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Aquel cabo primero era parlanchín y Lopajin, que lo sabía, temía que intentara decir al pie de la tumba del teniente algunas palabras vacuas e innecesarias que casi tendrían tono ofensivo. Observó con desconfianza la cara del cabo con sus bigotazos rojos y sus ojos inflamados. Luego miró el correaje y la cartera Je campaña del teniente, ya bastante, ajada, que el cabo mantenía contra su pecho con el brazo izquierdo.
El día anterior Lopajin había bebido vodka con el teniente en su trinchera. Hacía unas pocas horas aquella cartera ajada y aquel correaje se ceñían sobre el cuerpo esbelto del teniente. Y ahora aquel mismo cuerpo estaba junto a la tumba, encogido por la muerte e inmóvil; lo que quedaba del teniente Golostchiekov estaba envuelto en un capote ensangrentado; el agua de la lluvia ya no corría por su rostro; era el momento del último adiós.
El cabo primero empezó a hablar con voz enronquecida v entre murmullos; al oírle, Lopajin se estremeció.
– ¡Camaradas soldados, combatientes, hijos míos! Enterramos ahora a nuestro teniente, el único oficial que nos quedaba en el regimiento. Era ucraniano, como yo, de la región de Dniepropietrovsk, cerca de donde vivo. Deja en Ucrania a su mujer, a tres hijos pequeños y a su anciana madre. Ya sabéis que era un buen jefe y un buen camarada, no hace falta hablar de ello. Lo que quiero deciros junto a esta tumba es que…
El cabo primero se calló; buscaba las palabras adecuadas. Al poco, con la voz fortalecida y como cargada por una energía interior, habló:
– Hijos míos, mirad la niebla que nos rodea. ¿Ya la veis? Pues una niebla parecida convertida en una siniestra desgracia pes sobre nuestro pueblo en Ucrania; y no sólo allí, sino en otro muchos sitios ocupados por los alemanes. Es una desgracia que no deja dormir de noche a la gente ni le permite gozar de la luz durante el día. Tendríamos que tenerlo continuamente presente; tanto ahora, cuando damos sepultura a un camarada, como en el momento de descanso en que suene un acordeón junto a nosotros. ¡Hemos de recordarlo siempre! Según marchamos hacia el este, debemos tener la vista fija en el oeste. ¡Miremos hacia allá hasta que acabemos con nuestras propias manos con el alemán que se encuentra en nuestro territorio! Nosotros, hijos míos, hemos retrocedido después de combatir como debíamos. Mirad cuántos hemos quedado: unos pocos y para de contar. No debe avergonzarnos mirar a los ojos de las personas buenas. No nos avergüenza… sólo debe causarnos alegría. ¡Pero no resulta fácil! Aún es demasiado pronto para levantar la vista hacia la montaña. ¡Es todavía demasiado pronto para levantarla! De todos modos, quiero que no nos avergüence mirar cara a cara a los huérfanos de nuestro difunto camarada y teniente, que no nos avergüence mirar a los ojos de su madre y de su esposa, y que cuando les veamos podamos decirles con palabras sinceras: «Acabaremos lo que hemos empezado con vuestro hijo y padre, aquello por lo que vuestro hombre ha dado su vida junto al Don.» ¡No daremos descanso al alemán hasta que reviente! Nos han dado un duro golpe, qué duda cabe, nos hemos tambaleado mucho. Pero yo soy un viejo entre vosotros, hombres y soldados, soy un viejo, es la cuarta guerra en que intervengo y sé que un hueso vivo siempre vuelve a cubrirse de carne. ¡También nos recubriremos nosotros! Nuestro regimiento estará al completo y en seguida recuperaremos el terreno y nos dirigiremos hacia el oeste. Pisaremos fuerte, tan fuerte, que la tierra se estremecerá bajo los pies de los alemanes.
El cabo primero se arrodilló con la dificultad propia de los viejos e inclinándose sobre el cuerpo del teniente, habló tan bajo que el nervioso Lopajin apenas podía entenderle:
A lo mejor usted, camarada teniente, aún se da cuenta de nuestra marcha. Es posible que los aires de Ucrania lleguen a su tumba…
Dos soldados saltaron a la fosa y con mucho cuidado trasladaron a ella el cuerpo rígido del teniente. El cabo, que seguía rodilla en tierra, arrojó un puñado de tierra y levantó el puno.
Rápidamente se formó sobre la tumba un montículo de arena y se le rindieron honores con tres disparos de fusil, que fueron seguidos por la descarga ruidosa de una batería emplazada no una lejos de allí.
