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En La Literatura del Pueblo lee el artículo de Fairlynn sobre su visita a la Ciudad Prohibida guiada por Mao.
Nuestro gran Salvador estaba a mi lado. El desconsolado gemido del viento sobre el lago Zhong-nan-hai se hizo más fuerte. Me señaló el antiguo barco dragón medio ahogado con la cola asomando como un monstruo. Discutimos sobre la historia de las revueltas campesinas. Me explicó qué era el heroísmo. Estoy segura de que mi cara resplandecía como la de una colegiala. Me cautivó por completo.
Abrí mi pecho y le confesé que había sido pesimista. A raíz de sus enseñanzas, los años de hielo que la oscuridad había forjado en mi interior se derritieron y escurrieron. Sentí la luz y el calor. Como un barco que lleva tiempo perdido, mi corazón viró hacia un puerto seguro… El presidente apartó la vista de los muros en sombra y nuestras miradas se cruzaron. Cuando le pregunté qué pensaba del amor, respondió: Hemos vivido una época de caos en la que es imposible amar. La guerra y el odio han secado la sangre de nuestra alma. Lo que diluye mi desesperación es el recuerdo. El recuerdo de un cielo y el recuerdo de la tierra que hay debajo; mis seres queridos que murieron por la revolución. Cada día mi mundo comienza con la luz que éstos arrojan sobre mí. ¡Luz, Fairlynn! La luz que conserva en mi alma un verano prometedor en el invierno más gélido.
No, no voy a unirme a las concubinas de la Ciudad Prohibida. Jiang Qing aprieta la mandíbula al tiempo que cierra la revista. No soy una de ellas. Las almas abandonadas. Los nombres en cuyo honor se hicieron medallas destellantes, placas conmemorativas y arcos de triunfo. Me traen sin cuidado. Odio este aliento, su humedad. Ansío las luces brillantes y cálidas. No permitiré que el frío de una funeraria penetre en mi piel.
Es Kang Sheng quien me informa de la sífilis de Mao. De nuevo es Kang Sheng.
Me siento petrificada por la rabia. Miro con fijeza su perilla y sus ojos de carpa dorada.
La paciencia es la clave del éxito, me recuerda. ¿Quieres que te pida hora con un médico para que te examine? Me refiero para asegurarte…
Su dedo inyecta tinta negra en cada vaso de mi cuerpo. ¿Puedes hacer memoria, señora?
Sí. Fue después del banquete estatal en el Salón del Pueblo. Hacía años que no tenían intimidad. Mao estaba de buen humor. Los gobernadores de todos los estados habían acudido a Pekín para informarle y rendirle homenaje. La escena le hizo pensar en los emperadores que concedían audiencias durante las dinastías. El hijo revolucionario del cielo. Las cosas marchaban. Cada provincia giraba alrededor de Pekín. La fe en él era inmensa. Había sustituido a Buda en el corazón de su pueblo. Fomentaba tal veneración haciendo las menos apariciones posibles: el viejo truco de crear poder y terror. Y cuando aparecía mantenía la cara oculta, y su discurso era breve y vago. En las reuniones hacía unos pocos comentarios. Un par de sílabas. Una sonrisa enigmática y un firme apretón de manos. Era efectivo. No tenía de qué preocuparse ahora.
Cuando se hubieron ido todos los invitados, Mao condujo a Jiang Qing a la cocina imperial. Vamos a dar gracias a los cocineros y al servicio. De regreso en el Pabellón de Luz Púrpura, se mostró cariñoso. La llevó al ala oeste y los dos se acomodaron en la Habitación de las Peonías.
Ella trató de no pensar en sus sentimientos mientras lo seguía.
La habitación parecía innecesariamente grande. La luz dibujaba hojas de nenúfar rosas y amarillas en la superficie ondulada de la pared. A solas con Mao, se sintió rara y nerviosa.
Él se acomodó en el sofá y le invitó a sentarse con un ademán. Permanecieron sentados uno frente al otro. Al cabo de un rato, ella se sintió incómoda y pidió permiso para retirarse. Él fingió sorprenderse. Dijo que le apetecía hablar y le pidió que volviera a sentarse. Para romper el silencio ella le preguntó por su viaje.
Te has sentido sola, dijo de pronto él con suavidad.
Ella se volvió, se levantó y se dirigió a la puerta.
Quédate. La palabra la detuvo.
