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X

Volvió a la Casa de la Estrella caminando despacio mientras silbaba. Se le había hecho tarde y pensó que su marido estaría en la botica junto con Emilia, que en los últimos meses bajaba con él desde temprano para quedarse el día entero entre los frascos y los olores del laboratorio. Le había aprendido a Diego muchas de las recetas y algunas de sus mañas, había leído la tercera parte de los libros de medicina que encontró sobre las mesas y les había dado un orden a los estantes que desde niña se acostumbró a desempolvar, mientras su padre cantaba las tristes arias con que alegraba sus tardes.

Cuando terminó el arreglo, Diego le reclamó. Estaba seguro de que a partir de ese momento no sabría qué hacer.

– Lo confundiste todo -dijo llevándose las manos a la cabeza mientras iba a sentarse en un banco alto para desde ahí pedirle cuentas-. Por eso nunca permití que tu madre trajinara en este rumbo. ¿Cómo voy a saber dónde encontrar las cosas?

– Están por orden alfabético -dijo Emilia-. Me he pasado la vida viendo cómo revoloteas para encontrar algo. Yo me tardaría años en entender lo que tú manejas con intuiciones y recuerdos. ¿No te has oído? Por lo menos veinte veces al día te preguntas "¿Dónde lo puse?". Ahora será muy fácil.

Diego la escuchó pontificar pensando que aún no se hacía al ánimo de verla crecida.

– Vanidosa -dijo-. A ver, a que no encuentras la Cañafístula en conserva.

Emilia dio la vuelta sobre sus talones y se dirigió al tercer estante.

– ¿Qué quieres, flores o cañutos?

– Flores -murmuró Diego.

Emilia tomó un frasco de cristal color ámbar, lleno hasta la mitad con un almíbar en el que nadaban pequeñas flores blancas. Lo destapó para olerlo antes de entregárselo a Diego, que no necesitó comprobar de cerca para saber que era el correcto.

– ¿De qué sirve?-la desafió.

– No sé -dijo Emilia sentándose en el banco de madera clara que desde siempre le perteneció.

– Se usan como purga para personas delicadas.

– ¿Por qué se hacen en miel? -preguntó Emilia.

– Porque como lo dijo Nicolás Monardes desde el año de 1565 en que publicó su famoso libro, "con el cocimiento y el azúcar quítaseles la aspereza y la estepticidad".

– Pídeme otra -quiso Emilia.

– Palo de Sasafrás -dijo Diego.

– Lo encuentras en S porque hay palo y hay raíz. Tampoco sé para qué sirve. Sólo sé que mi mamá lo toma cuando anda confundida -dijo Emilia entregándole una lata gigante llena de cortezas y palitos parecidos a la canela.

– Tiene mil usos -explicó Diego-. Hasta para enamorar dicen que sirve.

– Habrá que darle a Sol. No creo que haya una novia menos enamorada y más cerca del matrimonio que ella -dijo Emilia.

– Hoy en la tarde le preparamos un jarabe -dijo Diego-. ¿Dónde están las piedras bezoares? -preguntó para seguir jugando.

– Quinto estante, muy a la mano. Es potentísima su virtud contra todo veneno.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Diego.

– ¿No son ésas de las que habla la carta de un soldado español que guardas como reliquia junto a la diosa maya?

– Ésas mismas -le contestó Diego-. ¿Te leí la carta?

– Nunca -respondió Emilia pensando que ya estaba en edad de regalarle a su padre el gusto de contar otra vez una historia que le había oído veinte veces.

Al ver a su hija morderse los carrillos para no descubrir una sonrisa, Diego recordó que tal lectura había sido su regalo de trece años, pero Emilia se mantuvo en que no sabía nada y lo urgió a que le contara toda la historia sobre las piedras bezoares descrita en la carta de don Pedro de Osma y Xara y Zejo. De sobra sabía ella lo que para su padre significaba el ejemplo del soldado español nacido en el siglo XVI que, abandonando las batallas de conquista, se dedicó a buscar y reconocer las virtudes y provechos de las plantas de Indias. Le gustaba oír la vida de ese hombre que entre la guerra y la ciencia, escogió la ciencia. Su padre la contaba con una pasión por tal destino, que ella se prometió en voz alta no olvidarla nunca.

Al oírla prometer como quien hace un juramento, Diego tuvo ganas de soltar una retahíla de esos elogios que los padres de aquellos tiempos consideraban poco formativos, así que haciéndose fuerte preguntó por la Yerba de Juan Infante.

– Cura heridas y flechazos. Eso dice tu libro. Está en la I de Infante.

