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21

Intentar no ser menos que Mao me ha dejado exhausta, aunque las reglas del juego se han simplificado. La lucha por tomar la delantera se ha reducido a tres equipos. El primer ministro Chu, el mariscal Lin Piao y yo nos hemos convertido en los únicos rivales. En abril de 1968 mi estrategia es aliarme con Lin y aislar a Chu.

No es que disfrute con el juego de matar. De haber podido escoger habría decidido quedarme con Yu y pasar el tiempo en estudios de cine y teatros. Pero mis adversarios están al acecho para liquidarme. Huelo a sangre en el aire de Pekín.

Ella trata de desmantelar el sistema del primer ministro Chu. Su principal objetivo es sustituir el Departamento de Seguridad Nacional de Chu dirigido por los viejos camaradas, por el suyo propio. Mao tiene aquí un papel delicado. Alienta y apoya a ambos bandos. Cree que sólo cuando los señores de la guerra se vean enzarzados en continuas luchas internas, el emperador alcanzará la paz y el control.

Con la silenciosa autorización de Mao, ella se alía con Lin Piao y entre los dos paralizan por fin el Departamento de Seguridad Nacional de Chu. Satisfecho, Mao pregunta a Jiang Qing si puede desarticular los veintinueve estados restantes. Ella acepta el reto, emocionada. Aunque el primer ministro Chu intenta desviar su acción de todas las formas posibles, ella se muestra agresiva y enérgica.

Aquí empieza oficialmente la tragedia de su vida. Cegada por la pasión, sigue adelante sin darse cuenta de que ya se han puesto de acuerdo en eliminar su papel. Nunca ha perdido del todo la esperanza de recuperar algún día el amor de Mao. Por ello se niega a ver la realidad, se resiste a creer que Mao acabará sacrificándola.

Cuando el ejército de la señora Mao se vuelve demasiado grande y demasiado fuerte, Mao recurre al primer ministro y a los viejos camaradas. En julio da permiso a Chu para que publique dentro del Partido las cifras de los fallecidos en las luchas entre facciones de la Guardia Roja. «Ha llegado el momento de dar una paliza a los perros salvajes antes de que se conviertan en una amenaza para la nación.» Siguen las medidas de Chu para restaurar el orden.

Me han tenido a oscuras. Y no alcanzo a comprender por qué Mao no está contento conmigo. No hablará conmigo aunque he tratado de ponerme en contacto con él. ¿Está detrás el primer ministro Chu? A veces Mao es tan inseguro que ve una tormenta en una brisa. Y las palabras de Chu han hecho mella en él. La última vez que lo vi me dijo un proverbio: «Cuanto más alto es el árbol, más larga es su sombra». Ahora lamento no haberle hecho caso. Espero que sea sólo su histeria. Una vez su mente siga su curso volverá a su cauce.

Para aislarme, Mao rompe mi relación con el mariscal Lin. Ordena a éste que se lleve consigo el ejército para «despejar el caos dejado por la Guardia Roja de Jiang Qing».

Me siento abatida. Escribo al instante una carta a Mao en la que declaro que no he hecho sino seguir sus instrucciones.

Mao no responde. Es su verdadero yo el que actúa. No reconoce sentimientos ni recuerdos. Se deja llevar por el miedo.

Una vez más me traicionan y me maldicen. Estoy estupefacta, pero no tengo a quien suplicar.

Mao disuelve mi gabinete. Despide a mi gente. Me arranca los miembros. Una migración nacional de jóvenes. Doscientos millones de guardias rojos son inducidos a ir al campo con la misión de «esparcir la semilla de la revolución por toda China». Y sin embargo no se me permite decir una palabra. Su objetivo es hacerme ver lo mal construido que está mi poder. No hay cimientos. No soy distinta de Liu. Eso me asusta mucho. Me da miedo pensar en mi futuro. Si pueden despojarme así mientras Mao vive, ¿qué será de mí cuando muera?

