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Durante toda la noche ardieron siniestramente enormes campos de trigo maduro incendiados por las bombas alemanas. Durante toda la noche resplandeció el fuego, inmóvil y tremolante a la vez. Al resplandor de la estepa iluminada por la guerra se añadía la luz ambigua y engañosa de la luna menguante, muy débil y que en cierto modo parecía innecesaria.
El viento iba empujando el humo de los incendios hacia el este, de modo que acompañaba continuamente a la tropa en su retirada hacia el Don, persiguiéndolos como un mal recuerdo. Kilómetro tras kilómetro, Sviaguintsev iba sintiéndose cada vez más triste en el fondo de su corazón, como si aquel aire venenoso y amargado por el humo le afectara tanto al alma como a los pulmones.
Las unidades de protección de retaguardia seguían su marcha hacia el río; los refugiados, en carros repletos de trastos, avanzaban a los lados del camino. Los tanques tronaban, chirriaban sus cadenas y todo se envolvía en un polvo dorado. Los rebaños de corderos de los distintos koljoses en su camino hacia el Don se perdían por la estepa confundidos por los tanques, desperdigándose en la noche oscura. Aquí y allá se oían las pisadas veloces de las pezuñas, los sollozos de las mujeres y los lloros de los niños, que iban empujando los rebaños tratando al mismo tiempo de contenerlos para que no se desperdigaran.
Sviaguintsev dio un rodeo para evitar un grupo de vehículos parados en medio del camino y, junto a la cuneta, arrancó una espiga que había sido calcinada por el fuego y la miró fijamente. Era una espiga granada y rica, a punto de estallar. Era trigo de la variedad memyanopus. Tenía las puntas quemadas y la piel que cubría el grano estaba abierta por el calor; toda la espiga estaba lamentablemente desfigurada por el fuego y desprendía un intenso olor a humo.
Oliendo aquella espiga, Sviaguintsev murmuró:
– ¡Cómo te has ahumado, pobrecita! Hueles a humo como un gitano. ¡Y la culpa es del maldito alemán!
Apretando la espiga entre los dedos, sacó los granos, los sopló, se los pasó de una mano a otra y se los llevó con todo cuidado a la boca intentando que no se le cayera al suelo ninguno. A continuación los masticó y luego suspiró tres veces.
En los larguísimos meses que llevaba en el frente, Sviaguintsev había conocido muchas muertes, muchas desgracias generales y muchos sufrimientos personales. Había visto incendios, pueblos arrasados, fábricas destruidas, ruinas y chatarra donde poco tiempo antes había pueblos hermosos. Había visto los campos fértiles aplastados por los tanques y destruidos por el fuego. Pero lo que no había visto durante toda la guerra le tocaba verlo aquel día: grandes extensiones de la estepa, cubiertas de trigo, entregadas al fuego destructor. Esto le angustiaba en el fondo de su corazón. Marchó durante un buen rato conteniendo los suspiros de su pecho. A la luz del atardecer contempló los campos calcinados por el enemigo; de cuando en cuando arrancaba una espiga de cebada o de trigo salvada del fuego, en la cuneta misma, y pensaba en la mucha riqueza, en los muchos bienes pertenecientes al pueblo que se echaban a perder inútilmente; meditaba en la crueldad de la guerra que sostenían los alemanes contra todo lo que tuviera una apariencia de vida.
En ocasiones descansaba su mirada en trozos de terreno coloreados de verde; allí había girasol y maíz que no había sufrido la acción del fuego. Pero a ambos lados del camino pronto volvía a extenderse la calcinada tierra, triste y oscurecida en su desgracia; a Sviaguintsev le producía lástima mirarla.
