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«Se equivocan a veces -dice a propósito de esto Réaumur- y éste es otro de los rasgos que parece probar que forman juicio».
Maurice Maeterlinck, La vida de las abejas, Libro Tercero, Cap. XVI.
El viejo canalla insistió:
– Pasa, rapaz, pasa.
Todavía era capaz de incorporar a su voz el soniquete preciso para que, la ironía, también la sorna, surgiesen diáfanas a través de la entonación, de la cadencia, de algo que permanecería en el aire hasta que algo, un cruce de miradas, por ejemplo, consiguiese disolverlo. En esta oportunidad también fue así.
Lo vi sentado en un sillón de mimbre, próximo a una ventana, aprovechando la gris y escasa y difusa luz del día; protegido por una manta de viaje que quizás tuviese tantos años como él, tocado de boina; las manos con la piel llena de manchas, pero poseedoras aún de una lozanía y de una tersura impropias de su edad. Sentí envidia y me senté al alcance de su mano, del otro lado de una mesita sobre la que reposaban un plato con fruta y un vaso con agua de limón. El viejo, además de canalla, era contumaz.
No nos dimos la mano, tampoco le di un beso. No nos abrazamos. Me senté en la silla y esperé a que fuese él quien retomase la palabra o me golpease amigablemente en la rodilla con la palma de su mano abierta. Nos miramos y esbozamos sonrisas tenues y, al fin, afectuosas. Todo normal. Incluso excesivamente normal. Parecía como si nos hubiésemos visto el día anterior y el tiempo no hubiese transcurrido, como lo había hecho, hasta convertirnos, a los dos, en unos ancianos. Éramos ya un par de viejos. Hablé yo.
– ¡Estamos viejos, Álvaro!
– Sí. Lo estás, pero menos de lo que creía.
Curiosamente su comentario me agradó. Mi tío me llevaba veinte y tantos años y su comentario me satisfizo. Pensé en la edad que él tendría, ¿noventa y?; lo miré de nuevo y, al hacerlo y ver su lozanía pulcra, me sentí sucio y decrépito. No supe cómo herirlo.
– Así que te convertiste en un viejo libertino
Se sonrió complacido y se puso a silbar mientras miraba a través de la ventana. Por fin me miró de nuevo y, repiqueteando con los dedos sobre el brazo de su sillón, me dijo:
– Así que me viste en la televisión.
Asentí con la cabeza y temí que mi movimiento no fuese interpretado como aseverativo, sino como resultado del mal que padezco.
– ¿Así que te gustó la rubia?
Evidentemente era un canalla. No asentí, me limité a mirarlo. En la calle, al otro lado de la ventana, podía verse cómo unos muchachos se proveían de droga y, luego, se encaminaban hacia el fondo de las escaleras de San Martín para administrársela acogidos a ellas. Álvaro había seguido, con la suya, la dirección de mi mirada.
– Los desplazaron para aquí. Pobres.
– No temes que te asalten.
– ¿Para qué crees que puse rejas en las ventanas?
Aquel viejo con respuesta para todo era el mismo que le había organizado la oposición a mi padre cuando la implantación del servicio de abastecimiento de agua; el mismo que se había enriquecido con el negocio de saneamiento; el mismo que me había incrementado, administrándolo correctamente, mi propio capital familiar y el que resultó de mi profesión de músico; el mismo falso beato que escudriñaba, desde detrás del cristal de su escaparate, las piernas de las sirvientas que recogían el agua de la fuente del Toural. Y todavía estaba vivo. Incluso era posible que me sobreviviese a mí. Siempre me había ganado él a mí en tomar la iniciativa.
– ¿Qué tal Paco y Elisa, se portan bien? ¿Funcionan?
Le dije que muy bien, que excepcionalmente bien y me respondió que no le sorprendía, que ya se lo esperaba.
Con la mayor naturalidad del mundo me habló de ellos como de alguien muy próximo y querido. Habían vivido en la bohemia ibicenca, bordeado el mundo de los psicotrópicos, alimentando sueños igualitaristas y revolucionarios, habían experimentado dos o tres misticismos y, sospechaba, que andaban en el cuarto estadio de su preocupación cognoscitiva: con excesiva frecuencia le hablaban de Prisciliano, de que la suya fue la primera heterodoxia cristiana, de que propugnara en su tiempo la creación de conventos mixtos y de que, siendo gallego, lo lógico era que fuesen de él los restos que se suponían del apóstol.
– Me temo que pertenezcan a una secta Priscilianista.
¿Era aquél mi tío? Me di cuenta de que no lo conocía y reparé en la enorme cantidad de libros que adornaban la habitación. Siempre lo había imaginado detrás del mostrador, paseando también por la trastienda, acudiendo a las sacristías, pero no leyendo, no admitiendo tácitamente la posibilidad referida a Prisciliano. Tuve que admitir que, aquello, era demasiado para mí.
– Me sorprendes.
– Pues imagínate cómo estaré yo. Francisco es hijo mío.
No sólo no se inmutó, en el momento de decírmelo, sino que, ni tan siquiera se preocupó en mirarme para poder observar mi reacción. Me limité a mirarlo incrédulo.
