invitó a retroceder, y después de quitarme el Lepage de las manos, me invitó a avanzar hasta el fondo del pasillo. Una pareja salió de una habitación y por un instante pensé en aprovechar la ocasión, pero como si leyera mis pensamientos, el hombre me advirtió en voz alta de que todo movimiento brusco por mi parte recibiría un castigo inmediato.

– ¿Adonde vamos? -pregunté.

– Al lugar de donde viene, habitación 434.

Su tono no admitía discusión. El individuo iba armado y al parecer sabía muchas cosas sobre mí. De momento no tenía otra opción que obedecerle. Volvimos a bajar las escaleras y entramos de nuevo en la habitación, donde Khamurjee, felizmente, todavía respiraba. El hombre me indicó con un gesto que me sentara en un sillón, cerca de la cama, y luego, con la espalda apoyada contra la puerta, frotó una cerilla y se llevó un cigarrillo a los labios.

– No se preocupe, amigo -dijo mientras una bocanada de humo azul ascendía en torno a su rostro-. ¡No tiene nada que temer, estoy de su lado!

– ¿De mi lado? Entonces, ¿por qué me tiene encañonado?

– ¡En realidad debería agradecerme que le haya impedido cometer una enorme tontería!

El tipo me dijo que se llamaba Surey. Si había que creerle, era un oficial de Delhi.

– La Firma me ha enviado para ver quién era esa Keller que les tenía tan ocupados, aquí, en Calcuta. Erick Küneck se desplazó para verla, ¿no es así?

Con Khamurjee agonizando a mi lado, yo no estaba para charlar sobre asuntos del servicio; de modo que permanecí mudo, y me debatía sobre si debía confiar en el recién llegado que no me había proporcionado ninguna prueba de que perteneciera realmente a nuestros servicios.

– ¿No quiere hablar, Tewp? Lástima… Porque me gustaría saber qué maquina aquí con un crío indígena agonizante cuando se supone que debería estar bien tranquilo en prisión. Y sobre todo me gustaría saber por qué se disponía a matar a Keller. Porque eso es lo que quería hacer, ¿no?

¿Cómo explicar mi aventura a este hombre? ¿Cómo hacerle comprender que la joven objeto de su vigilancia era una maldita bruja con poder suficiente para hacer enfermar a cualquiera clavando agujas en unas fotografías?

– ¿Cuánto tiempo hace que la vigila? -pregunté a Surey en tono hastiado.

– Dos días. ¿Por qué?

– ¿No le ha ocurrido nada extraño mientras la seguía? ¿Pérdida de objetos personales, tal vez? ¿O críos que se te agarran a las piernas y te arrancan mechas de cabellos o una tira de piel?

Surey rompió a reír.

– ¿De qué demonios habla, teniente Tewp? ¿Está buscando una manera de salir de ésta? ¡Pero si no le estoy amenazando! Mire, si sirve para tranquilizarle, incluso guardaré mi arma.

Uniendo el gesto a la palabra, hizo desaparecer su automática bajo la axila y se acercó a Khamurjee para palparle la frente.

– Este chico está muy grave. ¿No cree que sería más razonable avisar al médico del hotel?

– No. Sé qué le ocurre. Es espectacular al principio, pero pronto saldrá de su desvanecimiento -mentí.

– No sé si es una buena idea. Pero lo dejo a su juicio. De todos modos, sólo es uno más entre las decenas de miles de huérfanos que deambulan por esta ciudad, según parece. Si muere, no cambiará nada para nadie…

– ¡Para nadie excepto para mí! -dije aprovechando la ocasión para saltar como un resorte y abalanzarme sobre Surey.

El hombre, demasiado confiado, no se esperaba la reacción. Mi hombro le alcanzó en pleno esternón, lo que le desequilibró y le hizo deslizarse pesadamente del borde de la cama. Salté de rodillas sobre su pecho, le cogí la cabeza entre las manos y le golpeé el cráneo contra el suelo hasta que se desvaneció. Con el corazón desbocado, me levanté de un salto, arranqué los cordones de una cortina, até las manos y las piernas del pretendido agente de la Firma y le amordacé con su pañuelo antes de que recuperara el conocimiento. Sus bolsillos sólo contenían algunos papeles y en su cartera únicamente llevaba una decena de libras, que no le robé. En cambio, cogí su arma y recuperé el Lepage de Garance de Réault. Finalmente lo arrastré hasta el cuarto de baño, conseguí, no sin esfuerzo, hacerle bascular dentro de la bañera, y luego fui a echar una ojeada al pasillo para comprobar que nadie se hubiera alarmado con los ruidos de lucha. A esta hora, en todo el hotel resonaba la música de una gran orquesta de viento. Tres noches por semana, el Harnett se animaba con los sones de una banda de jazz. Así que, ahogado muy oportunamente por la melopea, el pequeño escándalo que habíamos organizado no había alertado a nadie.

Ya más tranquilo, volví al baño con la firme intención de hacer hablar a Surey. ¿Quién era realmente ese hombre? ¿Cómo sabía tanto sobre mí? ¿Y por qué había impedido que matara a Keller? Tenía que encontrar respuestas a todas estas preguntas. ¿Pero cómo? Hacer hablar a un hombre sólo es posible bajo coacción o sometiéndole a tortura. ¿Con qué podía amenazar a Surey si no sabía nada de él? ¡En cuanto a la tortura, la idea de rebajarme a utilizar este tipo de métodos estaba fuera de cuestión! Fui consciente de la impotencia que sentía para arrancar la menor información a mi prisionero. Despechado, volví a cerrar el cuarto de baño y fui a sentarme de nuevo junto a Khamurjee. Transcurrió casi una hora sin que sucediera nada. ¡Réault seguía sin aparecer, y yo era muy consciente de que si no volvía a mi celda antes del alba, la policía militar británica me consideraría como un fugitivo sobre el que sería lícito disparar sin previo aviso! Por fin oí ruido en el pasillo y alguien se acercó a la puerta de la habitación. Por si acaso, apunté la automática de Surey hacia la entrada. Vi cómo el pomo giraba despacio y mi dedo se crispó sobre el gatillo. Garance de Réault entró. Detrás de ella, otras tres siluetas se introdujeron en la habitación. Identifiqué a Swamy, pero los otros dos hombres, unos hindúes vestidos con sari y turbante negro, me eran completamente desconocidos.

– ¿Cómo está el chiquillo? -preguntó Réault sin preocuparse de hacer las presentaciones.

– Tal como le dejó. Ni mejora ni empeora, creo.

– Bien, entonces podemos pasar a la primera fase. Estos dos hombres son brahmanes. Sacerdotes y médicos. Ellos se harán cargo del pequeño. En cuanto a usted, Tewp, por lo que me ha dicho el caporal Swamy, es de vital importancia que vuelva a su prisión antes del alba. Váyase, aquí ya no puede sernos útil. Volveremos a vernos aquí mismo mañana por la noche y sacaremos a Khamurjee del hotel… ¡Ya verá cómo le encuentra mejorado!

– ¿Y el vult? -pregunté con un punto de inquietud por mi propio destino.

– El vult es asunto mío. Pero también le hablaré de esto mañana. Vamos, váyase ahora…

– ¡Me temo que hay otro problema!

– ¿Y ahora qué ocurre?

En pocas palabras le expliqué que teníamos un nuevo invitado, atado en el cuarto de baño. No podíamos dejarle allí veinticuatro horas. Garance de Réault levantó los ojos al cielo.

– ¡Pues bien, muchacho, eso es exactamente lo que va a ocurrir! Lo evacuará mañana. Vaya a comprobar sus ataduras. No me gustaría que se liberara.

Obedecí a regañadientes y me tomé unos minutos para asegurarme de que Surey estaba bien atado en la bañera; en efecto, no podíamos arriesgarnos a dejarle en libertad. El supuesto agente, con los ojos abiertos de par en par y esforzándose en hablar a través de su mordaza, no dejaba de agitarse y de lanzarme miradas furibundas.

Cuando tuve la certeza de que no podría soltarse, abandoné la habitación y salí del hotel detrás de Swamy. Encontramos el Bedford en la travesía y regresamos al cuartel sin decir palabra. Swamy aparcó no muy lejos de la prisión militar.

– ¿Sabe quién es esa gente que ha traído madame de Réault? -pregunté al caporal mientras cerraba el contacto.

– ¡Ni la menor idea, teniente! La señora me pidió que la esperara ante un templo, en Kalighat Road. Entró sola y volvió al cabo de veinte minutos con estos dos brahmanes. Nadie habló mientras les llevaba al Harnett.

– Creo que tan sólo nos queda tratar de dormir un poco, Swamy -dije mientras bajaba del viejo camión-. ¡Ahora ya no tenemos forma de influir en nada!

Ese día recibí la visita de Nicol un poco antes de lo habitual. En su opinión, mi estado de salud no mejoraba. Tenía la tez cerosa y los ojos hinchados, y también había adelgazado. Además, las irritaciones de mi piel, que se habían extendido a los hombros y a la parte alta de los muslos, me ardían horriblemente y cada día me hacían perder más sangre de lo que quería admitir.

– Tendremos que hospitalizarle, muchacho. Lamento mucho tener que decirlo, porque estoy convencido de que esto no influirá en una mejora de su estado, pero al menos nos permitirá cambiarle los vendajes dos veces al día y alimentarle por perfusión. Ya ha perdido mucho peso. Si insiste en no comer nada, no le doy diez días, amigo mío…

Di las gracias a Nicol por su solicitud, pero insistí en que no me obligara a ingresar en el hospital al menos en cuarenta y ocho horas.

– Es una estupidez, y realmente no comprendo por qué lo hace. Pero después de todo, ¡es su pellejo el que está en juego! ¿Quiere morfina? Al menos eso aliviará el ardor…

Acepté con gratitud la inyección de opiáceos, lo que me permitió dormir y pasar la mayor parte del día en una benéfica inconsciencia. Mi cuerpo lo necesitaba. Y mi mente también. Estaba harto de debatirme desde hacía días en un océano de interrogantes que no conducían a nada. ¿Por qué Keller había venido a Calcuta? ¿Tenía realmente dones de hechicera? ¿Quién era Surey? ¿Proyectaba Küneck asesinar a Eduardo VIII en su visita a las Indias? Pero en ese caso, ¿por qué encontrarse con Keller en Bengala, una provincia apartada del circuito real? Nada de aquello parecía tener sentido. Durante largas horas, la droga me liberó felizmente de estos enigmas y me desperté casi descansado una hora antes del crepúsculo. Una hora antes de que Swamy volviera para llevarme al Harnett… En cuanto cayó la noche, partimos hacia el hotel. Swamy había estado de servicio todo el día en su regimiento y no había tenido noticias de Garance de Réault. El caporal estaba tan ansioso como yo, y su rostro se había endurecido. Creí que me guardaba rencor.

– Por supuesto que no, mi teniente. ¡A quien odio es a esa mala mujer! ¡A esa Keller! Creo que hubiera hecho bien eliminándola. ¡Es una bestia dañina a la que habría que ajustar las cuentas ahora mismo!

Ver a Khamurjee inerte y frío, con una serpiente enroscada sobre su cuerpo flaco, me había puesto en un estado de exasperación extrema hasta el punto de atreverme a todo la víspera por la noche. Es cierto, había querido matar a Keller. Y hubiera podido hacerlo si Surey no hubiera intervenido. ¿Pero hoy? ¿Encontraría todavía en mí la fuerza que infunde la cólera? Si Réault me anunciaba lo peor, no dudaba de mi respuesta. Pero ¿y si el pequeño se había salvado? No, realmente no me veía descargando fríamente mi arma contra la austríaca, como tampoco me veía hundiendo astillas de bambú bajo las uñas de Surey para obligarle a hablar… fuera quien fuese ese tipo. Swamy y yo pasamos con aire decidido ante el conserje del Harnett y subimos directamente a la habitación 434 con el ascensor. En el interior, una gruesa dama abrió desmesuradamente los ojos al vernos entrar en la cabina. Los efluvios de prisionero enfermo que flotaban en torno a mí penetraron directamente en su gran nariz empolvada, que se apretó con los dedos con un terrible gesto de desprecio. Finalmente, después de golpear tres veces a la puerta, entramos en la habitación. La única luz procedía de dos velas encendidas en la cabecera de la cama. Khamurjee, envuelto en mantas, estaba medio incorporado, con la espalda apoyada contra la pared, y bebía no sé qué brebaje humeante en una gran taza con el símbolo del hotel.

– Se despertó hace una hora -nos anunció Réault, con las pupilas brillantes y el pelo un poco alborotado-. Darpán y Ananda han hecho un trabajo excelente. ¡Está fuera de peligro!

Sentados frente a la cama, los susodichos Darpán y Ananda estaban tan inmóviles como dioses esculpidos. Swamy se acercó al chiquillo encamado y empezó a hablarle suavemente en hindi. El niño respondió débilmente, pero sus ojos sonreían. Swamy parecía a punto de llorar de felicidad.

– ¿Cómo lo ha hecho? -pregunté a Réault.

Pero ésta se contentó con encogerse de hombros y señaló a los dos brahmanes.

– Responder a su pregunta nos llevaría horas, sahih Tewp. Y creo que tenemos cosas mejores que hacer esta noche. Nos hemos ocupado del pequeño dalit, era lo más urgente. Y ahora hay que pensar en usted…

Era Darpán quien había hablado. El brahmán, alto sin ser flaco, era un hombre bien plantado de unos cincuenta años de edad. Su cabellera, oculta por el turbante negro, era imposible de ver, pero sus pestañas y sus cejas eran completamente blancas. Tenía una voz profunda y tranquila, la voz de un hombre en quien se puede confiar.

– Sin ellos, sería incapaz de ayudarle, oficial Tewp -dijo Réault-. Ellos practican lo que yo he visto hacer en los pueblos de las altitudes del Tíbet: curación de moribundos, contrahechizos… Y son capaces de hacer otras muchas cosas… Fueron iniciados por los Bon Po de las lamaserías del Himalaya. ¡Tal vez haya en el mundo sanadores más eficaces, pero si es así, yo no los conozco!

– ¿Y Surey? -pregunté-. ¿Sigue en el cuarto de baño? Tendríamos que ocuparnos de él. No podemos dejarle aquí después de que haya alquilado esta habitación a su nombre… ¡Swamy! Le necesitaré para evacuar a este tipo. ¿Cómo lo sacaremos de aquí?

El caporal se tiró del bigote.

– He estado pensando en eso toda la tarde. ¿Qué envergadura tiene?

– Es más o menos de mi estatura, pero un poco más corpulento. Usted mismo puede juzgarlo.

Entramos en el cuarto de baño. Surey seguía tendido en la bañera. Ya no se movía.

– Le hemos apretado tres veces un pañuelo impregnado de opio sobre el rostro. Duerme desde ayer por la noche -dijo madame de Réault, que se había deslizado en la habitación detrás de nosotros-. Era la mejor forma de proceder con tranquilidad.

– ¡Entrará! -anunció misteriosamente Swamy-. No se mueva, mi teniente. Será sólo un minuto.

El hindú salió de la habitación sin dar más explicaciones y luego volvió con evidente satisfacción.

– Podremos llevarlo. Levántelo por los hombros, yo lo cogeré por los pies.

Extraímos a Surey de la cuba de esmalte blanco y lo transportamos, sin cruzarnos con nadie, hasta el cuarto ropero de la planta, que Swamy abrió con una llave maestra que había cogido en la intendencia de su regimiento.

– ¡Vamos, mi teniente, lo lanzaremos por el tobogán! Aterrizará en el sótano sobre una pila de ropa sucia. ¡Mientras se entretiene dando explicaciones a la policía del hotel, tendremos tiempo de esfumarnos de aquí!

Lo juzgué una idea excelente. Lanzamos a Surey por la trampilla que servía para enviar la ropa sucia de los pisos hasta la lavandería. Con un ruido abominable, pero sin un grito, el prisionero se deslizó desde el cuarto piso hasta el nivel más profundo de los sótanos. Salir con Khamurjee en brazos no fue tan complicado como había creído. Por una razón muy simple, ¡éramos muchos! Cuatro hombres de aspecto extraño transportando a un niño envuelto en una manta y una dama de aire decidido podían permitirse el lujo de coger sin más el ascensor y abandonar el hotel cruzando el gran vestíbulo. Fuimos objeto de miradas inquietas, pero nadie pensó en detenernos para preguntarnos adonde se dirigía nuestro cortejo. Colocamos al niño en el Bedford y Swamy nos condujo a la casa de la hierba alta, donde Khamurjee permanecería en cama hasta que hubiera recuperado las fuerzas. Si bien la mayoría del veneno había sido purgado de su organismo, aún necesitaría cuidados, que los dos brahmanes se encargarían de prodigarle regularmente. Lajwanti instaló al pequeño en una habitación en la parte trasera de la casa, y luego encendió una vela y un bastoncito de incienso en un nicho abierto por encima de la estera del convaleciente. A la luz de la llama dorada, ya bañada en los vapores perfumados que se extendían por toda la habitación, vi la estatuilla de un hombre ventrudo con rostro de elefante. A sus pies yacían algunas flores frescas y un puñado de arroz cocido.