Jamás como en esas horas había sentido Lopajin tanta amargura y pesar en su corazón. En busca de soledad, se dirigió al bosque y se sentó bajo un manzano. Lentamente pasaron junto a él Kopytovski y otro soldado. Lopajin pudo oír las palabras de Kopytovski, lleno de admiración y envidia, que decía:
– …Una división nueva que ha llegado aquí hace muy poco. ¿Has visto qué muchachos? ¡Qué pantalones, qué guerreras, qué capotes! ¡Todo flamante y recién estrenado, todo reluciente! ¡Demonio, van elegantes como mujeres! Me miré a mí mismo y parecía que había salido de un festín de perros, o como si me hubieran atacado veinte mastines. Tengo el pantalón roto por tres sitios y lo voy enseñando todo; y no puedo cosérmelo por falta de hilo. Por detrás la guerrera está podrida por el sudor, se deshilacha y parece una red de pesca; en cuanto al calzado, para qué hablar: la bota izquierda ha abierto la boca y no sé qué es lo que pide, si un hilo telefónico para sujetar la suela o un buen remiendo. ¡Y cómo se alimentan los soldados nuevos! ¡Como en un balneario! Comen el pescado del Don atontado por las bombas. ¡En mis propias narices echaron una carpa pequeña al fuego! Viven como si estuvieran de vacaciones en una casa de campo. Desde luego, así ya se puede combatir. ¡Si hubieran estado en el baile que nosotros tuvimos ayer, ya verías si cambiarían de color esos pollos!
Lopajin se había tumbado con los codos apoyados en la tierra mullida y pensaba con indolencia que quizá mandarían a retaguardia los restos del regimiento para reorganizarlo o completar con ellos cualquier unidad nueva. Y caso de ser así, no resultaría nada bueno y se tendría que despedir del frente por mucho tiempo. Además, ¡en qué circunstancias, precisamente cuando el alemán presionaba hacia el Volga y en el frente cada hombre valía muchísimo! Se veía con un macuto vacío a la espalda, abatido y en una retaguardia desconocida. La imaginación le mostró en seguida el panorama: una vida triste y anodina en una ciudad pequeña de provincias, sin las inquietudes y alegrías de la lucha, la vida insípida del soldado de reserva, los ejercicios tácticos en un campo de las afueras de la ciudad golpeado por los rayos de sol, con tiro al blanco contra maquetas de blindados de madera, las instrucciones estúpidas de algún teniente veterano que a causa de su graduación le miraría a él, a Piotr Lopajin, como a un recluta orejudo, a él, que estaba curtido por los fuegos y las trompetas… Lopajin movió la cabeza indignado y se encogió. ¡No, demonios, esa vida no era para él! Prefería disparar sobre tanques alemanes reales y no sobre maquetas absurdas, marchar hacia el oeste y no hacia el este y, poniéndose en lo peor, incluso seguir allí, junto al Don, esperando un nuevo asalto. ¿Y qué podía retenerle en la unidad, de la que apenas había quedado ningún camarada? No estaba Streltsof y ni siquiera se sabía en qué hospital ingresaría y a dónde sería enviado cuando saliera de él. El día anterior habían muerto Sviaguintsev, el cocinero Lisichenko, Kochetigov, el sargento Nikiforov, Borsij… ¡Cuántos hombres cuya amistad se había forjado en la guerra quedaron para siempre entre los grandes espacios que separan a Jarkov del Don! Yacían en tierra propia, profanada por el enemigo, pidiendo venganza en silencio. ¡Y él, Lopajin, iba a la retaguardia a disparar contra tanques de madera y aprender lo que ya había aprendido en la práctica, en el campo de batalla!
Lopajin se levantó repentinamente y, sacudiéndose la tierra de las rodillas, se dirigió a la vieja cabaña en que estaba el cabo primero.
«Pediré que me dejen en una unidad activa. ¡Se acabó el baile, no me moveré de aquí para ir a otra parte!», se dijo Lopajin decidido. Cruzó en línea recta los espesos matorrales de escaramujo.
Apenas había andado unos veinte pasos cuando oyó la voz conocida de Streltsof. Lopajin, sorprendido y sin dar crédito a sus oídos, se dirigió a un costado, salió a un pequeño claro y vio a Streltsof de espaldas con tres soldados desconocidos.
– ¡Nikolai! -gritó Lopajin lleno de alegría.
Los soldados, volviéndose hacia Lopajin, esperaron; pero Streltsof continuó su camino sin volverse, hablando en voz alta.
– ¡Nikolai! ¿De dónde sales? -gritó de nuevo Lopajin enloquecido de alegría, temblándole incluso la voz, de puro emocionado.