– Debiste advertírmelo -acerté a comentar.
– Lo estoy haciendo.
– Antes de convertirlo en mi criado, quiero decir.
– ¿Con qué objeto?
– ¡Coño, es mi primo!
Me miró perplejo.
– Él no lo sabe.
– ¿No lo sabe?
– ¡Ca!
– ¿Ca?
– Como mucho lo supone.
– ¿Quién es su madre?
Se encogió de hombros, al tiempo que le sonreían los ojos, pero no respondió a mi pregunta. El viejo canalla todavía guardaba más sorpresas:
– Tampoco sabe que me va a hacer abuelo.
Se podía colegir de forma muy fácil que el bellaco de mi tío se estaba divirtiendo.
– ¿Tampoco lo supone?
Guardó silencio y extrajo un sobre del interior de su bata, me lo alargó y me dijo:
– El resultado del análisis dio positivo. Dáselo a ella, por favor.
La vida de un hombre ¿cuántas vueltas puede dar en un segundo? ¿Cuántas palabras son necesarias para trastocarlo todo, para todo enturbiarlo o dotarlo de una diafanidad cegadora? Ni se sabe. En un instante decides firmar un contrato y dejar otro en blanco y la vida te lleva por caminos por los que nunca hubieras transitado de haber decidido firmar del modo exactamente contrario. Tropiezas con alguien en la puerta de una cafetería y lo que antes te era desconocido o ajeno se incorpora a tu vida de una manera definitiva e indeleble. Vuelves, al cabo de los años, y, la familia que creías diezmada, es otra y ajena que vas a tener que incorporar en el cuadro de tus afectos; pues te enseñaron hasta que te lo creíste, que, la llamada de la sangre, siempre debe ser atendida. ¿Qué otra llamada podía efectuarme Álvaro?
Guardé el sobre en el bolsillo y seguí esperando el contacto de la mano de mi tío sobre mi rodilla, pero no se produjo. Me sentí poseedor del secreto de una vida y añoré aquella que yo hubiera podido generar al tiempo que me preguntaba por el nuevo tipo de relación que debería de establecer, a partir de entonces, con el pariente recién obsequiado. La conversación continuó por derroteros propios de la ocasión y supe que estaba cansado, profunda y agotadoramente cansado, sin voluntad alguna de continuar hablando de cosas vagas y decidido a solventar la ansiedad que se iba apoderando de mí de la manera más rápida posible.
– Creo que me voy a ir.
– ¿Ya?
– Ya.
– Es pronto, hombre.
– Estoy muy cansado y nos quedan muchas ocasiones para seguir hablando.
– ¿De qué?
– De todo lo que queramos.
Y empecé a incorporarme. En ese momento sentí la mano de mi tío posada sobre mi rodilla.
– Siéntate, espero una visita.
Le hice caso y guardé silencio. Al cabo de un momento me atreví a preguntar:
– ¿De quién se trata?
– Te va a agradar.
Pensé en que ya no conocía a nadie en La Ciudad y que ninguna visita me podría resultar grata.
– ¿Tú crees?
– Lo creo.
Reanudamos la conversación y sentí el vehemente deseo de preguntarle en lo que la vida lo había convertido. Durante años las informaciones que recibía de La Ciudad no me habían advertido del cambio experimentado en el beatón que yo recordaba. Ni siquiera la maledicencia me había sugerido la posibilidad de que la familia hubiese aumentado gracias a su aplicación.
– ¿Piensas decirle a Paco que es hijo tuyo?
– ¡Ya se enterará, ya!
Supe que no pensaba decírselo y que sólo lo sabría testamentariamente, así que decidí no darme por enterado y continuar la relación en los mismos términos en los que había sido establecida desde su inicio.
Durante un buen rato guardamos silencio. Ocupados en observarnos abstraídos dejamos, ambos, que nuestros pensamientos llenasen el vacío que nuestra actitud producía. Era como si uno fuese sabiendo de los del otro y, telepáticamente, asintiese para confirmar las sospechas, las intuiciones, los múltiples supuestos que, dos vidas tan dispares, podrían generar en el pensamiento del otro. Tácitamente, pues, tuve que transigir con el convencimiento que mi tío tenía de la nulidad en la que mi vida se había convertido. Mucho éxito, mucha orquesta sinfónica -una detrás de otra-, mucho trabajo; pero nada sólido, nada que me permitiese afirmar que había vivido. No había compuesto una sola partitura, nada había salido de mi cuerpo que me perpetuase: ni un hijo, ni tampoco una criatura de mi mente. Álvaro me observaba con ironía y conmiseración, con distanciamiento y cierto ánimo comprensivo y jovial. El misticismo del que había carecido durante toda mi experiencia religiosa había surgido después y lo había puesto al servicio de la música. Ordenado sacerdote y enviado a Roma fui abandonando paulatinamente mis obligaciones, de forma sosegada y escasamente traumática, hasta el punto de que me di cuenta de que ya no ejercía el sacerdocio, tan sólo cuando observé que, todo mi tiempo, me lo ocupaba la música.
