39041.fb2
Estamos en junio de 1966. Mi verano crucial. Aunque el camino está lleno de baches, el futuro parece esperanzador. En el pasado mi nombre carecía de autoridad. Los directores de ópera y los críticos me demostraban poco respeto. Machacaban mis guiones. Tenía que pelearme por cada frase y cada nota. La gente corriente me consideraba la esposa de Mao. Excepto en Shanghai, donde mandaba Chun-qiao, nadie publicó una palabra mía. Ahora que cuento con el apoyo de Mao, todos se disputan mi atención. La prensa es como un niño de pecho, llamará madre a quien sea que le ofrezca un pezón; es rastrera.
En nombre de Mao organizo un festival nacional. Se llama Festival de Óperas Revolucionarias. Selecciono posibles óperas y las adapto para servir a los intereses de Mao. Encargo a artistas con talento que las mejoren convirtiéndolas en espectáculos de gran calidad, como Conquistando la montaña del tigre con ingenio y El estanque de la familia Sha. Hago que las óperas lleven mi firma y superviso personalmente cada detalle, desde la selección de los actores hasta el modo en que un cantante alcanza una nota.
Hay quienes aprenden rápido y hay mentes obcecadas. He de lidiar con todos. No pasa un día sin que sienta la sombra de mi enemigo. Cuando la resistencia se hace fuerte y mis proyectos peligran, llamo a Mao por teléfono. Esta mañana se han llevado a un par de dramaturgos. Los han encerrado en un centro de detención por orden del enemigo. Han dado una razón vaga: «No han servido en cuerpo y alma al pueblo». No tengo ni idea de quién encabeza exactamente la oposición. Lo hacen todo a través de estudiantes. Esto es una zona de guerra. Mi enemigo tiene muchas caras. Los estudiantes están siendo manipulados.
Mao me tranquiliza ofreciéndome una sustancial ayuda. Lanza una campaña, me dice. Crea tu propio ejército. Ve a las universidades y habla en mítines públicos en mi nombre. El objetivo es poner de tu parte a los estudiantes.
El día treinta y siete del festival es un gran éxito. Recibimos a trescientas treinta mil personas. Para colmo de la emoción, Mao y su nuevo gabinete asisten a mi ceremonia de clausura. De pie al lado de Mao, con mi uniforme militar verde hierba recién estrenado, aplaudo. Cuando baja el telón lloro de felicidad. Gracias al «Manual de la Revolución Cultural» que se está enviando a cada comuna, fábrica, campus y calle, he establecido mi liderazgo. Siguiendo mis órdenes, los estudiantes, trabajadores y campesinos desafían a las autoridades. En los mítines recito por el micrófono un poema de Mao:
Los intrépidos ciruelos de invierno florecen en la nieve.
¡Sólo las patéticas moscas lloran y mueren congeladas!
La oposición no da muestras de darse por vencida. El vicepresidente Liu organiza sus propios grupos para contraatacar. Sus emisarios se llaman a sí mismos el Equipo de Trabajo. Su objetivo es apagar los «fuegos salvajes»; destruir a la señora Mao.
Sin embargo ella no está preocupada. Mao ha confirmado su deseo de derribar a Liu. Está decidido a prender fuego al vicepresidente en persona.
La noche anterior ella ha tenido un sueño. Se abría paso a tientas hasta los brazos de su amante, sollozando de forma patética. Él la consolaba como si fuera una niña, y ella le empapaba la camisa con sus lágrimas.
Esta mañana han desayunado juntos. Estar en presencia del otro se ha convertido en una forma de mostrarse afecto. Ella no le cuenta su sueño. Él tiene una expresión serena y paciente. Desayunan en silencio. Él come pan y gachas de avena con guindilla, y ella leche y fruta con una tostada. Los criados están plantados como árboles. Observan comer a sus señores. Si ella estuviera en su casa los despediría, pero a él no le molestan. Le gusta tener guardias y criados en cada esquina de la habitación mientras come. Es capaz de estar totalmente relajado haciendo movimientos para ir al lavabo delante de ellos.
¿Qué está pasando con los estudiantes?, pregunta Mao sorbiendo ruidosamente su sopa de ginseng.
He descubierto a un joven de la Universidad de Qinghua, un estudiante de química de diecisiete años que se llama Kuai Da-fu.
Disfruto describiendo a Kuai Da-fu. Hablo de él como si fuera mi hijo. Kuai Da-fu tiene la cara delgada y un carácter apasionado. Tiene ojos de mapache y nariz grande. Sus labios me recuerdan el lecho de un río seco. Mao se ríe de mi comentario.
Sigue, dice. Sigue.
Es tímido y vulnerable, y sin embargo está lleno de pasión. No es robusto, sino más bien delicado. Pero tiene el carisma de un ídolo de adolescentes. Cuando habla, le centellean los ojos y se le suben los colores. Aunque no tiene experiencia, su ambición y determinación le asegurarán el éxito.
Mao aparta su tazón y se recuesta en su silla. Quiere saber cómo me he fijado en él.
Fue su reacción ante la «Notificación 5.16», explico. Hizo un póster de grandes caracteres en el que atacaba al jefe del Equipo de Trabajo, un hombre llamado Yelin. Lo llamaba roedor capitalista. Como consecuencia lo han expulsado de la escuela y lleva dieciocho días detenido.
¡Pero el joven no ha cometido ningún crimen!, exclama Mao en voz alta como si se dirigiera a una multitud.
Sí, Kuai Da-fu se ha declarado inocente, continúa la señora Mao. Y en huelga de hambre.
¡Tiene madera!
Eso mismo pensé yo.
Debe de estar inspirando a otros.
¿Qué debo hacer?
¡Ir a verlo!
Es precisamente lo que he hecho. Envié a mi agente, el camarada Dong…, seguramente no lo recuerdas. Trabajaba para Kang Sheng y es de confianza. Tiene un aspecto tan corriente y aburrido que se confunde con la gente sin despertar sospechas. En resumidas cuentas, me puse en contacto con Kuai Da-fu.
¿Y?
Le dije que contaba con mi apoyo y el tuyo. Le pedí que aguantara y aprovechara la oportunidad para dar ejemplo a la juventud de la nación.
En este momento Mao se inclina y me pone una mano en el hombro. Acariciándome con delicadeza, susurra: Es una bendición tenerte de mi lado. ¿Estás cansada? No quiero que te mates a trabajar. ¿Qué tal unas vacaciones? Salgo mañana. ¿Te gustaría acompañarme?
Me encantaría. Pero hago falta en Pekín. Necesitas que controle la situación.