– Mira bien ésta -dijo Diego-. Tiene hojas diminutas y vellosas. La encuentra uno fácil en el campo, pero hay que saber distinguirla de otra que no sirve de nada. Ésta cicatriza las peores heridas. ¿Y el ácido fénico? -preguntó.

– Aquí lo tiene usted, maestro -dijo Emilia haciendo una reverencia.

Engolosinado con el juego, Diego le siguió preguntando por los polvos de arsénico, la Belladona y cuanto nombre acudió a su cabeza. Sin buscar tregua, Emilia siguió contestándole hasta que llegó un cliente a interrumpir el coloquio.

Esa conversación fue como el sello de un pacto cuyos cimientos estaban puestos desde hacía tanto tiempo que era imposible recordarlo. Se volvieron una pareja laboriosa y divertida que hasta los domingos pasaba las mañanas bajo la mezcla de olores que hacía palpitar su laboratorio. Por eso Josefa buscó a su hija cerca del mostrador junto a Diego.

– ¿Quieres ver dónde está tu niña? -preguntó Diego pidiéndole con un gesto de la mano que se acercara sin hacer ruido.

Caminó hasta los estantes que había a espaldas del mostrador y buscó el tarro de Cannabis Indica en la segunda repisa de la izquierda. Josefa estaba en el secreto: al quitarlo se podía mirar el laboratorio a través de un cristal. Quedaba a la altura de los ojos: Diego lo puso ahí desde que inauguró la botica, para poder trabajar en la parte de atrás dándose cuenta cuando alguien lo buscaba en el mostrador.

Con unos dedos como de ladrón, sacó el tarro, se lo pasó a su mujer, se aseguró de que Emilia aún estaba del otro lado y dejó el camino abierto para que Josefa mirara. Ella metió la cabeza entre los frascos, miró durante unos tres segundos y se fue de espaldas hasta los brazos de su marido, que no bien la acostó en el piso, corrió por un algodón con amoniaco.

– Ni me acerques ese horror -le ordenó Josefa levantándose más rápido de lo que había tardado en desvanecerse. Se pasó las manos por la cara. ¿Había visto a su hija?

En el laboratorio, parada de puntas, moviéndose como si la rigiera una música interior, Emilia besaba a otra mujer en la boca, mientras le acariciaba la cara, llorando y riéndose al mismo tiempo. Josefa no lo vio, pero bajo el rebozo que cubría la cabeza y las trenzas de esa mujer, las manos de Daniel ceñían la cintura de la Emilia más feliz que había pisado esa botica.

Vestido a veces así, a veces de señorito encumbrado y a veces de campesino, Daniel cruzó la frontera y llegó a Puebla después de tanto tiempo de ausencia que la boca de Emilia le pareció el primer toque de agua tras el denso desierto.

– Están besándose -dijo la voz de Josefa descompuesta.

– Lógico -dijo Diego.

– ¿Eso también será normal en el siglo XX? -preguntó Josefa-. Me voy a tener que morir, yo no tengo sitio en este siglo.

Buscando la cabeza de Daniel, Emilia le desprendió el rebozo y la peluca sin dejar de besarlo. Después él se quitó la blusa de mangas largas abotonada hasta la barbilla y guareció su pecho desnudo en el vestido claro bajo el que latían los pezones de Emilia.

– ¿Dónde estuviste? -preguntó ella recorriéndole la espalda con los dedos.

– Aquí -dijo Daniel poniéndole un dedo entre los dientes. Ella lo apretó como un sello de fuego contra su lengua y cerró los ojos para que nada la distrajera de ese hallazgo.

Diego había devuelto el tarro de mariguana a su lugar y más muerto de celos que de preocupación por la moral sexual del siglo XX, se distrajo con la zozobra de Josefa. La llamó puritana, la abrazó, le secó las lágrimas y se la fue llevando al segundo piso en busca de un desayuno.

Una clienta entró a la botica. Como la encontró desierta, dio sobre el mostrador los tres golpes con que Diego había pedido a sus asiduos que lo llamaran y regresó a Emilia del mar abierto en el que navegaba. De un brinco se desprendió de Daniel, soltó un ¡yendo! idéntico al de su padre y alisándose los cabellos cruzó la puerta y apareció tras el mostrador con una sonrisa tan blanca y precisa como la porcelana de los tarros a sus espaldas.

La mujer iba a recoger unas gotas de Pulsatilla, gracias a las cuales había dejado de vivir mareada. Al encontrar a Emilia tan brillante como un trozo de sol cortando la mañana lluviosa, pensó que el mundo se había vuelto mejor gracias a la bendita intervención del boticario Sauri.

