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A lo largo del bosque sonaban las explosiones. Con un bostezo, alguien que estaba cerca de Lopajin, tras unos mato-11.des, exclamó:
– ¡Cómo mejora la puntería el parásito! Ya verás, ahora empezará a lanzar proyectiles de todo tipo y entre los morteros y las minas machacará el bosque entero. ¡ Qué sinvergüenza, no le importa disparar más de la cuenta!
Pero el fuego pronto amainó hasta que las ráfagas secas y cortantes de las ametralladoras sólo se oyeron en la otra ribera del Don, junto al puente destruido por el bombardeo. Al parecer el ejército alemán se dedicaba a comprobar periódicamente el silencio del bosque.
Al poco rato dejó de oírse la ametralladora germana para dar paso a otros sonidos de la guerra: el prolongado trueno de la artillería, que amortiguaba la distancia; el rugido de un avión alemán de reconocimiento que se iba acentuando, pues volaba por el este a gran altura; el rodar de los tanques y blindados alemanes por la orilla derecha del Don, camino de la stanitzs de Kletskaia.
Los altos álamos, que el viento no movía, estaban envueltos en una capa de niebla violeta que casi no atravesaban los rayos del sol. Sobre las hierbas soñolientas y las flores sonrosadas del escaramujo brillaban gotas de rocío como reflejos del arco iris.
Streltsof se quedó pensativo y, admirando el bosque vivificado por la lluvia nocturna, dijo: – ¡Qué cosa más hermosa!
Lopajin se quedó mirándole pero no dijo nada. Apretó los dientes con fuerza y volvió la mirada al cerro que había tras la ribera derecha del Don, observando sin pestañear la polvareda de mal agüero que allí se levantaba, mientras escuchaba en silencio los rugidos amenazadores, conocidos desde hacía mucho tiempo, de la gran ofensiva.
A Lopajin le gustaba la naturaleza, la quería como puede quererla un hombre que se ha pasado largos años de su existencia bajo la tierra, en la mina. Incluso a veces, en las trincheras, en las breves pausas de los combates, se detenía a admirar alguna nubecilla blanca como un cisne que sobrevolaba majestuosamente la atmósfera llena del humo del frente de guerra o alguna flor silvestre que asomaba confiadamente al borde de un cráter de tierra quemada, mostrando su belleza natural…
Pero ahora Lopajin no veía el encanto embriagador del bosque lavado por la lluvia ni la triste hermosura del cercano escaramujo. No veía nada excepto la gran polvareda que levantaban los vehículos enemigos en su desplazamiento hacia el oeste.
Allí, en el oeste, se encontraban sus camaradas caídos en el fragor de la lucha en las estepas azuladas, junto al Don; allí, en el lejano oeste, estaba su ciudad natal, con su familia, con su pequeña casa paterna y los esbeltos arces sembrados por su propio padre, que siempre estaban plateados por el polvillo del carbón y que, a pesar de su aspecto lastimero, todas las mañanas, indefectiblemente, les alegraban la vista a él y a su padre cuando iban a la mina. Todo lo que habían amado en su vida y que tanto les había alegrado sus corazones allí quedaba, en poder de los alemanes. Y una vez más en el número incalculable de veces que lo había experimentado en el curso de la guerra, Lopajin sintió de pronto un odio ciego hacia el enemigo sin poderlo expresar mediante una injuria salida de su garganta reseca. Esto ya le había sucedido en diversas ocasiones a lo largo de la guerra. Pero entonces tenía ante sí a los soldados enemigos y a sus malditos carros de combate de color gris oscuro y con sus cruces en los flancos; y no sólo los tenía ante sí, sino que los eliminaba a todos con sus propias armas. El odio que brotaba en su interior y se apoderaba de su garganta hallaba desfogue en el combate. Pero, ¿y ahora? Ahora no era más que un espectador pasivo, un soldado de una compañía descalabrada que contemplaba con impotente rabia la furia con que disparaban los enemigos contra su patria y cómo avanzaban sin cesar hacia el este…
Lopajin arrancó de manos de Streltsof la libreta y escribió apresuradamente: «Nikolai, yo no iré a la retaguardia, pues al parecer nuestros asuntos van mal. ¡Ahora no puedo irme de aquí! Pienso quedarme para defender el paso del río, me alistaré en alguna compañía. ¡Kolia, quédate también conmigo!»
