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Segunda Parte. 1939

Capítulo V

El coche que cubre la línea entre León y Ferreras pasa por Casasola todos los días a las siete en punto de la mañana. Hace una mínima parada frente a la iglesia -cuyo pórtico le sirve de improvisado apeadero en los días de lluvia o del invierno-, cruza el puente de piedra sobre el río y, con las luces encendidas todavía, emboca perezoso los primeros repechos del puerto de Fresnedo.

Hoy, en León, es día de mercado y el coche va lleno de campesinos que se han levantado muy temprano para cebar el ganado y afeitarse. Así que sube con más dificultad que de costumbre. De vez en cuando, la carretera se estira bajo sus ruedas permitiéndole un respiro. Pero, en las cuestas, renquea como un viejo buey de hierro a punto de derrumbarse.

Ahora, ha doblado ya la línea verde de los chopos, sobre el río. Contiene un momento la respiración, resopla y se lanza sin demasiadas fuerzas cuesta arriba en busca de la siguiente curva.

Así, hasta coronar el puerto. Como todos los días.

Ramiro se cala el pasamontañas y empuña la pistola.

– ¿Preparados?

Gildo y yo asentimos con una señal desde nuestras posiciones. Montamos las metralletas y nos tumbamos boca abajo entre las zarzas de la cuneta.

El coche de línea emboca ya la última curva de la carretera. Su hocico gris y polvoriento se aprieta contra la arista de la peña arañando los matojos que crecen sobre ella. De pronto, chilla como un caballo al que se tira bruscamente de las riendas. Las ruedas se contraen tratando de agarrarse al firme de la carretera. El coche duda un instante, da un soplido largo y hondo y se detiene finalmente, exhausto, junto al tronco que le esperaba atravesado en la calzada desde que salió de la parada de Casasola.

Es el momento que nosotros elegimos para saltar fuera de las cunetas.

– ¡Quietos todos! ¡Quietos todos en sus asientos!

Antes de que los viajeros hayan podido darse cuenta, grita ya en el interior del coche:

– ¡Vayan bajando y poniéndose contra la peña! ¡Con las manos en alto! ¡Vamos -le ordena al chófer-, usted el primero!

Los viajeros obedecen con rapidez y en silencio. Como un rebaño asustado, van descendiendo del coche y alineándose contra la peña. Alguno nos mira de reojo tratando de reconocernos. Pero el embozo calado de los pasamontañas y la amenaza de las metralletas les hace en seguida de su intento.

Ramiro desciende el último. Enfunda la pistola y comienza a cachearles de uno en uno. El dinero lo guarda en un bolsillo y las carteras las arroja en un montón a la cuneta. Los viajeros se dejan registrar, resignados.

De vez en cuando, Ramiro pasa de largo a alguno: a ese que, por su aspecto, le parece que necesita más que nosotros el dinero, o a esa mujer joven, niño apretado entre los brazos, que en más de una ocasión nos ha ayudado. Pero lo hace sin que el resto de los viajeros pueda darse cuenta.

El registro dura apenas cinco minutos. Cuando termina, Ramiro se echa a un lado:

Pueden volver al coche. Con las manos en alto, recuerden.

Los viajeros obedecen, ahora aún con mayor rapidez que antes. Ocupan sus asientos en silencio sin atreverse siquiera a mirar por las ventanillas.

Los últimos arrastran el tronco hasta la cuneta y lo dejan rodar por la pendiente varios metros.

– ¡Vamos!

El rugido del motor rompe de nuevo el silencio profundo de la mañana. El coche se despereza, concluido su descanso inesperado, remonta lentamente el final de la pendiente y se pierde tras la última curva envuelto en una nube de humo negro.

El mandil de cuadros azules está colgado en el huerto, entre los brazos del cerezo que mi padre plantó junto al pozo el día que enterraron a mi madre para recordarla cada vez que el verano volviera a La Llánava.

El mandil está seco. Juana o mi padre lo han colgado para avisarme de que los guardias vigilan la casa.

– ¿Siguen ahí?

Es la voz de María, a mi espalda.

– Sí.

– Pues vuelve a la cama. Duérmete.

– Llevo dos días durmiendo. Llevo dos días y dos noches aquí encerrado.

– ¿Y qué? -la voz de María es espesa, pesada- ¿No estás mejor que en el monte?

La rendija de la ventana deja entrar una raya de luna que atraviesa el cuarto en penumbra y se estrella contra la cama. Poco a poco, mis ojos vuelven a acostumbrarse a la oscuridad, al orden sombrío de los objetos: el armario de nogal barnizado: el arca que guarda entre ramas de menta la ropa de María: el espejo partido donde se apoya mi metralleta.

María se aprieta suavemente, de espaldas, contra mí.

– Hueles a monte -me dice-. Hueles como los lobos.

– ¿Y qué soy?

María se vuelve y se queda mirándome. Siento el temblor de su cuerpo, desolado y caliente bajo la combinación. Este ácido temblor de mujer solitaria, hermosa y joven todavía, pero ya condenada para siempre a esperar a una sombra, a un fantasma. A alimentar el recuerdo de un hombre que jamás volverá. Esta mujer que, en los últimos años, tantas noches ha fundido en la mía su soledad.

– No podéis seguir así, Ángel. No podéis estar siempre viviendo como animales. Peor: a los animales no les persiguen como a vosotros.

– ¿Y qué hacemos? ¿Nos metemos un tiro en la boca o nos entregamos para que ellos nos ahorren el trabajo?

María me mira en silencio, sin contestarme. Aplasta su vientre contra el mío y comienza a besarme. Yo noto que la sangre me sube hasta la boca de repente, en oleadas. La beso con fuerza, casi con rabia, como si nunca antes la hubiera besado. Como si las interminables noches de soledad y de deseo en el fondo de la cueva brotaran juntas de mi garganta. Como si sólo ahora, y nunca más pudiera ya besarla.

Ella, lentamente, rodea mis caderas con sus piernas y mis ojos con su mirada.

Me despiertan las campanadas de la iglesia: lentas, monótonas, lejanas.

María, abrazada a mí todavía, se vuelve de espaldas, sin despertar. Se estira la combinación arrugada hasta la cintura y continúa durmiendo.

Sobre la mesita de noche, junto a la pistola y el tabaco, el reloj marca las cinco de la mañana.

Me levanto sin hacer ruido y me deslizo hasta la ventana. La luna se estrella contra mis ojos, cegándome. Pero, en seguida, se oculta tras una nube dibujando en la noche, entre los árboles y los tejados de La Llánava, el huerto de la casa de mi padre.

El mandil de cuadros azules de Juana ya no está allí.

En el nogal de María anida esta noche la luna. Rasga sus sombras de las tapias mientras me alejo en silencio de la casa, despacio, sigiloso, como cuando de niños buscábamos aquí la fruta prohibida de los huertos o de las bocas rojas de las muchachas.

Sólo que, ahora, mi metralleta va dejando en el suelo una sombra de muerte, una espiga alargada.