Pero no, no puedo bajarme del tigre. Se trata de comer o que me coman.

Lin Piao ve su oportunidad para suceder tanto al primer ministro Chu como a mí. Sigue corriendo. En el IX congreso del Partido Mao declara oficialmente a Lin Piao como su sucesor.

Creedme, la historia está llena de embustes. El drama de la vida real supera la imaginación de cualquier dramaturgo. El mariscal Lin no cree que su salud aguante. Teme que Mao cambie de opinión y decida actuar, de modo que planea un golpe de Estado. Mientras envía a Mao langostas vivas, manda a su hijo a bombardear el tren de Mao. Bueno, pues no hay mejor hechicero que Mao; dos trenes de seguridad de cuatro vagones cada uno van por delante de él. Lin no tiene suerte en alcanzarlo.

Ella está sentada al lado de Mao, frente a Lin Piao y Ye Qiun. Al otro lado de la mesa están el primer ministro Chu y su esposa Deng Yin-chao. No se da cuenta de qué está ocurriendo hasta la mañana siguiente. En la mesa no observa nada raro. Mao empieza la ceremonia abriendo una botella de vino imperial sellada hace cuatrocientos años en su jarra de porcelana original de la dinastía Ming. Luego enciende incienso. Celebremos el festival de la Luna.

La cena es elaborada. Pepinos de mar y otras exquisiteces de la tierra y el mar cazadas o pescadas. Mao utiliza sus palillos para llenar el plato de Lin de tendones de tigre cazado hace una semana en Manchuria. Reina un ambiente agradable. Ella no es consciente de que su marido está protagonizando en directo una ópera. Se ha puesto sentimental. Mao le ha dicho a través de su secretaria que debe retirarse exactamente a las diez treinta. Le parece un insulto, pero de todos modos acude a la cena. Durante la comida, los patios, flores y árboles de bambú le parten el corazón. Allí vivía con Mao. El alcohol hace que cobren vida las estatuas de animales de las mesas de piedra y las antiguas fuentes. Se vuelve hacia el otro lado. El pequeño huerto es la imagen misma de la cosecha. Las judías son verdes y los pimientos rojos. De nuevo evoca su vida en Yenan.

Los comensales van vestidos de manera informal excepto Mao, a quien esta noche le ha dado por ir de etiqueta, con una chaqueta almidonada y abotonada hasta la barbilla. Después de brindar se vuelve hacia Lin. ¿Qué tal el ejército? Invencible.

Has hecho un buen trabajo en Wuhan.

No tiene ningún secreto aplastar a los rebeldes.

Bajo tu mando el Ejército Popular de Liberación se ha convertido en un modelo para el pueblo, interviene el primer ministro Chu.

Lin ha estado trabajando demasiado, comenta la mujer de Lin. El médico le ha pedido que guarde cama. Pero todos sabemos cómo lo deja todo en cuanto oye la llamada del presidente. Respira por usted, presidente.

Muy amable, muy amable. Mao sirve dos costillas de cerdo fritas en el plato de Lin y se sirve más vino. Ye Qiun, debes cuidar a tu marido. Sólo le tengo a él; tendrá que hacerse cargo de todo cuando me vaya.

El primer ministro Chu no parece tener apetito, pero trata de comer para complacer al anfitrión. Su mujer coge con cuidado la aceitosa piel de pescado del plato de su marido y deja en su lugar verduras verdes. De vez en cuando mira con preocupación a su marido. Éste come despacio y presta mucha atención a Mao.

Y bien, ¿qué has estado haciendo, primer ministro?

Chu se limpia la boca y responde que acaba de volver de las tres provincias septentrionales. Fui para echar un vistazo a los guardias rojos que enviamos allí hace un año.