Notaba todas las articulaciones fatigadas, se sentía extenuado, necesitaba reposo; pero después de haber visto aquello, había algo que le espoleaba. Sviaguintsev pensaba en la guerra; para ahuyentar el sueño se puso a murmurar con voz audible:
– ¡Maldito alemán, qué parásito tan malo eres! Culebra asquerosa, qué pronto te acostumbras a correr por tierra ajena y a ser insolente. Espera, ya verás lo que sucede cuando llevemos la guerra a tu país. ¿Qué crees que pasará entonces? En esta tierra estás tan fresco, matas con total despreocupación a mujeres y niños, abrasas enormes extensiones sembradas de trigo, destruyes nuestros pueblos… y nada conmueve tu espíritu. Pero ya verás lo que será de ti cuando se libre la lucha en tu propio territorio, en tu tierra fascista. Entonces cambiarán las tornas, alemán obstinado; ya no estarás tan ricamente como ahora, acomodado en la trinchera y tocando el acordeón: te olvidarás de la música, levantarás el morro y empezarás a aullar como un perro, pues tu olfato te dirá lo cerca que está tu destino. ¿A cuántas mujeres has dejado viudas, alemán, a cuántos niños huérfanos? Son tantos que, inevitablemente, tenemos que desquitarnos. Ni uno de nuestros soldados, ni uno de nuestros oficiales tendrá una palabra amable para ti; nadie abogará por tu vida. ¡ Puedes estar seguro! Y yo viviré hasta que llegue ese día, el día en que nos traslademos a tu tierra inmunda con todo nuestro fuego; pues quiero ver cómo te enjugas el llanto. Y será así porque te odio demasiado. Tengo deseos de enviarte al otro mundo por los siglos de los siglos; tengo deseos de que te quedes en tu nido de serpiente, no aquí, en nuestra tierra.
Sin dejar de marchar y murmurando en voz baja contra el invisible alemán, se desahogaba injuriando a todo lo que en aquel momento representaba para él el ejército alemán. Le horrorizaba la magnitud de las maldades que se habían hecho en territorio ruso. Sviaguintsev había presenciado muchas maldades en la guerra, en los frentes, y ahora, una vez más, podía comprobarlas bajo el cruel resplandor de los incendios.
Pensar en voz alta le ayudaba a combatir el sueño. En lo profundo de su conciencia cada vez estaba más seguro de que, pronto o tarde, el enemigo tendría su merecido; y esto por encima de las continuas tentativas destructoras de los alemanes.
– ¡Te aniquilaremos, te destruiremos, hijo de perra! ¿Quieres ir de visita? Pues aprende a recibir visitas -iba diciendo Sviaguintsev en voz cada vez más alta, según sus pensamientos le acaloraban.
Lopajin, que marchaba cansinamente a pocos metros de él, aceleró el paso, le puso una mano en el hombro y le preguntó:
– ¿Qué murmuras, maquinista? Pareces un gallo en el pajar. ¿No estarás calculando la cantidad de trigo que se ha perdido? Vamos, no te atormentes más, esas pérdidas ni siquiera te caben en la cabeza. Haría falta un buen profesor de matemáticas.
Entonces Sviaguintsev se calló y al poco rato replicó con voz baja y soñolienta:
– Lo que pasa es que esa es mi manera de ahuyentar el sueño. No te creas, a mí me da mucha lástima el trigo perdido, tanta como al campesino. ¡Dios mío, cuantísimo se ha perdido! Hay que calcular cien o ciento veinte puds por hectárea, hermano, nada menos. Y hacer crecer con tanta fuerza el trigo no se parece en nada a sacar carbón.
– Claro, como que el trigo crece solo, mientras que el carbón hay que irlo sacando. Pero no creo que lo entiendas. Oye, ¿por qué no me dices cómo se te ocurre hablar solo? Tendrías que, hablar conmigo, si sigues murmurando no sabré si estás en tu juicio o si has perdido esta noche la poca sensatez que te quedaba; que no se te ocurra volver a hablar a solas. Es una tontería y te lo prohíbo.
– Pero bueno, tú no eres mi superior, no puedes prohibirme nada -le respondió irritado Sviaguintsev.
– Estás confundido, amiguito. Precisamente sucede que soy ahora tu jefe inmediato.