Al principio acudía a confesar a una parroquia vecina a mi casa, con objeto no de ganarme unas liras que no necesitaba sino de sentirme útil a los demás, de saberme sacerdote, ministro del Señor; también de estrenar mis recién recibidas órdenes mayores. Pero pronto me aburrió la sucesión de escrúpulos repetidos que las beatas depositaban en mis oídos y, el Santo Sacrificio de la Misa, se convirtió, de una forma que nunca sospeché tan rápida, en algo monótono y aburrido. La música lo llenaba todo y me absorbía enteramente.
Álvaro empezó a observarme de forma harto sarcástica y supe que pronto rompería a hablar. No me equivoqué.
– Nunca tuviste vocación alguna. ¿Verdad?
– Y tú siempre fuiste un hipocritón burgués y resabiado. ¿Cierto?
Los dos sonreímos y asentimos a la afirmación del otro. Fue el primer momento realmente grato desde que nos habíamos encontrado. Incluso podría afirmar que el único desde hacía muchos meses, quizá años. No es que la verdad nos haga libres, ni mucho menos. La verdad libera tanto como la mentira. A veces incluso no sólo no libera, sino que ata; mientras que más de una mentira nos hace sentirnos libres y ligeros, en unas ocasiones, retenidos y presos, en otras. Lo que libera realmente es una sensación que nos invade, tan sólo de vez en cuando, y deposita en nosotros la evidencia de la alegría; ya que no de la felicidad. Una sensación de bienestar, de confortabilidad y serena aceptación de la propia e intransferible realidad del momento. Y, esa sensación, fue la que al menos a mí, supongo que también a mi tío, nos invadió en el transcurso de aquella tarde; justo antes de que yo cayese en la cuenta de que, la anunciada visita, no había sido más que un ardid para retenerme.
La luz había ido desvaneciéndose del modo paulatino y acaso dulce, habitual en los finisterres atlánticos y supe que pronto sería de noche; lo supe con esa consciencia, producto de la intuición más que de la certeza horaria, tan propia de las situaciones semejantes a la que me retenía al lado de mi tío impidiéndome consultar el reloj de una forma que resultase natural. Temía que hacerlo dejase traslucir el deseo, por otra parte cierto, de salir de allí cuanto antes y no me parecía prudente, ni educado, ni tan siquiera mínimamente respetuoso para con el cariño y la gratitud que le debía, el que mi impaciencia me delatase de una forma tan torpe. Y tan simple.
Ignoro si Álvaro se dio cuenta de todo; pero se solucionó, del modo más sencillo, con una invitación a cenar.
– A mi edad apenas como nada; no tengo ya apetito y debo de cuidarme. Claro que tú, a la tuya, tampoco estás ya para muchos trotes y no te importará que lo hagamos frugalmente. Pero nos haremos compañía.
Me dijo el muy canalla. Después que hube aceptado y que quedó de manera patente clarificada su ansia de que, a partir de entonces, hiciésemos más intensa una relación inexistente hasta ese momento, se dedicó a ilustrarme por lo menudo de la rigurosa dieta a la que su edad lo inducía:
– De desayuno unas frutitas, un poco de queso, seis o siete mantecadas y un paquetito de galletas. A media mañana tomo las doce, y no me dejan tomar más que otras pocas galletas y, si acaso, unas lonchitas de jamón. Cosa de nada. Como un pescadito hervido, un filete a la plancha. Todo sin sal, insípido del todo. Nada de grasas. Algo de fruta, para quitar el sabor de unas cañitas de crema y, eso sí, el café no lo perdono con unas gotitas de aguardiente. Algún pecadito hay que consentírselo.
Había merendado algo, antes de que yo llegase, y cenó tal y como me había anunciado a base de quesos y frutas, de muchos y variados quesos y de bastante fruta. Concluyó tomando cerezas y uvas pasas en aguardiente.
– Muy buenas para coger un sueño sosegado y tranquilo, muy de agradecer a mi edad. Coge, rapaz, coge. ¡Ay si yo tuviera tus años!
Insistió el taimado justo en el momento en el que apareció en el salón la chica rubia de la televisión, la del coche fugaz en los alrededores de la Casa de la Santa, la del abordaje en plena calle.
Habíamos cenado, frugalmente, claro está, en el mismo lugar en el que había transcurrido el final de la tarde; sentado él en el sillón de orejeras, sentado yo en una silla con reposabrazos del otro lado de la mesa camilla que ocupaba una esquina de la amplia habitación sumida en una penumbra impropia de la clarividencia del viejo. O acaso no, acaso sí tuviese que ver con aquella personalidad llena de veladuras que había ido descubriendo, paulatinamente, después de tantos años de haberla tenido oculta.
En el momento en el que ella entró, mi tío continuó hablando como si nada hubiese sucedido; como si ninguna aparición se hubiese realizado. «Sabes, me dijo, que en tu Seminario fue encontrado el cadáver de un hombre el otro día. Estaba emparedado en el interior de una escalera ciega y, lo primero que se le vino encima al obrero, fue un cráneo que aún conservaba mechones de pelo. El pobre debió de morir apoyado en la pared que lo había aislado del mundo. Seguro que jugaste del otro lado de la pared siendo niño. Supongo que no te espeluzna el pensarlo.»