Oh, cuidando de los muchachos. Mao se echa a reír y asiente. ¿Y qué tal están? He estado preguntándomelo. ¿Se han adaptado bien a la situación y han sido productivos? Supongo que conducen los tractores mejor que los campesinos. Son cultos y saben leer las instrucciones, ¿no? Espero que nos den una gran cosecha. Ha sido un buen año en lo que se refiere al tiempo.

Bueno, el panorama no es tan bueno, responde el primer ministro Chu. Los jóvenes no se llevan bien con los lugareños. No tienen mucha idea de la importancia de coger a tiempo las estaciones. Creían que las máquinas podían hacerlo todo en cualquier momento. Pero era la estación lluviosa. Cientos de tractores entraron en el campo y se quedaron atascados, como ranas con las patas cortadas.

Y cuando se dieron cuenta de su error, era demasiado tarde. Con la ayuda de la gente del lugar recogieron con hoces todo el trigo que pudieron, y dejaron que el resto de grano se pudriera en los campos. El último día que estuve allí, los chicos utilizaban su ropa y sus mantas para guardar el grano y lo extendían en sus propias camas para que se secara…

Las lecciones siempre se pagan caro, interrumpe Mao. Como si ya no le interesaran los detalles de Chu, se vuelve hacia Jiang Qing. Te va bien, ¿verdad?

Ella no sabe adónde quiere ir a parar, de modo que se apresura a responder: Sí, presidente, las óperas filmadas van de maravilla. Las compañías están haciendo predicciones nuevas. Será un honor que el presidente les haga una visita.

Él le dedica una sonrisa misteriosa y pasa a hablar del vino. Ella está haciendo un esfuerzo por seguirlo; por una parte él trata de entablar conversación, por la otra no escucha. Es la primera vez que ella representa un papel sin saber que está en un escenario.

Los comensales siguen bebiendo. «No esperes demasiado. Lo cierto es que ningún lisiado te prestará su bastón.» Entre sorbos y brindis, Mao suelta comentarios como si estuviera borracho. «La mayor felicidad del ratón es robar un puñado de grano.»

Oh, exclama el anfitrión. Me he olvidado por completo de la hora. Deberíamos hacer esto más a menudo, ¿no, primer ministro? Jiang Qing, ¿estás llena?

Consulto mi reloj. Las diez y media. Me levanto. Mao se acerca y me da un apretón de manos al estilo camarada.

¿Qué se supone que debo decir? ¿Gracias por la cena? Me marcho en silencio.

Nos vamos con la camarada Jiang Qing, dice el primer ministro Chu levantándose con su mujer.

Nosotros también, siguen los Lin.

Mao alza la mano a Lin. No, quedaos al menos otra media hora. Aún no hemos tenido tiempo de hablar.

Cuando los Lin vuelven a sentarse, Mao habla con libertad. Pregunta a Lin por la familia y la salud, y le sugiere que se tome unas vacaciones. Escucha con cautela y recomienda a Lin su herborista. Luego pregunta a Ye por el sueño que tiene para su hijo «Tigre». Ella se siente halagada y empieza a parlotear sobre los logros de Tigre.

Tu hijo tiene talento y merece una posición elevada en el ejército, dice Mao encendiendo un cigarrillo. El pueblo lo necesita. Dime, Lin Piao, ¿has pensado alguna vez en nombrarlo comandante en jefe de todo el ejército? Te permitiría ocuparte de mi trabajo.

Bueno, Tigre sólo tiene veintiséis…

Si no lo haces tú, lo haré yo. Debe su talento al pueblo.

A las diez cincuenta y cuatro los Lin se despiden.

Dejadme acompañaros hasta la puerta, ofrece Mao. Quiero despediros personalmente.

A medianoche suena el teléfono en el Jardín del Silencio. Jiang Qing descuelga el auricular medio dormida. Es Kang Sheng.

Los Lin están muertos, informa. La misión ha sido llevada a cabo limpia y silenciosamente dentro del recinto de la Ciudad Prohibida.

Para disimular su estupefacción, la señora Mao pregunta a Kang Sheng los detalles de la ejecución.

