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Al cabo de media hora los alemanes volvieron al ataque. Unos diez carros de combate protegidos con fuego de ametralladora intentaron romper el enlace defensivo entre las dos compañías, una de ellas bajo las órdenes del teniente Golostchiekov. Un tanque de tamaño mediano que encabezaba la unidad enemiga se abalanzó sobre una cerca quedando atascado en el barro de la fragua del koljós. Momentos después se enderezó entre nubes de polvo y salió a toda velocidad, lleno de ramaje seco y de barro, disparando hacia las ametralladoras antitanques y pasando por encima de las trincheras de la infantería. Avanzaba en zigzag sobre las trincheras y las aplastaba con sus cadenas moviendo a izquierda y derecha su morro gris.
El tanque se acercaba a toda velocidad a la trinchera de Lopajin. Cubrió con su enorme masa la trinchera del cabo Kochetigov; repentinamente se detuvo una de las cadenas y el pesado vehículo empezó a girar sobre sí mismo con la intención de llenar de tierra por completo la trinchera. Lopajin disparó rápidamente pero aquel tanque no lo iba a destrozar él: el cabo Kochetigov, cubierto de tierra hasta la cintura, se enderezó todo lo que pudo y, mientras el tanque intentaba apisonar su trinchera, con gesto torpe levantó un brazo. Un frasquito se estrelló en silencio contra las chapas del vehículo gris. El tanque estalló en pedazos mientras por su blindaje corrían las llamaradas y se elevaba una columna de humo azul…
Como un animal enfurecido, el tanque incendiado se puso a girar con el motor rugiente y salió corriendo hacia el huerto, donde intentó apagar las llamas contra las ramas de un cerezo silvestre.
Cegado por la asfixiante humareda, el conductor del tanque apenas podía ver; en plena marcha, el vehículo cayó en el fondo de un gran pozo vacío y abandonado; al ladearse quedó al descubierto su fondo negro y recalentado por el aceite; allí quedó atrapado, indefenso e inofensivo, en espera de la muerte. Aún giraba rápidamente la oruga izquierda, intentando por todos los medios que sus zapatas se adhirieran al suelo; mientras, la oruga derecha, rota, quedó colgando sobre la tierra, impotente y lamentable.
Kopytovski lo había visto todo. Respiraba jadeante y con rapidez y seguía con los ojos desmesuradamente abiertos los movimientos violentos y los estertores finales del tanque enemigo. Sólo reaccionó cuando sonó cerca de su oído el conocido disparo del arma de Lopajin. Con la rapidez de un pájaro Kopytovski volvió la cabeza y pudo ver a su derecha, a unos cien metros de la trinchera, un tanque que avanzaba a sacudidas y que al cabo de un rato se detuvo; y entonces vio junto a sí el rostro enrojecido de Lopajin.
Las sombras grises de los tanquistas salieron por la escotilla del vehículo inutilizado. Uno de ell6s, con la guerrera desabrochada, cayó de espaldas; seguidamente giró sobre sus talones con los brazos en cruz. El segundo -sin gorra, de cabello oscuro y con una camisa gris remangada hasta los codos – intentó ponerse de rodillas, pero inmediatamente cayó a plomo y se arrastró ondulante como una serpiente, moviendo inútilmente los brazos.
En aquel instante Lopajin notó, con un segundo de retraso, que le arrebataban la ametralladora de las manos. Lopajin, sin perder de vista al soldado que se arrastraba, apretó contra sí la ametralladora de Kopytovski. Al mismo tiempo Sviaguintsev, por el lado derecho, soltó un disparo. El impacto hizo que el alemán cayera de bruces en el mismo suelo. Lopajin soltó la ametralladora, dirigió el rostro enfurecido hacia Kopytovski y con un silbido de ira balbuceó:
– Tú, canalla, pedazo de animal. ¿Estás luchando o qué?, Por qué no has disparado a tiempo? ¿Acaso piensas hacerle prisionero? ¡Mátale antes de que pueda levantar los brazos! ¡Mátale en seguida! En esta tierra no necesito alemanes prisioneros, sino muertos. ¿Comprendido, hijo de tu mamá?