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Tanto si se trata de la abeja como de nosotros mismos, llamamos fatal a todo lo que aún no comprendemos.
Maurice Maeterlinck, La vida de las abejas, Libro Segundo, Cap. VI.
Me quedé dormido sobre el sillón del cuarto de estar. Cuando desperté habían pasado muchas horas, tantas como para que uno de mis primeros movimientos conscientes fuese el de buscar a través de la ventana, brincando entre las flores rojas, al mirlo que habitaba en la camelia. Pero antes necesité desentumecerme; me había quedado frío, a pesar de que era indudable que la calefacción funcionara, al menos, durante gran parte de la noche, y necesitaba ahuyentar de mí la humedad que me había penetrado hasta los huesos. Me incorporé del sillón con más optimismo del que, de tanta soledad, cabía esperar. El mirlo no ocupaba su lugar en mi ventana; y sin embargo la camelia lucía hermosa. Tenían sus hojas ese brillo especial que el amanecer les presta cuando la luz del sol incide, con intensidad levemente creciente, sobre la humedad que, en ellas, depositó el rocío.
El mirlo se había ido y mis fámulos no habían llegado. Lo hicieron un par de horas después de que yo me despertara, cuando ya había recorrido toda la casa, inspeccionado todas las dependencias y decidido algunos extremos concernientes a la distribución de los espacios, la colocación de algunos muebles y el uso debido de algunas pertenencias. Incluso había cogido alguna fruta de la nevera y calmado con ella el hambre que acusaba mi estómago, vacío desde el mediodía anterior.
Al contrario que una buena colección de música en reproducciones analógicas y digitales, lo que no había, ni hay, son muchos libros, ciertamente. Tendré que irlos comprando poco a poco hasta llenar las estanterías vacías. Tendré que ir llenando las paredes con más cuadros de los que vi en mi primer recorrido por la casa.
Al lado de la vivienda principal está la que es propiamente la Casa de la Santa. Llegué a ella, una vez que hube salido al jardín, enarbolando las llaves que encontré para abrir la puerta con cierto temor infantil que me conmovió e hizo sonreír.
Ya habían estado en ella y me agradó el orden y la limpieza que habían dejado. No encontré el olor que esperaba hallar ocupándolo todo y deduje que, donde la santa había reposado, era en la única habitación que permanecía vacía y toda ella blanca, sin ningún adorno en las paredes; tan sólo una hornacina en una de las exteriores, aprovechando un hueco que debió de ser, en algún tiempo, el que ocupaba una ventana.
En el tercer edificio importante, más pequeño que los otros dos y que, antes, había estado ocupado por el lagar y servido igualmente de bodega, había ordenado que me tuviesen dispuesto un taller de carpintería completo. Si no a componer música sí, al menos, quería dedicar mis días a construir instrumentos musicales, cellos, violines, contrabajos; incluso, y acaso sin saberlo de una forma definitiva, tenía la extraña intención de construir reproducciones de los que están en actitud de tañer los ancianos del Pórtico de la Gloria. Ya que no me era dado componer ni interpretar la música, quería construir los recintos de los que ella pudiera surgir.
Al menos eso era lo que yo quería reconocer en mi intención inicial, pero lo cierto es que se debiera, más probablemente, a un cierto afán, no sé si ingenuo, de disciplinar mis movimientos, de someter mi cuerpo a un rigor producto de la ocupación manual o, lo que es lo mismo, a creer que así sobreviviría más tiempo. Como si eso fuese tan importante.
Observé todo dispuesto en el interior del recinto, a través de una de las ventanas, sin decidirme a entrar, pues quería ir a recoger el resto del equipaje. En ese momento sentí el ruido que hacía al elevarse el portalón existente entre la casa del servicio y la mía, el que da acceso al jardín en el que nacen las hiedras que trepan a los huecos abiertos de las ventanas; al jardín desde el que trepa la buganvilla que va hasta el recinto de entrada.
Eran los criados. Los dejé que entrasen con la furgoneta y que cerrasen la puerta exterior, antes de hacer del todo evidente mi presencia; presencia que ellos ya habrían podido adivinar por la del coche aparcado delante de la casa. Así lo hicieron, entraron, pero ya con los gestos nerviosos y apresurados de quienes se saben objeto de una más que posible observación.