Sabía que no podía desobedecerlo. Fue y volvió a sentarse, pero en otro sofá.
Estoy demasiado cansado hoy para una guerra de guerrillas. Se levantó y se sentó a su lado. La sujetó.
¡No, por favor! Las palabras salieron casi entrecortadas del pecho de ella.
Él no se dio por enterado. Disfrutaba con sus forcejeos. La penetró a la fuerza. Dios proporciona comida a todos los pájaros, pero no la arroja en su nido, lo oyó decir. Tienes que salir a cogerla.
Prefiero convertirme en polvo.
Él no respondió, pero empezó a embestirla.
El cuerpo de ella se cerró y su mente se retiró.
A él le caían gotas de sudor por el puente de la nariz, las mejillas y por debajo de las orejas hasta adentrarse en el pelo. El hecho de que ella lo rechazara le irritó. Sujetándola, siguió embistiéndola como para salir de ella.
Nos citamos…, gritó ella de pronto, pronunciando las palabras con dificultad. Nos citamos en la oscuridad, nuestra piel en otro tiempo brilló, nuestros cuerpos se hincharon de éxtasis y nuestra carne se consumió de impaciencia. ¿Cómo iba a saber… que íbamos a descubrir que este viaje…, el viaje que consumió el fuego de nuestra juventud, no… merecía la pena?
Él le tapó la boca con una mano. Su cuerpo se movía rítmicamente.
De pronto se paró, como una bicicleta rota.
Ella experimentó la sensación de vivir dentro de un reloj, observando su cuerpo en un extraño movimiento. Trató de impedir que sus pensamientos salieran disparados hacia el futuro.
La luz de media tarde seguía cortando la Habitación de las Peonías en formas rectangulares y triangulares. La alfombra color borgoña olía a humo. El antiguo lienzo de peonías dibujaba siluetas espeluznantes saliendo de la pared. El ruido de una tubería subterránea se mezclaba con el frotar woks de la cocina del fondo.
Escuchó largo rato. El ruido del agua bajando por las tuberías repiqueteó en su cráneo. Luego llegó un ruido de pasos. Era el vigilante que estaba de guardia. Los pasos cesaron con un grito. Cayó algo. Una bolsa pesada. El vigilante echó a correr. Luego se oyó hablar a dos hombres. Un camionero que había venido para entregar pescado fresco. El vigilante le dijo que no era allí. El camionero le preguntó la dirección de la entrada de la cocina principal. El vigilante le respondió con fuerte dialecto de Shandong. El camionero preguntó si podía utilizar el baño y el vigilante respondió que tenía que hacerlo fuera. Poco a poco el ruido del pasillo cesó.
Pensó en lo extraño que era haber estado casada con Mao durante diecisiete años.
¿Sabes cuál es el secreto que nos llevó a casarnos?, le preguntó Mao como si le leyera el pensamiento. A continuación se respondió: La fascinación hacia nosotros mismos. Nos hacíamos mutuamente de espejo y veíamos en el otro nuestra propia belleza. Nos cantábamos himnos a nosotros mismos, eso es todo.
Se levantó y se abrochó los pantalones. «Un fumador que quemó la almohada con la colilla de su propio cigarrillo.» Su voz estaba llena de ironía.
¡Te equivocas!, balbució ella.
Vamos, nos hemos pasado la vida combatiendo el feudalismo, a Chang Kai-shek, a los japoneses, a los imperialistas, a la madre tierra y el uno al otro. No importa el pasado. Por el bien de tu futuro te aconsejo que recuerdes la razón por la que la flor de sauce vuela más alto que un pájaro: porque tiene el apoyo del viento.
Bueno, eso es algo que tú también deberías recordar. Tú y yo somos las dos caras de una moneda; no hay forma de dividirnos, tu imagen de Dios depende de mí para sostenerse.
Representa tu drama como quieras. Él se acercó a la puerta y se detuvo. Pero no me asignes un papel.
La puerta se cerró de golpe detrás de él.
El pasillo retumbó.
No tengo sífilis. Me llega el informe de mi médico y dejo escapar un largo suspiro. Estaba asustada. Intrigada, llamo por teléfono al médico de Mao, el doctor Li. Pregunto si Mao tiene sífilis. Tras una nerviosa vacilación, el doctor Li dice que necesita una carta de autorización del Politburó para revelar información sobre la salud de Mao.
