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He aquí unos obstáculos recíprocos que producen una maravilla, como los vicios de los hombres, por la misma razón producen una virtud general, suficiente para que la especie humana, a menudo odiosa en sus individuos, no lo sea en conjunto.
Maurice Maeterlinck, La vida de las abejas, Libro Tercero, Cap. XX.
Ante el temor a los madrugones intempestivos decidí que el viaje fuese llevado lo más suavemente posible. Nos fuimos a Madrid primero, e hicimos el trayecto en avión; siempre me molestó el ferrocarril y preferí como norma general desplazarme en automóvil, parando donde me apeteciese, hasta que las autopistas vinieron a sacarme de la duda: desde entonces elegí la algarabía de los aeropuertos. Se trata de una algarabía ayuna de otros ruidos estentóreos que no sean los de los propios aviones. En general la gente no grita en ellos, se desplaza a toda prisa o permanece sentada en la cafetería con la contenida y urgente actitud de quien extrae un sandwich de su funda de plástico y lo engulle de forma precipitada y brusca, a intervalos, bebiendo intermitentemente por el morro de una botella que ostente la marca de algo conocido y muy publicitado.
Incluso apenas hay despedidas en los aeropuertos. Y es muy posible que la causa de ello sea el convencimiento que tienen, los que se quedan, de que llegarán antes a su destino los que se van, que ellos de retorno a sus hogares. En las estaciones de ferrocarril, la gente, todavía suele correr al lado del vagón, mientras el tren se pone en marcha, y permanecer estupefacta, viendo cómo se aleja, cuando ya consiguió una velocidad inalcanzable. Se trata fundamentalmente de actitudes motivadas por la estética y, a mí, la del ferrocarril no me gusta; prefiero sin duda alguna la de la urgente actividad aeroportuaria. Por eso el viaje fue decidido a través de los aeropuertos que, de salto en salto, nos permitiesen llegar a nuestro destino de forma placentera; pero planeado, al mismo tiempo, de forma que nos permitiese mantenernos ajenos a escaleras mecánicas utilizadas con un frenesí para el que yo ya no estoy, ni estuve nunca, excesivamente predispuesto; ayunos de cintas transportadoras que te ayuden en los largos desplazamientos por túneles o pasillos interminables.
Xana durmió en casa la víspera de partir y lo hizo en la estancia pensada para los huéspedes. Había congeniado con Paco y con Elisa y, los cuatro, celebramos el resultado de la prueba de la ranita (aunque el análisis positivo se hubiese realizado por procedimientos más científicamente ortodoxos), con una familiaridad que le permitimos compartir con nosotros; familiaridad que, día a día, y en pocos, había ido en aumento y que, al menos en ocasiones, conseguía causarme preocupación y ansiedad: a pesar de intentar comportarme con toda la prudencia y discreción del mundo, no podía evitar el pensar que aquel niño, iba a ser el hijo de mi primo; mi sobrino, por lo tanto; y ese hecho significase que sus padres adquiriesen, al menos para mí y en mi interior, una valoración que llevase a la familiaridad y de ella a la confianza; lo que podía conducirme a la confesión de un parentesco que ignoraban. Por eso me volví un ser cortés y afable con ellos, alguien simpático y afectivo en el trato, campechano de formas y sonriente con casi total habitualidad. Pero nada más que eso. Y no era poca cosa. Fue una magnífica velada.
A media mañana nos llevó Paco hasta Lavacolla y, a la hora de comer, estábamos cómodamente alojados en nuestro hotel madrileño. La Castellana dejaba fluir su tráfico al otro lado del cristal de la ventana y empecé a añorar el Palace. Había querido deslumbrar a Xana y no supe hacerlo, creí conocerla y me equivoqué de plano. Mi único pensamiento había sido el del lujo y el lujo lo había asimilado a lo más caro. Un error de anciano, lógicamente. La sola ventaja del «Villamagna» era la posibilidad de acceder a un taxi sin los agobios de una calle compartida con el común de los mortales; el resto estaba carente de la luz inimitable del patio central, de la pátina que sólo el tiempo proporciona y la serenidad ayuda a sedimentar. Sin embargo no llegué a deprimirme, me conformé con suspirar, decir «¡…Señor,…Señor!» y proponer irnos con toda rapidez a comer en un buen restaurante. Acabaríamos por hacerlo.
No llegué a sentirme fatigado a pesar de que hice todo lo posible para acabar en tal estado. No hubo intimidad y, por la tarde, tuve que atender a la prensa, posar sonriendo con el director del hotel para que la foto pudiese ser lucida en la revista que se distribuía de forma gratuita por las habitaciones, y agradecer no sé cuántos cientos de buenas intenciones que, una detrás de otra, iban siendo manifestadas sin solución de continuidad. Nadie sabía de dónde venía, todos conocían mi destino y hablaban de mi entereza de ánimo con la convicción que da el hacerlo sobre alguien que se sabe que ya no va a molestar más en poco tiempo. La sociedad se purga a sí misma en la desgracia de alguien que, ella misma o el azar, escogen para inmolar en el ara de los sacrificios incruentos.
En ocasiones la purga se realiza sobre alguien que cayó, tropezó y se hizo daño, que simplemente resultó arañado por un espino que se ofrece, casi invisible, desde los alambres que festonean el camino. En ocasiones tales, el gallinero se alborota y, todos los miembros que lo componen, se lanzan sobre el herido hasta desintegrarlo a picotazos. Se trata de una actitud muy propia de bípedos plumes que ejecutan con mayor frecuencia los implumes; acaso porque las gallinas sean más listas y se lastimen menos, acaso porque los hombres son más gallinas y amigos de la crueldad gratuita y compartida de forma colectiva, el caso es que, como aquéllas, maltratan al herido hasta que lo defuncionan.