Sviaguintsev volvió un poco para dar la cara a Lopajin y preguntó con voz apagada y sin gran interés:
– ¿Cómo es que figuras entre los mandos?
Lopajin dio un golpecito con su uña manchada de nicotina en el casco de Sviaguintsev; a continuación le dijo con tono socarrón:
– ¡ A ver si piensas con la cabeza y no con el pedazo de hierro que llevas encima! ¿Preguntas por qué soy tu jefe? Ahora te lo diré; en el ataque el comandante estaba delante, ¿verdad? Y en la retirada estaba detrás, ¿no es así? Y cuando defendimos la colina, detrás del pueblo, mi trinchera estaba unos veinte metros por delante de la tuya; y ahora, en este momento, yo estoy detrás de ti. O sea que usa tu pobre cabezota y piensa: ¿quién es aquí el jefe, tú o yo? No tienes que ponerte insolente conmigo, sino, al contrario, darme gusto en todo lo posible.
– Qué cosas tienes. ¿Por qué había de ser así? -preguntó cada vez más enfadado Sviaguintsev, que no tenía aguante para las bromas y soportaba mal las guasas de Lopajin.
– Escúchame, pedazo de alcornoque. En el regimiento sólo quedamos unos pocos, y si tenemos que seguir luchando y resistir en una posición en un par de ocasiones más, llegará un momento en que sólo quedemos tres: tú, yo y el cocinero Lisichenko. Y cuando sólo quedemos tres en todo el regimiento, el comandante seré yo; y a ti, idiota, te haré jefe de estado mayor. De modo que intenta no perder mi amistad por la cuenta que te trae.
Sviaguintsev hizo un gesto de mal humor y agitó ligeramente un hombro para acomodarse la correa del fusil. Sin darse la vuelta replicó a los comentarios de Lopajin con tono de sincera irritación:
– Yo no he visto nunca que haya comandantes como tú.
– ¿Y por qué?
– Pues porque el comandante de un regimiento ha de ser una persona responsable de sus palabras, seria.
– ¿Y tú crees que yo no soy una persona seria?
– Te voy a decir lo que eres tú: un charlatán y un juerguista. Tú sólo hablas para decir guasas y bromas, usas la lengua como si tocaras la balalaika. ¡Menudo comandante harías! ¡Un buen sinvergüenza, sí, pero lo que es un comandante…!
Lopajin carraspeó; cuando habló de nuevo, en sus palabras había guasa:
– ¡Sviaguintsev, Sviaguintsev, eres un pobre ingenuo koljosiano! Hay comandantes de muy distintos tipos, según sean su inteligencia y su carácter. Unos son serios, otros alegres, otros muy listos e incluso algunos algo tontos. Pero los jefes de estado mayor son todos del mismo aire, todos son hombres inteligentes. Fíjate, en estos últimos tiempos ha habido comandantes como el que te voy a describir ahora: un comandante que es tonto rematado pero al mismo tiempo valiente y tenaz; que tiene mucha energía y es capaz de echar una mano al que está a su lado; en cuestiones de guerra a lo mejor ni siquiera tiene ideas; y sin embargo se le hincha el pecho, se le pone el bigote tieso y saca una voz bien recia para dar órdenes; y además su madre dice que es un genio. En fin, que manda en todo, es un buen comandante y no se puede decir nada en contra de él. Porque en la guerra no basta con tener un uniforme vistoso, ¿no te parece?
Sviaguintsev hizo un gesto de asentimiento; Lopajin siguió su perorata:
– Bueno, pues llegado el caso, a este comandante le ponen un jefe de estado mayor que es inteligente de verdad. ¡Y fíjate en qué se convierten ahora las buenas acciones de nuestro aguerrido comandante! Sólo por tener junto a él una autoridad superior, la suya crece; al poco tiempo todos empiezan a hablar bien del comandante, no hacen más que alabarlo; y mientras tanto el jefe de estado mayor, listo como un zorro pero mucho más modesto, vive a la sombra del comandante… Claro, nadie habla bien de él, nadie le llama Iván Ivanovich; sin embargo, es el cerebro de todo, el comandante es sólo la pantalla donde él se proyecta. Estas cosas ya pasaban en tiempos de los faraones.