Uno de los criados de Mao es experto en transportes y otro en explosivos. ¿No te alegras?

Ella sí lo hace, pero también está asustada; de nuevo se pregunta si Mao no hará lo mismo con ella algún día.

¿Cómo vas a difundir la noticia?, pregunta controlando su voz con dificultad.

Acabo de terminar mi borrador. 15 de septiembre de 1971, Agencia de Noticias de la Nueva China: El enemigo del pueblo, Lin Piao, ha sido sorprendido in fraganti tratando de asesinar al presidente Mao. Después de que quedara expuesto su plan, Lin se subió a una avioneta para volar a Rusia. El avión se estrelló en Mongolia al quedarse sin combustible.

Con Lin Piao eliminado, el primer ministro Chu y yo nos hemos convertido en los únicos que nos disputamos el cargo de sucesor de Mao. Debo darme prisa. Debo luchar contra los hombres del primer ministro así como contra mi propio marido.

Estoy ansiosa y apenas puedo estarme sentada. En sueños oigo pasos. Me pongo nerviosa cuando me acerco a un armario. Temo que haya un asesino detrás de la ropa. Me salto comidas para reducir las posibilidades de que me envenenen. Cambio de secretarias, guardaespaldas y criados cada dos semanas. Pero las nuevas caras me asustan aún más. Sé que es estúpido, pero no puedo evitar sospechar que son espías del primer ministro Chu.

Ya no me interesan las doradas vistas otoñales de la Ciudad Prohibida y el Palacio de Verano. Me encantaba cruzar el puente de los quinientos dragones de piedra, pero ahora temo que salga una mano misteriosa del agua y tire de mí.

Decido ir a Shanghai, donde mi amigo Chun-qiao se ha convertido en el secretario del Partido de todos los estados sureños. He llegado a depender de él. Seleccionamos juntos a los miembros de mi futuro gabinete. De nuevo me recomienda a su leal discípulo, ahora el famoso «mariscal de Pens», Yao Wen-yuan, y a otros dos hombres de talento. Uno se llama Wang Hong-wen, un apuesto treintañero que se parece mucho al difunto hijo de Mao, Anying. Wang es el jefe del Sindicato de Trabajadores de Shanghai. Chun-qiao señala que el sindicato se ha adaptado y convertido recientemente en una fuerza militar, y que está a mis órdenes.

Excelente. Felicito a Chun-qiao y a sus hombres. Es justo lo que necesitamos. Quiero llevaros a todos a Pekín. Quiero presentaros a Mao. Y, por supuesto, me llevaré conmigo al compositor Yu, mi más querido amigo. Mao admira su trabajo y creo que debería estar ocupando un cargo mucho más importante que el que ocupa ahora. ¿Qué más da si es un artista y un despistado que cada dos por tres se sorprende con calcetines de distinto color? Lo adoro. Nadie entiende mejor que él mi faceta artística. No importa que no le guste la política. A mí tampoco me gusta. La cuestión es que no puedes disfrutar componiendo si no eres capaz de perder la cabeza. De todos modos, Chun-qiao, te dejo encargado de iluminarlo.

Armándose de valor, ella presenta su nuevo talento político a Mao. El anciano se mueve con rigidez, le tiembla la mano y se le han caído la mitad de los dientes delanteros. Así y todo, una vez más se queda encantado con su mujer. Le impresiona particularmente el apuesto y esbelto Wang Hong-wen. Como si fuera un hijo, se lo lleva a un lado y lo invita a pasar tiempo con él. Unos meses más tarde lo nombra vicepresidente del Partido Comunista, en sustitución de Lin Piao. Mao anuncia el nombramiento en la siguiente reunión del Partido.

Hay una condición, me dice Wang Hong-wen para mi estupefacción. Mao quiere que sea su mascota y no la mía. De hecho, Mao quiere que «deje de criarme Jiang Qing».