Streltsof leyó lo escrito e inmediatamente respondió sin tartamudear y sin pausa alguna:
– Lo mismo opino. Por ese motivo he venido. Claro que habrá que ver al cabo. ¿Te lo permitirá? Me temo… Para mí es más sencillo: por el momento figuro en el batallón médico-sanitario.
– ¿Cómo? ¡Si no se trata de pedirle permiso para reunirme con mi mujer! ¿Por qué no va a darme ese permiso? ¡A ver si es capaz de no dármelo? – exclamó Lopajin indignado, olvidando por un momento que Streltsof no le oía. Al mirar a su amigo a la cara, atenta y expectante como la de un sordomudo, como en una tensa espera, se calló entristecido y escribió en la libreta: «Permitirá», seguido de una serie de signos de admiración como si quisiera dar énfasis a la palabra y desvanecer totalmente las dudas de Streltsof.
En la copa de un fresno frondoso cantaba un cuclillo. Pero de repente se calló como si comprendiera que su canto, triste y meditabundo, quedaba fuera de lugar en aquel bosque lleno de gente armada y de fragor artillero. Casi en aquel mismo instante, Lopajin oyó la voz de Kopytovski, pedante y antipática, que decía:
– ¡Vaya pájaro listo ese cuclillo! Canta hasta el día de San Pedro y su canto es tan agradable como el ruido del tocino crepitando en la sartén. Pero, aparte de eso, no le pidas nada más. Después de haberle oído, sé el tiempo que viviré todavía. El maldito ha cantado dos veces y luego se ha callado. ¡Pues sí que ha sido generoso el rabilargo! Ahora sé que podré seguir luchando dos años más sin que me maten. ¡Es magnífico! No necesito nada más. La guerra se acabará antes de dos años, ¿no? Seguro. Pues bien, después de la guerra no prestaré atención al canto del cuclillo y seguiré viviendo todo lo que me dé la gana. ¡Fíjate si es fácil!
– ¡Qué bien lo arreglas, chico! -dijo Pavel Nekrasof, servidor de ametralladora, con voz acatarrada- Eso supone que ahora crees en el cuclillo y que después de la guerra no harás caso de sus predicciones.
– ¿Y qué quieres? -replicó Kopytovski juiciosamente -. Amigo mío, es ahora cuando necesito un tranquilizante, después de la guerra ya me arreglaré por mí mismo y podré pasar sin calmantes.
Kopytovski vio la figura de Streltsof que salía de entre los arbustos caminando muy despacio y le miró fijamente con los ojos muy abiertos. Una incomprensible y estúpida sonrisa llenó la redondez de su rostro carnoso. Se golpeó la cadera, que llevaba al aire por un roto de sus pantalones que iba de la cintura a la misma rodilla, y le gritó:
– ¡Streltsof! ¡Qué sorpresa!
Nekrasof, flemático por naturaleza, sin soltar de las manos el fusil ametrallador que le colgaba del cuello, dijo, como si sólo hiciera media hora que se había separado de Streltsof:
– ¿Has vuelto, Nikolai? ¡Muy bien! De lo contrario, se hubiera notado un triste vacío. Últimamente nos ha jorobado tanto el maldito alemán que parecía que nos iba pasando por una criba.
Streltsof miraba fijamente la tierra con la cabeza inclinada, como meditabundo y concentrado en algo. Se atusaba el bigote con los dedos de la mano izquierda, sin advertir la presencia de los camaradas que iban a su encuentro.
Lopajin dirigió una mirada rápida a aquel cuerpo vacilante, observó su cabeza y su mano, que parecían poseídos de un tic característico de temblor senil, y espetó a bocajarro y con odio al saludable Kopytovski:
¡No grites! De todos modos no te oirá, se ha quedado completamente sordo.
¿No oye nada? -preguntó Kopytovski extrañado, al tiempo que volvía a golpearse la cadera.
