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Es probable que si la Naturaleza hubiese empleado en asegurar la vida, en atenuar el sufrimiento, en endulzar la muerte, en apartar los azares terribles, la mitad del genio que prodiga en torno a la fecundación cruzada y de algunos otros deseos arbitrarios, el universo nos hubiera ofrecido un enigma menos incomprensible, menos lastimoso que el que procuramos penetrar. Pero conviene buscar nuestra conciencia y el interés que por la existencia nos tomamos, no en lo que hubiera podido ser, sino en lo que es.
Maurice Maeterlinck, La vida de las abejas, Libro Quinto, Cap. I.
Todo sucedió ayer. Hoy tiemblo. Pero no sólo es el Parkinson lo que me obliga a estremecerme; también la emoción, incluso el frío y tengo que reconocer que, el miedo, a su vez, ayudan a que, si no lo es, todo mi cuerpo me parezca una convulsión no deseada aunque, felizmente, viva. Sé que estoy vivo. Lacerado hasta el pánico, pero vivo. Y sé que deseo seguir estándolo. Ignoro cuándo y cómo me trajeron hasta aquí, aunque sepa cómo lo hicieron.
En la semiinconsciencia en la que caí, pude saber del ulular de la sirena, de la luz diurna que entraba filtrada por la mitigada opacidad de los cristales de la ambulancia, apenas translúcidos; de las palabras que, de manera totalmente inconexa, pero nítida, iban llegando a mis oídos para que mi cerebro las clasificase y atendiese y, luego, fuera hilándolas, con posterioridad y a fin de dotarlas de una interpretación, ciertamente interesada, acorde con el estado en que me hallo. Me ordenaban vivir. Las palabras me reclamaban a la vida.
Ahora voy y vengo y, entre una cosa y otra, reconozco a quien se acerca a mi lecho. Intento hablarle y me lo impiden el tubo que penetra por mi boca, la sonda que lo hace por mi fosa nasal derecha y que no consigo ver del todo, a pesar de que ponga los ojos blancos, durante más tiempo del aconsejable y de tanto dirigirlos al extremo de mi nariz. Sé que tengo otra sonda penetrándome por el meato urinario; me lo han dicho, al indicarme que orinara sin miedo y sin preocuparme, porque todo iría a parar a una bolsa que hay colgada en el travesaño de la cama.
Pocos agujeros de mi cuerpo deben de permanecer desocupados; al intentar moverme he sentido dolor en mi ano y he inquirido una respuesta con la mirada. Otra sonda lo penetra. Parece ser que sirve como vía de escape para la multitud de gases que han poblado mi intestino. ¿Puede el baile de San Vito provocar tamaña catástrofe, Dios mío? Intenté llevar mi mano derecha hasta la altura de mi cabeza y la sonda de un suero me impidió que lo hiciese normalmente. Ya que no puedo hablar, quise pedir, así y juntando alternativamente los extendidos dedos de la mano, que me reblandeciesen la almohada, dura al cabo del tiempo de permanecer inmóvil en la misma posición en la que, inconsciente, me habían depositado sobre la cama.
Xana interpretó de forma correcta la expresión de mi deseo; levantó con dulzura mi cabeza y atendió a mi ruego. Imaginé sus dedos pellizcando la almohada de forma semejante a como yo lo había hecho con el aire, uniendo el pulgar con los otros, mientras sollozaba de emoción. ¡¿Cuántos años, Dios mío, cuántos años necesité para lograr que alguien posase con tanta ternura su mano sobre mi cabeza, la alzase sobre el lecho y la mantuviese en vilo mientras que, con la otra, ahuecaba el nido en el que depositarla de nuevo?!
Mientras lo hacía y con el único objeto de desviar de la suya mi mirada emocionada, observé el vendaje que, en el dorso de mi mano, impide que se vea la aguja penetrando en mi piel, antes de hacerlo en la vena por la que permite que acceda a mi organismo el suero vivificante que parece ser que me resulta imprescindible. ¿Qué pasará si mi mano empieza a temblar desaforada? ¿Seguirá Xana a mi lado para retenerla entre las suyas?
No recuerdo haberla visto entrar en la habitación. La primera vez que sé que me habló fue en el instante justo de reblandecer la almohada, cuando me indicó que, otro tubo más, drenaba líquido de mi pulmón derecho -¡Dios, cómo me has dejado de tu mano!-, pues el frío de la noche me había dejado una neumonía o la posibilidad de un neumotórax. No pude entenderlo bien.
