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Aquella noche llovía; a intervalos llegaba un viento húmedo y desagradable y se oía el ruidoso gemido de los enormes.11.1111 os que crecían a la orilla izquierda del Don. Lopajin, empapado hasta los huesos y tembloroso por el frío, se acurrucaba junto a Kopytovski; éste roncaba pacíficamente. Se echó por encima de la cabeza el capote empapado, que pesaba mucho más de lo normal, y, en estado de duermevela, oía los i melosos truenos; en comparación con el rugido de la artillería parecían un rumor pacífico e inofensivo.
De madrugada escampó un poco pero la lluvia se vio sustituida por una densa niebla. Lopajin consiguió conciliar un sueño pesado y alterado pero al poco rato le despertaron. El cabo primero los reunió a todos y, con la voz cascada por la tos, habló:
– Tenemos que enterrar al teniente como es debido. Luego seguiremos marchando; no veo por qué tendríamos que quedarnos aquí, en medio del fango.
Cavaron la fosa Lopajin y otro soldado llamado Maiboroda en un claro del bosque, al pie de un manzano silvestre con las hojas cargadas de agua de lluvia. Maiboroda dijo, después de haber empezado a cavar:
– Mira qué cosa, no ha dejado de llover en toda la noche y sin embargo la tierra apenas ha calado.
– Así es -contestó Lopajin.
Y hasta terminar el trabajo no volvieron a hablar. En un momento dado el soldado Maiboroda sacó una paletada del tierra, dejó la pala y dio por terminada la fosa. Se quitó el sudor de la frente con la mano y dijo suspirando:
– Bien, aquí tiene su última trinchera nuestro teniente.
– Sí -respondió Lopajin escuetamente.
– ¿Y si fumamos ahora? -preguntó Maiboroda. Lopajin hizo un gesto negativo con la cabeza. Todo su rostro, de tono amarillento y surcado por las arrugas de la falta de sueño, se encogió un poco. Se dio la vuelta vencido por la emoción pero a los pocos momentos se controló con entereza y dijo con voz grave:
– Iré a informar al cabo de que ya está preparada la zanja. Fuma tú mientras tanto.