Eran esbeltos. Contrariamente a lo esperado, eran esbeltos. Se me había metido en la cabeza que, lo más seguro, era que fuesen bajos y de complexión fuerte, pero no era así. Ella incluso era hermosa y, esa condición, me produjo el bienestar que causa la contemplación de la belleza. La mañana a partir de aquel momento era distinta; la temperatura, amena; los colores, tamizados por una luz que llegaba hasta mis ojos afectada de no se sabrá nunca qué alteraciones químicas; todo era distinto y sentí un hálito de vida invadiendo mi cuerpo tembloroso.
Fue ella la que se dirigió a mí, tan pronto como me vio:
– ¿Don Joaquín?
– Sí.
– Nadie nos avisó de su llegada.
Me acerqué y le extendí la mano, queriendo que no me temblase, pretendiendo que al estrechar la suya pareciese firme y serena, llena de un vigor que había ido desapareciendo poco a poco; quería que mi mano fuese fuerte y dudo que lo lograse.
En seguida fue él quien se acercó:
– Se nos hizo tarde y dormimos fuera. Lo siento.
E inmediatamente me dio cuenta pormenorizada de todo cuanto habían hecho.
Le escuché atentamente, permaneciendo de pie a su lado, mientras sacaba de la furgoneta cosas tan diversas como una cortadora de setos, cajas de semillas, bebederos e, incluso, gallinas. Había ido por ellas no a una granja sino a la casa de unos amigos.
– Son del país y no están alimentadas con piensos como lo estarían de ser de alguna granja. Todo maíz, verduras y el pico en tierra.
Asentí sin dejar de observarles. Habían estado en Alemania, me explicaron, trabajando en una granja dedicada a la desintoxicación de drogadictos. Parecían tener prisa en explicarme estos extremos y en clarificar una serie de cuestiones que yo había delegado en mi tío Álvaro.
Habían tomado la casa como suya y ordenado todo con inteligencia y tacto. Dinero no les había faltado para ello, ciertamente, y la casa estaba dispuesta para recibirme de acuerdo no ya con mis indicaciones, que apenas las había insinuado, pero sí con mis deseos; deseos que mi tío debía conocer o, al menos, imaginar… ¿Qué años tendría Álvaro? ¿Noventa? ¿Noventa y…cuántos? Pregunté por él.
– Está bien, le envía recuerdos.
– Apenas sale de casa. Tan sólo los días de sol.
Pero no sabían la edad, aunque la suponían avanzada, muy avanzada.
Si habían estado en una granja de desintoxicación era porque lo habían necesitado, pero preferí no interrogarles al respecto. ¿Qué necesidad tendría yo de convertir mi hogar en un lugar de rehabilitación de nadie? Tendría ya bastante, incluso más que suficiente, con intentar no inhabilitarme yo mismo demasiado deprisa. Sentí una especie de mareo, o de vértigo, al pensar en la especie de asilo en el que podría concluir la Casa de la Santa.
Cuando la furgoneta estuvo descargada, ella preparó un té de mango y nos lo bebimos, los tres, en el jardín de la casa.
– Me gustaría tener una pareja de mastines.
No me respondieron de inmediato, ni me dijeron: «Los tendrá». Al cabo de muy pocos segundos, habló ella:
– Tenemos unos amigos que pueden proporcionárnoslos.
Tenían amigos para todo: amigos para que suministraran gallinas, amigos para proporcionar perros, amigos para encontrarles trabajo en mi casa, amigos en demasía para facilitar cualquier cosa que pudiera ser precisa. Me pregunté en qué extraña asociación estaba siendo introducido.
Tuve que explicar que ya había dormido en la casa y mostrar un semblante adusto.
– Hay que subir mis maletas a las habitaciones.
Para ser el primer encuentro ya habíamos hablado demasiado y decidí dedicar el resto de la mañana a conocer lo que me faltaba de aquel recinto que el destino, mi anciano tío Álvaro y todo el dinero del que se dispusiera, me habían deparado.
A lo largo de la mañana me pregunté, en distintas ocasiones, acerca de las extrañas circunstancias que encierra la convivencia. Aquel matrimonio, o aquella pareja, pues ni siquiera les había preguntado el carácter de su relación, se había incorporado a mi vida de una manera excesivamente natural. Habían llegado, procedido a descargar una furgoneta de la que habían bajado incluso gallinas y todo ello sin, ni siquiera, preguntarme si en «mi» casa estaría bien considerada aquella presencia, si «mi» dinero estaba o no bien empleado en aquellos gastos o si ellos eran aceptados por mí.