Mi padre ha dejado abierto por dentro, como todas las noches, el postigo trasero que da al callejón.

Basta encaramarse por él a la leñera, caminar agachado sobre los fejes de roble y urces secas y descolgarse, ya adentro, hasta el desván en sombra del corral en el que duermen su sueño de siglos el carro y los aperos. Y donde siempre dormía también Bruna antes de que un guardia le reventase la cabeza de un disparo.

Dentro de casa, la oscuridad es absoluta. El pasillo se alarga como una boca negra hacia el nacimiento de la escalera y la puerta de la cocina que la llama del mechero dibujan ante mí.

Un crujido de tablas en la escalera. Una voz conocida:

– ¿Ángel? ¿Eres tú?

Mi padre está en el rellano, vestido todavía.

– Soy yo, padre. ¿Qué hace levantado?

Él no contesta.

– Sube -me dice-. Date prisa.

Y se pierde por la escalera sin esperarme.

Me he quedado parado en la puerta, inmóvil, anonadado. Como si acabara de recibir una descarga.

Sobre la cama, el reflejo amarillo de una vela ilumina el cuerpo de mi hermana, desmadejado, con la cabeza colgando sobre una palangana llena de agua ensangrentada.

Mi padre se sienta junto a ella. La ayuda a incorporarse, a reposar la cabeza sobre la almohada.

Juana me mira con los ojos arrasados por las lágrimas:

– Ya estoy bien, Ángel. No te preocupes. Ya se pasó -me dice con voz quebrada-. Fue un vómito, ¿sabes?

Y se queda en silencio, agotada, mientras lentamente va asomando entre sus labios una baba espesa y rosácea que mi padre se apresura a limpiarle con el borde de la sábana.

– La pegaron. La llevaron a la cuadra y allí la molieron a golpes y a patadas -al contraluz amarillo de la vela, mi padre parece una rama rota por la impotencia y la rabia-. A mí no me dejaron salir de la cocina. Conmigo no se atreven, ¿sabes? Conmigo no se atreven esos hijos de puta.

Y luego, ya menos excitado:

– Estoy asustado, Ángel. Ha estado escupiendo sangre.

Avise a algún vecino y que bajen a Cereceda a buscar al médico. Usted no se mueva de aquí. Usted quédese con Juana.

– Se negará a venir, ya lo verás. Como otras veces. El médico es peor todavía que los guardias.

– Al menos, que lo sepa. Y que sepa que, algún día, yo puedo estar esperándole.

Mi padre se queda en silencio mirando a mi hermana. Le limpia otra vez los labios con la sábana, sigo en la puerta sin encontrar las palabras capaces de consolarle. Sin saber cómo decirle que sufro más por ellos que por mí. Sin saber cómo acabar con este círculo sangriento e interminable.

Por eso, doy media vuelta y me voy sin decir nada.

Gildo -sobre sus anchos hombros, a lo lejos, el perfil de las montañas, los despojos sangrientos de un cielo que atardece- abre el bote de carne con la navaja.

Y señala, detrás de él, las crestas imponentes de Morana.

– Podríamos subir por el río.

Ramiro muerde un trozo de carne sin demasiadas ganas:

– ¿Y por dónde lo cruzamos? -pregunta-. Ahora viene crecido.

– Por el puente.

– ¿El del Ahorcado?

– Claro.

Ramiro niega con la cabeza:

– Ni hablar. Eso es una ratonera. Un solo guardia, escondido en la peña, nos cosería. Iremos por arriba, por Peña Negra. No tenemos ninguna prisa.

Ramiro, como siempre, desconfía. Estudia cada uno de nuestros pasos sin dejar nada al azar, a la buena fortuna. A veces, me resulta difícil reconocer en él a aquel niño tímido y callado con el que tantos días compartí los juegos de la escuela o el cuidado del ganado en las vegas de La Llánava. Me resulta difícil porque ahora, frente a mí, hay ya sólo un hombre lejano e inaccesible, un animal acorralado que sabe que, más tarde o más temprano, acabará acribillado a balazos en cualquiera de esos montes que ahora observa con mirada indescifrable.

– Guarda el bote -le dice a Gildo-. Puede servir para algo.

Gildo guarda el bote en su mochila y reanudamos la marcha.

Los tres sabemos para lo único que puede sernos útil ese trozo de hojalata, una vez lleno de pólvora y metralla.

En Peña Negra, la noche es una lámina de estrellas y de arándanos.

A medida que avanzamos, bordeándola, la vegetación desaparece poco a poco bajo el alud de piedras desprendidas que cubre la ladera. El valle va quedando cada vez más abajo, cada vez más hundido en la marea de helechos y piornos por el que corre, rumoroso, el río Susarón.

En Peña Negra, sólo hay arándanos. Y piedras. Y soledad. Y estrellas.

En Peña Negra, sólo hay tres sombras que caminan en silencio contra el viento.

La Llera, sobre el cauce tajado del río, es un puñado de casas y negrillos acurrucados, como un rebaño, al pie de Peña Negra.

Justo delante de las primeras casas, una pradera verde y jugosa -blanca bajo la luna- se lanza por la pendiente buscando el frescor del agua. Luego, ya abajo, se extiende plácidamente a ambos lados del río que se aleja en dirección a Vegavieja y los lavaderos de carbón de Valselada.

La Llera tiene una iglesia arruinada, un torreón medieval carcomido por el tiempo y los líquenes silvestres y una escuela de piedra donde yo explicaba la lección diaria la mañana en que llegó aquí la guerra. Nunca, desde aquel día, había vuelto a verla.

Ahora, sin embargo, estoy junto a ella, escondido a su sombra con Gildo y Ramiro. Y, a través de las ventanas, puedo ver, levemente iluminados por la luna, los pupitres alineados, la mesa del maestro -mi vieja mesa-, el encerado de pizarra en la pared. Todo como yo lo dejé aquella mañana de verano.

Pero ni Gildo ni Ramiro tienen aquí ningún recuerdo. Y esperan, impacientes, observando la casa que acabo de indicarles.

– El portón está abierto -dice Gildo.

Sí. Pero hay que ir con cuidado. Seguramente estará armado.

La hoja del portón se entreabre sin ruido. El corral está en sombra, en silencio. Pero una luz rojiza se adivina al-fondo, enredada en las telarañas de una ventana.

De pronto, un perro nos sale al paso. Con ojos amenazantes. Pero, antes de que pueda darse cuenta, un nudo corredizo se abraza a su garganta. El animal se queda mirándonos, colgado de la rueda del carro, con los ojos manchados de sorpresa y de sangre.

Desde la ventana de la cuadra, veo al hombre que venimos buscando. Está sentado en una banqueta, ordeñando.

Gildo y Ramiro se quedan afuera para cubrirme la retirada.

El hombre se vuelve en su asiento, sin soltar el caldero, alertado por los pasos. Al principio, simplemente sorprendido. Pero, cuando me ve, los músculos del cuello y de la boca se le contraen violentamente y su rostro palidece por completo. Me mira con ojos incrédulos, desorbitados.

