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(Viernes, 15 de junio)
Cuando llegados a Puerto Anunciación -a la ciudad húmeda, siempre asediada por vegetaciones a las que se libraba, desde hacía centenares de años, una guerra sin ventajas- comprendí que habíamos dejado atrás las Tierras del Caballo para entrar en las Tierras del Perro. Ahí, detrás de los últimos tejados, se erguían los primeros árboles de la selva aún distante, sus avanzadas, sus centinelas soberbios, más obeliscos que árboles, todavía esparcidos, alejados unos de otros, sobre la vastedad fragosa del arcabuco enrevesado de maniguas, cuya rastrera feracidad borraba los senderos en una noche. Nada tenía que hacer el caballo en un mundo ya sin caminos.
Y más allá de la verde masa que cerraba los rumbos del sur, las veredas y picas se hundían bajo un tal peso de ramas que no admitían el paso de un jinete.
El Perro, en cambio, cuyos ojos estaban a la altura de las rodillas del hombre, veía cuanto se ocultaba al pie de las malangas engañosas, en la oquedad de los troncos caídos, entre las hojas podridas; el Perro de hocico tenso, de olfato agudo, en cuyo lomo se escribía el peligro en signos de pelo erizado, había mantenido, a través del tiempo, los términos de su alianza primera con el Hombre. Porque era ya un pacto el que ligaba aquí al Perro con el Hombre: un mutuo complemento de poderes, que les hacía trabajar en hermandad. El Perro aportaba los sentimientos que su compañero de caza tenía atrofiados, los ojos de su nariz, su andar en cuatro patas, su socorrido aspecto de animal entre los otros animales, a cambio del espíritu de empresa, de las armas, del remo, de la verticalidad, que el otro maniobraba. El Perro era el único ser que compartía con el Hombre los beneficios del fuego, arrogándose, en este acercamiento a Prometeo, el derecho de tomar el partido del Hombre en cualquier guerra librada al Animal.
Por ello, aquella ciudad era la Ciudad del Ladrido.
En los zaguanes, detrás de las rejas, debajo de las mesas, los perros estiraban las patas, husmeaban, escarbaban, avisaban. Se sentaban en la proa de las barcas, corrían por los tejados, vigilaban el punto de los asados, asistían a todas las reuniones y actos colectivos, iban a la iglesia: y tanto iban que una vieja ordenanza colonial, nunca observada porque a nadie interesaba, erigía un cargo de perrero para que arrojara a los perros del templo «en todos los sábados y en las vigilias de fiestas que las tuvieran».
En noches de luna, los perros se entregaban a su adoración en un vasto coro de aullidos que no se interpretaba ya, por costumbre, como lúgubre presagio, aceptándose el consiguiente desvelo con la tolerancia resignada que ha de tenerse frente a los ritos algo engorrosos de parientes que practican una religión distinta de la nuestra.
El lugar que llamaban posada, en Puerto Anunciación, era un antiguo cuartel de paredes resquebrajadas, cuyas habitaciones daban a un patio lleno de lodo donde se arrastraban grandes tortugas, presas allí en previsión de días de penuria. Dos catres de lona y un banco de madera constituían todo el moblaje, con un pedazo de espejo sujeto al dorso de la puerta con tres clavos mohosos. Como la luna acababa de aparecer sobre el río, había vuelto a levantarse, luego de un descanso, la ululante antífona de los canes -desde los gigantescos árboles plateados de la misión franciscana hasta las islas pintadas en negro-, con inesperados responsos en la otra orilla. Mouche, de pésimo humor, no se resolvía a admitir que habíamos dejado la electricidad a nuestras espaldas, que aquí se estaba todavía en época del quinqué y de la vela, y que no había siquiera una farmacia donde comprar cosas útiles al cuidado de su persona. Mi amiga tenía la astucia de callarse las atenciones que prodigaba constantemente a su semblante y a su cuerpo, para que los extraños la creyeran por encima de tales vanidades femeninas, indignas de una intelectual, con lo que daba a entender, de