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Sviaguintsev se recuperó de las convulsiones y de un dolor agudo que se enseñoreaba de su cuerpo como si fuera una centella. Empezó a toser suspirando roncamente; tenía la boca llena de polvo y tierra. Oyó su propia voz, suave y entrecortada, como si procediera de otra parte. De lo más profundo de su ser surgió un lamento.
A su alrededor explotaban minas y proyectiles. Los estallidos estremecían la tierra, unos más y otros menos. El aire estaba lleno de fragmentos de metralla que corrían con el zumbido de la muerte. Desde atrás llegaba el sonido de las ráfagas largas de una ametralladora. Sviaguintsev se aplastaba contra el suelo en un inútil intento de evitar las bocanadas de aire caliente y de humo procedentes de las explosiones más cercanas. A su alrededor revoloteaban nubes de polvo. Sviaguintsev oía estos ruidos como si provinieran de un lugar alejado e invisible. Hizo un movimiento y sintió un dolor agudo. En su conciencia entorpecida se abrió paso la idea de que estaba vivo.
No tenía fuerzas para moverse. Notó que la guerrera estaba empapada en sangre por los hombros y la espalda, al igual que los pantalones. Sviaguintsev dedujo de ello que estaba gravemente herido. Ese era el motivo del dolor lacerante que le dominaba por entero.
Ahogó un quejido y con la lengua intentó sacar la tierra viscosa que tenía en la boca y que le impedía respirar. La arena rechinaba entre sus dientes; era un sonido tan agudo que le retumbó la cabeza. El olor de sangre coagulada era tan fuerte que casi vomitó y volvió a perder el conocimiento, que pendía de un hilo muy fino que amenazaba con romperse en cualquier momento. Pero a poco sus sentidos empezaron a fortalecerse y Sviaguintsev volvió en sí. Con el consiguiente retraso empezó a recordar aterrado que hacía poco rato había salido de la trinchera y había visto a los alemanes acercándosele, concretamente a uno de ellos, encorvado y con la guerrera desabrocha-da, sucia de barro, con unos ojos grises que casi se le salían de las órbitas… El alemán corría apretando con fuerza sus labios finos, respirando jadeante por la nariz y echando el hombro izquierdo un poco hacia delante. Al mismo tiempo que corría, intentaba meter en el fusil ametrallador un cargador plano y negro. Entonces Sviaguintsev, con pasos cortos y decididos, se topó con él. Vio los ojos grises del enemigo, iracundos por la suerte del ataque, y el botón descolorido de su guerrera, por debajo del cual debía penetrar la punta de la bayoneta, y vio también cómo temblaba de tal modo que podían observarse los brillos de su machete a medida que corría. Todo ocurrió en escasos segundos. Algo breve como un trueno de verano estalló con fuerza detrás y le golpeó con violencia la espalda y las piernas. Sviaguintsev cayó de bruces y en esa caída terrible, al no tener fuerzas para levantar los brazos y protegerse la cara del golpe, pensó que había llegado su fin.
Haciendo un esfuerzo, Sviaguintsev abrió los párpados. A través del polvo mezclado con lágrimas y del apósito sucio que llevaba en el ojo pudo distinguir un pedazo de cielo turbio y rojizo, así como las hierbecillas que al moverse a impulsos del viento le rozaban las mejillas. Al parecer le arrastraban sobre un capote por encima de la hierba. La dura y dificultosa respiración del que iba arrastrándole se mezclaba con el ruido seco de la hierba que le rozaba; y así, centímetro a centímetro, iba avanzando su cuerpo.