– Pieria, a veces dices cosas sensatas -exclamo Sviaguintsev con una amplia sonrisa-. Desde luego, si a mí me pusieran a tu lado, por poner un ejemplo, como jefe de estado mayor, ya me cuidaría de que no hicieses demasiadas burradas. Sí, yo considero que soy una persona seria, mientras que tú, y no te ofendas porque te lo digo, tienes la cabeza llena de pájaros. Naturalmente, estando yo a tu lado las cosas irían mejor'.
Lopajin, con un gesto de sentida amargura, hizo oscilar la cabeza antes de replicar:
– Sviaguintsev, eres un mal bicho. Pensar que has vuelto del revés todas mis palabras para que te favorezcan a ti…
– ¿Volverlas del revés? -preguntó Sviaguintsev con tono sorprendido.
– Sí, las has empleado en tu propio beneficio, ni más ni menos. Y eso no está bien.
– Bueno, espérate un momento; tú has dicho que al comandante las cosas le van mucho mejor cuando dispone de un jefe de estado mayor inteligente. ¿Has dicho eso o no lo has dicho?
– ¡Lo dicho, dicho está, no me echo atrás! -replicó Lopajin con aire de resignación-. Desde luego, está claro que un comandante resuelve las cosas mucho mejor cuando tiene a su lado un buen jefe de estado mayor. Pero nuestro caso es muy diferente y las cosas serán al revés: yo seré el comandante sensato y tú, aunque ya sé que no tienes nada en la cabeza, serás, a pesar de todo, mi jefe de estado mayor. Y ahora te explicaré, porque seguro que te interesa saberlo, por qué he decidido nombrarte jefe de estado mayor, siendo tan bobo como eres. Para empezar, sólo te nombraré a ti cuando de todo el regimiento no nos quede más que el maldito cocinero, Pietia Lisichenko. Él tendrá que empuñar el fusil y cumplir las órdenes; y tú desarrollarás mis ideas estratégicas y guisarás las gachas; y además te arrastrarás en mi presencia como un hijo de perra. Y si además de Pietia Lisichenko quedan todavía más soldados del regimiento, ni se te ocurra pensar que puedes alcanzar los poderes de jefe de estado mayor. Como máximo llegarás a tener las obligaciones de ayudante mío, ordenanza y ayudante al mismo tiempo. Tendrás que limpiar mis zapatos, irás a la cocina a buscarme el rancho, la vodka… todas esas cosas domésticas.
Sviaguintsev, que le escuchaba atentamente, escupió con rabia y se mantuvo en silencio. Un soldado que caminaba al lado de Lopajin se rió en voz baja. Al cabo de un rato Sviaguintsev se recuperó y dijo:
– Lopajin, eres exactamente igual que una balalaika. ¡Ojalá no tenga que servir nunca a tus órdenes! Tienes la cabeza vacía. Si yo tuviera un servicio así, me ahorcaría, pues tú harías tantas burradas al cabo del día que yo necesitaría una semana para deshacerlas.
– Oye, oye, a ver si hablas con más respeto, que si no no te tomaré ni como ordenanza.
– Lopajin, ¿has sufrido alguna desgracia? -preguntó Sviaguintsev.
Lopajin bostezó tranquilamente antes de replicar:
– Sí, ahora tengo una. ¿Por qué lo dices?
– Pues porque no se te nota.
– Yo no exhibo mi desgracia.
– Vamos, dime cuál es esa desgracia.
– La normal en las circunstancias en que estamos: los alemanes han tomado mi querida Bielorrusia, y Ucrania, y la zona del Don, y seguro que ya se han apoderado de mi pueblo, donde están mi mujer, mi viejo padre, la mina en que trabajaba yo… Además, he perdido para siempre a muchos camaradas por culpa de esta guerra… ¿Entiendes?
