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IX

Durante los siguientes años, Josefa Veytia se volvió tan asidua lectora de los periódicos como lo fue siempre su marido. Todos los días el recuento de lo que iba sucediéndole al país la mantenía en vilo igual que una novela por entregas de aquellas que la hacían despertar a media noche tratando de imaginarse lo que seguiría.

Su pasión por los escritores y sus ocurrencias se redujo frente a las historias que la realidad le iba regalando cada mañana. Leía tantos periódicos como Diego y les dedicaba aún más tiempo. Se conocía como las tablas de multiplicar quién quería qué y quién vaticinaba qué, quién buscaba o quiénes se oponían a la octava reelección del dictador que en sus recuerdos era el héroe de muchas batallas importantes, y en su juicio había estado siempre como el único hombre que logró conseguir un largo periodo de tranquilidad desde que no sólo ella sino sus padres nacieron en el aguerrido país del siglo XIX.

Sin embargo, de tanto leer los elogios que a diario le hacían en los periódicos los favorecidos con su régimen y enfrentarlos a las docenas de folletos clandestinos que informaban de las arbitrariedades que se permitían en todo el país, y en el caso de Puebla de la perversión del gobernador al que respaldaba desde hacía varios lustros, Josefa dejó de llamarlo don Porfirio y se convirtió en otra militante de la causa antirreleccionista.

Hasta entonces se dio cuenta Diego de lo benéficas que habían sido siempre las treguas de sus conversaciones con Josefa: cuando las vio perdidas y ella empezó a parecer otro de sus compañeros de causa. Su mujer sólo quería hablar de las posibilidades electorales que tenía el señor Madero, del Club Central Antirreleccionista y de lo que le parecía cada uno de los folletos y libros que fueron apareciendo.

– Ya no sé qué cosa es peor -se lamentó Diego Sauri un miércoles durante la comida-, si el mutismo de antes o esta logorrea dominante. Desde que el viejo declaró que está listo para la democracia, toda murmuración se convierte en folleto y cualquier delirio se vuelve libro.

– ¿Quién te entiende, Diego? ¿No estabas siempre quejándote del silencio temeroso que dominaba al país? -le preguntó Josefa.

– Sí, pero también la ingenuidad invita al tedio. ¿Quién puede creer que la candidatura de Madero y su sueños espiritistas van a servir de algo?

– Yo -afirmó Josefa-. Yo que no quiero una guerra y que estoy tan harta como tú de esta paz.

– Antes te gustaba la paz -dijo Diego.

– Me sigue gustando. Por eso soy partidaria de Madero, porque tiene cara y actitud de paz.

– Pues ni tú ni él van a llegar a ninguna parte.

– Ya estás de pesimista, papá -opinó Emilia que se había vuelto una escucha implacable.

– Hija, lo que hago es ver, es lo que he hecho siempre con más gusto -dijo Diego.

– Me ofendo si vuelves a decir eso -coqueteó Josefa levantando la cabeza de los periódicos que leía en las tardes.

– Vanidosa -le contestó Diego mordiendo la punta de su gran cigarro.

– Vanidoso tú que caminas con la verdad y el desencanto por todas partes.

– Josefa, yo he reconocido siempre el talento con que puedes adivinar la trama de una novela, pero esto es distinto, no lo rige la lógica de la literatura en que tú eres experta: Madero va a perder.

– Milagros opina lo contrario.

– Milagros cree, como yo, que si el viejo Díaz no permitió ni siquiera el tonto juego del general Reyes y sus seguidores, menos va a permitir una elección que pacíficamente gane el señor Madero.

– ¿Qué pasó con el general Reyes? -preguntó Emilia.

– El general Reyes -dijo Diego- era gobernador de Nuevo León. Se volvió el candidato de unos gobiernistas ingenuos, que creyeron en eso del cambio de poderes, nada más porque Díaz quiso impresionar a un periodista gringo diciéndole cosas como que él acogería como un signo del cielo el hecho de que en su país surgiera un partido de oposición. Y qué bonito, qué bonito: hagámosle caso al Señor Presidente, busquemos quien releve al vejestorio.

