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Capítulo cuarto

Y de esto, como de todas las cuestiones de la vida, no hay más que una conclusión que sacar, y es que, en espera de otra cosa mejor, es preciso que en nuestro corazón reine la curiosidad.

Maurice Maeterlinck, La vida de las abejas, Libro Segundo, Cap. XXVI.

El enfado me habría de durar mucho, mucho tiempo, quizá en exceso; a pesar de que mi tío fue cauto, incluso prudente. Pero también taimado; de forma que afirmaba sin dejar de negar a la vez; contradecía, evidenciando el asentimiento; sonreía, mientras los ojos dejaban asomar una insólita dureza, o abandonaba éstos a la picara dulzura, mientras consentía en que el resto de su rostro, permaneciese impertérrito, reducido a la más dura expresión que él, el muy caradura, había aprendido a adquirir en el transcurso de los más largos y mejor llevados noventa y tantos años que conozco. A pesar de todo, decía, quedó evidenciado que era posible que yo anduviese por La Ciudad, o por sus alrededores; pero también que era posible que sólo se tratase de un malentendido o de una confusión inocente.

Álvaro y la muchacha rubia se trajeron un extraño coqueteo durante toda su permanencia en pantalla y eso me encolerizó aún más. Si el viejo no lo era tanto como para no poder salir de casa, si estaba en condiciones de desplazarse hasta los estudios de televisión, y dado que el enfermo era yo, ya podía venir él a visitarme a mí si quería. Yo no pensaba llamarlo en ningún caso.

A la vez que me decidía a actuar de forma tan impulsiva, me daba cuenta de lo desmesurado de mi intención y sufría por no ser capaz de controlar mis emociones; pero algo en mi interior me sugería que debía de afirmarme en ellas, por muy infantiles que pudieran parecer a simple vista. Mi mal produce apatía, desgana y un absoluto desinterés por lo que te rodea; o al menos eso dicen los libros que leí y los médicos a los que consulté; y latiendo debajo de mi puerilidad, estaba un afán tremendo de seguir vivo, de retozar en las emociones con el mismo vigor que me había invadido el cuerpo en el momento de rodar por la hierba, revoleándome con Yakin y Boaz, abandonado al calor ameno de la tarde y a los olores puros, elementales, que, de todos lados, surgían y lo llenaban todo.

Debajo de mi enfado latía un sentimiento, que ahora veo y del que soy consciente, de envidia o frustración, de posesividad o dominio, que giraba en torno a la muchacha rubia a la que, sin saberlo, deseaba. ¡Estaba vivo! Estaba tan vivo como siempre lo había estado y como lo estoy ahora y oscilaba, como también siempre lo hice, entre la tensión y la laxitud, entre la relajación y el enérgico ataque que todo lo conmueve. Todo lo que hacía no era sino otra cosa que el materializado deseo de dominar el mal que me invadía. Constantemente estaba probándome a mí mismo y connotando los avances que realizaba, pues la sola idea de pensar en el más mínimo retroceso, en cesiones de cualquier índole, me derrumbaba y sumía en una depresión profunda a la que, sin embargo y a pesar de todo, me negaba. Pero entonces no era capaz de analizarme, ni a mí ni a mis actitudes, como ahora lo hago. Como ahora lo estoy haciendo.

El enfado me duró tiempo. Álvaro me llamó algunas veces por teléfono; pero, por unas causas, o por otras; con unas disculpas, o sin ellas, conseguí no ponerme nunca a conversar con él. Tengo la sospecha, casi la certeza, de que Paco y Elisa, lo tenían al corriente de todo; pero por si eso es así, prefiero no profundizar demasiado en ello. Optar por no darme por enterado.

Me encerré en mi taller de lutería. Había abandonado la música, pero ella no me había abandonado a mí y seguía necesitándola. Sólo de forma muy esporádica me decidía a escucharla y, también muy de tarde en tarde, a interpretar algo al piano; o a componer en toda la barahúnda electrónica que, ordenadores incluidos, me habían dispuesto en la parte superior del edificio, en el desván.

Lo que me apetecía era construir instrumentos. En algunas de las muchas consultas que había realizado desde que fui conocedor de mi mal, me habían dicho que mi enfermedad, el proceso degenerativo que yo padezco, ataca en la relajación y cede en la tensión.

Hacer música es, precisamente eso, alternar la tensión con la relajación; dirigirla es prácticamente lo mismo: alternar los períodos de ataque enérgico con los de laxitud total, pasar de unos a otros, generando en músicos y oyentes el estado que lleve, si no al éxtasis, sí a algo muy próximo a la capacidad de comprensión total, al conocimiento.

Construir una viola de gamba soprano me permitiría imaginarme la música, intuir la tensión vibratoria de la madera, al tiempo de acariciarla con los dedos, o al de recorrerla con la raspilla, buscando las formas más dulces para la tabla armónica; me permitiría imaginar su sonido, empastando de una forma perfecta, única, al tiempo de tocar en consort, con la otra gama de las violas, con las gambas bajo y tenor, con todas ellas, ensamblando su sonido, dulce y nasal, al de las demás. Construir es crear.

Me había hecho con los planos originales de un modelo del siglo XVII, el de Henry Jay, que me consentiría todo eso; pero, además, la ejecución de la obra haría que mi mal fuese controlado, en tanto que tuviese que hacer presión con mis dedos sobre la raspilla, en tanto que manejase los calibres, el escariador o el mazo.