No fui capaz de espeluznarme. Ni siquiera de seguir el curso normal de la conversación que mi tío Álvaro había iniciado. Me limité a contemplarla a ella. Entró dominando el espacio que ocupaba, llenándolo no con el temor que lleva a los felinos a arquear el lomo para semejar más grandes, sino con la seguridad que proporciona la soltura y el conocimiento del territorio que se invade: le daba vuelo a su ropa, la ahuecaba al tiempo de separar los brazos del cuerpo y girar en redondo para sentarse de una forma más teatral de lo que yo hubiera sospechado nunca; sonreía de forma tan contenida que insinuaba una tristeza, falsa en su totalidad aunque probablemente cierta en su melancolía, pero que me produjo tranquilidad y confianza. Álvaro siguió hablando y yo la contemplé a ella.
En un momento determinado, cuando se produjo una pequeña pausa en el monólogo establecido por Álvaro, ella interrumpió cortésmente y se dirigió a mí:
– Ve como era usted, maestro.
Álvaro se sonrió y yo empecé a ser consciente del irreprimible movimiento de mi mano, sentí que iba a bailar desacompasada y nerviosamente, sin posibilidad de represión alguna y, de forma rápida e instintiva, decidí concentrar mi mente en algo lejano en el tiempo. De niño había temido morirme sin haber conocido mujer, sin haber sabido de mi capacidad para continuarme en otros seres. Recordé mi primera masturbación y los escasos sentimientos de culpa que me había producido o que, la alegría de la constatación realizada, habían reducido a su mínima expresión. Mi mano agitada como si estuviera repartiendo cartas de una baraja invisible, o contando unas inexistentes monedas, trajo a mi emoción de viejo la conciencia de una antigua culpa.
Fue todo cuestión de segundos. En segundos eres consciente de algo que ha de prevalecer en tu cerebro toda tu vida; en segundos, eres capaz de recorrer distancias siderales si transcurres sobre ellas con el poder de tu mente imaginativa y fértil; en segundos, pronuncias una enorme cantidad de palabras, frases enteras, conceptos abstrusos; en segundos, naces o te mueres y, el más corto vuelo, es una eternidad.
Apenas mi mano inició su temblequeo, ella la tapó con las suyas en una caricia, inesperada y protectora, que me sorprendió en su entereza, en su capacidad de ternura e, incluso, de rebeldía contenida. Sentí mi mano como si fuese un pájaro convulso retenido, con cálida firmeza, entre otras que se ahuecaban para no herirlo en el instante de constatar su debilidad; en el de impedir que se agotase en una huida que nunca sería posible y evitar, al mismo tiempo, que se golpease en un aleteo desesperado contra las cuencas cálidamente opresoras. Así mi mano y la suya.
La miré a los ojos, sorprendido de su madurez, y le busqué los años. No los tenía. Sus ojos aún esperaban sorpresas. No había las arrugas que suelen traer los años, cuando no los malos tiempos, ni el rictus amargo que se posa en la comisura de los labios. Era insultantemente lozana y no tenía una mirada sabia. Sin embargo había ahogado el temblor incipiente de mi mano.
Me pareció una mujer diáfana, luminosa, y temí enamorarme de ella. Nunca lo había estado, nunca las mujeres habían sido una ocupación fundamental de mis intenciones. Cuando fui abandonando mis obligaciones sacerdotales, no faltó quien sospechó una apasionada relación con alguien que yo, celosa y púdicamente, velaba; pero no fue así. Se trataba de otra mi forma de proceder oculta. Todavía hoy, cuando sé que mi enfermedad ha de conducirme indefectiblemente a la muerte, pero con una parada intermedia en la degradación no sólo física, sino también psíquica, me olvido de que no solicité mi reducción al estado laico y sólo en ocasiones soy consciente de una cosa y de la otra: de que no la pedí y de que sigo siendo sacerdote. ¿Lo sigo siendo? No tuve apasionados amoríos que me alejasen de mi ministerio, ni siquiera tuve aventuras. Las evasiones, al menos como yo las pienso, no se compran; se viven. Por no tener ni siquiera tuve arduas disquisiciones morales que me autojustificasen de mi deserción, ya que tampoco fue eso. No fui consciente de que iba abandonando mi ministerio, simplemente llegó un momento en el que dije «caray, pero si ya no soy cura» y, sin embargo, no hubo otro en el que afirmase: «vaya, si estoy hecho todo un músico, todo un director» porque, así como no nací cura, sí nací director de orquesta. No se aprende a dirigir. Se aprende a tocar el violín, pero no a dirigir. La necesaria fuerza de representación mental de la partitura que ha de tener el director no es algo que se pueda adquirir académicamente. Se tiene o no se tiene, igual que se toca o no se toca, se sabe o no se sabe tocar, ese instrumento, ese organismo viviente que es la orquesta.