¿Y? -preguntó Emilia interrumpiendo la carcajada con que su padre había detenido su narración.

– Les duró poco el gusto -dijo Diego-. Díaz llamó a Reyes, Reyes se desdijo y decepcionó de golpe a las logias masónicas, a los burócratas menores y al ejército. Negó su candidatura y ofreció su apoyo a la reelección de Díaz. Como premio le quitaron el gobierno de Nuevo León y lo mandaron a Europa a aprender nuevas técnicas de guerra. Es un zorro el famoso presidente Díaz -dijo Diego-. Y tu mamá cree que lo puede combatir un hacendado coahuilense metido de golpe a predicador, que tiene el mérito de ser valiente, de estar furioso y de haber escrito un libro lleno de disquisiciones históricas que no conducen bien a bien a ninguna parte.

– Ah -dijo Emilia tratando de organizar toda esa información en su cabeza-. Daniel me contó en una carta que es un buen hombre.

– Eso sí es, Diego, acéptalo -pidió Josefa, a quien la bondad le parecía una virtud superior a cualquier otra.

– Nada más le faltaba ese desorden al desorden que trae -dijo Diego.

– ¿Cuál desorden? -preguntó Josefa.

– ¿Te parece poco? Sólo en el estado de Puebla hay noventa clubes antirreleccionistas.

Eso ya lo sé -aclaró Josefa-. ¿Y qué tiene de malo?

– Que están peleados todos contra todos. Son noventa y ninguno.

– No es cierto, mi amor.

– Josefa, no me digas que no es cierto lo que compruebo todos los días. Yo hablo con ellos, tú los lees.

– Tú también los lees -dijo Emilia.

– Nada más para ver cómo no cumplen con lo que predican -aclaró Diego cambiando el tono juguetón por el de pesar. No le gustaba su casa convertida en campo de batalla verbal, temía más que la guerra, que la contingencia lastimara el refugio sedentario y paradisíaco de su armoniosa vida conyugal.

– Diego -siguió Josefa-, Aquiles Serdán estuvo dos meses en la cárcel por cumplir con lo que predica.

– Estuvo en la cárcel por bravucón. ¿A quién se le ocurre querer marchar con todo y su grupo antirreleccionista en el desfile anual del día de la Independencia? Y después se dio el lujo de escribirle una carta al presidente para quejarse del maltrato que le había dado su gobernador. Figúrate tú: "Es muy conocida la frase de Usted: hay que tener fe en la justicia, y la verdad Señor, que si esta vez queda todo impune, ni mis correligionarios ni yo volveremos a tenerla" -dijo Diego imitando la voz de un niño-. Se oye atrevido, pero es una tontería, Josefa. Como si Díaz fuera autoridad con la cual quejarse. En eso, Serdán se parece a Madero. Están peleándose con el gobierno, y con qué gobierno, pero quieren que el gobierno los trate bien.

– Tienen razón -dijo Josefa.

– Pero aquí todo está regido por la sin razón. También tenían razón los trabajadores de las fábricas en Orizaba y los de las minas en Sonora y ya vimos cómo les contestaron a sus razones.

– Entonces ¿qué sugieres Diego? ¿Que se quede todo igual?

– No me insultes Josefa, que eres una recién llegada -le contestó Diego-. Hace veinticinco años que te empecé a hablar de lo que ahora es la gran moda.

– En eso tienes la verdad completa -concedió Josefa levantándose de su mecedora y soltando el periódico que no había dejado de sujetar a lo largo de su desacuerdo-. Por eso te quiero, por terco.

– Haces bien -dijo Diego irguiendo los, hombros y contoneándose como un ganso-. ¿Cenamos? -preguntó tranquilizando su ánimo.

