39018.fb2 Lucharon Por La Patria - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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La línea defensiva estaba situada en los límites de un pueblo. Lo que quedaba del regimiento había sido agrupado en una sola unidad. Los soldados tenían sus puestos en las cercanías de un edificio ruinoso con tejas coloradas; junto a él había un huerto.

Lopajin dedicó un buen rato a examinar los alrededores. Calculó la distancia que había hasta lo alto de la colina que tenían delante; tras averiguar la orientación del lugar, afirmó con satisfacción:

– ¡Tengo una posición magnífica! Esto es una maravilla, no una posición. Es un punto ideal para atacar a los blindados alemanes. Ya veréis, convertiré a los tanques en chatarra y a los tanquistas en pedazos de carne asada.

– Sí que eres valiente ahora -comentó mordazmente Sashka Kopytovski desperezándose-. En cuanto te has enterado de que tenemos, además de nuestras armas, fuerzas antitanque, te has puesto más alegre que un manojo de cascabeles. Había que verte ayer, cuando teníamos los tanques encima; sí que estabas pálido entonces.

– Sí, cuando se me vienen encima, siempre me pongo pálido – replicó Lopajin con sencillez.

– ¡Hay que ver cómo chillabas, que parecías un chivo: «Los cartuchos, prepara los cartuchos…!» Como si no supiera yo lo que tengo que hacer en cada momento sin necesidad de que me lo diga nadie. Anda, que estabas tan nervioso que parecías una mujer.

Lopajin mantuvo silencio y prestó atención a los sonidos circundantes. Desde algún punto del huerto llegó el chillido de una mujer y un ruido de vajilla. Su mirada distraída se espabiló iluminándose como por encanto; estirando el cuello, inclinó todo su cuerpo hacia adelante, aguzó el oído y prestó atención.

– ¿Qué pasa? ¿Venteas alguna pieza? -preguntó sonriendo Kopytovski. Pero Lopajin no le hizo caso.

Las tejas de un edificio blanco, empapadas por la humedad, brillaban. Los rayos del sol, oblicuos, daban reflejos dorados a las tejas y teñían las ventanas de color azulado. Por entre los árboles, a media luz, Lopajin pudo ver dos figuras femeninas y se le encendió una idea.

– Sashka, quédate un momento velando por los intereses de la patria, que yo voy a ese edificio de las tejas coloradas a ver qué pasa -dijo a Kopytovski guiñando un ojo.

Su interlocutor arqueó las cejas grisáceas y preguntó:

– ¿A qué vas?

– Tengo un presentimiento; me parece que si esa casa no es una escuela o un dispensario antituberculoso, conseguiré algo bueno para el desayuno.

– Pues a mí me parece que aquello debe ser una clínica veterinaria -comentó Kopytovski; y añadió-: Seguro que es una clínica veterinaria, o sea que aparte de tina y sarna de oveja, no encontrarás nada para comer.

Lopajin entrecerró los ojos haciendo un gesto de desconfianza y preguntó:

– ¿Cómo sabes eso? ¿Precisamente una clínica, y además veterinaria? Sí que estás enterado, clarividente.

– Digo yo que será una clínica veterinaria, porque está en un lugar apartado. Además, hace un rato he oído desde la parte de allí los mugidos de una vaca; de una vaca enferma, o sea que la habrán llevado allá para curarla.

Lopajin se hizo el desentendido y se puso a silbar. Durante un rato las dudas le hicieron sentirse melancólico y decepcionado. Pero se recuperó y decidió ir.

– Pues a pesar de todo voy a echar un vistazo -afirmó con decisión-. Si por casualidad viene el cabo o alguna otra persona preguntando por mí, le decís que tengo fuertes dolores de vientre, que a lo mejor es disentería.

Lopajin, inclinado, arrastrando los pies y con la cabeza gacha, dio un rodeo para evitar la trinchera del teniente Golostchiekov; procuró que los telefonistas, que tendían un cable entre el puesto de mando y una posición adelantada, no le vieran; por fin se metió en el huerto. En cuanto se vio protegido por los cerezos, que le ocultaban de los demás, se irguió, se ciñó el correaje, se ladeó un poco el casco y, contoneándose, se encaminó a la entrada del edificio, cuya puerta estaba hospitalariamente abierta.