No oye -dijo Lopajin; alzando la voz y ruborizándose ligeramente, añadió -: ¿Por qué te golpeas las carnes desnudas, como si estuvieras en escena? ¡Menudo actor estás tú hecho! Está contusionado, no hay por qué asombrarse ni ponerse a hacer gestos como en un ballet. Mejor sería que remendaras tus pantalones, que con esa facha pareces un santo en el paraíso enseñando las vergüenzas…
– ¡ Mis pantalones, eso te ha llegado al alma! – le interrumpió Kopytovski, ofendido -. ¿Cuántas veces me lo has dicho? ¡Ya estoy harto! ¿Cómo voy a remendarlos, si no tengo con qué? ¡Además, mira cómo están ya estos pantalones! Por delante, solo queda la entrepierna; por detrás, la trabilla; lo demás está tan podrido que sólo con tocarlo se rompe del todo. Aquí, aunque no quieras, pareces un santo, si no algo peor… Además no hay hilo. ¿Sabes tú dónde están los hilos, en las tiendas del ejército? Seguramente más allá de Saratov. Pero tú, dale que dale con la misma historia: que los remiendes, que los remiendes…
Nekrasov apoyó un brazo en el hombro de Streltsof y le dijo a voz en cuello: -¡Hola, Nikolai!.
Streltsof, sobresaltado, levantó la cabeza y frunció el ceño, pero al momento una sonrisa descubrió bajo sus bigotes la blancura de sus dientes desiguales. Abrió la boca como si intentara decir algo y puso el cuello en tensión, la cabeza le temblaba. La nuez de la garganta, cubierta de pelillos negros, le subía y le bajaba a intervalos mientras unos sonidos ininteligibles agitaban convulsivamente su garganta.
A Lopajin se le encogía el corazón. Como le ocurría cada vez que pasaba por momentos de agitación interior, se le pusieron blancas las ventanillas de la nariz y de repente se enfrentó a Kopytovski con los ojos muy abiertos y llenos de furia:
– ¡Lárgate con tus escrúpulos! ¿Por qué le miras de ese modo? ¡Se ha quedado sordo v tartamudo! ¡No le mires! ¿No comprendes que le resulta desagradable? ¡Vete de aquí ahora mismo, demonio andrajoso!
Kopytovski, cohibido, se encogió de hombros.
– No me he dado cuenta. ¿Por qué gritas tanto, Lopajin? Con esa garganta lo que deberías hacer es vender pipas de girasol en un almacén o meterte a charlatán callejero… Desde luego, eres un grosero, un insolente, y por si fuera poco trabajabas en una mina y asistías a las clases nocturnas de una universidad laboral. Tienes tanta cultura como la que cabe en una cabeza de alfiler. ¡Ni más ni menos!
Kopytovski, excitado, juntó una uña con el dedo meñique para indicar cuánta era la cultura de Lopajin. Pero éste no hizo caso de sus palabras. Agarrando puñados de hierba se arrastró por el suelo con impaciencia en espera de que Streltsof hablase. Incluso se sonrojó de emoción.
Streltsof, cerrando los ojos y con las pestañas temblorosas por la tensión a que estaba sometido, pronunció unas palabras de saludo; entonces Lopajin se secó el sudor de la frente y dijo con un suspiro de alivio:
– Lo peor es cuánto le cuesta empezar; pero cuando lo ha hecho, aunque sea con dificultad, se le puede entender aunque pronuncie rápidamente. Hay oradores que hablan peor en las reuniones. ¡Palabra de honor!
Tras soltar un breve discurso, sonreír con gesto de culpabilidad y estrechar las manos de sus camaradas, Streltsof prosiguió:
– Me he quedado sordo, muchachos, y la lengua no me responde muy bien… no me obedece. Pero el médico ha dicho que es una cosa pasajera. Estoy muy contento de encontrarme de nuevo entre vosotros. Lo que pasa es que para comunicarse conmigo hay que hacerlo por escrito. Lopajin y yo hemos montado una oficina -y con los ojos entornados y sonrientes señaló las páginas escritas del cuaderno de notas.
Compungido y con aire de lástima, Nekrasov soltó el fusil ametrallador y se sentó junto a Streltsof; le dio unos golpecitos en la espalda, como compartiendo su dolor.
– Ya ves, han estropeado a un hombre a fondo -dijo alargando las sílabas – Lo han mutilado. ¡Qué bestias!
En el claro del bosque un vientecillo movía la hierba fina y hacía que las hojas de los árboles se desprendieran de las últimas gotas de lluvia. Olía a escaramujo recalentado por el sol y al insípido aroma de las raíces de la hierba. De la tierra reblandecida por la lluvia se desprendía un olor como de barril de encina, con el áspero amargor de las hojas descompuestas del año pasado.