En otros momentos la purga es más benigna y parte de la conmiseración. En los anteriores es consecuencia cruel del odio o de la envidia, de los celos o de la incomprensión, ante alguien que se atrevió a hacer o a decir lo que, la mayoría, temió ni siquiera pensar u osó apenas intuir, más allá de la oscura frontera del deseo, porque decidió razonar en voz alta o asumir su propia realidad en una actitud que, a él o a los suyos, la historia le había hasta entonces vedado de forma tajante y categórica y, al hacerlo, se lesionó, o fue herido en el intento; porque las vallas, los muros o los espinos están para algo y es necesario y preciso que así suceda.
Pero otros momentos, si es que aquéllos pueden ser así, y lo son, también pueden ser consecuencia de la piedad que es posible llegar a sentir por quien padece un mal que, en razón de que es padecido por otro, nos aleja a nosotros mismos de su realidad y de su padecimiento en una inconsciente valoración estadística de lo que es el sufrimiento. Algo así como alegrarse, consciente o inconscientemente, de los accidentes aéreos porque, habiendo sucedido, hacen disminuir el número de los probables que pueden suceder en un próximo futuro. Y es en ese futuro próximo, en el que nosotros tenemos dispuesto un viaje.
¿Cuántos directores de orquestas sinfónicas pueden padecer Parkinson al mismo tiempo y dejar de dar la lata a corto plazo? Muy pocos en la historia de la música; luego, aquel al que le tocó la china, aleja el mal del resto de sus colegas y en él los demás exoneran sus culpas, purgan sus males, se liberan del miedo, ahuyentan la angustia.
Sólo la presencia de Xana me libró a mí de la abyección. Saberla a mi lado mientras iba constatando la amarga realidad del ser humano me permitía constatar la otra cara, la amable y deseada, del existir. La vida es eso, ciertamente; ponderar al poeta que escribió un solo y mediocre libro hace cuarenta años y convertirlo en un mito porque en él se ejemplifica la posibilidad de que todos los mediocres, aquellos que estén en situación de escribir poemas en calidad y cantidad semejante, puedan ser exaltados a los altares del culto y hacerlo de forma deliberada porque todos tienen derecho al paraíso y en él cabemos todos. Ponderar la igualdad sin descubrir nunca que lo que realmente se esconde detrás de esa palabra es otra más abyecta porque lo que realmente se busca es la semejanza: el hombre clónico y eso es fascismo. No somos iguales, nunca lo seremos. Tan sólo en el paraíso lo son las almas puras: semejantes en su estado, una igual a otra, un éxtasis igual a otro. Y así nos confundimos. Porque lo cierto es que todos tenemos derecho a sentir el cuerpo de una persona amada abrazado al nuestro cuando la angustia tira de tu alma, o el placer urge al gozo del contacto o la soledad lo llena todo de un silencio excesivo y agobiante que sólo el roce de unas manos pueden mitigar en su aspereza. Pero eso no es semejanza, eso es lo que nos hace iguales; como iguales nos hace el hambre y la necesidad de satisfacerla, y el dolor y la injusticia. Y eso no es igualdad, no es igualdad, eso es derecho a vivir. Así de sencillo.
Quizá esto sea así únicamente para aquellos seres que, como yo, tan sólo tienen pasado, ostentan un presente fugacísimo y carecen totalmente de futuro. Acaso deba ser así para quienes, como yo. Dios es la plenitud de los valores positivos del ser humano; porque ello implica el conocimiento de la apoteosis de los negativos, la consciencia de la barbarie.
No me atreví a proponerle a Xana que cenásemos en las habitaciones y no supe eludir la invitación a hacerlo en un restaurante de lujo, llevados por los amigos que siempre aparecen cuando, deseando verlos, preferirías saber de ellos y de su estado, a través de noticias llegadas por conductos más amenos que los de una presencia que distorsiona aquel deseo inconfesado. Salimos a cenar y llevé con corrección las alusiones a Xana, la observé a ella para constatar su estado de ánimo y me consolé viendo que permanecía inalterable y serena, sonriente y agradable, sabiendo escuchar en silencio aquello que intuía que debería dejar sin respuesta.
Cuando salió el tema recurrente de mi enfermedad y las caras de nuestros contertulios se distendieron, apaciguadas, en su expresión más placentera de conmiseración por el caído, Xana observó en silencio a todos, dejó que le brillasen los ojos y supe que yo también era observado por ella con la imprecisa mirada de quien atisba expectante un campo angular superior al que sus ojos le permiten, en tanto que le ayuda en el empeño algún sentido extraño en el que posiblemente radica la intuición.
Y odié la enfermedad y quise dirigir para ella como nunca nadie hubiese conducido una orquesta. Pero sabía que ya no sería posible.