– ¿Ves qué clase de hombre eres? -exclamó Sviaguintsev-. Tienes semejante desgracia y encima te quedan ganas de bromear. ¿Se te puede considerar un hombre serio después de esto? Nada de eso, eres un hombre vacío, todo fachada, sin nada por detrás. Todavía me extraña que te hayan hecho tirador antitanque. Ser de antitanques es cosa de responsabilidad y eso a tu carácter no le va. Tu carácter es atolondrado, alegre, digamos que sólo servirías para tocar los platillos o la flauta… o incluso el tambor.
– Sviaguintsev, piénsalo bien. Y reconoce que has dicho tantas tonterías porque estás medio dormido, si no ya verás la que te espera -dijo Lopajin con rabia.
Pero Sviaguintsev estaba ya perfectamente despejado y hablaba con animación. De vez en cuando se volvía hacia Lopajin y le miraba a los ojos.
– Pietia, tú no estás en un puesto adecuado para ti por culpa de algunos jefes que tienen un carácter como el tuyo; es decir, que son unos cabezas huecas. Por ejemplo, ¿puede saberse por qué me han mandado a mí a infantería, si soy tractorista especializado y lo que más me va son los motores? Yo en realidad tendría que estar con los tanques y sin embargo me veo en infantería cavando trincheras y arrastrándome por el suelo como un topo. Y a ti, que tan bien te iría tocar el tambor para alegrar a la gente, te diré que puedes estar satisfecho de que te hayan alistado en antitanques; y además, como primer proveedor. Y aún hay cosas más extrañas. La primera unidad en que yo estuve se formó en una pequeña ciudad de la ribera del Volga. La guarnición de la plaza era un regimiento cosaco de caballería. Luego llegó el reemplazo del Don y de la provincia de Stavropolsk. Los cosacos y los de Stavropolsk fueron destinados a infantería, con nosotros; y más adelante los cosacos pasaron a zapadores, a telefonistas… ¡Qué demonios podían hacer allí!
»Los carpinteros que habían sido reclutados en Rostov fueron destinados a caballería; les dieron pantalones de montar con raya roja, casacas azules y todo eso. De manera que los cosacos daban hachazos, hacían labor de pontoneros y cuando veían un caballo, se ponían a suspirar; mientras tanto, los de Rostov, hombres que antes de la guerra tenían oficio, carpinteros, albañiles y demás, tenían que trajinar con caballos, con los que estaban tan poco familiarizados que hasta les daban miedo; pues aquellos hombres en tiempos de paz no veían caballos ni en pintura. Y por si fuera poco aquellos caballos, de tres años de edad, provenían de Salsk, en las estepas de los kalmucos, y estaban sin domar. Ya puedes imaginártelo que sucedió. Hubo risas y lamentos. Aquellos carpinteros y albañiles ensillaban un caballo salvaje; y el maldito animal, rodeado de gente, se ponía a saltar, desmontaba al jinete, le mordía y lo dejaba hecho unos zorros por el suelo. Imagínate, qué situación.
»Un día que yo estaba de guardia en un almacén de ferrocarriles vi que se preparaba un escuadrón para marchar al frente. El comandante mandó ensillar; unos cuarenta de entre aquellos ciento cincuenta hombres eran carpinteros y albañiles de Rostov y no sabían ni ensillar un caballo. De verdad, yo mismo lo vi. El comandante del escuadrón se echó las manos a la cabeza y se puso a jurar de un modo terrible. Pero en realidad la culpa no la tenían aquellos albañiles y carpinteros. ¡Ya ves qué cosas pasan! Y el motivo es que en ocasiones hay comandantes como tú, con la cabeza, llena de serrín.