paso, que su juventud y natural belleza le bastaban para ser atractiva. Conociendo esa estrategia suya, me había divertido en observarla muchas veces desde lo alto de las pacas de esparto, notando con maligna ironía cuán a menudo se examinaba en un espejo, frunciendo el ceño con despecho. Ahora me asombraba de cómo la materia misma de su figura, la carne de que estaba hecha, parecía haberse marchitado desde el despertar de aquella última jornada de navegación. El cutis, maltratado por aguas duras, se le había enrojecido, descubriendo zonas de poros demasiado abiertos en la nariz y en las sienes. El pelo se le había vuelto como de estopa, de un rubio verde, desigualmente matizado, revelándome lo mucho que debía su cobrizo relumbre habitual al manejo de inteligentes coloraciones. Bajo una blusa manchada por resinas raras, caídas de las lonas, su busto parecía menos firme, y mal sosnían el barniz unas uñas rotas por el constante agarrarse de algo que nos impusiera la vida en una cubierta atestada de baldes y barriles, del galpón flotante que había sido nuestro barco. Sus ojos de un castaño lindamente jaspeado en verde y amarillo, reflejaban un sentimiento que era mezcla de aburrimiento, cansancio, asco a todo, latente cólera por no poder gritar hasta qué punto le resultaba intolerable este viaje emprendido por ella, sin embargo, con frases de alto júbilo literario. Porque la víspera de nuestra partida -lo recordaba yo ahora- había invocado el consabido anhelo de evasión, dotando la gran palabra Aventura de todas sus implicaciones de «invitación al viaje», fuga de lo cotidiano, encuentros fortuitos, visión de Increíbles Floridas de poeta alucinado.
Y hasta ahora -para ella, que permanecía ajena a las emociones que tanto me deleitaban cada día, devolviéndome sensaciones olvidadas desde la infancia-, la palabra Aventura sólo había significado un encierro forzoso en el hotel ciudadano, la visión de panoramas de una grandeza monótona y reiterada, un trasladarse sin peripecias, arrastrándose la fatiga de noches sin lámpara de cabecera, rotas en el primer sueño por el canto de los gallos. Ahora, abrazada a sus propias rodillas, sin molestarse por lo que el desorden de sus faldas dejaba al desgaire, se mecía suavemente en medio del camastro, tomando pequeños sorbos de aguardiente en un jarro de hojalata. Hablaba de las pirámides de México y de las fortalezas incaicas -que sólo conocía por imágenes -, de las escalinatas de Monte Albán y de las aldeas de barro cocido de los Hopi, lamentando que, en este país, los indios no hubieran levantado semejantes maravillas. Luego, adoptando el lenguaje «enterado», categórico, poblado de términos técnicos, tan usado por la gente de nuestra generación -y que yo calificaba, para mí, de «tono economista»-, comenzó a hacer un proceso de la manera de vivir de la gente de acá, de sus prejuicios y creencias, del atraso de su agricultura, de las falacias de la minería, que la llevó, desde luego, a hablar de la plusvalía y de la explotación del hombre por el hombre.
Por llevarle la contraria, le dije que, precisamente, si algo me estaba maravillando en este viaje era el descubrimiento de que aún quedaban inmensos territorios en el mundo cuyos habitantes vivían ajenos, a las fiebres del día, y que aquí, si bien muchísimos individuos se contentaban con un techo de fibra, una alcarraza, un budare, una hamaca y una guitarra, pervivía en ellos un cierto animismo, una conciencia de muy viejas tradiciones, un recuerdo vivo de ciertos mitos que eran, en suma, presencia de una cultura más honrada y válida, probablemente, que la que se nos había quedado allá.
Para un pueblo era más interesante conservar la memoria de la Canción de Rolando que tener agua caliente a domicilio. Me agradaba que aún quedaran hombres poco dispuestos a trocar su alma profunda por algún dispositivo automático que, al abolir el gesto de la lavandera, se llevaba también sus canciones, acabando, de golpe, con un folklore milenario.