Paco también se acercó hasta mí para recrearse en el tono admonitorio y cariñoso, prepotente y propio del nuevo rico, lleno de razón y de poder, que su nuevo estado le permite:
– ¡Sólo a ti se te ocurre dormir al aire libre! ¡A tus años… pero hombre, pero hombre… pero hombre!
No hay duda de que, el chico, es elocuente. Y adulto. Y mayor de todo. Mayorcísimo. Y responsable. Y simpático. Acto seguido ironizó con la presencia de mi tío Álvaro en la habitación contigua y supe que me habían traído al Policlínico de La Rosaleda. Pero aún no vi a Agustín, el viejo amigo.
No se puede afirmar que esto lo hiciese feliz, al elocuente Paco, pero debe de ser una maravilla estar poco menos que solo en el mundo y amanecer con un padre y un primo, ricos y famosos, a punto de palmarla. Los hay que nacen de pie, a pesar de todo.
Mientras el muy cabrito ironizaba, destaqué mi dedo corazón de la mano derecha del resto de los otros, que retraje doblándolos por sus nudillos. Me hubiese gustado poder hacerlo por encima de la ropa, pero me contenté con hacerlo por debajo de las sábanas. Hubiese sido, lo contrario, un esfuerzo inútil, e incluso contraproducente, que me hubiese impedido, a su vez, poner la higa a continuación espantando miedos que, en mi estado, supongo que no deben de favorecerme mucho.
También vino Elisa. Pero permaneció callada, observándome desde una distancia prudente y debió de esperar para marcharse hasta que volví a quedarme dormido, porque cuando abrí de nuevo los ojos ya no estaba allí. El resto han sido médicos y enfermeras. Incluso un cura apareció por la habitación, pero yo negué su presencia agitando, convulso, la cabeza. No estoy dispuesto a morirme. ¡¿Cómo lo entenderán?!
– ¡o -a -i -a -o! ¡ -a ra ho!
Acerté a pronunciar tragándome consonantes que, la intubación de la que disfruto, me impide expeler correctamente.
No quiero morirme. Todavía no, carajo. Posiblemente el dolor consiga que, un enfermo, desee la muerte. Pero es que lo que nadie desea es el sufrimiento y la inconsciencia se lo lleva con ella. Mis dolores son míos, mi consciencia es mía. ¡Que a ningún idiota de los que me rodean se le ocurra aplicarme la eutanasia! ¡Quiero vivir!
Cuando el sacerdote salió no sin haberme advertido, al tiempo que sonreía, que no se trataba más que de aprovechar su condición para poder visitar a tan ilustre enfermo, conocerlo personalmente y desearle una pronta y feliz recuperación, deseé a Xana; la deseé violentamente. No sé si lo que realmente deseaba era recobrar la vitalidad o bien resulta que estoy enamorado de ella. Torpemente enamorado de ella. Avergonzado incluso de este sentimiento, hasta el extremo de aterrorizarme que alguien pudiese penetrar en mis pensamientos y descubrir la puerilidad de mi estado. ¿Se puede amar a mis años? ¿Puede hacerse mientras se está postrado en un lecho que puede ser el de la muerte? ¡Mierda! ¡Pues claro que se puede! Y quizá la violencia de mi deseo sea tan sólo intelectual y relacionado con el ansia de vivir, pero incluso creo que no se trata tan sólo de eso.
¿Se morirá Álvaro? Ignoro cuál podrá ser la relación que tiene establecida con Xana, la silente, pero no deseo que se muera. Tan pronto como pueda incorporarme iré a verlo. No es que no desee que se recupere él antes que yo, pero lo lógico sería que la curación llegase antes a mí.
Volví a quedarme dormido. Regreso ahora y tengo en la boca el sabor amargo de los sueños. Dios mío. Anoche, en el jardín, el Botafumeiro salía proyectado, no sé cómo, acaso a través del rosetón, quizá por La Puerta abierta, sobre la plaza del Obradoiro; hoy, ahora mismo, en mi sueño, yo lo cabalgaba, de un lado a otro de la bóveda, mientras que, rítmicamente, los tiradores amplificaban su oscilación hasta ascenderlo a veintiún metros. ¡Dios, qué vuelo! El arco que describía a lo largo del crucero de la catedral era de sesenta y cinco metros y, la velocidad de crucero a la que lo hacía, alcanzaba los sesenta y ocho quilómetros por hora. Extraños cálculos poblaban mi cerebro y alguien me los susurraba al oído, en tanto que el vuelo era perfecto.
