39018.fb2 Lucharon Por La Patria - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

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10

– No se te ocurra ir, el cabo se va a enfadar.

Con aire soñador, Lopajin le contestó:

– Bueno, a lo mejor yo no quiero ir, pero son las piernas las que me llevan. Allí hay una ordeñadora que se llama Glaska, y si no fuera por la maldita guerra me pasaría la vida entera junto a ella, bajo el vientre de una vaca y sin soltar las ubres.

Kopytovski, con los ojos entrecerrados por la risa y poniéndose ante la boca un mano negra, le dijo:

– ¿De qué tetas dices que te cogerías?

– Eso es lo de menos -contestó Lopajin distraídamente, como si pensara en otro asunto.

Dejaba que su mirada se deslizase por la mancha verde de los bosquecillos cercanos hasta tropezar con el tejado rojizo de la central lechera.

– Ándate con ojo, no sea que te sorprenda el cabo primero. Está desde ayer más rabioso que un perro atado -le avisó Kopytovski.

Antes de romper a hablar, Lopajin hizo un gesto con la mano; luego replicó ardorosamente:

– ¡Vete al demonio con tanto consejo, tanto cabo primero y tanto niño muerto! ¿Es que no puedo ni mover una mano? Tú, si te preguntan, dices que Lopajin se ha ido a por mantequilla. Y mientras tanto les invitas a leche. Y como se le ocurra al primero meterse conmigo, ya verá lo que se encuentra. Estoy más que harto de las gachas de Lisichenko. Acabaré con úlcera de estómago. Tendrían que darnos un rancho como está mandado en el reglamento y así no haría falta que cada uno se las arreglara por su cuenta. ¿Tú crees que yo estaría bien de la cabeza si me negara a aceptar la mantequilla fresca que me ofrece la gente? ¡No tengo ninguna intención de dejar que caiga en manos del enemigo!

– De acuerdo, de acuerdo. Si es verdad que te van a dar mantequilla, no te retrases; vete ahora mismo – dijo Kopytovski repentinamente convencido.

Al rato, Lopajin caminaba por el pequeño sendero del huerto escuchando el canto madrugador de los pájaros y respirando con satisfacción el olor fresco y fugaz de la hierba húmeda por el rocío.

Aunque apenas había dormido en las últimas jornadas, no se había alimentado lo suficiente y había efectuado marchas agotadoras con los demás soldados, marchas de más de doscientos kilómetros, aquella mañana se sentía de muy buen humor. ¿Acaso necesita gran cosa un hombre en la guerra? La alegría del soldado se alcanza con apartarse un poco de la muerte consabida, descansar, dormir a pierna suelta, comer bien, recibir alguna carta de casa y fumar un cigarrillo con los amigos sin prisas. En realidad Lopajin no había tenido correspondencia de su familia, pero en cambio la noche anterior les habían dado tabaco, por el que tanto suspiraban desde hacía tiempo, una lata de carne en conserva y gran cantidad de munición. Antes de amanecer pudo conciliar un poco el sueño; luego, ya fresco y animado, cavó trincheras convencido de que en la ribera del Don se interrumpiría al fin esa amarga retirada; no sentía tanto odio como antes hacia el trabajo que le habían encomendado. Estaba satisfecho de la posición que había conseguido y más que satisfecho por haber podido beber leche a sus anchas. Además, había tenido ocasión de conocer la belleza salvaje de Glaska. ¡Demonio! Naturalmente, hubiera preferido conocerla en algún lugar de descanso, pues allí habrían podido despacharse a gusto, como en otros tiempos. De todos modos el breve encuentro le había proporcionado unos minutos agradables. En la guerra se había acostumbrado a conformarse con poco y a resignarse a toda clase de privaciones.

Lopajin rió embebido en sus pensamientos y silbó muy bajito mientras avanzaba por el sendero, apartando con el pie las hojas vencidas por el rocío. Al principio no se percató de que un débil y bajo rumor llegaba de detrás de la montaña. Repentinamente el ruido se hizo más intenso y Lopajin se detuvo para prestar atención. En seguida se dio cuenta de que se trataba de aviones alemanes; al mismo tiempo oyó una voz que gritaba: «¡A-via-ción!»

Lopajin se volvió rápidamente y se dirigió a las trincheras a todo correr. Por espacio de unos segundos se deslizó por su mente un pensamiento amargo: «Ha desaparecido la mantequilla y también Glaska…» Pero después, a pesar de la profunda tristeza que le causaba esta doble pérdida, se olvidó de ella por mucho tiempo.