– El dios benefactor Ganesha -explicó Swamy- El protector de los humildes. Y el enemigo de las serpientes…

Sentí un roce entre las piernas. Ulitivi, la mangosta, venía a ver a su amo. Como un gato, el animalito se acurrucó en los brazos del niño, cuyos músculos apenas tenían la fuerza suficiente para apretarlo contra su cuerpo. Se durmieron juntos cuando abandonamos la habitación.

– Ahora que esta operación ha llegado a su fin, Tewp, le desembarazaremos de este perro negro que le corroe -anunció Darpán.

– ¿Este perro negro que me corroe?

– Desactivarán el hechizo, oficial -se expresó más sobriamente Réault.

Como supe más tarde, los principios del contrahechizo son tan simples como los del maleficio, pero Darpán no trató de explicarme entonces todas las sutilezas de su arte.

– Hay algo que me sorprende en la técnica que la mujer ha utilizado para su obra de muerte -comentó no obstante-. No sé cómo librarle de ella. Tal vez sea doloroso. Y peligroso. Pero luego tendremos que hablar. Porque esta mujer utiliza saberes ajenos a los de los hechiceros tradicionales. Tendremos que descubrir quién le ha inculcado, tan joven, semejantes conocimientos; y llegado el caso, impedir que los dos vuelvan a encontrarse en situación de perjudicar a nadie… Además de trescientas libras inglesas, éste será el pago si se cura. ¿Lo acepta?

Un poco sorprendido al ver a unos sacerdotes tan ávidos por sacar partido de sus servicios, dirigí una mirada incrédula a madame de Réault.

– Los Bon Po son terriblemente eficaces, pero no se distinguen por su desprendimiento. ¡Lo lamento, señor oficial!

– Si lo consiguen, pagaré…

– ¿Nos lo dará todo? ¿El dinero y las informaciones sobre la chica? -insistió Darpán marcando las sílabas.

– Sí, les daré todo lo que quieran si impiden que esta lepra me corroa del todo -prometí, a punto de sufrir un ataque de nervios.

– Muy bien, pues. Empezaremos mañana mismo. A juzgar por lo que madame de Réault nos ha dicho, dispone usted de sus noches.

– Hasta ahora, sí. Pero no sé hasta cuándo. Temo que puedan arrebatarme esta libertad en cualquier momento.

– Esto, oficial, es asunto suyo, no nuestro. Mañana por la noche salga de su acuartelamiento con el caporal Swamy. Nosotros le esperaremos en su casa. Es lo mejor. Lo tendremos todo dispuesto. Mientras tanto, y como último acto por esta noche, córtese las uñas y entréguenos los recortes.

Réault me dirigió una mirada entristecida. A buen seguro debía de sentir que el tal Darpán no era exactamente el hombre en quien me hubiera gustado depositar mi confianza…

De un modo que consideraba increíble, mis escapadas de la prisión seguían pasando totalmente inadvertidas. Si bien es cierto que contaba con las mejores complicidades que uno pueda imaginar, ya que los propios carceleros me abrían las puertas y falsificaban los registros para engañar a la soldadesca británica, de todos modos aquello no dejaba de sorprenderme. ¿Hasta ese punto de descomposición había llegado el Imperio que un prisionero podía, con cierta dosis de suerte, abandonar su celda y disponer de su tiempo como mejor le pareciera? No era algo precisamente tranquilizador de cara al futuro. Habíamos hablado con Nicol de esta relajación general del servicio.

– ¡Decididamente, Tewp, todo se va al garete! No sólo nuestro rey no está a la altura en los asuntos internos (sí, ya sé que no debería decir algo así, pero es una opinión extendida aquí, e incluso su coronel Hardens no se priva de decirlo cuando ha tomado una copa de más en el comedor de oficiales), sino que siente algo más que simpatía por nuestros enemigos. ¿Sabe que hizo el saludo hitleriano el día en que el nuevo embajador de Alemania le presentó sus cartas credenciales? ¡Como esos estúpidos futbolistas británicos en Berlín! Supongo que sí estará al corriente de esto, Tewp.

¿Quién no había oído hablar de aquello? Incluso yo, que apenas me interesaba por la actualidad y no prestaba ninguna atención a los eventos deportivos, había tenido noticia del incidente. Había sucedido en Londres, en el curso de mis primeras semanas en el servicio jurídico del MI6.

– ¿Ha visto esto, David? -me había dicho, mientras blandía un diario, un colega altanero que de manera habitual no me dirigía la palabra nunca.

Lo había visto, sí, no me había quedado otro remedio. Y aquello me había dejado un mal sabor de boca, sin que pudiera precisar exactamente por qué. Contemplar la fotografía de once ingleses con ropa deportiva con el brazo tendido frente a la tribuna donde se encontraba el canciller Adolf Hitler me había desagradado profundamente… como a una buena parte de la nación, por otra parte, lo que probaba que, si bien parecía que cualquier reflejo de sentido común había desaparecido de nuestra clase dirigente, éste aún latía entre el pueblo sencillo.

– Todo el mundo reverencia a Hitler y le trata de caballero. Nosotros le dejamos hacer, y un día, cuando sea bastante fuerte, se anexionará Austria y los Sudetes. ¡Entonces tendremos el mismo problema que en 1914 y todo volverá a empezar, no le quepa duda!

Hitler, la política internacional, la guerra que amenazaba tal vez; todo eso, en este instante, no me interesaba demasiado. Corroído por la peste roja que me había enviado Keller, sólo podía pensar en Darpán. ¿Podía confiar en ese hombre? ¿Y por qué parecía interesarse tanto por la espía del SD? Madame de Réault no me había revelado nada sobre él. Yo no sabía dónde le había conocido ni por qué le concedía tanta importancia. Era una especie de sacerdote sanador. Muy bien. Pero ¿qué más? Aquello no bastaba para definir a una persona…

A media tarde, mientras deliraba a medias bajo el efecto de una fiebre que no había dejado de subir desde la mañana -hasta el punto de que había renunciado a mi paseo cotidiano-, la puerta de mi celda se abrió y un hombre entró. No era Nicol. No era Panksha. ¡Era Surey! Ayudándose a caminar con un bastón, con las manos hinchadas aún a resultas de haberlas tenido demasiado tiempo atadas, el supuesto espía acercó la silla a mi cama. Me incorporé para encararle. Tenía un aire decididamente furioso y una de sus sienes mostraba un feo moretón. Su caída por el tobogán de la lavandería no había debido ser una experiencia agradable. Su llegada me sorprendió tanto que de entrada no supe qué decir.

– Aparentemente, no es usted tan estúpido como parece, Tewp -empezó con una voz que se esforzaba en mostrar indiferencia-. Había leído el informe que circula sobre su persona, y no desconfié lo suficiente. ¡Me equivoqué! Es usted un tipo con recursos y es diestro en ocultar sus cartas. Incluso es justo reconocer que es usted un as en este campo, ¿no?

– ¿De modo que me dijo la verdad? ¿Usted también pertenece a la Firma? -exclamé sorprendido, mientras me enjugaba con el dorso de la mano las gotas de sudor que velaban mis ojos- Lamento haberlo maltratado de esta manera. No creí en su historia, en el Harnett.

– Una lástima. Eso nos hubiera hecho ganar tiempo. Pero ¿qué le ocurre exactamente? Me han dicho que está enfermo.

Mentí a Surey, pretextando que sólo tenía una variante de alergia complicada con una gripe de caballo. ¿Cómo hubiera podido convencerlo entonces de una historia de hechizos de la que yo mismo estaba persuadido sólo a medias? El agente de Delhi gruñó con escepticismo, pero él no había venido a verme para informarse sobre mi estado de salud. Tenía otra cosa en la cabeza.

– ¿Cómo se las arregla para abandonar este lugar todas las noches cuando está bajo riguroso arresto? Aunque, a decir verdad, ésta es la menor de mis preocupaciones… ¡Si lo pillan en una de sus escapadas, no seré yo quien vaya a rescatarlo, Tewp! Sobre todo después de lo que usted y sus acólitos me han hecho pasar…

– Entonces, ¿por qué está aquí, Surey? -pregunté, harto de tantos preámbulos.

– Estoy aquí para que me ayude a ver claro en esta historia con Keller. Hay un montón de cosas que encuentro anormales. Necesito ayuda.

– ¿Ayuda? -me sorprendí-. Pero ¿por qué no lo consulta con Gillespie? El capitán era el responsable de los primeros días de vigilancia. Y él sí tiene libertad de movimientos…

– Gillespie me plantea un problema, Tewp. De hecho, todo el equipo que vigiló a Keller me plantea un problema.

– ¿De qué tipo de problema habla, Surey?

Con un suspiro, el agente se quitó su panamá y lo dejó sobre un montante del respaldo de la silla.

– Hace tres años que Gillespie es el capitán peor calificado de todo el equipo del coronel Hardens. El asistente Mog es un notorio eterómano, lo que explica la espantosa tonalidad de su tez y la lentitud de sus reacciones. En cuanto a Edmonds… en fin, usted mismo ha podido constatarlo: es un borracho que sufre frecuentes crisis de violencia. En términos médicos, tiene todos los rasgos de un psicópata. En lo que a usted respecta, no es más que un novato. Un chupatintas al que de pronto dan, sin preparación alguna, la orden de efectuar operaciones sobre el terreno. Es grotesco. Absurdo. Hardens está lejos de ser un idiota, pero se diría que ha compuesto premeditadamente este equipo con la gente más mediocre que ha podido reunir.

Las palabras de Surey eran bastante duras y sometían a mi orgullo a una dura prueba. Sin embargo, no podía negar que no tuviera razón. De hecho, no había necesitado mucho tiempo para comprender que Gillespie no era tan escrupuloso como quería aparentar. Y había constatado el estado de deterioro físico de Edmonds y la escasa rapidez mental de que siempre había dado prueba Mog. En cuanto a mi inexperiencia, era muy consciente de ella. Pero ¿por qué Hardens hubiera tenido que colocar deliberadamente a la austríaca bajo la vigilancia de unos ineptos?

– Por ahora sólo tengo retazos de información. E intuiciones. Es todo. Pero me basta para encontrarme incómodo con este asunto. Normalmente vigilo a Erick Küneck en Nueva Delhi. Conozco bastante bien sus costumbres. Es un hombre hogareño, muy prudente. Casi nunca se desplaza para encontrarse con sus agentes. Que haya tenido una cita aquí, con Keller, constituye una actividad anormal en su modo de proceder. Todo este asunto no me alarmaría tanto sin la gira real que se anuncia… Aquí se está tramando algo, Tewp. ¡Algo grave!

¿Algo grave? Sí, tal vez. ¿Pero qué, exactamente? Surey tenía los dos informes que yo había redactado después de la operación de seguimiento a Keller al fumadero de opio y de haber registrado su habitación. Y excepto las informaciones sobre las prácticas de hechicería de que parecía ser víctima, no había ocultado ninguno de mis descubrimientos.

– ¿Por qué ha venido a verme, Surey? -pregunté, desconcertado por las sospechas que el agente albergaba contra Hardens.

– Porque estoy seguro de que «omitió» algo en sus informes, Tewp. ¿Por qué iba a ocupar la habitación 434 del Harnett con esa buena señora, ese chiquillo y los dos hindúes? Tengo que saber lo que ha descubierto sobre ella y lo que oculta… Dígame, ¿en qué historia se ha embarcado?

Después de todo, si quería saber más, ¿por qué ocultarle lo que me había ocurrido? Le hice un relato detallado de los acontecimientos, desde mi desvanecimiento en el fumadero de opio hasta el descubrimiento de Khamurjee víctima de la mordedura de una serpiente en el cuarto de baño de Keller.

Surey soltó una risotada sarcástica.

– ¡He sido un completo imbécil! ¡Soy yo el que está chiflado! Lamento mucho haberle molestado, amigo mío. Si cree de veras que esta chica le ha hechizado, es que realmente merece su puesto en el equipo fantoche de Gillespie. Le ruego que me excuse, me voy. Le dejo delirar a gusto…

Quise retenerle por la manga, pero estaba agotado. Mi brazo apenas se movió.

– ¿Por qué… por qué piensa que se trama algo contra el rey en Calcuta, cuando Bengala no figura en la lista de las provincias que debe visitar? -articulé de todos modos en un susurro apenas audible.

Mientras recuperaba su bastón y se encasquetaba el sombrero en su cabeza herida, Surey me dirigió una mirada burlona.

– Le hubiera respondido a esta pregunta si hubiera mantenido un discurso racional -dijo-. Comprenda que no puedo comunicar un secreto de Estado a un loco. Por cierto, Tewp, ¿es usted galés?

– No. Nací en Brighton. Hubiera podido leerlo en mi informe. ¿Por qué me lo pregunta?

– ¿No lo sabía? Tewp quiere decir «imbécil» en el dialecto del País de Gales. ¡No se ofenda, amigo, pero considero que le sienta de maravilla!

Era como un cielo tormentoso. Colores extraños, muy vivos, muy luminosos. Una tempestad roja, amarilla y azul con brillos de laca, rayada por fulgores eléctricos. Un tornado de pesadilla, tan ensordecedor como una salva de obuses, tan largo como una misa de difuntos.

Cuando me desperté, comprendí que ya no estaba en mi celda. Tampoco estaba tendido sobre un jergón, sino que yacía sobre una cama blanca. La ventana ya no estaba asegurada con barrotes y un olor a cloro flotaba en el ambiente. Me apoyé sobre los codos para examinar el lugar, pero al verme se dieron cuenta de que había despertado y se acercaron. Era el capitán médico Nicol. Llevaba una blusa y un estetoscopio le colgaba del cuello.

– El guardia le encontró inconsciente en su celda. Lo lamento, pero ya no hay forma de escapar del hospital, amigo…

– ¿Desde cuándo estoy aquí?

– Hace unas dos horas. Le practicamos una perfusión inmediatamente para rehidratarle. Estaba seco como un cartón.

– Esta noche -conseguí murmurar-, esta noche tengo que volver a prisión.

Nicol me dedicó una mueca desdeñosa.

– A partir de ahora, no abandonará esta habitación. En primer lugar porque no es capaz de hacerlo, y además, porque hay un guardia apostado ante la puerta. Ya que parece gustarle tanto, le diré que sigue arrestado; pero arrestado en un lugar apropiado para su estado…

– Capitán Nicol -dije, tratando de retirar de mi brazo la larga aguja por la que se deslizaba el suero-, fue usted quien me envió a ver a madame de Réault. Ella sabe cómo curarme. Pero necesito mi libertad. Esta noche. ¡Es imperativo!

– Puedo autorizar que madame de Réault le visite aquí. Incluso puedo ordenar que la avisen ahora mismo. Y no me opondré a su tratamiento si por fortuna tiene uno. En la situación en que se encuentra, yo ya no puedo hacer nada más por usted, excepto prohibirle que ronde por ahí. Esto no haría más que agravar su caso. ¿Tiene dolores? ¿Quiere una inyección de droga?

Sí, tenía dolores. Terribles. Pero rechacé la morfina. No quería caer en la inconsciencia y perder la oportunidad de reunirme con Darpán en casa de Swamy en cuanto se presentara la ocasión. Porque yo ya estaba resuelto a saltarme las prohibiciones de Nicol y a franquear los obstáculos que se levantaban ante mí. Después de todo, si había conseguido entrar en la habitación de una espía perteneciente a la élite de los servicios secretos alemanes, salir de un hospital británico debía de ser una tarea a mi alcance.

Nicol reajustó la aguja de perfusión en mi brazo, me dio unos comprimidos para la fiebre y prometió volver a verme dentro de una hora. En cuanto se marchó, me levanté y quise salir de la habitación, pero había un policía militar apostado ante la puerta.

– Lo lamento, teniente, pero tiene prohibido abandonar la habitación. Dispone de todas las comodidades necesarias, y si quiere llamar a una enfermera, hay un timbre en la cabecera de su cama.

El tipo tenía una envergadura más que considerable. Incluso en condiciones normales, sólo hubiera podido derribarle con las manos desnudas al precio de violentos esfuerzos. Debilitado como estaba, esa opción ni siquiera podía plantearse. Entré de nuevo, abrí la ventana y me incliné hacia fuera para constatar que la habitación estaba situada en un tercer piso y daba a la fachada del edificio: la posición menos discreta que pudiera imaginarse para una evasión. Refunfuñando y cojeando, verifiqué luego si al menos habían colocado mis ropas en el colgador. El mueble estaba vacío. Sin ropa, sin zapatos, cualquier intento de huida estaba condenado al fracaso. Necesitaba a Swamy. Sólo él podía procurarme el único objeto capaz de impresionar a un Red Cap: ¡el uniforme de uno de sus oficiales superiores! Vestido con ese atuendo, sólo tendría que esperar al cambio de guardia y salir luego de la habitación como si hubiera venido a interrogar al enfermo. Esperé, pues, conteniendo mi impaciencia, a que Nicol me visitara y le rogué que me enviara al caporal, que acogió la exposición de mi proyecto con una mueca de desagrado.

– ¿Cómo podría encontrar un uniforme de oficial de la policía militar, mi teniente?

– ¡Pues en la tintorería, claro está! -repliqué muy orgulloso de mí mismo.

Swamy refunfuñó, pero admitió que mi idea no era tan mala.