– ¿Qué pasa, Guillermo? -estoy parado frente a él, en medio de la cuadra-. ¿Ya no me reconoces?

Él ni siquiera se atreve a contestarme.

– Me miras como si estuvieras viendo a un muerto.

El caldero se le cae de entre las piernas dejando un charco de leche sobre la paja. Las vacas se revuelven asustadas.

– ¿O es que acaso pensabas que había muerto?

– No, no. ¿Por qué dices eso?

Ha hablado al fin, con voz mansa y asustada, muy distinta de aquella que encabezaba mi búsqueda la noche que permanecí escondido en un pajar antes de conseguir escapar a la montaña.

– ¿No habías vuelto a saber nada de mí?

– Sí -susurra apenas-. Sabía que andabas huido. En el monte.

– ¿Y nunca pensaste que podría venir a visitarte?

Él no responde. Ha palidecido definitivamente más allá de los límites del miedo soportables y un sudor frío, amarillento, le recorre la cara.

Se levanta sin dejar de mirarme.

– ¿Qué vas a hacer, Ángel? ¿Qué vas a hacer?

Levanto la metralleta en dirección a ese bulto desmadejado, a esa imagen borrosa que me suplica con los ojos la compasión que ya no puede pedirme con palabras.

Y espero unos segundos a que el silencio se hinche como una nube antes de reventarlo:

– Escúchame, Guillermo. Esta vez no voy a matarte. ¿Me oyes? Esta vez no voy a matarte. Pero, ahora mismo, en cuanto me haya ido, coges la yegua y vas a Cereceda a ver al sargento de mi parte. Dile que esto es solamente un aviso. Por lo de mi hermana. Él ya sabe. Pero que, la próxima vez, alguien, tú por ejemplo, aparecerá con un tiro en la carretera. ¿Me has entendido, Guillermo? ¿Me has entendido?

Guillermo ya no puede contestarme. Se ha doblado con los ojos vidriados, sobre el pesebre, y ha empezado a vomitar ácidamente.

Capítulo VI

El arroyo del bosque de Las Loberas nace en los altos neveros de Peña Barga, salva la vertical de la cascada de La Morana -restallando en su salto contra las palas de la hidroeléctrica- y bordea por el norte Peña Illarga, entre macizos de musgo y castaños salvajes, buscando el magnetismo del molino de Pontedo y del cauce ya cercano del río Susarón.

El arroyo del bosque de Las Loberas, por el camino, forma tajos de vértigo y rápidas torrenteras, rabiones, hoces embravecidas y pozos de espuma negra. Y, también, de cuando en cuando, mansas tabladas donde se agrupan las truchas en las noches de verano y luna llena.

Gildo, metido en el agua hasta la cintura, aparece entre la maleza:

– Vamos, Ángel. Acerca la cesta.

Trae una trucha en la mano. Le arranca la cabeza con los dientes y la arroja a la orilla, sobre la hierba.

– Esto está lleno de truchas -me dice-. Estate atento.

Gildo desaparece de nuevo entre la maleza. Se sumerge en el agua y reanuda la búsqueda bajo las ovas espesas.

Yo me quedo en la orilla vigilando la cesta y la noche. Vigilando esa luna que tiembla junto a mis pies como una trucha muerta.

Cuando volvemos a la cueva, Ramiro espera ya con las noticias de la radio.

Ha bajado a escucharla a casa de Julio, el caminero de Ancebos, en ese viejo aparato milagrosamente salvado de múltiples registros y requisas por el que, una noche de lluvia -hace ahora justamente ocho semanas-, oímos, sobrecogidos, el último y definitivo parte de la guerra.

– Las fronteras siguen cerradas -dice Ramiro-. Y todos los trenes y carreteras vigilados. No queda otro remedio que aguantar.

Gildo y yo le escuchamos sin demasiado interés. Los dos sabíamos ya lo que Ramiro iba a contarnos: registros, paseos, fusilamientos… Lo mismo, exactamente, que, desde que estamos en el monte, venimos escuchando.

Gildo ensarta seis truchas en un alambre y las pone a asar sobre el fuego. El resto las limpia y las sala y las saca fuera de la cueva para que se oreen.

– No queda otro remedio que aguantar -dice, mirando a Ramiro, con una sonrisa.

Cuando acabamos de cenar, Gildo y Ramiro se quitan las botas y las chaquetas, encienden sendos cigarros y se tumban en sus camastros, cerca del fuego.

Son las cuatro de la madrugada y, esta noche, yo haré ya la guardia entera.

Desde la boca de la cueva, con el pasamontañas calado y la metralleta cruzada sobre las piernas, no tardo en escuchar el bombeo regular y monótono de sus corazones cansados, las respiraciones profundas que preceden al sueño. Poco a poco, el monte comienza a recobrar la perfección de las sombras y sus misterios, el orden primitivo que la noche y el fuego disponen frente a mis ojos. Poco a poco, todo va quedando sepultado bajo la ingravidez profunda del silencio. Incluso esa luna fría, clavada como un cuchillo en el centro del cielo, que me trae siempre al recuerdo aquella vieja frase de mi padre, una noche volviendo cerca del cementerio:

– Mira, hijo, mira la luna: es el sol de los muertos.

Al amanecer, oigo la voz del águila huyendo, la descarga violenta del hacha y el estrépito seco del árbol que cae con una marea lenta de ramas desgajadas.

Así, uno tras otro, hasta formar un pozo de sol claro en medio del hayedo.

A las ocho, alta ya la nube azul de la mañana, los leñadores hacen un alto para desayunar. Sentados en un tronco nos ven aparecer entre las hayas disimulando la inquietud que les producen nuestras armas.

El capataz nos ofrece la bota de vino.

– No está muy bueno -se disculpa-. El niño la dejó al sol y el vino se ha calentado.

El niño no dice nada. El niño -un muchacho de trece años- nos mira en silencio, con una mezcla de admiración y miedo, desde que llegamos.

El vino sabe a monte y a cuero sobado. Tiene el aroma rancio de las hierbas escasas, largamente guardadas. Pero aún puede apagar el primer sol de la mañana.

– Lo trajimos de abajo, de La Morana -explica el capataz-. Nosotros somos del aserradero de Valselada. Hace sólo un par de días que estamos por aquí.

Los leñadores tienen la tienda cerca: unas mantas sujetas con palos. La montan y desmontan cada día según la ruta que les marque su trabajo.

Dicen que somos los primeros que encuentran desde que llegaron.

El capataz nos mira con sorpresa:

– Ustedes

Ramiro le dedica una sonrisa amenazante.

– A nosotros no nos ve nadie -dice-. Nadie. ¿Está claro?

El capataz ha comprendido. Asiente con la cabeza en medio del profundo silencio de sus compañeros. Un silencio que se alarga, temeroso, hasta que nos ven desaparecer definitivamente entre los árboles.