– Ahora que todavía hay -intervino Milagros Veytia. Llevaba un rato parada en el quicio de la puerta oyéndolos hablar.

– Qué cosas dices, Milagros. Eres más pesimista que Diego.

– Soy menos optimista -dijo Milagros al mismo tiempo en que besaba a su sobrina. Luego le preguntó por su amiga Sol, cambiando la conversación para no cargar la cena con el aire tenso de las preocupaciones.

Como bien lo había previsto Sol García unos años antes, su madre, casamentera obsesiva y eficaz, consiguió acercar el resplandor de su hija a los ojos de uno de los vástagos de la familia más rica de la ciudad

y el país. No resultó difícil que tal vástago perdiera por Sol hasta el hambre que siempre se caracterizó como su pasión única, y buscara el modo de hacerla suya de una buena vez. Dueño junto con su familia de haciendas varias, ingenios azucareros, tierras de tabaco, casas y dineros dentro y fuera del país, el muchacho conquistó a Sol más rápido de lo que Emilia hubiera imaginado. Y cuando hizo falta, porque una luciérnaga de duda cruzó el ánimo de la muchacha, su madre gestó la torpe pero eficaz metáfora de que su hija era una joya y de que las joyas necesitan guardarse en cofres de lujo. Así las cosas, se preparaba una boda digna de recordarse a lo largo de los tiempos.

– ¿Ya está listo el ajuar de princesa? -preguntó Milagros cuando estuvieron frente a la sopa.

Todavía no acaba de llegar -avisó Emilia-. Encargaron a París hasta los calzones y les faltan baúles. Unos están en Veracruz y otros todavía ni salen. Al paso que andan se va a casar con los fondos de encaje de Brujas que llegaron ayer.

– Esta niña heredó tus tijeras -le dijo a Milagros su hermana.

– Mejor para ella -dijo Milagros-. Y adviértele a tu amiga la casamentera que si su niña no se casa rápido se va a casar con un hombre en la ruina -dijo Milagros.

– Pero si son dueños de medio estado de Puebla y de una parte de Veracruz. ¿Por qué crees que la está casando Evelia? -preguntó Josefa.

– Porque nunca ha tenido talento previsor y está contagiada del ánimo comerciante del marido -criticó Milagros.

– Que se contagia bien -dijo Emilia-. A Sol ya se le contagió. Ayer me habló durante una hora de todas las cosas que va a tener. De la casa en la Reforma, de los muebles ingleses, de la vajilla de Baviera y las copas de cristal sueco. Está muy difícil tratarla, a veces me dan ganas de abandonarla a su suerte. Total, ella confía en que será buenísima.

– No hay que desearle otra cosa -invocó Josefa.

– A ti quién te entiende, Josefa -dijo Diego-. O estás con unos o estás con otros, pero no se puede estar con todo el mundo al mismo tiempo.

– ¿Por qué lo dices? -preguntó Josefa mientras olisqueaba el pescado-. Creo que se me pasó de chile -comentó.

– Lo que quiere decir Diego es que no puedes pretender que cambien las cosas, y que les vaya bien a los actuales dueños de las cosas -dijo Milagros-. Y sí te pasaste de chile, pero está rico.

– No está rico -corrigió Josefa.

– Está mejor que nunca -intervino Diego-. ¿No te gusta Emilia? ¿Por qué no comes?

– El anillo de Sol le abarca medio dedo -contestó Emilia-. Hasta parece que se va a ir de lado.

– ¿Y por eso no pruebas tu comida? -preguntó Josefa.

– No tengo mucha hambre.

– Come de todos modos -dijo Milagros-. Que se te guarde en una pierna para cuando no abunde.

– ¿Por qué ahora estás tan terca con eso? -le preguntó su hermana.

– Porque he leído muchos libros sobre guerras -dijo Milagros.

– No nos los cuentes -le pidió Diego-. Y tú, Emilia, por si las dudas no desperdicies. ¿Quieres un anillo como el de Sol?