Esto es un robo, digo a Wang. Y le exijo lealtad. Pero Wang no es un hombre de honor. Se arrima al árbol más grande. Pido a Chun-qiao que le diga a Wang que si sigue siéndome desleal, «filtraré» la información sobre su verdadero pasado: no es ningún hombre de talento. Dejó el instituto y es una historia inventada.

Después de eso Wang vuelve a tomar posiciones. Mao no tarda en descubrir que Wang habla por mí. Empieza a poner en tela de juicio lo que éste dispone. Nos llama «la Banda de los Cuatro», refiriéndose a Wang, Chun-qiao, su discípulo Yiao y a mí.

En el funeral del mariscal Chen Yi, que tiene lugar el 10 de enero de 1972., Mao finge emocionarse. Había rehusado asistir a la ceremonia, pero en el último momento cambia de opinión. Para la nación es una señal inequívoca de que se está volviendo hacia los viejos camaradas.

Cuando llega Mao el funeral ya ha empezado. Baja del coche y se precipita hacia el ataúd. Su aparición sorprende a todos. Las cámaras captan al instante el detalle: por debajo de su abrigo negro asoma la cola de su pijama blanco. Eso da a entender que ha acudido con tantas prisas que no ha tenido tiempo de cambiarse. Da a entender que Mao no podía dejar de venir. Para el maestro de ceremonias, el primer ministro Chu, la llegada de Mao no sólo honra a los viejos compañeros, también puede interpretarse como una censura a Jiang Qing y a su banda.

Después de la ceremonia Мао mantiene una conversación a puerta cerrada con el primer ministro Chu. Días más tarde la oficina del primer ministro Chu publica un documento titulado «Poner las cosas de nuevo en orden».

¿Qué puedo hacer sino deshacerme en lágrimas? Si Мао deposita su confianza en los viejos camaradas, sencillamente no tengo futuro. Aunque al primer ministro Chu acaban de diagnosticarle cáncer, no descansará hasta ver a su camarada Deng Xiao-ping en el asiento de primer ministro. Aun en la cama del hospital ofrece un espectáculo ante los medios de comunicación. Pide a la gente que transfiera a Deng el afecto que siente por él. Es un número bastante conmovedor. Deng está acaparando los titulares. «Confiad en que el camarada Deng reactive la economía del país» se ha convertido en la consigna de moda.

Ella se resiste a verse empequeñecida. Cree en su red de contactos y en sus adeptos en los medios de comunicación que en los meses pasados han publicado los manuscritos de todas sus óperas. Lleva una década tratando de crear una perfecta imagen de sí misma a través de las óperas y los ballets. Una heroína con un toque masculino. La mujer salida de la pobreza que se eleva para llevar a los pobres a la victoria. Cree que la mente de los chinos se ha visto influenciada. Es el momento de tantear el terreno; el público debería estar preparado para abrazar a una heroína en la vida real.

Lo tengo todo planeado, dice a Kang Sheng por teléfono. Estoy en mitad de un gran proyecto. Estoy preparándome para entrar en escena de verdad.

Hagas lo que hagas, susurra Kang Sheng, pon veneno en el tazón de arroz de Chu antes de que lo haga él en tu tazón. Мао está perdiendo la razón y será mejor que te des prisa.

No puedo respirar. Soy presa de mi peor pesadilla. Estoy atrapada en un cuento clásico de la Ciudad Prohibida. El escenario se llama el Patio Olvidado, y los personajes son concubinas imperiales a las que les falta algún miembro. Visitan mis sueños y no me abandonan por la mañana.

No veo el modo de retrasar el reloj de Mao.

Voy a coger manzanas a la colina de Carbón, dice Jiang Qing a Mao. ¿Te gustaría acompañarme?

Cojeo con la pierna que me queda, responde el anciano de setenta y nueve años tosiendo. Siento cómo mis huesos se descomponen por segundos.