Aunque, todavía cerca, oigamos la voz del niño preguntando:

– Son ellos, ¿verdad? Los del monte.

Lo ha dicho entre feliz y asustado. Como si una manera de lobos hubiera pasado a su lado sin hacerle daño.

En la cumbre del puerto de Láncara, hacia las fuentes del arroyo Nogares, el rebaño de las merinas es una nube de lana tendida al sol. Ayer llegaron en el tren a la estación de Cereceda y, desde allí, atravesando los campos de La Llánava y Candamo, remontaron la vieja cañada, que sube hasta el puerto, hasta los pastos altos y las majadas de verano.

Desde que llegó y extendió su manta sobre la grama, el pastor debe de estar esperándonos.

Cerca del chozo, varios corderos lamen bolas de sal en un tronco ahuecado y sujeto entre bálagos. Los mastines están arriba, con el rebaño. Pero una perra carea, llena de tedio y manchas marrones, sale del cobertizo y comienza a ladrar cuando nos ve aparecer al extremo del cercado.

En seguida, un hombre se asoma a la puerta de la cabaña. La perra acude a su lado y los dos se quedan mirándonos mientras nos acercamos.

– Tenéis bien vigiladas las fronteras, ¿eh? -nos saluda el pastor cuando llegamos a su lado.

– Gracias a eso estamos vivos todavía -le responde Ramiro observando el interior del chozo desde el ángulo en sombra de la puerta.

– No tengas miedo -sonríe el pastor-. Sois los primeros en venir a visitarme.

El pastor, como siempre, se alegra de encontrarnos. El pastor no nos teme. Es un hombre del monte, como nosotros, y en más de una ocasión nos ha ayudado.

Y todos los veranos, cuando llega, nos separa el mejor cordero del rebaño.

– Estaba reparando un poco esto -dice entrando otra vez en la cabaña-. Este invierno, la nieve nos hundió parte del techo.

En efecto, una ancha grieta en los cuelmos de paja, ablandada y oscura, deja escapar hacia el cielo la columna de humo que sube de la olla requemada en la que cuece la comida del pastor.

– Migas. Las hice anoche y las saqué a ablandar debajo de las estrellas. Habéis llegado a tiempo.

El pastor busca en un viejo cajón cuatro cucharas y se sienta con nosotros en torno a la olla. La perra acude a tumbarse junto a su dueño, al conjuro del aroma profundo que se esparce por toda la estancia.

– La verdad -dice el pastor- es que no estaba muy seguro de encontraros.

– ¿Tan poco apuestas por nosotros?

– Poco, poco. Ya podéis imaginaros. Pero, este año, con la guerra acabada, mucho menos todavía. Pensé que, si no habíais escapado, estaríais ya los tres criando ortigas en cualquier barranco.

Gildo sonríe hundiendo su cuchara en la olla de las migas.

– Antes de eso -le dice-, aún tendrás que apuntar a la cuenta del lobo unos cuantos corderos más.

– Puedes creerme que nada me alegraría más que eso.

Mientras comemos, el sol, en el vértice ya de la bóveda del puerto, comienza a deslizarse a través de la grieta abierta por la nieve en la techumbre. Y es muy dulce -después de una noche entera de guardia y con el sueño agarrado ahora como hiedra a los ojos- su caricia amarilla y espesa en la piel. Y profundo el olor a tomillo que trae en sus partículas para fundirlo suavemente con el vapor caliente de las migas. Sí, sin duda es una suerte poder estar así: apoyado contra las lajas frías de la pared de la cabaña, saboreando la comida del pastor, escuchando el crujido de los troncos quemados, la conversación cansina y amiga que poco a poco va apagándose, el sonido de la esquila que busca en la montaña el frescor de la grama y la flor del piorno.

No se cuánto tiempo he estado durmiendo: seis, siete horas, tal vez más. Pero, al abrir los ojos, el sol se abalanza sobre ellos como un alud de trigo dolorido y amargo.

Estoy solo en el chozo. Escucho brevemente: nada, una esquila lejana. Mi cuerpo rechina, al levantarme, dejo baúl destartalado. Desde la puerta, veo al fin a Ramiro y a Gildo, con el pastor, apartando un cordero en los salegares. Me ha sido difícil reconocerles: los dos se han afeitado, como cada verano, con las tijeras de esquilar. El sol está sangrando y me hiere los ojos. Pero puedo ver el rebaño que baja ya por la ladera de la montaña. Pronto estará junto a la puerta del cercado. Pronto será de noche. Otra vez.

– Vamos, Ángel -me llama Ramiro-. Marchamos.

A la puerta del chozo hay una caldera con agua. Sumerjo la cabeza y su lengua me atraviesa como una cuchillada.

En el monte de Pontedo, nos separamos. Ramiro se queda esperándonos, con el cordero, y Gildo y yo bajamos hasta el pueblo para ejecutar el golpe que, desde ayer, teníamos previsto. Hay que acumular reservas para el invierno.

He corrido, agachado, hasta el pilón lleno de estrellas, en el centro de la plaza. Le hago una seña a Gildo con la mano y él corre a parapetarse a mi lado, bajo el chorro de agua que golpea implacable las columnas azules que sostienen la noche, el reflejo de un cielo convertido de pronto en un inmenso abrevadero para animales muertos.

Al otro lado de la plaza hay luz. Una bombilla desmayada recorta ante nosotros el cuadro de una ventana. Es la cantina del Zurdo, la tienda de Pontedo. Gildo y yo la recordamos bien: la entrada flanqueada por la parra silvestre bajo la que se sentaban, las tardes de domingo, con sus mandiles de moras y sus miradas lejanas, las muchachas del pueblo: el mostrador de hule gris y desgastado: la vieja estantería de madera repleta de botellas y latas de conserva y paquetes de legumbre: la bombilla colgada como un fruto irreal de una viga del techo.

La cantina del Zurdo, la tienda de Pontedo. Gildo y yo irrumpimos en ella al mismo tiempo. Como llegados del fondo de la noche y del olvido. Como arrojados por un alud de estrellas que se cuelan por la puerta que yo acabo de abrir de un golpe inesperado y seco.

Los cuatro hombres que charlaban confiados alrededor de una mesa se han vuelto hacia nosotros con la incredulidad y la sorpresa grabadas en los ojos. Quizá intentan imaginarnos todavía escondidos en las cuevas del monte o entre la hierba seca de algún pajar anónimo. Pero, instintivamente, se han levantado de sus sillas y retrocedido con las manos en alto hacia la ventana. Se quedan así, inmóviles y muy juntos, contemplando en silencio cómo Gildo salta ya al otro lado del mostrador y comienza a llenar un fardel de paquetes y latas mientras yo les encañono con mi metralleta desde la puerta.

Conozco bien a los cuatro: al Zurdo, el dueño de la cantina, grueso y sanguinolento bajo su guardapolvos negro: a Emilio, el guarda del río: a don Pedro, el secretario del ayuntamiento, borracho ya, como todas las noches: y a Flavio, el herrero de…

– ¡Sois unos hijos de puta!