Hicieron acto de presencia por encima del horizonte catorce aviones alemanes; se acercaban con decisión. Apenas Lopajin había tenido tiempo de alcanzar su trinchera cuando empezó a retumbar la artillería emplazada en el jardín de la escuela. Los pequeños círculos de color gris oscuro de las explosiones estallaban en el cielo casi delante y por debajo de los aparatos. Pronto se incrementaron los disparos de la artillería, que se mezclaban en el cielo claro y despejado. Casi acompañando a los aviones, les obligaron a romper la formación que llevaban e incluso a cambiar de rumbo.

– ¡Uno menos! -gritó con entusiasmo Sashka Kopytovski. Lopajin saltó a la trinchera, levantó la cabeza y pudo ver cómo el avión que encabezaba la patrulla giraba sin control sobre un ala, se envolvía en humo negro y empezaba a caer oblicuamente. Entre silbidos y chillidos pasó por encima de las trincheras y después de caer sobre la apisonada tierra de los prados de la aldea, estalló a causa de sus propias bombas. El ruido del estallido fue tan fuerte que Lopajin cerró los ojos un instante. Luego miró a Sashka con rostro iluminado.

– ¡Magnífico! ¡Estaba cargado de bombas! ¡Ojalá estos demonios de artilleros dispararan siempre así!

Otro aparato atacado por el fuego de la posición se desintegró en pedazos en el aire y fue a caer más allá de la aldea. Los demás orientaron su rumbo hacia el río. Recibidos por el fuego de las ametralladoras y de la segunda batería de artillería, los aviones dejaban caer las bombas de cualquier manera; a continuación se dirigieron hacia el oeste, después de haber circundado una zona extremadamente peligrosa.

Aún no había tenido tiempo para posarse el polvo de las bombas cuando por detrás de la montaña apareció una segunda oleada de bombarderos alemanes, alrededor de treinta. Cuatro aparatos se separaron y volvieron a las líneas de defensa.

– ¡Vienen a por nosotros! – exclamó Sashka con voz temblorosa y con los dientes apretados – ¡Mira, Lopajin, los bombarderos bajan en picado! ¡Ahora empezarán a caer! ¡Ahí vienen!

Tras tomar el fusil, Lopajin, un poco pálido, apoyó con fuerza un pie en el peldaño inferior de la trinchera y apuntó con precisión. Sus ojos claros estaban entornados y Sashka, al dirigirle una mirada rápida, sólo vio unas rendijas diminutas como cortadas con un cuchillo, y profundas arrugas en la oscura y tensa piel alrededor de los ojos.

– ¡A tres cuerpos…! ¡A tres y medio! ¡A cuatro! ¡Dispara, vamos! -pudo gritar el desorientado Sashka en medio del rugido ensordecedor de los motores, que perforaba los oídos.

Lopajin oyó su grito como en sueños y la conocida y temblorosa voz del teniente Golostchiekov, que con su tono elevado de costumbre voceaba: «¡A los aviones e-ne-mi-gos!» Logró disparar, sintió en su hombro el retroceso y en una pequeñísima fracción de segundo se dio cuenta de que había fallado el tiro. El conocido y odiado silbido de la bomba se incrementó rápidamente hasta terminar con un bramido ensordecedor.

Sobre el casco y la inclinada espalda de Lopajin empezaron a caer trozos de tierra, como una lluvia de granizo; el olor metálico corrosivo de la explosión se le metía por las fosas nasales impidiéndole respirar.

Las bombas estallaban de vez en cuando a lo largo de la línea de trincheras; sin embargo, la mayoría de las explosiones se producían detrás de las trincheras, en el jardín de la escuela. Haciendo un esfuerzo Lopajin levantó la cabeza y a través de

una nube de polvo sucio y revuelto vio a la izquierda, en medio del cielo azul, un avión; incluso pudo divisar la esvástica que llevaba en la cola. Saltó como un muelle, los dientes le rechinaron de nuevo y otra vez cogió el fusil con ímpetu.

– ¡Dispara a esa carroña! ¡Dale pronto! -Sashka gritaba a su oído, tembloroso y febril.