Mao ha estado eludiendo las llamadas del vicepresidente Liu y se ha ido a Wuhan, en la provincia de Hubei. Pero Liu lo sigue, insistiendo en que debe informarle de los conflictos ocurridos en Pekín. Los repentinos motines. Los fuegos devastadores. Ruega a Mao que dé órdenes para que los detengan. Liu no tiene ni idea de en qué se ha metido.
Ningún historiador atina a comprender cómo un hombre tan brillante como Liu puede ser tan ignorante. ¿Cómo es posible que no se dé cuenta de la irritación de Mao? Sólo puede haber dos explicaciones. Una es que es tan humilde que nunca se ve a sí mismo como una amenaza para Mao. La otra es que está tan seguro de sí mismo que no le cabe que Mao tenga motivos para oponerse a su forma de actuar. En otras palabras, ya se ha visto gobernando China, ha visto al pueblo y al congreso del Partido volándolo a él.
Mao no hace ningún comentario sobre el informe del vicepresidente Liu. Cuando éste le pide que vuelva a Pekín, Mao se niega. Antes de marcharse pide a Mao instrucciones. Éste suelta: «Haz lo que creas conveniente».
Cuando Liu vuelve a la capital, los miembros de su gabinete lo esperan ansiosos en la estación de tren. Liu explica su desconcierto respecto a Mao. El gabinete trata de analizar la situación. Si Liu opta por dejar estar las cosas, lo cual significa permitir que Jiang Qing y Kang Sheng sigan asolando el país, Mao podría regresar y destituirlo por no haber hecho su trabajo. Pero si detiene a Jiang Qing y a Kang Sheng, Mao tal vez se ponga de parte de éstos. Después de todo, ella es su esposa.
Después de una discusión enervante, Liu y Deng deciden enviar más Equipos de Trabajo para restaurar el orden. Para asegurarse de si es correcta su acción, Liu marca el teléfono de Mao. De nuevo no obtiene respuesta.
A estas alturas se han cerrado las escuelas en todo el territorio nacional. Los estudiantes imitan a su héroe Kuai Da-fu y llenan las calles de carteles de grandes caracteres: «¡Impulsar la revolución!» se ha convertido en la consigna más explosiva. Para impresionarse mutuamente, los estudiantes empiezan a asaltar a los transeúntes que sospechan que son de clase alta. Les arrancan la ropa de seda, les rasgan los pantalones ceñidos y les cortan los zapatos de cuero puntiagudos. Asaltan a los agentes de policía acusándolos de ser «máquinas reaccionarias», y éstos se quedan paralizados. Los estudiantes y los obreros forman fracciones y empiezan a atacarse mutuamente para hacerse con el control de los territorios. La economía del país se paraliza.
En la reunión del Politburó de Pekín, el vicepresidente Liu vuelve a marcar el número de Mao delante de todo el gabinete y habla con voz ronca: Hay que detener enseguida el caos, presidente.
La respuesta de Mao llega fría e indiferente. No estoy preparado para volver a Pekín. ¿Por qué no sigues adelante con tus planes?
¿Cuento con su autorización?
Has estado gobernando el país, ¿no?
Con estas palabras Liu vuelve a la carga. Envía cientos de Equipos de Trabajo más. Al cabo de dos meses el fuego se ha apagado.
El 8 de julio de 1966 Mao me escribe. Me envía una carta desde su ciudad natal, Shaoshan, en la provincia de Hunan. En ella me cuenta una historia sobre un antiguo personaje llamado Zhong-Kui, un héroe famoso por capturar espíritus malignos.
Desde los años sesenta me he convertido en el comunista Zhong-Kui. Pasa a describirse a sí mismo como un rebelde internacional; sabe que tengo debilidad por los rebeldes y bandidos. Las cosas tienen un límite. ¿Qué esperas al llegar a la cima sino emprender el descenso? Hace tiempo que estoy preparado para luchar hasta dejarme los huesos. En todo el mundo hay más de cien partidos comunistas. La mayoría de ellos han renunciado al marxismo leninismo para abrazar el capitalismo. Somos el único partido que queda. Debemos enfrentarnos a la crueldad de esta realidad, debemos adivinar lo que se proponen nuestros enemigos y adelantarnos a ellos si queremos sobrevivir.
Entiendo el punto de vista de mi marido. Comprendo lo que está en juego y percibo su determinación de destruir al enemigo. Veo cuál es mi situación. Una vez más me he convertido en compañera de armas. De día estoy por todo Pekín. He emprendido cientos de proyectos y todos funcionan al mismo tiempo. De vez en cuando el cuerpo no me responde. Me desplomo con fiebre. En estos momentos llamo a Nah y ésta acude a mi cabecera.
Nah trata de detenerme. No comprende por qué pongo en peligro mi salud. No le ve sentido. Apenas puedo explicarme. Una mujer como yo disfruta viviendo la vida plenamente. Me he unido a la suerte de tu padre. Sus sueños, su amor y su vida. No puedo soportar la idea de que me abandone de nuevo. No hay ninguna lógica detrás de ello. Mao es sencillamente mi maldición. Jamás desearía para mi hija un amor como él. Es demasiado duro. Me mueve un impulso fatal. Como un salmón magullado, nado contra corriente para regresar al río en el que nació. Me preocupa que si me paro un segundo, Mao me vuelva la cara y mi vida caiga en pedazos.
Con la ayuda de Chun-qiao y Kang Sheng advierto a la prensa que esté preparada. Digo a los dirigentes que la situación podría cambiar en cualquier momento. El presidente Mao está considerando su decisión final. El 17 de julio marco el número de Mao y dejo un mensaje: «Todo está listo». Al día siguiente el tren de Mao vuelve a Pekín. Coge a todos por sorpresa.
Esa misma noche, el vicepresidente Liu se apresura a ir a ver a Mao. Pero el guardaespaldas de Mao le bloquea el paso. El presidente se ha retirado ya. Pero Liu advierte que hay otros coches aparcados en la entrada. Es evidente que tiene invitados.
Liu empieza a presentir su destino. Vuelve a casa y comparte sus temores con su mujer, Wang Guang-mei. Ninguno de los dos pega ojo en toda la noche. A medianoche hablan de despertar a sus hijos para leerles el testamento. Cambian de opinión porque se convencen de que Mao es el líder del Partido Comunista, no un rey feudal. Pero siguen intranquilos. Permanecen sentados con frío esperando a que amanezca. Antes de que se haga de día el pánico se apodera de pronto de él.
Soy viejo, dice.
La mujer se levanta para abrazarlo. Nota cómo tiembla ligeramente. Estás haciendo todo lo que está en tus manos por China, dice ella con suavidad. ¿Estarías dispuesto a pagar el precio si hubiera alguno?
El hombre responde que sí.
Eres terco.
Fue el voto que nos hicimos al casarnos.
No lo he olvidado. Ella apoya la cabeza en su pecho y añade: Juré que recogería orgullosa tu cabeza si te mataban por tus principios.