El grito ha restallado como un relámpago contra el silencio de la cantina. Pero, mucho antes de que intentase buscar la pistola en el bolsillo de la chaqueta, yo había ya adivinado la intención en los ojos. Don Pedro, el secretario del ayuntamiento, con el rostro congestionado por el vino y la ira, se agitaba nervioso tras su vientre de alcohólico esperando un descuido mío. La ráfaga sin embargo, le ha atravesado la garganta de abajo arriba y se ha ido a incrustar en las vigas del techo o en un zumbido sordo de enjambre enfebrecido. El secretario se desploma como un fruto maduro sin dejar de mirarme: la mano hundida todavía en el bolsillo interior de la chaqueta, como buscando el tabaco para liar el último cigarro de su vida.

Cuando Gildo y yo abandonamos atropelladamente la cantina, un aluvión de estrellas se cuela por la puerta y se posa y se hunde en los ojos helados, sorprendidos, del muerto.

– ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado ahí abajo?

Ramiro nos ha salido al encuentro en la cuesta del monte. Ha escuchado los tiros.

Gildo y yo nos detenemos, jadeantes, agotados.

– He matado a don Pedro -le digo-. El secretario del ayuntamiento.

Por la carretera de Cereceda, los faros amarillos de una camioneta rasgan ya las entrañas de la noche acercándose a gran velocidad.

– ¡La fuerza! -grita Gildo-. ¡Vamos! ¡Vámonos!

– ¡Quieto, Gildo, tranquilo! -le detiene Ramiro-. Ahora no van a subir. No se atreverán.

La camioneta entra en las calles de Pontedo y aparca bruscamente junto a la cantina. A la luz de los focos, desde la cuesta del monte, vemos a los guardias que descienden a tierra y a los dos hombres que aparecen en la puerta llevando el bulto desmadejado del secretario muerto. Le tumban en la parte trasera de la camioneta y ésta gira con brusquedad sobre sí misma buscando nuevamente la carretera de Cereceda.

El resto de los guardias entra en la cantina.

– ¡Qué hemos hecho! ¡Qué hemos hecho, Dios mío!

Es Gildo.

Ramiro le mira con frialdad.

– ¿Quieres callarte? -le grita-. ¡Le hemos matado! ¡Sí, le hemos matado! ¿Me oyes? ¡Está muerto! Así que déjale las quejas a la viuda.

Yo estoy de pie entre las urces. Inmóvil. Escuchando mi propia respiración entrecortada, los ladridos lejanos de los perros del pueblo, la ráfaga de metralleta que siega una y otra vez, interminablemente, la garganta del secretario.

– Él se lo buscó -me dice Ramiro-. Yo, en tu lugar, habría hecho lo mismo.

– Pero tú sabes lo que esto significa, Ramiro. Ya no tenemos vuelta atrás.

– Nunca la hemos tenido -me responde él mirando a Gildo-. Tú sabes que nunca la hemos tenido.

Capítulo VII

A las ocho en punto, suena la campana. El convoy -una máquina de carbón y cuatro vagones viejos- se contrae con un ronco rugido, lanza al aire una columna de humo y comienza a arrastrarse por la vía llevándose os últimos jirones de la tarde.

El jefe del apeadero espera en el andén hasta que el tren desaparece de su vista. Consulta, luego, el reloj de la pared, comprueba que nadie queda ya esperando y regresa a su despacho con gesto satisfecho.

Una jornada más ha terminado.

– Lina me dijo que quería vernos.

– Sí. Pero no aquí. Esto es muy peligroso.

El jefe del apeadero, un hombre ya mayor, antiguo compañero del padre de Gildo, va nervioso de un lado a otro del despacho. Aunque el apeadero está alejado de eras casas de Candamo -y separado de él por una hilera verde de negrillos-, ha cerrado la puerta con llave y ha bajado la trapa de la ventanilla y apagado la luz dejándonos a oscuras por completo.

E. insiste en que él está dispuesto a ayudarnos siempre que no le hagamos correr ningún riesgo:

– Le dije a tu mujer que yo establecería el día y el lugar para el encuentro.

Lo que el jefe del apeadero ignora es que, si estamos aquí, es justamente para evitar un encuentro fijado de antemano y la posibilidad de alguna sorpresa desagradable. Su vieja amistad con el padre de Gildo no es, para nosotros, suficiente garantía.

– Marcharemos en seguida -le dice Gildo-. No tenga miedo.

El hombre, resignado, retira la cafetera que borbotea sobre la estufa. En la oscuridad -a la que, poco a poco, me he ido acostumbrando-, le veo vaciar el contenido en un tazón de aluminio y apurarlo de un solo trago.

– Bien. Pues, entonces, acabemos cuanto antes -dice-. Dentro de quince días sale para Bilbao un mercancías vacío. El maquinista es de la máxima confianza y el tren irá sin retén de guardia. Si estáis de acuerdo, yo me encargaré de conseguiros salvoconductos y uniformes de la Compañía.

Gildo consulta con una mirada con Ramiro y conmigo.

– ¿Y luego? -pregunta.

– Conozco a alguien que está dispuesto a pasaros a Francia en barca. No es la primera vez que hace este trabajo.

Ramiro, que, como yo, ha permanecido en silencio todo el tiempo, se acerca a la ventanilla. Observa un instante por la rendija el andén vacío. Pregunta desde allí:

– ¿Cuánto?

El jefe del apeadero -la cafetera en la mano- duda un instante:

– Ten en cuenta que somos tres a repartir: el maquinista, el de la barca y yo…

– ¿Cuánto? -repite Ramiro en tono seco.

Hay otro breve instante de silencio. El jefe del apeadero, en lugar de responder, va hacia el armario y coge un sobre azul del cajón. De su interior saca tres pasquines cuidadosamente doblados y despliega el primero sobre la mesa:

Ángel Suárez Reyero

Natural de La Llánava, ayuntamiento de Cereceda, provincia de León. Nacido el 8 de agosto de 1912. Soltero. Alto, complexión atlética, tez clara, ojos claros y pelo rubio. Maestro de escuela y miembro del ilegal sindicato C.N.T., enemigo del Glorioso Alzamiento Nacional. Integrante de la partida de Ramiro Luna Robles, «apodado el Manco de La Llánava». Autor del asesinato del señor secretario del ayuntamiento de Pontedo don Pedro Ituero Ituero, así como de múltiples actos de robo, pillaje y bandolerismo por la zona el partido de La Morana.

Los otros dos son los vuestros -les dice el jefe del apeadero a Ramiro y a Gildo-. Más o menos, iguales. Los trajo esta tarde un número de la Comandancia con orden de ser colocados al público en el andén. Ramiro y Gildo ni siquiera se molestan en leer los suyos, Me miran en silencio buscando una respuesta que yo no puedo darles ni siquiera con los ojos, clavados en este papel azul que proclama en grandes letras mi nombre y mis señas personales y, debajo, la recompensa que por mi cabeza: cincuenta mil pesetas.