Así que me encerré en la casa y di orden de que nada ni nadie me turbase. Y fui respetado. Durante semanas viví abstraído en la aventura en la que voluntariamente me había buscado una reclusión y, lo cierto es que, disfruté sobremanera. Paco y Elisa eran un par de inestimables ayudas. De cómo ellos habían conseguido las gubias de lutería, curvas, en forma de cuchara, redondas, es algo que, aún hoy, no consigo explicármelo suficientemente. Las habían traído de Viena, antes de mi llegada a la casa, ya estaban colocadas en su sitio del taller cuando yo llegué a ella. La vida ha sido muy generosa conmigo. A la postre, siempre hice lo que he querido y cuando necesité que mi vida fuese organizada por otros para mí no tuve más que indicarlo, sin tener casi nunca que llegar a pedirlo.

Lo tenía todo dispuesto, o casi todo, de forma que los primeros días los empleé, primero, en construir un gramil, curvo y plano, que me permitiese marcar los contornos en los que insertar los filetes que le diesen, a la viola, la consistencia precisa como para que en caso de ruptura, ésta se detuviese en ellos; luego en la realización de un mazo, debidamente curvado y dueño de la angulosidad idónea para cumplir su cometido; más tarde los cuchillos con las formas de sus hojas adaptadas a mis necesidades y a mis propias preferencias.

Fue un placer dominar mis manos, verlas firmes mientras apoyaban las gubias en el torno eléctrico y dibujaban, sobre la madera de boj, los adornos que se me iban ocurriendo con una prontitud que me dejó asombrado. Fabriqué mangos para todas las gubias. Fue un ejercicio grato. Yakin y Boaz se sentaban a la puerta del taller, en el jardín y esperaban allí, durante tiempo y tiempo, a que yo me acercase a ellos para acariciarlos. De vez en cuando, al sentir cómo me quemaba los dedos el papel de lija con el que pulía el boj, o con el que, utilizando su lado liso, le daba brillo a los mangos o insistía hasta que los quemaba en sus bordes, miraba a los perros y su quietud, impropia de cachorros, me enternecía si conseguía interpretarla como fidelidad, cuando no como cariño.

Mientras el Parkinson restaba sensaciones, por una parte, yo las recuperaba, por otras. Olía la madera de abeto y de arce, de pseudo platanus, con una delectación que creería imposible tan sólo unas semanas antes y a pesar de que ambas carezcan de olor alguno; seguro que lo que en realidad olía era la felicidad que me embargaba. Cuando le pregunté a Paco cómo las había conseguido, enarcó las cejas y extendió las manos hacia arriba. «Las conseguí», dijo, «tan pronto Álvaro me advirtió de sus deseos.» Me molestó, o al menos me sorprendió, la familiaridad utilizada para referirse a mi tío, pero no dejé que tal molestia trasluciese y, ni en mi voz, ni en mi expresión, hubo la más mínima inflexión que pudiese poner en evidencia mi asombro. Proseguí como si nada.

Las maderas para construir instrumentos musicales tienen que proceder de árboles plantados, única y exclusivamente para ese fin y deben ser objeto de podas y cuidados especiales en las regiones, frías y montañosas, en las que se cultivan. No deben tener nudos; precisan estar debidamente orientados y hay que cortarlos de noche, cuando no haya luna; cuando toda la savia permanece en las raíces, pues no hay luz que la llame, y así el secado será el preciso.

Un instrumento no es un mueble. Stradivarius, Guarnerius, Amati, lo sabían muy bien. Una viola de gamba, por ejemplo la que yo fabricaba febrilmente durante los primeros días de mi reclusión, tiene comportamiento. Los muebles pueden crepitar por las noches, pero las violas se resfrían, o se sienten afectadas por los cambios atmosféricos, o por la temperatura del cuerpo humano y, en multitud de ocasiones, hay que arroparlas porque sus voces son otras y apagadas. ¡Cómo las abrazan sus dueños muchas veces, para darles calor con sus cuerpos y mantenerlas en la tensión que el concierto exige de ellas! Pues la misma tensión amorosa era con la que, mi mirada, recorría la que yo estaba construyendo y le daba así el calor que precisaba, la amorosa tensión que, de su creador, todas las cosas reclaman.

Ni se me ocurrió salir de la casa, durante todas esas semanas. No lo necesitaba. Cuando estaba harto, o cuando simplemente me sentía cansado, me entretenía en jugar con los perros o en recorrer andando la finca de la casa, caminando por un prado de hierba en el que suelen pacer unas ovejas, propiedad de unos vecinos que así lo tienen solicitado y que ayudaban, y ayudan, a mantener el césped a su debida altura. En ocasiones, cuando los perros no me seguían, el carnero mostraba su inquietud y preocupación por el desconocido recién llegado, que invadía su territorio sin encomendarse ni a rey ni a roque. En esas ocasiones yo me divertía, citándolo desde una distancia prudente, mientras pensaba en la nada improbable situación que se produciría en el caso de que consiguiese desenterrar del suelo el palo, al que el carnero permanecía unido por una larga cuerda, que allí había sido sabía y prudentemente hincado. Así lo hice varias veces, sin atender a las advertencias que, desde el pie de un árbol al que permanecía atada su madre, me hacía un cordero, imitando acaso la actitud paterna, sin que yo le prestase la consideración debida; ya que la corta edad del lechal no me permitía valorar en su medida justa el peligro con el que me amenazaba. Hasta que de forma totalmente inesperada se arrancó y me proporcionó un testarazo que me dejó en el suelo. Desde entonces siempre que salí a pasear por el prado lo hice acompañado de Yakin y Boaz. Pura medida preventiva.