Esta vez Lopajin no podía, no debía fallar el tiro. Estaba como petrificado; sus manos, moviéndose hacia la izquierda, cogían el fusil con la férrea fuerza de un minero, parecían fundidas con él; mientras tanto sus ojos seguían entornados, como inyectados y despidiendo llamas de ira, sin perder de vista el avión que volaba en lo alto, preparado para atacar. Pero otra vez falló el tiro… Un ligero temblor se apoderó de sus labios al ver cómo el aparato tomaba altura y se lanzaba de nuevo en picado sobre las trincheras.

– ¡Un cartucho! -gritó enfurecido.

El J-87 bajaba veloz, regando con fuego de ametralladoras los amarillos surcos de las trincheras. En tierra la ametralladora del sargento Nikiforov disparaba sin cesar; las ráfagas de las ametralladoras sonaban al unísono, sordas y tableteantes. Lopajin esperaba. Observaba sin cesar el avión que descendía con un tiroteo bajo, intenso y creciente; al mismo tiempo, sin proponérselo, su oído captaba los demás sonidos de la contienda: el estallido de las bombas que caían en el jardín dé la escuela, junto a las posiciones de la batería, y los estridentes ladridos de las ametralladoras. Incluso pudo distinguir algunos disparos de fusil antitanque. Por lo visto, no era él el único fusil antitanque que intentaba acertar al bombardero en picado.

– ¿Te has quedado de piedra? ¡Pregunto si te has quedado petrificado! ¿No estarás herido? -le gritaba Sashka.

Pero Lopajin, que no perdía de vista el avión, se limitó a soltar algunos tacos. Sashka se sentó en el ancho fondo de la trinchera cubierta de cascotes, ya seguro de que Lopajin estaba vivo e ileso.

En el segundo ataque, la llama ardiente de las ametralladoras levantó mucho polvo y tronchó el ajenjo que había en el parapeto delantero de la trinchera, logrando incluso alcanzar un extremo y desmoronar parte del parapeto. Pero Lopajin ni siquiera se inmutó.

– ¡Agáchate! ¡Te va a acribillar, insensato! -gritó Sashka. -¡Ni hablar, no tendrá tiempo! -exclamó Lopajin; y en el momento en que el avión iba a entrar en picado, apretó el gatillo.

El avión inclinó ligeramente el morro pero en seguida se enderezó para tomar rumbo sur, balanceándose como un pájaro, elevándose lentamente, ya sin seguridad. Por el costado izquierdo de su fuselaje plano empezaba a salir una nubecilla de humo.

– ¡Toma! ¡Has terminado tu viaje! -dijo Lopajin con voz queda-. ¡Has acabado de volar! – repitió en voz más baja y con tono significativo, mientras seguía con ansia todos los movimientos del avión alcanzado.

Aún no había superado la cima de la montaña, cuando el aparato comenzó a dar bandazos para caer finalmente a plomo. Chocó en tierra con tal crujido que parecía como si alguien hubiera soltado un huevo cocido sobre una mesa. Lopajin suspiró aliviado, con alegría y satisfacción, mientras dirigía una mirada a Sashka.

– ¡Así hay que atizar! -exclamó tomando aire fuertemente por la nariz, sin ocultar su triunfo.

– ¡Sin comentarios! ¡Le has dado de pleno y certeramente, Piotr Fedotovich! -exclamó admirado Sashka, que por primera vez desde que estaban juntos le honraba llamándole por su patronímico.

Con las manos temblorosas, Lopajin se puso a liar un cigarrillo. Estaba fatigado y, hasta cierto punto, destrozado. Se sentó en el fondo de la trinchera y dio con avidez varias chupadas seguidas, soltando nubes de humo.

– ¡Casi se escapa el maldito! – dijo, ya más apaciguado; pero a causa de la emoción sus palabras eran lentas todavía – Si hubiera pasado más allá de la loma, ¡demonios, quién sabe! Quizás hubiera caído, o podía haber llegado a su guarida. Pero se la pegó contra el suelo y ahora se quema a gusto…

Sin acabar de fumar el cigarrillo se levantó y contempló con satisfacción durante un rato, en silencio, los restos humeantes del aparato en lontananza. Los otros tres aparatos que habían bombardeado la batería de ametralladoras se dirigieron hacia el sur. Pero los bombarderos aún sobrevolaban como aves de rapiña el paso del río; la artillería disparaba infatigable, estallaban las bombas y densas columnas de agua se alzaban en la espesa humareda. Pronto terminó la incursión y un enlace se acercó a Lopajin para decirle que le llamaba el comandante.