Fingiendo que no me hubiera oído, o que mis palabras no tenían el menor interés, Mouche afirmó que aquí no había cosa de mérito que ver o estudiar; que este país no tenía historia ni carácter, y, dando su decisión por sentencia, habló de partir mañana al alba, ya que nuestro barco, navegando esta vez a favor de la corriente, podía cubrir la jornada del regreso en poco más de un día. Pero ahora me importaban poco sus deseos. Y como esto era muy nuevo en mí, cuando le declaré secamente que pensaba cumplir con la Universidad, llegando hasta donde pudiera encontrar los instrumentos musicales cuya busca me era encomendada, mi amiga, de súbito, montó en cólera, tratándome de burgués. Ese insulto -¡bien lo conocía yo!- era un recuerdo de la época en que muchas mujeres de su formación se hubieran proclamado revolucionarias para gozar de las intimidades de una militancia que arrastraba a no pocos intelectuales interesantes, y entregarse a los desafueros del sexo con el respaldo de ideas filosóficas y sociales, luego de haberlo hecho al amparo de las ideas estéticas de ciertas capillas literarias.
Siempre atenta a su bienestar, colocando por encima de todo sus placeres y pequeñas pasiones, Mouche me resultaba el arquetipo de la burguesa.
Sin embargo, calificaba de burgués, como supremo denuesto, a todo el que intentara oponer a su criterio algo que pudiera vincularse con ciertos deberes o principios molestos, no transigiera con ciertas licencias físicas, encerrara preocupaciones de tipo religioso o reclamara un orden. Ya que mi empeño de quedar bien con el Curador y, por ende, con mi conciencia, se atravesaba en su camino, tal propósito tenía, por fuerza, que ser calificado por ella de burgués.
Y se levantaba ahora del camastro, con las greñas en la cara, alzando sus pequeños puños a la altura de mis sienes en una gesticulación rabiosa que yo veía por primera vez. Gritaba que quería estar en Los Altos cuanto antes; que necesitaba el frío de las cumbres para reponerse; que allí es donde pasaríamos el tiempo que me quedara de vacaciones.
De súbito, el nombre de Los Altos me enfureció, recordándome la turbia solicitud con que la pintora canadiense hubiera rodeado a mi amiga. Y aunque ya solía cuidarme de proferir palabras excesivas en las discusiones con ella, esta noche, gozándome de verla fea a la luz del quinqué, sentía una nerviosa necesidad de herirla, de vapulearla, para largar un lastre de viejos rencores acumulados en lo más hondo de mí mismo. A modo de comienzo empecé por insultar a la canadiense, calificándola de algo que tuvo el efecto de actuar sobre Mouche como una hincada de alfiler al rojo. Dio un paso atrás y me arrojó el jarro de aguardiente a la cabeza, fallándome por un canto de baraja. Asustada de lo hecho volvía ya hacia mí con las manos arrepentidas, pero mis palabras, autorizadas por su violencia, habían roto las amarras: le gritaba que había dejado de amarla, que su presencia me era intolerable, que hasta su cuerpo me asqueaba. Y tan tremenda debió sonarle esa voz desconocida, asombrosa para mí mismo, que huyó al patio corriendo, como si algún castigo hubiera de suceder a las palabras. Pero, olvidada del fango, resbaló brutalmente, y cayó en la charca llena de tortugas. Al sentirse sobre los carapachos mojados, que empezaron a moverse como las armaduras de guerreros sorbidos por una tembladera, dio un aullido de terror que despertó a las jaurías por un tiempo calladas. En medio del más universal concierto de ladridos metí a Mouche en la habitación, le quité las ropas hediondas a cieno y la bañé de pies a cabeza con un grueso paño roto.
Y luego de hacerle beber un gran trago de aguardiente la arropé en su catre y marché a la calle sin hacer caso de sus llamadas ni sollozos. Quería -necesitaba- olvidarme de ella por algunas horas.