Tanta soltura me produjo una cierta desazón y, cuando ella llegó hasta el manzano bajo el que me había sentado para avisarme de que la comida estaba dispuesta, me permití ser hosco:
– ¿Y tu marido?
Su marido había llamado por teléfono a unos amigos y se había marchado casi inmediatamente después; se trataba de una sorpresa, le explicó mientras se subía de nuevo a la furgoneta.
Había dispuesto la mesa, para mí solo, en el salón de estar con su hermosa lareira y el tresillo de madera de caoba, y se lo agradecí. En el camino de la huerta a la casa me había preocupado la posibilidad de que, compartir mesa y mantel, evidenciase la torpeza de mis movimientos, el temblor de mis manos, el de mi cabeza.
– Comeré siempre en este sitio.
Afirmé al sentarme, con objeto de dejar bien clara mi opción a la soledad y mientras ella comenzaba a servirme; pero sabía que algún día, tendrían que darme de comer y, entonces, el alimento, me supo amargo.
Poco a poco me fue invadiendo el letargo postprandial y me quedé dormido sobre la mesa camilla. Desperté al oír de nuevo el ruido de la furgoneta y el del portalón al elevarse. Miré el reloj y vi que era, casi, media tarde; dudé entre si debía dejarme invadir por la ira o, por el contrario, mostrarme alegre después de haber echado eso que se suele llamar una siestecita benefactora. Opté por lo segundo, pero había dejado sin ir a visitar a mi tío Álvaro, que ya sabría de mi llegada a la nueva casa.
Al acercarme al garaje pensé que habría que techarlo, con una cristalera que lo convirtiera en un invernadero y que al mismo tiempo, protegiese los coches, amparándolos de la lluvia y las heladas; entonces vi el mío debidamente aparcado delante de la furgoneta de la que descendía, sonriente, el conductor. Se dirigió a mí:
– ¡Sorpresa!
Y atajó así la pequeña dosis de irascibilidad que, al pensar que había cogido las llaves sin mi consentimiento, empezaba a ocupar mi espíritu últimamente tan alterable. Sonreí como pude, es decir, con la cara acartonada e inexpresiva que quizá ya en aquel momento debía de disfrutar, dada mi condición de parkinsoniano, aunque no fuese de forma definitiva.
La busco en ocasiones, observándome en el espejo y sé que aún no se hizo posible e inalterable; pero intuyo que ya está ahí, latente debajo de mi piel, esperando el día propicio para aflorar inmutable y llenarme de pavor. Y día tras día me dedico a adivinar delante del espejo la proximidad del síntoma, que no ha llegado.
– ¡Sorpresa!
Y me quedé sonriendo ingenuamente, como un niño, mientras él se dirigía a la puerta trasera de la furgoneta para abrirla y dejar que un hermoso cachorro de mastín saltara al suelo, seguido de una hembra de la misma raza.
Me pasé el resto de la tarde jugando con ellos y acariciándolos.
– Yakin y Boaz.
Dije en algún momento de aquel atardecer; pero dudé todavía mucho rato acerca de si aquéllos eran los nombres apropiados para los dos cachorros de apenas unos seis meses de edad. Pensé otros y acaso no venga a cuento el repetirlos, pero al final, Yakin y Boaz, quedaron como los nombres de aquellos dos seres, hoy ya tan incorporados a mi vida.
Jugué con ellos el resto de la tarde, es cierto; lo hice llevado de ese afán de posesión que nos caracteriza a todos, pero que nos afecta en mayor medida a los viejos, aquejados como estamos de la necesidad de que algo o alguien, dependa de nosotros, de que se nos necesite. Por eso los acaricié interminablemente; por eso los llamé por sus nombres, pronunciándolos en voz baja y grave, y los premié cada vez que respondían a mis solicitudes. Caminé por la finca haciéndome seguir por ellos y, cada vez que me adelantaban, ignorándome, me escondía para lograr que me buscasen, y que lo hiciesen con cuanta más desesperación, mejor.
Fui yo quien les dio su alimento y, después, consentí en que se acostasen a mis pies, uno a cada lado de la silla, mientras yo cenaba, solo, en el salón de la lareira, y sentía a la pareja hablar en la cocina, comentando las noticias que surgían del televisor encendido, pero no muy alto de volumen.