Una reencarnación de San Martín en catedrático de física aplicada agitaba, desde una esquina del transepto, un código de banderas gracias al que yo era consciente de la levedad y características del vuelo. Me embriagaba el olor a incienso. A cada vez que me aproximaba a la vertical, montando sobre el artefacto volador, sentía cómo los tiradores daban el justo tirón que multiplica, ya que no las fuerzas, sí el desplazamiento, al conseguir desenrollar casi metro y medio de cuerda del tambor pequeño que pertenece al mecanismo del conjunto, junto con el tambor grande; el que está, allá en lo alto, del lado opuesto al de los tiradores.
Mientras todo esto sucedía no cesé de oír, en todo momento, el canto monocorde de las chirimías sonando, allá abajo, unas veces, a mi izquierda, otras, a mi derecha, en medio de una catedral que al principio estaba vacía y, poco a poco, fue poblándose de seres. Los trece tramos del transepto interrumpían el zumbido del aire desplazado por el Botafumeiro; lo hacían con exactitud matemática y de forma muy semejante a la que se produce cuando vamos en coche, con las ventanillas abiertas, y dejamos atrás los postes de la luz, los mojones de la carretera, los pretiles de algún puente. La única diferencia consistía en que, en mi sueño, la exactitud matemática hacía que, el sonido, se imbricase con el de las chirimías y el resultado fuese un mantra espeluznante que surgía de lo más profundo de los abismos del ser.
Ayudaba a todo ello la sencilla secuencia mecánica que consigue desplazar el enorme incensario; se trata de conseguir un funcionamiento justamente inverso al del torno, un movimiento opuesto al de éste. No es por lo tanto un movimiento de penetración en nada, puesto que en nada se introduce. Más bien de forma opuesta a como trabaja un berbiquí, es decir, al contrario, extrae, pero ¿de dónde?, ¿el qué? Era como si se tratase de un berbiquí que se retrotrajese a partir de sí mismo, en el vacío; a partir de la nada, puesto que en la nada se había posado. Un agujero negro, lleno de antimateria quizá; pero con la única y esencial diferencia de que, en vez de absorberte hacia su oscuro y remoto interior, te proyectase al espacio exterior, al tuyo y del tuyo, expeliéndote y lo hiciese… justamente al medio y medio de la Plaza del Obradoiro, próxima al Finisterre.
Tengo que reconocer que el sueño fue muy extraño. Los hombres que dan el tirón no se mueven de su sitio, apenas se mueven ellos. Son sus brazos los que ascienden y descienden, escasos centímetros, cada vez que el incensario pasa por su lado; y, cada vez que esto sucede, cada vez que se produce este movimiento, nace de él una ascensión de casi tres metros para el vuelo del artefacto. Y el torno que no enrolla, que desenrolla; que no recoge, que expele; gira mientras tanto en un vaivén que no agobia nada, ni mucho menos, porque la situación es placentera.
En el paroxismo del movimiento se alcanza el éxtasis, claro. Quiero decir que hay un momento del vuelo en que éste se detiene y todo queda en suspenso. Es el no movimiento. Sucede a tan sólo medio metro por debajo de la bóveda de forma que, al menos en el vuelo de mi sueño, me vi obligado a agacharme, por miedo a llevar un croque, cada vez que esto sucedía. La ventaja es que el éxtasis se produce, unas veces, en el lado derecho, otras, en el lado izquierdo de la nave; cuando en el norte, cuando en el sur y, en la variación está el gusto.
Al empujón inicial, necesario para el vuelo, sucede una amplitud de unos trece grados en el comienzo de éste, San Martín dixit, y, al cabo de ochenta segundos, es decir, muy poco, y luego de diecisiete ciclos, se llega a alcanzar una amplitud máxima de ochenta y dos grados, en la trayectoria pendular en la que el vuelo consiste y luego de haber volado a diecinueve metros por segundo. ¡¿Se imaginan el columpio?! Pues en él me entró el pavor. Si el Botafumeiro desapareciese de entre mis piernas, convertido en una partícula infinitésima, y si, la cuerda de la que pende, lo hiciese de entre mis manos puesto que a ella iba yo amarrado, porque hubiese pasado a ser un hilo de luz de masa nula, la energía total resultante, suma de la cinética y la gravitatoria se mantendría constante al pasar el tiempo, sería el no ser, sería la muerte.