Poco después Sviaguintsev sintió cómo, primeramente la cabeza y luego todo el cuerpo, resbalaban hacia abajo. Se dio un golpe fuerte contra algo duro y de nuevo perdió el conocimiento. Se recobró nuevamente y sintió en su rostro el contacto de una mano ancha y pequeña. Le estaban limpiando cuidadosamente la cara y los ojos con una gasa húmeda. Por un instante pudo ver una mano femenina, diminuta, y una vena azul en una muñeca blanca; después le acercaron a los labios el cuello de una botella tibia y un chorro fino de vodka le abrasó la garganta y la laringe. Tragó lenta y convulsivamente. Cuando le retiraron la cantimplora de los labios, aún hizo tres veces más como si tragara, pero en el vacío, como un ternero cuando le apartan de las ubres. Tras lamerse los labios resecos, entornó los ojos. El rostro de una muchacha desconocida se inclinaba sobre él. listaba pálida y se le notaban las pecas a pesar de su tez morena. Un gorrito militar descolorido cubría sus rizos de color rojizo. Su rostro no era muy agraciado, se trataba de una muchacha rusa sencilla y chata. Sin embargo, había en sus rasgos cierta bondad profunda y sincera y una inquietud honda; sus ojos amables y grises parecían sentir tanta compasión que Sviaguintsev necesitaba esos ojos, casi imprescindibles para su existencia, como si sobre él se hubiera abierto un cielo interminable, con una sucesión de nubes en lo alto.
La satisfacción de estar vivo y de no haber sido abandonado por los suyos, la gratitud que apenas podía expresar a la muchacha, enfermera de otro regimiento, le oprimió el corazón y sólo con gran dificultad pudo susurrar:
– Hermanita… querida… ¿de dónde sales?
La vodka reanimó a Sviaguintsev. Un calor húmedo le recorrió todo el cuerpo, aparecieron en su frente unas gotitas de sudor y le pareció que el dolor de las heridas se calmaba, que ya no lo sentía tan agudamente.
– Hermanita, ¿por qué no me das un poco más de vodka? – dijo intentando hablar más alto, admirado de su propia voz suave y débilmente infantil.
– ¿Cómo que beber más vodka? ¡Ya no puedes tomar más! Ya te has recobrado, ya está bien ahora. ¡Vaya jaleo estás armando! ¡Es espantoso! -añadió la muchacha-. A ver si te puedo trasladar desde aquí al batallón médico-sanitario.
Sviaguintsev movió un brazo hacia el lado izquierdo y después hizo lo mismo con el otro; con los dedos de las manos, que apenas querían obedecerle, palpó el cerrojo y el cañón del fusil ametrallador; estaban recalentados por el sol. Intentó mover las piernas sin conseguirlo y, apretando los dientes a causa del dolor, preguntó:
– Oye, ¿en dónde me han herido?
– Por todas partes estás herido. Te han alcanzado por todas partes.
– ¿Y las piernas? ¿Están enteras las piernas? -Interrogó sordamente; su espíritu estaba ya dispuesto a lo peor; sin embargo, no se resignaba del todo.
– Enteras, están enteras, querido; solamente están un poquito agujereadas. No te preocupes y no hables, llegaremos al puesto, te mirarán y te vendarán lo que haga falta; seguramente te curarán y luego te enviarán a un hospital de retaguardia. Todo estará en orden, a la guerra le gusta el orden…
Sviaguintsev no pudo comprender todo lo que ella le decía.
– En resumen, que me han machacado, ¿no es así? -volvió a preguntar; y tras permanecer unos instantes en silencio, susurró con tono amargo-: También decías… ¿qué orden es éste?
Seguían tumbados en un hondo cráter, sobre montículos de tierra arcillosa. Era uno de los primeros cráteres abiertos por las bombas. Una bomba de mortero, con su característico zumbido, pasó por encima de ellos; el zumbido aumentaba progresivamente y Sviaguintsev, que permanecía indiferente a todo menos a su dolor, vio con los ojos entreabiertos cómo la muchacha se tiraba al suelo en espera de la explosión inminente: encogió todo el cuerpo, enarcó las cejas y con ingenuidad infantil se tapó los ojos con las palmas de las manos.