Cuando terminé de cenar hice que los sacaran a la finca, después de haberlos acariciado largamente, y pude ver, satisfecho, cómo se resistían a ser alejados de mí al observar que permanecía sentado en mi sitio, sin moverme sin levantarme y triste por su marcha.
Cuando subí a la habitación, tenía las maletas deshechas y toda la ropa debidamente ordenada en los armarios. La verdad era que la pareja, parecía eficaz y diligente, pensé.
Mi primer día con ellos fue así de sencillo. Mientras esperaba a conciliar el sueño, reflexioné en todo lo que aquella segunda jornada de estancia en mi nuevo hogar había traído consigo. La pareja había irrumpido en mi vida sin aspavientos e iniciado, sin traumas, una convivencia que, a las pocas horas, parecía añeja. Creo que a pesar de mis reservas, nos aceptamos mutuamente desde un principio.
Debí de dormirme pensando en todo esto; también en los perros; incluso en mi tío y en la obligación ineludible que tenía de ir a visitarlo nada más me despertase al día siguiente; ni siquiera se me había ocurrido llamarlo por teléfono, aunque no creo que le importase en absoluto. Durante años nuestras relaciones habían sido escasas y, cuando se producían, eran de tipo formal o de simple puesta en mi conocimiento de los negocios familiares que él había atendido, cuando no creado. No lo había llamado y sanseacabó. Éramos, los dos, adultos; los dos, ancianos; los dos, personas consideradas serias, en medida suficiente, como para andar a vueltas con subterfugios o con la maldita manía de simular sentimientos o situaciones inexplicables. Yo odiaba hablar por teléfono. No me disculparía con nada.
Pero de todas formas debía de llamarlo, agradecerle todo lo que había hecho por mí al buscarme una casa, al contratar unos servidores, al no dejar de ser mi tío durante tantos y tantos años.
Me despertó la luz de la mañana a una hora prudencial; cuando aquí amanece ya es de día en el resto de Europa y siempre tengo la sensación de ser un privilegiado que se levanta tarde. Me levanté y me duché estrenando el cuarto de baño, todo de madera y piedra, entreteniéndome en el afeitado, acicalándome demoradamente. Bajé y mientras me servían el desayuno, saludé a los perros, acariciándolos, y les serví a ellos su alimento prefabricado. Después los dejé entrar conmigo en la casa y desayuné con la misma liturgia de la cena, acompañado por Yakin y Boaz, uno a cada lado de mi silla.
Había amanecido con sol y el día invitaba al paseo. Recorrí la finca seguido por los perros y, cuando vi que me obedecían lo suficiente, me decidí a salir del recinto en el que, por tercer día, estaba recluido. Lo hice por los alrededores; salí, bordeando la casa, hasta la parte trasera de la finca y, de allí me dirigí hacia el centro del pueblo, pero sin decidirme a entrar en la iglesia que lo preside todo y guarda el cuerpo de la santa que antes permaneció en lo que ahora es mi hogar.
Regresé pronto. Había decidido bajar a comer a La Ciudad, ir a visitar a mi tío.
Cuando los guardas vieron que me dirigía al garaje, con intención de subir al coche, intentaron que uno de los dos me acompañase.
– Ya os hartaréis de llevarme y traerme -les advertí; afirmación que llevaba implícita la de mi aceptación de su permanencia, en el futuro, en la casa.
Cuando me vi esperando turno ante el semáforo del cruce del camino que viene de Brión con la carretera de Noia, me acordé de que ni siquiera les había impartido instrucciones; lo que no me preocupó. Habían demostrado sobradamente que eran más que capaces de organizarse y organizarme la vida.
Giré a la izquierda y me dirigí a La Ciudad. Mientras conducía e iba dejando atrás casas hermosamente reconstruidas al lado de urbanizaciones recientes, o en proceso de edificación, constaté de nuevo la absoluta capacidad que los humanos tenemos para lo dispar. Me había reintegrado a mi país entrando por el acceso sur, por el Padornelo y A Canda, luego por Ourense y de allí, llevado por un afán irrefrenable de ver el mar, a Vigo; de Vigo a Pontevedra; de Pontevedra a Vilagarcía, pasando por O Grove y Cambados, y desde allí ya a Padrón, bordeando siempre una costa que continúa siendo hermosa y única, a pesar de todo. Antes de llegar al Faramello, me desvié por la carretera de Os Anxeles para desembocar en Brión y ése había sido el largo y demorado paseo por el país que nuevamente me acogía con su más que perenne y exacerbada disparidad. Luego el voluntario y no tan prolongado encierro en la Casa de la Santa.