Ignoro si me sentó bien la reclusión o si, quien lo hizo, fue la suma de aire puro, paisaje sereno, ejercicio, tranquilidad y buenos alimentos que durante ella, recibió mi cuerpo; que lo hizo con una ansiedad y avidez tales, como hacía años que no había sentido hacia nada que no fuese la música y todo lo que a ella le rodea. Caminar bajo la lluvia, dejándome empapar por ella o tomar el sol, durante las escasas ocasiones en que éste conseguía abrirse paso entre las nubes, llegaron a constituir placeres tan exquisitos como ignorados por mí durante años y años en los que me dejé llevar por una forma de vida que, ni es deplorable, ni la deploro, pero que ahora me parece insuficiente. ¡Ah, la maldita manía de obrar por exclusiones!

Durante esos años en los que me privé del olor de la tierra mojada, de la fragancia que trae el aire después de las tormentas, de los cambios de luz que, de forma tan continuada como intensa, se pueden disfrutar a lo largo de los días nubosos o de los enseñoreados por la niebla; durante esos años, cada vez que tenía unos días, me escapaba al mar y me internaba en él, en su soledad, también en su silencio. No es que lamente haber navegado, lamento el haber permanecido ignorante de aquellas otras sensaciones que también me pertenecen y a las que, acaso, pertenezca yo en mayor medida.

El mar es la ausencia, la otra entidad. En él no estás, ni a bordo de la vida, ni sobre la muerte, simplemente navegas y no te perteneces. ¡Oh, esa inmensa soledad donde la ausencia nace, estela de los días extraños, apagada luz que todo lo envuelve y cubre, donde los días son otros y nada es!

El mar no huele, ya que todo lo deposita en tierra y así, los barcos que le estorban, las algas más verdes, los peces muertos, las botellas de los últimos navegantes solitarios y los cantos de las sirenas, sus definitivas fragancias, son posibles tan sólo en sus orillas y gracias a la entidad que les confiere el ser reconocidos por los paseantes; por aquellos dotados de la circunspección precisa, que sólo puede ser proporcionada por la edad provecta o inducida por la tierna edad de las primeras aventuras que se sueñan. Por eso el hombre libre siempre amará el mar, porque la última libertad, la del no ser, sólo sobre él es posible, y eso porque sólo sobre él no se es, siéndolo; y ahí queda eso.

Escapé, huí al mar siempre que pude y contemplé desde él, extasiado, la bóveda celeste; tumbado boca arriba sobre cubierta, me abandoné a su contemplación hasta sentir, ocupada mi mente por el vértigo, que mi cuerpo se proyectaba de arriba abajo, para descender sobre el cielo lleno de estrellas, de una forma tan vecina al vacío infinito y sometido a una sensación tan intensa, que, de dejarme dominar por ella, hubiese concluido por bordear la locura y por perecer inmerso en ella, en el vacío sideral que, en la enajenación, se conformaba dentro de mí.

Cada vez que eso sucedía, era el nirvana. El no ser. Y volvía a necesitar la música y, entonces, regresaba. Podían pasar días, transcurrir noches enteras aguardando, al acecho, a que la sensación me invadiese, poseyéndome, sin que nada ocurriera; sin que ese viaje de descenso, de caída libre desde la cubierta, sobre el ojo negro de la noche tuviese lugar en mi mente y sin que la locura estuviese tan al alcance de mi mano como las estrellas que delimitan y conforman el universo-mundo que habitamos.

Cuando eso era así, mi derrota era establecida por círculo máximo buscando llegar, cuanto antes y cuanto más lejos mejor, a ningún sitio preestablecido; por ver si allí, o en algún lugar de la cuerda floja del horizonte, y en extraño equilibrio, se encontraba la angustia flotando sobre una nube blanca para poder morderla con los dientes y con idéntica fiereza a como, un perro de presa, pueda morder a su más conspicua frustración. Y a veces lo conseguía y podía regresar a la orilla, convertido ya en el resto de un naufragio interior que el mar desprecia, poseído por la necesidad de olerme, de saberme a mí mismo y de poder hallar el reconocimiento preciso en las miradas de los paseantes de la vida; y en la de aquellos otros, los más provectos, o en la de éstos, los de la tierna intención aventurera, creía verme y conseguía, entonces, interpretar de nuevo el mundo y sus misterios y enfrentarme otra vez con la música y construirla; conseguía organizar el universo armónico de una sinfonía dentro de mí mismo y lograba, a la postre, la capacidad de transmitir, desde mi mente a la de los demás, la desaparición del caos original que toda estructura musicalmente perfecta supone. Porque eso es la música. Y no otra cosa.

En la Casa de la Santa no procedía por expansión. Lo hacía por reducción y toda la tristeza, la alegría, la felicidad o la angustia que la música trae o se lleva consigo, intentaba resumirla en el alma de la viola; colocándosela, en el lugar preciso y milimétricamente buscado, a partir de la barra armónica y luego de saber del olor de la lluvia, del color de la tarde y de todo aquello que sólo se sabe desde la orilla del mar y tierra adentro. Una vez que arribas después de transcurridos todos los naufragios.

Quizá por eso adquirí tanta afición a pasear y gracias a ello fui, de forma paulatina, ampliando la duración de mis paseos y la longitud de mis recorridos; hasta llegar a realizarlos por los montes vecinos, a los que me desplazaba por estrechas pistas rurales recién asfaltadas y recorridas, tan sólo, por tractores o por escasos y lentos y esporádicos automóviles de campesinos.