¿Por qué no llamas a tu médico?

¡No! ¡Cuelga el teléfono! Hoy día hasta una cucaracha puede ser una asesina.

Ella lo mira fijamente.

Él transpira profusamente y vuelve despacio a su cama.

Está más que cansado, piensa ella. Se está apagando. Aunque tiene apetito, ha estado matándose de hambre. Se le han caído los dientes, pero se niega a ponerse una dentadura postiza. Está tan débil que se hunde en la piscina.

La llama sin ningún motivo en particular. El día anterior hizo lo mismo. Cuando ella llega él no tiene nada que decirle. Ella espera paciente. Pero él no logra hacerse entender. Murmura acerca de su alta presión sanguínea y pequeños cortes que no cicatrizan. El médico dice que tengo llagas. Están en todas partes. En la boca, en la garganta, en el estómago, en los intestinos y en el ano. Mira aquí, dice abriendo la mandíbula. ¿Las ves? Aquí, debajo de la lengua. Vienen y se quedan allí las veinticuatro horas.

Ella huele la muerte en su aliento.

Ya es hora. Las palabras brotan sin querer de sus labios.

Él se vuelve hacia ella con un movimiento rápido.

Perdona, lo que quiero decir es que nunca es demasiado tarde para empezar a cuidarse la salud.

Últimamente trato de levantarme y andar, dice Mao jadeando. Ando sin parar. Temo que si me paro no volveré a hacerlo. Me encanta la sensación de tocar el suelo con los pies. Me encanta su solidez. El olor de la tierra me reconforta. Sólo mientras ando soy capaz de experimentar el día, saber que estoy vivo y que mis órganos funcionan. Oh, qué maravilla cómo bombean mis pulmones. ¡Un cuerpo sano andando sobre una tierra sana! En este vínculo entre mi persona y el suelo es en lo único en lo que confío y dependo. Y por lo que respiro. Verás, al estirar las piernas el suelo me recibe. Me recibe, me sostiene y me alaba por muy horrible que haya sido. Se extiende silenciosamente por debajo de mí. Se extiende de mis pies al infinito…

Ella imagina a una maquilladora pintando las uñas del moribundo.

Como fascinado por sus propios pensamientos, Мао se acerca, la coge del brazo y continúa. No he estado haciendo gran cosa últimamente porque me paso toda la noche soñando con que camino y me pregunto si he caminado dormido… No recuerdo si había estrellas anoche. Era… como si alguien me hubiera dejado tirado en la carretera. Estaba cansado pero no podía parar. Porque no quiero morir. Han habido malos presagios. Han tramado otro atentado contra mí. ¿Sabes algo al respecto? ¿Sabes algo? Lo presentía. Confío en mi instinto. Es alguien que se llama a sí mismo compañero de armas, alguien que conoce mis costumbres y mis secretos, que ve lo que estoy haciendo ahora. ¿Lo conoces?

La suelta y se deja caer en su silla de junco.

Ella se quita las gafas y se seca el sudor de la frente. Luego vuelve a ponérselas, pero no se le aguantan. No paran de resbalársele; tiene la nariz húmeda. Trata de sostenérselas con los dedos, pero siguen sin aguantarse. Al final se las quita.

¿Sabes?, Jia-zei-nan-fang, la casa del ladrón es la más difícil de guardar. Estoy seguro de que sabes de qué estoy hablando.

Ella abre mucho los ojos. Se aclara la voz y responde: Querido presidente, cuentas con el afecto de toda la nación. Has logrado más que ningún otro ser humano en la tierra. Has conquistado y redefinido el coraje y los deseos de nuestra nación. Te has mostrado como el mejor ejemplo del verdadero espíritu de un patriota. Tus compatriotas te idolatran como nunca lo han hecho…

¡Calla! Мао se levanta de un salto. ¡Convéncete, Huang-mu-niang-niang, la Madre del Cielo no vaciará el bacín de su majestad el día de mi funeral!