– Vaya, parece que te he molestado -dijo Lopajin con un suspiro aparatoso -. Te has mosqueado y ahora sólo dices bobadas para tranquilizarte y demostrarme que yo no puedo llegar a comandante. Pues aunque no lo quieras seré comandante y te quitaré toda la tontería que tienes en la cabeza. Te tendré a raya, me obedecerás a pies juntillas. Antes de que llevaran al hospital a Kolia Streltsof, me encargó de que cuidara de ti. Me dijo: «Ocúpate de ese Sviaguintsev, que está medio sonado. De otro modo le matarán por cualquier tontería.» Por eso no quiero perderte de vista. «¡Bueno -me dije -, le hablaré para distraerle de sus tristes pensamientos!» Pero siento haberte hablado. Fíjate, llevo un rato pensando en cómo taparte la boca a ver si te callas un rato. Por ejemplo… ¿Quieres una rebanada de pan?
– Bueno, dame una.
– Torna, ahí tienes dos. Lo único que te pido a cambio es que te calles y que no discutas más. No me hace ninguna gracia que un subordinado me lleve la contraria.
Sviaguintsev ya iba a empezar a refunfuñar pero cogió una de las rebanadas de pan que le ofrecía Lopajin y se la llevó a la boca. Con tono adormilado, habló a continuación:
– Nikolai Streltsof era un hombre de una pieza, serio e inteligente; no era como tú. Además no es cierto que me tuviera por medio loco. Nos apreciábamos mutuamente. Solíamos hablar de las cosas de la familia y de todo en general. Él sí que hubiera sido buen comandante; era una persona muy instruida, sabía hablar. Antes de la guerra era agrónomo pero su mujer le abandonó por la seriedad de su carácter. En cuanto a ti, ¿sabes qué eres? Eres un minero, tienes el alma de carbón, sólo vales para extraer carbón de la mina; y no sé para qué te han dado ese fusil que tienes entre las manos, pues disparas de cualquier manera; y por si fuera poco…
Sviaguintsev siguió hablando durante un buen rato de las virtudes de Streltsof. Al cabo de un tiempo empezaron a trabucársele las palabras, fue bajando la voz y al fin se calló. Caminó durante un rato con la cabeza gacha. Marchaba con dificultad hasta que, repentinamente, se agachó un poco y saliéndose de las filas se dirigió a la cuneta. Lopajin se dio cuenta de que a Sviaguintsev ya no le aguantaban las piernas, de que se le doblaban las rodillas, de lo que dedujo que se estaba durmiendo. Corrió a ayudar a su camarada y le sostuvo con un brazo sacudiéndole con fuerza.
– Venga, vámonos a la cola, no hay que romper la formación – le dijo amablemente.
Estas palabras sonaban tan insólitas y extrañas en boca de Lopajin que Sviaguintsev, recobrándose, le miró con atención y le preguntó:
– ¿Qué sucede, Pietia, me he quedado medio dormido?
– No, nada de medio dormido, te has dormido entero como un rocín capado con toda la impedimenta encima. Si no te llego a coger a tiempo, seguro que te caes al suelo. Tienes tanta fuerza como un caballo, pero cuando te ataca el sueño eres muy débil.
– Es verdad -reconoció Sviaguintsev-. A lo mejor vuelvo a dormirme de pie. Tú, si ves que se me cae la cabeza, dame buenos golpes en la espalda; pero con fuerza, que si no no me entero.
– No te preocupes, lo haré con mucho gusto; te pegaré bien fuerte con la culata del fusil – le prometió Lopajin estrechando a Sviaguintsev por los hombros. A continuación le pasó la petaca y le dijo -: Vamos, Vania, líate un cigarrillo a ver si se te va el sueño. Tienes un aspecto lamentable, bastante peor que si fueras un prisionero rumano.