– Eso es lo que nosotros pedimos: cincuenta mil por cada uno. La libertad en lugar de la muerte y por el precio. Creo que es justo.

Ramiro se le queda mirando fijamente. No ha dejado de hacerlo desde que entramos, buscando quizá detrás de sus palabras la hipotética sombra de traición que esta pudieran ocultarnos. Ramiro se le queda mirando y le pregunta a bocajarro:

– ¿Y por qué supone usted que debemos fiamos?

Justo en ese momento, hemos oído los pasos en el andén.

Instintivamente, los cuatro nos hemos quedado inmóviles conteniendo la respiración. Ramiro ha encañonado al jefe del apeadero, que, aterrado, intenta convencemos ojos de que él no nos ha traicionado.

Afuera, junto a la puerta, se oye una voz:

– No hay luz. Habrá marchado ya.

Pero unos nudillos secos golpean la ventanilla.

Ramiro le hace una seña con la pistola al jefe del apeadero para que se quede quieto. Los cuatro podemos escuchar el ritmo acelerado de nuestros corazones.

En el andén, se vuelve a oír la misma voz:

– No hay nadie.

Y otra que le responde:

– Vamos.

Hemos esperado casi cinco minutos completamente inmóviles, en medio de un silencio absoluto, escuchando los pasos que se alejaban, primero por el andén y más tarde por la vía, en dirección a Ferreras. Y en la oscuridad del despacho, el jefe del apeadero, encañonado siempre por la pistola de Ramiro, ha ido palideciendo hasta tomar un color mortuorio. Seguramente ha estado a punto de gritar de pánico.

Es Ramiro el primero en moverse. Despacio, sin hacer ruido, se desliza hasta la ventanilla y escruta largo rato a través de la rendija los alrededores del apeadero.

– Van por el paso a nivel -dice al fin-. Eran los guardias.

Y, luego, volviéndose hacia el jefe del apeadero, con una sonrisa:

– Siéntese. No tenga miedo. Ahora ya sé que podemos confiar en usted.

La casa de Gildo es la última de Candamo. Se alza sobre los tejados de las demás, ya en la falda del monte, al borde del camino del cementerio. La casa de Gildo es la única de Candamo desde la cual puede verse, en la lejanía, los tejados y las luces de La Llánava. Quizá por eso, cuando Gildo sintió llegado el tiempo que para el amor señala la costumbre, fue allí a encontrar a Lina.

Y ahora es ella, muertos los padres de Gildo y huido él al monte, la única que habita, con el niño, la vieja casa de corredor sombrío y chimenea de teja que se alza como un faro perdido en la noche de julio. Como tantas y tantas noches, Gildo ha de resignarse a mirarla de lejos -y a recordar la soledad de su mujer y su hijo- mientras nos alejamos junto a las tapias del cementerio brotado de hortelana y de luna donde duermen, también en soledad, sus padres.

– ¿Tú qué piensas, Ramiro?

Ramiro fuma en silencio, tumbado en su camastro, en medio de la oscuridad. Gildo está fuera, en la peña, haciendo la guardia. Nadie puede dormir esta noche.

– ¿Y tú? -me devuelve él la pregunta.

– No sé. Puede ser nuestra última oportunidad -le digo-. Creo que debemos aprovecharla.

Durante unos segundos espero su respuesta. En vano. Ramiro aplasta su cigarro contra el suelo y se da media vuelta para seguir rumiando a solas su incertidumbre.

Abro los ojos y un gran charco de sangre los inunda. Es el sol, que está prendido como un animal degollado de la navaja de Gildo.

Me levanto y me siento a su lado. Gildo está tallando con su navaja una cepa de urce. Una más de las innumerables que ha tallado, en larguísimas horas muertas, para acabar arrojándolas siempre, invariablemente, a la lumbre.

– ¿Ramiro?

– Ahí fuera, lavándose -responde Gildo-. Acaba de despertarse.

Yo lío un cigarro y me pongo a fumar en silencio contemplando el piornal incendiado por el sol de julio. La mañana está limpia, sin una nube. La luz es dura y azul. Y hay una alondra de piedra cantando en el piornal. Una alondra de piedra que nunca nos abandona.

– Creo que deberíamos esperar -dice Gildo después rato.

– ¿Esperar? ¿A qué?

– Hemos aguantado aquí ya dos años. Los peores. Esto no va a durar siempre.

Gildo habla sin mirarme, aparentemente ensimismado en su trabajo. Pero, en su voz, advierto un acento agrio, una mezcla de reproche y de súplica. Como si yo fuera el culpable de nuestra situación.

– Mira, Gildo. Esta nuestra es una guerra perdida. Y tú lo sabes tan bien como yo.

– Yo lo que sé -dice él mirándome por fin- es que Franco está al caer. Ya no puede aguantar mucho más.

– Yo soy el que no aguanta ya más. Estoy harto, Gildo. ¿Sabes? Harto, vencido, desesperado. Y voy a aprovechar esta ocasión.

Gildo se queda un instante en silencio, mirándome. Luego, arroja con rabia la cepa que estaba tallando en medio del piornal.

– Para vosotros es muy fácil marchar -me dice-. Pero yo tengo una mujer y un hijo, solos, ahí abajo.

Hemos comido en silencio, sin ganas.

La ocasión que tanto hemos esperado, el sueño de tantos días, de tantos años, está aquí por fin. Y, ahora, extrañamente, no sabemos qué hacer. No es el miedo a un país y a un futuro desconocidos. Ni siquiera el temor a una posible traición de quienes han de ayudarnos a huir. Es el apego a esta tierra sin vida -sin vida y sin esperanza- el que se impone como una losa sobre nosotros.

Pero hay que decidir. Yo ya lo estoy desde el primer momento. Gildo continúa dudando. Sólo falta saber la opinión de Ramiro.

– De acuerdo -dice éste, por fin, como si hubiera adivinado mis pensamientos-. Esta noche mandaremos aviso a Lina para que vayan preparándolo todo.

Gildo nos mira decepcionado. Está solo. Ya lo sabe. Y sabe también que, solo, no puede seguir aquí.

Pero aún se agarra a una última posibilidad.

– Todavía no me habéis dicho dónde pensáis encontrar ciento cincuenta mil pesetas.

– Yo sé dónde -responde Ramiro-. Yo sé dónde podemos encontrarlas.

Capítulo VIII

El coche, por las afueras de Ferreras, atraviesa los hangares y escombreras de la mina, junto a la carretera, cruza el puente del río y se desvía suavemente por el estrecho camino bordeado de fresnos que remonta, campo adentro, la ribera.

Al final, a unos trescientos metros, los faros dibujan en la noche una pared de piedra y, tras ella, un caserón antiguo y orgulloso de su aislamiento. El coche se detiene frente a la verja y un chófer uniformado desciende a abrirla. Luego, vuelve sobre sus pasos e introduce lentamente el automóvil en el jardín.