Organizar la armonía es construir un universo cerrado en sí mismo. Es crear. Es ser un pequeño dios omnipotente que habita el universo que construye y lo transmite y lo enajena y, como un dios, es celoso de su gloria y ama a su criatura en tanto que la refleja, pero no la comparte, su gloria.
La música. Regida por leyes humanas, refleja un orden humano y, la capacidad de lectura e interpretación de ese orden, nos permite oír internamente lo que después ha de llegar a los oídos expectantes de los que la aman. A ella o a la capacidad de abstracción con la que nos equipa a lo largo de los pequeños o grandes tránsitos que, llevados de su mano, recorremos en el camino que nos conduce no se sabe si a la armonía o la inarmonía totales, a la fusión cósmica o al caótico delirio. La música.
Ella me ocupó de la forma en que dije. Y sólo cuando mi mano, apenas iniciado el convulso vuelo de San Vito, fue retenida por otra supe que añoraba algo que nunca había tenido.
Álvaro sonrió y pensé estúpidamente que me hallaba delante de otra prima. Algo se me debió notar en los ojos y fui advertido:
– Es Alexandra, la nieta de un amigo. Recordarás haber oído hablar de él. Tu padre le firmó el contrato que permitió que fuese construido el servicio de abastecimiento de agua a La Ciudad.
Lo dijo sin inmutarse y me limité a asentir. ¿Qué importaba ya aquello? Seguía sintiendo su mano sobre la mía. Ahora la acariciaba con suavidad e, instintiva y bruscamente, la retiré. Ella no se alteró. Me miró a los ojos, repitió lo de «¡Maestro…!» y, durante un largo tiempo continuamos hablando.
Se nos hizo muy tarde. Cuando nos dimos cuenta de ello, pensé en lo asustados que podrían estar en Brión por mi tardanza e insinué a mí tío la posibilidad de llamar por teléfono. La negó de inmediato. «¡Despertarlos a estas horas, tú estás loco!», me dijo y creí adivinar en el trasfondo de su voz una fingida y orgullosa preocupación de padre. Acto seguido añadió que ya ellos habrían llamado y estarían enterados de que permanecía, por fin, allí. Pero no insinuó ninguna posibilidad de que me quedase a dormir en su casa.
Nos despedimos con normalidad y sin grandes efusiones. Un medio beso, en medio de un medio abrazo que concluyó con unas medias palmaditas en la espalda. Luego, el muy canalla, con una media sonrisa me dijo: «¡Cuídate!» y sentí impulsos homicidas. Xana salió de la casa conmigo y no sé si por timidez o por respeto a mi estado no me ofreció su brazo para caminar hasta el coche. Lo cierto es que tampoco yo sé si lo necesitaba o si simplemente era el deseo de sentirla cerca el que motivó el ansia de reposar mi mano temblorosa en la articulación de su antebrazo.
Caminamos despacio, hablando de banalidades, hasta acercarnos al coche, ya en el aparcamiento de detrás de Raxoi y luego de haberle explicado a ella dónde habían estado la iglesia de la Trinidad, la Morgue, la propia Falcona; las mismas explicaciones que yo me había formulado unas cuantas horas antes y que repetí, no tanto para informarla a ella, como para reubicarme yo en los espacios así recobrados, en los tiempos nunca del todo idos.
Al llegar al coche me preguntó si quería que me acompañase y un primer impulso de desconfianza me llevó a decirle que no; recordé que era periodista y que ya se había introducido en mi intimidad en medida mayor de lo aconsejable en el escaso tiempo que llevábamos de relación; pero de inmediato le pregunté cómo haría para regresar. Me dijo que podría regresar en mi coche, pedir un taxi o quedarse a dormir en algún sofá o, si acaso, en alguna habitación de huéspedes que estuviese preparada, porque le encantaría ser mi invitada. Acepté considerarla así.
– Conduce tú.
Le dije al tiempo de alcanzarle las llaves del coche y esperé a que ella abriese las puertas, para poder cerrar la suya suavemente y, pasando por detrás del coche, acceder yo a la mía. Me deleitaba siempre en esos pequeños detalles que, no sé por qué extraña causa me hacían recordar en muchas ocasiones mi todavía vigente condición de cura. Suponía yo, ignoro si con toda la razón que, tales actitudes, como mucho, sólo eran propias de los miembros de la alta curia vaticana, afectos a las buenas maneras y conocedores de los buenos resultados que suelen proporcionar los convencionalismos más nimios. Yo me deleitaba en ellos. Siempre me había gustado ser galante con las damas, siempre había sido cortés en extremo y, recobrar aquel aliento, rozando la madrugada en La Ciudad que me había visto nacer, a espaldas del palacio que había guardado la capilla ardiente del cadáver de mi padre era ciertamente un privilegio.
Salimos de La Ciudad y nos encaminamos a Brión. No conducía mal y me relajé en mi asiento apenas enfilamos la carretera de Noia. ¿De qué pueden hablar un anciano víctima del mal de Parkinson y una mujer aún joven, hermosa, que conduce un coche que no es el de ella? Seguro que de muchas cosas; nosotros lo hicimos del velatorio de mi padre, del entierro posterior, de la habilidad de su abuelo para los negocios. Nos reímos durante todo el trayecto y llegamos a casa demasiado pronto.