Sviaguintsev, que seguía a Lopajin como un cordero, llevaba la petaca en la mano; miró su contenido y, con suspiro de pena, dijo:
– Aquí sólo queda tabaco para liar un cigarrillo. Toma, coge tu petaca, no quiero dejarte sin fumar. Hasta el tabaco se nos está acabando…
Lopajin le replicó en tono autoritario:
– ¡Tú fuma y no pienses! -y detrás de su severidad se transparentaba una ternura masculina que le hizo añadir-: No me da lástima pasar el último cigarrillo a un buen camarada, y también le daría la última gota de mi sangre. Tú eres un camarada como debe ser y un buen soldado, pues no te dan miedo los tanques, manejas muy bien el fusil y combates con tanto ardor que cuando caminas te tiemblan las piernas. A mí me inspiran respeto los hombres capaces de luchar hasta morir. No hay que dar tregua al maldito alemán, hay que estar dispuesto a combatir en todo momento hasta conseguir la victoria. Y para esto no sirve un mercenario con sangre fría. Así pues, Vania, fuma y que te aproveche. Además, te diré una cosa: que hagas el favor de no ofenderte por mis bromas. A mí me resulta más fácil vivir y luchar si puedo gastar bromas, ¿me entiendes?
Sviaguintsev acabó sintiéndose cercano a Lopajin gracias a aquellas últimas briznas de tabaco recibidas de un camarada en un momento duro; gracias a las expresiones amistosas que salían de boca de Lopajin, y a causa también de la profunda soledad que experimentaba Sviaguintsev desde que se llevaron a Nikolai Streltsof a un hospital en un camión que pasaba por el camino.
Cuando amaneció, los restos del regimiento se unieron a las tropas que defendían los accesos al paso del río. A aquella hora Sviaguintsev ya había cambiado de opinión en lo que a la actitud de Lopajin se refiere. Sviaguintsev, como siempre, seguía murmurando y jurando contra el duro suelo y la amarga vida del soldado; pero cavó rápidamente su trinchera y a continuación se acercó a Lopajin; con una sonrisita mal disimulada, dijo:
– Deja, ya lo haré yo. Creo que a un futuro comandante no le pega eso de cavar… -y escupiéndose en las manos, tomó la pala.
Lopajin aceptó la ayuda de Sviaguintsev con silencioso agradecimiento; pero apenas habían transcurrido unos minutos cuando comenzó a gritarle como si fuera su superior y a gastarle bromas de mal gusto. Dando codazos en las espaldas sudorosas de su nuevo amigo, le decía:
– ¡Tienes que cavar más hondo, peregrino Iván! ¿Qué es eso de trabajar como un viejo y limitarse a arañar la tierra? Tanto en la tierra como en el amor, hay que llegar a cierta profundidad; y tú, inútil, escarbas como una gallina. ¡Qué hombre tan superficial! Ahora entiendo por qué tu mujer te escribe tan poco: seguro que no recuerda nada bueno de ti, demonio colorado…
Lopajin, flaco y enjuto, cavaba con ardor y habilidad de profesional, rápidamente, sin descansar, sin perder tiempo ni para fumar. En los poros de su rostro moreno se notaba el color azulado que deja el polvo de carbón; las gotitas de sudor que lo surcaban parecían lágrimas y tenía los finos labios fuertemente apretados. Iba separando con destreza la tierra arcillosa y cuando algún pedrusco se resistía a sus esfuerzos, torcía el morro y juraba tanto que el mismo Sviaguintsev, experto en la materia, balanceaba la cabeza de lado a lado y pasándose la lengua por los labios cortados le decía con tono de reproche:
– ¡Pietia, Dios mío! ¡Hasta dónde vas a llegar! ¡No reniegues tanto! Tendrías que jurar menos y no decir palabras tan fuertes, no las sueltes sin más ni más, llega un momento en que es como si estuvieras subiendo por una escalera y no encontraras el último peldaño.