Todo el terreno alrededor de las trincheras parecía plagado de úlceras, agujeros redondos y amarillos de diversos tamaños, con los bordes calcinados. Los senderos oblicuos abiertos por las bombas en el jardín de la escuela se hallaban cruzados por árboles caídos y destrozados que dejaban al descubierto las paredes y los tejados de las casas, antes invisibles, cubiertos por las ramas.

Junto a la trinchera que ocupaba Sviaguintsev había un gran cráter y allí yacía una espoleta cubierta de tierra hasta la mitad, con los bordes metálicos destrozados y retorcidos. Todo el contorno daba la impresión de ser algo nuevo, salvaje y desconocido. Sin embargo, casi por doquier se olía el aroma dulzón de la hierba, se escuchaban las voces de los soldados, y desde el nido de ametralladoras, situado en un viejo silo subterráneo, llegaba una voz temblorosa y alegre a la vez, interrumpida por una risa tan jovial y alegre que Lopajin, al pasar a su lado, pensó con satisfacción: «¡Qué demonios! ¡Son inagotables! Aunque les hayan bombardeado hasta ponerlos patas arriba, cuando todo ha pasado se echan a reír a carcajadas como garañones que no hubieran salido del establo durante mucho tiempo.» Y él mismo se echó a reír involuntariamente cuando oyó la conocida voz del sargento Nikiforov, aguda y llorosa de tanto reír, que decía:

– Cuando lo miro está como un cangrejo, mueve la cabeza y me pregunta: «Fedia, ¿no te han matado?» Los ojos se le salían de la cara como puños y olía que no veas… Se conoce que el miedo…

En una trinchera apartada alguien se reía cansada y quedamente, con sus últimas fuerzas pero sin parar, como si le hubieran maniatado y le sometieran a un cosquilleo constante. Con la sonrisa en los labios, Lopajin evitó los emplazamientos de las ametralladoras y los cráteres para alcanzar al enlace, a quien dijo:

– El tal Nikiforov es un muchacho alegre.

– Hay alegría para unos y, para otros, lágrimas, o incluso el descanso eterno… -repuso el enlace con aire taciturno, mientras señalaba una abertura producida por la caída de una bomba y a un soldado con la guerrera empapada de sangre, que caminaba a lo lejos, como borracho, apoyándose en el brazo del sanitario.

El teniente Goiostchiekov le acogió con una gran sonrisa; con un movimiento del brazo le indicó que bajara a la trinchera. Aprovechando aquellos instantes de calma, acababa de desayunar. Se limpió los labios con un pañuelo negro por la suciedad y le guiñó un ojo maliciosamente.

– ¿Lo has derribado tú, Lopajin?

– Creo que sí, camarada teniente.

– Buen trabajo. ¿Es el primero que derribas en tu servicio?

– Sí, el primero.

– Bueno, siéntate entonces, serás mi huésped. Dices que es el primero; esperemos que no sea el último -dijo el teniente bromeando, mientras tiraba a la zanja un puchero de gachas sin terminar y sacaba una cantimplora que había tomado como botín.

En la trinchera del teniente olía a tierra arcillosa y húmeda, que no había tenido tiempo de secarse, a polvo y a algo avinagrado debido al sudor humano, a las correas de las armas y a las municiones amontonadas. Lopajin pensó en la rapidez con que las trincheras adquieren un olor humano distinto y característico de cada persona. Aunque no venían a cuento, recordó las palabras del sargento Nikiforov y sonrió. El teniente interpretó aquella sonrisa a su manera, le sirvió vodka en un vaso de aluminio y le dijo discretamente:

– Los vecinos, ésos de las ametralladoras, me han proporcionado hoy «combustible»; hacía tiempo que había terminado el mío… Bueno, felicidades por el éxito: toma, bebe.

Lopajin tomó cuidadosamente el vaso con dos dedos y le dio las gracias; para sus adentros pensó con tristeza que el vaso era demasiado pequeño para beber al estilo ruso; cerrando los ojos sorbió lentamente la vodka tibia, que olía levemente a gasolina.

El teniente produjo un chasquido con la lengua al mismo tiempo que Lopajin, como si estuvieran compartiendo la bebida, pero él no bebió; guardó la cantimplora.

– ¡Vaya gente tenemos ahora! ¿Eh, Lopajin? Antes, en cuanto llegaban los aviones alemanes, se echaban al suelo V olían la hierba. Ahora, en cambio, tienen que volar sobre nosotros a una altura prudencial para que no les calentemos la grupa. ¿Verdad, Lopajin?