Durante uno de esos paseos vespertinos me pareció ver a la chica rubia pasando velozmente a mi lado en el interior de un coche. Pero no me dio la impresión de que ella me hubiese visto a mí o de que simplemente me hubiese reconocido; acaso ni siquiera fuese ella. Lo importante es que a mí me lo pareció, que su recuerdo afloró con fuerza en mi mente y que, la sensación de su imagen, permaneció en mí a partir de entonces.

¿Qué es lo que conduce a que, una imagen, cambie el curso de nuestras sensaciones? ¿Por qué, a partir de ella, de su contemplación, nuestra vida queda condicionada por ese aura que perdura, indescifrablemente envolvente, a nuestro alrededor rigiéndolo todo; aun contra nuestra voluntad e incluso contra nuestros deseos? Ni se sabe. Lo cierto es que así sucede y que, a partir del momento en el que la imagen es asumida, el deseo nace y nos determina.

¿Cuántas veces yendo, a doscientos por hora, por una autopista y de forma instantáneamente breve, nuestros ojos, en apenas décimas de segundo, retuvieron la imagen que, desde la valla publicitaria nos ofrecía un zumo de naranja? Nuestra mente consciente ni reparó en la valla, ni en la oferta, ni siquiera en los colores que nuestras retinas consiguieron hacer llegar, transmitiéndolos, hasta nuestra mente inconsciente para, desde allí, provocarnos la sed y obligarnos a parar en la próxima área de servicio. Pues así la melena rubia. Así el deseo. Así la variación de todas las cosas, incluso de los colores o del espacio que, a partir de entonces, necesitó mi mente para abarcar el tiempo o las distancias que, a impulsos del deseo, ya no fueron nunca jamás los mismos.

El polvo, el humo o incluso la luz, todo aquello que se posa, incluso la música, adquirieron para mí unas dimensiones que nunca habían tenido. Volví a contemplar el rayo lumínico que penetra, por la ventana entreabierta, en la estancia que está en penumbra; recobré el peso del aire más madrugador, aquel que viene con la primera brisa e invade, unos detrás de otros, todos los ámbitos del jardín para posarse sobre todo aquello que merece la pena ser contemplado; supe de los colores y de los brillos que la luz modela sobre las superficies que ellos cubren y el mundo fue, a partir de entonces, otro. Los días fueron otros.

Nunca había reparado, al menos de una forma consciente, en el color verde de la lechuga, o en el rojo de la carne, el azul o el gris de los pescados, el blanco de la leche…; pero a partir de aquellos días, esos colores, los de los alimentos, comenzaron a atraerme de una forma que se me antoja indescriptible. Empecé a seleccionar las comidas por gradaciones cromáticas e insistí, preferentemente, en la composición de las ensaladas.

Paco y Elisa observaban, creo que incluso divertidos, mis continuos cambios de humor, mis insistencias y manías culinarias, mi dedicación a las ensaladas, que creían consecuencia de la necesidad de un régimen que ayudase a mantenerme sano y delgado, pero que no dejaba de sorprenderles. Me volví caprichoso o al menos eso creyeron ellos: «A esta ensalada le falta un poco de color rojo», les decía cuando ya estaba servida a la mesa, y, no se sabe de dónde, ellos sacaban unos granos de granada, unas lonchas de remolacha, unos rabanitos que satisficieran mis deseos. «Algo de oro no le sobraría a este paisaje», les comentaba, y unos granos de maíz caían en cascada sobre la lechuga con tomate y rodajas de pimientos y albas cebollas de la tierra. ¡Dios, qué días!

Empecé, también por aquel entonces, a intimar con mi pareja de cuidadores. No sabía nada de ellos. En ocasiones, mientras yo raspillaba la madera de abeto de la que había de surgir la tabla armónica, Paco se entretenía en observar los veteados de la madera de arce que, si es de la calidad precisa, debe ser de tonalidad cambiante según la luz incida sobre ella; o bien limaba, con cuidado sumo, las seis piezas – las esquinas, la base del mástil y el taco del fondo- que, adheridas de momento al molde, han de quedar en el interior del instrumento dándole la consistencia que reclame en cada ocasión. Mientras observaba la madera o preguntaba por los nombres de las piezas o de las herramientas, insistía en otros aspectos más inherentes a mi persona, o a mi abandonada actividad.

Al principio rehuí dar explicaciones acerca de lo que se puede sentir en el momento de llenar el espacio total de un auditorio con la música por tu sabia mano gobernada, como le decía el fraile a Salinas, pero de forma paulatina fui reflexionando, en voz alta, de una manera como nunca antes me había sido consentida y, el fenómeno de la música, el de su dirección orquestal, se me ofreció distinto y, aunque ya inasible, digno de haberlo podido vivir en su total integridad. Mal sabía yo los designios del futuro.

Elisa atendía en silencio mientras restauraba, con mejor intención que resultados, las patas de una vieja mesa de castaño que había bajado del desván de la propiamente llamada la Casa de la Santa. En algún momento de aquellos días se me ocurrió pensar que podría Elisa estar esperando un niño y me pregunté qué sería de aquella paz interrumpida por los lloros de una criatura, de aquella dedicación obtenida por mí en exclusiva, en caso de tener que compartirla con un bebé; y decidí que, el responsable de la inarmonía que se derivase de la verificación de aquella sospecha, de aquella intuición, sería, a no dudarlo mi tío Álvaro, quién si no había tomado la decisión de contratar en mi nombre a una joven pareja en edad de hacer hijos como parece ser que está mandado.