No quisimos entrar inmediatamente y le sugerí que fuésemos a la casita del taller de lutería, donde yo construía mi viola de gamba. Yakin y Boaz salieron a recibirnos. Los acaricié casi con violencia, palmoteándoles el pecho, la espalda, oprimiéndoles el hocico con mi mano hasta que gruñían ansiosos por desasirse. Suponía yo que así les indicaba quién era el que mandaba, quién el fuerte, infeliz de mí. Xana me observaba, sonriente, mientras yo jugaba con los perros y me sentí en la obligación de explicarle lo que significaba para mí la posibilidad de retozar con ellos sobre el césped, de oler la fragancia de la hierba inundando el jardín, mientras me revolcaba por el suelo, entremezclado mi cuerpo con el de los de ellos, hecho un revoltijo, debajo de los castaños, apareciendo fugazmente el estallido de color de las hortensias, el de los rododendros, también el de las azaleas.
Entramos en el taller y acarició las maderas, recorrió los lomos suaves de la viola y sopesó los instrumentos con los que la construía. Luego nos sentamos. Instintivamente cogí una pieza y comencé a lijarla mientras hablábamos. Ella me observaba.
Le hablé de la Casa de la Santa, del cuerpo que se veneraba en la iglesia próxima y de cómo, por unas razones o por otras, aún no había ido a visitarla; como si algo me lo impidiese. Ella me preguntó si había ido a visitar la tumba del apóstol y tuve que reconocer que tampoco lo había hecho. Durante un buen rato peroró ella acerca del cuerpo del santo, do corpo santo, y del cuerpo de la santa; de la extraña relación establecida entre un cenit y un nadir, entre dos nadires, entre dos cenit, en cualquier caso, entre dos polos del universo mundo que mi vejez habitaba. No sé si me conmoví, si me irrité o si, simplemente, llegué a asustarme un poco; pero quedamos, ya al final, en que visitaríamos juntos ambos lugares a fin de equilibrar no sé qué fuerzas a las que Xana se refirió con tanto acierto como para que yo aceptase prontamente aquella manifiesta intención compensatoria. Ya eran coincidencias, ya, las que entre los dos teníamos.
Las luces, la conversación alegre y despreocupada, en medio del silencio nocturno del campo, despertaron a Paco. Cuando lo vi aparecer de improviso en el quicio de la puerta recordé que se trataba de mi primo y no pude evitar el mirarlo con afecto. Fue un instante. Me dirigí a él en mi calidad de señor-que-paga-puntualmente-a-fin-de-mes-por-la-prestación-de-servicios y le rogué que dispusiera la habitación para Xana.
Xana se ofreció a hacerlo ella y Paco no insistió en llevarle la contraria. Miró hacia mí indicándome que aceptaba que fuese ella quien realizase su trabajo y me gustó la dignidad de su gesto. Pensé que era muy posible que, aquella actitud, me hubiese resultado impertinente muy pocas horas antes, impropia de la contenida mesura con la que se entiende que han de conducirse los criados, pero que ahora correspondía a un miembro de mi familia, a alguien de mi misma sangre, y lo que antes hubiera sido insolencia, ahora resultaba ser dignidad. Realmente el filtro del yo, condiciona el universo entero en el que habitamos y consentimos que habiten aquellos que nos rodean.
Paco gesticulaba muy bien. Con apenas unos cuantos movimientos ligeramente insinuados conseguía comunicar aquello que fluía de su mente; podía hacerlo también a través de sus ojos, vivos e insinuantes, dueños de una mirada poderosa, cuando no de sus manos, acaso también de sus brazos y de los imperceptibles contoneos de su cuerpo. ¿Qué tal oído tendría? Deseé saber más cosas de él. Deseé que fuese un superdotado que hiciese honor a su estirpe de gente que había sobresalido en sus quehaceres de forma más o menos notoria. Y el gesto era importante. Yo lo sabía bien, ahora que comenzaba a no ser capaz de dominar los míos. ¡El gesto! En música tiene que ser, de forma ineludible, la máxima y más directa expresión del sonido de quien organiza la armonía, del que dirige la orquesta y crea un mundo de imágenes sonoras, previamente por él imaginadas. En el gesto ha de resumir y concentrar y ha de hacerlo en un solo rasgo, y uno detrás de otro, todo el proceso espiritual, todo el proceso volitivo, todo el esfuerzo de la imaginación creadora y organizativa que el sonido engendra, ni se sabe cómo, en el lugar que la fantasía ocupa en su cerebro.
Así el gesto ha de alcanzar la simplicidad de los instrumentos perfectos; precisión, facilidad, contención de movimientos, sentido inequívoco y, como la poesía, una mayor dotación de intensidad a los significantes que, el código musical, nos facilita.
Así también el cuerpo con el que se comunican cosas, estados de ánimo, secretos inviolables, deseos o enojos, ascos o vehemencias. Paco gesticulaba bien y su cuerpo dejaba escapar sus secretos a través de sus manos aunque estuviesen descansando extendidas a lo largo de su cuerpo. Incluso su voz dejaba entrever demasiadas cosas. En ocasiones arrastraba las eses como las beatas las avemarías, o sus manos organizaban el espacio en exceso.