Intenté concentrarme en la conducción del automóvil al darme cuenta de que iba conduciendo sin temor, ajeno a temblor alguno e inconsciente de mi estado y temí que, el exceso de confianza, me llevase a cometer imprudencias; empezando por la primera y principal del propio olvido de mi condición de enfermo.
Cuando me di cuenta de que, el exceso de preocupación, era tan poco aconsejable como su ausencia, procuré pensar en el lugar hacia el que me dirigía. ¿Cómo se conservaría La Ciudad? Porque, en el recuerdo, La Ciudad es solemne. Todo piedra. Las rúas son de piedra, de piedra las casas; incluso los techos de las iglesias son inmensas bóvedas pétreas; de piedra son los muros así como muchas de las mentes que, entre tanta piedra, habitan.
En el recuerdo, La Ciudad, es grisácea. Las piedras son grises. Todo es gris. Cuando llueve, y llueve casi siempre, el gris de las losas de las rúas, parece plata refulgente titilando como el filo de una navaja. En ocasiones tales La Ciudad es otra. Se diría que La Ciudad es un bosque que se va desparramando lentamente, igual que agua que se fuese esparciendo, extendiendo por las colinas dulces, por las lánguidas laderas, hasta llegar a las brañas, dejando atrás las sernas. Pero el bosque es de piedra.
Agua y piedra. También una música armoniosa que, según los días, puede ser la del batir de las campanadas más serias que uno sea capaz de imaginar; o la del mismo batir de la lluvia contra los cristales de las galerías; o acaso la del zumbar del viento en las torres gemelas de la catedral, enormes y hermosos cipreses de un camposanto rutilante a partir de las que, La Ciudad, se esparce descendiendo por las vegas o subiendo hacia los oteros; que tan en el centro del universo mundo están las torres y tan posible es toda música que de ellas surja; como posible es que, de tan difusa como es la luz que todo lo envuelve, nunca se sepa dónde termina La Ciudad y comienza el firmamento. ¡Oh, La Ciudad de piedra y agua y luz que nadie sabe y algunos sospechan, cómo se mantiene incólume en el recuerdo!
Por debajo de la catedral cruzan caminos andados hace ahora dos mil años y por encima de ella, concluyen las estrellas y todo permanece, pues, estupefacto. En la entrada de la Catedral, los profetas levitan igual que si fuesen gaviotas cerniendo su temblor sobre las aguas, y los músicos ancianos aguardan expectantes la señal que les permita comenzar la sinfonía del fin del mundo; en tal gesticulación, levemente insinuada, llevan siglos de silencio.
Poco y esporádico es lo que, ocupando La Ciudad, pueda conmover la música del agua., el silencio de la piedra, los siderales y telúricos caminos que, en tal lugar y eternamente, se concitan. Un día es alguien quien, desde la torre del reloj, acaso la más hermosa, la que rompe la simetría del conjunto y aporta la belleza inusitada, grita, no se entiende bien el qué, acerca de unos amores que no lo fueron y amenaza, y eso sí se entiende, con tirarse de ella abajo. Y no lo hace porque, del gallinero que el sacristán mayor mantiene y alimenta sobre el tejado de la nave central catedralicia, surgió una clueca seguida de su prole y dejó que lo invadiera la ternura. ¡Oh, el milagro de la vida renovada!
Otro día se trata de una mujer que afirma ser la papisa Juana, en su séptima reencarnación mal entendida, y que quiere tener amores arzobispales y sacrílegos porque, afirma, son los que dejan más descansadito el cuerpo. Para conseguirlo pide limosna de amores diariamente en la puerta de Platerías, mientras oye descender el agua desde los hocicos de los pétreos caballos de la fuente.
Y tan sólo la invade la tristeza.
