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XXVII

He ascendido al cerro de los petroglifos con fray Pedro, y ahora descansamos sobre un suelo de esquistos, accidentado de peñas negras erguidas contra el viento por todos sus filos, o derribados a modo de ruinas, de escombros, entre vegetaciones que parecen recortadas en fieltro gris. Hay algo remoto, lunar, no destinado al hombre, en esta terraza que conduce a las nubes, y que surca un arrojo de agua helada, que no es agua de manantiales, sino agua de nieblas. Me siento vagamente inquieto -un poco intruso, por no decir sacrilego- al pensar que con mi presencia se rompe el arcano de una teratología de lo mineral, cuya grandiosa aridez, obra de una erosión milenaria, pone al desnudo un esqueleto de montañas que parece hecho con piedras de azufre, lavas, calcedonias molidas, escorias plutonianas. Hay gravas que me hacen pensar en mosaicos bizantinos que se hubieran desprendido de sus paredes en alud, y que, recogidos a paletadas, hubiesen sido arrojados aquí, allá, a modo de una aventada de cuarzo, oro y cornalinas. Para llegar hasta aquí hemos atravesado durante dos jornadas -por caminos cada vez más limpios de reptiles, ricos en orquídeas y en árboles florecidos- las Tierras del Ave. De sol a sol nos escoltaron los guacamayos fastuosos y las cotorras rosadas, con el tucán de grave mirar, luciendo su peto de esmalte verdeamarillo, su pico mal soldado a la cabeza -el pájaro teológico que nos ha gritado: ¡Dios te ve!, a la hora del crepúsculo, cuando los malos pensamientos mejor solicitan al hombre-. Vimos a los colibríes, más insectos que pájaros, inmóviles en su vertiginosa suspensión fosforescente, sobre la sombra parsimoniosa de los paujíes vestidos de noche; alzando los ojos, conocimos la percutiente laboriosidad de los carpinteros listados de oscuro, el alborotoso desorden de los silbadores y gorjeadores metidos en los techos de la selva, asustados de todo, más arriba de los comadreos de pericos y catalnicas, y de tantos pájaros hechos a todo pincel, que a falta de nombre conocido -me dice fray Pedro- fueron llamados «indianos girasoles» por los hombres de armaduras. Así como otros pueblos tuvieron civilizaciones marcadas por el signo del caballo o del toro, el indio con perfil de ave puso sus civilizaciones bajo la advocación del ave. El dios volante, el dios pájaro, la serpiente emplumada, están en el centro de sus mitologías, y todo cuanto es bello para él se adorna de plumas. De plumas fueron las tiaras de los emperadores de Tenochtitlán, como son hoy de plumas los ornamentos de las flautas, los objetos de juego, las vestimentas festivas y rituales de los que aquí he conocido. Admirado por la revelación de que vivo ahora en las Tierras del Ave, emito alguna fácil opinión acerca de la probable dificultad de hallar, en las cosmogonías de estas gentes, algún mito coincidente con los nuestros. Fray Pedro me pregunta si he leído un libro llamado el Popol-Vuh, cuyo mismo nombre me era desconocido. «En ese texto sagrado de los antiguos quitchés -afirma el fraile-, se inscribe ya, con trágica adivinación, el mito del robot; más aún: creo que es la única cosmogonía que haya presentido la amenaza de la máquina y la tragedia del Aprendiz de Brujo.» Y, sorprendiéndome con un lenguaje de estudioso, que debió ser el suyo antes de endurecer en la selva, me cuenta de un capítulo inicial de la Creación, en que los objetos y enseres inventados por el hombre, y usados con ayuda del fuego, se rebelan contra él y le dan muerte; las tinajas, los comales, los platos, las ollas, las piedras de moler y las casas mismas, en pavoroso apocalipsis que atruenan con sus ladridos los perros enrabecidos y sublevados, aniquilan una generación humana… De eso me habla aún cuando alzo los ojos, y me veo al pie del paredón de roca gris en que aparecen hondamente cavados los dibujos que se atribuyen al demiurgo vencedor del Diluvio y repoblador del mundo, por una tradición que ha llegado a oídos de los más primitivos habitantes de la selva de abajo. Estamos aquí en el Monte Ararat de este vasto mundo. Estamos donde llegó el arca y encalló con sordo embate, cuando las aguas comenzaron a retirarse y hubo regresado la rata con una mazorca de maíz entre las patas. Estamos donde el demiurgo arrojó piedras a sus espaldas, como Deucalión, para dar nacimiento a una nueva generación humana. Pero ni Deucalión, ni Noé, ni Unapishtim, ni los Noés chinos o egipcios, dejaron su rúbrica fijada por los siglos en el lugar de arribo. Aquí, en cambio, hay enormes figuras de insectos, de serpientes, seres del aire, bestias de las aguas y de la tierra, figuraciones de lunas, soles y estrellas, que alguien ha cavado ahí, con ciclópeo cincel, mediante un proceso que no acertamos a explicarnos. Hoy mismo sería imposible erigir en tal lugar el andamiaje gigantesco que levantara un ejército de talladores de piedras hasta donde pudieran atacar el paredón de roca con sus herramientas, dejándolo tan firmemente marcado como está… Ahora fray Pedro me lleva al otro extremo de los Signos y me muestra, de aquel lado de la montaña, una suerte de cráter, de ámbito cerrado, en cuyo fondo medran pavorosas yerbas. Son como gramíneas membranosas, cuyas ramas tienen una mórbida redondez de brazo y de tentáculo. Las hojas enormes, abiertas como manos, parecen de flora submarina, por sus texturas de madrépora y de alga, con flores bulbosas, como faroles de plumas, pájaros colgados de una vena, mazorcas de larvas, pistilos sanguinolentos, que les salen de los bordes por un proceso de erupción y desgarre, sin conocer la gracia de un tallo. Y todo eso, allá abajo, se enrevesa, se enmaraña, se anuda, en un vasto movimiento de posesión, de acoplamiento, de incestos, a la vez mostruoso y orgiástico, que es suprema confusión de las formas. «Estas son las plantas que han huido del hombre en un comienzo -me dice el fraile-. Las plantas rebeldes, negadas a servirle de alimento, que atravesaron ríos, escalaron cordilleras, saltaron por sobre los desiertos, durante milenios y milenios, para ocultarse aquí, en los últimos valles de la Prehistoria.» Con mudo estupor me doy a contemplar lo que en otras partes es fósil, se pinta en hueso o duerme, petrificado, en las vetas de la hulla, pero sigue viviendo aquí, en una primavera sin fecha, anterior a los tiempos humanos, cuyos ritmos no son acaso los del año solar, arrojando semillas que germinan en horas, o, por el contrario, demoran medio siglo en parar un árbol.