El miedo da paso al coraje. Al día siguiente Liu transmite sus temores a Deng y al resto de sus amigos. El aire helado llena los pulmones de todos. Algunos empiezan a hacer planes para escapar mientras los demás esperan.
Estoy a solas con mi marido. Me ha mandado llamar a mí sola. Estar conmigo es una forma de recompensarme. Espera que se lo agradezca y lo hago. Hace seis meses gemía: ¿Qué es del cuerpo desprovisto de alma?
Tengo cincuenta y dos años, y estoy casada espiritualmente con Mao.
Fuera se oye una sinfonía de grillos. Esta noche suena grandiosa. Mao y yo permanecemos sentados uno frente al otro. El té se está enfriando, pero nuestros sentimientos están entrando en calor. Son más de las doce de la noche y no está cansado, ni yo tampoco. Va con bata y yo con uniforme militar. Ya no importa cómo me visto, pero sigo yendo impecable. Quiero parecerme a como era en Yenan.
Está sentado en su silla de junco como un gran barco encallado en las rocas. Su tripa es una mesa que acarrea a todas partes. Deja su tazón de té en la «mesa». Tiene la cara cada vez más abotagada y sus arrugas se extienden como una telaraña. Sus ojos parecen mucho más pequeños ahora y las líneas de su cara se han vuelto femeninas, pero todo me parece hermoso.
Has hecho un buen trabajo teniéndome informado, dice encendiendo un cigarrillo.
Le digo que no tiene importancia. Tienes mi lealtad para siempre.
Mis colegas me llaman loco, ¿qué crees tú?
Stalin y Chang Kai-shek te llamaban igual, ¿no? Es parte de la histeria: tus adversarios están celosos de tu predominio. Pero la verdad es que nadie salva a China excepto Mao Zedong.
No, no, no, escucha, tienes que oírme. Está pasando algo. No soy el hombre que conocías. Ven, siéntate a mi lado. Sí, así.
Charlamos. Me habla de sus largas noches de insomnio. Sospecha que hay una conspiración en marcha. Describe su terror de no ser capaz de controlar la situación. Éste cristalizó al regresar a la capital. Cuando vio que todo estaba en orden y su ausencia de cinco meses no había causado ningún revuelo, le entró el pánico. Verás, Liu ha demostrado al Partido y a los ciudadanos que puede gobernar el país sin mí.
Se interrumpe. Necesito estar solo ahora. Oh, espera. Pensándolo mejor, no te vayas. Quédate y acábate el té.
Se vuelve a recostar. Sí, es lo que voy a hacer. Voy a dar, una orden… ¿Estás aquí, Jiang Qing? Acércate más. Oigo voces dentro de mi cabeza. Oigo a Liu preguntar qué ha hecho mal, y me oigo responder: Sencillamente no puedo dormir cuando te oigo pasear alrededor de mi cama.
Espero a que mi marido termine su monólogo. ¿Tú qué crees?, oigo que vuelve a preguntarme. Me mira impaciente.
Pero no se me ocurre ninguna respuesta. He perdido la concentración. Trato de improvisar una. Hablo con mi estilo habitual. Es su visión la que llevará a China a la grandeza. Digo que la hostilidad es parte de ello. La conspiración es consecuencia del poder elevado. Sonrío. De todos modos, querido presidente, estamos aquí para celebrar que estamos vivos.
Me siento un tanto fuera de lugar, dice. Su estado de ánimo cambia de pronto. Estoy cansado, dice. Es mejor que te vayas ahora.
Me despido y me dirijo a la puerta.
Jiang Qing, dice levantándose de la silla de junco. ¿Crees que somos capaces de conducir al pueblo al horizonte de una gran existencia?
Sí, respondo. Cultivaremos una gigantesca madreselva roja y poblaremos con ella el cielo.
A la mañana siguiente el vicepresidente Liu va a ver a Mao a su estudio. No sólo está impaciente, sino nervioso. Mao lo recibe calurosamente. Bromea sobre su viaje. El humor y la ligereza de Mao surten efecto en Liu, y empieza a relajarse. Pero en cuanto se sientan, Mao cambia de tono.
Me encontré un panorama bastante triste cuando bajé del tren, empieza Mao. Las puertas de las escuelas estaban cerradas. No había gente en las calles. La actividad de la masa era como la de los brotes de bambú en primavera, saliendo alegremente. Pero ya no se ve. ¿Quién ha apagado el fuego? ¿Quién ha reprimido a los estudiantes? ¿Quién teme al pueblo? Antes eran los señores de la guerra, Chang Kai-shek y los reaccionarios. Mao agita los brazos y eleva la voz: Quien reprime a los estudiantes acabará siendo destruido.
El vicepresidente Liu está perplejo. Mao se ha convertido en un extraño a sus ojos. Con mucho dolor duda de su propia capacidad y de su juicio. No puede imaginarse a Mao organizando el golpe de Estado de su propio gobierno.
El estudiante Kuai Da-fu de la Universidad de Qinghua se ha convertido en un icono nacional del maoísmo. Ha demostrado ser un organizador con talento. Ha crecido desde la última vez que lo vi.
Cuando lo comento se incomoda. Eso hace que me guste aún más. Su comportamiento refleja mi empeño. Kang Sheng dice que es mi mascota. No le contradigo. El joven necesita que le ayuden a aumentar su confianza en sí mismo. Digo a Kuai Da-fu que no se preocupe de no tener experiencia. El presidente Mao empezó a rebelarse cuando tenía su misma edad. Lo elogio y lo animo a cada paso. Has comprendido realmente el maoísmo. Has nacido para ser líder.
Me gusta observar a Kuai Da-fu cuando habla a sus compañeros estudiantes. Parte de su atractivo viene de su apuro. Su cara pasa de rosa pálido a rojo y a continuación a azul. No sabe lo suficiente, pero se esfuerza para que lo tomen en serio. Hoy ha cumplido dieciocho años. Para llenar de gasolina el depósito de su ego, Kang Sheng se desvive por ayudarlo. Lo sigue y grita consignas. Demuestra a la multitud que está en contacto directo con Mao.
El muchacho está cerca del sol. Es un ídolo. Los estudiantes están ansiosos por recibir el mismo poder y respeto que su líder Kuai Da-fu. Los impacientes ya se han propuesto llamar la atención. Sus nombres son Tan Hou-lan, de la Universidad Normal de Magisterio de Pekín; Han Ai-jin, del Instituto de Aviación de Pekín; Wang Da-bin, de la Universidad de Geología de Pekín, y el poco conocido crítico literario de cuarenta años Nie Yuan-zi. Cada uno es líder en su universidad y trabaja duro para complacer a la señora Mao, Jiang Qing. Como miles de abejas atacando en masa a un animal, tratan de expulsar a los Equipos de Trabajo de los recintos universitarios. Hay resistencia. Los Equipos de Trabajo insisten en que las clases vuelvan a la normalidad. Se producen enfrentamientos al tiempo que sigue aumentando la tensión.