Sviaguintsev, que todavía no había podido compadecerse de sí mismo en los cortos instantes de lucidez que iluminaban su conciencia como explosiones, y que aún no se había percatado de lo angustioso de su situación, experimentó compasión por la muchacha y pensó: «¡Es una niña, verdaderamente una niña! Lo que tendría que hacer es estar en la clase de décimo curso estudiando álgebra y aritmética, y sin embargo está aquí soportando el fuego constante, sufriendo horriblemente y arrastrando a nuestro hermano…»
Parecía que el fuego disminuía; cuanto menos se notaban las explosiones, más fuerte era el tono de voz de Sviaguintsev y más debilitado estaba; se había apoderado de él una turbia tranquilidad: era la inconsciencia del olvido, de la muerte…
La muchacha se inclinó sobre él mirándole los ojos desgarrados por el dolor y ya casi fuera de sí, y como contestando a un lamento mudo, preso en sus ojos y en las arrugas que había junto a sus labios, gritó con voz exigente y asustada:
– ¡Aguanta un poco! ¡Por favor, aguanta aunque sea un poco! Seguiremos en seguida, ya estamos cerca. ¿Me oyes?
Le sacó del hoyo con gran esfuerzo. Sviaguintsev se recobró e intentó colaborar empujándose él mismo con las manos, pero los dedos se le enganchaban en los pinchos de los matojos y el dolor se hacía casi insoportable. Apretó la mejilla mojada por las lágrimas contra el capote ensangrentado, mordiendo la bocamanga de la guerrera para que la enfermera no descubriera una debilidad de hombre y para no aullar por el dolor que sacudía tan desgarradoramente su atormentado cuerpo.
A unos metros del cráter la muchacha soltó de entre sus manos sudorosas el extremo del capote. Exhaló un profundo suspiro y, con voz llorosa, exclamó:
– ¡Señor! ¿Por qué alistan en el ejército a estos Oblomov? ¿Por qué? ¿Podré arrastrarte hasta allí? ¡Debes pesar cerca de seis puds!
Sviaguintsev entreabrió los dientes y replicó:
– Noventa y tres…
– ¿Cómo? ¿Noventa y tres? ¿Qué? -preguntó la muchacha jadeando ruidosamente.
– Esos son los quilos que pesaba yo antes de la guerra. Ahora peso menos -dijo Sviaguintsev; luego se calló y escuchó la pesada respiración de la enfermera.
Le inspiró cierta piedad aquella muchacha, que agotaba sus propias fuerzas, pero abstraído, pensó: «Mi Natacha será así dentro de seis años; no muy guapa, pero con muy buen corazón…» Luego intentó inútilmente dar vigor a su voz para dejar clara la preponderancia masculina, y respirando con dificultad dijo:
– Tú, hijita… Déjame, no te preocupes… Yo mismo… ¡Tengo los brazos enteros y de una forma u otra llegaré!
– ¡Vamos, qué tonterías! ¡Los hombres no hacéis más que decir disparates! -dijo la muchacha en un susurro, enojada -. ¿Adónde crees que llegarías? Sólo me siento un poco cansada, en cuanto haya descansado continuaremos en seguida. ¡Tú quédate tranquilo, que he arrastrado a otros más pesados que tú! ¡Me he visto en situaciones peores que esta! No te fijes en que soy menuda; soy fuerte.
Añadió todavía algunas cosas más con viveza y jactancia pero Sviaguintsev, aunque lo intentaba, ya no la comprendía. La suave voz de la muchacha empezó a ensordecerse, a alejarse, y por último desapareció. Sviaguintsev perdió el conocimiento otra vez.
Lo recobró horas más tarde, ya al otro lado del Don, en el puesto médico-sanitario. Estaba acostado en una camilla; lo primero que sintió fue un profundo olor a medicinas. Luego el techo verde de la gran tienda de campaña. Por el suelo, cubierto de lona impermeabilizada, discurrían en silencio personas vestidas con batas blancas.
«He perdido el conocimiento tres veces pero sigo vivo. ¡Esto quiere decir que sobreviviré, que aún no me ha llegado la hora de morir!», pensó Sviaguintsev con esperanza.
Había algo en él que le impedía respirar; con cuidado, lentamente, se llevó la mano sucia a la boca y escupió. La saliva era blanca, no había coágulos rojos en su palma. Sviaguintsev se alegró y esto último le convenció de que saldría bien parado. «Los pulmones están enteros y si un resto de metralla se ha incrustado en el hígado a través de la espalda, los médicos me lo sacarán. Lo más importante son las piernas. ¿Habrá llegado al hueso? ¿Andaré o quedaré inválido?», pensaba observándose de nuevo la callosa palma de la mano.