En el recuerdo, La Ciudad, es silenciosa. Todo viento. Las torres son de viento, de viento son las campanas, incluso las almas de las gentes son inmensas bóvedas de silencio que, tan sólo, el viento conmueve; de viento son los ruidos que, entre tanto silencio, habitan. La Ciudad es taimada. Las mentes son taimadas. Todo es astucia. Cuando sopla el viento, y sopla casi siempre, el aire se puebla de silencios que lo ocupan justo en el momento de irse hacia ningún lado. La Ciudad lo es a base de esos silencios, en ellos se sustenta y de ellos es dueña. El silencio lo llena todo. El viento no se oye, se siente. No zumba, abate. Entra por las nueve puertas que se saben de La Ciudad y, sea cual sea por la que se introduzca, la recorre toda entera. Da vueltas en las esquinas, retrocede sobre lo andado, da cuantas vueltas quiere, el aire; da cuantas precisa y quiere.
Cuando el aire, es decir, el aliento, el ánimo o, lo que es lo mismo, el ánima convertida en viento recorrió silenciosamente La Ciudad entera, porque La Ciudad es toda viento, ánimo; cuando ya lo hizo, sale; pero nadie sabe por dónde. No sabemos por dónde pudo entrar: si por la Porta da Mámoa, si por la de Mazarelos o por la de A Pena; algunos, a veces, están seguros de que fue por la de O Camino; otros, seriamente, afirman que, en tal día, lo hizo por la Faxeira y, así, hasta nueve. Pero nadie discute si se fue por una, o si se fue por otra, porque eso ni se sospecha. Se sabe que se fue el viento, pero no por dónde. Acaso porque no importe mucho con tal de que con él se lleve el tiempo y todo lo que con él trajo.
Así el tiempo es algo que siempre se está yendo de La Ciudad apenas llegó a ella. Por eso La Ciudad permanece ajena al Tiempo, inalterable, por él escasamente conturbada. Tal cual desde hace siglos. Tal cual. Por eso se afirma que se cierne sobre sí misma, o que levita, y que lo hace tanto y de tal forma que muchos dudan de que exista y suponen que La Ciudad es tan sólo una invención de la mente. ¡Qué va a serlo! Está ahí, eternamente, levitada. También en el recuerdo.
Pudiera parecer que La Ciudad está en la cumbre de un monte, pero no es así. Está en una ladera, dulce en ocasiones, erizada en otras, alejada de dos ríos que le son extraños y sin embargo la enmarcan. Y está La Ciudad extendiéndose como pudiera hacerlo una ameba, alargándose en pseudópodos, deformándose, convulsa y agitada, hacia un río, de tan pequeño, inexistente, apenas un regato, queriendo alcanzarlo para conseguir una nueva extensión que acaso no le corresponde. Así es La Ciudad.
La Ciudad está posada sobre la tierra. ¿No vio el profeta descender a Jerusalén cuando «bajaba del cielo de junto Dios, radiante con la gloria de Dios»? ¿No «brillaba como una piedra preciosísima semejante al jaspe claro como el cristal»? Pues de igual manera La Ciudad descendió de algún sitio y se posó sobre la blanda ladera de un monte, ajena a los ríos, limitada por regatos, dueña de robledas que todavía lo son, y, una vez que se hubo posado, se desparramó por sobre las faldas amenas de otros montes o por sobre las colinas que nadie contó jamás en su número, pero que acaso pudiesen ser veinticuatro, como veinticuatro son los ancianos que se ocupan y preocupan en esperar el fin de los tiempos sentados en La Puerta más solemne de La Ciudad, aquella que tiene en su cumbre al Cordero que la ilumina, para que así «no necesite sol, ni luna, que la alumbre, la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero».
¡Oh, La Ciudad, cómo se fue extendiendo! Tanto lo hizo que, ahora, son doce los sitios por los que puedes acceder a ella, aunque tres no se conozcan. Se sabe que tres de ellos dan al sur; que tres lo hacen al norte y tres al este y que, por los tres que quedan, se sale hacia donde el sol se pone y se encuentra el fin del mundo, el mar infinito. Cuando se oculta el sol se intuye el mar y, si la intuición llega, cuando estás al pie de La Puerta, la limpidez del aire es como de jaspe y el cielo semeja un jacinto de compostela. Tan rojo es o así de roja es su color.
Así era, es, en efecto, La Ciudad en el recuerdo, asentada sobre una imposible cordillera de colinas, mientras me dirigía a ella, conduciendo el coche por una carretera de un ritmo, de una cadencia, extraños y elocuentes, y preguntándome si entraría en ella por alguno de los tres accesos de los que nadie sabe y todos sospechan.
Y entré en La Ciudad y La Ciudad no estaba.