Ni me había vuelto a llamar mi tío, ni él había recibido mi llamada. Vivíamos en dos mundos distintos y lejanos. Lo hacía él al pie casi de la tumba del Apóstol, al pie del Cuerpo Santo; lo hacía yo al pie del lugar que había ocupado el Cuerpo de la Santa, trasladado ahora a muy escasos metros de mi casa, a una iglesia que no me atrevía o no me decidía, no sé por qué, a visitar. Pero mientras tanto no nos veíamos y ésa era toda la relación establecida entre nosotros. La que había, hay, entre Minia y Santiago, es decir, ninguna.

Tampoco me atrajo visitar La Ciudad durante todas esas semanas. Incluso la vez que creí ver a la chica rubia y empecé a vivir partiendo de la sensación que, en mí, imprimió su recuerdo, lo que hice fue recorrer las pistas asfaltadas próximas a mi casa con mayor frecuencia que antes, justificándome, delante de Paco y Elisa, con no hacerlo por el prado en razón de la acometividad de los carneros; como si fuese preceptivo hacerlo, preceptivo disculparse o improcedente el pensar en el veloz y fugaz paso de una melena al viento por mi lado. Pero no se me ocurrió buscarla recorriendo La Ciudad.

¿De qué huía? ¿Qué era aquello con lo que no quería encontrarme? Por no atreverme, ni me decidía a preguntarles, de una forma directa, a mis dos cuidadores, acerca de quiénes eran o de cómo era que se ocupaban en las labores en las que lo hacían, en las de mi cuidado y en el de mi casa, siendo como eran personas cultivadas, personas incluso cultas o yo diría que muy cultas. Llegué a sospechar que perteneciesen a alguna asociación religiosa de las muchas en las que Álvaro había ocupado su tiempo e, incluso, su y mi dinero; pero nunca supe plantear pregunta ninguna a aquellos dos seres a los que estaba cogiendo cariño y de los que empezaba a depender para más cosas de las que sospechaba e, incluso, para más y más cosas de las que hubiese deseado. Pero así es la vida y así somos los humanos. ¿No dependía también de Yakin y Boaz?

Me gustaba verlos echados a mis pies, mientras oía música o mientras construía la viola, y tenían la ventaja sobre Elisa, a quien también me gustaba ver entretenida en la restauración de su mesa de castaño, o en el cuidado de las plantas del jardín, de que a ellos podía acariciarlos y a ella no.

Los sentimientos se expresan más que a base de palabras a través del tacto. Lo sé muy bien desde hace tiempo y lo sé ahora aún más que antes, porque mi enfermedad me reprime de expresar lo que siento y hacerlo acariciando un cuerpo, recorriéndolo con mano que sé temblorosa y torpe, palpando con agitación lo que antes sería objeto de la lenta dulzura de unos dedos que se posan. Acaso por eso todas las cosas que lo hacen levemente, el polvo, la luz, el dulce descenso de las aves, la niebla, también la música, hayan adquirido esa nueva dimensión que proporciona el sueño que sabes imposible. Acaso por eso acaricie, refugiándome en ellos, los cuerpos de Yakin y de Boaz. ¿No se acarician los animales, no se pasan horas y horas lamiéndose, entrechocándose las cabezas o apoyándose mutuamente en los cuerpos poderosos y flexibles? ¿Podrían expresar mejor sus sentimientos de tener un lenguaje que no fuese el del ronroneo tenue que precede y continúa a las caricias? Probablemente no. E incluso el ronroneo dice menos, es menos cálido, comunica menos afecto que el calor corporal que las extremidades transmiten.

Pasamos más tiempo hablando de amor y ponemos en ello mucho mayor énfasis, incluso, que el que ponemos y dedicamos a hacerlo. Pasamos más tiempo acariciándonos, recorriéndonos mutuamente, que el que permanecemos hablándonos de lo mucho, o poco, que nos amamos o de lo intenso que es el deseo que nos invade. ¿Y dónde los sentimientos? Pues en las caricias posándose sobre la piel que delimita y contiene todo cuanto somos. En las miradas que se posan igualmente sobre las superficies amadas, también sobre o en los otros ojos que permanecen abiertos a toda cuanta interrogante pueda traspasarlos.

Al cabo de semanas de lutería y de paseos, movido quizá por la fugaz visión de la carretera, resolví encerrarme en casa y salir lo menos posible. Empecé a tener cambios bruscos de carácter e incluso una decisión sustituía a otra con una facilidad tal que hacía increíble el carácter opuesto que la significaba. La visión de la chica rubia me había llevado al deseo de regresar a La Ciudad y, luego su recuerdo a permanecer encerrado; en una primera oportunidad me había vuelto eufórico; en otra segunda, deprimido y triste.

Había leído que mi enfermedad habría de sumirme en períodos de inexplicable tristeza, de irreprimible apatía. Acaso por eso la decisión de recluirme la tomé de forma inmediata a la del conocimiento de mi mal y, en razón de ello y del poco tiempo que todavía llevaba en la Casa de la Santa, me negaba a que la dolencia hubiese realizado, ya, progresos de esa índole. Me inundaba una gran ansia de vivir; la sentía en mis músculos entumecidos, en mi omóplato dolorido o en mi codo sometido al dolor como si una tenaza o unos alicates, también un perro de reducido hocico, hubiesen hecho presa en él y lo estuviesen mordiendo con una intensidad tan milimétricamente estudiada, de forma tan sádica dispuesta, que no consintiese que la carne llegase a ser desgarrada, pero que dejase que esa sensación que la antecede permaneciese despierta una eternidad, innoblemente asentada en los nervios todos de mi brazo.