La noche huele como el aliento de un niño. Jiang Qing repasa mentalmente la escena de la mañana. Se pregunta si no caminaba dormida. Al cruzar el patio oye gemir gatos al otro lado de los gruesos muros y le llega de un arbusto un fuerte estornudo.

Recostado en su cama, Mao se cuestiona lo segura que es su piscina. Llama al jefe de seguridad y le pregunta si ha sido construida a prueba de misiles. Al verlo vacilar, ordena destruirla. ¡Convertidla en un refugio antiaéreo!

Llaman a un equipo de médicos para que se ocupen del trastorno de sueño de Mao. Pero nada de lo que le recetan funciona. Mao se niega a levantarse de la cama, y no digamos peinarse, lavarse o vestirse. Se pasa las veinticuatro horas del día en pijama. Aumenta su paranoia. Confunde a su secretario con un asesino y le arroja un tintero cuando entra a anunciarle la visita del presidente estadounidense, Richard Nixon.

Oigo lloviznar, dice Mao describiendo a un médico sus síntomas. Día y noche oigo dentro de mi cabeza esta lluvia incesante. Me arrastra consigo.

Ella ya no puede esperar más. Quiere que Mao escriba un testamento. Está segura de que se avecina un ataque al corazón o un coma. Visualiza su llegada. La crecida que desborda el cerebro.

Mao no quiere verla. Pero ella sigue presentándose, poniendo pretextos para irrumpir en su dormitorio.

Él despide a un guardia apostado en la verja por no conseguir detenerla.

En calidad de jefe de Estado ella recibe y acompaña a los Nixon a sus óperas y ballets. Eso le hace sentirse orgullosa y recompensada por fin. Pero al mismo tiempo siente cómo se aproxima el peligro. Habla con nerviosismo y el traductor tiene dificultades en seguirla.

No noto los años aunque ya tengo sesenta y uno. Cada día ejercito mis fuerzas. Mao no ha logrado ocultar a la gente el precario estado de su salud. En manos del mejor cámara y editor de cine, babea impotente en un documental llamado Saludando a Imelda Marcos. Se le caen los párpados, le cuelga la papada, y tiene la boca y la mandíbula desencajadas. Tiene ochenta y dos años. El sol no puede evitar ponerse. Lo que me frustra es que no acepte su destino. Se niega a retirarse. No me cede el poder. Me digo a mí misma que es demasiado viejo para pensar en mí.

Llevo demasiado tiempo luchando para renunciar ahora. En los años setenta pedí a Chun-qiao que escribiera una propuesta en nombre del Comité del Partido de Shanghai y se la enviara a Mao. En ella Chun-qiao me describía como «la promotora de la Revolución Cultural» y «colaboradora clave del Partido Comunista». En momentos de crisis, la camarada Jiang Qing pone en juego su potencia ofensiva. Dirige el Partido y la revolución sin ayuda de nadie. Combate a los enemigos más duros como Liu Shao-shi y Deng Xiao-ping. No hay nadie mejor que la camarada Jiang Qing para conducir el país y llevar la bandera de Mao Zedong.

Después de acumular polvo durante tres años encima del escritorio de Mao, la propuesta es, para mi gran decepción, rechazada. No sólo eso, Mao escribe en la portada un desagradable comentario: Tirar.

Estoy tumbada en el suelo, sin aliento. No tengo ni fuerzas para matarme. Si Mao me hubiera demostrado que era el rey de Shang, seguiría el ejemplo de la señora Yuji y me clavaría con mucho gusto un cuchillo. Y habría muerto con dignidad. Pero es demasiado tarde. Todo ha salido mal.

Va a amanecer y no he pegado ojo. Recuerdo mi juventud. La primera vez que nos vimos. Todavía me asombra. El momento mágico. La felicidad. El modo en que nos quedamos uno frente al otro en la cueva de Yenan, incapaces de separarnos.