Nos levantamos una vez que hubimos desayunado en nuestras habitaciones. Sentí a Xana moviéndose por la suya y me incorporé feliz de poder hacerlo cerca de ella. Un taxi nos llevó a Barajas y, un avión de Iberia, nos depositó en el aeropuerto de Linate, cerca de Milán. Allí estaban esperándonos con un coche. Había dormido bien y estaba rebosante de buen humor. No puedo decir que pletórico de facultades, pero sí que, la alternancia de estados de ánimo, tan propia del mal que porto como un estandarte, me había llevado a un día gozoso en el que, la contemplación, si no de la vida en su globalidad, sí del entorno que me circundaba en prácticamente toda ella, era placentera y grata. Me hallaba a mí mismo ocurrente de ideas y ágil de piernas, fuerte de brazos y deseoso de llevar yo mismo alguna de nuestras maletas. No quería desprenderme de una de ellas, en particular, en la que iba una batuta de madera de boj que había construido yo mismo, en el torno de mi lutería, sin saber que iba a ser utilizada en un concierto y tan sólo por el placer de estrenar la máquina y, a la vez, hacer prácticas manuales y de aprendizaje. Era algo tosca de formas, pero se me antojaba ligera de vuelo, sin que por ello dejara de sentirla en el cuenco de mi mano; la sabía de madera y tenía el valor de lo artesanal y de lo puro. Me parecía, incluso, un regalo hermoso para ofrecérselo a Xana, una vez finalizado el concierto, y me preguntaba cómo, en tan pocas horas, aquella mujer se había instalado en mi vida, ocupado mis sentimientos, llenado mis soledades. Me repetía monocordemente que a mis soledades iba, puesto que de mis soledades venía, y no conseguía recordar ningún verso más de los del poema de Lope. Pero no me importaba; de una soledad a otra ¿qué hay? Probablemente lo mismo que de un sueño a otro; puesto que habitar en uno de ellos es espantar la soledad que lo precede y continúa. Soledades y sueños, he ahí la cadena del vivir humano. En la soledad sueñas, lo que realizado, espanta la soledad y, de paso en paso, vas agotando la capacidad de hacerlo. Luego el silencio.
La vejez, no sé si la enfermedad, porque no puedo disociar una idea de la otra, no soy capaz de no interrelacionarlas de una manera automática, me habían conducido a observar el mundo, es decir, la gente que lo habita a mi alrededor, tan sólo a través de mí mismo. Me daba, incluso me doy todavía cuenta de ello, porque, a lo mejor, aún no soy tan viejo como pienso que soy o tan viejo como me siento, respecto de Xana, o de Paco y también de Elisa. Y si eso es así, y probablemente lo sea, también me doy cuenta de ello y a la vez de que mi tío Álvaro, o incluso el dueño del «Bar El Paraíso», al tiempo que mis recuerdos, no son como son, sino que carecen de entidad propia y se definen a partir de mí mismo. Me doy cuenta de que todos ellos son a partir de mí. Nada más que a partir de mí.
La vejez es terrible, porque todo tiene que funcionar, todo tiene que gravitar a tu alrededor en órbitas por ti preestablecidas. Si no no vale; porque así es la vida. No es lo que Xana piense o sienta, es lo que yo necesito que piense o sienta Xana; mi pasado no es como realmente fue, sino más bien como yo necesito que haya sido. Y así todo. Nada tiene entidad fuera de mí mismo y todo existe porque yo lo hago y decido, a partir de mí, su existencia. Todo existe porque existo yo.
La idea de dejar de existir, de prescindir de todo lo que me rodea, ya me generó más angustia de la que hoy me proporciona la consciencia de lo próximo de tal realidad. Dejaré de desear y de conmoverme hasta el sollozo en presencia de la belleza, en la proximidad de lo sublime. Esa ausencia de angustia va pareja con la presencia de un egolatrismo mayor del que jamás haya tenido. No sé si tengo ganas de compartir nada. Si decido que la batuta ha de ser para Xana, lo hago ignorando si a ella le ha de gustar tal obsequio, pero dando por sentado que así ha de ser puesto que al hacerlo me llenará de gozo. ¡Oh, la vejez, la dureza de sentimientos que comporta y, la ausencia de afectos, qué cadena de servidumbres trae consigo!
Veo el mundo tan sólo a través de mi único prisma, incapaz de colocarme en un lugar medianamente distante de mí mismo, y así me va. Pero soy feliz. Inconscientemente feliz porque me creo todo lo que me digo y todo lo conformo a mi medida, a mi propia medida. ¿No tiene el hombre la obsesión del «status homini» para organizar el espacio que lo rodea? ¿La ha perdido? ¿Ha perdido la medida del hombre? ¿Pues no he de tener yo la que ordene mi mundo interior y lo que en él habite? Así soy feliz y si Xana ha de tener mi batuta la tendrá y si yo he de soñar con ella soñaré y, mientras sueñe, será señal inequívoca de que estoy vivo y, en esa certeza, radicará mi consuelo; ya que no podrá hacerlo ningún otro, ningún otro consuelo, que no me sea posible y que ignoro ya si será un oscuro objeto de apetencia.
Hacía calor una vez en el aeropuerto de Linate. El vuelo fue tranquilo y tan sólo en un par de ocasiones el avión se agitó por causa de unas turbulencias. Nada de importancia. Todo sosegado y plácido. Si hubiese sido en un vuelo a Roma es muy probable que la gente hubiese cantado; que las parejas de recién casados, en el vuelo de regreso a su país, hubiesen acudido a la cabina a hacerse fotografías con el comandante de la nave; que hubiese sido aplaudido el aterrizaje e, incluso, que la gente hubiese comido algo que hubiesen extraído de las bolsas de viaje. Pero éste era un vuelo a Milán y allí la gente es seria de otro modo, establece otro tipo de distancias y, las relaciones táctiles, lo son por nexos más sutiles y llenos de ambigüedades.
