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Daniel se despidió para salir con Milagros, pero pasada la media noche volvió a la Casa de la Estrella. Abrió el portón con una llave que le prestó su tía. Sin hacer ruido subió las escaleras, cruzó la estancia y empujó despacio la puerta del cuarto en que dormía Emilia.
– Cásate conmigo -le dijo desnudándose para entrar en su cama.
– ¿Cuántas veces? -le contestó Emilia sacándose el camisón por la cabeza.
– Muchas -pidió Daniel mientras ella lo guiaba hacia su cuerpo en la oscuridad.
No durmieron. Tampoco hablaron demasiado. Durante horas se buscaron jugando, presos uno del otro, aventurados y curiosos.
– Tienes una estrella en la frente -le dijo Daniel vencido contra su pecho.
Emilia le acarició la cabeza y hundió la frente en su regazo para llorar como si necesitara salir de una congoja.
Con el alba se quedaron dormidos. No destrenzaron el letargo de sus piernas hasta que el sol estuvo muy alto y el olor del café entró a la recámara a turbar el aire y la memoria de su sueño común.
Emilia oyó a Josefa cantar en la cocina y abrió los ojos. Miró el cuerpo de Daniel respirando junto a ella. Desde los dedos de sus pies hasta la punta de sus cabellos desordenados le parecieron el mejor paisaje que había cruzado por su mirada. Pensó que no sólo su memoria, sino el aire, se quedarían marcados por esa presencia tan ajena a la fuerza que despedía y al yugo con que le ataba.
– ¿Qué sueñas? -le preguntó al verlo despertar.
– Mentiras -le contestó Daniel con la voz amodorrada y el gesto de ángel que cruza a los afortunados en el amor. Después volvió a guardarse en ella diciéndole que no tenía en el mundo otro escondite.
No desayunaron. Antes de las diez corrieron escaleras abajo y atravesaron el patio con sigilo. Emilia abrió la puerta y Daniel la besó antes de escapar. Luego ella entró a la farmacia con el cielo entre las cejas. Diego no hizo ninguna pregunta, Emilia no dio ninguna explicación. Tenían mucho quehacer juntos antes de la comida.
A las dos volvieron a la casa sin haber hablado de Daniel, jugando adivinanzas. Ahí, frente a la sopa, hubo que enfrentar a Josefa, que tenía un amor por las palabras claras, parecido al que Diego sentía por las plantas medicinales.
– ¿Daniel durmió aquí? -preguntó.
– Sí -dijo Emilia.
– Sea por Dios -rezó Josefa-. Y no me pregunten cuál Dios.
Al terminar la comida, Milagros llegó a buscar a su sobrina para ir al circo.
– No me da ninguna confianza que te lleves a Emilia sin más resguardo que tu inconciencia -le asestó Josefa al verla.
– ¿Cuándo le ha pasado algo malo a Emilia yendo conmigo?
– Hasta que le pase. Pero qué he de hacer, quererte siempre es un riesgo.
– Cualquiera diría que soy alpinista. Vámonos Emilia que ya oigo la música en el aire -dijo Milagros mirando el reloj.
El bullicio de la carpa le pareció a Emilia el mejor sitio para estar y no estar que pudiera encontrarse. Había allí dentro tanta gente que al mirarla con los ojos entrecerrados su ropa de colores parecía un puño de confeti contra la cara. Tenían un buen lugar, llegaron a tiempo para ver el desfile de los monos y los elefantes, los equilibristas, los domadores, los leones y los trapecistas. Emilia estaba tan feliz que pudo reírse hasta con los payasos a los que temía cuando era niña.
– ¿Por qué será que los circos dan tristeza? -le preguntó a Milagros.
– Con lo que deje esta función sacaremos algunos presos de la cárcel -le contestó su tía sin contestarle, porque odiaba no saber la respuesta y a ella los circos también le daban pena.
En un diálogo de sordas, sin enderezar la cabeza que tenía echada hacia atrás, Emilia dijo:
– Se va a caer.
Con los ojos prendidos a una trapecista que se había soltado de un columpio y volaba hacia el otro preguntó:
– ¿Cuántos hay en la cárcel?
– Muchos -le contestó Milagros-. No se cayó.
– Esta vez no -dijo Emilia.
– Hablas como si hubieras estado allá arriba -ironizó Milagros.
– ¿Tú no? -preguntó Emilia-. ¿Quién decide a quién sacan?
– Esta vez decido yo -dijo Milagros.
– ¿Y a quiénes vas a sacar? -preguntó Emilia aplaudiéndole a la trapecista que levantaba los brazos para celebrar su triunfo.
– Hoy en la noche, a Daniel -dijo Milagros.
Emilia sostuvo el aire entre dos aplausos, pero no se dejó ganar por el terror. Sabía que a Milagros no le gustaban los desmayos ni transigía con las mujeres que palidecen y se atontan.
– ¿Cuando esto termine? -preguntó.
– Más vale. Si lo queremos vivo -dijo Milagros.
– ¿Qué les hacen? -preguntó Emilia abandonando el disimulo.
– Mejor no imaginamos -dijo Milagros.
Emilia perdió la vista en una muñeca viva que daba vueltas parada en un caballo. Parecía que jugaba y a cada salto iba ganándole a la vida su derecho a tenerla. Se mantenía sonriente y erguida como si anduviera en el suelo, como si su andar fuera lógico. Continuó con el mismo gesto y la misma aparente tranquilidad cuando seis caballos más entraron a la pista y se pusieron en hilera para que ella saltara de uno a otro siguiendo el compás que le marcaba una banda.