Ahora soy un perro acorralado y apaleado. Muerdo para escapar. Lo irónico es que mi personaje se niega a abandonar su idealismo. Mi personaje trata de redimir su alma. Me empuja a vivir, a sobrevivir, a crear luz en el infierno. Cada vez que me siento en el teatro veo un fantasma de mí misma. Oigo mi voz en la de la heroína. Su forma de superar el miedo. Rezo para que no me abandone el espíritu. Y estoy bien. Vuelvo a estar llena de esperanza. Me sigo diciendo que habrá vida después de Mao. Cuando el amor exhale, seguirá habiendo algo por lo que vivir. Yo misma. La imagen de la señora Mao. La muerte de Mao ayudará a definir mi papel.

Pero en cuanto sale del teatro vuelve a sentirse débil. No se reconoce en su forma de hablar y de moverse. Una sensación de desamparo se apodera de ella. Respira el aire contaminado y huele la basura. Es como descubrir un cuerpo podrido cubierto de moscas a las cinco de la mañana a la orilla de un bonito río. No puede hacer nada para cambiar el curso de su destino. La dirigen.

La voz con la que habla no le resulta familiar. Así y todo, sigue adelante. No tiene mapa, y no sabe si algún día hallará su camino. Sigue andando. Tiene que decírselo a Yu. He sobrevivido a rápidos, pero ahora el mero avanzar se ha convertido en un viaje en sí mismo. Ya no pide ver a Mao. Echa de menos a Nah, pero la deja tranquila. Es mejor que nada le recuerde su fracaso como madre. Se siente demasiado frágil para soportar más pérdidas. Cada día cambia de hotel, cada día se pone el uniforme y libra batallas propagandísticas, promocionándose. En noviembre lanza una campaña proponiendo a Chun-qiao como primer ministro. Espera la respuesta de Mao. No llega. Asume que Mao lo está considerando. Reza. Sigue recorriendo el país y elogiando a Chun-qiao como animador.

Personalmente no simpatiza con Chun-qiao. Un hombre lleno de odio. Pero lo necesita. Necesita a alguien fuerte. Un hombre tan poderoso y tan lleno de determinación como Mao. A Chun-qiao se le da bien conspirar. Su carácter refleja el de Kang Sheng. Es un elocuente teórico comunista de oficio, y sus obras han avivado enormemente las llamas de la Revolución Cultural. Su poder de convicción es asombrosa. Él y su discípulo Yiao se compenetran. Como los músicos, Chun-qiao vende melodías y Yiao arreglos. Han estado trabajando en Las grandes citas de la camarada Jiang Qing.

Jiang Qing no puede decir que no haya esperado que Mao cambiara de opinión respecto a ella. Pero cuando lo hace, le coge desprevenida.

El 17 de julio de 1974 Mao convoca una reunión del congreso en el Pabellón Luz Púrpura.

Sin previo aviso nombra primer ministro a Deng Xiao-ping. Parece cansado y poco interesado, y se le cae el cigarrillo de las manos varias veces. Levanta la reunión mientras sirven té.

Antes de que Jiang Qing tenga tiempo de encajar el primer golpe, le llega el segundo. Al día siguiente del nombramiento de Deng, Mao publica un documento criticando a Jiang Qing como cabeza de la Banda de los Cuatro. La prensa de Pekín se hace eco de inmediato y los rumores se convierten en noticia oficial. Jiang Qing creía controlar los medios de comunicación, creía contar con adeptos, pero ha quedado demostrado que es necia. No tiene madera de política. Se ha metido en ella por motivos equivocados. Siempre ha sido así. Lo mismo le ocurrió cuando estuvo con Yu Qiwei y Tang Nah. Se mete para acercarse al hombre que ama, pero termina perdiéndose a sí misma. No sabe en qué momento la broma de Mao acerca de que es la cabecilla de la Banda de los Cuatro se ha convertido en la acusación oficial de un crimen.