Lopajin sonrió enseñando sus dientes blancos y, con ojos brillantes, replicó:
– Hermano mío, eso depende de a quién se recuerda con más frecuencia. Por ejemplo, tú después de cada frase dices: «Dios mío, señor mío.» En cambio yo utilizo otras expresiones. Además, tú eres un patán que ha podido trabajar al aire libre, con las máquinas, y gracias a ello no tienes los nervios alterados; tú no tienes motivos para blasfemar. Pero yo soy minero y cada día sacaba el trescientos por ciento del carbón que se exigía. Y, oye, sacar un trescientos por ciento, y no con la inteligencia, sino a base de fuerza, no resulta fácil; de ahí que haya que considerar que mi trabajo era inteligente. Y, claro, me ha pasado lo que sucede a los inteligentes, que los nervios de la inteligencia se me han desbaratado. Por eso blasfemo de vez en cuando, para templarme los ánimos. Y si tu educación refinada no te permite escuchar mis palabras, pues te tapas los oídos con algodón. Es lo que solían hacer en tiempos de paz los artilleros para no quedarse sordos por los estampidos del cañón; dicen que les daba buen resultado.
En cuanto sus posiciones estuvieron preparadas, a Lopajin se le ocurrió la idea de unir ambas trincheras por medio de un pasadizo. Pero Sviaguintsev, que estaba ya extenuado, protestó enérgicamente:
– ¿Pero tú qué te crees, ¿que vas a pasar aquí todo el invierno? Lo que es yo, no tengo ninguna intención de seguir cavando.
– No es que piense pasar aquí el invierno, pero es impepinable que tenemos que parapetarnos mientras los demás pasan el río. ¿No te has fijado en la cantidad de material que había en el paso del río? ¡Había muchísimo! No se puede permitir de buenas a primeras que todo eso caiga en manos de los alemanes; has de saber que mi conciencia no me lo permite. ¿Entendido? – dijo Lopajin con seriedad insólita en él.
– ¡Pietia, tú estás loco! Pero ¿cómo vamos a cavar una zanja de cuarenta metros? Tendrás que prescindir de ella. Además, ¿para qué demonio la necesitas? Y si es preciso, cuando te apetezca salir de la trinchera te arrastras, sí, como si fueras una criatura… Pero vamos a ver, ¿por qué me metes la pala por las narices? Ya te he dicho que no quiero cavar más y no lo haré. ¿Acaso soy yo tu zapador? No nos quedan fuerzas para gastarlas inútilmente. Si quieres, haz tú mismo una zanja de comunicación, como si la haces de un kilómetro. Pero estás muy equivocado si crees que la haré yo.
– ¿Y si hace falta? ¿Tendré que ponerme a trepar por esa zona pelada? -y Lopajin señaló con un gesto un trozo de terreno baldío, cubierto por alguna hierba marchita-. Yo tengo que ser el primero, de modo que si me derriban me dejarán hecho una chuleta, me dejarán como un sombrero atravesado por un clavo. ¡Ay, qué poca gratitud humana! Yo defendiéndole a pecho descubierto de los tanques y a él le da pereza seguir cavando… ¡Vete al demonio! Lo haré sin ti pero te advierto de antemano que si me convierten en comandante y me proponen para una condecoración, no esperes nada de mí por mucho que des saltos e intentes sobresalir; aunque te meriendes vivos a los fascistas alemanes, no recibirás nada. Ya verás entonces lo que es canela.
– Vaya, ya has encontrado con qué asustarme -dijo Sviaguintsev sonriente; y perezosamente se dispuso a empuñar la pala.
Lopajin salió de su trinchera para echar un vistazo alrededor. Mientras tanto Sviaguintsev y el segundo proveedor, Aleksandr Kopytovski, un muchacho con la cara redonda como una torta y con el pelo demasiado largo, limpiaban la pala quitándole el barro arcilloso que se había adherido.
El rocío cubría la hierba de color gris azulado; los tallos se doblaban pesadamente hacia el suelo hasta apoyarse sobre las hojas secas. El sol ya se había puesto y abajo, más allá de los álamos, se divisaba una de las curvas que describía el Don. Se extendía sobre las aguas la niebla surgida de las zonas ribereñas, que parecían bañarse en agua hirviendo, al igual como sucede en primavera cuando crecen las aguas y se desbordan los ríos.