Junto a él había dos enfermeros desnudando a un soldado herido. Uno lo sostenía por los brazos; el otro procedía con sus gruesos dedos a descoserle los pantalones sucios y de color pardo; en cuanto los pantalones ensangrentados estuvieron amontonados en el suelo, Sviaguintsev pudo ver una herida enorme en la pierna del soldado, más abajo del muslo; era una gran masa de carne roja sangrante que dejaba entrever el hueso blanco.
El soldado guardaba cierto parecido con Streltsof en detalles, difícil de captar. Era hombre maduro, de bigotes canosos sobre una boca hundida, con mandíbulas prominentes y como cubiertas de un color azul pálido. Se comportaba con hombría, no soltó ni una queja o lamento, estuvo durante todo el rato contemplando un punto distante con la mirada abstraída. Sviaguintsev le miró la pierna izquierda, delgada y velluda, indolentemente doblada por la rodilla, que temblaba de modo escalofriante; tuvo que cerrar los ojos, no podía seguir contemplando el dolor y el sufrimiento de otro.
«Este hombre ya ha recibido lo suyo. Los médicos le cortarán esa pierna con la misma naturalidad con que dan de beber a un enfermo, y yo aún andaré un poco. ¿Y si también yo tuviera las piernas destrozadas?», pensaba Sviaguintsev en aburrida espera.
En aquel momento un enfermero calvo, maduro y con gafas se le acercó, le revisó las piernas con mirada penetrante e, inclinándose, intentó empezar a cortar las botas por la caña. Pero Sviaguintsev, que seguía su tarea silenciosamente, con mirada fija y tensa, reunió todas sus fuerzas y con voz queda pero tajante, habló:
– No me importa que descosas los pantalones, pero las botas, por favor, no me las toques, no te lo permito. Aún no hace un mes que las llevo y no me costó poco conseguirlas. ¿ No ves qué tipo de botas son? Las suelas están curtidas, las cañas son de auténtico cuero de vaca… No se trata de una imitación, tienes que comprenderlo… Ya he sido suficientemente castigado por Dios: me he dejado el capote y el macuto en la trinchera, de modo que haz el favor de no quitarme las botas, ¿Entendido?
– No tienes que decirme lo que debo hacer -replicó el enfermero con indiferencia, mientras seguía cortando la costura cuidadosamente.
– ¿Cómo que no he de decírtelo? ¿Pues no son mías las botas? -dijo Sviaguintsev con irritación.
El enfermero enderezó un poco la espalda y le dijo con tono indiferente:
– ¿Cómo que son tuyas? Fueron tuyas y no puedo quitártelas con las piernas dentro.
– Escucha, idiota, tira con cuidado, suavemente, y aguantaré – ordenó Sviaguintsev, que temía moverse; y como si esperase un nuevo y torturante dolor, abrió los ojos desmesuradamente y los clavó en el techo.
Haciendo caso omiso de sus palabras, el enfermero se inclinó y, con un movimiento hábil, descosió la caña hasta el talón, empezando después con la otra bota. Sviaguintsev no había tenido tiempo aún de pensar detenidamente en el sentido exacto de aquellas palabras: «Fueron tuyas», cuando escuchó el leve chasquido del hilo al irse rompiendo. Le dio un vuelco el corazón y la respiración se le cortó cuando oyó el suave ruido de los tacones de las botas que habían sido arrojadas al suelo. En ese momento, sin poderse contener, dijo con voz temblorosa y llena de ira:
– ¡Asqueroso calvo! ¡Maldito demonio calvo! ¿Qué haces, especie de inútil?
– Calla, anda, que ya está hecho. Te sienta bastante mal decir burradas. Deja que te ayude a ponerte de lado -contestó el enfermero pacíficamente.
– ¡Lárgate con tu ayuda al lugar de donde has venido, y más lejos! -gritó Sviaguintsev henchido de indignación y de rabia-. – ¡Te la cargarás, camello sin pelo, peste con gafas! ¿Qué has hecho con mis botas del Estado, hijo de puta? ¿Cómo me apañaré con ese descosido si tengo que volver a llevarlas en el próximo otoño? ¿No ves que por mucho que las recosa las costuras calarán de todos modos? ¡Animal calvo, sarnoso! ¡No eres más que un asqueroso enemigo del pueblo!
