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Es como un largo trueno percutiente que entra en el Valle por el norte y nos pasa encima. Me yergo en lo acunado de la hamaca con tal precipitación que casi la volteo. Bajo el avión que gira y regresa, huyen, aterrorizados, los hombres del Neolítico. El Adelantado ha salido al umbral de la Casa de Gobierno, seguido de Marcos; ambos miran, pasmados, mientras fray Pedro grita a las mujeres indias, que aullan de miedo en sus chozas, que esto es «cosa de blancos» sin peligro para la gente. El avión está, acaso, a unos ciento cincuenta metros del suelo, bajo un pesado techo de nubes prestas a romperse en lluvia nuevamente; pero no son ciento cincuenta metros los que separan la máquina volante del Capitán de Indios, que la mira, desafiante, con la mano aferrada al arco: son ciento cincuenta mil años.
Por vez primera suena, en estas lejanías, un. motor de explosión; por vez primera es el aire removido por una hélice, y esto que repite su redondez, paralelamente, donde los pájaros tienen las patas, nos trae nada menos que la invención de la rueda. El avión, sin embargo, tiene una suerte de titubeo en el modo de volar. Advierto que el piloto nos observa como buscando algo, o esperando una señal. Por ello, echo a correr hacia el centro de la explanada, agitando el rebozo de Rosario. Mi regocijo es tan contagioso que los indios acuden ahora, ya sin temor, saltando y alborotando, y tiene fray Pedro que apartarlos con su cayado para despejar el campo. El avión se aleja hacia el río, desciende un poco más, y es, de súbito, la vuelta cerrada, que lo trae a nosotros, como vacilando de ala a ala, cada vez más bajo. Es luego el contacto con el suelo; un rodar peligroso hacia la cortina de árboles, y un viraje oportuno que frena lo que restaba de impulso. Dos hombres salen del aparato: dos hombres que me llaman por mi nombre.
Y se acrece mi estupor al saber que, desde hace más de una semana, varios aviones me están buscando.
Alguien -no saben decirme quién- ha dicho allá que estoy extraviado en la selva, tal vez prisionero de indios sanguinarios. Se ha creado una novela en torno a mi persona, que incluye la insidiosa hipótesis de que yo haya sido torturado. Se repite conmigo el caso de Fawcett, y mis relatos, publicados en la prensa, están reactualizando la historia de Livingstone.
Un gran periódico tiene ofrecido un premio cuantioso a quien me rescate. Los pilotos fueron orientados, en su vuelo, por informes del Curador, quien señaló el área de dispersión de los indios cuyos instrumentos musicales vine a buscar. Ya iban a abandonar la partida cuando, esta mañana, tuvieron que apartarse de los rumbos hasta ahora seguidos por esquivar una turbonada. Al pasar por sobre las Grandes Mesetas se asombraron al divisar una aglomeración de viviendas donde sólo se esperaba a otear suelos sin huella de hombre, y pensaron, al verme agitar el rebozo, que era yo el extraviado que buscaban.
Me admiro al saber que esta ciudad de Henoch, aún sin fraguas, donde acaso oficio yo de Jubal, está a tres horas de vuelo de la capital, en línea recta. Es decir, que los cincuenta y ocho siglos que median entre el cuarto capítulo del Génesis y la cifra del año que transcurre para los de allá, pueden cruzarse en ciento ochenta minutos, regresándose a la época que algunos identifican con el presente -como si lo de acá no fuese también el presente- por sobre ciudades que son hoy, en este día, del Medievo, de la Conquista, de la Colonia o del Romanticismo.
Ahora sacan del avión un bulto envuelto en telas impermeables, que me hubiera sido arrojado con un paracaídas en caso de habérseme hallado donde fuera imposible el aterrizaje, y entregan medicamentos, conservas, cuchillos, vendas, a Marcos y al capuchino.