– ¡Habrá que negociar duro con el maestro tintorero, pero haré todo cuanto pueda!

Una hora más tarde volvía, todo sonrisas, con una bolsa en la mano.

– Traigo ropa y efectos personales para el teniente -oí que anunciaba al guardia que seguía plantado ante la puerta.

– He conseguido procurarme lo que me pedía, mi teniente. Pero hay un problema…

– ¿Cuál, Swamy?

– La graduación, mi teniente. ¡Sólo he encontrado un uniforme de coronel!

Llevar un uniforme que no fuera del propio regimiento suponía cometer una grave infracción del código militar, pero usurpar un rango lo era aún más.

– ¡Bah! -solté con fatalismo-. Estaba dispuesto a ser comandante o capitán. De modo que ¿por qué no coronel?

– Resulta usted muy joven para este rango, teniente -se alarmó Swamy.

Rechacé la objeción con un gesto displicente. Mis rasgos tensos me envejecían enormemente, y además no tenía otra elección. Si quería ser fiel a la cita con Darpán, debía actuar con decisión y rapidez. «No dudar, éste es el secreto», había dicho Garance de Réault justo después de haber abierto fuego sobre la serpiente. Era un buen consejo.

Hablamos de Khamurjee mientras Swamy me ayudaba a colocarme el uniforme con bocamangas rojas.

– Ha dormido hasta media mañana y ha vuelto a hablar. Cuando me fui para el servicio, Lajwanti le estaba dando de comer.

Creo que los brahmanes realmente le han salvado la vida. ¡Que los dioses sean alabados!

– ¿Dónde dice que fue a buscar a esta gente, Swamy?

– Madame de Réault me pidió que la condujera al templo de Kalighat Road. Es un monumento religioso sin sacerdotes. Allí sólo se instalan religiosos errantes que acometen su función por períodos a veces muy cortos. Cuando un brahmán llega, el que ocupaba el lugar vuelve a su vagabundeo. Es el único templo de este tipo en Calcuta.

– ¿A qué dios está consagrado?

– Está consagrado a una diosa: ¡Durga! -me dijo Swamy a media voz, como si temiera pronunciar este nombre.

Durga, la diosa de la muerte. ¡Así pues, los sacerdotes que habían salvado a Khamurjee y se proponían dejar sin efecto el hechizo que me corroía el cuerpo servían a un culto diabólico! No podía creerlo. Pero no era momento para perplejidades. Me embutí en el uniforme sin pérdida de tiempo y envié a Swamy a patrullar por el pasillo para que me advirtiera del cambio de guardia. Un minuto después de la llegada del nuevo Red Cap, adopté un aire severo, salí de la habitación y cerré la puerta de golpe a mi espalda. A la vista de mis galones, el soldado tensó la nuca y se puso firme. Pasé sin dirigirle una sola mirada, bajé los tres pisos con toda la calma del mundo y me encontré con Swamy en el exterior. Como aún estaba privado de mis papeles, abandonamos el cuartel por nuestro agujero del enrejado. El viejo Bedford, bautizado ahora por Swamy con el dulce nombre de Daisy, nos esperaba al otro lado del foso. En unos minutos estuvimos de vuelta en casa del caporal.

Ya era noche cerrada cuando nos encontramos con Darpán y Ananda en casa de Swamy. Madame de Réault también estaba allí. Quise tomarme un minuto para visitar a Khamurjee, pero Darpán me cerró el paso hacia la habitación del chiquillo.

– Está bien. Y lo que vamos a hacer nos ocupará toda la noche. Venga, Tewp. Verá al niño más tarde. Está todo dispuesto. Ahora tenemos que irnos.

De camino, planteé algunas preguntas que quedaron sin respuesta. Darpán no quiso decirme nada sobre lo que se suponía que íbamos a hacer.

– Cuanto más sepa ahora, más se limitarán sus oportunidades de cura. Si sale bien de ésta y mañana aún siente curiosidad, le responderé lo mejor que pueda -me explicó.

Madame de Réault, que, a pesar del ronquido del motor, había oído las palabras de Darpán, me dirigió una mirada llena de ternura, casi maternal.

Darpán indicó a Swamy una carretera rural que salía de la ciudad y discurría a lo largo del río. Con su frente enturbantada asomando apenas por encima del volante, el caporal conducía rápido y con eficacia. En menos de una hora y sobre una pista en mal estado, recorrimos treinta millas largas desde el centro de Calcuta. Darpán le ordenó detenerse entonces en el arcén y nos pidió que bajáramos. Yo estaba agotado. Las emociones del día combinadas con las dosis de morfina y la anemia que me consumía me habían dejado sin fuerzas. Swamy y Ananda tuvieron que sostenerme para que pudiera seguir al brahmán Bon Po, que avanzaba por un prado de hierbas altas que azotaba con una vara para hacer huir a las serpientes. Sólo he conservado un recuerdo vago de aquel paisaje. Recuerdo un cielo negro, sin estrellas ni luna. El grito de un pájaro resonando de pronto en las ramas de un árbol aislado, y una enorme y profunda línea de bambús que atravesamos por un sendero estrecho hasta llegar a un río de aguas burbujeantes.

– Ya casi hemos llegado -dijo Darpán, indicando con un gesto a los otros que me dejaran en el suelo-. Oficial Tewp, ¿seguimos de acuerdo sobre el precio que nos pagará por curarle?

– Trescientas libras inglesas, Darpán. No lo he olvidado -dije tratando desesperadamente de hacer llegar el aire a mis pulmones-. Trescientas libras e incluso más si detiene realmente la progresión de esta enfermedad.

Nunca me había sentido tan mal como en ese momento. Los efectos de la última inyección de opiáceos habían desaparecido hacía tiempo y las escaras me causaban unos dolores intolerables.

Además, ahora adivinaba que la «lepra Keller», como yo la denominaba, empezaba a actuar sobre mis órganos internos.

– Trescientas libras bastarán -continuó Darpán- A condición de que nos proporcione asimismo las informaciones que posee sobre la mujer que le ha hecho esto. Todas las informaciones.

Escupiendo una bilis mezclada con sangre y un humor amargo, prometí todo lo que el hombre del turbante negro me propuso sin hacer preguntas. De rodillas sobre el suelo blando de la orilla, hundiéndome en una especie de vacío, ya no estaba en condiciones de rechazar nada a quien se proponía ayudarme.

– Bien -aprobó Darpán pasando su mano por mis cabellos empapados de sudor-. Entonces, empezemos…

OPUS NEFAS

Parecía un gigantesco lomo de animal aflorando en medio de las aguas, pero no era más que una inmensa roca lisa, una enorme piedra de basalto, negra, reluciente, pulida desde hacía miles de años por la erosión líquida. Darpán me había llevado a la espalda hasta ella, solo, sin solicitar la ayuda de Swamy o de Ananda, saltando de roca en roca por un vado estrecho y peligroso que permitía, si se conocía su geografía, alcanzar casi sin mojarse la isla rocosa que se alargaba en forma de almendra en el centro del río espumeante. La noche era opaca y el firmamento, cargado de sombras, parecía muerto. Se necesitaban unos ojos de gato como los de Darpán para ver algo en aquella oscuridad. El brahmán me depositó en el suelo y empezó a desabrocharme el uniforme. Yo no tenía fuerzas para resistirme a este despojamiento humillante. Con todo, el viento de la noche deslizándose sobre mi piel, acariciando mi dermis purulenta, me hizo bien. Mientras Darpán doblaba mis ropas, oí unos pasos tras de mí. Eran de Ananda, seguido de Swamy y madame de Réault, que parecía haber franqueado el río con tanta facilidad como los hombres. El Bon Po sacó unos cuantos objetos de una bolsa que había traído consigo y los depositó a mi lado. Reconocí la caja de sombreros que contenía el cráneo de niño que Keller había adquirido a orillas del Hoogly, ese vult del que partía mi mal, y frasquitos de vidrio en los que reposaban aceites coloreados y un puñado de guijarros blancos que resonaron con un ruido mate al rodar al suelo. Darpán volvió hacia mí para retirarme los vendajes. Las llagas, en carne viva, volvieron a sangrar. El brahmán las estudió atentamente.

– Madame de Réault me ha dicho que usted no practica ningún rito religioso en particular. ¿Es cierto?

– Pertenezco a la Iglesia anglicana y soy de origen protestante, pero hace años que no voy al templo -murmuré entre dientes.

– ¿Diría, pues, oficial Tewp, que es usted un racionalista?

– ¿Me pregunta si suscribo la visión de un universo del que todo sentido estaría ausente?

Darpán esbozó un «sí» silencioso con la cabeza.

– No. No creo que el universo esté vacío de sentido…

– Entonces esto explica la rapidez con la que este mal le consume. Usted forma parte de esas gentes, muy numerosas y frágiles, que poseen el defecto de la honestidad espiritual. Hace una cuestión de honor del dudar de todo sin hundirse por ello en la ceguera del nihilismo. Eso es bueno. Pero, paradójicamente, esa falta de convicciones le convierte en un ser abandonado a toda clase de influencias. Ninguna barrera le protege. Ésa es la razón por la que a esa mujer le ha sido tan fácil atraparle.

Yo no comprendía qué quería decir Darpán, ni por qué consideraba conveniente hablarme en estos momentos. Tal vez fuera una manera de crear un clima de confianza, de ayudarme a borrar mis miedos. Porque, efectivamente, tenía miedo. Miedo de esta noche profunda, miedo de esta naturaleza que me rodeaba, miedo de estas aguas furiosas que sentía correr en torno a mí y de su espantosa fuerza, miedo, finalmente, de esta extraña enfermedad de la que sólo los sacerdotes de una religión que yo no practicaba se afirmaban capaces de librarme.

– Tiéndase en la dirección de la corriente, teniente. Y cierre los ojos.

Me instalé dócilmente, con la cabeza vuelta río arriba y el cuerpo paralelo al curso del río, mientras Ananda encendía y colocaba cerca de mí algunas lámparas, cuyas llamas temblaban tras las paredes de vidrio esmerilado. Con los ojos cerrados, oí cómo se desplazaba junto a mí y luego sentí que alineaba unos objetos redondos y fríos sobre mi cuerpo. El frescor del contacto me hizo abrir los párpados un instante. Ananda estaba inclinado sobre mí, muy concentrado. Desde mi garganta a mi vientre, ordenaba los guijarros blancos, formando una línea perfecta, sobre puntos que escogía con extrema meticulosidad.

– Ananda coloca centinelas sobre las puertas de su cuerpo, teniente. Nada que deba preocuparle. Puede volver a cerrar los ojos -dijo Darpán, que, con los brazos cruzados, supervisaba el trabajo de su aprendiz.

Obedecí, un poco a disgusto. Luego Ananda esparció en torno a mis ojos cerrados una especie de pasta fría que me provocó un estremecimiento.

– Sólo es barro mezclado con hierbas, oficial Tewp. Se secará muy rápido y le evitará el esfuerzo de contraer los músculos para mantener los párpados cerrados.

En efecto, en unos instantes el barro se transformó en una costra dura, opaca, imposible de romper con el simple movimiento de los músculos de mi rostro. La oscuridad en que me encontraba ahora sumergido vino a sellar la fatiga extrema que ya privaba a mi cuerpo de todas sus fuerzas y actuó, al cabo de unos minutos, como un hipnótico. Cada vez más confusamente, oí en torno a mí palabras pronunciadas en voz baja en una lengua desconocida, frotamientos de piedras, tintineos metálicos también, vibraciones claras cuya procedencia no podía determinar pero que no consideré en absoluto amenazadoras. Darpán volvió a arrodillarse cerca de mí.

– Teniente David Tewp -dijo-, ahora será preciso que su espíritu participe en su liberación. Sé que esto no resultará agradable, pero es necesario que rememore el instante en que descubrió el vult en la habitación de la austríaca. El objetivo no es describir la escena, sino expresar las emociones, las imágenes que le asaltaron entonces. ¿Cree que podrá hacerlo?

Este recuerdo estaba todavía perfectamente fresco en mi memoria. Sin embargo, dudé antes de evocarlo, porque para mí era como hundirme en un pantano viscoso, en una turba fría, corrosiva, que atacaba al alma tanto como a la carne.

– Hable en voz alta -me animó Darpán-. Y no le importe cambiar de tema si siente ganas de hacerlo… Hable. Es todo lo que necesito.

Primero entre dientes, y luego de forma cada vez más clara, empecé, pues, a hablar. Al principio fue físicamente bastante duro, y tuve que recurrir a mis últimas reservas de energía para articular las palabras que acudían a mi mente. Luego, como una máquina en rodaje, mis mandíbulas se engrasaron, se calentaron, se pusieron a batir cada vez más rápido a medida que mi lengua palpitaba en mi boca. Las palabras que pronunciaba no tenían, sin embargo, nada de placentero, bien al contrario. Cuanto más profundizaba en el relato del instante del descubrimiento del cráneo de niño vaciado que contenía mi fotografía, más se azoraba mi espíritu, que debía utilizar términos espantosos para describir las negras emociones que crecían en mi interior y que parecían escapar de mi cuerpo como las columnas de humo de un montón de cenizas. Hablé de estos vapores oscuros que mi imaginación me invitaba a ver surgiendo de mi piel en finas cintas que se enredaban poco a poco en torno a mis miembros, en torno a mi pecho y mis riñones, para finalmente tejer una ganga dura de tejido rígido, almidonado y crujiente, un caparazón estrecho, un capullo, un féretro más bien, donde debía pudrirme… Mi corazón se desbocó y se puso a latir al ritmo de una carga de caballería, mientras una gigantesca oleada de angustia ascendía de lo más profundo de mi ser.

Como lobos saliendo de un bosque, surgieron entonces todos los miedos, todo el malestar, todos los terrores que había sentido en el curso de mi vida. Nada se me ahorró: hasta la menor de mis pesadillas, hasta la más ínfima parcela de miedo, se me hicieron presentes. Esto duró mucho tiempo, tal vez tanto como el que se necesita para que se represente una mala obra de teatro hasta su última réplica. Yo ya no sabía siquiera si hablaba o si me había encerrado en mí mismo, ahogándome en silencio en el seno de esta retahíla de horrores. Mi cuerpo, tenso, crispado, me dolía tanto como si me estuvieran despellejando vivo. Emití un largo grito de dolor y por fin perdí el conocimiento.

Recuperé el sentido cuando Darpán dejó caer sobre mis ojos unas gotitas de agua para humidificar los emplastos de barro que los tapaban. Rompió los sellos con los pulgares, y abrí los párpados. Una línea amarilla ascendía en el este por encima de los árboles, anunciando el alba. Ningún pájaro cantaba todavía. La brisa de la mañana pasó sobre mi cuerpo desnudo y me hizo estremecer. Sin embargo, me sentía mejor, y quise levantarme sobre los codos; ese leve movimiento hizo rodar al suelo los pequeños guijarros blancos que Ananda había alineado sobre mí al inicio del exorcismo. Uno de ellos cayó cerca de mi mano. Lo cogí entre los dedos. Ya no era blanco. Ni liso. Se había vuelto negro y carbonoso. Como un pedazo de lava. Todos.

– Las piedras centinelas han desempeñado bien su función -me dijo Darpán al tiempo que se arrodillaba a mi lado-. Han absorbido los mordiscos que el perro negro quiso propinarle al sentir que le perdía. El principio del mal que había entrado en usted ha sido retirado, oficial Tewp. ¡Ahora se encuentra en esto!

Darpán sostenía en la mano una muñeca de cera, en cuya masa pude ver incrustados los recortes de uñas que el brahmán me había pedido que le confiara la víspera.

– Hemos creado una distracción para el hechizo de Keller, Tewp. Ahora será este simulacro el que reciba y acumule las cargas negativas que ella le destina. Lo enterraré en un rincón de la jungla, en un lugar donde se descompondrá lentamente y donde todas las energías que contiene podrán diluirse sin afectar a nadie. Ahora sólo le resta dispersar por sí mismo los restos del vult en el río para poner fin a todo.

Y colocó en mi palma los fragmentos del cráneo infantil y los pedazos rasgados de la fotografía que me representaba, ingenuo y estirado, en las orillas del Hoogly.

– Haga un esfuerzo. Ahora puede levantarse sin ayuda.

La compasión no era la característica principal de Darpán. El brahmán no me ayudó a ponerme en pie. Con torpeza, pero asimismo con la satisfacción de percibir que un vigor nuevo recorría mis miembros, recuperé solo el equilibrio. No podía negar que mi piel todavía estaba en mal estado, que mi vientre y mis riñones seguían tan rojos como antes y aún me hacían sufrir, pero tenía la sensación de que sus grietas ya se estaban secando.

– Le daremos aceites para purificar su piel, pero no rechace las sulfamidas que seguirán prescribiéndole los médicos del hospital militar. Las dos medicinas no son incompatibles. Ahora deje de observarse y vaya a tirar al agua los objetos de la bruja.

Aún desnudo, temblando, sosteniendo entre las manos los restos parduscos del cráneo infantil, me acerqué solo hasta el borde de la isla. Madame de Réault, Ananda y Swamy habían desaparecido. Abrí mis palmas por encima de la corriente y dejé caer en ella los restos del fetiche. La lluvia de fragmentos desapareció en las ondas agitadas, hinchadas de oxígeno, que formaba el río en este lugar. Darpán se acercó a mí y me cubrió los hombros con una raída manta.