Cuando salimos del avión, a través de uno de los largos pasillos tubulares que tan umbilicalmente unen a las aeronaves con el mundo terrestre, sentí un mareo, producto del bamboleo que la sincronización de las pisadas de los viajeros producen en las plataformas de ascenso y me cogí del brazo de Xana. En esa posición me cogieron los fotógrafos y no me molesté ni en rechazarlos, ni en adoptar ninguna otra actitud que no fuese la de la familiaridad bien entendida. Xana se sonrió y permaneció imperturbable y ajena, pronunciando por todo comentario un: «¡Quién lo diría!» que me dejó perplejo y en espera de mayores elocuencias. Pero fue en vano, no dijo nada más hasta que abandonamos la sala de recepción y recogida de maletas.
Alguien nos solicitó nuestros billetes y alguien se encargó de conseguir que nuestro equipaje llegase al coche antes de que lo hiciésemos nosotros; nos entretuvimos en la sala de autoridades, primero; en la sala de prensa, después; ocupados en atender a los periodistas durante un rato, no demasiado largo, en el que esperé inútilmente alguna pregunta relacionada con la presencia de Xana. Incluso llegó a molestarme en mi vanidad el hecho de que no se produjese ninguna. ¿Es que no les parecía lo suficientemente hermosa? ¿Acaso no podía ser algo más que una amiga reciente y desocupada? La gente es incomprensible en muchas de sus actitudes, pero yo disfrutaba de nuevo de la insufrible falta de privacidad que da el hacer en público el trabajo que otros hacen en privado, dueños del silencio en el que habitan. Señores de sí mismos.
Cuando subimos al coche, Xana no iba risueña y supongo que yo tampoco, incapaz de dominar el rostro impasible en el que, sin pausa ni piedad, se va convirtiendo mi cara. Espero que mis ojos delaten, hasta última hora, la vivacidad de mi espíritu y espero que, esa viveza, permanezca en mí hasta el último momento aunque sé que es muy probable que no suceda así. Si la demencia se ha de apoderar de mi mente deseo que se trate de una locura amena y constructiva, plena de imaginación; pero sé que es posible que resulte ser desintegradora y triste, tendente a la autodestrucción. Y eso para mí es terrible. De ahí que quiera disfrutar de todo, a todo encontrarle la plenitud de sus valores positivos y que quiera divinizarlo todo, pues sólo así todo será placentero y grato. Que nada, pues, se altere ni me altere. Que el éxtasis me domine; ya que sólo en la inacción, en el nirvana estático y divinizado, está la perfección del goce, la sensación última de la que, acaso, sólo el dolor te rescata.
Luego Xana iba sonriendo y yo también. En seguida accedimos a la autopista que nos llevaría a Turín. Según íbamos dejando atrás la Lombardía para acercarnos al Piamonte, iban apareciendo, de forma paulatina, los arrozales; era una sensación extraña la que se percibía al observarlos. Muy pocas horas antes el agua era gris o azul oscura y el verde se ahogaba a sí mismo en múltiples tonalidades; ahora el agua era plateada y el verde era tan sólo del color de la esmeralda y siempre liso y especular, siempre sereno y sosegado, mientras el cielo simplemente no estaba; tan dilatado puede ser el horizonte limitado por una cadena de montañas, la Alpina, que tiene nieve en sus techos.
Y sin embargo hacía calor. Mucho calor. El conductor del automóvil gesticulaba constante y repetitivamente; ponía la mano delante de la salida del aire acondicionado y, acto seguido, extendía la palma hacia arriba y la desplazaba hacia la derecha en un movimiento descendente y parabólico, del que, de forma tan fácil como rápida, se podía deducir que no entendía lo que estaba sucediendo.
Lo que pasaba era que no había manera de que funcionase el motor del maldito aire acondicionado. Reiteradamente, el conductor, manipulaba la palanquita del mando del aparato y volvía a poner la palma de su mano derecha en el mismo, idéntico, lugar en el que no hacía apenas nada que lo había hecho. Y vuelta a empezar. Así hasta la saciedad y sin que nadie se atreviese a iniciar el tema del fallo del aire acondicionado, como alegre tema de conversación; pero, en cambio, íbamos todos pendientes, de una forma obsesiva, del proceder de nuestro conductor que daba por sentado que, ninguno de nosotros, podía hablar en su lengua y no encontraba mejor manera de comunicarse con sus viajeros que la de hacer volar su mano como si fuese una mariposa.
Pasamos por encima de los puentes que nos hacían poco menos que sobrevolar los ríos o los cultivos de arroz de Galliate y Villebano, y que nos permitían dejar detrás de nosotros nombres que perdurarán siempre; nombres como Greggio o como Stura di Lanzo o como Dora Riparia; nombres de ríos que transcurren lentos y plácidos por entre islas de blancos cantos rodados sobre los que se posa la luz de una forma imposible de considerar en mi nueva tierra de Brión, y que preceden al nombre, total y definitivo, del Fiume Po, ya antes de llegar a la propia ciudad en la que lo nutren; en sus cercanías, luego de festonearlo, o después de haberlo penetrado, al llegar al Ponte Amedeo IX, para resurgir en el de Alberto Belgio.
Entramos por el Corso Giulio Cesare, una vez abandonada, sin trauma alguno, la autopista A4 para poder llegar prácticamente hasta el centro de la ciudad sin tener que desviarnos. Y así fue hasta llegar a la Piazza della Repubblica que atravesamos sin pausa ni tregua semafórica, mientras que, desde distintos ángulos y, luego de un callejeo alegre y fácil, podíamos observar desde el coche, la Catedral, la Mole Antonelliana o la Porta Pallatina; porque ya habíamos pasado por la Piazza Castello o lo habíamos hecho por el Corso Emilia.