– Exacto, camarada teniente.

– Hace poco ha llamado el comandante preguntando quién ha derribado el avión. La gente ha dicho que has sido tú y yo mismo lo he visto. Al parecer serás propuesto para una recompensa. Bueno, márchate, hay que esperar un nuevo ataque; mucha atención a los tanques. Pasa por donde está Borsij y adviértele de mi parte; dile que la lucha será fuerte: hay que combatir y resistir, como suele decirse, hasta la muerte. Dile que deposito mi confianza en él. Ahora voy a ir al flanco derecho… Algún motivo tendrán los alemanes para empeñarse en combatir el paso del río… Será un día muy fuerte, de modo que preocúpate de las dos cosas.

Lopajin volvía a su puesto radiante de alegría y colorado como un ladrillo a causa de la vodka, pero ya cerca de la trinchera del anticarro Borsij, borró la sonrisa de su cara.

Borsij estaba desayunando; rebanaba con gran cuidado una lata de carne con una miga de pan.

Lopajin se acercó a la trinchera preguntando:

– ¡Qué! ¿Cómo te van las cosas, ciudadano de Siberia? ¿No te impresionan las bombas?

– A mí no me impresionará nada hasta que me muera -replicó con voz de bajo el siberiano, ancho de espaldas y ágil, sin interrumpir lo que estaba haciendo.

– Oye, ¿no me invitas a sbaneski? He venido aquí en calidad de invitado.

– Preséntate como invitado en Omsk, en casa de mi mujer; hoy es domingo y seguro que prepara sbaneski. Ella te convidará.

Lopajin bajó la cabeza triste y negativamente.

– Eso está muy lejos; no iré. Que se las trague el polvo, y a ti también…

– Sí, cae un poco lejos, y además… -dijo Borsij suspirando. No se podía adivinar por qué suspiraba: si por su Omsk natal, lejana en la desnuda estepa, o porque se le había acabado la lata de carne.

Casi sin moverse, Borsij tiró la lata vacía a la maleza, se limpió las manos en los pantalones grasientos y dijo:

– Mejor será que me invites a tabaco, Lopajin.

– ¿Es que ya te has fumado el tuyo? -preguntó Lopajin extrañado.

– ¿Qué tiene que ver eso? El de los demás siempre sabe mejor – respondió Borsij juiciosamente. Extrajo un papel de fumar y sacó la mano de la trinchera-. Echa, no seas miserable. Si yo hubiera derribado un avión, gastaría todo el tabaco en invitar a los amigos.

Después de haber aspirado dos bocanadas de humo, Lopajin dijo:

– El teniente me ha ordenado que te avise para que estés alerta. Es un tío listo y cree que lo primero que harán los tanques será plantarnos cara a nosotros. Detrás de las lomas que están frente a nosotros pueden concentrarse. Además, allí hay un buen camino y una barranca ocultos. ¿Lo has visto?

Borsij asintió con la cabeza en silencio.

– El teniente dijo también estas palabras: «Lopajin, deposito mi confianza en ti y en Borsij. Resistiremos hasta el final.»

– Hace bien en confiar -comentó Borsij prudentemente-. Nos ha quedado poca gente; sin embargo, son hombres valientes. Nosotros resistiremos, sí, pero ¿y los vecinos?

– Los vecinos tienen que preocuparse de sí mismos – replicó Lopajin.

Borsij asintió de nuevo con un gesto de la cabeza. Lopajin se levantó y estrechando la ancha y fuerte mano del camarada, dijo:

– ¡Te deseo buena suerte, Akim!

– Lo mismo te digo.

Cruzó dos trincheras de tiradores y cuando llegó a la altura OC la tercera se detuvo como si se encontrara ante un obstáculo inesperado; se frotó los ojos como anonadado y murmuró entre dientes: «¡Qué maravilla! A mis años, sólo me faltaba esto.» Unos ojos azules, inmóviles, cansados e inexpresivos como siempre, le miraban debajo de un casco. Sentado en una trinchera abierta al cielo y perfectamente visible, estaba el cocinero Lisichenko. El rostro lleno del cocinero, con mofletes como manzanas, era juvenil e incluso alegre y sus ojos azules despedían tranquilidad. A Lopajin le pareció que se entornaban de un modo provocativo y descarado.