Ahí justamente fue cuando creí que me moría, cuando creí que me dominaba el vértigo y me llevaba detrás de él, y, en un esfuerzo supremo de la voluntad, me desprendí de los asideros que me mantenían en contacto con el incensario; me abrí de piernas y extendí los brazos y volando, volando, volando aterricé de nuevo en este lecho del dolor. Así de fácil y así de terrible.
Lo cierto es que di un salto brusco al posarme de repente y que, el dolor, me despertó atónito y sobrecogido de espanto, convencido de que regresaba de haber sobrevolado el abismo definitivo.
Xana ya no está aquí, seguro que fue sustituida por esta enfermera de expresión facial incomprensible; no sé si está feliz o asqueada de tener que prestar atención profesional al egregio despojo musical en el que yo me he, a la postre, convertido.
Esta enfermera no me gusta, casi estoy por decir que no me gusta nada; además no me atrevo a solicitarle que vuelva a reblandecerme ella la almohada. Quién sabe cómo lo hará, si se lo pido. No me hago a la idea de que sus manos puedan resultar dulces, ni de que pueda mirarla a la cara mientras lo haga. Xana olía a perfume cuando, hace no sé cuánto tiempo, se inclinó sobre mí y pude intuir el calor tibio de sus pechos, el frescor de su boca hermosa y próxima a la mía, dotada de esta intubación de mierda.
Era un perfume deletéreo, de tan embriagador y seguro que, esta virgen prolongada, no huele a nada ameno. A nada semejante. Seguro que su boca está tan deshidratada como la mía y que se pueden encender fósforos rascándolos sobre sus dientes que, ignoro por qué, imagino cariados. Seguro que su aliento sí resulta venenoso.
¿Cómo es posible que, en mi estado, me siga reclamando la belleza? Quizá sea que la hermosura es sana; que no pueda darse sin salud, a pesar de los románticos. ¿Seré yo quien piensa así y no será la mía una pretensión uniformizadora del sentir humano?
Lo cierto es que me atrae la salud, me atrajo desde siempre un cuerpo hermoso y huí de la decrepitud como de la peste. No creo que nunca y menos ahora, me resultase, me pueda resultar atractiva la morbidez de un cuerpo exangüe. De un cuerpo fatigado, pues la muerte es la aceptación de la suprema, de la absoluta fatiga, la exhaustación irremediable. Por eso no me atrae lo mórbido, sino lo lozano. Pero sé que pueda no ser así. La languidez de la muchacha tuberculosa despertó pasiones y autores hubo que expresaron su deseo de besar aquellos labios, por los que asomaba a la luz la sangre muerta de la enferma. Habrá hoy, seguro, quien desee acariciar el cuerpo recubierto de pústulas de quien se halle presto a morir invadido su organismo por el virus del sida. Pero ése no seré yo. Sigo necesitando el cuerpo flexible y armónico que sólo se sustenta en la belleza, en el equilibrio que la salud proporciona.
Y voy de un sueño a otro, de una consciencia a otra, en medio de la fatiga. Realmente estoy fatigado, sumamente fatigado e ignoro si vecino a la fatiga postrera, a su aceptación. Pero sé que no la quiero. Sé que, la muerte, es irreversible; al menos en la medida en la que, la fatiga, es restaurable siempre que no se trate de una fatiga de vivir. Yo no tengo fatiga de vivir. El agotamiento senil de mi cuerpo maltratado no afecta más que a mis miembros, a mis órganos todos, pero no a mi cerebro, no a mis ansias de vivir. Carezco, todavía, del necesario impulso tanático; también de un sentimiento ilusionario de bienestar, que preceda a otro de apatía, y concluya en una eufórica turbación del espíritu anterior a la muerte. Carezco de todo ello. No tengo dolor morboso de vivir. Simplemente estoy jodido. Me duele hasta el aliento. Me duele todo. La vejez, la perdida juventud, el pecho, los tubos que me penetran también me duelen; me duele todo.