No bien la vio marcharse, Daniel salió al encuentro de Emilia, vestido con un traje de casimir y una corbata de seda. Se había mojado la cabeza y por un rato consiguió que su melena estuviera peinada hacia atrás. Todo él podía pasar por el hijo del gobernante más atildado, pero ni así, su gesto intrépido y sus ojos de fiera dejaban de ser un desafío.

Por única vez en lo que llevaba de vida, la botica cerró sus puertas a media mañana. Emilia y Daniel subieron a desayunar junto a los Sauri que aún estaban perdidos en las conveniencias y desastres del nuevo siglo. Diego había tranquilizado a Josefa descubriéndole que la mujer causante de sus espantos era Daniel disfrazado. Sin embargo, cuando ella lo vio entrar al salón con un brazo prendido a la cintura de su hija hubiera podido desmayarse otra vez.

– Estás muy guapo -le dijo con la frescura que las mujeres usan sólo para elogiar a los hombres que podrían ser su hijos. Sin soltar la cintura de Emilia, Daniel la abrazó. Llevaba meses malcomiendo y pasando peligros, estaba urgido de cobijo y cariños, de un retazo de infancia y un pan horneado en la cocina de quienes lo querían.

Desayunaron mientras Daniel les contaba la situación del maderismo en otras ciudades del país y se ponía al tanto de la complicada división entre los antirreleccionistas poblanos.

– Madero no es lo mejor que nos puede pasar. Es lo único -dijo cuando llegaron al café.

Diego aceptó que lo alegraba oír a alguien cuerdo y ambos criticaron a Madero por querer todo al mismo tiempo, cuando, según ellos sabían, en política no se puede querer todo al mismo tiempo, sin fracasar en casi todo. Después volvieron a la ciudad: existían noventa grupos de apoyo hechos un desbarajuste. Los principales clubes antirreleccionistas estaban divididos entre los moderados y los radicales, no había acuerdos específicos, ni proyectos coherentes, ni nada que no fuera desorden.

– Madero es un buen hombre -apuró Josefa.

– Y eso qué? -le contestó Daniel.

– De algo le ha de servir -aseguró Josefa.

– La política es de malos -dijo Emilia con la contundencia de la juventud entre las cejas.

Daniel intervino para contradecir a Emilia y Diego para contradecir a Josefa. Discutieron si debía haber tantos clubes antirreleccionistas, si tenían razón los moderados o los radicales, si Madero apoyaba o debía apoyar a unos o a otros, si había riesgos de guerra y si la guerra cargaba siempre con los ingenuos, los soñadores, los jóvenes y los pobres. Hasta que la conversación se diluyó con Josefa como la única interlocutora de su marido.

Daniel y Emilia habían abierto un balcón que daba a la calle y estaban recargados en el barandal viendo hacia el poniente. Los volcanes rompían el cielo con el azul oscuro de sus cuerpos, y no parecían inmutarse con nada.

– ¿Extrañas? -le preguntó Emilia.

– Cuando puedo -dijo Daniel.

Sin acusar resentimiento, Emilia quiso saber qué hacía con su vida. De sobra sabía que Daniel podía vivir sin ella y sin los volcanes, como había sabido vivir sin su casa, su paisaje y sus juegos, desde muy niño. Lo escuchó un rato largo hablar de las elecciones. Eran su obsesión inmediata y Emilia había aprendido temprano que a Daniel, como a cualquier hombre, había que oírle una larga lista de obsesiones inmediatas si uno quería que dijera lo esencial. Lo escuchó explicar por qué estaba seguro de que los comicios serían un desastre y decir que bien podrían ahorrarse todos el esfuerzo de esperar hasta julio para saberlo. Dijo que en eso tenían razón los radicales, pero que él estaría con Madero hasta que su prudencia lo contradijera y que a ella la quería más que a la democracia aunque viviera al revés de lo que le decía. Luego, pasándole un brazo por la espalda como cuando eran chicos, la invitó a ir con él al barrio de Santiago. Bajaron la escalera trotando mientras a gritos contaban los escalones al ritmo de una tonada vieja.

– Hacen más ruido que una revolución -declaró Josefa que estaba regando las plantas del patio. Al pasar junto a ella, Daniel le dio un beso y le avisó que se verían a la hora de la comida. Josefa asintió y dirigiéndose a su hija le preguntó a dónde creía que iba, porque a Santiago, que era un barrio peligroso, con Daniel que no estaba para cuidar a nadie, ni soñarlo.