Nombrado por el vicepresidente Liu, el jefe de los Equipos de Trabajo, Yelin, se mantiene firme. A pesar de haber puesto en libertad a Kuai Da-fu, ha acudido a Liu y a Deng, y obtenido permiso para criticarlo como un mal ejemplo. En cuanto empieza a criticarlo en público, la señora Mao y Kang Sheng acuden en auxilio de Kuai Da-fu. Sin avisar a Yelin, organizan un mitin de estudiantes y exigen que se dispersen los Equipos de Trabajo.
Yelin empieza a comprender que no se trata sólo de una lucha entre él y los estudiantes. Hay involucrados poderes más altos. Está ocurriendo algo que se ha negado a creer. Para evitar el enfrentamiento abandona el campus y va a esconderse al cuartel general del Ejército Popular de Liberación del que procede.
Kuai Da-fu está decidido a estar a la altura de las expectativas de la señora Mao. Ha creado un organismo estudiantil y lo ha convertido en un ejército llamado el Grupo de las Montañas de Jing-gang. Los estudiantes se proclaman soldados y cantan «La unión hace la fuerza» día tras día, de campus en campus. Se unen a ellos otros miles de estudiantes de provincias más alejadas. El Grupo de las Montañas de Jinggang es ahora una organización de seiscientos mil miembros con Kuai Da-fu como comandante en jefe.
Para demostrar su poder, Kuai Da-fu lleva a un grupo de estudiantes al cuartel general del Ejército Popular de Liberación y exige que le entreguen a Yelin. Cuando los guardias le bloquean el paso, los estudiantes forman un sólido muro. «¡Abajo Yelin!», gritan. Los guardias sostienen sus rifles y no hacen caso. Ninguno de los trucos de los que se vale Kuai Da-fu consigue que los guardias abran las puertas.
Los estudiantes empiezan a cantar citas de Mao: «¡Es bueno, justo y necesario rebelarse!». Los guardias hacen oídos sordos. Los estudiantes cantan más alto y empiezan a escalar la puerta.
Los soldados se colocan en hilera y apuntan hacia arriba los rifles.
Los estudiantes se vuelven hacia Kuai Da-fu.
«¡Prended a Yelin y exigid respeto!», grita el héroe recordando cómo se ha hecho un nombre. Él mismo escala la puerta y se pone de pie en ella. Ahuecando las manos como si se trataran de un megáfono, declara de pronto una huelga de hambre. A continuación salta del muro humano y aterriza en el suelo de cemento. Yace como un pez muerto, con los ojos cerrados. Detrás de él, miles de cuerpos se tumban en el suelo.
Son las diez de la mañana cuando recibo un informe de mi agente, el señor Dong. Lo envié a vigilar en secreto a los estudiantes. Le pedí que diera recuerdos a Kuai Da-fu de mi parte. He ordenado a los hospitales cercanos que mezclen agua con glucosa y se la den a los estudiantes.
Pido a la operadora que me ponga con mi amigo Lin Piao, a quien Mao ha nombrado recientemente vicepresidente del Partido Comunista.
¿Qué ocurre?
Necesito su ayuda, mariscal Lin. Hable más alto, por favor.
Su empleado Yelin está haciendo pasar un mal rato a mis muchachos de la Universidad de Qinghua. Los chicos quieren hablar con él, pero los guardias no atienden a razones. Los chicos han empezado una huelga de hambre.
¿Qué se propone hacer con Yelin?
Voy a criticarlo como promotor del capitalismo.
¿Promotor del capitalismo? Nunca he oído nada semejante.
Mi querido vicepresidente, una vez los muchachos prendan a Yelin, organizarán un mitin en un estadio para endilgarle ese título. Lo gritarán de forma oficial.
Por el teléfono oigo a Lin dar una orden. Lo oigo gritar: No me importa si Yelin está enfermo o no. ¡Si no puede moverse, que lo saquen en camilla!
Después de dejar a Yelin en manos de Kuai Da-fu, ella empieza a planear batallas más grandes. El 29 de julio habla en un mitin ante dos mil personas en el Gran Salón del Pueblo. Es en honor de los activistas de la Revolución Cultural. Envía invitaciones a todos los funcionarios de alto rango, incluido el vicepresidente Liu, Deng y el primer ministro Chu. En el mitin se denuncia una vez más a los Equipos de Trabajo. Liu, Deng y Chu se ven obligados a criticar y lo hacen de mala gana. Tanto Deng como Chu pronuncian discursos poco sustanciosos. Sus palabras son secas y copiadas de periódicos. Pero el vicepresidente Liu no se rinde tan fácilmente. Durante su intervención lanza preguntas a la multitud. ¿Cómo llevar a cabo la Revolución Cultural? No tengo ni idea. Y muchos de vosotros tampoco lo tenéis muy claro. ¿Qué está pasando? Se me escapa en qué me he equivocado. No he comprendido la grandeza de la Revolución Cultural.
¿Veis cómo nos rechazan? La señora Mao aferra el micrófono en cuanto sube al escenario. La salva de aplausos es atronadora. La señora Mao prosigue con voz resonante. Sugiere a la multitud que eche un vistazo a la cinta extendida encima de sus cabezas, en la que se lee: «¿Es la Revolución Cultural un pasatiempo o un trabajo a tiempo completo?».
¿Veis cómo nuestros enemigos aprovechan cada oportunidad para apagar el fuego revolucionario? ¿Comprendéis por qué ha de preocuparse el presidente Mao?
Liu replica. Hace hincapié en la disciplina y en las normas del Partido Comunista. Dice que nadie debería estar por encima del Partido.
Desafía a la señora Mao.
Oigo a la gente dar la razón a Liu. Me llegan murmullos de la multitud. Los jóvenes empiezan a discutir entre sí. Los representantes de las distintas facciones suben al escenario y exponen una por una sus opiniones. El tono de los portavoces empieza a cambiar. Frase tras frase, se hacen eco o se limitan a tomar partido por Liu.
¡Mi mitin está teniendo un efecto contraproducente! Me siento en el panel y empieza a apoderarse de mí el pánico. Me vuelvo hacia Kang Sheng, sentado en el otro extremo del banco, y le pido socorro con la mirada. Me mira como diciendo que no pierda la calma y se escabulle. Vuelve al cabo de un rato y me pasa una nota: «Mao viene para aquí».