– Todo ha terminado. Me debe trescientas libras, oficial.

El inmutable pragmatismo del brahmán me hizo sonreír. En su calidad de sacerdote, no hubiera debido conceder ninguna importancia al dinero. Pero ése no era el caso, en absoluto.

– Swamy tiene en el bolsillo la cantidad convenida por sus servicios. Él le hará entrega de esta suma -le dije mientras recogía mis ropas y empezaba a vestirme.

Yo estaba extenuado, y sin duda no del todo lúcido, pero creí percibir cierta incomodidad en el Bon Po, como si aún tuviera algo que decirme pero no se decidiera a hablar. Pensé que no se atrevía a recordarme la otra parte del trato que habíamos cerrado.

– No he olvidado sus demandas sobre Keller, si es eso lo que le preocupa. No tema: le proporcionaré las informaciones que desea.

El rostro de Darpán, marcado con nuevas arrugas que se le habían formado durante la noche, revelaba una inmensa fatiga. E inquietud también.

– Sí, tenemos que hablar de esto cuanto antes… Pero antes debo confesarle algo. Algo grave.

Sentí que se me encogía el corazón. Por el tono que empleaba, supe que el brahmán no me iba dar ninguna noticia agradable. Mis hombros se encogieron, como para encajar el golpe. Continuó:

– Esta noche hemos fracasado, teniente Tewp. El exorcismo no está completo…

Me zumbaban las sienes. ¿De qué quería hablar ahora? ¿No acababa de decirme que todo había terminado? ¿Que la enfermedad iba a desaparecer?

– El exorcismo no está completo porque no he sido capaz de devolver el maleficio directamente al lugar de donde procede. Esto significa que la Keller se había preparado para un eventual retorno de su carga contra ella. Y a su vez confirma que posee grandes conocimientos en este campo. Conocimientos demasiado elevados para que dejemos que haga uso de ellos libremente…

Garance de Réault me había hablado del impacto de retorno que mencionaba Darpán. «Mientras su obra no haya acabado, un hechicero está en peligro…», me había dicho la francesa.

Abandonamos la isla por el vado de piedras y volvimos a tierra firme sin decir palabra. Lentamente, el carbón de la noche se disolvía en cenizas grises. Ahora tenía que volver al hospital lo antes posible si no quería ser considerado como un evadido. Franqueamos la barrera de bambú por el sendero y desembocamos en el prado de hierba alta. Unas sombras enormes y silenciosas se movían en fila hacia donde estábamos. Nos apartamos para dejarlas pasar.

– Elefantes que los cornacas llevan al río para lavarlos a la luz del alba -susurró Darpán.

Sentadas a horcajadas detrás de las orejas de los enormes animales, unas finas siluetas adolescentes nos miraban mientras pasaban los animales. Era la primera vez en mi vida que veía a semejantes criaturas. Tendí la mano para rozarlas. Algo, un instinto, me empujaba a hacerlo. Quería apoderarme del extraordinario flujo de vida que las atravesaba. Una ola de calor, dulce, apaciguadora, me llenó a su contacto. Sentí que mi corazón reducía sus pulsaciones y, a este roce, mis angustias se diluyeron hasta desaparecer del todo.

– Estos animales son prisioneros y conservan muy poco de la auténtica fuerza que corre por el cuerpo de los animales libres. Imagine lo que podría sentir al acariciar a un elefante salvaje… -dijo Darpán, consciente de que este contacto, por furtivo que hubiera sido, habría actuado en mí como un bálsamo.

El convoy pasó dejando tras de sí un halo de cálida exudación, un gran soplo de vida que me fortificó tanto que no tuve que pedir ayuda a Darpán para atravesar el terreno baldío que aún nos separaba del camión. Madame de Réault, Swamy y Ananda nos esperaban allí, prudentes y con aire circunspecto, no sabiendo aún si debían entristecerse o sonreír. Los tranquilicé con unas palabras y luego conminé a Swamy a que nos llevara de nuevo a la ciudad lo más pronto posible. El caporal hizo bramar el motor mientras yo me instalaba en un banco de la plataforma.

– No sé si tendremos ocasión de volver a vernos en el curso de los próximos días -dijo Darpán-. De modo que quiero que haga esto: ponga por escrito todo lo que sabe de Keller. Mañana por la noche, Ananda irá a visitarle a su habitación y usted le entregará sus notas. Creo que por ahora debe acabar con el jueguecito de las salidas nocturnas clandestinas, al menos hasta que recupere oficialmente la libertad. Y además, necesita reposo. Volveremos a vernos en cuanto sea dueño de su tiempo.

– ¿Por qué está tan interesado en obtener información sobre esta chica? ¿Acaso es porque quiere apropiarse de sus secretos?

– No, señor Tewp. No es para apropiarme de sus secretos. Esta occidental, creo, es una puerta hacia otra persona. Por eso tengo necesidad de conocerla mejor.

– ¿Otra persona? Pero ¿quién?

– Un asesino de niños, señor Tewp. Sí. Un asesino de niños…

No me resultó sencillo volver a mi habitación del hospital militar. En primer lugar porque, a pesar del dominio que Swamy demostraba en materia de pilotaje, Daisy no era un vehículo con capacidades técnicas ilimitadas, y además y sobre todo, porque Nicol se había dado cuenta de mi evasión y estaba a punto de advertir a la policía militar.

– ¡Tewp! ¡No vuelva a darme un susto como éste! ¿Se da cuenta de la situación en que me coloca? ¿Y qué significa este uniforme? ¿Se ha convertido en coronel, ahora? ¡Sáquese esto inmediatamente, desventurado!

Había tenido que sufrir estoicamente la tempestad de reproches que el viejo médico había hecho llover sobre mí, antes de llegar a convencerle de que me ayudara a ocultar mi escapada y a distraer al guardia apostado a la entrada de mi habitación. En contrapartida, prometí contarle cómo los brahmanes me habían purgado de mi mal. El buen hombre sentía una insaciable curiosidad por estos temas y al parecer nunca dejaba escapar una ocasión de informarse un poco más sobre un campo que le fascinaba.

– Es cierto, sus llagas ya no supuran y la fiebre le ha remitido mucho -me dijo después de exhortarme a que volviera a mi cama-. Confieso que me resulta casi extraño constatarlo… Pero dígame, ¿ha podido ver a su tótem?

– ¿Mi tótem? ¿Qué es eso?

– Bien… Ya sabe… Es lo que explican todos los que viajan al país de los espíritus. Abandonan su cuerpo y viajan al astral, donde encuentran un guía personal que les ayuda a superar las pruebas. Un animal, a menudo. ¡Un tótem, vaya!

Sin duda debí de decepcionar mucho al capitán al admitir que nada de eso me había ocurrido. Ningún animal me había acogido en el mundo de los espíritus por la sencilla razón de que no recordaba en absoluto haber estado allí.

– Hum… Es porque la impresión ha sido demasiado grande. Su razón no podría soportar la revelación de todo lo que vio allí. Pero debería recordarlo en sueños…

Por más que repetí al capitán que tenía la certeza de no haber abandonado mi cuerpo para «viajar al astral», como decía, todo fue inútil. Como entusiasta lector de las obras del espiritista Alian Kardec, habituado a hacer girar las mesas, Nicol acumulaba un montón de ideas preconcebidas, y se negó a soltar su presa, hasta el punto de que su insistencia se estaba haciendo fastidiosa. De modo que decidí intentar una maniobra de distracción:

– Capitán, ¿ha oído hablar de asesinatos de niños recientemente?

Por desgracia, la estratagema no funcionó. Aunque poseía una naturaleza altamente permeable a los chismes y era un infatigable recolector de rumores, Nicol no había oído hablar de ningún asunto de este género.

– ¿Con qué me sale ahora, Tewp? ¿Asesinatos de niños? ¿Aquí? ¿En Calcuta? ¿En el barrio europeo? ¡Usted delira, amigo mío! Las muertes por homicidio entre los civiles son muy poco frecuentes, ¿sabe? Una cada cinco o seis años a lo sumo. Historias de maridos celosos o de mujeres engañadas, principalmente. A veces una riña de borrachos que degenera, pero nada más. Y entonces es Scotland Yard el que se encarga del asunto. Nosotros no. Pero muertes de niños… No. ¡Qué horror! ¿De dónde diablos ha sacado esta idea?

Fingí no haber oído la pregunta y preferí simular agotamiento, volviendo a tenderme y cerrando los ojos. Sin poder evitar refunfuñar por lo bajo, Nicol permaneció aún unos instantes junto a mí, y luego, tras comprender que no estaba dispuesto a continuar la conversación, abandonó la habitación un poco irritado. Me alegré de que se fuera, porque, aunque mi estado parecía mejorar, aún me sentía totalmente vacío de energías. Me invadió el sueño y me vi forzado a concederle unas horas antes de lanzarme a redactar la nota sobre Keller que Darpán me había pedido. Me hubiera gustado transmitirle todos los datos que el MI6 había recopilado sobre esta mujer, pero aventurarme a ir hasta el despacho de Gillespie para robar el expediente no parecía un objetivo razonable en mi situación. De momento, pues, el Bon Po tendría que contentarse con lo que podía proporcionarle. ¿Qué motivos le llevaban a perseguir a Keller? En el camión, durante el trayecto de regreso a la ciudad, él sacerdote no se había mostrado muy explícito al respecto.

– Desde hace algunas semanas corren rumores en Calcuta, teniente Tewp. Rumores que pretenden que una mujer blanca viene, de noche, a llevarse a los niños intocables que se resguardan para dormir bajo los montones de basura de la ciudad. Nadie vuelve a verlos. Nadie sabe qué ha sido de ellos. Tal vez no mueran. Tal vez sólo sean vendidos en la jungla o en las montañas, en el mercado de esclavos de alguna tribu perdida. O tal vez los encadenen en las bodegas de un carguero y los envíen a Europa o América. No lo sé… Pero si es Keller quien los captura, para ella misma u obedeciendo consignas de alguna otra persona, más valdría que estuvieran muertos; porque si esta mujer los utiliza para cometer actos de brujería, los someterá a ultrajes que les harán salir de la cadena de las reencarnaciones. Si los toca, estos niños abandonarán el ciclo del Samsara y su alma perecerá para siempre. Por miserable que sea, ninguna criatura merece algo así.

«Su alma perecerá para siempre…» Esta frase se me había quedado grabada en la mente. Madame de Réault también había oído las palabras del brahmán.

– Niños dalits que desaparecen… No sería la primera vez. Pero habitualmente nadie se preocupa por eso. Ni siquiera los Bon Po. ¿Por qué está tan interesado en este asunto, Darpán?

El brahmán no había querido responder a la francesa; sólo se había limitado a esbozar una sonrisa enigmática. Una sonrisa en la que podían leerse un sinfín de hipotéticas razones, pero que sin duda no quería revelar nada sobre los auténticos misterios que se ocultaban tras ella. Yo me había pasado el día recopilando mis recuerdos sobre Keller y tratando de formar con ellos un todo coherente. Las nuevas revelaciones de Darpán no hacían sino añadir confusión a un cuadro ya de por sí oscuro. En primer lugar, teníamos a una mujer muy joven cuya pretendida cobertura de periodista ocultaba manifiestas actividades de espionaje. Por sí sola, esta simple constatación hubiera bastado para expulsarla del subcontinente, si no para enviarla a prisión. Pero esta primera capa de barniz ocultaba una paleta de talentos de otro tipo. Y ya no se trataba de espionaje, sino de actividades radicalmente diferentes, de talentos abyectos, malsanos y absolutamente sobrenaturales…

Ahora Surey vigilaba a Keller. Debía volver a verle, mantener una conversación con él, para convencerle de que yo no estaba tan loco como pensaba. Pero ¿dónde estaba? ¿Y cómo podría ponerme en contacto con él mientras aún seguía prisionero en este hospital? Esta ridícula situación no podía prolongarse. Era preciso que recuperara, a cualquier precio, mi libertad en el plazo más breve posible. Traté de arrancar alguna información sobre mi suerte a los soldados apostados en la puerta, pero fue en vano. Como nadie parecía capaz de darme una respuesta, me enfurecí y exigí una entrevista inmediata con el oficial que había venido a interrogarme el primer día de mi encarcelamiento. Al final, mi petición, expresada a gritos, surtió efecto, y el pobre tipo, arrancado seguramente de forma intempestiva de alguna tarea administrativa, corrió a presentarse en mi habitación. Sí, mi expediente se trataba con la celeridad y la competencia requeridas; no, no me habían olvidado, y sí, finalmente, era cierto que mi salida dependía de la firma del coronel Hardens, mi superior, que por desgracia se encontraba de viaje aún por unos días. Sin embargo, no tenía ninguna razón para inquietarme: la investigación se inclinaba, de todos modos, en mi favor, ya que el asistente Edmonds tenía una reputación ganada a pulso de jugador y bebedor y era conocido por sus crisis de violencia y por su carácter fácilmente irritable. Todo aquello estaba muy bien, pero no influía en que el tiempo pasara más deprisa.

Pasó otra noche, y otra, y otra más, y sólo el capitán Nicol me mantenía informado de lo que pasaba en el exterior.

– Aproveche el tiempo que le queda de pudrirse aquí para recuperarse por completo. Sus llagas ya no sangran y se están secando, pero esta historia le ha hecho perder peso. Y ya no andaba sobrado de carnes, Tewp. De modo que piense en ganar un poco de corpulencia. Aún es joven. Su cuerpo sólo pide eso. Y además, las mujeres prefieren a los deportistas más que a los flacuchos de su estilo, sabe…

Este comentario había hecho que me encogiera de hombros. Las mujeres… Nunca me habían interesado realmente. Yo era sensible a la belleza de algunas de ellas, desde luego, sensible a su encanto; pero hasta ahí se limitaba mi interés. Nunca había sentido realmente necesidad de compañía. Ni siquiera había pensado nunca en casarme, ni como una necesidad, ni tampoco como un deber o un placer. No podía imaginarme de ningún modo teniendo a una compañera a mi lado. Lo hubiera calificado de indecente.

– Me importa un pimiento gustar o no a las mujeres, capitán -repliqué con cierto malhumor.

– ¡Vaya! ¿Y para qué vivir, entonces?

¿Para qué vivir? Nunca se me había pasado esta pregunta por la cabeza. La vida sencillamente estaba ahí. No era ni un regalo ni una maldición. Había que tomarla como venía y no perder el tiempo tratando de penetrar el misterio. Esa era toda mi sabiduría.

– Mala pregunta esa que me plantea, doctor… ¿Para qué vivir? No lo sé. Creo que no hay ninguna respuesta.

– Pues yo pienso que es, al contrario, una de las mejores preguntas que puedan imaginarse. Las únicas preguntas que valen la pena son las que no tienen respuesta, ¿no le parece?

– Metafísica de barra de bar, capitán. Nuestra conversación no va más allá de eso.

Nicol había sonreído.

– Tal vez mis palabras sean las de un hombre un poco senil, se lo concedo, pero en todo caso veo que su tensión se recupera a toda marcha…

Por descontado, también Swamy me visitaba de forma regular. Yo le había pedido que tratara de encontrar a Surey.

– ¿El tipo al que arrojamos a la lavandería? ¿Era realmente uno de sus colegas, mi teniente?

– De Delhi, sí. Ahora es él quien se ocupa de vigilar a Keller. Me toma por un simplón, pero me dio la sensación de que recababa mi ayuda. No sé dónde podrá ponerse en contacto con él.

– Si aún va tras esa mala mujer, debe rondar por el Harnett. Lo encontraré, mi teniente.

A pesar de todos sus esfuerzos, las investigaciones de Swamy no dieron fruto. Durante tres días trató de localizarle, pero nadie parecía haber visto al hombre de Delhi. Lo único que sabíamos con seguridad era que Keller seguía en su habitación de hotel. Aparentemente, haber encontrado a su serpiente hecha trizas por una salva de balas en su cuarto de baño no la había impresionado en exceso. Una rareza más que añadir a su cuenta. Finalmente, cuatro días después de que Darpán me hubiera llevado al río, el coronel Hardens volvió de Delhi. Una de las primeras tareas a las que se consagró fue la de firmar el levantamiento de mi arresto. Los Red Caps dejaron de echar raíces ante mi puerta y Nicol me sometió a un último examen médico antes de autorizarme a abandonar el hospital.

– Su piel se ha convertido casi en la de un bebé, Tewp, ha tenido suerte. Cuando vi lo que le ocurría, no le daba ni quince días. Es un milagro.

– Gracias a usted, capitán. Sólo gracias a usted. Fue usted quien me puso en contacto con las personas adecuadas. Si no fuera por su espíritu abierto, creo que a estas alturas ya estaría muerto y enterrado. Le debo mucho. Nunca lo olvidaré.

Sensible como una venerable anciana, Nicol aplastó una lágrima que le asomaba en el rabillo del ojo.