Era agradable poder ir haciendo pequeños alardes de erudición con la muchacha rubia al lado. Cuando dejé caer el pertinente comentario acerca de la Sábana Santa de la Catedral de Turín, pude observar su rostro atento, lo agudizado de su mirada, lo expectante de su actitud y no dejé de conmoverme. ¡¿Qué importará que sea verdadera o no la Santa Sábana, si induce miradas como la de Xana, si la gente opta por creer que sí lo es y si de ahí no hay quien la saque?! Ojalá sea verdad, ojalá sea cierto que envolvió el Santo Cuerpo de Jesús y ojalá sean ciertas todas aquellas otras creencias y todos cuantos ejemplos, hechos históricos o leyendas ayuden a que el ser humano sea mejor y más persona. Xana sonreía mientras yo hacía mi soflama de fe en la vida y, acaso también de esperanza, puestas en un futuro ciertamente no muy lejano.
Pero no creo que eso fuese todo; siempre pensé que no hay futuro; sino que el futuro es, única y exclusivamente, el presente que deseamos. Y si eso es cierto, si es cierto que el futuro es el presente que deseamos, estábamos en Turín y Xana, a mi lado, seguía sonriendo.
Desde la Piazza Castello pudimos ver, siguiendo la Via Po, la Piazza Vittorio Véneto y, a través del puente Vittorio Emanuele I, la Piazza di Gran Madre de Dio, la que algunos, dada su grandeza y desconocimiento de idiomas, llaman de la abuela de Dios, y también entonces pude hacer mi pequeño alarde.
De la Piazza Castello fuimos ya, festoneando calles, hasta la Via Carlo Alberto a un muy pequeño hotel al que yo tengo en gran aprecio. Cerca ya de nuevo de la Piazza Carignano, en el Grand Hotel Sitea, nos depositó el coche. Justo al final de todo empezó a funcionar el aire acondicionado y la expresividad manual de nuestro conductor experimentó un cambio que la aproximó a la dulzura del vuelo de la mariposa que se posa suavemente. Y no a otro.
Llegué sudoroso, pero ávido de recorrer la ciudad. Ordené subir los equipajes a las habitaciones y comenté con Xana que, lo mejor que podíamos hacer, sería irnos los dos solos a comer allí cerca a un restaurante que esperaba que no hubiese sido cerrado; pues malo sería que si permaneciera abierto desde 1757 fuese a coincidir, precisamente aquel día, con el de la fecha de su quiebra económica. Xana se reía, quiero creer que sin fingimiento, cada vez que yo decía alguna tontería semejante. Era cierto que estaba disfrutando. Los meses en Brión, en la serenidad de la Casa de la Santa, me habían devuelto la imprescindible curiosidad que nos lleva a reconocer lo sabido como recién descubierto e igualmente lleno de sorpresas. ¡Cómo se puede entusiasmar un viejo a la vista de lo perdurable!
Al lado del teatro Carignano está el «caffe ristorante del Cambio» y allí introduje a Xana mientras le explicaba que en aquel lugar se habían cambiado las monedas, durante años, de los que venían en la diligencia procedente de París y que, desde hacía más de doscientos años, era un restaurante hermoso y de buena cocina. Entramos al salón y, Xana, se quedó maravillada de las dos enormes lámparas que penden del techo, del silencio que se había posado en los enormes cortinones de tela roja o sobre los doseles del mismo color que festonean los espejos. Hice que se sentase a la mesa que hay, entrando a la derecha, luego de la puerta que comunica con otro comedor interior, acaso menos hermoso, en el mismo sitio en el que lo hizo, durante muchos años, Camilo Cavour. Yo me senté enfrente de ella, de forma que podía observarla placenteramente en los diferentes ángulos y perspectivas que le proporcionaban los espejos. Era una situación hermosa.
Habían tenido que pasar tantos años y tantas cosas para que, la nieta de quien cogió la mano muerta de mi padre, llegase a Turín, a comer en aquel sitio, que decidí encargar algo que, ambos, pudiésemos recordar. Realmente me excedí, pero en sus últimas consecuencias la comida resultó frugal. Fue un menú muy italiano en su concepción y servicio: «Insalata di fagiano al tartufo nero», «Fricasea di pesci e crostacei con asparagi», para empezar y poder seguir con «Ravioli di melanzane al pomodoro e basilisco» y luego ya un «Cosciotto d'agnello in salsa Grand Veneur» con «Giardinetto di legumi» y terminar con un postre a base de «Tulipasno di frutta con zabaglione» y «Caffé» lo que, indudablemente no es lo mismo que «Café» ¡qué le vamos a hacer! Todo ello regado en abundancia con un «Bianco dei Roeri 1989» y un «Nebbiolo selezione del Cambio 1988». Un menú largo y estrecho que se dice ahora.
Salimos de allí algo tarde, al menos para una mente italiana, pero quiero creer que felices, los dos, y satisfechos. La tarde era nuestra y ni se me ocurrió pensar que ella podría estar cansada. La suponía víctima de idéntica excitación que la mía, consciente de las muy pocas horas que hacía que habíamos abandonado Madrid y del cambio que nuestras vidas habían experimentado. ¡Cómo podría querer encerrarse en un hotel! Ni yo mismo me acordaba del verdadero motivo de nuestra estancia en Turín. Lo único que quería era recorrer sus calles, enseñarle a Xana los cafés que pueblan la ciudad y excitar su curiosidad con una lluvia de datos que, es indudable, le serían muy difíciles de retener, pero que a mí me facilitaban el placer que da el compartir aquello que posees. Y todo lo que yo poseí siempre, acaso lo único de lo que desde niño fui dueño, fueron sensaciones y datos, asentados sobre una memoria eminentemente gráfica que tuve que contener y someter a otra auditiva que siempre latió en mí bajo el síntoma de su necesidad.