Emilia iba a rezongar, pero no fue necesario. Como siempre que era precisa, Milagros apareció para ayudarla. Venía engreída de recorrer las calles contemplando su trabajo de la noche y contradijo a Josefa diciendo que no había tal peligro, que ya Diego había dado permiso de que Emilia faltara a sus deberes, y que volverían en un pestañeo. Mientras hablaba empujó a los muchachos hasta la puerta. Ahí se dejó alcanzar por la voz de su hermana que no había tenido tiempo de responder a su palabrerío.

– ¡Milagros! -dijo-. Ya he pestañeado dos veces.

La ciudad, y en particular el barrio de Santiago, donde hablaría Madero dos días después, estaba sitiada por los policías de todo el estado que, aunque tenían órdenes de no llamar la atención sino hasta que Madero se hubiera ido con todo y el grupo de periodistas que lo seguía, no dejaban de trabajar ejerciendo la sospecha en torno de cuanta cosa les parecía rara. Y eran raros Daniel, Emilia y Milagros, tres bien vestidos por el barrio de Santiago, un lugar que acunaba las viviendas de adobe y tierra, la desesperanza y el lodo de familias muy pobres.

Los notaron llegar a la placita que cercaba la iglesia porque una parvada de niños corrió a encontrarlos. Milagros era asidua visitante del lugar. Tanto que los niños todos la rodearon llamándola tía, para sorpresa de Daniel y Emilia. Colgando de su enagua, un niño le preguntó qué había traído. Milagros respondió señalando a sus sobrinos. Una niña vestida a medias, sucia por entero, quiso saber qué más había.

Emilia llevaba la bolsa de pan y Daniel una muy pesada de la que fueron saliendo toda clase de cosas. Milagros se acuclilló para quedar a la altura de sus interlocutores y les fue repartiendo desde caramelos y naranjas hasta medicinas y consejos. Su ahijada la observaba con una mezcla de admiración y horror. Ella no se creía capaz de acercarse a gente tan pobre con la naturalidad con que lo hacía su tía. Quiso pegar de gritos cuando la tocó un niño con el cuerpo lleno de granos, y tuvo que hacer un esfuerzo para no alejarse de ahí, sitiada como estaba por un dolor y un miedo que no había sentido jamás. No era que no hubiese pobres por toda la ciudad, limosneando en los rincones o en los quicios de las iglesias, ni siquiera que Emilia no hubiera aprendido, como todos en su mundo, a convivir con la idea de su existencia sin resentirla, sino que por primera vez al verlos en su refugio, sin los edificios y las calles en los que se les trataba como intrusos, Emilia sintió vergüenza y culpa. Dos sentimientos que nunca había tenido la desdicha de padecer.

Quería salir corriendo de regreso a su casa en el centro luminoso de la ciudad, quería cerrar los ojos y que se le tapara la nariz, quería librarse de aquel paisaje empolvado y chaparro, de las voces, los ruegos y el olor hiriente de aquellos niños, pero Daniel y la tía ni siquiera notaron su desconcierto: se habían puesto a repartir cosas y a conversar como si estuvieran en la sala de su casa, junto a la chimenea.

Sin saber cómo, Emilia había quedado encargada de un costal de pan en cuyo fondo parecía agitarse un montón de volantes iguales a los que Milagros había pegado en la noche por las calles del centro.

– A repartir, a repartir -les decía Daniel a los niños que salían corriendo con pequeños bultos de pan entre los brazos.

Hasta ahí, los policías que vigilaban desde la puerta de la pulquería El Gato Negro, se habían limitado a observar. Pero cuando se acabó el pan y sólo quedó el costal del que salían como palomas los papeles que invitaban al mitin del lunes, los policías se olvidaron de la condescendencia con que habían contemplado lo que al principio les pareció tan sólo un jugueteo caritativo, y salieron de su escondite para ir sobre ellos.

– Deja todo y corre -le dijo Daniel a Emilia que por fin había soltado el cuerpo y estaba platicando con un niño que acariciaba el lujo perfumado de su cabello.

Tendría unos diez años. Al oír a Daniel saltó con la rapidez de una ardilla y le ordenó a la muchacha que lo siguiera. Tras él corrieron hasta una de las tantas casas que Emilia veía idénticas entre sí. Pensaba que de perderse, no encontraría nunca la salida de aquel laberinto. Y eso lo pensaba antes de empezar a recorrer el camino que iba de una casa a otra por entre las ventanas o tras fingidas paredes de petate, sin salir nunca al aire.

Corrían por una serie de madrigueras con pequeños fogones y muy pocos muebles. Los pisos eran siempre de tierra y de los techos a veces colgaban cunas o reatas. Tropezaban lo mismo con niños que con guajolotes, con viejos impávidos que con mujeres trajinando, pero no detuvieron la carrera guiada por el niño hasta que Emilia vio desaparecer a Milagros tras un bulto de leña y sintió que Daniel jalaba la punta de su manga para llevarla hacia la boca de un temazcal.