Con aires marciales Lopajin se acercó a la trinchera, se puso en cuclillas, miró al cocinero de arriba abajo y le dijo con voz solemne:

– Se le saluda.

– Lo mismo le digo -replicó Lisichenko fríamente.

– ¿Cómo está su salud? -se interesó amablemente Lopajin dirigiendo al cocinero una mirada fulminante, algo contenida para que no se le notara la rabia.

– Bien, gracias; siga adelante y váyase al demonio.

– Podría replicarte con todas las reglas militares, pero para ti – dijo Lopajin irguiéndose- no tengo palabras amables ni rebuscadas. Respóndeme sólo a esta pregunta: ¿quién es el bobo que te ha metido en esta trinchera? Y si piensas seguir en ella, ¿dónde está la cocina? ¿Qué vamos a comer hoy, si puede saberse, gracias a tu gran persona?

– Nadie me ha metido aquí, amiguito. Yo mismo he cavado la trinchera y yo solo me he metido en ella – contestó Lisichenko con voz triste y tranquila.

Lopajin estuvo a punto de ahogarse de indignación.

– ¿O sea que tú te has metido aquí? ¡Ay de ti! ¿Y la cocina?

– La he dejado. Y no vengas a lamentarte, no quieras asustarme. Empezaba a sentirme triste en la cocina; por eso la he abandonado hoy.

– Te has sentido triste, has dejado la cocina y te has metido aquí tú mismo.

– Eso es. ¿Qué más te interesa, héroe?

– ¿Es que piensas que sin ti no podemos resistir? -le espetó rápidamente Lopajin, dirigiendo una fulminante mirada de odio a Lisichenko.

Pero no era fácil amilanar e intimidar a un cocinero que había visto de todo y que se encontraba de vuelta de muchas cosas. Miró pausadamente a Lopajin de arriba abajo y dijo:

– Pues precisamente has dado en el clavo, Lopajin. No me fiaba de ti. Incluso he pensado que en un momento de apuro te pondrías a temblar, por eso he venido.

– ¿ Cómo es que no te has puesto el gorro blanco? He visto al cocinero del general y llevaba uno limpio, limpísimo… ¿Por qué no te lo pones tú? -preguntó Lopajin casi exhausto.

– Bueno, él era el cocinero del general, pero yo ¿por qué demonios había de ponérmelo? -preguntó a su vez Lisichenko.

Lopajin no podía más y dijo con gusto y complacencia:

– ¡Tienes que ponértelo para que te maten antes, pavo atiborrado!

Lisichenko se limitó a hacer un gesto de desinterés y replicó sin inmutarse:

– A mí sólo me matarán cuando las malvas florezcan sobre tu tumba, Pietia, cuando los sapos salten sobre tu cuerpo, pero antes no.

Hablar con el cocinero era inútil. Su extremada paciencia de ucraniano le hacía invencible, era como una fortaleza de cemento armado. Lopajin, después de suspirar, dijo quedamente y con inseguridad:

– Yo te pegaría con algo pesado para que se te saliera todo el mijo de dentro, pero no quiero gastar fuerzas en semejante porquería. Dime qué vamos a comer ahora.

– Schi.

– ¿Cómo?

– Schi con carnero y col fresca.

Lopajin creyó que el cocinero le tomaba el pelo pero no encontraba palabras para contestar como era debido.

Se puso en cuclillas de nuevo ante la trinchera, recurrió al dominio de sí mismo y se puso a hablar con cierta agudeza:

– Lisichenko, antes de entrar en combate estoy muy nervioso y ya me han hartado tus bromas. Dime seriamente: ¿vas a dejar a la gente sin comer algo caliente? Los muchachos no te lo perdonarán. Yo mismo podría zumbarte, me da igual lo que pueda pasarte y el color que tenga tu cara cuando acabe. ¿Es que no comprendes que eres el cocinero? Lo primero es la comida, tanto en el ataque como en la retirada. Una tropa sin comida es como un cero a la izquierda. ¿Por qué holgazaneas aquí? Sería mucho mejor que te largaras cuanto antes si no quieres salir con los pies por delante. Márchate, vístete como está mandado y, como ahora todo está tranquilo en el campo de batalla, incluso puedes calentar unas gachas sin humo. ¡Demonios! Estoy dispuesto a comer tus gachas, porque al fin y al cabo sin ellas se está peor que con ellas. ¿Qué queda de nosotros sin alimento caliente? ¡Unos desgraciados, eso es lo que quedaría! Yo, por cumplo, si no como me convierto en el más desgraciado de los italianos y en algo peor que el más desgraciado de los rumanos. Me pasa que ya no soy el mismo, me tiemblan las piernas, me Hojean los brazos… Vete, Lisichenko, y estate tranquilo: aquí nos pasaremos sin ti. Te juro que tu ocupación es tan honrosa como la mía. Bueno, quizá tan sólo sea unas diez veces inferior…