En silencio y con mucho cuidado el enfermero le quitaba los calcetines empapados de sangre y de sudor, que despedían una especie de vaho. Después de sacarle el segundo se irguió y, sin ocultar una sonrisa bajo sus bigotes rojizos, le dijo con voz de sargento:
– ¡Ilia Muromets! ¿Has terminado de insultarme? Sviaguintsev se sentía debilitado después del ataque de rabia.
Acostado y en silencio, los latidos del corazón se le hacían cada vez más fuertes y frecuentes y sentía un peso insoportable en todo su cuerpo y un extraño frío en los pies. Pero encontró fuerzas para seguir injuriando al enfermero que tan mala pasada le había jugado; con voz debilitada y escogiendo las palabras, le dijo:
– ¡Eres como un árbol podrido y no como un hombre! ¡Mejor dicho, ni siquiera se te puede considerar un árbol, sino un montón de tierra! ¿Tienes inteligencia por casualidad? ¡Deberías avergonzarte de lo que has hecho! Lo más seguro es que antes de la guerra sólo tuvieras en tu casa unos cuantos sapos, y encima se morirían de hambre… ¡Apártate de mi vista, desgraciado, culo de mal asiento, pesadilla con patas!
Evidentemente, el comportamiento de Sviaguintsev alteraba el orden: el estricto silencio que reinaba en el centro sanitario de campaña del batallón sólo se veía alterado, por regla general, por los quejidos y lamentos de los heridos. Pero eran rarísimas las ocasiones en que se oían blasfemias o injurias. No obstante el enfermero seguía con la mirada fija en el rostro de Sviaguintsev, lleno de pelos rojizos, manteniendo todo el rato en los labios una sonrisa clara y cierta alegría. Tras ocho meses de guerra y después de ver de cerca tanto sufrimiento ajeno, el enfermero había envejecido física y espiritualmente. Mas no por ello se le había endurecido el corazón. Había visto a muchos soldados y oficiales heridos y agonizantes, a tantos, que ya tenía bastante y prefería las injurias de este hombre a los espasmos dolorosos de los que le traían con ataques de demencia. De pronto, y sin que viniera a cuento, se acordó de sus dos hijos, que combatían en el frente oeste, y lanzando un suspiro pensó: «¡Este sobrevivirá! ¡Vaya diablo vivo y espabilado! ¿Cómo estarán mis hijos? ¡Qué vida llevamos! Me gustaría verles, aunque sólo fuera un instante, para saber cómo cumplen el servicio. ¿Estarán vivos todavía o los habrán internado en alguna parte, destrozados?»
Sviaguintsev no sólo vivía sino que se aferraba a la existencia con uñas y dientes; incluso tendido en la camilla, pálido como un muerto, con los ojos cerrados, inflamados, no hacía más que pensar en las botas irremisiblemente perdidas y en el soldado con la pierna destrozada que habían metido hacía poco en la tienda de operaciones. «¡Pobre hombre, está destrozado, tiene metralla por todas partes! Tiene casi todo el hueso fuera pero no se queja. ¡Calla como un héroe! Mal asunto el suyo, pero yo debo salir de esta. Los dedos del pie también me duelen. ¡A ver si el médico se confunde y me corta las piernas! Bueno, me quedaré aquí acostado un poco y luego seguiré luchando. A lo mejor el alemán que me dirigió el morterazo cae en mis manos… ¡Ah, no le mataría de golpe! ¡No, le tendría en mis manos retorciéndole el pescuezo para que muriera poco a poco! Lo que está claro es que a ese muchacho le cortarán la pierna. Y entonces, ¿para qué le servirán las botas? Ni piensa en ellas. Pero lo mío es distinto. En cuanto me haya recuperado un poco volveré a la compañía, y no encontraré ya unas botas como éstas. ¡Ni hablar! ¡Y con qué rapidez me las ha descosido el calvo maldito! ¡Dios mío, pensar que permiten que semejantes canallas sean enfermeros! Ese debería estar en un matadero de ganado, en lugar de estropear las botas de sus propios soldados…»
La historia de sus botas conmovió seriamente a Sviaguintsev, definitivamente convencido de que estaba ya lejos de la muerte. Se sentía tan ofendido que a pesar de ser un hombre indiferente y nada rencoroso, cuando estaba desnudo en la mesa de operaciones, a las palabras del cirujano que le estaba examinando: «Es preciso que resistas un poco, hermano», contestó enfadado: «¡Ya he aguantado bastante! ¿A qué viene esto? Lo que tiene que hacer es procurar no cortarme más de la cuenta, porque la responsabilidad será suya.» El cirujano era joven y enjuto. A través de las gafas de aquel hombre Sviaguintsev pudo ver unos ojos hinchados por muchas noches de no dormir. No obstante, estaban atentos a pesar de parecer infinitamente cansados.