Desde lejos puedo ver movimiento de mujeres junto a las cuadras; distinguió también una hilera de bidones que brillaban bajo los débiles rayos del sol poniente. De todo ello sacó la conclusión de que estaba en una lechería o una granja koljosiana. Sufrió una desilusión cuando, tras saltar la valla, vio junto a las cuadras a un viejo que impartía órdenes al elemento femenino. Lástima, siempre había confiado en la ternura y la bondad del corazón femenino; y aunque había sufrido algunos fracasos en las lides amorosas, seguía creyendo que era irresistible. En cuanto a los viejos, no les tenía ningún aprecio; consideraba que, sin excepción, eran todos unos avaros; en consecuencia, procuraba por todos los medios no tener que recurrir a ellos ni pedirles nada. Pero en aquella situación no tenía ninguna posibilidad de librarse del viejo; por lo que podía ver, era él quien mandaba allí.

Se armó de valor y esperando en su fuero interno que el viejo se muriera de repente, Lopajin se acercó a la cuadra. No iba con el paso jacarandoso y el rostro sonriente que lucía al entrar, talante de conquistador de corazones femeninos, sino que llevaba paso decidido. Se había enderezado el casco y ya no le brillaban los ojos.

Tras observar sagazmente la espalda recta y los hombros cuadrados de aquel anciano, Lopajin meditó: «¡Seguro que este barbudo ha sido sargento! Si no hay más remedio, le trataré con educación.» Avanzó unos pasos más hacia él, hizo chocar los talones al detenerse y saludó militarmente corno si estuviera ante el jefe de una división. Su estratagema tuvo éxito. El anciano, impresionado, devolvió el saludo llevando la mano a la visera de su viejo gorro de cosaco; con tono respetuoso y voz de bajo, dijo:

– Salud.

– ¿Qué es esto, padrecito? ¿La cuadra de un koljós? – inquirió Lopajin señalando los establos.

– No, no, es nuestra granja regional lechera. Estamos preparándonos para la retirada.

– Han tardado demasiado en decidirse -le dijo Lopajin con seriedad – Tenían que haberlo pensado mucho antes.

El viejo se acarició la barba suspirando y dijo, contemplando a Lopajin:

– Maldita sea la hora en que habéis llegado sin orden ni concierto a nuestro pueblo, cuadrilla de alborotadores. Anteayer mismo la radio decía que los combates tenían lugar en la aldea de Rososhi, y hoy ya estáis pegados a nuestros almacenes; desde luego, parece que los alemanes os siguen de cerca y os atizan.

La conversación amenazaba con tomar derroteros que a Lopajin no le interesaban; con habilidad, consiguió darle otro cariz, preguntando con interés:

– ¿No han trasladado todavía las vacas a la otra ribera del Don? Porque parece que las vacas de aquí son de raza.

– ¡Las vacas que tenemos aquí son más que vacas, son oro puro! -exclamó el viejo entusiasmado – El traslado empezó anoche, pero no sé si podrá continuar hoy, pues en el paso del río hay un follón terrible. Los alemanes llevan dos días bombardeando el puente y a este paso lo destruirán todo. ¡Y con la cantidad de máquinas y vehículos de guerra que hay allí! Seguro que ante el paso del río están rompiéndose la cabeza los oficiales pensando en cómo trasladar todo eso.

– Sí, la verdad es que el asunto está complicado -asintió Lopajin -. Pero usted, padrecito, no tiene que preocuparse por eso, pues nuestro heroico regimiento ha optado por montar la defensa. O sea que puede estar seguro de que los alemanes no pasarán el Don; los sangraremos en esta ribera del río.

– Si nuestro pueblo queda en zona de combate, si la lucha se entabla por aquí, arderá todo – dijo el viejo con voz temblorosa y en tono de triste premonición.

– Sí, padrecito, el pueblo también sufrirá, pero lo defenderemos mientras nos quede sangre en las venas.

– Que el Señor os ayude -comentó el viejo con confianza, y pareció que iba a santiguarse; pero al mirar a Lopajin de reojo y ver que éste tenía una medalla en el pecho, no se llevó la mano a la frente, sino que empezó a mesarse lentamente su barba blanca y sedosa – ¿Es vuestra unidad la que estaba cavando trincheras más allá del huerto?