Ya estaba próxima la madrugada y le ordené a Paco que volviese a la cama en un último intento de ser yo quien dijese la última palabra. No lo conseguí. Cuando ya iba cercano a la puerta del taller, se volvió y me dijo:
– ¡Ah! Llamaron de Turín, su agente les facilitó el número de teléfono. Volverán a hacerlo mañana a primera hora. Mejor será que se acuesten.
Y se fue satisfecho de cómo había terminado su aparición nocturna. Xana no había ni siquiera insinuado la posibilidad de regresar. Era notorio que prefería quedarse en la Casa de la Santa y regresar a La Ciudad al día siguiente, pero todavía permanecimos un rato a pie charlando acerca de cosas que, a aquellas horas, alcanzaban un realce y una significación extraños, de los que carecerían en otros momentos más acordes con los hábitos de la mayoría. Pero yo estaba feliz. Feliz de pasar una noche en vela, feliz de hacerlo con una mujer hermosa; yo, el anciano enfermo de temblequera e incontinencia motora tan escasamente sublimes.
No me desperté tarde, tampoco temprano, es decir, serían las diez de la mañana cuando regresé al mundo traído a él por el ladrar de Yakin y Boaz. Xana ya se había incorporado y me esperaba delante de una mesa llena de fruta para el desayuno. No supe qué decirle. ¿Debe de sentirse sempiternamente decrépito y acontecido un hombre de mi edad afectado de Parkinson, o bien puede desear vivir de cuando en cuando, aunque las ganas no se le manifiesten en ningún estado exterior, visible a simple vista, y todo sea producto de una ebullición interior, oculta en el ensimismamiento? Ésa es la pregunta que me sigo haciendo.
Sería ridículo no haberme enamorado nunca y llegar a padecer tal sentimiento, justamente ahora, cuando ya nada tiene remedio y sé que mi fin está más o menos próximo. Cuando deseo que la degradación psíquica, que sé que puede esperarme a la vuelta de cualquier día, sea tal que me consienta ignorarla y tan grande su entidad que me suma en la inconsciencia de su evidencia. Habrá empezado ya o este sentimiento, que brotó incontenible y torrencial, será puro en medida semejante a aquella en la que mi cerebro todavía realice sus químicos enjuagues exento de la contaminación de la locura. El hombre es un milagro químico que sueña y la endorfina consiente la reacción, la precipitación química equilibrada del milagro. Su ausencia ayuda a la escisión de la mente. Tendré yo, ya, una mente para torturarme con mi desgracia y otra para alegrarme con el amor que, tarde, me reclama las enormes ganas de vivir que la vida se me había llevado con ella y que regresan a mí creo que ya sin tiempo, apenas; como una iniciación a algo que siempre fue conocido como los amores ridículos.
¡Qué más dará! Habitar en la irrealidad es tan humano, cuando no tan legítimo, como hacerlo en el mundo real, puesto que la realidad existe porque existimos nosotros y, de un sueño a otro sueño, ¿cuánto hay?, ¿dónde la exacta frontera?, ¿dónde el sollozo y, en qué lugar, la angustia?
Xana me esperaba al otro lado de la mesa, demasiado adulta para ser una muchacha, joven para ser una persona mayor, sonriendo de la mejor manera como para conseguir que yo olvidase que estaba enfermo y hacerme creer que mi rostro, hierático e inexpresivo, acartonado y rígido, se conducía a la par que el suyo y estaba radiante. Así quise expresárselo resumiendo toda mi ansia en la mirada, todo mi afán en unos ojos que, esperaba, pudiesen resultarle hermosos en medida semejante a la del anhelo con el que lo intentaba.
Desayuné con ella y, luego, salimos a pasear por la huerta. Una vez al fondo de ella salimos nuevamente; en esta ocasión lo hicimos a la carretera por la que yo había visto pasar a Xana, fugazmente, y esperé, sin fortuna, a que me confesase que por allí había andado en mi búsqueda. No dijo nada, ni siquiera reconoció el lugar o, al menos, no lo hizo de viva voz.
Caminamos hacia la iglesia de Santa Minia, un santuario apenas iniciado en su grandeza, que se quedó sin construir, en su totalidad, no se sabe si por falta de devoción o de dinero con el que sustentarla. El caso es que su fábrica enseña unos muñones graníticos que no dejan de prestarle cierto encanto, un algo de provisionalidad o de decadencia que, según los días, dota de dinamismo o se lo resta, a una construcción que, de no ser así, carecería de vida. Pero no entramos en la iglesia. Nos contentamos, me contenté, una vez más y sin saber el porqué de la razón que me llevaba a hacerlo así, con permanecer en los alrededores del templo. Paseamos sobre la hierba recién sembrada e incluso sentimos caer sobre nuestros cuerpos el agua de los aspersores que giraban con los impulsos rítmicos que, la propia fuerza del agua, producía.