En la ribera derecha del Don se oían ruidosas explosiones; por encima de los cercanos chopos varias columnas de humo ascendían lentamente hacia el cielo.
– Están estallando vehículos de avituallamiento y combustible. ¡Nuestra riqueza se pierde en vano! -dijo Kopytovski para sí, sin dirigirse a nadie en particular.
Permanecieron un rato en silencio y finalmente Nekrasov le preguntó a Lopajin:
– ¿Qué crees tú? ¿Nos mandarán a reorganizarnos? Lopajin se encogió de hombros y se mantuvo silencioso.
– El cabo primero ha ido a preguntar dónde debe meternos ahora. Tal vez los nuestros estén cerca de aquí. Parece que alguno de los muchachos dice que ha visto al jefe de estado mayor de la treinta y cuatro. Ya es hora de que salgamos de aquí -dijo pausadamente Nekrasov -. La gente se ocupa de la defensa: unos montan blindajes, otros abren las comunicaciones; todo el mundo hace algo, mientras que nosotros estamos sin hacer nada, vagando por el bosque y molestando a los demás.
Lopajin siguió mudo. Nekrasov le echó una mirada y sacudió la cabeza, pensando en Streltsof.
– Nikolai ha hecho mal en largarse del puesto médico-sanita-rio. Escríbele que ha de curarse; de lo contrario se quedará así toda la vida, tartamudo, y seguirá moviendo la cabeza como una cabra hasta que se muera.
– Ya se lo he escrito -contestó escuetamente Lopajin.
– ¿Y qué dice él?
– Que se quedará aquí.
– ¿Ha venido porque ha querido? -¿Y qué crees tú?
– ¡Lástima! Tenías que haberle convencido. Vosotros sois amigos, al fin y al cabo.
– Ya lo he intentado. -¿Y qué?
– Que no quiere. Él ve las cosas de manera distinta que otros que son unos hijos de puta -replicó Lopajin, agresivo.
– ¡Y que lo digas! -comentó Nekrasov entre dientes mientras miraba a Streltsof con cierta ironía.
Hacía bastante tiempo que Lopajin conocía a Nekrasov. Juntos habían formado parte de una compañía que había padecido las fatigas de las luchas de invierno en la ruta de Jarkov. Después pasaron a este regimiento y formaron parte de los refuerzos. Nunca habían trabado amistad y no simpatizaban, probablemente porque Nekrasov no se mostraba sociable, si bien era indudable que se podía confiar en él durante la lucha. Lopajin lo sabía muy bien; por ello, mirando a Nekrasov a los ojos, azulados y llenos de fatiga, le dijo:
– Streltsof y yo hemos decidido que nos quedamos aquí. La situación actual no es como para irse a retaguardia. Ya ves hasta dónde nos han hecho retroceder los alemanes. ¡Da vergüenza ver hasta dónde nos han empujado estos hijos de perra! ¿Y tú qué, Nekrasov? ¿No nos acompañarás, como viejo amigo? Si se queda un veterano, y otro, y otro más, eso ya constituye una fuerza. Muchas gotas de cera forman un cirio pascual. ¿No te parece que hacemos aquí más falta que en otra parte?
Kopytovski notó, admirado, que en la voz de Lopajin había cierta solicitud hacia él. Pero Nekrasov, sin pararse a reflexionar, respondió con tono decidido:
– No, yo no me quedaré. Que sean los reclutas los que luchen y sufran un poco, que ni siquiera han olido todavía la pólvora. Yo no me opondré a ir a retaguardia. Mientras esto se reorganiza, entre una cosa y otra descansaré a mis anchas. ¡Me resarciré un poco de estos días agotadores! ¿No ves que en los últimos tiempos me han salido hasta piojos, quizá de nostalgia?
– Es de suciedad. Si te bañaras una vez al año, por lo menos… – dijo Lopajin en voz baja fijando la vista en las manos de Nekrasov, cuyas uñas sucias y negras formaban una especie de costra ovalada.