Y puesto que tengo dolor, vivo. Y en ello me complazco. Mi dolor es mío y me ata a la vida. No me abandono a él. Si sueño no lo hago por practicar ningún noviciado con la muerte. ¿Quién sería el primer hombre que soñó? ¿Cómo será el primer sueño de cada hombre? El habitante de la caverna que soñando vio su cuerpo destrozado por las fieras, qué habrá pensado al despertar y poder reconocer su cuerpo sano, limpio, entero, intacto. Pudo ver su muerte y luego se contempló resurrecto. Había habitado otro mundo y vivido en otro estado.
La mujer a la que le cupo en suerte soñar, por vez primera, con su padre muerto y se despertó de regreso en este mundo. ¿Habrá deducido sin razón ninguna la existencia de otro en el que habitan los difuntos?
El niño que se vio volando sobre parajes desconocidos o atravesando ciudades ignoradas, presa del pánico al laberinto o del terror a la gravidez súbita, qué pensará cuando, despierto, se encuentre en la habitación de siempre y bien pegado al suelo. ¡Yo qué sé! Lo único que afirmo es que esta enfermera es mema, que no quiero morirme.
Volví a quedarme dormido. Pero ya no cabalgué el Botafumeiro sino que volví a volar yo solo, flotando por aquí, levitando por allá, deteniéndome en esta capilla, pasando de largo por aquella otra. Fue una experiencia grata, esta de volar, sobrevolar, ponerse al pairo, ascender como una flecha y jugar, en fin, como pudiera hacerlo un niño.
El Pórtico, la Puerta, vaya, siguió deparándome sorpresas. Todo está allí, todo; aunque no sepamos verlo está en ella todo resumido. Sería curioso poder averiguar la razón por la que sueño recurrentemente de la manera en la que lo hago. En algún lugar leí que el hombre es un milagro químico que sueña. ¿Estaré drogado? Seguro que me administran algo que produce en mi cerebro las reacciones químicas precisas para que, de alguno de mis circuitos neuronales, de alguna específica cadena de mis neuronas, fluya, hasta la corteza de mi consciencia, el recuerdo de lo leído en mi lejana juventud de cura. Porque sigo siendo cura. No me he vuelto a acordar de que soy cura. Vaya por Dios. Ahora me acuerdo. Soy sacerdote. Ninguno de mis poderes como tal, como ministro de Dios, me ha sido anulado. Pero no tengo fe. Deseo a Dios, pero no tengo fe, la fui perdiendo sin saber cómo, absorto en un mundo de sonidos que, la verdad, ahora, tampoco me importa mucho y que, sin embargo, fue toda mi vida. ¿De qué extraña materia estaré hecho? ¡Mierda! Ya empiezo. Y sólo se trataba de soñar, de saber por qué sueño, cómo lo hago, en ríos verdes que manan del Pantocrátor central de la Puerta y se desparraman por el resto del conjunto, primero; por toda la catedral, después. Y el agua verde lo va cubriendo todo y todo, gracias a ella, reverdece.
Reverdecen, incluso, los cuerpos que flotan en ese líquido viscoso, que puede que sea el del río de la vida; ese río interminable que hay que navegar de todos modos. Lo sobrevolé varias veces en el sueño que, al igual que la catedral, estaba hecho a la medida humana. Sucede que la medida humana es cambiante, que el status homini, no siempre es el mismo porque tampoco el ser humano permanece inmutable y, unas veces, el hombre mide ocho palmos justos y, los ocho sumados, son equivalentes a un ejemplar de un metro setenta y, otras veces, el individuo mide más y, otras, mide menos; y si el hombre es la medida de todas las cosas, las cosas no son siempre las mismas y aquí no se aclara nadie. Afortunadamente. De no ser así de nada me habría valido volar en mi sueño. Apenas me habría valido soñar.
Según yo iba desplazándome surgían pájaros de todos los sitios posibles, incluso de los más inimaginables. De las bocas de las personas que nadaban en el río, surgían pájaros. Casi todas aves rapaces, es cierto. De los instrumentos que nunca fueron tañidos por los ancianos de la Puerta, en un extraño ejercicio de prestidigitación, surgían canarios y jilgueros y algún pardillo que otro. De las redomas de los ancianos, ¡qué cosa tan extraña!, salían zumbando palomas blancas como espíritus puros en cuyos pechos se reflejaban, verdescentes, los fluires acuosos del río interminable. De no sé dónde, supongo que de las partes altas del triforio central, venga dale, venga dale, búhos y lechuzas que, una vez posados sobre el hombro de alguna imagen, arqueaban las alas y emitían sonidos dispares, disímiles y ululantes. En fin, que todo el ámbito catedralicio empezó a llenarse de pájaros y de aves y que no faltaron gallinas de vuelo corto y cacareante, algún urogallo en trance de amor apresurado, cuervos y buitres, la fauna de pico y pluma entera.