Bajamos hasta la nueva casa consistorial, contemplamos el monumento mercurial que allí está, en medio del color de las prímulas y de los pensamientos que lo rodean, y entramos en el bar «El Paraíso» a tomarnos unos cafés con leche. Teníamos, yo al menos así se lo hice saber a Xana, y ella aunó sus síntomas a los míos, ese sopor no sé si post-prandial, que sigue al desayuno y que te obliga a mantener los párpados desusadamente abiertos, tan pesados se sienten, y la vigilia a duras penas; produciéndote, todo ello, un mal humor sordo y contumaz y que no te permite disfrutar de las cosas hasta que duermes dos o tres minutos o hasta que introduces algo, caliente o sólido, en el estómago.
Así lo hicimos. Al entrar en el bar, Xana, se colgó de mi brazo y subí los escalones que lo elevan sobre la acera con más ligereza de la que hubiese tenido en ocasión distinta. Su cara les resultaba conocida de la pantalla de la televisión y de mí sabían cuanto deseaban conocer. No les sorprendió la visita y, a juzgar por sus rostros, pudiera decirse que la agradecían. La situación era agradable, Ramiro, el dueño del bar, nos sonrió al acercarnos a la barra y se ofreció a servirnos sentados a una mesa. Aceptamos.
Al solicitar el pedido y posiblemente por haberlos visto sobre la barra pedí una ración de cacahuetes y un corto de cerveza de barril. Xana me miró sorprendida y se limitó a confirmar su café con leche; luego hizo algún comentario jocoso sobre la resistencia estomacal de cada uno, otro acerca de las propiedades de la vitamina E y, alguno más, relacionado con lo inapropiada hora que suele ser considerada la de las once de la mañana para beber cerveza. Lo curioso es que yo estaba alegre y divertido.
Cuando me ocupaba en abrir los cacahuetes (lo que pude hacer sin excesiva dificultad puesto que tenía una mañana poco, o nada, temblona) sentí sonar el teléfono inalámbrico dentro del bolsillo de mi pantalón. Lo cogí rápidamente y contesté sin levantarme de la mesa. Lo había metido en el bolsillo en previsión de que llamasen de Turín y en la confianza de que no llegaríamos a alejarnos dos kilómetros de casa. Hablé con ellos en italiano y observé las expresiones curiosas del resto de los clientes; curiosas y felices de su insospechado conocimiento de los idiomas extranjeros. Les dije que sí, que aceptaba, pero que, por favor, repitiesen la llamada dentro de media o de una hora para confirmársela definitivamente. Volví a guardar el microteléfono en el bolsillo y continué comiendo cacahuetes.
Al poco tiempo y a la vez que pedía otro corto de cerveza le dije a Xana:
– Era de Turín.
– Ya, ya. Ya me di cuenta.
– Quieren que vaya.
– ¿Y qué les dijiste?
– Que sí. Les dije que sí. Te vienes conmigo.
Xana se quedó pensativa, yo también. La propuesta era tan deseada y cierta como imprevista, incluso para mí. La pronuncié impensadamente y no me arrepentí tan pronto como supuse. No me arrepentiré nunca de haberla hecho. Ella me contestó que sí.
– Quieren que dirija un concierto.
– Será un concierto maravilloso. Sin duda que iré.
– Será, sin duda, el último.
Salimos de allí al poco tiempo. Caminamos de regreso a casa y, cuando llegamos a ella, por el mismo lugar que había servido para que la abandonásemos, estaban los perros esperándonos. Xana había caminado a mi lado hasta entonces y, sólo en ese momento, se adelantó a mis pasos para poder acariciar a los cachorros y jugar con ellos.
Los contemplé pensativo, reflexionando sobre los dos compromisos que acababa de adquirir contra toda lógica, contra toda razón. Dirigir un concierto en mi situación podría resultar patético. Viajar a Turín acompañado de una mujer hermosa, estando como yo estaba, además de patético, podría resultar dramático, cuando no ridículo. Pero había aceptado el primero y propuesto el segundo. ¿De qué me asustaba, no era una de las últimas oportunidades que me depararía la vida de poder construir un universo sonoro, de poder edificar un mundo de sonido y construir así lo que más amaba? ¿Cuántas ocasiones me había deparado, esa misma vida, hasta ese momento, en las que poder tener a mi lado una mujer que consiguiese de mí la sonrisa permanente, por muy idiotizada que mi enfermedad la hiciese parecer?
Ya dentro de casa volvieron a repetir la llamada de Turín. Confirmé el programa y el viaje y ordené que reservasen una suite con dos habitaciones intercomunicadas entre sí. Luego le pregunté a Xana cómo se las arreglaría en su trabajo. Me dijo que no me preocupase y, ante la mirada expectante e interrogativa que debí de dirigirle, se sonrió para explicarme que no confundía nunca trabajo con placer, que aquél sería un viaje de placer y que no se le hubiera ocurrido nunca solicitar los días con ocasión del concierto y de un posible reportaje. Quedé tranquilo, pero también preocupado. ¿Qué debería entender yo por lo que entendía ella como un viaje de placer?