– Quizá sea de suciedad -admitió Nekrasov -. Pero sabes de sobra que no tengo tiempo para bañarme. Además, no estamos en un balneario, y tampoco me lo permite la malaria. Aprovecharé para quitarme en la retaguardia los piojos por una temporada y seré temporalmente yerno de alguna comadre… ¡Me da igual cómo sea con tal de que tenga una vaca en el establo! ¡Y viviré de maravilla a base de requesón y pastelillos de miel! Descansaré todo lo que me haga falta, y después… después a lo mejor vuelvo al frente, no me opondría…
Nekrasov se expresaba con aire soñador, los ojos entrecerrados, mostrando unas pestañas blanquecinas y haciendo chasquear los labios con cierta satisfacción. Lopajin, elevando cada vez más la ceja izquierda, escuchaba su lenta charla, hasta que finalmente, sin poder aguantar más, dijo con alegría fingida:
– ¡Nekrasov, eres un tipo bien raro!
– Yo no soy raro, el raro es el carnero, que mama hasta la tiesta del Prokov y tiene los ojos redondos. En cambio yo nada tengo de raro. En eso te equivocas.
– Entonces, si no eres un tipo raro, eres algo mucho peor… -dijo Lopajin tranquilo y con la malicia contenida que precedía siempre a sus arrebatos de ira.
– A estas alturas no me vas a cambiar, ya es tarde -replicó Nekrasov-. Además, en todo esto no hay nada raro. Escucha, uno de nuestra división, que estaba en la línea defensiva, me ha contado esto: la unidad se había formado en la ciudad de Volsk y allí él tuvo relaciones con una mujerzuela cuyo marido estaba en el ejército; en aquella casa había tres cabras lecheras. ¡Decía que aquello no era vida, sino un carnaval continuo! Y sea por la leche de cabra o por cualquier otra causa, el caso es que engordó seis quilos. Y lo comprendo -añadió- ¡Vaya veraneo!
– Estás loco -replicó cruelmente Lopajin-. ¿Es que no te enteras, atontado, cómo va la guerra?
– Sí, me entero, no estoy sordo.
– Entonces, ¿de qué me hablas? ¿De qué mujerzuelas? ¿De qué descanso?
Lopajin al fin estalló y empezó a decir injurias sin detenerse en términos tan raros, prolijos y groseros que Nekrasov, sin terminar de escucharle, de repente sonrió beatíficamente, cerró los ojos e inclinó la testa sobre el hombro derecho, como si estuviera gozando de una música celestial.
– ¡Muérete de una vez! ¡Mira que eres complicado para explicarte! -exclamó con alegría y desenfado cuando Lopajin, ya un poco calmado, se detuvo para llenar de aire los pulmones.
Parecía que de un manotazo hubieran quitado a Nekrasov el cansancio soñoliento que le invadía; se puso a hablar rápidamente, mirando de vez en cuando a Lopajin y sonriendo:
– ¡Vaya, tú estás fuerte, amigo! Precisamente tuvimos en nuestra compañía en el año cuarenta y uno a un joven instructor político, Astajov, que era un maestro soltando palabras y discursos bonitos. ¡Pero no podía ni compararse contigo! El muchacho ya murió; a veces no le salían las palabras, parecían burlarse de él. ¡Pero era un buen orador a pesar de todo! A veces, a pesar de incitarnos al ataque, nosotros seguíamos tirados. Entonces se volvía a un lado y gritaba: «¡Camaradas! ¡Adelante, contra el maldito enemigo! ¡Abajo los fascistas canallas!» Nosotros seguíamos tumbados porque los fascistas alemanes disparaban de tal modo que no dejaban ni respirar. Ellos, los muy brutos, saben que están a pocos pasos de la muerte y creen que estamos a punto de levantarnos… Entonces Astajov se acerca a mí o a otro soldado rechinando los dientes de ira: «¿Piensas levantarte o vas a echar raíces en el suelo? ¿Eres un hombre o una remolacha?» El que está tumbado suelta un lamento que se oye por todas partes. Con voz fuerte, como de bajo, que atronaba. Entonces nos levantamos todos para atacar a los fascistas alemanes con todas nuestras fuerzas, hasta hacerlos picadillo. Astajov siempre tenía un montón de palabras a punto para soltarlas. Al escuchar una de sus arengas tumbado en el barro, bajo el fuego enemigo, sentía un hormigueo en la espalda como si me picara una pulga y, como si me hubiera tragado medio litro de vodka, corría a toda velocidad hacia las trincheras de los fascistas alemanes. ¡No corría, volaba! ¡No se nota el frío ni el miedo, todo queda atrás! Y Astajov iba delante correteando y gritando con voz sobrehumana: «¡Dadles, muchachos, de una vez para siempre!» ¿Cómo no combatir con semejante instructor político? Él daba el mejor ejemplo en la lucha, fuera manejando el fusil o lanzando granadas, y mejor todavía hablando. ¡Se expresaba con imaginación y belleza! Cuando pronunciaba un discurso, si quería, podía hacer saltar las lágrimas a toda la compañía; y si quería, levantaba el ánimo de tal manera que nos revolcábamos de risa. ¡Era un hombre que hablaba maravillosamente!