– Vuelva de vez en cuando, Tewp. Si le apetece, claro está…

Prometí que volvería a menudo. El viejo solitario había sido el primer rostro británico que se había mostrado realmente simpático conmigo desde mi llegada a las Indias. Y era realmente él, con ese aire de estar un poco en Babia, quien me había salvado la vida. No tenía intención de mostrarme ingrato. En admisión recuperé los efectos personales que había tenido que dejar a mi entrada en prisión. Ya vestido normalmente, con cinturón, corbata y cordones en los zapatos, recuperé parte de mi orgullo perdido. También me devolvieron mi arma de servicio, el pesado Webley de seis tiros con el que había estado a punto de matar a Edmonds.

– El coronel Hardens le espera en su despacho -me habían avisado mientras firmaba los últimos documentos administrativos que me convertían de nuevo en un hombre libre.

Caminando a plena luz por primera vez desde hacía diez días, me dirigí a los Grandes Apartamentos. En los jardines percibí que el tiempo había refrescado sutilmente, señal inequívoca de que acabábamos de franquear el vado que separa el verano del otoño. El reencuentro con Hardens fue breve, casi frío. Ese día el coronel no estaba de humor para cortesías.

– Hay cosas particularmente desagradables connaturales al cargo que desempeño, teniente. Una de ellas es tener que hacer de policía entre dos de mi subordinados. Me he enterado de lo que le ha ocurrido durante mi ausencia. He leído los informes y he visto a Edmonds, que admite que cometió un error. Le conozco un poco. No es un mal tipo, pero es cierto que bebe demasiado. Los cargos que pesan contra usted le han sido levantados. No tengo tiempo para permitirme un proceso en corte marcial por usted, Tewp. De modo que, si se aviene a ello, haremos borrón y cuenta nueva y nos olvidaremos de este lamentable incidente. Evidentemente, no trabajará más con Edmonds, Mog y Gillespie. ¿Le parece bien?

Sí, me parecía bien. Como es natural, no se lo confesé a Hardens, pero nunca me habían gustado aquellos individuos. Y sabía que el sentimiento era mutuo.

– Como desee, mi coronel. ¿Puedo preguntar en qué consistirán mis nuevas funciones?

Hardens carraspeó.

– Estoy pensando en algo especial para usted, una misión puntual que a mi entender encaja con sus capacidades. Pero no será hasta la semana próxima. Volveré a hablarle de esto. Hasta entonces… Me han dicho que ha estado enfermo. Hospital y tratamiento de caballo, ¿eh? Para acabar de recuperarse, le concedo un permiso de tres o cuatro días. Y no haga tonterías, porque luego volverá a tener un empleo del tiempo bien cargado. ¡Vamos, Tewp, vuelva a su cuchitril y háganos el favor de no volver a meterse en líos!

Con evidente satisfacción de que el triste incidente que me había enfrentado a Edmonds acabara de este modo, volví a mis reales sin hacer más comentarios. Puse un poco de orden en mis asuntos y luego decidí ir a la ciudad para visitar a madame de Réault. La encontré en casa de sus amigos, creo que feliz por verme restablecido. Fuimos a caminar por un parque, no muy lejos de su domicilio. Yo no me atrevía a confesárselo, pero me devoraba la curiosidad por lo que me había ocurrido. Tenía mil preguntas que hacerle sobre sus conocimientos de las prácticas de hechicería, sobre el modo como había conocido a Darpán y sobre la identidad precisa de esos monjes Bon Po, poseedores de unos saberes por los que parecía sentir una admiración infinita. Por fin, después de algunos minutos de conversación banal, me atreví a mencionar estos temas.

– Quiere saber qué le ha ocurrido, Tewp… Es normal. Pero no se enfade si le prevengo de que en el fondo sé tan poco como usted. De hecho, lo único que me diferencia de la mayoría de los occidentales es que no concedo ningún crédito a la fe cristiana y no la tomo más que por lo que es: una manipulación de gran envergadura que ha tenido éxito. Eso es todo.

– ¿No cree en la realidad de Jesucristo?

– Ni por un segundo. Si Cristo es un personaje tan hermoso de cuento de hadas, es porque no es más que una construcción de cabalistas. Mucha gente le hablaría mejor que yo sobre esto, gente que le desmontaría los mecanismos de esta invención. Pero esta falsedad de partida de la religión cristiana no es razón para creer que no se haya producido, en el curso de los siglos, una especie de condensación de esperanzas, sueños y sufrimientos generados por esta creencia. Crea una mentira con suficiente fuerza durante años, Tewp, y se convertirá en una realidad con tanta fuerza y efectividad como cualquier verdad original. Ésta es una de las bases de la magia.

– ¿La autopersuasión?

– Llámelo como quiera. Sí, la autopersuasión. Tal vez. Todo lo que subyace es un poco más que la simple suma de los elementos de que está compuesto. Los hombres. Los animales. Las plantas… las rocas también. E incluso el aire, los metales, el fuego y el agua. Todo esto vive. Todo esto sueña y actúa. En octavas diferentes. Pero en el fondo obedece a lo que los hindúes llaman dharma: las leyes intangibles del universo. No hablo de leyes físicas, sino de leyes de equilibrio, de evolución, de muerte y renacimiento. Los hindúes no parcelan el mundo. Sólo los monoteístas lo hacen.

– Pero… ¿y la brujería de Keller? ¿De dónde sacó este saber?

– Nadie aparte de ella podría decirlo, teniente Tewp, nadie. Pero lo que es seguro es que ha comprendido bien las leyes del dharma. Ha tenido buenos maestros. Y por eso Darpán la teme tanto.

De este modo habíamos llegado al punto que más me interesaba.

– Usted ya oyó sus palabras sobre los secuestros de niños. ¿Qué sabe de esta historia?

– No he vuelto a ver a Darpán desde la mañana en que le devolvimos del río. No he podido hablar con él. Pero, evidentemente, todo eso despertó mi curiosidad. Me paseé por los barrios bajos. Pregunté. Por respuesta sólo obtuve rumores, como corren a cientos por las esquinas de cualquier ciudad. ¿Qué puedo decirle? No lo sé…

Dejé a madame de Réault con el corazón un poco encogido, con la sensación frustrante de no haber avanzado ni una pulgada. La única forma de avanzar ahora era, sin duda, dar un puntapié en el hormiguero. Pero ¿tenía derecho a actuar de este modo? ¿Y por qué debería hacerlo? ¿Porque me lo habían ordenado? No. ¿Porque se lo debía a alguien? Tampoco… Entonces, ¿por qué? Porque todo esto me intrigaba. Porque me devoraba la curiosidad. Ése era el motivo. Desde hacía demasiado tiempo veía cómo se acumulaban ante mí las piezas de un rompecabezas incomprensible: una espía, una pareja de dacios, un oficial de Delhi, un hechizo, una aventurera francesa, dos sacerdotes exorcistas, un secreto de Estado, un rey que llegaba a las Indias, niños que desaparecían en los bajos fondos… Todo esto era demasiado inconexo para que significara algo preciso. Y sin embargo… Mi mente sentía que existía un vínculo, un elemento común que ligaba todas estas piezas. El Harnett no estaba lejos del domicilio de Réault. Fui hasta allí pensando que aunque Swamy no hubiera podido descubrir a Surey, éste me encontraría rápidamente si yo asomaba la nariz por las inmediaciones del hotel. Rondé durante un rato frente el establecimiento, aunque sin atreverme a entrar en él. No quería correr el riesgo de tropezarme con Keller. Mi voluntad estaba preparada para ello, pero una parte de mi ser se revelaba ante la idea de esta confrontación. Triste y confuso, volví al cuartel a la caída de la noche sin que Surey hubiera aparecido.

No puedo decir con certeza cómo se formó la idea. Probablemente fue durante mi sueño, ese tiempo favorable a los atajos mentales, a las contradicciones fecundas, a las paradojas productivas. Sea como fuere, el caso es que esa mañana me desperté con la percepción perfectamente clara de lo que tenía que hacer. Me arreglé en unos minutos y me lancé en busca de Habid Swamy. El regimiento al que pertenecía el caporal no era el más glorioso del ejército de las Indias. Al ser un simple cuerpo de ingenieros, los soldados que lo componían no estaban destinados a combatir en primera línea de fuego. Los hombres eran reclutados, no por sus cualidades guerreras, sino más bien por su habilidad en el manejo de martillos, hachas y destornilladores, y las tareas que les confiaban se reducían con frecuencia a simples trabajos de carpintería. Al cabo de numerosas idas y venidas de un edificio a otro, acabé por encontrar a Swamy un poco antes del mediodía, mientras vigilaba las operaciones de corte en el aserradero. El ruido de la hoja propulsada por una vieja máquina de vapor era ensordecedor, pero mucho menos difícil de soportar que las nubes de fino polvo de madera que hacía surgir por todos lados. Con el torso desnudo y un pañuelo anudado en torno a la nariz, en cuanto me vio Swamy me indicó con un gesto que saliera. Por la mueca un poco incómoda con que le obsequié, el caporal comprendió enseguida que una nueva excentricidad había germinado en mi mente, y aunque no supiera exactamente qué podía esperar, creo que aquello le divirtió, porque me sonrió mostrándome sus cascados dientes.

– ¿Tiene tiempo para acompañarme a un lugar de la ciudad, caporal? -le pregunté.

– ¡Cuando quiera y adonde quiera, mi teniente!

Tras recoger su polvorienta chaqueta del aserradero, Swamy volvió hacia mí blandiendo las llaves de Daisy, y luego montamos en el camión, que se encontraba aparcado no muy lejos, y nos dirigimos a la ciudad.

– ¿Adonde vamos, mi teniente?

– Thomson Mansion -respondí- El 284 de Durham Lane.

Concentrado en la conducción, mi chófer no hizo ningún comentario. Aunque sus ojos apenas asomaban por encima del volante, el caporal condujo a Daisy a una velocidad alarmante por las calles de Calcuta, atestadas a esta hora del día. Cuando el paso estaba obstruido por un amasijo demasiado compacto de peatones y carretas, hacía gemir el embrague y giraba a toda velocidad hacia alguna callejuela transversal sin preocuparse por los baches, las manchas de purines y los puestos de los vendedores ambulantes, cuyo contenido aplastaba sin escrúpulos. Swamy tardó sólo diez minutos en alcanzar el barrio de la residencia Thomson, cuando un conductor corriente hubiera necesitado tal vez una hora o tal vez más para completar el mismo trayecto. Aparcamos no muy lejos de la entrada principal del edificio, una casa larga de aspecto cuidado.

– ¿Y ahora, mi teniente? ¿Qué le interesa de este lugar, si me permite la pregunta?

Durante un momento permanecí en silencio, y luego le pregunté a mi vez:

– ¿Conoce esta casa?

El caporal sacudió negativamente la cabeza.

– Por lo que me han dicho, acoge temporalmente a un grupo de niños hindúes. Niños especialmente dotados. Aquí se evalúa su potencial antes de enviarlos a Europa, donde efectuarán estudios avanzados. En Berlín, para ser más precisos. Una pareja de mecenas sufraga todos los gastos. Los rumanos Dalibor y Laüme Galjero. ¿Ha oído hablar de ellos?

Swamy se obstinó en su mutismo, pero volvió a sacudir negativamente la cabeza para indicar que no conocía a estos personajes.

– Al parecer, una nueva promoción está en curso de selección. Me gustaría ver todo esto de más cerca. ¿Viene conmigo, Swamy?

Pero el caporal se arrellanó en su asiento y con una mueca me dio a entender que prefería quedarse en el camión. No insistí y me dirigí solo hacia la entrada de la institución. No tenía ningún plan preciso en la cabeza. De hecho no tenía ninguna autoridad para realizar ninguna clase de investigación en este lugar. Mi mente, sin embargo, había enlazado las palabras de Darpán sobre los supuestos secuestros de niños, la visita efectuada por Keller a los Galjero y la especie de internado que los rumanos mantenían en Calcuta: una guirnalda de hechos que encajaban demasiado bien unos en otros para que yo no me interesara más de cerca por ellos. Contando, pues, únicamente con mi uniforme para suplir la falta de mandato oficial, decidí alegar una investigación de rutina para tratar de visitar el lugar y de saber más sobre Thomson Mansion. La puerta principal estaba cerrada. Tiré de la empuñadura de la campanilla, que colgaba al alcance de la mano. Me abrió una quincuagenaria occidental vestida con una casulla azul. Tenía un rostro plano, enmarcado por una especie de velo del que sobresalían en desorden algunos cabellos grises, y llevaba los pies desnudos, calzados sólo con unas viejas sandalias de cuero desgastado de las que sobresalían unas uñas largas, sucias y amarillentas. Por su aspecto, parecía una hermana de una orden secular. Me presenté. El uniforme cumplió su función, ya que, con gran sorpresa por mi parte, no recibí ningún negativa, ninguna respuesta evasiva a mis preguntas. Sí, Thomson Mansion estaba financiada íntegramente por el matrimonio Galjero. Sí, en efecto, se trataba de una obra de caridad destinada a ayudar a familias hindúes con escasos medios a enviar a sus hijos a buenas escuelas en Europa; y sí también, podía visitar todos los edificios tanto como me placiera. La mujer hablaba inglés con un fuerte acento germánico. Le pregunté por su origen mientras me conducía por una avenida limpia y bien cuidada hacia el edificio principal, una vasta construcción de cuatro pisos recién enlucida.

– Soy de Ginebra -explicó- Allí me reclutaron el señor y la señora Galjero, como a casi todo el personal europeo de esta casa. Todos vinimos en una primera ocasión en 1933 para preparar la primera promoción, y actualmente acabamos de seleccionar a la segunda. En cuanto tengamos reunido a nuestro contingente, podremos partir de nuevo…

Me sorprendió el término que había empleado.

– ¡Contingente! -dije- Suena un poco militar, ¿no? ¿Con qué criterios seleccionan a estos niños?

– Con criterios de inteligencia, probidad y vitalidad. Pero no tenemos en cuenta las castas de las que han surgido. Ni su sexo. Debe saber, señor oficial, que aquí tratamos de formar a la élite de la India del mañana. Esta India que por fin se habrá desembarazado de las supersticiones y las tradiciones que la encadenan y le impiden todavía ser un gran país moderno que rechace a los ídolos y se abra al progreso de la ciencia. ¡Con estos niños educados en el culto de la igualdad de todos los hombres frente a la ley divina, no dudamos de que la batalla pronto estará ganada!

– ¡Sor Marietta está en lo cierto! La India es aún una tierra de misión, señor oficial. Una tierra de misión para la fe. ¡Pero también una tierra de misión para la razón!

Una voz de hombre había pronunciado estas últimas palabras detrás de mí. Sor Marietta dejó de hablar y se volvió, igual que yo. Sin que le hubiéramos oído deslizarse a nuestra espalda, un individuo de rostro alargado y lampiño nos observaba con benevolencia, con las manos castamente cruzadas ante sí.

– Mi nombre es Peter Talbot -dijo el hombre-. El responsable de Thomson Mansion tanto ante nuestros generosos mecenas como ante las autoridades de este país. ¿En qué puedo serle útil, oficial?

Sor Marietta me ahorró el trabajo de repetir mis explicaciones. En unas frases expuso a Talbot mis inventadas excusas para justificar mi presencia en la mansión. La debilidad evidente de la argumentación no pareció turbar al director, que puntuaba cada uno de los finales de frase de su subordinada con pequeños cacareos extáticos que no sabía si me recordaban a los de un pavo en su corral o a los de un débil de espíritu babeando en su celda. En todo caso, Talbot, que era también ciudadano suizo alemán, se apresuró a acceder sin reservas a todas mis demandas. Incluso hubiera jurado que la visita, largo tiempo esperada, de un oficial británico le llenaba de satisfacción.

– Es realmente deplorable tener que decirlo, oficial, sí, realmente deplorable, pero su gobierno no parece preocuparse como debiera por los niños de sus colonias. ¿Por qué debemos volvernos hacia los particulares cuando queremos hacer el bien en torno a nosotros? ¿No debería ser el Estado el que se ocupara de ello? ¿Qué piensa usted de eso?

Yo no pensaba nada. O mejor dicho, pensaba que este hombre tenía razón, evidentemente; pero no había venido a hablar de política. Se lo di a entender en los términos más diplomáticos que pude encontrar y luego pedí ver a los niños. Talbot me condujo al segundo piso de la gran casa recién enlucida y me mostró a una veintena, inclinados sobre sus pupitres de escolar. Un hombre, un hindú enturbantado, les daba clase escribiendo listas de vocabulario alemán en una pizarra. Tras efectuar una rápida barrida de la habitación con la mirada, calculé que la edad de los chiquillos debía de oscilar entre los siete y los quince años. Había más o menos tantos niños como niñas, y todos llevaban el estricto uniforme que había visto en la fotografía de la promoción precedente que Blair me había mostrado en los archivos. La actitud de los niños era de una seriedad y una atención impresionantes. Ni uno solo había levantado los ojos hacia nosotros cuando Talbot y yo habíamos entrado en su aula.

– Nuestra enseñanza se dirige esencialmente al aprendizaje de la lengua alemana. También tratamos de que estos niños pierdan las malas costumbres adquiridas del paganismo. Pero es una tarea, por desgracia, muy complicada, ya que el hinduismo es una amalgama de tradiciones que no descansan en ningún dogma fijo y que, por lo tanto, pueden integrar cualquier discurso rival…

El suizo siguió hablando de teología, pero yo ya no le escuchaba, sino que trataba de dilucidar un medio de plantearle, sin que no le resultara chocante, la única pregunta que me importaba. Después de algunas vacilaciones, por fin me decidí a interrumpirle:

– ¿Para cuándo está previsto el regreso de los niños de la primera promoción?