Antes de que pueda decir a Kang Sheng lo aliviada que me siento, Mao aparece junto al telón. Aplaudiendo, se abre paso a empujones y sale al escenario. Lo reconocen al instante. «¡Larga vida al presidente Mao!» La multitud hierve.
Contengo el aliento y grito con ella.
Mao no dice nada. Tampoco aminora el paso. Sin dejar de aplaudir, recorre de izquierda a derecha el escenario y desaparece como un fantasma.
La multitud recuerda al instante que la señora Mao, Jiang Qing, cuenta con el apoyo de su marido.
El 1 de agosto ella se reúne de nuevo con Mao en su estudio. Éste le dice que ha escrito una carta en respuesta a una organización llamada la Guardia Roja. Voy a incorporar nuevas divisiones a tu ejército, le dice haciéndole sentar. Te estoy dando alas. Los estudiantes son de la escuela intermedia de la Universidad de Qinghua. Son incluso más jóvenes que tus muchachos. Están impacientes por hacer lo que están haciendo éstos.
Me gusta el nombre de la Guardia Roja. Refleja agallas. Guardia, porque debe protegerte, y Roja, el color de la revolución. ¿Les has dado un distintivo?
Sí. Un brazalete rojo con «Guardia Roja» escrito con mi caligrafía.
Ella le pregunta si puede pasar revista con él a los representantes de la Guardia Roja. Me gustaría ofrecerles mi apoyo. Él acepta. Tengo previsto hacerlo el 18 de agosto. Reúnete conmigo en la puerta de la Paz Celestial de la plaza de Tiananmen.
El 18 de agosto de 1966 al amanecer, la plaza de Tiananmen está abarrotada de un millón y medio de trabajadores y obreros. Es un mar de banderas rojas. Todo el bulevar de la Paz Prolongada está bloqueado de jóvenes procedentes de todas partes del país. Todos llevan un brazalete rojo con «Guardia Roja» escrito con la caligrafía amarilla de Mao. La multitud se extiende kilómetros y kilómetros, desde la puerta de Xin-hua hasta el edificio de Seguridad, del puente de Agua Dorada a la puerta Delantera Imperial. Al enterarse de la inspección de Mao, miles de organizaciones estudiantiles han cambiado de nombre y se han convertido de la mañana a la noche en guardias rojos, incluida la facción de Kuai Da-fu, los Grupos de las Montañas de Jinggang. El uniforme verde con el brazalete rojo en el brazo izquierdo es el reglamentario. La multitud canta: «El Sol Dorado sale por el este. ¡Larga vida a nuestro gran líder y salvador, el presidente Mao!».
A las once en punto, en mitad de la melodía «Rojo por el este», se oye una fuerte ovación. El millón y medio de jóvenes reunidos gritan. Saltan las lágrimas. Algunos se muerden la manga para contener el llanto. Mao aparece en lo alto de la puerta de la Paz Celestial. Se acerca despacio al borde de la tarima. Lleva el mismo uniforme militar con brazalete que los jóvenes, y el gorro con una estrella roja encasquetado en su gran cabeza. Camina con Jiang Qing a su derecha y el mariscal Lin Piao a la izquierda, que van vestidos igual que él.
Siento que mi vida está tan llena que podría morir de felicidad. La multitud nos empuja como una marea matinal. Es la primera vez que aparezco en público junto a Mao. El rey y su esposa. Nos rodean ondas sonoras: «¡Larga vida al presidente Mao y un saludo a la camarada Jiang Qing!».
Bajamos y nos acercamos a la multitud. Los guardas de seguridad se ponen en fila formando un pasillo humano a fin de abrirnos paso. No prestamos atención a los camaradas que nos siguen. Los dos caminamos a grandes zancadas a lo largo de la barandilla, bajando la vista hacia el mar de cabezas que se balancean.
«¡Larga vida!»
«¡Diez mil años de vida!»
Descendemos. De pronto, como embargado por la emoción, Mao se detiene y vuelve a subir hacia la puerta. Se dirige rápidamente al extremo derecho y se apoya contra la barandilla. Quitándose el gorro, agita los brazos y grita: «¡Larga vida a mi pueblo!».
Estoy dispuesto a escalar una montaña de cuchillos por el presidente Mao, asegura el joven Kuai Da-fu en una reunión concertada por Jiang Qing para que conozca a Chun-qiao. Éste no tarda en iluminarle.
¿Cuándo llegará el momento? pregunta Kuai Da-fu.
Estáte atento a la llamada de tu corazón, responde la señora Mao. ¿Qué nos enseña el presidente Mao?
Que arranquemos las malas hierbas de raíz.
A eso vamos.
Busca la raíz más grande, dice Chun-qiao. Necesitamos un avance importante, asiente la señora Mao, Jiang Qing.
El 13 de enero de 1967, a medianoche, Mao celebra una cordial reunión con el vicepresidente Liu en el Gran Salón del Pueblo. Al día siguiente la Guardia Roja detiene a Liu y lo tiene preso toda la noche.
No es el fin de Liu, pero sí un fuerte puñetazo en el estómago. En el mundo de Mao uno se ve continuamente expuesto a la confusión y el terror. A lo largo de la Revolución Cultural, Mao hace creer a Jiang Qing que está heredando China. Lo que le oculta es que está haciendo la misma promesa a otros, incluidos aquellos a quienes ella considera sus enemigos, Deng Xiao-ping y el mariscal Ye Jian-ying. Cuando Deng empieza a creer que se ha hecho con el poder de la nación, Mao cambia de parecer y entrega la llave del poder a otro.
La señora Mao conoce tan bien como cualquiera las tácticas de su marido. Pero durante esta estación febril se cree exenta. Se considera la principal promotora de la salvación de Mao. Representa con tanta convicción su papel que se ha perdido en él. Sacrifica más de lo que cree.
Estoy preocupada por Nah. Le pido que me ayude a controlar el ejército. Ha terminado con buenas calificaciones su licenciatura de historia en la Universidad del Pueblo. Pero Nah es una semilla defectuosa que no brotará. Para ayudarla pido al mariscal Lin que me presente personalmente a Wu Fa-xian, el comandante de las fuerzas aéreas. Le pregunto si puede ofrecer a Nah un puesto de redactora sénior en El Diario del Ejército de Liberación. Me concede el favor y Nah empieza a trabajar. Unas semanas más tarde dice que está aburrida. Por mucha saliva que gasto, no piensa volver.
Durante las dos pasadas semanas mi preocupación por Nah me ha quitado el sueño. Intento que Mao me ayude pero está de un humor de perros. Se siente frustrado porque no logra hacer que la gente odie al vicepresidente Liu. Cree que la popularidad de Liu es una conspiración en sí misma. ¡Cortad cabezas!, dijo Mao la última vez que estuvimos juntos. No le importa el futuro de Nah. Me ha pedido que escoja entre ayudarle a él o a Nah.