Se hizo bastante complicado el vuelo en tales circunstancias. Tenía yo, no sólo que volar, sino que, además, andar espantando con las manos a los pájaros más pequeños, a los canoros, empeñados en posarse sobre mí e incluso en picotearme determinadas partes de mi cuerpo que, no siéndolo ninguna, eran las menos apropiadas para ello.
Mientras tanto los ancianos músicos permanecían expectantes, doblados sobre sus instrumentos o con los brazos dispuestos sobre ellos, en espera de la señal que les indicase que podían empezar a interpretar la dichosa sinfonía del fin del mundo, posterior a los trompeteos del sueño anterior que, debido a que me desperté una vez finalizado el cuarto, cuando quedaban tres, ignoro si habrán concluido o no. Pues el Libro es el Libro y hay que cumplirlo todo.
Posiblemente La Señal tenga que darla el Maestro Mateo, el Santo de los Croques, aquel sobre cuya frente golpeas la tuya y adquieres inteligencia y comprensión sumas. Al menos en mi sueño así sucedía, que la señal tenía que darla él, y es lógico, después de todo, ya que se trata del Maestro Creador, del Autor de Todo, del Artífice, el Gran Arquitecto, el Señor de la Armonía, el Amo del Cosmos, etcétera, etcétera, etcétera.
¿Y cuándo proceder a destruir toda la obra? ¿En un momento de desesperanza? ¿En otro de zozobra? ¿Cuándo determinar que se produzca el desequilibrio? ¿Cuándo, eh, cuándo? Un tercio del país, quemado; otro tercio de sus aguas emponzoñadas; un tercio de los peces ahogados y, un tercio de sombra, incluso mala, no son cosa que ya preocupen mucho a nadie. Todos los años se quema bastante más de un tercio de arbolado, cualquier petrolero hundido mata más pesca que la citada y un eclipse es posible cualquier día de estos a cualquier hora. La zozobra, la desesperanza, el desequilibrio están servidos. ¿A qué espera el Maestro?
Ahora que recuerdo el sueño me doy cuenta de las disquisiciones a las que los sueños nos obligan. De un sueño a otro ¿qué va? Quizá únicamente las cuentas mejor echadas, pues se adquiere mucha práctica y a todo se acostumbra uno. A lo que en cambio no me acostumbro es a la idea de mi propia extinción. Estos sueños tan escatológicos, tan relacionados con el fin del mundo, lo serán por causa de mi propio fin. ¿Serán premonitorios de ello? ¿Servirán para algo? Lo único que sé es que viví enormes momentos de tensión a partir de estas consideraciones. Aunque fuese en sueños.
Es sabido que en un sueño cabe todo. Incluso las cuentas, también las reflexiones más profundas. Y las menos. Pero hay múltiples ocasiones que, a lo largo de ellos, en el medio y medio del discurso, te preguntas la razón por la que te abandonas al juego a pesar de que sabes que se trata tan sólo de eso, de un sueño del que regresas de forma sucinta y breve y tan sólo para hacerte la pregunta en medio de una consciencia relativa. Y la respuesta no llegas a dártela y, si te la diste, no la recuerdas ya porque penetraste de nuevo en ese universo producido por tu imaginación y allí estás tan ricamente hasta que te despierta el temor o lo hace el goce. Pues así yo en mi sueño en el que, por cierto, no sé si estaré todavía.
El asunto es que el fin de todo sobrevendrá cuando el Maestro Mateo baje el dedo. Lo difícil es determinar cuándo se le va a ocurrir hacerlo y si, realmente, es competencia suya tal gesto. Pero en mi sueño es así y acaso no deba de ser de otra manera. Al menos eso creo.