En una taberna cercana hallé al griego bebiendo enormemente en compañía de un hombrecito de cejas enmarañadas, a quien me presentó como el Adelantado, advirtiéndome que el perro amarillo que a su lado lamía cerveza en una jicara era un notable sujeto que atendía al nombre de Gavilán. Ahora, el minero celebraba la suerte que me ponía en relación, tan fácilmente, con individuo muy poco visible en Puerto Anunciación. Cubriendo territorios inmensos -me explicaba-, encerrando montañas, abismos, tesoros, pueblos errantes, vestigios de civilizaciones desaparecidas, la selva era, sin embargo, un mundo compacto entero, que alimentaba su fauna y sus hombres, modelaba sus propias nubes, armaba sus meteoros, elaboraba sus lluvias: nación escondida, mapa en clave, vasto país vegetal de muy pocas puertas. «Algo así como el Arca de Noé, donde cupieron todos los animales de la tierra, pero sólo tenía una puerta pequeña», acotó el hombrecito. Para penetrar en ese mundo, el Adelantado había tenido que conseguirse las llaves de secretas entradas; sólo él conocía cierto paso entre dos troncos, único en cincuenta leguas, que conducía a una angosta escalinata de lajas por la que podía descenderse al vasto misterio de los grandes barroquismos telúricos. Sólo él sabía dónde estaba la pasarela de bejucos que permitía andar por debajo de la cascada, la poterna de hojarasca, el paso por la caverna de los petroglifos, la ensenada oculta, que conducían a los corredores practicables. El descifraba el código de las ramas dobladas, de las incisiones en las cortezas, de la rama-no-caída-sino-colocada. Desaparecía durante muchos meses, y cuando menos se le recordaba surgía por un boquete abierto en la muralla vegetal, trayendo cosas. Era, alguna vez, un cargamento de mariposas, o pieles de lagartos, sacos llenos de plumas de garza, pájaros vivos que silbaban de extraña manera, o piezas de alfarería antropomorfa, enseres líricos, cesterías raras, que podían interesar a algún forastero. Cierta vez había reaparecido, tras de una larga ausencia, seguido por veinte indios que traían orquídeas. El nombre de Gavilán se debía a la habilidad del perro en agarrar aves que llevaba al amo sin arrancarles una pluma, a fin de ver si presentaban algún interés para el negocio común. Aprovechando que el Adelantado, llamado desde la calle, se separara de nosotros para saludar al Pescador de Toninas, que andaba de diligencias que algunos de sus cuarenta y dos hijos naturales, el griego, hablando ligero, me dijo que, según la opinión general, el extraordinario personaje había dado, en sus andanzas, con un prodigioso yacimiento de oro cuyo arrumbamiento, desde luego, tenía en gran secreto.
Nadie se explicaba por qué, cuando aparecía con cargadores, éstos regresaban en seguida con más fardaje que el requerido por el sustento de pocos hombres, llevando, además, algún verraco de cría, telas, peines, azúcar y otras cosas de escasa utilidad para quien navega por caños remotos. Esquivaba las preguntas de cuantos lo interrogaban al respecto y volvía a meter a sus indios en la maleza, a gritos, sin dejarlos vagar por la población. Se decía que debía estar explotando una veta con ayuda de gente perseguida por la justicia, o que se valía de cautivos comprados a una tribu guerrera, o que se había hecho el rey de un palenque de negros huidos al monte hacía trescientos años, y que, según afirmaban algunos, tenían un pueblo defendido por estacadas donde siempre retumbaba un trueno de tambores.
Pero ya regresaba el Adelantado, y el minero, para mudar rápidamente de conversación, habló del objeto de mi viaje. Acostumbrado al trato de personas animadas por propósitos singulares, amigo de un raro herborizador llamado Montsalvatje, de quien hacía grandes elogios, el Adelantado me dijo que podría hallar los instrumentos requeridos en las primeras aldehuelas de una tribu que vivía, a tres jornadas de río, en las orillas de un caño llamado El Pintado, por el siempre tornadizo color de sus aguas revueltas. Como lo interrogaba ahora acerca de ciertos ritos primitivos, me enumeró todos los objetos para hacer música que llevaba en la memoria, haciendo sonar, con onomatopeyas afinadas por el aguardiente y gestos de quien los tocara, una serie de tambores de tronco, flautas de hueso, trompas de cuerno y cráneo, jarras-para-bramar-en-funerales y panderos de medicina. En eso estábamos, cuando apareció fray Pedro de Henestrosa con la noticia de que el padre de Rosario acabada de morir. Algo afectado por la brusquedad de la nueva, aunque espoleado, a la vez, por el deseo de ver a la joven, de quien nada sabía desde nuestra llegada, me encaminé hacia la esquina del deceso, por calles en cuyo centro corrían arroyos turbios, en compañía del griego, el capuchino y el Adelantado, seguidos de Gavilán, que nunca faltaba a un velorio cuando estaba en la población.
En mi boca demoraba el sabor avellanado del aguardiente de agave que acababa de probar con deleite en la taguara cuya enseña floreada ostentaba un nombre graciosamente absurdo: Los Recuerdos del Porvenir.