¿Cambia algo que sea su mujer?
Tengo instrucciones de no responder preguntas sobre la salud del presidente, señora.
La línea permanece silenciosa por un instante. Si me acuesto con él esta noche, ¿estaré segura?, insisto.
No hay respuesta.
Le acusaré de homicidio en primer grado si me miente, doctor. Dejo que asimile la amenaza y repito la pregunta. No, grazna finalmente el hombre. No estará segura. De modo que tiene sífilis.
¡No he dicho eso, señora! El hombre de pronto se comporta de forma histérica. ¡Nunca he dicho que el presidente Mao tuviera sífilis!
Con su maletín en la mano, el doctor Li acude en un avión militar a las siete y media de la mañana. La señora Mao lo recibe en una casa de campo rodeada por el lago Oeste en Hang-zhou. Está en un salón con tragaluz fotografiando rosas.
El doctor Li se seca la frente y empieza a sacar su equipo. Ella lo detiene. Le he hecho venir para que me responda a una pregunta. ¿Qué ha hecho para curar a Mao?
El hombre empieza a juguetear con la cremallera de su maletín, nervioso.
Verá, doctor, si Mao es devorado por el virus estoy perdida.
El doctor Li está sin aliento. Disculpe, señora…, al presidente… no le gusta mucho mi tratamiento.
Ella se echa a reír mientras desmonta el trípode. ¡Típico de él!
El doctor Li sonríe con humildad. Bueno, el presidente siempre está ocupado. Tiene que gobernar un país.
Es una piedra que huele a podrido en el fondo de un pozo negro, dice ella en alto. Sé cómo se siente, doctor. Llevo años tratando de cambiar su dieta sin un solo éxito. Le encanta el cerdo grasiento con azúcar y salsa de soja. Cuanto más grasiento mejor. Pero la sífilis es otro cantar, ¿no le parece? ¿Qué pasa si sigue siendo portador del virus? ¿Se le infectarán las demás partes de su cuerpo? ¿Morirá de la enfermedad?
No, confirma el doctor Li. Es mucho menos dañino para un hombre que para una mujer.
¿Está diciendo que no le pasará nada si no toma ninguna medicación?
El doctor opta por volver a guardar silencio.
¿Es difícil deshacerse del virus?
En absoluto. Todo lo que el presidente tiene que hacer es ponerse un par de inyecciones.
¿Se lo ha explicado?
Sí, señora.
¿Y?
El hombre se queda boquiabierto y no dice una palabra más.
Ella le pasa una toalla para que se seque el sudor. Esto también es típico de él. A mi marido no puede importarle menos lo que le ocurre a sus parejas. Siéntese, doctor. No tiene que decir nada. Sólo corríjame si me equivoco. Por favor, créame que conozco bien a Mao. ¿Dijo que no había modo de obligarle a ponerse las inyecciones? Apuesto a que dijo exactamente eso. ¿Sí? ¿Lo ve? Tiene que seguir con sus ejercicios para la longevidad y usted piensa que es un ser humano terrible, ¿verdad?
No, no, no, no. El hombre se levanta de un salto del sofá. Nunca he pensado eso… Jamás me atrevería…
Ella sonríe, como si la situación le pareciera cómica.
El doctor Li sigue recitando como un mal actor. Nunca se me ocurriría pensar nada parecido del presidente Mao. Soy revolucionario a ultranza. He consagrado mi vida a nuestro gran líder, gran maestro, gran timonel y gran comandante.
Pobrecillo. Mientras guarda la cámara en su funda, ella bromea: Entonces usted cree que esas jóvenes merecen tener el virus, ¿no? ¿No? ¿Por qué no? Es su castigo, ¿no? Tengo entendido que algunas de las víctimas de sífilis nunca tendrán hijos. ¿Me equivoco? Luego tengo razón. ¿Compadece a las jóvenes? Me sorprendería si no lo hiciera. Me han dicho que es un médico decente. ¿Cree en los ejercicios del presidente? ¿Lo ha alentado? Entonces ¿lo ha desalentado? ¿No? ¿Por qué no? Usted es médico. ¡Se supone que ha de curar, detener el virus! ¿Cómo? ¿No sabe? Verá, ha llegado a comprender mi situación. Porque está experimentando lo mismo que yo. Todo se reduce a cómo a una persona decente se le despoja de la dignidad.