El piloto aparta una gran cantimplora de aluminio, desenrosca la tapa y me hace beber. Desde la noche de la tempestad en los raudales yo no había probado un sorbo de licor. Ahora, en la universal humedad que nos envuelve, este alcohol me produce, de súbito, una embriaguez lúcida, que llena mis entrañas de apetencias olvidadas. No sólo quisiera beber más, y miro por ello con celosa impaciencia al Adelantado y a su hijo que también tragan de mi aguardiente, sino que mil ansias de sabores se disputan mi paladar. Son llamadas apremiantes del té y del vino, del apio y del marisco, del vinagre y del hielo. Y es también ese cigarrillo que renace en mi boca, cuyo olor es el de los cigarrillos de tabaco rubio que fumaba en la adolescencia, a hurtadillas de mi padre, en el camino del Conservatorio. Hay, dentro de mí mismo, como un agitarse de otro que también soy yo, y no acaba de ajustarse a su propia estampa; él y yo nos superponemos incómodamente, como esas planchas movidas de un tiro de litografía, donde el hombre amarillo y el hombre rojo no aciertan a coincidir -como cosas que ojos sanos contemplaran con lentes de miope-. Este líquido ardiente que pasa por mi garganta me desconcierta y ablanda. Me siento a la vez deshabitado y mal habitado.
En este segundo precioso me acobardo bajo las montañas, bajo las nubes que vuelven a espesarse; bajo los árboles que las lluvias hicieron más frondosos. Hay como telones que se cierran en torno mío. Ciertos elementos del paisaje se me hacen ajenos; los planos se trastruecan, deja de hablarme aquel sendero y el ruido de las cascadas crece hasta hacerse atronador. En medio de ese infinito correr del agua, oigo la voz del piloto como alto distinto del lenguaje que emplea: es algo que había de suceder, un acontecimiento expresado en palabras, una convocatoria inaplazable, que tenía que alcanzarme por fuerza, dondequiera que me encontrara. Me dice que recoja mis cosas para marcharme con ellos sin demora, pues la lluvia amenaza otra vez, y sólo se aguarda a que la bruma suelte el tope de una meseta para arrancar el motor. Hago un gesto de denegación.
Pero en ese mismo instante suena dentro de mí, con sonoridad poderosa y festiva, el primer acorde de la orquesta del Treno. Recomienza el drama de la falta de papel para escribir. Y luego viene la idea del libro, la necesidad de algunos libros. Pronto se me hará imperioso el deseo de trabajar sobre el Prometheus Unbound -Ah, mi! Alas, pain, pain, ever, for everl De espaldas a mí habla nuevamente el piloto. Y lo que dice, que siempre es lo mismo, despierta en mí el recuerdo de otros versos del poema: I heard a sound of voices; not the voice which I grave jorth. El idioma de los hombres del aire, que fue mi idioma durante tantos años, desplaza en mi mente, esta mañana, el idioma matriz -el de mi madre, el de Rosario-. Apenas si puedo pensar en español, como había vuelto a hacerlo, ante la sonoridad de vocablos que ponen la confusión en mi ánimo. No me quiero marchar, sin embargo. Pero admito que carezco de cosas que se resumen en dos palabras: papel, tinta. He llegado a prescindir de todo lo que me fuera más habitual en otros tiempos: he arrojado objetos, sabores, telas, aficiones, como un lastre innecesario, llegando a la suprema simplificación de la hamaca, del cuerpo limpiado con ceniza y del placer hallado en roer mazorcas asadas a la brasa. Pero no puedo carecer de papel y de tinta: de cosas expresadas o por expresar con los medios del papel y de la tinta. A tres horas de aquí hay papel y hay tinta, y hay libros hechos de papel y de tinta, y cuadernos, y resmas de papel, y pomos, botellas, bombonas de tinta. A tres horas de aquí… Miro a Rosario. Hay en su semblante una expresión fría y ausente, que no expresa disgusto, angustia ni dolor.