– Bueno, pues tienes que aguantar una vez más, soldado, no hay nada más que aguantar; y no te preocupes que no te extirparé nada innecesariamente: no nos hace falta nada tuyo – le tranquilizó el cirujano con cierta dulzura.
Una joven médico que estaba al otro lado de la mesa de operaciones se inclinaba arqueando las cejas para examinar detenidamente la espalda de Sviaguintsev, afectada por la metralla. Tenía una herida que se prolongaba hasta la nalga y la pantorrilla. Sviaguintsev fijó sus ojos en ella, avergonzado de su desnudez, y haciendo una mueca dijo:
– ¡Dios mío! ¿Por qué me mira tanto, camarada mujer? ¿ Acaso no ha visto hombres desnudos? No tengo nada especial ni curioso, y esto no es, que digamos, una feria ganadera soviética, ni yo soy tampoco un toro semental…
Los ojos de la doctora brillaron al oírle, y al cabo replicó con crudeza:
– No contemplo sus bellezas, me limito a cumplir lo que es mi obligación. Y lo mejor sería que se callara usted, camarada. Permanezca acostado y no hable. ¡Ya se ve que es usted un combatiente poco disciplinado!
Sviaguintsev lanzó un bufido y se dio media vuelta. Sin embargo, fijándose en aquellas mejillas sonrosadas y en aquellos ojos maliciosos y redondos como los de un gato, pensó amargamente: «Sí, líate con una mujer de éstas y verás. Le lanzas un disparo y contesta con una ráfaga… Claro que, por otra parte, no es que su trabajo sea fácil; se pasa día y noche hurgando en nuestras carnes de buey…» Avergonzado de su comportamiento grosero con los médicos, con tono solícito y tranquilo añadió:
– Usted, camarada médico militar, que detrás del delantal no se le ve la graduación, debería ordenar que me echaran alcohol en las heridas y en las entrañas.
El silencio fue la única respuesta. Entonces Sviaguintsev miró de arriba abajo con aire suplicante al médico de las gafas y para que no le oyera la doctora, que estaba de espaldas, le susurró en voz baja:
– Discúlpeme, camarada médico, pero tengo un dolor tan fuerte que casi me gustaría que empezara por el final…
El cirujano sonrió:
– ¡Vaya, ya hablas mejor! Así me gusta más. Espera que te examinemos y ya veremos. Si se puede, yo no me opongo, te daré unos tragos del que corresponde al frente.
– Esto no es el frente, no se parece en nada al frente; y aquí, con este sufrimiento, se puede beber más -dijo Sviaguintsev entornando los ojos.
Pero cuando penetró en el interior de la herida que tenía en el hombro una especie de espátula previamente mojada con alcohol, lanzó un rugido de dolor y dijo, con voz que ya no tenía nada de tranquila y solícita, como antes, sino que sonaba ronca y amenazadora:
– ¡Bueno, vale… pero… cuidado con la puntería!
– ¡Venga, hermano, no te portas bien! ¿Por qué resoplas como un ganso delante de un perro? ¡Enfermera: déme alcohol y algodón! Ya te he dicho que tendrías que resistir un poco. ¿Qué pasa? ¿Tienes mal genio?
– ¿Qué hace ahí, camarada médico? ¿Está hurgando en mi herida como si fueran sus propios bolsillos? Perdóneme pero es más que para resoplar, es para ladrar… para aullar como los perros… -repuso con enfado Sviaguintsev, teniendo que hacer pausas entre palabra y palabra.