Del asiento trasero desciende don José, el dueño de la mina. Contempla brevemente los frutales bañados por la luna, recoge su cartera y se dirige con aire satisfecho hacia la puerta donde ya han salido a recibirle su mujer y sus dos hijas. Es el rito de cada noche, la costumbre invariable del hombre que puede disponer plenamente de su vida y de su tiempo y de la vida y del tiempo de todos los suyos.

El chófer, entretanto, lleva el coche hasta el garaje, entre los setos de hiedra y el estanque dormido.

Pero, cuando regresa hasta la entrada para cerrar la llave la cancela, lo que encuentra frente a él es la pistola silenciosa de Ramiro.

La luz del vestíbulo sigue encendida y la puerta abierta, cruje detrás de nosotros con suavidad aprendida.

– ¿Poldo?

La metralleta de Gildo ahoga en su raíz el grito de la criada mientras Ramiro y yo corremos ya por el pasillo en busca de los dueños de la casa.

Nos reciben de pie, en el comedor, a ambos lados de la mesa que extiende bajo un gran globo de luz el orden blanco de las porcelanas y la llamarada del vino recién servido. Nos reciben de pie, como si estuvieran esperándonos para cenar.

Pero, al vernos en la puerta, la mujer coge a sus dos hijas y las aprieta instintivamente contra la falda.

– Llévatelas de aquí.

Las niñas me acompañan sin resistirse. Son demasiado pequeñas para entender lo que pasa. Las dejo en la cocina, al cuidado de Gildo, con el chófer y la criada.

Cuando regreso al comedor, Ramiro ordena al dueño de la mina, su antiguo patrón:

– Tiene dos minutos para prepararse.

– ¿Prepararme? ¿Para qué?

– Va a venir con nosotros.

El hombre intenta todavía mantener el dominio de sí mismo.

– ¿A dónde? -pregunta.

– Dos minutos -le repite Ramiro secamente-. Ya ha pasado uno.

La mujer se abraza a su marido.

– ¿Qué van a hacerle? -grita-. ¡No vayas, José! ¡No vayas! ¡Van a matarte!

El dueño de la mina se ha quedado mirando a Ramiro fijamente. Como si le hubiera reconocido. Pero, en seguida, reacciona: se deshace, decidido, del abrazo de su mujer y se dirige hacia el perchero para coger su chaqueta.

Ramiro se adelanta a registrarla.

– Escúcheme bien, señora -le dice a la mujer volviendo hacia la puerta-. Escúcheme bien y haga lo que le digo si quiere volver a ver vivo a su marido. Tiene de plazo hasta el viernes para reunir doscientas mil pesetas. En billetes pequeños. El sábado, a las seis en punto de la mañana, salga en el coche con el dinero en dirección a Tejeda. El chófer y usted solos. ¿Me ha entendido? Nosotros estaremos esperándoles en algún punto de la carretera.

La mujer asiente mecánicamente con la cabeza sin dejar de mirar a su marido.

Haz lo que te han dicho, Elena -le dice éste besándola fríamente en la mejilla-. Y no tengas miedo. Si alguien pregunta por mí, estoy de viaje, en Madrid. Todo saldrá bien, ya verás.

La mujer nos ve marchar en silencio, impotente, desmayada sobre la mesa como una muñeca de trapo.

Cuando despierto, el sol ha caído ya detrás de los hayedos. Se desliza con suavidad sobre la hierba levantando una cortina de bruma verde frente a mis ojos.

Cerca de mí, Ramiro duerme tumbado sobre una manta. Y, más allá, Gildo vigila, apoyado contra el tronco de un haya, al dueño de la mina y los caminos que suben al monte.

– ¿Qué hora es ya?

– Las ocho.

Es don José quien me ha contestado. Está sentado en el centro, con las manos atadas a la espalda y la mirada perdida en el horizonte.

– Ramiro te relevará a las doce -me dice Gildo extendiendo su manta sobre la hierba para dormir un rato.

– ¿Queda algo de comida?

– Queso y tasajo. Ahí, en mi mochila. Dale también a él.

El dueño de la mina ha abandonado su habitual indiferencia ante el relevo de la guardia. Parece evidente que prefiere mi compañía a la de Gildo.

A lo lejos, hacia el puerto de Amarza, empieza a anochecer. Las montañas se difuminan como nubes de humo en el horizonte y una explosión de pájaros azules atraviesa en desbandada la umbría de los hayedos.

– Impresionante, ¿verdad?

Lo ha dicho sin mirarme, deseoso de entablar conversación conmigo, pero sin atreverse a hacerlo abiertamente. El dueño de la mina no olvida -mi metralleta se ha encargado, además, de recordárselo- la diferencia insalvable que nos separa.

– Yo estoy ya acostumbrado -le digo.

Y él se queda otra vez en silencio, con la mirada perdida en el horizonte, temeroso de haberme ofendido.

Lío un cigarro para cada uno. Le desato las manos para que pueda fumar y él me lo agradece con una mirada. De todos modos, con la noche cayendo y sin saber dónde estamos, aunque pudiera escaparse, no llegaría muy lejos. Y él lo sabe.

Así que enciende su cigarro y se queda mirando la columna de humo que se enreda, moroso, en la bruma del bosque.

– Siempre, desde niño -le digo-, yo he sentido también la atracción de las montañas. El fuego, el viento, los ríos, están vivos, están siempre en movimiento. Las montañas, en cambio, siempre iguales, siempre quietas y en silencio, parecen animales muertos.

El dueño de la mina me mira sorprendido. Seguramente no esperaba una explicación así de alguien que, para él, es sólo un hombre brutal, escondido como una alimaña en las mismas montañas de las que habla.

– Tú eres el maestro de La Llera, ¿verdad?

Le miro sin responder y el hombre desvía sus ojos al suelo con la sensación de haber dicho otra vez algo inoportuno.

– Se habla mucho de ti por ahí -me dice como disculpa.

– Supongo que no muy bien.

El dueño de la mina mide bien esta vez su respuesta:

– Tú lo sabes igual que yo. Para unos, sois unos simples ladrones y asesinos. Y, para otros, aunque no lo digan, sois unos pobres desgraciados que lo único que hacéis es tratar de salvar la vida.

– ¿Y para usted?

No esperaba una pregunta tan directa. Don José se revuelve, incómodo, sobre la hierba y apura su cigarro antes de contestar:

– No se puede matar a nadie.

Y me mira un instante buscando mi reacción.

– ¿Incluidos nosotros?

– Claro. A nadie.

Pues eso no es lo que usted ha dicho públicamente otras veces.

Pese a la oscuridad creciente del hayedo, puedo advertir el brillo acorralado de sus ojos, el temblor mortecino que, de pronto, ha asomado a sus labios. Es la primera vez que pierde el control de sí mismo desde que estamos en el monte.

Le ato otra vez las manos a la espalda y me siento detrás de él, apoyado contra un haya, a esperar la noche.

– Coja usted un animal doméstico, el perro más noble y más bueno -le digo después de un rato-. Enciérrelo en una habitación y azúcelo. Verá cómo se revuelve y muerde. Verá cómo mata si puede.