– Esto depende de los casos. Los primeros estarán de vuelta dentro de unos meses. Otros proseguirán su formación durante un año suplementario. Tal vez más. Todo está en función de sus resultados y de las ambiciones que manifiesten por sí mismos.

– Supongo, claro, que sabe cómo ponerse en contacto con cada uno de ellos.

Talbot no pareció entender adonde quería ir a parar. El brillo de incomprensión en su mirada me impulsó a precisar con crudeza mi pensamiento.

– Señor Talbot, desearía que me entregara la lista de estos niños y las direcciones de los establecimientos donde residen.

Aunque el suizo hizo algunos remilgos antes de dejarse convencer, apenas unos minutos después de haber presentado mi solicitud, me encontraba en posesión de una larga lista dactilografiada que contenía unas cuarenta identidades de niños bengalíes y precisaba la dirección y la profesión de sus padres, así como el nombre de los centros educativos que les acogían en Alemania. Doblé cuidadosamente el papel y me lo metí en el bolsillo mientras el director me acompañaba a la salida.

– Una última cosa, si me lo permite…

– Desde luego, oficial.

– ¿Cuáles son exactamente los criterios que rigen la selección de estos niños?

– Las condiciones han sido fijadas por el señor y la señora Galjero en persona, y debo decir que son bastante simples. En primer lugar, los niños deben proceder de medios modestos; incluso damos la preferencia a los huérfanos o a los pequeños que han sido recogidos por familiares lejanos después de la muerte de sus padres. Además es preciso que presenten destacables aptitudes intelectuales naturales. Poco importa que ya estén educados o no. Ante todo buscamos predisposición… Buscamos niños especialmente dotados. ¡Superdotados incluso! Esto es perentorio porque los preparamos para que se conviertan en los faros de la India del mañana. Finalmente, deben gozar de buena salud, porque no somos un dispensario. Hay otros establecimientos para esto, ¿comprende?

Le saludé con una inclinación de cabeza y me despedí cortes-mente para ir a reunirme con Swamy, que caminaba arriba y abajo por la acera fumando un horrible tabaco negro con el que se divertía escupiendo volutas de humo de una geometría muy discutible. El caporal aplastó su cigarrillo con el talón en cuanto me vio y volvió a ocupar su puesto al volante de Daisy sin despegar los labios. En el trayecto de vuelta, respetando la jerarquía, no me preguntó nada, aunque se retorcía en su asiento y lanzaba profundos suspiros dándome a entender que tenía, de hecho, muchas cosas que decir. Finalmente, mientras estábamos parados en un cruce para dejar pasar un convoy de carretas de mano, la tentación lo venció, y acabó por soltar con aire contrito:

– No sé si es una buena idea, mi teniente. ¡De hecho, creo que no estoy de acuerdo!

– Pero ¿de qué está hablando, Swamy?

– Este lugar… Thomson Mansion… Me ha dicho que es una especie de escuela para niños inteligentes, ¿no?

– Sí.

– Quiere inscribir aquí a Khamurjee porque ha visto que puede hacer varias cosas al mismo tiempo y piensa que mi mujer y yo somos demasiado ignorantes para educarlo convenientemente, ¿no es así?

Swamy estaba tan contrariado por las elucubraciones que su mente había desarrollado, que su rostro redondo se había convertido en una especie de bola de papel arrugado. Probablemente me hubiera echado a reír si el hecho de verle tan trastornado no me hubiera apenado a mí también.

– ¡Pero si no se trata de eso, Swamy! Nunca he pensado en cogerles al niño. Ni a Khamurjee ni a ninguno de sus protegidos, ¡por Dios!

Y mientras el caporal, una vez recuperada la calma, pisaba el acelerador, me puse a explicarle las verdaderas razones de mi visita a Durham Lane.

– Es una especie de presentimiento, ¿sabe? Un presentimiento que no puedo apoyar, de momento, con ninguna clase de pruebas; pero no me gusta esta historia de rumanos que seleccionan a chiquillos aquí para enviarlos lejos de sus familias.

– Ahora que tiene la lista de estos niños, será fácil verificar si realmente se encuentran en el lugar donde se supone que están.

Swamy era optimista. Pero la verificación no fue tan sencilla. De hecho, pronto se reveló como una tarea imposible. De vuelta en el cuartel, intenté hacer unas llamadas a Alemania, a los números que me había proporcionado Talbot; pero por desgracia, las comunicaciones internacionales no eran demasiado buenas, y no era raro que la línea se cortara al cabo de unos segundos de establecer la conexión. Por otra parte, estas dificultades técnicas no hacen sino reforzar la barrera natural del idioma. Como no hablaba alemán, apenas conseguía hacer comprender mis intenciones a unos interlocutores a menudo poco cordiales y tan poco versados como yo en la práctica de las lenguas extranjeras. Mis tentativas telefónicas se saldaron, pues, con un fracaso.

– Sería mejor que buscara a los padres -opinó Swamy mientras yo volvía a colgar, irritado, el teléfono-. La mayoría reside en Calcuta. ¡Vamos a verles ahora!

La primera familia de la lista Talbot era también la que vivía más cerca del cuartel. La elegimos de común acuerdo para nuestro test de prueba; pero cuando nos presentamos en la dirección indicada, sólo encontramos un montón de planchas calcinadas en un jardín que se había convertido en un terreno baldío.

– ¿Dónde está la gente que vivía aquí? -preguntó Swamy a una vecina desdentada que desgranaba verduras en el umbral de su casa.

– ¡Casa quemada, la gente se ha ido! -respondió la anciana sin levantar los ojos de su labor.

Entonces probamos suerte en otro barrio, situado cerca del río y de los talleres de los curtidores. Sobre el distrito flotaba un hedor espantoso. El aire putrefacto nos saturaba los bronquios y nos hacía subir la bilis a la boca de un modo horrible. Después de veinte minutos de penosa deambulación por las pestilentes callejuelas, nos dirigieron a un pobre diablo cubierto de andrajos que removía un puré de cortezas abrasivas en una gran marmita de aluminio.

– ¿Eres tú quien tiene un hijo llamado Goropal, que se han llevado unos extranjeros? -preguntó Swamy en hindi-. ¿Has recibido noticias suyas?

– Sí, soy yo. Pero ¿por qué iba a recibir noticias suyas? ¡Si les he vendido a este chico es precisamente para no oír hablar más de él! ¡No sé qué hará ahora ni me importa en absoluto!

Swamy tradujo mientras me dirigía al mismo tiempo una mirada de asco. Incluso tuve la sensación de que me presentaba excusas mudas para atenuar la dureza de las palabras de su compatriota.

– ¿Este hombre dice que ha vendido a su hijo a los Galjero? Es eso, ¿no?

– Sí, mi teniente. Por lo que explica, recibió una buena cantidad de dinero; pero ya se lo ha gastado todo y no tiene ningún otro hijo tan inteligente como el primero. Volvió a llamar a la puerta de Thomson Mansion, pero no quisieron saber nada de los otros niños. ¡Demasiado tontos, le dijeron!

Chasqueados e irritados, sin haber conseguido, tampoco aquí, obtener las informaciones que buscábamos, abandonamos el barrio de los curtidores. La tercera dirección correspondía a una herboristería situada en una plazoleta tranquila y limpia a la que daban sombra unos grandes árboles de troncos enormes. Ya era tarde y el día tocaba a su fin cuando entramos en la tienda, donde, sobre unos entramados de bambú, se secaban, bien ordenados, grandes ramos de flores extrañas de colores vivos, que saturaban el aire con sus pesados vapores. Una mujer hindú, esbelta y hermosa, se encontraba en el interior del comercio. Debía de tener unos cuarenta años, y transmitía un aire tranquilo y dulce que por sí solo parecía ya una medicina para los dolores del alma. Sin embargo, una pátina de languidez cubría su rostro. De languidez o más bien de melancolía. Con Swamy pegado a mis talones, me acerqué a ella sin atreverme a hablar. No hubiera sabido decir por qué, pero su presencia me intimidaba. Un punto rojo sangre marcaba su piel entre los ojos. Durante un instante, ese punto polarizó toda la energía de mi mirada. Swamy, que no parecía sentirse tan turbado como yo a la vista de esta silueta, le comunicó en hindi las razones de nuestra venida. Mientras el caporal le hablaba, vi claramente cómo se marcaban arrugas más profundas en las mejillas y la frente de la herborista. En el espacio de un minuto fue como si de repente hubieran transcurrido veinte años para ella.

– ¿Por qué no han venido hasta ahora? -preguntó en inglés cuando el pequeño suboficial hubo acabado su preámbulo.

La pregunta nos conmocionó. Swamy y yo intercambiamos una mirada perpleja, y luego me acerqué a la mujer, que había empezado a temblar ligeramente. Animado de pronto por un profundo sentimiento de compasión, cogí sus manos en las mías. Estaban tan frías y rígidas como las ramas de un árbol muerto por el invierno.

– Uno de sus hijos ha sido llevado al extranjero, ¿no es verdad? -pregunté-. Y desde entonces no ha tenido noticias de él. Ha advertido a las autoridades, pero nadie ha prestado atención a sus quejas. ¿Es eso?

No hacía falta que la mujer respondiera; en sus ojos podía ver claramente que había acertado con el motivo de esa desesperación en la que se debatía, sola, desde hacía tantos años. Sin embargo, nos relató su historia. Nos explicó cómo, muy pronto, había comprendido que su hijo manifestaba unos talentos que pocos niños igualaban. Cómo su curiosidad por todo le había llevado a aprender a leer solo, adivinando, sin que nadie se lo enseñara, el sentido y el valor de las letras, a calcular rápido y bien todas las operaciones sin necesidad de utilizar el ábaco y a retener de memoria pasajes enteros de obras de difícil comprensión después de sólo una o dos lecturas. Y luego también cómo ella misma, viuda y sin otros bienes aparte de esta tiendecita, había desesperado de poder ofrecer a su único hijo la educación que merecía, en un colegio donde pudiera por fin recibir de maestros instruidos toda la ciencia de que estaba sedienta su alma.

– Un día oí hablar de una gente que buscaba a niños inteligentes para ofrecerles una buena educación en Europa. En un país del que yo nunca había oído hablar. Aquello me dio un poco de miedo, pero de todos modos fui a verles y les presenté a mi hijo. Lo examinaron y le hicieron un sinfín de preguntas, a las que él respondió cada vez correctamente. Esta gente me dijo que aceptaba acoger a mi hijo y que para él era una oportunidad inesperada de aprovecharse de los beneficios de una enseñanza en Europa. Me felicitaron por haberle llevado hasta ellos y luego me dieron un poco de dinero a modo de compensación por haber sido una buena madre. Yo confiaba en esas personas. Estaba orgullosa de mi hijo y, sobre todo, contenta por él. Entonces le besé y le pedí que me escribiera a menudo, porque yo sé leer igual que él sabe escribir. Se fue con los otros, hace ya tres años. Y desde ese día no he vuelto a tener noticias de él.

Como un dique súbitamente abierto por el peso de una oleada de desesperación demasiado tiempo contenida, la viuda rompió a llorar. Sin embargo, quiso seguir hablando.

– En muchas ocasiones llamé a la verja de su casa de Durham Lane, pero nunca abrió nadie. Entonces me pasé noches enteras esperando ante la casa, sin ver ninguna luz en las ventanas. Desesperada, sin saber qué hacer, fui a ver a los hombres del puesto de policía cerca de mi casa. Les expliqué lo que me había ocurrido e incluso insistí para que un agente inglés me escuchara. Todo fue inútil. Nadie pudo ayudarme. Ahora sueño todas las noches que mi pequeño está desnudo y solo, que le han hecho daño y vaga temblando como un ciego en un país de tinieblas…

Escuchar a esta mujer contar su historia y sus terrores fue una prueba penosa. Swamy y yo salimos de la tiendecita trastornados, con el corazón oprimido por un terrible sentimiento de impotencia e injusticia.

– Creo que acaba de destapar algo importante, mi teniente… Deberíamos informar a las autoridades civiles de esta desaparición. ¿Quiere que le conduzca a las oficinas del Yard?

Una vez más, la voz de la prudencia se expresaba por boca de Swamy. Y una vez más, yo no la escuché.

– Mantengamos la cabeza fría. De momento sólo tenemos una sospecha por mi parte y el testimonio de esta mujer. Es demasiado endeble para presentarlo ante un funcionario de policía y forzarle a abrir una investigación contra una institución sustentada por gente poderosa. ¡Necesitamos más! Alguna cosa más tangible que las quejas de algunas familias de los barrios bajos. ¡Necesitamos pruebas!

¡Pruebas! Pero ¿cuáles? ¿Y cómo obtenerlas? Yo tenía mi idea al respecto, desde luego. Y Swamy la compartía hasta el punto de que no tuvimos necesidad de ponernos de acuerdo.

– Hay que hacerlo, mi teniente… -me dijo-. Es la única oportunidad que tenemos de penetrar en este lugar y descubrir lo que realmente se trama allí.

No quise discutir con el caporal. Tenía razón, y yo lo sabía. Volvimos a mi habitación y él llamó a Khamurjee. El chiquillo, como cuando le habíamos pedido que entrara en la habitación de Keller en el Harnett acurrucado en una maleta, y pese a lo penoso de la experiencia para él, se mostró una vez más contento de ayudar e impaciente por actuar.

– Si estás de acuerdo, Kahm, mañana te llevaré a Thomson Mansion, donde te harán unas pruebas para valorar tu inteligencia. No dudo de que las superarás sin grandes esfuerzos, a juzgar por lo que he podido constatar sobre tus capacidades. Te quedarás allá interno durante unos días, y luego vendremos a recogerte esgrimiendo un pretexto cualquiera. Deberás informarnos de todo lo que hayas visto en este establecimiento. Pero no corras riesgos y no trates de introducirte en ningún sitio adonde no te hayan autorizado a ir. Sólo queremos saber en qué consiste la enseñanza que se dispensa a los niños allí. Habla también con tus camaradas y gánate su confianza. Tal vez sepan cosas que tú no tendrás tiempo de conocer si no es de su boca.

Khamurjee nos aseguró que había comprendido lo que esperábamos de él. Prometió que no cometería ninguna imprudencia y luego fue a acostarse mordisqueando un mango. Al día siguiente, volví a buscarle para conducirle a Durham Lane. Conseguir que le admitieran en Thomson Mansion me pareció de una simplicidad desconcertante. Tuve una breve entrevista con Peter Talbot en la que expliqué que el azar del servicio me había llevado a conocer a un pequeño prodigio indígena, y que creía que poseía unos talentos que merecían algo mejor que un destino de vagabundo en los vertederos de la ciudad. El director me aseguró que tomaba a mi protegido bajo su responsabilidad directa y que le admitiría gustosamente en la nueva promoción Galjero en cuanto hubiera superado con éxito los tests requeridos. Con el corazón encogido, dejé pues a mi espía Khamurjee al cuidado de Talbot y de sor Marietta, diciéndome, acaso a modo de consuelo, que el niño corría, al fin y al cabo, menos riesgos en el recinto protegido de Thomson Mansion que en los barrios de mala fama de Calcuta.

Apenas era un cuadrado de papel blanco. Una hoja que habían deslizado bajo mi puerta mientras dormía. En ella, alguien había garrapateado una dirección y una hora para darme una cita. Ninguna otra indicación. Ningún nombre. Ni el menor indicio que me permitiera identificar al remitente. ¿Era una trampa? ¿Era una broma? ¿O era realmente importante? Estuve dándole vueltas a la cabeza durante todo el día, barajando la validez de las tres hipótesis. Pero llegó el momento en que tuve que decidirme. Saqué de uno de mis cajones una caja de cartuchos y cargué metódicamente el tambor del Webley, que había dejado vacío desde que me lo habían devuelto. Lastrado con las balas, el revólver pesaba aún más en mi cadera, pero su presencia, aunque no quisiera confesármelo, me tranquilizaba. Cerré la puerta de mi habitación, llamé a un taxi y volví a la ciudad.

La dirección era la de una casita de tantas, en una travesía de Moore Avenue. No había ningún nombre inscrito bajo el timbre. Hice girar, sin encontrar resistencia, el picaporte de la verja de entrada y entré en un pequeño jardín mal cuidado que se extendía ante un edificio de un piso con los postigos desencajados, sostenidos apenas sobre sus goznes en un equilibrio precario. En un lateral vi estacionados dos coches protegidos por lonas alquitranadas. Caía la noche, y el conjunto estaba bañado en una incierta luz violeta. Aunque en el exterior de la casa aún había cierta claridad, el interior de las habitaciones ya debía de estar sumergido en la oscuridad. Sin embargo, ninguna luz se filtraba de este pabellón desconocido. Llamé. No me respondieron. Di unos pasos. Por prudencia, solté el cierre de la funda de mi revólver y me acerqué con cautela a los dos vehículos tratando de evitar que mis suelas crujieran sobre la grava. A mi derecha se produjo un movimiento repentino entre los árboles que me sobresaltó y me hizo desenfundar el arma. Era sólo un mono que, espantado por mi llegada, había huido al oírme, saltando de rama en rama para refugiarse en las alturas.