– ¿Duele mucho? ¿Se aguanta?
– No es que duela, es que me hace cosquillas y desde niño las temo… Por eso no aguanto… -dijo Sviaguintsev con los dientes apretados; y se volvió de lado para secarse las lágrimas que le resbalaban por las mejillas, cuidando de que no le vieran usar el extremo de la sábana.
– ¡Aguanta, soldado, aguanta! Ahora te encontrarás mucho mejor -dijo el cirujano.
– Lo que debería hacer es ponerme un poquito de anestesia. ¿Por qué escatima de este modo las medicinas? -susurró Sviaguintsev.
Pero el cirujano contestó algo breve y tajante; y Sviaguintsev, que durante la guerra se había acostumbrado a obedecer órdenes lacónicas e imperativas, calló humildemente y aguantó sumido en un profundo sopor. Sin embargo, ese sopor no impedía que en ciertos momentos sintiera tales pellizcos que tenía la impresión de que su cuerpo yacía sobre una llama cruel que intentaba llegar hasta sus propios huesos.
Unas manos suaves, femeninas al parecer, le sujetaban las muñecas; sentía el calor de aquellas manos por todo el cuerpo. Luego le dieron un poco de vodka y al final se sentía como borracho. No por la vodka – resultaba imposible emborracharse con un vasito de alcohol -, sino por todo lo que había pasado en aquella jornada difícil y poco común. Más tarde el dolor se hizo en cierto modo diferente, más suave, más calmado, gracias i las manos expertas del cirujano.
Cuando ya retiraban vendado a Sviaguintsev -que no sentía el peso de su cuerpo- en la camilla, intentó mover el brazo s.ino, el derecho, y dijo en voz muy baja, tan baja que sólo los camilleros pudieron oírle, a pesar de que él creía gritar a pleno pulmón:
– ¡No quiero quedarme en esta sección! ¡Al demonio! ¡Mis nervios no aguantarán aquí! ¡Que me lleven a cualquier parte menos aquí! ¿Al frente? ¡Eso es, al frente! ¡Aquí no quiero estar más! ¿Dónde han metido mis botas? ¡Tráiganmelas aquí, que las pondré debajo de mi cabeza! Así se conservarán… ¡Aquí hay muchos que se dedican a quedarse con las botas ajenas! ¡No, gánatelas primero, llévalas antes de morir! Cualquier inútil puede descoserlas… ¡Dios mío, cómo me duele!
Dijo todavía algo más, algunas palabras deshilvanadas; deliraba, llamaba a Lopajin, lloraba, rechinaba los dientes y, como si le sumergieran en un baño de agua tibia, perdió el conocimiento. Mientras, el cirujano, con ambas manos apoyadas en el borde de la mesa, en la que parecía haberse vertido vino tinto, se mecía, balanceándose de las punteras a los tacones de sus zapatos. Dormía. Cuando un colega -un médico alto, de negras barbas- terminó en la mesa contigua una difícil laparatomía, se quitó los guantes de las manos, blandos y pegajosos por la sangre que los empapaba, y le preguntó en voz baja: «Bien, ¿cómo va su caballero, Nikolai Petrovich? ¿Vivirá?»; el cirujano joven se despertó, separó las manos que se aferraban al borde de la mesa y tras ajustarse las gafas con un gesto habitual, dijo con voz ronca pero de persona diligente:
– Sin ninguna duda. De momento no hay nada que temer. Este no sólo tiene que vivir, sino que volverá a luchar. ¡El diablo sabe hasta qué punto es hombre sano! Incluso causa envidia… De momento no se le puede enviar al frente. Una de sus heridas tiene mal aspecto.
Guardó silencio y se meció unas cuantas veces más desde las punteras a los tacones. Luchaba con toda su fuerza contra el sueño y el cansancio, y cuando recobró de nuevo la conciencia y la voluntad, volvió nuevamente el rostro hacia la puerta de sala, cubierta por una cortina, y mirando con la misma atención de hacía media hora, con los ojos inflamados y horriblemente cansados, se limitó a decir secamente: – ¡Evstignetev, el siguiente!