Regresamos por la Via Carlo Alberto, torcimos a la derecha por la del Principe Amedeo, luego a la izquierda por la Via Roma y, desde debajo de los soportales, fuimos asomando de forma paulatina, a la contemplación de las iglesias de Santa Cristina y de San Carlos, al fondo la Porta Nuova, en la Piazza que lleva el nombre del santo de la segunda de las iglesias.
No era la hora más apropiada para sentarnos dentro del «Caffé San Carlo», pero hice que Xana curiosease en su interior, completamente vacío en aquel momento, que viese la enorme lámpara y la tenue claridad que invade todo aquel ámbito. Un camarero amable le regaló una colección de postales del recinto, finamente metidas en un sobre en el que, la hermosa araña de luz, figuraba troquelada como logotipo del café y luego nos sentamos en el exterior, debajo de los soportales, dispuestos a contemplar la plaza y el ir y venir de la gente a aquella hora.
Empecé a impacientarme en seguida. Por delante de nosotros, en un sentido y otro, circulaban grupos de jóvenes dispuestos a pasar la tarde, de un día que debía de ser festivo, caminando alrededor de la plaza o a lo largo de ésta y los soportales de la Via Roma. No era un espectáculo gratificante en extremo. En cada uno de los grupos y según su número de componentes, un muchacho o dos llevaban en su mano la radio desmontable de su automóvil. Jamás habíamos visto tal cantidad de radios desmontables. Xana se rió y comentó que debía de haber un tenderete de alquiler de radio-casetes desmontables, completamente vacío, en la esquina de alguna calle cercana a la plaza o en un portal oculto y oscuro o en algún otro lugar insospechado para que los jóvenes horteras pudieran ofrecer a la vista de sus cortejadas la equívoca existencia de un automóvil que todavía no tenía otra entidad que la meramente imaginativa.
No eran gente hermosa y quería asombrar a Xana sumergiéndola en las cosas bellas que yo conocía para que, a través de ellas, me admirase a mí. Sé que se trata de un intento pueril, pero también sé que, al menos en ocasiones, puede dar resultado. Es más que probable que yo minusvalorase a Xana, es posible, también que no me valorase a mí lo suficiente; pero el corazón de un hombre procede de maneras variopintas y curiosas y no hay por qué negarse a nada. O hay que negarse a todo. O hay que llevar un equilibrio. ¡Quién sabe! El caso es que la saqué de allí en cuanto pude. La llevé, en la misma plaza, al café Torino. Entramos dejando a la derecha el mostrador de cristal repleto de dulces y caramelos, mientras observábamos la hermosa escalera que semeja alzar el vuelo a través de la cristalera del fondo y, una vez en la zona interior, dimos vuelta de manera inopinada para Xana. Había querido sentarla, debajo de un retrato de Cesare Pavesse, a una mesa que estaba ocupada y, el descubrimiento de este hecho, me había devuelto una irascibilidad que creía haber perdido.
Salimos de allí apresuradamente y, una vez en la calle, lamenté no haber tenido la calma necesaria para habernos sentado en otro sitio. Por eso le mentí a Xana:
– Vamos a otro sitio más hermoso. Ya verás.
Y nos dirigimos de nuevo hacia la Piazza Castello. En la esquina que ésta hace con la Galería Subalpina, entramos en el Cafe Baratti-Milano y nos sentamos a una de las mesas que dan al interior de la Gallería. Desde allí podíamos observar los escaparates de un comercio de alfombras, el blanco primer piso volando sobre el entresuelo, el nacimiento de la cristalera, o el mostrador de maderas nobles del propio café, según mirásemos a un lado o a otro. Pero hiciésemos lo que hiciésemos el sitio era acogedor y cálido.
Si tengo que reconocer la verdad, llegué allí exhausto, agotado y dominado ya por una ira que suele ir invadiéndome, poco a poco, hasta hacerme saltar, de forma irracional e intempestiva, sin que sea capaz de dominarme en modo alguno. Se trata de un malestar que ocupa, primero, mi frente; luego, el resto de la cabeza; una especie de zumbido o de fruncimiento muscular que genera ansiedad y excitación acumulativas y generadoras, a su vez, de un mayor malestar que acabo por descargar contra lo que más cerca de mí se halle. Ello implica unos cambios de humor que, al menos en su apariencia, ya que no en su gestación, surgen de forma brusca e inesperada que no suele hacer, precisamente, las delicias de los que me rodean. Sé que esto es así, pero soy incapaz de contenerme. Me arrepiento siempre, pero a destiempo, una vez que superé la crisis, cuando ya todo es irremediable y, si no lo es, se debe a la buena voluntad de los que están a mi lado, más que a ninguna otra razón. Cuando me invade la ira, no razono, agredo y puedo llegar a la insolencia y al insulto, al desprecio de quien tengo enfrente y al mayor grado de egolatría imaginable. Esto es así y bueno es que sea todavía capaz de racionalizarlo, de objetivarlo analizándolo como algo ajeno a mí. Sé que llegará un día en el que no seré ya capaz de hacerlo y temo ese día. Lo temo.