– ¿Para qué lo ha de querer? -preguntó Josefa-. Ella es una niña sensata.

– Para ser insensata -dijo Milagros-. Es lógico que una niña de diecisiete años quiera ser insensata.

– No quiero un anillo como el de Sol -dijo Emilia probando su pescado.

– Pero sí quieres ser insensata. ¿Vamos al circo el viernes o ya te sientes muy grande para eso? -le preguntó Milagros Veytia.

– Vamos al circo -dijo Emilia abandonando de nuevo su pescado-. ¿Cuándo es?

– Hay una función mañana y otra el domingo. -¿De cuál circo hablas? -le preguntó Josefa.

Milagros hablaba del Circo Metropolitano. Su dueño donaría a la campaña de Madero la mitad de sus ganancias en la ciudad de Puebla.

– Si lo dice, perderá la tercera parte de su público -dijo Diego.

– Pero no lo hará. Yo lo sé porque me tocó convencerlo ayer en la noche.

– ¿Cómo lo convenciste? -le preguntó Josefa.

– Con métodos convencionales, hermana. No te apures, no puse en riesgo el decoro del apellido.

– Si alguno le queda -dijo Diego.

– La verdad es que desde el matrimonio de Josefa no nos hemos repuesto. Mira que casarse con un desconocido recién llegado del Caribe.

– Llegué del Caribe, pero no era desconocido. Aquí no sabían de mí por ignorantes. Los poblanos siempre han pensado que no existe lo que para ellos es desconocido. Pero yo era famoso en mis rumbos -dijo Diego refugiando su boca tras el oído de su mujer.

– Vámonos Emilia que aquí va a haber cónclave. ¿Me acompañas a visitar a tu suegro? -preguntó Milagros refiriéndose al doctor Cuenca.

– Sí -contestó Emilia saltando de la silla.

– Milagros, no la encandiles. Un buen día se presenta Daniel casado con una gringa y a ver cómo la curas del desconsuelo -advirtió Josefa.

– De los desconsuelos no cura nadie, pero lo que sí puede uno hacer es apacentar la esperanza. Nada más vemos si trajo carta el mensajero y regresamos -dijo Milagros que parecía la adolescente-. Anda Emilia, dale un beso a tu madre para que no vaya a secarse con tu ausencia de media hora. Nos vemos en un rato cuñado, a ver si logras tranquilizar a la nueva radical.

– No te burles Milagros -pidió Josefa.

– Lo digo con entusiasmo, hermana. Adiós -dijo Milagros jalando a Emilia, que se había regresado a meter el dedo en el caramelo del flan.

Una hora después estaban de regreso en la tibia estancia de los Sauri. No había ruido, pero las luces aún permanecían encendidas.

– Tus papás gastan luz eléctrica como si se las regalaran -dijo Milagros-. Mira que dejar todo iluminado. ¿Qué te dice Daniel?

– Ya sabes, mentiras -contestó Emilia doblando su carta hasta convertirla en un cuadrito que se guardó bajo la blusa.

Milagros se dejó caer sobre un sillón, como si acabara de bailar y estuviera rendida. Emilia se acomodó frente a ella subiendo los pies a una mecedora de mimbre y enroscando las piernas como si fueran las puntas de un pan dulce.

– Pareces víbora en esa posición -le dijo Milagros.

– Soy una diosa maya -dijo Emilia.

– Así no se acomodaban las diosas.

– Mi papá tiene una que así es -dijo Emilia, desenroscándose para ir en busca de una figura que Diego Sauri guardaba en un cajón de su escritorio y que Emilia había considerado siempre uno de los objetos más valiosos de su probable herencia.

Volvió con la escultura y se la entregó a Milagros que le dio vueltas entre sus manos.

– Vuelve a sentarte como ella -le pidió a Emilia, dejando la figurita sobre la mesa para ella misma intentar imitarla.