Sospechaba que esa enorme ansia de vivir habría de ayudarme a mantener el asedio al maldito baile de San Vito, a pesar de saber que Vito y Parkinson tienen algo, pero no mucho que ver. A conseguir, decía, tenerlo distante y vencido por la fuerza de mi mente. En mi juventud apasionada de lector impenitente, había sostenido, pues tal teoría era consecuencia de mis lecturas, que el cáncer sobreviene, en la mayor parte de las ocasiones, cuando se pierde el acceso a la esperanza. Yo tenía esperanza y quería creer que W. Reich tenía razón. La voluntad humana es poderosa y, las fuerzas que la mueven, de un alcance insospechado. Me agarraba a mis ansias de vivir como un náufrago a su única posibilidad de supervivencia. Basaba todo en ellas y solía hacerlo en los momentos de euforia, aquellos en los que trabajaba en el taller y salía a pasear incluso junto a los carneros más amigos de embestir, o detrás de las vacas más amigas de soltar coces.

Por el contrario, cuando sobrevenían los períodos de abatimiento, aquellos en los que me recluía en el interior de la casa y me abandonaba a la contemplación del televisor encendido, pero con el volumen de voz suave, lo que sentía era un gran temor a la muerte y temía que, precisamente, ese temor fuese, o acabase por ser, superior al de mis ansias de vivir. Me debatía entre las dos intensidades, analizaba la calidad de un sentimiento y otro y sospechaba mientras el ansia por la vida fuese superior al temor por la muerte, por la desintegración, yo estaría a salvo. No sé si será así, exactamente. Si mantendrá más vivo a un ser humano su anhelo de vivir o su temor a la muerte, o si, los dos sentimiento exactamente lo mismo y lo mío las divagaciones de un anciano prematuro.

Necesitaba bajar a La Ciudad a atiborrarme de bibliografía. Y volví a acordarme de mi tío Álvaro. Me ayudó a tomar la resolución el despertar de una siesta posterior a una comida ligera, frugal se podría decir, de la que resucité gracias a la música que surgía del televisor encendido y que llegaba hasta mí haciéndome jurar por lo bajo acerca de la música moderna y de quien se dignaba no sólo componerla sino también dirigirla. Debo reconocer y lo hago muy a gusto que se trató del despertar propio de un viejo gruñón que aprovecha cualquier cosa para descargar compulsivamente su malhumor; aunque ese mal humor, en realidad lo que efectivamente sea es un buen humor peculiarizado de un distanciamiento brechtiano casi seguro que mal entendido por la mayoría de los mortales.

Cuando abrí los ojos pude verme en la pantalla del televisor dirigiendo aquella condenada partitura de Cristóbal Halffter y opté por sonreírme y ponerme de forma definitiva de buen talante; porque quizá los gruñidos del viejo que se despierta después de haber comido, conduzcan inexcusablemente a la posibilidad de averiguación respecto de la entidad de todo: el color de la tarde, los rostros de los que se hallan a tu lado, la jaqueca que te acecha, todo, antes de decidir cómo está el mundo y cómo debes, en consecuencia, estar tú. Yo decidí que bastante había hecho con dirigir aquello y que las caras de Paco y Elisa eran agradables; al fin y la postre, aquélla también era su casa y yo no tenía derecho alguno a amargarles a ellos la tarde. Por eso sonreí y dije:

– ¡¿Quién lo diría?!

Y me incorporé para irme directamente al servicio, a orinar, y luego a la cocina a pelar una naranja que me lavase el ligero amargor de boca que la siesta me había dejado. Yakin y Boaz jugaban en la huerta.

Me gustó el verme dirigiendo a pesar de que aquella partitura no permitiese grandes cosas, o precisamente por eso. Aquello no era organizar la armonía, sino el caos y tenía también su mérito. Pero el poder verme dotado de la antigua energía, con un desacostumbrado aspecto juvenil, próximo al que me podía reconocer en el espejo si conseguía hacer abstracción de la impasibilidad facial, propia del caso, era algo que me resultaba exultante y divertido, agradable y energético y supe que podía bajar, por fin, a La Ciudad y hacerlo sin la compañía de nadie.

A los pocos minutos saqué el coche del garaje y agradecí el cambio automático. Paco y Elisa me despidieron sonrientes y busqué el camino que me condujese a la carretera general pasando previamente por el centro del pueblo, bordeando la robleda de árboles hermosos que hay entre la casa consistorial y la iglesia de la santa. Lo hice no sé con qué objeto, quizá con el de ver y ser visto; con el de comprobar cómo iban las cosas en mi ausencia última de cuatro días. Me prometí caminar hasta allí en más de una ocasión y entretenerme en jugar con la máquina tragaperras del bar «El Paraíso» o hacerlo a la brisca con los vecinos más amantes de la baraja, bajo la mirada atenta de Ramiro; aunque esto último lo pensaba llevado más de mi buen humor del momento que de un deseo ferviente de hacerlo. En el fondo de mí mismo sabía que era bastante improbable que lo hiciese, máxime si pensaba en el casi insalvable temblor de manos que habría de acometerme en ocasión de jugar a las cartas y en el de contar monedas o de distribuir juego. Seguro que eso iba a molestarme en grado sumo. Y no precisamente por la mirada atenta de Ramiro.