El dueño de la mina no responde. No puede responder- Inmóvil sobre la hierba, parece un tronco más entre los troncos del hayedo.

Santiago vive en Quintana, una pequeña aldea escondida chopos a los pies de Peñ a Malera. Santiago -antiguo compañero de trabajo de Ramiro y uno de nuestros más fieles enlaces desde que estamos en el monte-, a sus cuarenta años, sólo ha logrado reunir en torno suyo una pareja de vacas de tiro, un exiguo rebaño de cabras y media docena de hijos que apenas sirven aún para ayudar a su madre a cuidar de los animales y cultivar el huerto.

Así que, todos los días, con las estrellas colgadas todavía del cielo de Quintana, Santiago coge su bicicleta y, llueva o nieve, recorre los quince kilómetros largos que le separan de Ferreras para enterrarse en la mina de don José.

Y ya no vuelve a casa hasta la noche.

Hoy, sin embargo, de regreso a Quintana, a la mitad del camino que sube de Vegavieja, Santiago ha escuchado el grito del búho en el robledal.

Inmediatamente se detiene. Escruta durante unos instantes las sombras de la noche a su alrededor y, luego, apaga y enciende el faro de la bicicleta tres veces.

Lo apaga finalmente al verme aparecer al borde del camino.

– Santiago.

– Hola, Ángel.

– ¿Cómo subes tan tarde hoy?

– Me entretuve en la farmacia de Vegavieja. Unos recados para Consuelo, ya sabes.

Consuelo es su mujer. Una mujer enferma y oscura. Una mujer, como todas las mujeres de esta tierra, envejecida antes de tiempo.

– ¿Viste algo?

– No, nada extraño. Al menos en la mina.

– ¿Y en el cuartel?

– Lo mismo. Creo que la mujer de don José no ha dado parte.

Santiago mira incesantemente a un lado y a otro vigilando el camino. Sus ojos cansados, endurecidos por la mina, podrían descubrir a distancia una sombra acechando escondida entre las sombras inmóviles de la noche.

– Es mañana, ¿verdad? -me pregunta.

– A las seis. Quizá te cruces con el coche cuando bajes.

– Que tengáis mucha suerte, Ángel.

El faro de la bicicleta alumbra ya el camino nuevamente.

– Santiago…

Él se vuelve para mirarme.

– Es posible que no volvamos a vernos. Por lo menos en mucho tiempo.

Las palabras se agolpan en mi corazón como piedras pesadas. Se resisten a subrayar este adiós que -los dos lo sabemos- puede ser el definitivo.

– Quiero darte las gracias por todo lo que…

Pero Santiago me estrecha la mano, en silencio, y se aleja empujando la bicicleta por el camino.

El dueño de la mina, muy nervioso, consulta otra vez su reloj y mira con ansiedad la cinta negra de la carretera.

– Ya es la hora -me dice-. Ya tenían que estar aquí.

Y me enseña el reloj de cadena de oro cuyas manecillas señalan las seis y media de la mañana.

– ¿Usted confía en su mujer?

– Completamente.

– ¿Y en su silencio?

El hombre duda un momento antes de responder:

– También.

– Pues, entonces, tranquilo.

Sobre los montes de Vegavieja es noche cerrada todavía. Nubes de estrellas cuelgan sobre el río que corre a nuestros pies con un gemido hondo. Y hace frío. Mucho más del que puede soportarse en una espera tan larga como ésta.

– Ya sabéis -repite una vez más Ramiro-. Tú, Gildo, esperas en la carretera y detienes el coche. Ángel te cubrirá desde la casilla. Hay que hacer esto con la máxima rapidez posible.

Mientras hablaba, las luces de un automóvil han aparecido a lo lejos, sobre la línea del horizonte, desgarrando la niebla del río.

– Túmbese.

El dueño de la mina se apresura a obedecer. Ramiro enfunda su pistola y se agacha a su lado, entre las urces.

– Suerte -nos desea mientras Gildo y yo comenzamos a descender hacia la carretera.

Gildo hace un gesto con la mano para que se detenga.

El coche frena bruscamente y se arrima a un lado de la calzada, justo enfrente de la casilla abandonada de carros en que yo me he parapetado.

– ¡Apague las luces!

Dentro, obedecen y la lechosa oscuridad del alba se extiende otra vez sobre la carretera.

Ahora, una puerta se abre y del asiento trasero desciende la mujer de don José con un bolso en la mano. En el interior del coche queda sólo la silueta difusa del chófer sentado al volante.

Gildo comienza a acercarse sin dejar de apuntar a la mujer con su metralleta.

– ¡Tire el bolso! -le ordena-. ¡Tírelo y quédese junto a la cuneta!

Van a ser las últimas palabras de su vida. Porque, justo en ese momento, la mujer se arroja al suelo y comienza a disparar por sorpresa sobre él. Casi al unísono, el rugido inesperado de varias metralletas la secunda desde el coche.

He tardado mucho tiempo en reaccionar. Aplastado tras el hueco de la puerta, en el fondo de la casilla, siento rugir en mi garganta las balas que buscan casi a ciegas la silueta del coche, el bulto de la mujer, sobre la carretera, la oscuridad del alba, la muerte. Como si fuera la metralleta, y no yo, quien primero hubiera conseguido sobreponerse a la sorpresa.

De pronto, me doy cuenta de que nadie responde. De que estoy solo, en medio de la noche, rematando interminablemente a varios muertos.

– ¡Gildo!

El silencio estalla en mis oídos como un último disparo.

El coche está inclinado torpemente sobre una rueda reventada. Y, cerca de él, los cuerpos de Gildo y de la mujer de don José yacen desmadejados sobre la carretera.

– ¡Gildo!

Me he abalanzado hacia él sin preocuparme siquiera de registrar el coche por si alguien pudiera todavía dispararme.

Gildo está en medio de un gran charco de sangre, cara al cielo, con el cuerpo cosido a balazos y los ojos llenos de estrellas.

– ¿Qué ha pasado, Ángel? ¿Qué ha pasado?

Ramiro corre ladera abajo encañonando al dueño de la mina.

No he necesitado explicarle. Se ha quedado en mitad de la carretera, inmóvil, anonadado, con los ojos clavados en el cuerpo de Gildo. Con los ojos vacíos.

Él no quería marchar -dice en voz muy baja, como para sí mismo.

De pronto, casi al tiempo, una misma sospecha nos asalta. Ramiro se acerca al bulto desmadejado de la mujer y le da la vuelta con el pie. Un pañuelo y una peluca desparramados sobre la carretera. Pese al negro que ahora ocupa su ojo izquierdo, los dos podemos reconocer fácilmente el rostro inconfundible del capitán de Ferreras.

Aterrado, el dueño de la mina ha comenzado a retroceder hacia el coche donde se agolpan los cuerpos inertes de más guardias civiles.

Pero el disparo de Ramiro atraviesa su corazón y le aplasta contra la puerta.