Cuando eso me sucede es más que probable que mi mano derecha, aquella con la que siempre empuñé la batuta, empiece a temblar, de manera incontenible; y así sucedió también cuando estábamos sentados a la mesa del Baratti-Milano. De forma tan instintiva como rápida, Xana cogió mi mano temblorosa entre las suyas, como ya lo había hecho en ocasiones anteriores. La posó sobre su propia palma izquierda y, con la derecha, llena de dulzura, se dedicó a acariciarme el dorso de la mía que descansaba ya, palma sobre palma. Se me humedecieron los ojos probablemente. Y justo en ese momento hubo quien nos sacó una fotografía. Una hermosa fotografía que salió en la prensa a la vuelta de una o dos semanas, acaso tan sólo de unos días, o de unas horas, quién sabe, ya ni lo recuerdo.
La fotografía, en cambio, sí la recuerdo perfectamente. Incluso hice intención de pedírsela al director de la revista y todavía no está descartado que lo haga un día de estos. En ella se nos puede ver a los dos, con el interior de la Subalpina al fondo, en medio de una luz dorada y cálida. El mantel amarillo de la mesa, la cortina de terciopelo dorado que hay detrás de mi cabeza, el fondo dorado de las alfombras que penden detrás de los escaparates de la tienda vecina, prestan y mezclan su luz con la blanca de la galería y, así, la porcelana del servicio de té es de una dorada blancura y la plata de las teteras tiene el color de un oro tenue y escasamente violento. Como nuestras manos. Como nuestras sonrisas y el brillo de nuestras miradas. Es una hermosa composición. Mi pelo gris parece más blanco, casi albo, y la rubia cabellera de Xana está pulida y sedosa como nunca lo hubiera parecido. Se nota la diferencia de edad, pero no desentonamos. Ni ella de mí, ni yo de ella, al menos así me lo parece y creo no mentirme.
Guardo el recorte y, también, guardo varios ejemplares de la revista aunque, en aquel momento, me irrité de una forma salvaje e intenté agredir al periodista. Debió de ser patético el ver cómo me abalancé sobre el desprevenido fotógrafo en medio de mis encontrados sentimientos y, probablemente como consecuencia de ellos. Era el primer instante realmente puro de mi vida. Nadie me había preguntado el por qué de que hubiese aceptado sin vacilación la oferta realizada desde Turín, ni la razón de que yo amase tanto aquella ciudad tendida al pie de los Alpes, acogida a la falda de la colina en la que se asienta el santuario de Santa María de Superga, contra cuya base se estrelló el avión repleto de los jugadores del equipo de fútbol turinés. Nadie había indagado nada.
Nunca se me conocieron amores, porque no los tuve. Mi vocación fue la música y a ella me dediqué. Sé que, en algunas ocasiones, se habló en términos peyorativos estableciendo parangones entre otros directores de orquesta y yo, realizando imaginativos nexos que conducían a suponer una homosexualidad discreta y digna muy bien llevada por mí. No es cierta esa suposición. Jamás me atrajeron los hombres. Sí en cambio las mujeres, y mucho. Pero jamás supe tratar con otras que no fuesen putas. Sólo traté con putas, sólo mantuve a putas y, las más de ellas, precisamente en Turín, a donde la casualidad me trajo, recién ordenado cura y recién llegado a Italia sin que nunca careciese del dinero indispensable para hacerlo y hacerlo bien. Cuando sentía necesidad de una mujer, acudía al pie de los Alpes y la hallaba; o bien clamé por ella desde donde me hallase y allí acudía para encontrarse conmigo en la discreta sombra de un pueblo vecino a la ciudad de mi esporádica residencia. ¡Siempre putas!
Llegué a sentir afecto por alguna de ellas, amor por ninguna. La música se lo llevaba todo.
Cuando sentí el ruido del flash tuve la consciencia de que me habían usurpado los únicos instantes íntegros de mi vida, en relación con las mujeres. Ahora estoy agradecido a aquel fotógrafo, pero entonces salté como una ballesta lo hubiese podido hacer. Sentí, de golpe, súbitamente y patentizada de forma totalmente imprevista, inaguardada, la vaciedad de mi vida. ¡No dejaba nada de mí, nada de mí quedaría! Si acaso el recuerdo de la música interpretada y dirigida por mí, pero eso no es nada. Supe que ni un amor, ni un hijo, ni siquiera una composición musical dejarían recuerdo de mi paso y no soporté el dolor de tal reconocimiento. Por eso me debí de precipitar contra el pobre fotógrafo.
– ¡Joaquín!
Gritó, pronunció mi nombre Xana y me frenó en mi loco frenesí de continuar abofeteando al impertinente que, sin haberlo pretendido, me había mostrado lo más duro de mi intransferible intimidad personal.
La foto fue publicada en los periódicos con motivo del concierto y en razón de ella misma. Tengo que reconocer que la prensa fue generosa conmigo, nadie hizo alusión alguna a mi condición de sacerdote. Creo que porque nadie la sabe o la recuerda, ya que si no el morbo hubiese sido completo. La publicación alejó a Xana de mi lado al ser presentada, en la revista, como el tardío amor del famoso y, al parecer, gravemente enfermo y retirado director de orquesta. Todo género de conjeturas fue establecido, todas las hipótesis sugeridas. ¿En dónde estaba? ¿A dónde y por qué me había retirado? ¿Era el amor, las ganas de disfrutar de la vida, lo que me había decidido a desaparecer? ¿Era la enfermedad? ¿Estaba realmente enfermo? ¿Era la joven rubia? ¿Quién era ella? La fotografía es ciertamente hermosa y yo aún espero que Xana regrese algún día.