¿Qué haría si me detenía la Guardia Civil de Tráfico y me recriminaba por conducir con temblor de manos? Posiblemente decirle quién era yo, advertirle educada, sibilina y sutilmente de con quién estaba hablando. ¿No habían tenido consideración suma en Francia con el filósofo que había estrangulado a su santa esposa? Pues que la tuviesen aquí con quien en vez de romperle la cabeza a la gente con teorías que, seguro, habían de periclitar, había construido mundos llenos de armonía para que la gente los habitase aun después de haber sido concluidos; con quien profesaba lo que siempre existirá mientras el mundo sea mundo.

Podrán faltar la novela y el teatro, incluso la poesía; largos períodos de la historia han conducido a través del tiempo a pueblos que no tuvieron ni siquiera escritura y que dejaron testimonio de su paso en los troncos de los árboles, en las piedras, también en el aire en el que la música de sus cantos o de sus más sencillos instrumentos dejaron constancia de todo aquello que les conturbaba. Porque nunca faltó la música. Nunca podrá faltar. Así que la Guardia Civil de tráfico ya lo sabe. Y si no que no pongan las sirenas. Amén.

La carretera estaba totalmente expedita; apenas había tráfico y conducir se convertía, gracias a ello, en un placer intenso del que podías disfrutar enteramente. Sentías brincar el coche hacia adelante cuando pisabas el acelerador de forma brusca e intensa y gozabas con el rápido deslizarse de la máquina sobre un pavimento liso y bien construido. Llovía de forma suave y, después de aquel último y reciente encierro en la Casa de la Santa, la conducción rápida que yo estaba llevando consistía en una real forma de liberarse. Aunque no supiese muy bien de qué.

Disfrutaba tanto que, a pesar de que observaba en el panel de instrumentos y datos la escasez de combustible, no hacía caso de ello y seguía hacia adelante con tal de no prescindir del placer que sentía. Me negaba, incluso y conscientemente, a la charla amigable y frívola con las mozas de la gasolinera o no hacía caso de la posibilidad que se me presentaba de pararme en algún restaurante o cafetería de los muchos que hay en las carreteras del país, a tomar algo y disfrutar con ello. Me negaba a todo lo que no fuese avanzar, seguir hacia adelante, llegar cuanto antes.

En realidad también había sido así mi propia vida. Una sola tensión, un solo placer, una sola entrega. Después de aquel encierro de los primeros años, me subí a la tensión que habría de disponer de todo mi esfuerzo y aún no sé si, a estas alturas del discurso, me habré desprendido de ella tanto como me es necesario si quiero aprovechar bien los últimos tramos del viaje.

Sentí que el viaje terminara y decidí prolongarlo; por eso, al llegar a Vidán y antes de enfilar la cuesta que lleva al semáforo de la entrada al campus, giré a la izquierda y me metí por la carretera que conduce al pazo de San Lorenzo, primero, a la zona del Pombal, después. Y allí sí estaba La Ciudad.

Al final de la Rúa de Poza de Bar, torcí a la derecha y subí por la Costa do Cruceiro de Galo para, acto seguido, girar a la izquierda, luego a la derecha y, por la Rúa do Pombal, acceder a San Clemente. Bajé de nuevo. La Ciudad es una sucesión de colinas suaves sobre las que está asentada, pero recorrerla puede resultar, aunque de forma escasamente consciente, un subir y bajar que acabe por resultar incómodo a quien no se provea, previamente, de la necesaria calma para recorrerla como en una caricia que se vaya deslizando por la piel de sus calles enlosadas. Y las caricias suben y bajan, se desplazan de un lado a otro, vuelven, vienen de nuevo, regresan, se van y nunca terminan. Pues así los paseos por La Ciudad.

Subí a San Clemente y bajé hacia La Trinidad para abandonar el coche en el aparcamiento que hay detrás del Palacio de Raxoi. Estaba en mi infancia. Había regresado. Descendí del coche conteniendo la respiración agitada que se había adueñado de mí. ¿Cómo no se me había ocurrido en la ocasión anterior entrar por donde lo hice en ésta? Doblé la esquina suave que hace la iglesia de San Fructuoso y contemplé atónito la esquina de la antigua Morgue, también la de la Falcona, en los comienzos de la Costa do Cristo, antes de ascender por ella para dirigirme a la contemplación de la Praza do Obradoiro.

Volví la vista atrás, ya desde el medio de la cuesta, y, un volumen que ocupaba mi recuerdo, no estaba, en realidad, al alcance de mi mirada; y aun a pesar de ello, mis ojos, lo buscaban con avidez. Había desaparecido de su esquina la iglesia de La Trinidad. Quedé sorprendido y atónito. Durante un buen rato permanecí en medio de la cuesta, sin decidirme a continuar subiendo, absorto en un mundo de recuerdos y sensaciones relacionados con la iglesia desaparecida. Luego asomé a la contemplación de la fachada del Obradoiro. Y sollocé.