Hoy estoy tratando de convencer a la hija de otro. Estoy ayudando a Mao. Se llama Tao y es la hija que tuvo el vicepresidente en su anterior matrimonio. Está resentida por el divorcio de su padre y no se lleva bien con su madrastra, Wang Guang-mei. La voy a ver y la invito a comer. Le brindo la oportunidad de ser maoísta. La escucho con paciencia y dirijo sus pensamientos. La presiono hasta que es capaz de expresarse libremente sin temor.
Creo que mi padre es un promotor del capitalismo, empieza la joven.
Sí, Tao, asiente la señora Mao con delicadeza. Se te va a hacer la justicia que mereces. Utiliza un tono más firme y acorta la frase. Suprime el «creo» y di: Mi padre es un promotor del capitalismo. Dilo sin miedo. Piensa en cómo tu madrastra consiguió que tu padre abandonara a tu madre. Piensa en que ocupa el lugar de tu madre en la cama. Recuerda tu triste infancia. Wang Guangmei debe pagar por tu sufrimiento. No llores, Tao. Siento tu dolor. Hija mía, es tu tía Jiang Qing quien te habla. Tío Mao está contigo. Déjame decirte que Mao sacó su propio cartel de grandes caracteres el 5 de agosto. Se titula «Bombardead el cuartel general». Estoy segura de que sabes a quién está bombardeando, ¿no? Es para salvar a tu padre Liu Shao-shi. Para impedir que lo borren de la historia. Debes ayudarlo. Tío Mao y yo sabemos que no estás de acuerdo con tu padre y tu madrastra. Eres una marginada de la familia Liu. Aquí tienes la oportunidad de ser una verdadera revolucionaria. Nadie más va a hablar contigo, Tao. Debes hacerlo tú sola. Deja que entre la luz en tu oscura vida, niña. Vamos, pon por escrito tus pensamientos y léelos en el mitin de mañana.
La joven tiembla al terminar su discurso. Se titula «El alma del diablo: Denunciando a mi padre Liu Shao-shi». Causa un fuerte impacto. La noticia de la corrupción de Liu se difunde de la noche a la mañana. Coloreados por los rumores y avivados por las imaginaciones, los horripilantes detalles viajan de oído en oído. Todas las paredes y los edificios de China se cubren de caricaturas que representan a los Liu como sanguijuelas. Describen a la pareja como traidores y agentes occidentales desde su más tierna infancia.
El 25 de agosto Kuai Da-fu se pone al frente de cinco mil guardias rojos para repartir folletos sobre el gran acontecimiento inminente: «El juicio de los Liu». Marcha a través de la plaza de Tiananmen y grita por los altavoces: «Derrocad, aplastad, hervid y freíd a Liu Shao-shi y a su socio Deng Xiao-ping!».
Estoy sentada en la sala verde del Estadio de los Trabajadores de Pekín. Son las ocho de la mañana. El estadio está atestado, cuarenta mil guardias rojos, estudiantes, obreros, campesinos y soldados. He venido para poner a prueba mi poder. Kuai Da-fu ha estado al frente animando a la multitud. El ruido es ensordecedor.
Kuai Da-fu ha tenido como rehenes a más de cincuenta miembros del congreso y del Politburó. Entre ellos el alcalde de Pekín, el jefe del Departamento de Cultura, y Luo Rei-qing, el ex ministro de Defensa Nacional. Son los hombres que creen que no necesitan respetarme porque su lealtad a Mao los respaldará en caso de un malentendido. Bueno, ya lo veremos.
Luo Rei-qing está en un estercolero. Se rompió la pierna al saltar de un edificio para impedir que lo detuvieran. Dos guardias rojos lo llevan con un palo al hombro como si se tratara de una vieja cabra camino del mercado. A la señora Mao le llega una carcajada de la multitud. En el escenario improvisado sus enemigos esperan colocados en hilera. Tienen las manos esposadas a la espalda. Kuai Da-fu pone a cada uno unas orejas de burro con sus nombres escritos con tinta negra. Entretanto la multitud canta las enseñanzas de Mao: «La revolución no es una fiesta. La revolución es violencia».
Ella ha dicho a Kuai Da-fu que Mao está satisfecho con sus logros. Aunque no le dice abiertamente que Mao quiere hacer daño a los hombres, Kuai Da-fu ha deducido qué es lo que quiere que haga.
Grito con Kuai Da-fu consignas. «¡Las enseñanzas de Mao son un rayo que raja el cielo y un volcán que resquebraja el fondo del mar! ¡Las enseñanzas de Mao son la verdad!»
Mao me ha hecho ver el secreto de gobernar. El mariscal Pertg De-huai era una persona fiel que desempeñó en otro tiempo un papel clave en la proclamación de la República. Pero según Mao eso no significaba que Peng no pudiera convertirse en asesino. La capacidad de Mao para adaptarse a los cambios emocionales es lo que lo mantiene a salvo durante todos estos años. No veo que le remuerda la conciencia. Está convencido de que la crueldad es el precio que ha de pagar.
Ella cautiva al público. Tiene a sus órdenes a quinientos mil guardias rojos repartidos por todo el país. Son más poderosos que los soldados. Son libres de espíritu y creativos. El mitin dura cuatro horas. Al terminar, los hombres son objeto de burlas y reciben una paliza. El obstinado Luo pierde las dos piernas.
¡No paréis hasta que hayamos llevado a los enemigos al precipicio!, exclama la señora Mao histérica en la sala verde. Está excitada y asustada a la vez. Kang Sheng le ha dicho que corren rumores preocupantes. Sobre «acabar con la mujer de Mao en su propia cama». Kang Sheng ha localizado la fuente en el ejército, lo que asusta aún más a la señora Mao. Los «viejos camaradas» como el mariscal Ye Jian-ying, Chen Yi, Xu Xiang-qian y Nie Rong-zhen son amigos íntimos del vicepresidente Liu. Están frustrados ante el comportamiento esquivo de Mao. La cólera es tal que el ambiente de Pekín está cargado. Flota en el aire la palabra «matar». Es tradición hacer víctima a la concubina de un emperador inepto. Matarla servirá de lección al emperador. La trágica historia de amor entre el emperador Tang y su concubina Yang es un clásico. Matar a la mujer es un método de probada eficacia para restablecer las relaciones entre los señores de la guerra.
Estoy aprendiendo a matar. Estoy aprendiendo a no temblar. No existe el terreno neutral, me digo. Matar o que me maten. El 10 de febrero de 1967 se reúne el congreso y se estrecha el vínculo entre las oposiciones. Las cuestiones a debatir son si reconocer o no mi liderazgo en el ejército; si Kuai Da-fu y sus guardias rojos están autorizados para abrir ramas del ejército, y si se debe permitir a los estudiantes organizar mítines para criticar a los dirigentes del ejército. Todas las reuniones terminan con ambos bandos golpeando la mesa. Más tarde el mariscal Tan Zhen-lin entrega a Mao una carta de petición secreta firmada por los «viejos camaradas».