Lopajin esperaba una respuesta. Pero Lisichenko sacó lentamente del bolsillo una petaca rojiza con adornos de colores, arrancó con calma una tira de papel de una hoja de periódico y aún más lentamente empezó a liar un cigarrillo. Una vez liado, cogió un mechero que había tomado al enemigo y dijo sin apresurarse:

– Suplicas en vano, héroe. No puedo cruzar el Don con la cocina a la espalda, me hundiría al momento; y vadearlo por el puente también es imposible. La destruiré con una bomba cuando sea preciso, pero por el momento las schi siguen cociéndose en el puchero. De verdad, te lo juro. ¿Por qué me miras así? Apártatelos de mí o aguántalos con las manos para que no se te caigan. ¿Comprendes de qué va? Junto al puente una bomba mató a varias ovejas de un rebaño. Naturalmente, yo apuntillé a una, no quería que muriera sufriendo por la metralla que tenía en el cuerpo. Después conseguí coles de un huerto, aunque, la verdad, las conseguí robándolas. También encargué a dos heridos leves que vigilaran las coles, les añadí todo lo necesario y me largué, así que lo tengo todo en orden. O sea que haré un poco la guerra, os ayudaré, y cuando llegue la hora de comer me arrastraré por el bosque y tendréis vuestra comida caliente. ¿Estás contento de mí, héroe?

Lopajin, conmovido, sentía deseos de abrazar al cocinero. Éste, sonriendo, se sentó en el fondo de la trinchera y le dijo:

– En lugar de andar con bobadas mejor sería que me dieras una granada. Podría servirme para algo.

– ¡Mi querido compañero, eres un hombre de cuidado! Puedes luchar todo lo que quieras. ¡Te autorizo! -exclamó Lopajin con solemnidad; y desprendió una granada del correaje que entregó con respeto al cocinero.

Probablemente Lopajin hubiera seguido de charla con el cocinero, pero al oírse otra vez el ruido de los aviones alemanes que se acercaban de nuevo, se encaminó a toda prisa a su trinchera.

Cuando los aviones se acercaban a su objetivo, se separaron. Una sección se dirigió a las líneas de defensa mientras las otras, atravesando el fuego de la artillería, se dirigieron hacia el río.

Se levantó una densa nube de polvo pardo que envolvió las trincheras como una niebla en el aire quieto, impidiendo el paso de los rayos solares. Entre el característico zumbido y el ruido de los trozos de metralla al clavarse en tierra, Lopajin intentaba oír el fuego de sus propias ametralladoras. La batería emplazada en el jardín de la escuela estaba silenciosa. Lopajin pensó apesadumbrado: «¡Malditos reptiles, los han enterrado!» Luego se le ocurrió pensar que quizás hubieran tenido tiempo de trasladarse a sus antiguas posiciones y se tranquilizó algo.

Entre el fragor y el estrépito que había a su alrededor no oyó los gritos de Sashka que le llamaban. Ensordecido y agobiado por el rugir de las explosiones, procuró sacar fuerzas de flaqueza; de vez en cuando asomaba la cabeza por encima de la trinchera e incluso salía cauteloso por encima del parapeto. Las sacudidas cálidas de las ondas explosivas le hacían tambalear la cabeza, pero continuaba alerta y mirando al frente por si a través de la polvareda de humo intentaban avanzar los tanques alemanes, protegidos por la cobertura del bombardeo aéreo.

En una de las ojeadas, gracias a la claridad del sol unida a la de las llamas de varias explosiones, pudo ver a Sviaguintsev en su trinchera; con alivio y alegría observó que después de una ráfaga de ametralladora permanecía sereno, aferrado al fusil; pero segundos más tarde pudo distinguir en el casco de Sviaguintsev una abolladura a un lado; todo él aparecía ahora gastado y sin brillo; tanto Sviaguintsev como su casco estaban cubiertos de polvo.