– ¿Algún don obtendrían con esta postura? -preguntó.

– La paz -dijo Emilia-. Al menos eso cuenta mi papá, pero ya sabes que imagina demasiado.

Al rato de oírlas hablar Josefa salió de su recámara en penumbra para unirse a la conversación. Emilia empezó a contarle cosas y una hora más tarde sus lenguas habían calentado tanto el aire que despertaron a Diego.

– ¿Qué no piensan dormir? -les preguntó a voces desde la cama-. Ya son las doce.

Sin dejar su sillón Josefa le pidió que se les uniera:

– Estamos arreglando el mundo, nos pueden servir tus consejos.

– Mis consejos les sirven siempre para hacer justo lo contrario -dijo Diego sin quitar la cabeza de su almohada.

– Pero son referencia, mi vida -le aseguró Josefa-. Ven aquí -volvió a pedirle cuando lo vio aparecer en el pasillo, como una promesa de que la conversación estaría viva por lo menos dos horas más.

– Se están llevando a los presos políticos para Quintana Roo -le avisó Milagros en cuanto estuvo sentado-. Hay muchos aterrados, ya no quieren ni salir al recibimiento de Madero.

– Mañana me presento en los clubes a informar cómo es aquello. Les temen a las serpientes y al calor, pero se puede vivir.

– Es bonito, ¿verdad papá? -le preguntó Emilia que desde niña lo había oído hablar del olor a piña y flores que despedían las solitarias islas del Caribe. No había una luz como ésa en todo el mundo, no había un perfume igual, ni pájaros ni langostas como los que habitaban ahí.

– Vamos a ir para que lo compruebes, verás cómo es verdad lo que te digo -empezó a decir Diego con el temblor de los recuerdos entre los ojos. No hablaba con frecuencia de su primera patria, pero cuando empezaba era cosa de oírlo durante horas, sin interrumpir, sin dudar, creyéndole como sólo las hijas creen en las historias de sus padres.

– ¿Tú de veras supones que el único camino son las armas? -le preguntó Josefa interrumpiendo los juegos de su imaginación.

– Yo estoy perdiendo las creencias y lo supongo todo -le contestó Diego, todavía con el verde de su isla dándole vueltas-. Cada quien tiene una idea distinta y todo el mundo tiene ideas. Vamos a ver cómo nos va con la visita de Madero. Por el momento no hay ni dónde se quede.

– Se puede quedar aquí -ofreció Josefa.

– ¿Para que a los tres días de que se vaya te lleven a la cárcel? -le dijo Milagros.

– ¿Será para tanto? -preguntó Emilia.

– ¿Por qué crees que no hay donde se quede? -le dijo su padre.

– Hace rato me dijeron que tal vez lo acepte José Bracheti, el italiano dueño del Hotel del jardín -dijo Milagros.

– Ojalá -dijo Diego-. De todos modos no hay permiso para usar ninguna plaza pública, ni para hacer reuniones en los teatros. Tal vez la manifestación tendrá que hacerse en un baldío del barrio de Santiago. A ver quiénes se atreven a ir.

– No te preocupes desde ahora -le pidió su mujer, que detestaba verlo decaído. En momentos así lo consolaba como si fuera su hijo.

– Será cosa de que nos traigas una manzanilla con anís -le dijo Milagros, que había descubierto la propensión de su hermana a poner hierbas a hervir en agua siempre que las cosas externas le parecían inmanejables.

– Pondré tila -aceptó Josefa sin darse cuenta del tono irónico que había en la voz de Milagros.

– No vayas a ningún lado -le dijo Diego-. Ven a descansar. Tú, Milagros, ya no vuelvas a tu casa, no son horas. Voy por una cobija -dijo acariciando a Emilia que dormía cuatrapeada en un sillón con el pelo revuelto sobre la cara.

– Quién sabe cómo será mejor tu marido, si triste o mandón -le dijo Milagros a su hermana.