– Sí, padrecito, es nuestra unidad. Cavamos, nos esforzamos todo lo posible y, claro, tenemos la boca completamente seca… – Lopajin guardó silencio diplomáticamente pero al parecer el viejo no había prestado atención a sus palabras. Seguía mesándose las barbas y observaba el trabajo de las ordeñadoras, que cargaban unos bidones en el carro; inesperadamente empezó a gritar con voz potente:

– ¡Glaska, maldita sea! ¿Cómo puede ser que no esté aquí todavía la yegua? ¡Empezaréis a espabilar cuando hayan llegado los alemanes!

Glaska, una ordeñadora rellenita y fuerte, con gruesos labios rojos, lanzó una mirada fulminante a Lopajin mientras susurraba unas palabras a las demás mujeres, que se pusieron a reír entre cloqueos. Después, sin ninguna prisa, contestó al viejo:

– No te impacientes, Luka Mijailich, que en seguida la traen; tendrás tiempo de llevar a tu vieja al Don.

Lopajin, muy tranquilo, se extasiaba en la contemplación de la ordeñadora, frunciendo el ceño como si le molestara el sol. No sin cierto esfuerzo separó su mirada del rostro moreno y encendido de aquella mujer, suspiró y preguntó con voz ronca:

– Qué, padrecito, ¿cómo se vivía en este koljós antes de la guerra? Yo diría que esta gente está bien alimentada…

– Sí, se vivía muy bien. Teníamos escuela, hospital, club y todo lo demás, para no hablar de los alimentos; nos sobraba de todo, y ahora… ahora hay que abandonar todo lo que nos da la tierra. ¿Adónde iremos a parar? Veremos todo esto quemado, qué desgracia -dijo el viejo con aire inexorable, como si inevitablemente hubiera de ser así.

En circunstancias normales a Lopajin le hubiera inspirado lástima la desgracia ajena; pero en aquella ocasión no podía perder el tiempo e intentó nuevamente dar a entender al viejo el motivo de su visita:

– Pues resulta que el agua del pozo que tenemos es salada. Estamos abriendo trincheras y pasamos una sed terrible pero no encontramos agua buena en ningún sitio. ¿Ustedes tienen agua buena? -preguntó con insistencia intencionada.

– ¿Salada? ¿Agua salada? -preguntó el viejo con extrañeza-. ¿De qué pozo dice que la sacan?

Lopajin, que no había probado el agua de aquel pueblo, no sabía dónde estaba el pozo, de modo que hizo un gesto vago con el brazo señalando el lado en que estaban los árboles del jardín de la escuela. El viejo pareció extrañarse todavía más.

– ¡Qué cosa más rara! El agua del pozo de la escuela es la mejor de aquí, todo el mundo bebe de esa agua. ¿Cómo puede ser que se haya estropeado? Ayer mismo sacaron de ese pozo agua clara y buena, yo bebí de ella.

Clavó una pensativa mirada en el suelo y se quedó en silencio; Lopajin, ya casi desalentado, dijo:

– Padrecito, es que no nos permiten beber agua sin hervir para evitar las diarreas y las infecciones.

– Nuestra agua puede beberse sin necesidad de hervirla – afirmó el anciano – Cada año limpiamos el pozo y hace muchísimo tiempo que no enferma nadie del vientre.

Lopajin, al ver que no conseguía, a pesar de todos los recursos utilizados, que aquel anciano obstinado le comprendiera, decidió hablar claramente:

– ¿No podríamos conseguir aquí algo de mantequilla o un poco de leche?

– Muchacho, si eso es lo que quieren tendrán que dirigirse a la administración de la granja central lechera. La administradora es aquélla, la que está con las ordeñadoras; esa pecosa un poco llenita que lleva el chal gris.

– ¿Y cuál es el cargo que tiene usted aquí? -preguntó algo confuso Lopajin.

El viejo, mesándose de nuevo las barbas, repuso orgulloso:

– Llevo ya tres años trabajando como mozo de cuadra. Así pues, trabajo, siego, cuido de los caballos y hago un poco de todo en la granja. Incluso me prometieron una recompensa para este año…

El viejo seguía hablando; pero Lopajin, impaciente, saludó llevándose la mano al casco y, sin pronunciar palabra, se acercó a la mujer del chal gris.