«¡Es un gran muchacho! -pensó Lopajin con admiración-. A ése no le asusta ninguna música…»

Muy pronto se confirmaron los temores de Lopajin: aún no habían tenido tiempo los aviones de descargar su material en dos pasadas cuando empezó a oírse detrás de la loma un ruido de motores completamente distinto, a ras de tierra y compacto, mezclado con el fuerte rechinar metálico de los tanques. Casi al mismo tiempo la artillería alemana abrió fuego desde la loma y junto al río, y en el mismo instante nuestras baterías, emplazadas al otro lado del Don, empezaron a contestar al fuego.

– ¡Bueno, Sashka, sujétate bien los pantalones y aguanta! -dijo Lopajin animado y sonriente-. Y vigila que no escape ningún tanquista cuando yo incendie su carro. ¿Cómo estamos de ánimos? ¿Bien? Eso es lo bueno; lo más importante de nuestra profesión es que los ánimos no decaigan.

Aferró el fusil y de nuevo, como cuando el avión enemigo, viniendo de detrás de la loma, caía en picado sobre las trincheras, como si se hubiera fundido con su arma, no apartaba la vista de las rugientes planchas de acero envueltas en una gran capa de polvo que formaban una especie de cuña.

¡Sí, ahora se podía respirar a pleno pulmón! El inicio de este combate no se podía comparar con aquel otro en que los restos del regimiento diezmado pudieron defenderse en la cima y frenar el impulso del enemigo contando solamente con cuatro armas antitanque y algunas ametralladoras. Ahora el combate se desarrollaba de otro modo; todavía no habían alcanzado los tanques la mitad de la distancia calculada por Lopajin cuando en su camino cayó una descarga de artillería levantando una gran nube negra. La artillería del regimiento luchaba con ardor y con impulso y pronto tres de los veinte tanques medianos que aparecieron detrás de la colina quedaron inmovilizados; un cuarto no pudo recorrer ni una decena de metros más. Arrastraba por la parte posterior una humareda negra; el tanque comenzó a ladearse sobre el costado derecho como si quisiera acariciar y sorber el espíritu de la tierra del Don que momentos antes aplastaba pesadamente con sus orugas.

Entusiasmado por el fuego de la artillería, Lopajin hizo presión con sus dedos sobre el hombro de Sashka y gritó:

– ¡Están disparando! ¡Cómo disparan! ¡Vaya, hijitos! ¿Quién os ha enseñado? ¡Os besaría las cabecitas! ¡Caray, Sashka, a este paso vamos a quedarnos sin nada que hacer!

Una batería antitanque emplazada en el huerto se puso a disparar contra los carros desde el flanco izquierdo. Al cabo de unos minutos otros dos tanques quedaban fuera de combate; sin embargo, los restantes pudieron atravesar la línea de fuego. Se encontraban a doscientos metros de las trincheras.

Lopajin vio claramente el cuerpo gris y rechoncho de un tanque que marchaba oblicuamente; divisó los rasgos difusos de una tremenda fiera con cola, pintada de blanco en el borde del tanque, un poco a la izquierda de la cruz. Con los ojos desencajados y llorosos lo veía todo pero seguía esperando que se redujera la distancia en medio centenar de metros para poder disparar sobre seguro.

De las orugas del tanque se desprendía un polvillo gris que se posaba sobre el ajenjo de la estepa. A veces brillaba de repente al sol un elemento metálico de la oruga; en otras ocasiones, como si arrastrara algodón gris, se formaba detrás del tanque una nube de polvo; encima del carro daba vueltas la torreta y surgía y desaparecía una llamita pálida y puntiaguda como la lengua de un áspid, casi invisible bajo los rayos del sol de la manara. Al cabo de unos segundos, en el ala derecha de 1a compañía, delante y detrás de los montículos que delataban la presencia de las trincheras, hacía explosión un montón de tierra que se posaba luego lentamente; al mismo tiempo se oían los ruidos característicos de la explosión.

Al segundo disparo Lopajin acertó en el tanque. Casi al mismo tiempo se incendiaron otros dos carros. Los demás, dando una rápida media vuelta desaparecieron detrás de la

colina. En cuanto el último de los tanques hubo desaparecido tras la polvorienta cresta de la loma, Lopajin volvió la mirada, contempló el rostro pálido de Kopytovski y le preguntó con acento afectuoso:

– ¿Qué te sucede, Sashka? Parece que te has puesto gris.

– Con esta clase de vida cualquiera se pone gris -respondió Kopytovski respirando con dificultad.