Estoy segura de que a Tan nunca se le ha pasado por la cabeza que yo iba a tener oportunidad de leer la carta. Pero la tengo. Mao me la enseñó voluntariamente. En la carta me describen como un «demonio de huesos blancos», una sanguijuela y un nubarrón que se cierne en el cielo del Partido Comunista. Exigen que sea sacrificada.
No te queda otra elección, dice Mao zambulléndose en su piscina cubierta. Parece una gruesa nutria. Demasiadas chuletas de cerdo con azúcar y salsa de soja, me digo.
¿Qué vas a hacer?, me pregunta flotando. El mariscal Tan dice que nunca ha llorado, pero que ahora lo está haciendo por el Partido.
Busco a mi alrededor un lugar donde sentarme, pero no hay sillas. No he estado allí desde que lo renovaron. No sé a qué se refiere Tan, digo.
Mao bucea y vuelve a salir a la superficie. ¿Por qué no vuelves a leer su carta?
Abandona el Partido. Y ha hecho tres cosas en su vida que lamenta.
¿La primera?
Vivir el momento actual… Está avergonzado.
La segunda, lamenta haberte seguido y haberse convertido en revolucionario; y la tercera…
Lamenta haberse afiliado al Partido Comunista. Justamente, presidente.
Mao se da la vuelta y nada con la tripa hacia arriba. Parece que esté sosteniendo un balón. Cierra los ojos y sigue flotando. Al cabo de un rato nada hacia el bordillo.
Lo observo salir. El agua cae de su cuerpo en riachuelos plateados. Se ha engordado muchísimo. Tiene los músculos del pecho y los brazos hinchados. Debajo de su abultada tripa, sus piernas son como palillos. Coge una toalla y se pone unos pantalones cortos grises.
Llama al primer ministro Chu para convocar una reunión. Hablaré con los viejos camaradas el día 18. Por cierto, quiero que estés presente. Y Lin Piao y su mujer también.
Mi cielo se despeja; Mao está cogiendo él mismo el arma.
Llamo a Kang Sheng y a Chun-qiao para celebrar la noticia.
La reunión de trascendencia histórica comienza el 18 de febrero de 1967 por la tarde. La preside el primer ministro. La esposa de Lin, Ye, y yo acudimos temprano junto con Kang Sheng, Chun-qiao y su discípulo Yiao Wen-yuan. Nos sentamos en el lado izquierdo de una mesa larga, entre Mao y el primer ministro Chu. Todos llevamos el uniforme del Ejército Popular de Liberación.
Estoy excitada y un poco nerviosa. Me preocupa no dar una imagen suficientemente dura. Ye está mejor. Es la típica mujer de militar capaz de golpear la mesa más fuerte que su marido. Desde que Mao ha nombrado a Lin su sucesor, Ye ha estado actuando como segunda dama. Pero conmigo se muestra recelosa. Ha aprendido la lección de Wang Guang-mei. Me echa flores a la menor oportunidad y me invita a hablar en el instituto del Ejército Popular de Liberación. Me muestra reconocimiento.
Ye me recuerda a una comadrona de mi pueblo que se empolvaba la cara con harina para parecer una mujer de tez clara de la ciudad. Nunca me habla de su familia. Evita el tema cuando le pregunto. No está orgullosa de su origen. Estoy segura de que es humilde. Me alegro de que no hable idiomas extranjeros y me alegro de que no le guste leer. Egoístamente me alegro de que haga el payaso cuando habla en público. Es una oradora pésima. En una ocasión me dijo que cada vez que sube al escenario luego tiene diarrea.
He estado pensando que si juego bien las cartas, Ye podría ser una perfecta actriz secundaria. Su necedad y mi inteligencia se complementan. Por eso estoy dispuesta a ayudarla. Conocerla también me hará más fácil destruirla en el futuro, si fuera necesario. Después de todo, no tengo ni idea de cómo me tratarán los Lin cuando muera Mao. No les será difícil encontrar un pretexto para deshacerse de mí. No me fío de nadie.
En este momento Ye es la mujer que necesito para sustituir a Wang Guang-mei. Disfruta con los chismorreos, y va de puerta en puerta para recogerlos. Escarba en la basura y examina lo que ha reunido como una rata de un patio trasero.
Mao no saluda cuando entran en la habitación el mariscal Chen Yi, Tan Zhen-lin, Ye Jian-ying, Nie Rong-zhen, Xu Xiang-qian, Li Fu-chun y Li Xian-nian. El primer ministro Chu está acostumbrado al temperamento imprevisible de Mao y empieza de todos modos la reunión. Trata de relajar a los presentes con un par de bromas. De pronto es interrumpido: Mao dispara.
¿Qué estáis tramando? ¿Un golpe de Estado? ¿Tratáis de expulsarme? Siempre habéis preferido a Liu en secreto, ¿verdad? ¿Por qué tenéis que conspirar? ¿Por qué votasteis a favor de la Revolución Cultural para empezar? ¿Por qué no votáis contra mí y vivís con la honestidad que proclamáis como vuestro principio? ¿Por qué actuáis como cobardes?
Los viejos camaradas se quedan sin habla.
El mariscal Tan lanza una mirada al otro lado de la mesa donde la señora Mao, Jiang Qing, está sentada entre Kang Sheng y Chun-qiao.
Me reitero en mi postura, dice Tan rompiendo el silencio. Si soy franco contigo, presidente, no lo entiendo. ¿Qué sentido tiene la Revolución Cultural si su meta es abolir el orden? ¿A qué viene torturar a los padres fundadores de la República? ¿Qué objeto tiene crear facciones en el ejército? ¿Arruinar el país? Explícamelo, presidente.
Los viejos camaradas asienten al unísono.
Mao parece atónito ante la franqueza de Tan. ¡El bueno de Tan! ¡Aquí llega el diablo para mostrarnos su verdadero rostro! ¿Sabéis? ¡No voy a permitir que hagáis fracasar la Revolución Cultural! ¡La Guardia Roja cuenta con todo mi apoyo! Está haciendo lo que China necesita. ¡Una operación espiritual a gran escala! ¡Necesitamos el caos! ¡El caos absoluto! La violencia es la única alternativa para invertir la situación. La nueva China sólo se levantará sobre las cenizas de la vieja.
Ella elogia en su fuero interno a Mao. ¡Qué actuación! Caos, el caos absoluto. Sonríe, aunque su cara sigue seria. Se vuelve hacia Kang Sheng y es premiada con la misma mirada de triunfo.