Recorrí la plaza deteniéndome en los lugares que había habitado en mi infancia, en aquellos en los que había jugado a todo lo que un niño pueda hacerlo en las horas próximas a las del atardecer o en pleno mediodía, siendo verano o invierno, casi siempre con lluvia. Me acogí a los soportales de palacio como había hecho de niño y recordé a Anselmito Toledo, un cretino, conocido igualmente como «El Chulo del Berbiquí», compañero de infancia, petulante conspicuo y guapito de cara, a quien hacía años había encontrado -paseando por Picadilly Circus con bolso de cuero en ristre, de esos que llaman, o llamaban, mariconeras; porque ahora ya no se usan, aunque me temo que él sí lo siga utilizando- convertido, quién lo iba a decir, en un profesor universitario lleno de toda la petulancia que el estólido suele llevar consigo; aunque sea en la alforja que le pende de un costado, a falta de cerebro donde alojarla e incapaz de dejarla en casa siquiera sea por unas horas. Lo recordé con sus rizos grasientos cayéndole, en cascada, sobre la frente resumida, pavoneándose ya desde su más tierna infancia, apoyado en una columna y luciendo la atiplada voz blanca de soprano que, el muy «castrati», exhibía como pueri cantor de la capella catedralicia y en los soportales del palacio de Raxoi, para envidia de todos nosotros. ¿Seguirá teniendo ahora voz de contratenor? Es posible. También es posible que le envidiase aquella voz, aguda y potente, de la que yo siempre carecí; dueño como soy de una voz pequeñita, pero mala. ¡Anselmito Toledo, que creía que la plaza entera le pertenecía!

Cuando lo vi en Londres, no hace todavía muchos años, se había convertido en un radical de izquierdas; él, que nunca se había comprometido con nada, ni con nadie más que con él mismo, durante la dictadura, ahora, en democracia daba lecciones de pureza a cualquier idiota que, como yo, se lo tropezase por la calle, en Londres o en La Ciudad, siempre con la mariconera en ristre, siempre con la alforja llena de la petulante alfalfa con la que se alimentaba: paja, al fin y al cabo, aire envuelto en hierba seca, humo, sólo humo, humo de paja. ¡Oh, petulante!

Recordé a Abrahán López de Castro que ya pintaba niñas con los ojos asustados y llenos de luz y recordé a otros, cuyas sombras se ocultaban detrás de las columnas, con la fidelidad perruna que significa la vivencia recobrada, el haber compartido la misma luz que se va siempre por detrás de las «cuatro sotas de la baraja» que culminan la iglesia de San Fructuoso y me pregunté por todos ellos. Lo hice con la angustia del niño que pronto tuvo que dejar de serlo, porque los tiempos lo llevaron por caminos de los que ellos nunca sabrán nada. ¿Qué habrá sido de ellos?

Fui un niño con corta infancia. Lo supe siempre, lo sé ahora, y lo recordé mientras paseaba por el Obradoiro, a bordo de este mi cuerpo apenas tembloroso. Son pocos los recuerdos y se agotan en la muerte de mi padre. No es buena cosa saber que te robaron la infancia y tampoco es bueno constatar que se te fue la vida, consumida en una tensión que no te dejó reposo. ¡Maldita infancia y maldita música!

Escapé de la plaza subiendo por las escaleras que atraviesan el arco sobre el que se asienta el palacio arzobispal y lleva a la fachada norte de la catedral, la de la Azabachería, y me encontré de lleno con la infancia de la que estaba huyendo, de lleno con el momento en que abandoné la niñez y traspasé la puerta grandiosa de San Martín llevado por mano que recuerdo sin piedad ninguna.

Al poco de morir mi padre, cuando La Ciudad comenzaba a superar la división habida entre hidrófilos e hidrófobos y mi tío Álvaro olisqueaba el gran porvenir de los negocios de saneamiento, mi abuela comenzó a sentir la necesidad de ganar el cielo a cuenta. Tenía que hacer méritos cuanto antes y no se le ocurrió mejor anticipo que el de que, su nieto bienamado, fuese obispo. En su intento de ganar el cielo a mi costa le ayudaron eficazmente sor Julita y sor Maximina, quienes monologaban en mi presencia acerca de que Dios me había tocado con su gracia y era evidente que estaba llamado al camino sacerdotal. ¿Llegué a creérmelo? Me da la impresión de que nunca del todo, pero, sumido en un mar de dudas, dejé que mi voluntad fuese conducida entre las monjitas del Colegio de las Huérfanas y mi santa, o al menos aspirante a ello, abuela.

Es increíble lo que pueden dar de sí unas horas, incluso unos minutos; incluso, dicen, unos segundos, acaso unos breves instantes; un instante, tan sólo; aquel que precede inmediatamente al del último suspiro y en el que, afirman, se le hace visible al moribundo toda su vida entera. No creo que sea cierto. En esos momentos bastante ocupado estará uno en abandonar esta vida con la mayor dignidad posible, o en negarse a ello con vehemencia, o en no reconocer proximidad alguna de la realidad de este hecho, o se verá ocupado entero de terror, o deseando que el dolor abandone su cuerpo lacerado. Habrá también quien halle la paz en el consuelo espiritual que le pueda, sepa o quiera facilitar el ministro de su religión y quien rechazará los ritos que esa religión le imponga por la simple razón de que le parecerán ridículos y, ni en esa ocasión única, el sentido del humor, o el del absurdo, dejarán de acompañar al moribundo. Por ejemplo, yo ahora no sé si me estoy muriendo.

No sé cómo será mi postrer momento, pero por lo de ahora es evidente que voy recordando todo aquello que me trajo hasta aquí de una forma paulatina que, el encuentro con La Ciudad, hace más posible. Tampoco sé cuánto tiempo estuve detenido delante de San Martín, delante del edificio que albergó el Seminario en el que entré llevado de la mano de mi abuela, aquella virtuosa mujer que recuerdo sin amor.