Espera. ¿A qué vienen ahora los discursos hermosos? dijo Lopajin meditabundo, intentando cortar a Nekrasov; pero éste, inmerso en los recuerdos, hizo un gesto de impaciencia.
¡No me interrumpas y sigue escuchando! Para que te enteres, a Astajov le comprendían y respetaban soldados de todas las nacionalidades. ¡Era todo un hombre! Y aunque no formaba parte del cuadro de mandos ni era muy instruido, además de ser ya un poco mayor, ¡era un gran combatiente! ¡Como que le concedieron la bandera roja por su intervención en la guerra civil! Todos los de la compañía le estimábamos mucho. Le queríamos por su valor, por su bondad con los demás y sobre todo por lo bien que se expresaba. Cuando le enterramos, cerca de la aldea de Krasny Kut, lloraba toda la compañía; veteranos y reclutas le lloramos como niños. Todos los que formaban la compañía, además de nosotros, los rusos, le lloraban, y cada uno expresaba su dolor en su propia lengua. ¿Y tú, Lopajin, dices que a qué viene ahora hablar de bonitos discursos? Hermano, hablar bien es una cosa importante para una persona; y la palabra precisa, si se dice a tiempo, siempre encuentra el camino hacia el corazón. Al menos, así lo creo yo.
Desconcertado, Lopajin escuchaba a su compañero y se encogía de hombros lleno de sorpresa, lanzando miradas de perplejidad a Kopytovski y al adormilado Streltsof; en su rostro se reflejaba un desconcierto inhabitual en él. No se esperaba que sus blasfemias hubieran causado tal impresión ni imaginaba que Nekrasov las encajaría de aquella forma, pues siempre le había tenido por hombre duro e indiferente a cualquier elocuencia.
Nekrasov todavía sonreía pensativamente, inmerso en sus recuerdos, mientras Lopajin se frotaba con fuerza la arrugada mejilla, en cuyos poros aún había polvillo de carbón. Finalmente, dijo-:
– Escucha, amiguito, la cuestión no es esa. No se trata de bonitos discursos, ¡al demonio con ellos! La cuestión es que el alemán se nos adelanta y se dirige hacia el Volga. Y allí está Stalingrado. ¿Entiendes ahora?
– Sí, ya veo, está muy claro. Seguro que quieren ir allí, los muy bestias, eso es lo que buscan, los canallas.
– Y entonces, ¿en qué piensas? ¿Por qué mierda sólo sueñas en convertirte en yerno y en descansar? Quítate esas bobadas de la cabeza, Nekrasov. Tienes el cerebro embotado, eso es lo que te pasa; es porque has dormido en la tierra mojada…
– ¿Y tú en un colchón de plumas? Todos hemos dormido en la tierra mojada.
– Pero tú eres el único a quien se le ha ocurrido casarse. Di lo que quieras, pero eso te ha sucedido por culpa de la humedad…
– ¿De qué humedad hablas? -dijo Nekrasov mosqueado -. Estoy muy cansado, después de un año de combatir. Eso es lo que pasa, si quieres saberlo. ¿Es que el mundo se acaba conmigo? A mí no tienes por qué hacerme propaganda; estoy educado políticamente desde niño. Y si me quedo aquí contigo, ¿haremos mucho tú y yo juntos? ¿Vamos a contener el frente? ¡Claro que no! Lopajin, desde los primeros días de la guerra llevo a la espalda esta miseria gris. -Nekrasov golpeó con su ancha mano el capote; sus ojos apagados se animaron de pronto con un brillo claro y agresivo -. ¿Acaso no tengo derecho a descansar?