– Mandón -supo Josefa-. Cuando se pone triste no sé cómo tratarlo. Cuando se pone mandón no le hago mucho caso.

– Yo no le haré ninguno. Tengo que irme -dijo Milagros echándose un rebozo sobre los hombros.

– Cuídate -le pidió Josefa-. Me muero si algo te pasa.

– ¿Qué me ha de pasar? -le contestó Milagros desde la puerta, antes de escabullirse por la oscuridad de las escaleras. Un minuto después sonó el zaguán grande cerrándose a sus espaldas.

– ¿Quién llegó? -preguntó Emilia despertando.

– Nadie, mi amor. Se fue tu tía, ven a tu cama -le pidió Josefa ayudándola a levantarse. Emilia se apoyó en ella y la sintió temblar.

– ¿Por qué la dejaste ir? -preguntó Diego que apenas volvía con la cobija.

– Porque no puede hacerse otra cosa con ella.

– ¿Se fue la tía? -dijo Emilia despertando de un golpe-. Yo quería ir con la tía.

– Ni se te ocurra pensarlo -le pidió Josefa sirviéndose una taza de tila fría-. Ven a dormir -dijo peinándola con los dedos como si aún fuera su niña de hacía unos años-. Ven, te canto, te rasco la espalda -le pidió llevándola hacia su recámara, hipnotizándola con su voz como una droga, como un último perfume de infancia al que Emilia no pudo resistirse.

Al día siguiente, cuando Josefa salió a caminar la ciudad como todas las mañanas, la encontró tapizada con los papeles amarillos que, avisando la llegada del candidato Madero, invitaban a la gente a recibirlo en la estación de trenes.

De su casa a la de su hermana eran siete cuadras en línea recta y dos a la izquierda. Josefa las voló en unos minutos. Siempre llevaba en su bolsa la gran llave que abría la puerta de Milagros. Era como saberse a salvo de cualquier catástrofe. Entró a la casa y cruzó corriendo el patio que en ese momento invadía una luz dorada. Subió las escaleras de dos en dos, cruzó a la sala tibia de aquella casa. El piano estaba abierto como siempre, porque Milagros decía que cerrarlo podría traerle infortunios. Todo lo demás tenía también una razón de ser y un destino en aquel lugar. Todo estaba regido por una silenciosa pero deliberada armonía.

Josefa no se detuvo, como hacía siempre, a buscar qué nueva antigüedad había conseguido su hermana, fue directo a la recámara y empujó la puerta haciendo un ruido de diablos. Las maderas para impedir el paso del sol y los ruidos de la calle estaban cerradas sobre el largo balcón que daba a la Plazuela de las Pajaritas. Josefa cerró los ojos intentando acostumbrarse a la oscuridad, pero al abrirlos siguió sin ver más que una negrura que la estremecía. Entonces caminó hasta el balcón y tanteando buscó el modo de abrir las maderas.

Un gajo de luz entró sin miedo por el cuarto y se detuvo en el cuerpo de Milagros que dormía inmutable como la Iztaccíhuatl, todavía vestida con la ropa del día anterior, sin haberse quitado siquiera los botines. En el suelo, junto al brazo que extendía al aire como si apenas lo hubiera utilizado para desprenderse de ellos, quedaban algunos de los mil volantes que pintaban la ciudad de amarillo.

– ¿Hermana? -murmuró Josefa mientras le quitaba los zapatos.

– ¿Qué? -dijo la voz de Milagros encajándose en su almohada.

– Te quiero mucho.

– Ya lo sé.

– ¿Estás muerta?-insistió Josefa, segura de que nunca la había visto tan cansada.

– Sí -dijo Milagros hundida bajo las cobijas para librarse de la luz que entorpecía sus delirios.

– Bendito sea Dios -suspiró Josefa cerrando la entrada de luz.

– ¿Cuál dios? -preguntó Milagros desde su letargo.

– El de la guerra -contestó Josefa.