Cuando se calmó la algarabía organizada por mi impulsividad incontrolada, pusieron un nuevo mantel que sustituyese al que yo había arrastrado detrás de mí, al levantarme bruscamente y con todo lo que tenía encima, pero ya no quisimos el té. Xana sonriendo pidió otra cosa y le sugerí unos pasteles y unos caramelos especialidad de la casa y muy famosos, por cierto. Aceptó y continuamos allí un buen rato, pero ya no volvió a retener mi mano entre las suyas; a pesar de que me entró una temblequera que tardó en desaparecer bastante tiempo. Se debió de sentir liberada de la hasta entonces irreprimible tendencia de los de su familia a retener entre sus manos las de la mía.
Creo que desde allí regresamos directamente al hotel. No lo recuerdo, pero debió de ser así. Todavía insistí en que recorriésemos la ciudad durante un rato e incluso debí de porfiar en que fuésemos al museo egipcio a ver momias y otras calamidades, pero no me hizo caso. Algo se había roto en el café y, a partir de aquel instante, todo serían componendas producto, si no de la buena educación sí, al menos, de la curiosidad por ver una ciudad que no se conocía y consecuencia de la inevitabilidad de tener que compartir un ambiente al que, de una forma habitual, muy poca gente tiene acceso, con la persona que te puede facilitar precisamente la entrada en él.
En realidad cuando pienso así es ahora. Aquéllos fueron otros días, distintos, en los que la ilusión me invadió de nuevo y las ganas de vivir me dolían hasta el gozo. Creía que de tanto desearlo y sólo con ello, era suficiente para que mi organismo se regenerara a la par que lo hacía mi mente. Tan ilusa es la voluntad del hombre que se entretiene con una mirada ajena, por muy dulce que ésta sea, y sospecha que la fe mueve montañas. ¡Ah, la voluntad del hombre! Cierto es que, gracias a ella, la humanidad avanza. Cierto es que lo hace hacia su propia destrucción. ¿A dónde, si no, se encamina?
Tesis, antítesis, síntesis. Ja. Como que la síntesis va a ser la desaparición de las clases, del estado, el paraíso marxiano en el que nadie oprima a nadie, nadie explote a nadie y todos seamos angelitos: la gloria eterna. Ésa va a ser, de forma exacta e ineludible, la conclusión a la que lleguemos; a la gloria eterna. Al fin de todo. A la gran apocalipsis. A la desintegración total. A eso, justamente.
Pero durante aquella tarde y durante algunas de las que le siguieron, diría incluso que durante alguna semana, o tan sólo durante unas horas, las que mediaron hasta que se publicó la fotografía que nos mostraba en la cariñosa actitud de estar cogidos de la mano y, acto seguido, Xana, desapareció discretamente; hasta entonces, hasta ese preciso instante, tuve la osadía de pensar que la música ya no era un refugio contra nada, que la música no era un arma contra nada y que, a última hora, pero todavía a tiempo, una mujer había entrado en mi vida.
Llegamos de regreso al hotel y fue cuando descubrí los cambios experimentados. Había querido ir allí, alojarme de nuevo en el Sitea, llevado de la mano de los recuerdos y con la dulce intención de poder retrotraerme emocionalmente a las escapadas, de curita rico y con posibles, que hacía desde Roma para hospedarme en él y asistir, desde aquel mi cuartel general de operaciones, a mis clandestinos encuentros con las putas en algún lugar vecino que la voluntad se niega a extraer de la memoria, porque permanece en ella dotado de total nitidez, adornado de toda la claridad que proporcionan los momentos gratos, desinhibidos, que en él pude vivir.
Abandonaba la ropa talar en el hotel romano, vecino del café Greco, el Hotel D'Inghilterra, y volaba, literalmente volaba, a Turín, a consumir el tiempo, repartido entre los cafés y las putas, entre las excursiones a los Alpes y las tardes placenteras olvidado en alguna taberna de aldea, oculta al pie de una langhe, al pie de una de las hermosas colinas que se extienden como olas de un apacible mar de fondo, de un apacible y verde mar tendido.
Todo esto se lo hubiese contado a Xana aquella tarde, de regreso en el hotel, o camino de él, de no haber surgido el flash fotográfico maldito. Pero no pudo ser así; llegamos y propuse quedar un momento en el bar que hay, al entrar en el vestíbulo a la derecha, pero el temor a nuevos periodistas lo impidió. Le sugerí a Xana que subiese ella, primero, que ya lo haría yo, después, y que dejase sin cerrar la puerta que comunicaba nuestras dos habitaciones. Podríamos ver la tele y cenar un sandwich juntos. Todo volvía a ser igual que antes y, sin embargo, todo había cambiado.
Me di cuenta en el preciso instante en que, un periodista emboscado en el vestíbulo, me abordó preguntándome:
– ¿Qué me puede decir del concierto, maestro?
Porque yo no había ido allí por causa de ningún concierto. Sin saberlo, había acudido a enamorar a alguien a destiempo.
Me demoré un buen rato, queriendo granjearme la amistad y la benevolencia del periodista, con la muy interesada intención de contrapesar la violencia habida con su compañero gráfico no hacía mucho tiempo, y por disfrutar de nuevo de algo de lo que voluntariamente había prescindido durante los últimos meses. Cuando subí a la habitación, me había excedido en el consumo de whisky; llamé, con suavidad y con una picardía de formas absolutamente senil y ridícula, en la puerta de Xana; pero Xana se había dormido. Me dirigí a mi cama, encendí el televisor, me tumbé vestido y, viendo no sé qué programa de televisión, me quedé profundamente dormido.