Entraron arrastrándose por el estrecho agujero que servía de acceso y el niño lo tapó con un petate para cerrar el cuarto redondo en el que no cabían de pie. Emilia no había estado nunca en ese tipo de cuartos de baño, aunque su padre le había explicado que antes de la conquista, los poderosos se encerraban en esa oscuridad tibia para ensimismarse y descansar al mismo tiempo. Justo enfrente del agujero de la entrada había un fogón. Ahí encima ardían las piedras sobre las que se arroja agua con yerbas olorosas para crear un vapor que invade el cuartito de paredes redondas.

– Quítate la ropa -le dijo Daniel, desabotonándose la camisa mientras murmuraba que si abrían y los encontraban vestidos, lo diera por muerto.

Emilia perdió la duda bajo el pánico que le produjeron esas explicaciones. Se quitó todas las faldas y los fondos que podía usar una mujer en ese tiempo. Cuando aún le quedaban sobre el cuerpo el corpiño y los calzones de encaje, Daniel le pidió que se apurara y levantó un balde de agua para mojar las piedras rojas de tan calientes. Un vapor tibio nubló el aire. Emilia iba a decir algo, pero Daniel se puso el dedo en la boca para recomendarle silencio. Afuera se oían los pasos de los policías, sus voces preguntando, el niño respondiéndoles vaguedades.

Emilia se desató la trenza que llevaba enredada en la cabeza y su melena de rizos oscuros le cubrió toda la espalda.

– Busca ahí -le ordenó un hombre al otro.

– Se está bañando mi hermana -dijo el niño. Pero un policía se empeñó en ordenar al otro que buscara dentro.

Con una seña, Emilia le pidió a Daniel que se pegara a la pared. Luego se revolvió el pelo sobre la cara y se arrastró hasta el petate que cubría el hoyo de la entrada. Lo empujó con una mano y asomó la cabeza y medio cuerpo.

Los policías vieron media Emilia desnuda en el centro de la niebla que brotaba del hoyo: los cabellos húmedos y revueltos como una red sobre sus pechos.

Varios perros sarnosos con los dientes de fuera, empezaron a ladrar en las piernas de los policías, haciéndolos huir. El niño cubrió el agujero de luz con el petate y Emilia se arrastró de nuevo hacia el cobijo redondo en que Daniel la esperaba deslumbrado. Cien palabras como agua dejó caer sobre su oído mientras se acostaba sobre su espalda. Emilia sintió su cuerpo contra el del ella, húmedo y firme. Lo recorrió urgida de aprendérselo, temblando, pero libre de temores, segura de que la más omnipotente de las diosas no merecía su envidia.

Afuera, Milagros había salido de su escondite convertida en una menesterosa con anteojos de ciega. Mientras la luz se iba y sus sobrinos volvían en sí, ella buscó acomodo en el suelo y se quedó dormida. Dos horas después interrumpió el silencio tibio del temazcal.

Salieron de entre las casas cuando oscurecía. Había llovido como llueve en mayo, de un modo escandaloso que metió a la gente en sus chozas y a los policías en la cantina donde aún los entretenía con un cubilete, el nevero pata de palo al que los niños llamaban Satuno Posale.

Caminaron por el lodo hasta salir del barrio. Cuando llegaron a un sembradío de maíz tierno corrieron entre la milpa dando de gritos a un aire que sentían el más libre de sus vidas. Un camino al lado de la vía del tren los llevó a las afueras de la ciudad. Emilia lo mismo podía haber estado en París en una fiesta.

– ¿Es inevitable que pongas cara de felicidad? -le preguntó su tía Milagros cuando estuvieron sentados en el carro de mulas que los acercaría a -su casa.

Cerca de las siete entraron a la Casa de la Estrella, riéndose de los policías y de la vida. Josefa oyó su historia sin poder perdonarles el miedo que le habían provocado con su tardanza. Los llamó irresponsables y prepotentes, lloró de furia y amenazó con encerrarlos a los tres hasta que pasara la fiebre de las elecciones.

– ¿Ya no te interesan las elecciones? -preguntó Diego saboreando la dulzura de los tiempos en que sólo las novelas conmovían a su mujer.

– Las detesto. Voy a volver a Zolá y a la poesía.

– ¿A Zolá?

– Para que si hay peligros, sean por escrito.

– ¿Y amores? -preguntó Daniel mirando a Emilia con el deleite de la complicidad.

– Esos también por escrito -contestó Josefa.