Es indudable que advierte mi zozobra, pues sus ojos, que evitan los míos, tienen la mirada dura, altiva, de quien quiere demostrar a todos que nada de lo que pueda ocurrir importa. En eso, Marcos llega con mi vieja maleta verdecida por los hongos. Hago un nuevo gesto de denegación, pero mi mano se abre para recibir los Cuadernos de… Perteneciente a…
que en ellas colocan. La voz del piloto, que mucho debe apetecer la recompensa ofrecida, suena enérgicamente para apremiarme. Ahora, el mestizo sube al avión llevando los instrumentos musicales que deberían estar en posesión del Curador. Le digo que no, y luego que sí, pensando que el bastón de ritmo, las sonajeras y la jarra funeraria, al partir envueltos en sus esteras de fibra, me librarán de las presencias que todavía turbaban mi sueño en las noches de la cabaña. Bebo lo que quedaba en la cantimplora de aluminio. Y, de repente, es la decisión: iré a comprar las pocas cosas que me son necesarias para llevar, aquí, una vida tan plena como la conocen los demás. Todos ellos, con sus manos, con su vocación, cumplen un destino. Caza el cazador, adoctrina el fraile, gobierna el Adelantado. Ahora soy yo quien debe tener también un oficio -el legítimo – fuera de los oficios que aquí requieren el esfuerzo común. Dentro de algunos días regresaré para siempre, luego de haber enviado los instrumentos al Curador y de haberme comunicado con Ruth, para explicarle la situación lealmente y pedirle un pronto divorcio. Comprendo ahora que mi adaptación a esta vida fuera acaso demasiado brusca; mi pasado exigía el cumplimiento de un último deber, con la rotura del vínculo legal que me ataba todavía al mundo de allá. Ruth no había sido una mala mujer, sino la víctima de su vocación malograda. Aceptaría todas las culpas cuando comprendiera la inutilidad de obstaculizar el divorcio o reclamar cosas imposibles a un hombre que conocía los caminos de la evasión. Y, dentro de tres o cuatro semanas, yo estaría de vuelta en Santa Mónica de los Venados, con todo lo necesario para trabajar durante varios años.
En cuanto a la obra producida, la llevaría el Adelantado a Puerto Anunciación, cuando le tocara bajar al poblado, quedando al cuidado del correo fluvial: los directores y músicos amigos a quienes sería destinada se entenderían con ella, ejucutándola o no. Me sentía curado de toda vanidad a ese respecto, aunque me creyera capaz, ahora, de expresar ideas, de inventar formas, que curaran la música de mi tiempo de muchas torceduras. Aunque sin envanecerme de lo ahora sabido -sin buscar la huera vanidad del aplauso-, no debía callarme lo que sabía.
Un joven, en alguna parte, esperaba tal vez mi mensaje, para hallar en sí mismo, al encuentro de mi voz, el mundo liberador. Lo hecho no acababa de estar hecho mientras otro no lo mirara. Pero bastaba que uno solo mirara para que la cosa fuera, y se hiciera creación verdadera por la mera palabra de un Adán nombrando.
El piloto me pone la mano en el hombro con gesto imperativo. Rosario parece ajena a todo. Le explico entonces, en pocas palabras, lo que acabo de decidir. Ella no responde, encogiéndose de hombros con una expresión que ha pasado a ser despectiva.
Le entrego, entonces, como prueba, los apuntes del Treno. Le digo que, para mí, esos cuadernos son la cosa más valiosa después de ella. «Te los puedes llevar», me dice con acento rencoroso, sin mirarme.
La beso, pero se me zafa con gesto rápido, huyendo de los brazos que la abrazaban, y se aleja, sin volver la cabeza, con algo de animal que no quiere ser acariciado. La llamo, le hablo, pero en ese instante arranca el motor del avión. Los indios prorrumpen en una grita jubilosa. Desde la cabina de mando, el piloto me hace una última seña. Y una puerta metálica se cierra detrás de mí. Los motores arman un estrépito que no me deja pensar. Y luego es el ir hasta el extremo de la explanada; es la media vuelta seguida de una inmovilidad trepidante, que parece encajar las ruedas en el suelo fangoso. Y ya las copas de los árboles quedan abajo; pasamos rasando la Meseta de los Petroglifos, y giramos sobre Santa Mónica de los Venados, cuya Plaza Mayor ha sido invadida nuevamente por los vecinos. Veo a fray Pedro que hace molinetes con su cayado. Veo el Adelantado, de brazos en jarras, que mira hacia arriba, junto a Marcos, que sacude su sombrero de cogollo.
Sola en el sendero que conduce a nuestra casa, Rosario camina sin alzar la vista del suelo, y me estremezco al advertir que su cabellera negra, que cuelga a ambos lados de la cabeza -dividida por una raya cuyo olor un poco animal me vuelve deleitosamente al olfato-, tiene algo de velo de viuda. Lejos, en el lugar donde cayó Nicasio, hay un gran revuelo de buitres. Una nube se espesa debajo de nosotros, y por buscar bonanza ascendemos hacia una niebla opalescente que nos aisla de todo. Avisado de que volaremos durante largo tiempo sin visibilidad, me acuesto en el piso del avión y me duermo, algo aturdido por el licor y la mucha altitud que vamos alcanzando.