Los pájaros y las aves, según era de esperar, se reprodujeron con facilidad suma. Anidaban en cualquier sitio y, en poco tiempo, la catedral estaba recubierta de una espesa y tan gruesa capa de excrementos, mezclados con plumas, que, a pesar de que el Botafumeiro siguiese funcionando sin parar -como si se hubiese resuelto la imposibilidad del movimiento continuo (aquellas historias del móvil perpetuo de primera y segunda especie, bagatelas de chiquillos)- olía tan mal, tan mal, como cualquiera que haya disfrutado de cualquier mal olor a lo largo de su vida, se podrá imaginar con fulgurante rapidez y sin necesidad alguna de que yo tenga que describirlo por lo menudo. Olía a mierda de pájaro putrefacta.
Sin embargo y no sé si milagrosa o sospechosamente el Maestro Mateo permanecía impoluto, inmaculado, sin una sola cagada sobre su vera imagen. Parecía imposible. Prácticamente la Puerta entera había ido desapareciendo sepultada bajo el alud de mierda que de manera tan inopinada, como procaz, se le había venido encima. Algunos ancianos empezaban a dejar traslucir una mirada en la que se denotaba la incomodidad que le causaba aquello e, incluso, me pareció observar que, más de uno, hurgaba con el dedo en la boca de su redoma a fin de desobstruirla de mierda pajaril solidificada. Una pluma impertinente molestaba la nariz del Hijo del Zebedeo y todo era una escatológica confusión. Yo mismo y a pesar de mis manotazos empezaba a sentir el peso de tanto excremento sobre mi incorporeidad, con lo que deduje que, el fin de todo, debería de estar próximo.
Me puse a hacer cuentas de cuándo decidiría el Maestro bajar el dedo. ¿Cuando la mierda lo llenase todo? Imposible. Lo cubriría también a él y entonces a ver cómo lo hacía. Tenía que ser en otro momento, necesariamente. ¿Pero cuándo? Entre tantos millones de seres alados (yo creo que incluso revoloteaban ya algunos angelitos de los que estaban hartos de aguantar impertérritos la escatológica precipitación, la lluvia de mierda para decirlo pronto, claro y que se entienda) malo sería que alguno no se decidiese por fin a realizar sus necesidades sobre el ilustre autor de la Puerta que da acceso a todo, incluso a toda interpretación posible.
Sabido es que los pajarillos no cagan a conciencia, sino que lo hacen al albur, como quien no quiere la cosa, en cualquier momento o lugar, de forma totalmente involuntaria y gracias, lo más seguro, a un llamado reflejo gastroenterocólico que funciona, ¡zas!, de modo totalmente automático e impredecible. El cálculo de probabilidades indica que, independientemente de la voluntad del proceso, por pura ley de la estadística, alguno tendría que ser el primero en depositar su óbolo sobre la imagen del Gran Arquitecto, sin ánimo ofensivo, ni afán de molestar, sino simplemente porque estaba de Dios y amén. Pero no estaba. No se trató en mi ¿experiencia? de que nadie jugase a los dados, por utilizar una expresión al uso. Todo estaba bien medido, armónicamente dispuesto.
Sin embargo algo empezó a suceder de manera paulatina y progresiva. Una agrupación de palomas comenzó a disponerse en formación de combate (el efecto que resultaba de su disposición era evidente) que se desplazó a lo largo de la nave central sobrevolándola a velocidad de crucero. Al observar aquello fui yo el que me dispuse a no perder detalle alguno por muy nimio que pudiese parecer.
El resto de las aves se fue comunicando la noticia, unas a otras, Dios sabe cómo, y se produjo el pasmo. Algunas, las más, se posaron en la tribuna, sobre el altar mayor, en cualquier sitio, vaya. Otras, también las más, pues ya expliqué que aquello era un lío no sólo indescriptible, sino también un poco más allá de todo nivel o capacidad de comprensión, y, además, eran tantas que no cabían, permanecieron levitando, sin que por ello ocuparan un lugar en el espacio, aunque sí en mi imaginación; por lo que no ofrecían resistencia alguna al ala de combate tan súbitamente formada.
Las palomas blancas, las blancas palomas, diría un rociero, y no pienso morirme sin yo serlo, quede dicho, empezaron a descender hasta lograr un vuelo rasante ciertamente bonito. Y ahí empezó todo. Cuando me di cuenta empecé a sentir temor. Se aproximaba, de forma cierta, el fin del mundo.