Dejad que me explique, continúa Mao. Si la Revolución Cultural fracasa, me retiraré. Me llevaré conmigo al camarada Lin Piao. Regresaremos a las montañas. Os quedaréis con todo. Estoy seguro de que por esto estáis aquí hoy, ¿no? Queréis a Liu y el capitalismo. Queréis devolver la China popular a los grandes latifundistas y empresarios industriales. Muy bien. Presenciaréis cómo vuestros hijos vuelven a ser vendidos y explotados. ¡Quedaos con todo! ¿Por qué no habláis? ¿Qué pasa? ¿A qué vienen este silencio y estas expresiones de resentimiento? Habéis hecho sufrir a mi esposa, la camarada Jiang Qing. Nunca la habéis reconocido como mi representante y como líder por derecho propio. ¿Qué verdad se esconde detrás? ¿Cómo os a atrevéis a pretender que esto no va dirigido contra mí? ¡Haceos con el poder entonces! Vamos, mariscal Tan y Chen, los que metéis más ruido, los más aferrados a vuestras ideas. ¿Por qué no arrestáis a mi mujer? ¡Lleváosla! ¡Fusiladla! ¡Apretad el gatillo! Destruid el cuartel general de la Revolución Cultural. Enviad a Kang Sheng al exilio y deshaceos de mí de una vez por todas. Adelante, si sentís tanto odio hacia la camarada Jiang Qing y hacia mí. ¡¿Por qué no os vais a la mierda?!
Como un insecto que se arroja al fuego, Tan se levanta y empieza a maldecir. ¡Qué vergüenza!
Mao aprieta la mandíbula. El cigarrillo que tiene entre los dedos se rompe. Cuando vuelve a hablar, su voz suena extraña, como si saliera con flema. Si quieres convertirte en un reaccionario, en el enemigo del pueblo, por mí no hay problema. ¿Qué puedo hacer yo? Si hace treinta y tres años salvé al ejército fue porque el ejército quería ser salvado. ¿Tengo razón, primer ministro Chu?
El primer ministro Chu y los viejos camaradas bajan la cabeza. Mao remueve el pasado, el horror que vivieron sin su liderazgo, las tres cuartas partes del Ejército Rojo destruidas en meses, la vergonzosa conducta del Partido, de hombres entre los que se incluía el primer ministro Chu, y cómo Mao convirtió sin ayuda de nadie la derrota en victoria.
Los veintisiete años de Nah se plantan ante su madre.
¿Té o caldo de tortuga?, pregunta la madre.
No quiero hablar de mi boda, dice la hija dejando en el suelo su bolso.
¿Tengo derecho a saber el nombre del joven? El tono de la madre es agudo.
Llámalo camarada Tai. Tiene veintiocho años.
¿Eres consciente de que es un oficial de rango inferior?
Creía que todos los seres humanos creados bajo el cielo de Mao eran iguales.
¿Vas a sentarte?
No.
Bueno, ¿y te has preguntado alguna vez por qué no lo ascienden? Va a retirarse.
Querrás decir que va a abandonar.
Lo que sea.
Espero que no vuelva a su pueblo.
Pues sí, y yo me voy con él.
La madre se queda sin aliento. Trata de controlarse. Tras una larga pausa logra preguntar dónde está el pueblo.
En la provincia de Ningxia.
¿Ningxia? ¿El lugar fantasma?… ¿Por qué me haces esto? La hija mantiene la boca cerrada.
La madre respira hondo, como si creyera que va a morirse si se para. ¿Qué… qué ha dicho tu padre?
Me ha dado su bendición y me ha dicho que me apoyará aunque decida entrar en un monasterio.
La madre se atraganta y empieza a toser.
La hija va a buscar un vaso de agua y se lo da.
¡Despiadada! Su madre la aparta de un empujón y grita golpeándose el pecho. ¡Despiadada!
No me has presentado a los padres del novio. ¿Quiénes son?
La hija no responde.
¡Nah!
No voy a responder a tu pregunta cuando sé que vas a insultarme.
Bueno, entonces tendré que oponerme a tu boda.
No habrá boda, madre. Hemos… La hija se vuelve y mira por la ventana. Ya nos hemos casado y si quieres puedo conseguirte una copia del certificado.
Perpleja, la madre se levanta, se acerca a la pared y empieza a darse de cabezazos.
Nos vamos a Wunin mañana. La hija observa a la madre y tiembla llorosa. Al cabo de un rato la escena se vuelve insoportable. Sin decir una palabra se marcha.
La madre se acurruca en la esquina. Luego camina a gatas hasta el sofá y oculta la cara en un almohadón.
Trato de no pensar en Nah, pero no puedo. Los remordimientos me consumen viva. Ojalá le hubiera atado los cordones de los zapatos, preparado el almuerzo y hecho sus faldas cuando era niña. Ojalá le hubiera organizado fiestas de cumpleaños e invitado a sus amigas a pasar la noche. Ojalá hubiera pasado más tiempo hablando con ella y aprendiendo a ayudarla en sus problemas. Pero ya es demasiado tarde, ha escapado a mi control. Debe de haberse sentido tan sola y desesperada que ha recurrido al matrimonio como única salida. Quiere castigarme. Quiere que presencie cómo destruye su futuro…, mi futuro. Solía pensar que ser la hija de Mao era la mayor fortuna de Nah… ¿He descargado la cólera que sentía hacia mi madre en mi hija, haciéndole tan poco caso como mi madre me hizo a mí? No he cumplido mi deseo de ser buena madre.
Y oigo llorar mi corazón. Estoy dispuesta a renunciar a todo con tal de recuperar el amor de mi hija. Pero no es posible. Estoy llevando los asuntos de Mao. Es como cabalgar a lomos de un tigre; no puedo bajarme. Vivo para complacer a Mao. Soy egoísta y no puedo dejar de ser como soy. No puedo vivir sin el afecto de Mao. En este sentido soy digna de compasión, rehén de mis propios sentimientos. He estado tratando de combatir esta compasión. Soy una maldita heroína.
No ha salido bien. Ahora echo de menos a mi hijita. Sus bracitos alrededor de mi cuello. Cómo se acercaba a mi cama de puntillas por la noche. Quiero que vuelva y enloquezco pensando en lo que he hecho… ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué me pasa que me he negado a besarla cada vez que nos hemos separado? Le he enseñado a insensibilizarse a sus propias emociones. Quería hacerla fuerte para que tuviera una vida mejor que la mía.
Es el destino, habría dicho mi madre. Poco puede hacer uno para cambiar lo que le ha tocado vivir. Sueño que me matan como mujer de Mao. Es un papel que interpreto con pasión. Es la danza que estoy destinada a terminar.