– Descansar… ¿Cuándo y cómo? -contestó evasivamente Lopajin.
– No, déjate de excusas. ¡Dilo!
– Ahora, no tienes derecho a descansar.
Lopajin habló con dureza y de nuevo miró a Nekrasov a los ojos, con fijeza y sin pestañear. Nekrasov giró la cabeza a un lado como si buscara comprensión y ayuda y guiñó un ojo a Kopytovski, que seguía sin perder palabra la conversación.
– ¡Aja! Así que ahora no. ¿Cuándo, pues? La primera vez que fui herido no pude siquiera darme cuenta de cómo me reintegraron del batallón médico-sanitario a mi compañía. A la segunda vez pasé revista en la compañía de la retaguardia y me hice la ilusión de que probablemente me enviarían a casa para descansar una semana al menos. ¡Pero no fue así! ¡Cómo me iban a dar permiso! Después de un traslado volví a oír el tronar del frente. La tercera vez que me hirieron, me ingresaron en un hospital militar; y luego, vuelta a la compañía. Llevo un año entero dando vueltas gratis por esta feria. ¿Hasta cuándo puede divertirse así un hombre ya mayorcito? Yo ya no estoy en mis años mozos.
– Entonces, ¿eres viejo para combatir pero no para casarte?
– ¿Piensas que me voy a arrimar a una mujer por ímpetu juvenil? ¡Es por necesidad, estúpido! ¡Las malditas gachas de mijo concentrado me han echado a perder el estómago y el bazo! -gritó Nekrasov cada vez más enfadado -. Además, después de tres heridas se resiente la salud.
– Entonces, ¿no tienes salud suficiente para combatir pero sí para convertirte en yerno? -preguntó de nuevo Lopajin con la misma seriedad de antes.
Kopytovski soltó un resoplido, como un caballo cuando sabe que le van a dar avena, y se tapó la boca con la mano. Pero Nekrasov, mirando a Lopajin atentamente, dijo:
– En el hospital me he enterado de que existe una enfermedad terrible que se llama cáncer de estómago.
Lopajin hizo una mueca maligna.
– ¿No tendrás tú cáncer?
– No tengo esa enfermedad; eres tú, Lopajin, esa enfermedad, mi enfermedad. Pero bueno, ¿es que no se puede hablar contigo como una persona? Siempre estás con tus bromitas, tus ocurrencias y tus tonterías… ¡Tú no eres un hombre, eres un cáncer de estómago con dos patas!
– De mí no merece la pena hablar; mejor será que hablemos de ti. ¿Por qué se resiente tu salud? ¿De qué te quejas?
– ¡Déjame en paz, vete al demonio!
– No, de veras. Dime qué pasa con tu salud.
– Si tú no eres médico, ¿para qué voy a explicarte? -repuso Nekrasov indeciso.
Lopajin lio un cigarrillo con parsimonia, después le pasó la petaca a Nekrasov y cuando, casualmente, se le ocurrió echarle un vistazo, se quedó estupefacto: Nekrasov había arrancado un buen pedazo de papel de un periódico y echando tabaco generosamente, se disponía a liar un buen cigarrillo.
– ¡Quieto! -gritó asustado Lopajin quitándole la petaca-,; Así no! ¿Cómo quieres hacerlo tan grueso como mi dedo? No llevo un almacén de tabaco en el macuto. ¡Echa la mitad!
– Es que yo no sé liar cigarrillos delgados con tabaco ajeno -repuso Nekrasov tranquilamente.
– Entonces ya te lo haré yo, ¿vale?
– No, no lo toques que se te caerá. Lo haré yo mismo. – Nekrasov se puso a liar el cigarrillo y mientras lo pegaba con saliva no hacía más que mirar de reojo a Lopajin.
– Tienes verdadera práctica en hacerte buenos puros con el tabaco de los demás -Lopajin movía la cabeza, mirando y sopesando con amargura la petaca liviana que tenía en la mano.
– Con mi tabaco me salen la mitad de delgados -dijo Nekrasov tan fresco, y se dispuso a encender el cigarrillo.
Encendieron los dos con la misma cerilla y se quedaron en silencio, mirándose el uno al otro con animadversión evidente.