El esquema de vuelo fue el siguiente: la uve invertida se desplazaba, desde el altar mayor, hasta la Puerta de forma progresivamente más rápida y ascendente, describiendo una trayectoria parabólica. ¿Por qué? Pues porque sólo así alguna de las palomitas (y las muy canallas no cagaban al albur ¡qué iban a cagar!) podrían depositar su escatológico (nunca mejor dicho) proyectil en uno de los ojos de Mateo, momento y oportunidad en los que, éste, se sentiría realmente molesto y bajaría el dedo aunque sólo fuese, después de haberlo subido, por quitarse la mota que le había entrado en el ojo y mira que en ocasiones cagan duro las palomas.
Empezó el bombardeo; de las alas derecha e izquierda y de forma alternativa, iban saliendo las palomas dispuestas a una lucha que tenía mucho que ver con la de los kamikazes. La angustia me invadía enteramente. Cada vez que una de las palomas fallaba, un respiro y un relajamiento de la tensión se producía en mí sin que me diera tiempo a concluirlo; porque ya otra salía a intentar enmendar el fallo de la anterior.
La imagen del Maestro Mateo acusaba ya los impactos, pero sus ojos permanecían intangibles. Una luz acaso maliciosa parecía surgir de ellos y eso no sé si me intranquilizaba más. Cada paloma que fallaba en su intento, continuaba su vuelo parabólico ascendente para concluirlo en algún lugar que no llegaba a despertar mi curiosidad, atento como estaba al vuelo de la siguiente y al de la siguiente y al de la siguiente que, con ritmo de fusil de repetición, salían disparadas, una detrás de otra, cada vez con mayor velocidad y más precisa trayectoria.
Mi corazón latía al unísono que los impactos. Sentía morirme. Sabía que no podría resistir mucho tiempo. La uve cada vez era más pequeña y siempre equilibrada, tal era la cadencia de los desplazamientos desde las alas de la formación. Tal era el ritmo cardíaco que yo estaba padeciendo. Al borde ya del infarto, con los ojos no sé si desorbitados o entreabiertos, pude constatar que todas, todas menos una, habían fallado y tan sólo quedaba una: la más grande y hermosa, la más llena de majestad. Tan llena de majestad estaba, tan prepotente, omnisciente, omnímoda, etc. etc. etc., se mostraba a mis ojos, que pensé, no sin espanto, si se trataría del Espíritu Santo. ¿Lo sería? De serlo no habría fallo posible. Todo estaría irremediablemente perdido.
Salió segura hacia su objetivo y no me cupo duda alguna de que no fallaría. Imaginé las compuertas, abriéndose a indicación de unos esfínteres controlados de forma perfecta, y estuve a punto de cerrar los ojos, dispuesto ya a sucumbir, justo un momento antes de que Mateo bajase el dedo.
En ese instante y sin saber de dónde surgió un gato enorme que se abalanzó, sobre el Espíritu Santo, digo sobre la Última Paloma, y detuvo su vuelo, aunque no impidió su deposición que, fíjense qué curioso, era verde y se fue expandiendo, expandiendo hasta recubrir de verde todo el ámbito. Pero eso ya no lo vi en mi sueño, eso lo supongo. Cuando vi al gato saliendo de no sé dónde, cuando yo ya sentía que estaba a punto de morir, pegué otro bote, como el de ocasión anterior y me desperté lleno de dolor. Mi cabeza repleta de nuevo de palabras que me reclamaban a la vida.
Al bote le siguieron otros. Y otros. Creo que debí de dar unos cinco, en total. No lo sé. Cuando desperté del otro sueño, el del Botafumeiro cabalgado, seguro que sólo di uno y, además, era distinto. Fue una sensación de vértigo la que me llevó al salto, como si fuese el resultado de la inseguridad en la que vivo. Mi mano torpona no era suficiente para permitirme permanecer asido a la maroma del incensario y acabé por soltarla, dar el bote y despertarme. Pero ahora los botes son otros. Y hay gente hablándome. Además, huele raro. Huele a chamusquina.
Me han proporcionado unas descargas eléctricas sobre el pecho, para que mi corazón siga latiendo, es evidente. Son ellas las que me han hecho saltar. Estoy cansado y no sé si quiero seguir pensando. Sé que estoy vivo, que Xana acaba de entrar y que, impulsivamente, se ha arrodillado a los pies de la cama y que me está acariciando la mano y que todo vuelve a ser luminoso y que ya no quiero morirme. Al menos por algún tiempo. Antes, por lo menos, tengo que averiguar una cosa: ¿de dónde coño salió el gato?
Compostela, dos de agosto de 1990