La administradora tenía aspecto de mujer sencilla y bondadosa. Prestó atención a las demandas de Lopajin y a continuación le respondió:

– Hemos enviado ciento cincuenta litros de leche y mantequilla para los heridos del hospital. Nos ha quedado algo que no podemos llevarnos con nosotros. ¿Tendrá bastante con dos latas de leche? ¿Habrá suficiente para todos los soldados? Glaska, dale dos latas de leche de ayer por la tarde al camarada comandante; y si en la nevera queda mantequilla, le das también dos o tres kilos.

Lopajin, orondo y satisfecho de haber sido tomado por comandante, estrechó efusivamente la mano de la administradora y bajó a la cámara frigorífica. Tomó los bidones de leche de manos de la ordeñadora y le dijo con admiración:

– ¡Glaska, no sé cuál es su nombre completo, pero es usted algo más que una mujer, es una maravilla! Tengo tanta hambre que me la comería entera; pero eso sí, a pedacitos chicos para que me durase más, aunque fuera sin sal.

– Cada uno es como es -repuso secamente la ingenua ordeñadora.

– Vamos, Glaska, no sea modesta. ¡Está usted estupenda! Lástima que no esté con nosotros. Y dígame, ¿con qué se ha puesto tan redondita? ¿A base de leche fresca o con natillas? – decía Lopajin con gesto extasiado.

– Coja los bidones y váyase. Luego puede volver a por la mantequilla.

– Por mí, estoy dispuesto a pasarme la vida entera con usted en este frigorífico -afirmó Lopajin descaradamente.

Miró cautelosamente la puerta cerrada e intentó abrazar el apetitoso cuerpo de la ordeñadora; pero ésta se resistió y enseñó a Lopajin un puño moreno, a pesar de lo cual sonreía amistosamente.

– Escucha, chico, esto te enfriará mucho más que el hielo. Has de saber que yo soy una viuda muy seria y que no me gustan las tonterías.

– Cualquier cosa que me dé una viuda así tiene que gustarme por fuerza; además, no pienso echarme atrás. Creo que ya he retrocedido lo suficiente -añadió acercándose con decisión a la ordeñadora, con la vista clavada en sus labios colorados.

En aquel momento se abrió la puerta; apareció en el umbral la oscura silueta del viejo, que empezó a vociferar:

– ¡Glikerya! ¿Andas perdida por ahí? ¿O se te han pegado las faldas al hielo? ¡Sal ahora mismo y haz que me traigan la yegua inmediatamente!

Lopajin se retiró precipitadamente soltando una retahíla de juramentos; subió a toda velocidad los peldaños húmedos y resbaladizos y, una vez en el exterior, esperó a la ordeñadora. Ésta seguía mirándole con sonrisa maliciosa. Lopajin, que no perdía todas las esperanzas, le preguntó con voz melosa:

– ¿Pensáis pasar al otro lado del río o vais a quedaros? Me interesa por si acaso… A lo mejor hay alguna ocasión…

– Sí, soldadito, nosotros nos vamos. Pero no me digas que quieres acompañarnos…

– No, de momento no es ése mi camino -le respondió Lopajin secamente y con gesto que denotaba entereza. Pero inmediatamente su voz enronquecida se hizo dulce-: Pero si fuera así, dime dónde podríamos encontrarnos, Glashenka.

La mujer, entre risas, apartó con un hombro a Lopajin de la puerta y contestó:

– Yo creo que no hay motivo para que nos encontremos; de todos modos, si tienes muchas ganas de verme y no puedes aguantarte, puedes buscarme en el bosque, en la otra ribera del Don. Nosotros no nos alejaremos del pueblo.

Lopajin, suspirando y maldiciendo la vida del soldado, cargó con los bidones de leche y se encaminó hacia el huerto, que atravesó rápidamente. Le apetecía mucho volverse a mirar a la viuda, de apariencia tan seria pero de expresión y mirada dulce y tierna. Por fin se giró y casi se cayó de bruces al topar con un montón de piedras. Se alejó rápidamente mientras notaba el eco de una risa femenina en su corazón.

Cuando llegó a la trinchera, Lopajin se amorró a uno de los bidones y, sin apartar los labios del borde del recipiente, bebió largamente paladeando la leche. Luego, ahíto y contento como una criatura, dijo a Kopytovski que repartiera el líquido tonificante entre la tropa, dándoles a cazo por persona y añadiendo que, si sobraba, no escatimara nada. Decidió que se marchaba de nuevo pero Kopytovski, preocupado, le aconsejó que no hiciera tal cosa.