Con el corazón palpitante, impresionado por el denso silencio que envolvía la casa, subí el tramo de escalones de la entrada. La puerta estaba entreabierta. Chirrió cuando la empujé. Ante mí partía un pasillo oscuro. No se veía a dos palmos de distancia. Tenté en busca de un interruptor, pero el botón que encontré no funcionaba. No llevaba nada encima para iluminarme, ni linterna ni cerillas… Volví a llamar. Fue en vano. Resignado a tener que explorar solo este local desierto, seguí avanzando. En el ambiente flotaba un olor a cerrado, un olor a humedad y podredumbre. De todos modos esto no me alarmó especialmente, porque ya había comprendido que el clima de las Indias corroe en pocos días una casa deshabitada y puede conferir un aspecto de ruina a cualquier edificio si se descuida el mantenimiento, aunque sólo sea durante un corto lapso de tiempo. Entré en la primera habitación situada a mi derecha. Era una pequeña cocina equipada con un horno, una leñera, armarios empotrados y un gran fregadero. Registré el cuarto hasta que encontré una caja de cerillas y una vela. Equipado con esta luz, proseguí mi exploración. Había alimentos frescos en la alacena. Café, legumbres en conserva, chocolate, botellas de cerveza. Sin duda comida de occidental. La habitación adyacente era un salón. Habían tirado una manta sobre un viejo canapé de cuero, y en unas perchas que habían colgado descuidadamente de los respaldos de las sillas se secaban algunas piezas de ropa interior masculina. Les eché una rápida ojeada. Eran de dos tallas diferentes, pero no llevaban ninguna etiqueta. Ni monograma en el bolsillo del pecho de las camisas ni nombre del sastre… Nada que permitiera identificar a quién pertenecían o cuál era su origen. En el piso sólo había una habitación sin ornamentos y un minúsculo cuarto de baño. Dos brochas de afeitar, dos navajas, pero un solo frasco de agua de colonia… Y también vendas en un cubo de basura. Y un bastón apoyado contra la pared. Yo ya había visto aquel objeto, en la mano hinchada de un hombre con sombrero panamá que cojeaba por mi culpa. ¡Surey! ¡Este lugar era el refugio que había elegido para vigilar a Keller en Calcuta! Ahora todo se explicaba. El otro hombre que vivía aquí debía de ser su ayudante. Pero ¿dónde estaban los dos? ¿Y por qué habían optado por proponerme una cita deslizando una cartulina bajo mi puerta? De momento no tenía respuesta para ninguna de ambas preguntas. Ya más tranquilo después de saber quién ocupaba esta casa, salí y me senté en los escalones, con la vela al lado. Lancé un resoplido. De pronto, mi nariz captó un olor irritante que no había notado al llegar. Un olor a carbón, a quemado. Mi mirada se deslizó hasta los coches. Y tuve un presentimiento. Con el corazón palpitante, sujeté la vela, bajé los escalones, levanté bruscamente la lona que cubría el primer vehículo y abrí la puerta trasera. El olor era atroz ahora. A la luz de la vela, vi un bulto negruzco acurrucado sobre el asiento. Un bulto negruzco que había sido un ser humano.

Hardens estaba ahí. Había vuelto conmigo y nuestros primeros equipos, que registraban la casa. Mientras mordisqueaba su cigarro apagado, el coronel parecía resentido contra mí.

– Le había dicho que no se metiera en más líos durante un tiempo, Tewp. ¿Tan complicado era?

– Lo lamento, mi coronel. Pero no fui yo quien fue a buscar el papel que Surey deslizó bajo mi puerta.

– Sé que es la décima vez que se lo pregunto: ¿no tiene la menor idea de lo que quería?

Yo no estaba muy dispuesto a franquearme del todo con Hardens. Aunque personalmente no tuviera ninguna razón para desconfiar de él, sabía que, según Surey, el personal del MI6 de Calcuta estaba tramando algo. Desde luego, yo no compartía esta opinión, pero de todos modos, mis escapadas nocturnas fuera de la prisión y el carácter bastante poco protocolario que había revestido mi encuentro con el agente de Delhi eran motivos suficientes para que prefiriera mantenerme evasivo.

– Ni idea, mi coronel. Surey vino a verme a la prisión. Había asumido el relevo en la vigilancia de Keller y consideraba que mi informe era poco claro. Quería precisiones, es todo.

– ¿Y desde entonces no había vuelto a verle?

– No, mi coronel -afirmé con energía, contento de no tener que seguir mintiendo.

– Es extraño…

Ahí estábamos los dos, calentándonos la espalda en el horno que habíamos encendido en la cocina. La casa tenía luz de nuevo. Uno de los tipos del equipo de registro se había fijado en unos hilos arrancados en la caja de distribución eléctrica y había sabido cómo volver a conectarlos. Habíamos encontrado un segundo cuerpo en el otro coche, en el mismo estado que el primero. Debía de tratarse del asistente de Surey. A primera vista, nos había sido imposible discernir quién era quién y, por otra parte, tampoco revestía mucha importancia. Sólo esperaba que estos dos desventurados hubieran muerto antes de ser quemados. Pero por la posición en que habían sido descubiertos los cuerpos, incluso eso parecía poco probable.

– En su opinión, Tewp, ¿quién les ha matado?

– La primera respuesta que me viene a la mente es… Ostara Keller. Evidentemente. Pero mientras no tengamos pruebas, no podemos hacer nada contra ella.

– Aunque siempre podemos arrestarla para interrogarla -resopló Hardens.

– Un procedimiento legal. No obstante, en clave política podría crearnos grandes problemas. No olvide que su garante de moralidad es el cónsul Von Salzmann en persona. Si acosamos a su protegida, seguro que se armará un buen revuelo. Usted decidirá…

El rostro de Hardens se ensombreció. Vi cómo cerraba los puños en el vacío. Creo que en este instante se moría de ganas de apretar sus anchas palmas en torno al bonito cuello de la pretendida periodista de Der Angriff. Mientras cinco o seis hombres de nuestro equipo acababan de registrar el edificio, quise despejarme la mente preparando café. Luego, mientras permanecíamos allí en silencio mojando los labios en el humeante brebaje, un sargento vino a vernos. Había encontrado algo.

– Estaba enterrado bajo una capa de hojas, detrás de la casa. Está vacío, apenas con signos de óxido. Calculo que no hará más de tres días que estaba allí…

El objeto del que hablaba era un bidón de hojalata con inscripciones en alemán e ideogramas que daban una idea de las propiedades del líquido que había contenido.

– Revelador fotográfico. Inflamable… -dijo Hardens.

– Vi bidones de este tipo en la habitación de Keller, cuando registré su equipaje…

Nos miramos, incrédulos.

– ¿Cree que ha utilizado esto para quemar los cadáveres? -aventuró el coronel. Yo estaba perplejo.

– Es muy probable. Aunque un bidón como éste probablemente no contendría suficiente combustible para reducir a dos hombres adultos al estado de carbón.

– Tal vez haya dejado otros en algún lugar del jardín… Siga registrando, sargento. En cualquier caso, ha hecho un buen trabajo.

Hinchado como un pavo, el sargento se retiró para seguir inspeccionando el jardín. Hardens hundió su mirada en la mía e hizo resonar el metal vacío golpeándolo con el índice.

– Von Salzmann puede decir lo que le plazca. ¡Ya tenemos nuestra prueba!

Todo se decidió en unos minutos. Keller debía ser arrestada. Aunque cometiésemos un error, había llegado el momento de mantener una conversación seria con esa chica. Los dos hombres encargados de vigilarla acababan de ser encontrados carbonizados. Era imposible que no estuviera involucrada de un modo u otro en esta sucia historia. Hardens me llevó con él y volvimos rápidamente a los Grandes Apartamentos, donde en menos de una hora montamos la operación de neutralización de miss Ostara Keller. Mientras yo verificaba la efectividad jurídica de los cargos que pesaban contra ella, Hardens convocó al equipo del capitán Norrington, una banda de macizos Red Caps de aspecto patibulario habituados a la acción. Hardens hizo rápidamente las presentaciones.

– El teniente Tewp conoce a la joven que tiene que arrestar. Irá con usted.

Norrington me echó una ojeada sin disimular su desdén por mi aspecto enclenque. De hecho, comparado con sus siete pies de altura y sus doscientas cincuenta libras de carne rosada de niño de los Costwolds, yo debía de parecer un chiquillo de ocho años; y los otros miembros del equipo, aun cuando tenían una apariencia menos impresionante que su capitán, eran unos temibles colosos.

– Todos juegan a rugby. ¡Ninguno a cricket! -dijo Norrington-. Éste es Grant, Dickinson, Gilly, Armstrong, Delawncy, Wart, Queer, Liman y Colson: mis perros de caza.

Hardens me encomendó que hiciera una corta presentación de Keller. Tracé un retrato físico de la joven tan preciso como pude para que los miembros del equipo tuvieran su imagen en mente, e insistí sobre todo en las cualidades profesionales que suponía que debía poseer.

– Por lo que sabemos de ella, esta joven pertenece al SD Ausland, los servicios especiales nacionalsocialistas que dirige Reinhard Heydrich. Se trata de gente bien entrenada, que da prueba de un temible espíritu de adaptación y sin escrúpulos si hay que hacer uso de las armas. Cuando registré su habitación, sólo encontré una lente Mánnlicher. Ningún arma de fuego completa. Ningún arma blanca tampoco. Esto no significa que no lleve una encima o que no haya adquirido una desde entonces. No creemos que tenga cómplices directos en el hotel. Sin embargo, es una eventualidad que no podemos descartar. En cuanto la atrapemos, tendremos que sacarla lo más rápido posible del Harnett, sin darle tiempo a debatirse o a pedir socorro. Si por desgracia se topan frente a frente con ella, no permitan que les muerda, les arañe o les arranque los cabellos…

Los hombres de Norrington, que se habían mantenido serios como tumbas, estallaron en carcajadas al oír este último comentario. Me mordí la lengua, furioso por haber pronunciado esta advertencia de la que nadie de los aquí presentes podía comprender el sentido.

– No tema, Tewp. Tampoco dejaremos que esa Kraut nos saque la lengua -dijo el capitán esbozando una gran sonrisa, y a continuación dio unas palmadas para imponer calma a los suyos.

– Creo que deberíamos equiparnos con una jeringa y una dosis de soporífero… Sería más prudente -insistí.

– El soporífero lo tengo aquí -me cortó Norrington señalando su puño cerrado-. Si la damita se debate, se despertará con un buen dolor de cabeza. ¡Y eso es todo! ¿Ha terminado su briefing, teniente?

– Emm, sí… He terminado.

– Entonces, ¡nos vamos! Dentro de cuarenta y cinco minutos habremos sacado a la chica de la cama, la habremos esposado y conducido al cuartel, mi coronel…

Después de los saludos reglamentarios, Norrington me cogió del hombro y me hizo bajar con sus hombres las escaleras de los Grandes Apartamentos a paso de carga. Fuera nos esperaban un camión y un coche de mando.

– Tewp, usted viene conmigo. Los otros al Bedford, y nos seguís.

Norrington estaba en su salsa. Me pregunté con qué podía entretener sus jornadas este monstruo de energía cuando no tenía alguna acción espectacular que dirigir.

El chófer giró la llave de contacto y pisó a fondo el acelerador. Abandonamos el recinto del cuartel a toda velocidad, dejando a los guardias el tiempo justo para levantar las barreras antes de nuestro paso.

– No piensa dirigir esta operación de una forma discreta, ¿verdad, capitán? -dije a Norrington, mientras éste verificaba el mecanismo de encaje del cargador de su Sten.

Sólo obtuve un gruñido por respuesta. Al parecer, a Norrington no le preocupaban mi opinión o mis juicios. Mi compañía no le agradaba especialmente. Me había llevado sólo porque le habían ordenado hacerlo. Eché una ojeada a mi reloj. Aún faltaba un poco para la medianoche. Aquello me sorprendió. Las horas que había pasado en la casa donde había encontrado al desventurado Surey me habían parecido interminables.

– ¿Realmente piensa presentarse en el Harnett con su comando armado hasta los dientes, capitán Norrington?

– Ha desperdiciado cinco preciosos minutos de nuestro tiempo poniéndonos en guardia, ¿no es así, teniente? Pues bien, puede estar contento: nos tomamos sus advertencias en serio. No voy a machacarme las meninges para atrapar a ese mal bicho con delicadeza. Entramos, subimos, reventamos la puerta y nos la llevamos. ¡En cinco minutos estará arreglado!

Debo reconocer que Norrington tenía la virtud de hacer fáciles los problemas complejos. Era el tipo de hombre que obtiene inmediatamente la adhesión de las almas simples. Un hombre que no menospreciaba la sutileza, pero al que sus costumbres, educación y carácter le llevaban a elegir preferentemente la acción violenta. No cabía duda de que estaba en su lugar en el seno del ejército. Indiqué al chófer la travesía donde había pasado tantas horas en el Chevrolet sobrecalentado, y aparcamos mientras el Bedford se esforzaba en colocar su masa detrás de nuestro coche. Norrington quiso saltar del vehículo, pero yo le retuve por la manga.

– ¡Espere! Sé cuáles son las ventanas de su habitación. Déjeme echar antes una ojeada. Quiero verificar si hay luz en su cuarto.

Sin darle tiempo a responder, abrí la portezuela y recorrí a grandes zancadas las decenas de yardas que me separaban de la calle transversal a la que daban las ventanas de la habitación 511. Una débil luz amarilla teñía los vidrios.

– Una lámpara brilla en la habitación -anuncié a Norrington-. Debe de estar ahí.

– ¡Bien! ¡Vamos allá!

El capitán lanzó un silbido seco en dirección al camión y su equipo de asalto brincó del Bedford. Nueve hombres en uniforme de campaña, con armas ligeras en la mano. La operación no era un modelo de discreción.

– Gilly, Delawney, apostaos en la entrada, cerca del tipo con los galones que hace reverencias a los ricachos. Los otros, seguidme.

A paso de carrera franqueamos la corta distancia que separaba la travesía de la entrada principal del hotel. Mientras los dos hombres designados por el capitán se plantaban fuera, cerca del estupefacto portero, nosotros empujamos el pesado batiente de la puerta giratoria y entramos. Pasaban quince minutos de la medianoche, y en la sala de baile de la planta baja el sonido de la gran orquesta de viento saturaba la atmósfera cerrada, forzándonos a aullar para entendernos entre nosotros.

– Armstrong, Dickinson, Grant, llamad a los ascensores y bloqueadlos a este nivel -bramó Norrington-. Cuando las tres cabinas hayan llegado, los otros subirán con Tewp y conmigo hasta el quinto por la escalera. ¡Bajaremos con la chica por el mismo camino!

Transpirando de inquietud, con los ojos dilatados por la sorpresa, un conserje vestido de negro se acercó a nosotros.

– Pero señores, se lo ruego…, ¿qué significa todo esto?

Contagiado de la energía que desprendía nuestra tropa y no queriendo desmerecer a su lado, me hice cargo del asunto.

– Operación de seguridad interior, señor. No se preocupe por nada, disponemos de todas las autorizaciones legales y dentro de cinco minutos como máximo habremos desaparecido. Todo irá perfectamente…

Sin duda más impresionado por el aspecto imponente de los hombres de Norrington que tranquilizado por mi breve discurso, el ujier se batió en retirada detrás del mostrador de la recepción sin atreverse a decir nada más. Una sirvienta que entraba por una puerta lateral chilló al ver las armas en las manos de los soldados y dejó caer la bandeja de plata que llevaba, desencadenando un estrepitoso ruido de platillos. Irritado, Norrington levantó los ojos al cielo.

– ¿Y esos ascensores, llegan o no? -gritó para disimular su nerviosismo.

Dos de las tres cabinas habían bajado y estaban bloqueadas. La tercera se hacía esperar. Por fin llegó y se abrió ante dos parejas en traje de noche. Para acelerar la acción, los militares les tiraron de la manga. Los desventurados protestaron. Hubo gritos. Oí un ruido de costuras desgarradas y un hombre joven en esmoquin cayó proyectado al suelo a resultas de un potente puñetazo en pleno rostro. El ambiente en el vestíbulo empezaba a enrarecerse. Alertados por el escándalo, algunos clientes que se divertían en la sala de baile llegaron corriendo y me di cuenta de que el conserje empuñaba su teléfono, sin duda para informar a la dirección de los acontecimientos.

– No podemos perder más tiempo, capitán Norrington. ¡Subamos antes de que todo el hotel se amotine!

Norrington hizo una señal a los hombres designados para seguirnos. Subimos los escalones de cuatro en cuatro hasta el piso de la habitación 511. Cuando llegué al rellano, un poco jadeante y con el corazón acelerado, propuse partir en reconocimiento, pero el belicoso capitán que dirigía el asalto quería atenerse a su táctica simple.

– No me venga con cuentos, Tewp. ¡Reventamos la puerta y adelante! ¡Queer, Colson! Hacedme saltar la cerradura de la 511.