Uno de los soldados que iban con Streltsof le tocó en un brazo y éste se volvió. Al momento su rostro se iluminó con una amplia sonrisa y se dirigió al encuentro de Lopajin.
– Amigo mío, ¿de dónde vienes? -volvió a gritar Lopajin desde lejos.
Streltsof sonreía silenciosamente, moviendo sus largos brazos y caminando por el claro del bosque a grandes zancadas, aunque con cierta inseguridad.
Cuando estuvieron juntos, al lado de una zanja abierta recientemente, entre montones de tierra, se abrazaron fuertemente. Lopajin vio de cerca los ojos negros de Streltsof radiantes de felicidad; entusiasmado, exclamó:
– ¡Demonio! Te chillo a grito pelado y tú como si no. ¿Qué ha pasado? Dime de dónde vienes. ¿Por qué has aparecido aquí?
Streltsof, casi inmóvil, con una sonrisa fría en el rostro miraba fijamente el movimiento de los labios de Lopajin. Finalmente pronunció muy lentamente estas palabras, tartamudeando.
– ¡Pietia, qué contento estoy de verte! No puedes imaginar hasta qué punto. Ya había perdido la esperanza de ver a alguno de vosotros… Hay tanta gente por aquí…
– Pero ¿de dónde sales? ¿No te habían mandado al batallón médico-sanitario? -preguntó Lopajin.
– ¡ Desde ayer noche os estoy buscando por todas las compañías! Quise pasar a aquel lado pero un capitán de artillería me dijo que todos se retiraban de allá – dijo Streltsof tartamudeando un poco más, con los labios brillantes.
Sin darse cuenta todavía de lo que le había pasado a su amigo, Lopajin se rió; dándole golpecitos en la espalda, dijo:
– ¡Eh, padrecito! ¿No oyes bien? Mira por dónde nos pasa lo mismo que en el cuento satírico: «¡Hola, compadre!» «Vengo del mercado.» «¿Te has quedado sordo?» «He comprado un gallo.» Pero tú, ¿es que no oyes bien? -preguntó Lopajin levantando un poco más la voz -. Hablas torpemente, tartamudeas… Espera… ¿Eso es lo que te ha ocurrido después de la conmoción? ¡Claro, eso tiene que ser!
Lopajin se sonrojó de ira y contempló con profundo dolor el rostro de Streltsof, que, a pesar de todo, conservaba la misma sonrisa de antes. Puso sobre el hombro de Lopajin su temblorosa mano y tartamudeó con dificultad, penosamente:
– Vamos a sentarnos, Pietia. Resulta difícil hablar contigo. Después de aquella bomba no oigo nada. Y ves, hasta tartamudeo… Escribe y yo te contestaré.
Sentándose junto a la zanja, sacó del bolsillo una sucia libreta de notas y un lápiz. Lopajin cogió el lápiz de sus manos y escribió rápidamente: «Ya entiendo. ¿Te has escapado del batallón médico-sanitario?» Streltsof le miró por encima del hombro y dijo:
– Bueno, cómo te explicaría yo… me escapé. Más exactamente… me fui. Le dije al doctor que me iría en cuanto me sintiera mejor.
«¡Qué diablos! ¿Por qué? ¡Lo que has de hacer es curarte, estúpido!», escribió Lopajin; apretaba tanto la punta del lápiz que la rompió cuando puso el signo de admiración.
Streltsof leyó la nota y se encogió de hombros con extrañeza.
– ¿Cómo que diablos? La sangre ya no me sale por los oídos y apenas tengo náuseas. ¿Para qué tenía que estar allí acostado? – Cogió cuidadosamente el lápiz de manos de Lopajin y le afiló la punta con una navaja; después sopló las virutas que habían caído sobre sus rodillas y dijo-: Además, en aquel momento no podía quedarme allí. El regimiento estaba pasando un momento difícil, quedábamos pocos… ¿Cómo podía dejar de venir? Y vine. Aunque esté sordo, puedo seguir luchando al lado de los camaradas. ¿No es cierto, Pietia?
El orgullo que le inspiraba aquel hombre, el cariño y la admiración llenaron el corazón de Lopajin. Tenía ganas de abrazar y besar a Streltsof, pero sintió que se le formaba en la garganta un nudo caliente y, avergonzado de sus lágrimas, sacó tapidamente la petaca del bolsillo.
Con la cabeza gacha, Lopajin se puso a liar un cigarrillo; cuando ya casi había terminado, una lágrima grande y clara cayó sobre el papel, que se deshizo entre sus dedos.
Pero Lopajin era hombre tenaz: cogió un pedazo de papel de periódico, negro por la suciedad y los dobleces, le echó el tabaco y volvió a liar el cigarrillo.