«Esta es la vegetación diabólica que rodeaba el Paraíso Terrenal antes de la Culpa.» Inclinado sobre el caldero demoníaco, me siento invadido por el vértigo de los abismos; sé que si me dejara fascinar por lo que aquí veo, mundo de lo prenatal, de lo que existía cuando no había ojos, acabaría por arrojarme, por hundirme, en ese tremendo espesor de hojas que desaparecerán del planeta, un día, sin haber sido nombradas, sin haber sido recreadas por la Palabra -obra, tal vez, de dioses anteriores a nuestros dioses, dioses a prueba, inhábiles en crear, ignorados porque jamás fueron nombrados, porque no cobraron contorno en las bocas de los hombres… Fray Pedro me arranca a mi casi alucinada contemplación, dándome un ligero golpe en el hombro con su cayado.

Las sombras de los obeliscos naturales se acortan cada vez más en la proximidad del mediodía.

Tenemos que empezar a bajar antes de que la tarde nos sorprenda en esta cumbre, desciendan las nubes y nos veamos extraviados entre nieblas frías.

Luego de pasar nuevamente ante las rúbricas del demiurgo, alcanzamos el borde de la falla en que se iniciará nuestro descenso. Fray Pedro se detiene, respira hondamente y contempla un horizonte de árboles, del que emerge, en volúmenes pizarrosos, una cordillera de filos quebrados, que es como una presencia dura, sombría, hostil, en la sobrecogedora belleza de los confines del Valle. El fraile señala con el bastón nudoso: «Allí viven los únicos indios perversos y sanguinarios que hay en estas regiones», dice. Ningún misionero ha regresado de allá. Creo que, en aquel instante, me permití alguna burlona consideración sobre la inutilidad de aventurarse en tan ingratos parajes. En respuesta, dos ojos grises, inmensamente tristes, se fijaron en mí de manera singular, con una expresión a la vez tan intensa y resignada, que me sentí desconcertado, preguntándome si les había causado algún enojo, aunque sin hallar los motivos del tan enojo. Todavía veo el semblante arrugado del capuchino, su larga barba enmarañada, sus orejas llenas de pelos, sus sienes de venas pintadas en azul, como algo que hubiera dejado de pertenecerle y de ser carne de su persona: su persona, en aquel momento, eran esas pupilas viejas, algo enrojecidas por una conjuntivitis crónica, que miraban, como hechas de un esmalte empañado, a la vez dentro y fuera de sí mismas.