Los dos Red Caps más corpulentos dieron un paso adelante, se colocaron en posición, y a una señal de Norrington, se lanzaron a una con todo su peso contra el panel de la puerta de la suite de Keller. Golpeadas doblemente por doscientas libras de músculo y huesos, las fibras de madera se quebraron como una espiga de madera de balsa entre los dedos de un niño. Basculando hacia el interior de la habitación donde dormía la austríaca, Queer y Colson cayeron pesadamente al suelo, mientras Norrington, saltando sobre sus cuerpos entrelazados, entraba en el cuarto, donde ya no brillaba ninguna luz. Quise adelantarme yo también, pero uno de los hombres que permanecían en retaguardia en posición de refuerzo me retuvo.

– ¡El capitán ha dicho que debía permanecer atrás, mi teniente!

Empezaba a debatirme para liberarme de la mano de hierro que me mantenía inmovilizado, cuando un grito estalló en la habitación 511. Un grito de sorpresa y angustia lanzado por una voz masculina. Hubo una corta ráfaga de pistola ametralladora, seguida de inmediato por dos disparos secos procedentes de otra arma de fuego. Repentinamente tembloroso, el soldado Liman me soltó y se agachó, apuntando al ángulo de la puerta derribada. Saqué mi Webley y avancé despacio, con la espalda pegada a la pared exterior de la habitación. Wart, el último hombre de Norrington, se había tendido en el pasillo, con la culata de su Sten bien encajada contra el hombro. Ya no llegaba ningún ruido de la 511. Di un paso más. Luego otro. Ahora la entrada de la suite estaba a sólo tres pies de mí. Con el dorso de la manga, me enjugué el sudor que me caía en los ojos. Quise llamar al capitán, pero se me hizo un nudo en la garganta y no conseguí articular palabra. Por otra parte, ¿para qué iba a hacerlo? Yo ya sabía lo que había ocurrido.

Inspiré profundamente y salté por encima de los restos de la puerta reventada. Entré en el antro, donde sabía -o mejor dicho, sentía- que Ostara Keller acechaba como un carnicero a la espera de abatir al próximo animal. ¡Y ese animal era yo! El vestíbulo estaba a oscuras, apenas iluminado por las luces del pasillo. Sin embargo, pude desplazarme sin dificultad porque había memorizado perfectamente la disposición del lugar. ¿Dónde podía ocultarse Keller? ¿Detrás de las cortinas? ¿Al abrigo de un mueble? Busqué un interruptor, pero mi mano sólo acarició una pared lisa. Blandiendo mi arma como un sacerdote hubiera agitado su crucifijo ante sí para exorcizar a los demonios, seguí avanzando. Un paso. Luego otro. Aguzaba el oído para percibir una respiración, un estertor o un suspiro… Pero ningún sonido ascendía de ningún pecho humano en la habitación. Oí movimiento fuera. Unas voces en el pasillo perturbaban mi concentración. Alertados por los ruidos, clientes y miembros del personal del hotel habían debido de acercarse para ver qué ocurría. Y no estaba seguro de que los soldados pudieran contenerlos. En unos pocos segundos, un minuto a lo sumo, la gente se apretujaría ante la puerta de la habitación 511. Había llegado el momento de olvidar toda prudencia, ahora se imponía actuar deprisa. Di otro paso adelante, y entonces mis ojos se detuvieron en una masa tendida en el suelo. Un cuerpo de hombre caído detrás de un canapé. Reconocí la nuca corta y fruncida de Norrington. Un charco de sangre brillaba bajo él. Era demasiado tarde para socorrerle…

Mientras pasaba a lo largo del cadáver, mi visión periférica percibió un ligero movimiento en la tela de una cortina apenas una fracción de segundo antes de que Keller apartara los pliegues y surgiera súbitamente ante mí para acuchillarme. Tuve el reflejo de inclinarme hacia atrás y eso me salvó la vida, porque la chica acababa de lanzarme una precisa estocada apuntando a la base del esternón. Apenas desequilibrado, conseguí levantar mi Webley a la altura de su rostro y, en un acto reflejo de supervivencia, apreté frenéticamente el gatillo. En ese momento, la boca del cañón del revólver se encontraba a sólo unas pulgadas de la frente de Keller. Nada podía salvarla ya. El mecanismo de varillas y resortes entró en acción. El gatillo basculó mientras el tambor cargado iniciaba una rotación de un sexto para colocar un cartucho ante la punta del percutor, y luego el martillo se abatió para golpear el casquillo de cobre. Vi claramente los rasgos regulares de Ostara Keller ante mí, iluminados por un rayo de luz que caía de no sé dónde, y ya imaginaba el horrible desgarrón que iba a reventarle la cara.

¡Pero no ocurrió nada aparte de un chasquido metálico! El cebo, defectuoso, no había funcionado. Mientras el ruido mate resonaba siniestramente en la habitación, una sonrisa malévola estiró durante un breve segundo los labios de la agente del SD, que pasó inmediatamente al ataque proyectando su pie contra mi tibia, justo por debajo de la rodilla. El dolor me provocó un aullido. Caí pesadamente, soltando incluso mi revólver. Entre maldiciones, traté de incorporarme mientras Keller se abalanzaba sobre mí como una arpía y me aplastaba contra el suelo, hundiéndome las costillas con sus rodillas. Una de sus manos me sujetó por la garganta en una presa de hierro, mientras la otra levantaba el cuchillo por encima de mi pecho para atravesarme el corazón. Al verla sentada a horcajadas sobre mí, con los ojos desbordantes de un odio frío, supe que no me daría ya ninguna oportunidad de vencerla. La fina bata que llevaba puesta se había abierto ampliamente durante la lucha y me permitía ver sus hermosos senos desnudos, tensos y lustrosos por la fiebre del combate. Instintivamente giré la cabeza de lado para no llevarme conmigo esta última visión a las sombras de la muerte; pero de pronto percibí una silueta a mi derecha. Liman, sosteniendo su Sten por el cañón, lanzó contra la sien de mi atacante un violento golpe en arco de círculo que la levantó violentamente y la proyectó contra el suelo. A pesar de la extrema violencia del impacto, la austríaca se levantó antes de que yo hubiera encontrado fuerzas para hacerlo. En absoluto aturdida, sino bien al contrario, en plena posesión de sus facultades, Keller lanzó su daga con una precisión mortal alcanzando en plena carótida al desventurado soldado, que murió antes incluso de que su cuerpo se derrumbara cuan largo era aplastando con estrépito una consola de teca y el jarro lleno de flores blancas que la adornaba. Luego todo sucedió muy deprisa. Keller no se entretuvo en acabar conmigo, sino que prefirió salir corriendo al pasillo para escapar. Era una opción insensata. Yo sabía que uno de los miembros del equipo de Norrington aún seguía tendido allí, con su pistola ametralladora apuntada hacia la entrada de la 511. Tan fuerte como pude, le grité a modo de aviso:

– ¡Wart! ¡Ahora sale! ¡Va a salir! ¡Abra fuego!

No vi nada de lo que realmente ocurrió luego, porque aún estaba tratando de recuperar la posición vertical, como único hombre vivo entre los cuatro cadáveres del pelotón de Norrington. Se oyeron gritos y luego, no una ráfaga de arma automática, sino una explosión comparable a la de una granada, seguida inmediatamente por un terrible estertor de sufrimiento. Reconocí la voz de Wart. Tras conseguir recuperar mi revólver en la leonera de la habitación, desemboqué a mi vez en el pasillo, donde un puñado de civiles se agolpaban contra las paredes, con los brazos sobre la cabeza y los ojos bajos, mientras el último Red Cap, con el rostro ensangrentado, cubriéndose los ojos con las manos, gemía y se retorcía en el suelo. En el otro extremo del tramo de pasillo, Keller ya alcanzaba el rellano para lanzarse hacia la gran escalera con los pliegues de su vaporoso vestido flotando tras ella como alas de cuervo. No podía perder unos segundos preciosos examinando al herido, alcanzado en pleno rostro por la explosión de su Sten; en ese momento, atrapar a la austríaca era lo más importante. Salí corriendo tras ella con el arma en la mano, inútil tal vez, pero pesada y tranquilizadora en mi palma. Volé escaleras abajo, conseguí situar a la fugitiva en mi línea de tiro y abrí fuego. El disparo partió esta vez, pero la bala fue a aplastarse en la pared bastante lejos por encima de Keller. De nuevo apreté el gatillo, preocupándome de controlar el temblor de mi brazo y de bloquear mi respiración mientras apuntaba a la chica en medio de la espalda. No estaba muy lejos por debajo de mi posición, como mucho a veinte pies, apenas la distancia que separa la cola de la cabeza de un autobús londinense, y sin embargo fallé. Y por mucho, ya que vi cómo el impacto del plomo hacía surgir un gran haz de yeso a seis pies largos por detrás y a la derecha de mi diana. Presa de la exasperación, renuncié a utilizar mi arma. Sea porque tuviera algún defecto, o porque una suerte sobrenatural protegiera inexplicablemente a Keller, era del todo evidente que el Webley se demostraba una pieza inútil para esta caza. Seguí, pues, bajando las escaleras, gritando no sé qué locas injurias en dirección a esta chica que, a pesar de ir calzada con chinelas de tacón, se movía con la rapidez y la agilidad de una gata.

Las detonaciones, los gritos, habían hecho subir a nuestro encuentro a dos de los policías militares que Norrington había asignado a la vigilancia de los ascensores. Vi cómo sus ojos se dilataban mientras sobre ellos se abalanzaba la figura fantasmal de una joven medio desnuda y en el hueco de la escalera resonaban mis exhortaciones a que no utilizaran sus armas para detener a la agente del SD. No obstante, de nada sirvieron mis advertencias. Dickinson apoyó la culata de su Sten en la cadera y se aprestó a lanzar una ráfaga, pero el cartucho explotó en la cámara de percusión, acribillando el vientre y la ingle del infortunado con fragmentos de hierro cortantes como metralla. Armstrong, por su parte, trató torpemente de tirar de la espiga de armado para hacer subir la primera bala al cargador de su cañón, pero la palanca, como si estuviera soldada al cuerpo del arma, permaneció obstinadamente clavada. Keller no tuvo ninguna dificultad en deshacerse del soldado precipitándole por la escalera con un golpe del hombro. Con un espantoso crujido de vértebras, el Red Cap cayó en mala posición y no volvió a levantarse.

Keller ya estaba llegando a la planta baja. Ya sólo quedaba yo para detenerla, así como un hombre que todavía permanecía en el vestíbulo de entrada y los dos apostados ante la puerta giratoria. A pesar de la frenética lucha que se había desencadenado en el hotel, la orquesta seguía tocando como si nada hubiera ocurrido. Los cobres, los timbales, los violines hacían estallar sus dulces flores sonoras, en un incongruente contrapunto al desastre que se desarrollaba en el establecimiento. Alertados por el ruido de la explosión en la escalera, los dos soldados que estaban de guardia en la entrada llegaron como refuerzo. Tal vez Keller les viera, porque giró hacia su derecha para lanzarse al interior de la sala de baile como una nadadora a las olas de un mar agitado. Desarmada, no podía tomar un rehén para proteger su salida; pero en cambio, podíamos perderla fácilmente entre la movediza multitud que bailaba bajo tres enormes arañas de cristal. Delawney fue más rápido que yo y salió en persecución de la joven sin que tuviera tiempo de prohibirle que hiciera uso de su arma. Oí que gritaba, o más bien que ladraba, un magma de palabras incomprensibles pero que debían de ser una orden. Y en el momento en que entraba a mi vez en la vasta sala, lanzó una larga ráfaga de siete u ocho cartuchos que se perdieron en el techo. Algunos de los disparos rebotaron en los cristales de una araña cortando en finas astillas el vidrio de la luminaria, cuyos soportes cedieron al mismo tiempo bajo la presión conjugada de las ondas de choque. La enorme masa se aplastó contra el suelo con un ruido de bomba, aunque, milagrosamente, no aplastó a nadie. A partir de ese momento, un gigantesco pánico se adueñó de la escena. Las salidas fueron tomadas por asalto. Empujadas, golpeadas, sacudidas en todos los sentidos por los movimientos de la multitud, las personas más débiles, las menos reactivas, o sencillamente las menos afortunadas, fueron salvajemente pisoteadas. La orquesta, por descontado, había dejado de tocar, y los músicos, tan aterrorizados como los bailarines, utilizaban sus instrumentos como mazas para abrirse paso hacia las dos únicas puertas de salida.

¿Dónde estaba Keller en medio de esta desbandada? Imposible verla. Su bata negra con finos arabescos dorados era indistinguible entre los innumerables vestidos de noche, y los movimientos caóticos de la masa la protegían mejor que si hubiera vuelto a refugiarse en el vientre de su madre. Dejando que Delawney probara suerte y rezando interiormente para que no decidiera provocar una nueva catástrofe con su Sten, volví sobre mis pasos para tratar de filtrar las salidas laterales con la esperanza de atrapar allí a Keller si trataba de utilizarlas. Yo también tuve que utilizar los puños y los codos para abrirme paso por entre esa multitud aterrada por los disparos y la desintegración de la gran araña. Perdí un tiempo precioso, recibí golpes traicioneros en las costillas y la tibia, pero de todos modos conseguí, agitando mi Webley bajo las narices de aquel gentío enloquecido, impresionarles lo suficiente para conseguir por fin volver al vestíbulo de la entrada principal. Recuperando al paso al sargento Grant, lo arrastré conmigo al pasillo de gala que bordeaba el salón de baile.

– ¡Hay dos puertas, vigile la primera y yo controlaré la segunda! -aullé al suboficial, al que el giro de los acontecimientos no parecía haber impresionado excesivamente y que aún tuvo la presencia de ánimo necesaria para preguntarme:

– Pero, por Dios, teniente, ¿qué aspecto tiene esta chica?

– Rubia, alta, peinador de seda negra con motivos dorados…

Era consciente de que la descripción no tenía ya ningún valor, pero era todo lo que me sentía capaz de decir en ese instante. Sólo un milagro hubiera hecho que Keller cometiera ahora la estupidez de pasar ante mí. Yo sabía que me había reconocido. Me conocía desde hacía tiempo y estaba seguro de que no me habría olvidado después del siniestro crepúsculo en el río Hoogly. El milagro no se produjo. El torrente de fugados redujo poco a poco su caudal y acabó por secarse del todo sin que ninguna silueta parecida a la de la espía de Heydrich se dibujara ante mis ojos. El sargento de la policía militar me lanzó una mirada de decepción, a la que sólo pude responder encogiéndome penosamente de hombros. Con una seña, indiqué a mi nuevo acólito que deberíamos optar por registrar el salón de baile, ya que aún quedaba la remota posibilidad de que se hubiera ocultado en él. Suspirando -temía también encontrar allí el cadáver de Delawney-, volví al salón. A mi izquierda, la araña destrozada relucía como una pirámide de cristales de sal. A mi derecha, el estrado de la orquesta se había convertido en un acumulo de pupitres volcados, instrumentos abandonados, botellas rotas… Sentado con la espalda apoyada contra una de las patas del piano, un tipo gordo vestido con una chaqueta blanca se sostenía la cabeza apretando un pañuelo contra su sien; la sangre corría entre sus dedos. Un poco más lejos, un hombre flaco de cabellos rojizos ayudaba a una anciana a levantarse. La pobre mujer aullaba de dolor y parecía malherida. Aquí y allá, una decena de figuras se agitaban más o menos débilmente sobre el hermoso parqué encerado, moviendo los brazos como nadadores perdidos en alta mar. El soldado Delawney se aprestaba a levantar los manteles con la punta de su Sten para verificar que no hubiera nadie escondido bajo las mesas. Tenía las mandíbulas crispadas y sus manos apretaban el arma con tanta fuerza que sus falanges estaban blancas. En el momento en que avanzaba hacia él, una corriente de aire fresco me golpeó de pronto en la cara. Ante mí, una alta ventana dejaba entrar el viento de la noche. Una silla, una mesa tal vez, había sido lanzada a través del vidrio para permitir una huida rápida por los jardines. En una de las puntas de vidrio que brillaban en los bordes del agujero se había quedado enganchado un jirón de ropa. Apenas era nada. Sólo una larga mecha de seda de color negro hermosamente veteada de hilos de oro…


  1. <a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Aproximadamente 1,70 m. En atención al sabor histórico y local del relato, se mantienen las unidades de medida del original, sin convertirlas a métricas. Salvo indicación contraria, todas las notas son del traductor.

  2. <a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Fuerzas de combate nepalíes que constituían unidades especiales de las fuerzas armadas del ejército británico en las Indias.

  3. <a l:href="#_ftnref2">[3]</a> Estrenada en España con el título La casa del horror (1927), dirigida por Tod Browning y protagonizada por Lon Chaney.

  4. <a l:href="#_ftnref4">[4]</a> A mediados del siglo XVIII, el subcontinente indio fue escenario de cruentas luchas de poder entre varias naciones europeas que querían extender sus dominios sobre el territorio. El autor alude en concreto al conflicto armado que se desarrolló entre la expedición militar francesa comandada por el gobernador general Lally-Tollendal (1702 – 1766) y las tropas angloindias lideradas por Robert Clive (1725 – 1774), quien a la postre consiguió imponerse y finalmente dejar a Gran Bretaña en una posición claramente ventajosa sobre sus rivales en el subcontinente.