Con los dientes apretados y una sonrisa de mentiras, Emilia sentía al mundo moverse bajo sus pies, como si también ella anduviera brincando de un caballo a otro. Cuando la miniatura de mujer vestida de blanco y dorado soltó el bastón que bailaba en sus manos y se dejó caer sobre la crin de un caballo que la recibió alzando el cuello mientras ella lo acariciaba hablándole al oído, Milagros Veytia pasó un brazo por los hombros de su sobrina y le dijo:
– Nos lo van a dar completo.
– ¿Qué hace Daniel para que lo persigan así? -preguntó Emilia.
– Nada hija, está vivo y quiere ser libre -dijo Milagros levantando su figura metida en un huipil blanco sobre el que caían tres collares de plata con coral.
– Yo también quiero ser libre y nadie me persigue.
– No han de tardar -le dijo Milagros.
El poeta Rivadeneira las esperaba cerca de la puerta con su pequeño Oldsmobile del año 1904, un auto verde oscuro que en lugar de volante tenía una dirección a la cual Rivadeneira llamaba correctamente manubrio de tillersteering, y un frente curvo que subía desde el suelo y a poca altura se doblaba como la punta de los trineos. Para 1910 esos autos ya no eran la última palabra, existían automóviles más caros y modernos, sin embargo aquel pequeño curved dash hacía las delicias de Milagros Veytia, cada vez más especializada en manejarlo a velocidades tan imprudentes como los treinta kilómetros por hora.
Rivadeneira sabía hasta dónde estaba metida Milagros en el lío antigobiernista. Él había empezado ayudándola y había acabado involucrándose en el asunto, sólo que por ser hacendado y tener fama de juicioso, le tocaba trabajar en la retaguardia. Sin embargo, aquella noche Milagros pensó que sería conveniente pedirle que las acompañara a la cárcel. Un hombre con su prestigio y su automóvil pesaría en el ánimo de los celadores a los que habría que comprar mientras estuviera oscuro.
Milagros había recibido el informe de que a Daniel aún no lo identificaban con el muchacho enérgico que era el brazo y el pie derecho de un prominente colaborador de Madero. Cuando lo aprehendieron repartiendo propaganda, él les habló a los guardias en inglés, dijo no entender palabra de castellano y fingió que además de gringo era tonto. En eso había quedado con Milagros y los miembros de su club antirreleccionista. Si había que buscarlo en la cárcel que lo llamaran Joe Aldredge, porque de tal nombre y tal personaje no saldría aunque le rompieran la cabeza o lo ahogaran.
La penitenciaría ocupaba un lugar enorme rodeado de muros muy altos, con un torreón altanero en cada esquina. Apareció en el centro de la noche como un monstruo que hizo temblar a Emilia.
– ¿Ahí lo tienen? -preguntó.
– Eso espero -dijo Milagros.
– Ahí debe estar -afirmó Rivadeneira con su voz apacible-. ¿Le avisaste a su papá?
– Claro que no -dijo Milagros-. Pobre doctor, ya bastantes líos tiene. Si oye que su hijo está preso viene a buscarlo y en ese instante lo encierran también a él.
– ¿Y nosotros cómo vamos a sacarlo?
. Milagros explicó que algunos celadores aceptaban dinero a cambio de hacerse tontos y dejar libre un preso de poco nombre.
– Están hambreados. Lo sé por un muchacho que trabaja como médico ahí adentro. Hay cuatro que nos ayudan. Uno es jefe en el turno que vigila hoy en la noche. Ése es el que va a entregamos al "gringo". ¿Qué horas son, Rivadeneira? -preguntó Milagros.
– Once y cinco, ya podemos ir tocando -dijo el poeta Rivadeneira. Se vestía como francés fino, con unos trajes cortados en la capital del país por un sastre muy exigente de la calle de Alcalcería. Sus camisas eran de Lévy y Martín, y todas tenían bordadas sus iniciales sobre el pecho con unas letras pequeñas y muy complicadas.
Milagros se burlaba de aquella ropa cada vez que la vida la ponía en condición de permitirle algo más que unas caricias a ese hombre que jamás tuvo en su existencia un sentimiento más intenso y desolado que el de su amor por ella. Esa noche, el poeta estrenaba un sombrero redondo recién adquirido en una tienda del Portal de Mercaderes, famosa desde 1860. Emilia pensó que lucía digno de compasión con toda esa elegancia encima y apretado entre ella y Milagros, a quien nadie se hubiera atrevido a sugerirle que le permitiera hacerse cargo del manubrio. Sin embargo, al bajarse del auto, el atuendo del poeta volvió a quedar sin arrugas y aristocrático. Milagros lo revisó con una sonrisa y no sin razón se dijo que aquella frivolidad ayudaría muchísimo en el trabajo de convencimiento que les esperaba.
Por fortuna, Emilia también estaba vestida como una muñeca de magazine, porque el huipil blanco de Milagros resultaba discutible aunque la hiciera parecer un trozo de luz enrareciendo la noche.
El portón de la cárcel tenía cortada una puertecita por la que entraron de uno en uno. Preguntaron por el guardia que según sabían era el jefe de aquel turno. Ya el médico había hablado con él, y estaba al tanto de lo que se trataba, incluso ya les había puesto precio a sus servicios, pero los hizo esperar un rato para darse la importancia que creía merecer.
Cuando apareció hizo un saludo remilgoso y recibió el sobre que Rivadeneira le entregó, con tal vergüenza y poco hábito, que se puso colorado como la cabeza de un chile. Eligió a Emilia para hacerla cruzar la reja inmensa que cortaba en dos el vestíbulo, e ir tras él hasta el galerón en donde se apretaban los encerrados de aquel día.
Aún no habían encontrado tiempo ni de tomarles los nombres. Los habían echado ahí a esperar la mañana siguiente. O la semana siguiente. Muchos pasaban meses dentro, antes de que su nombre se apuntara en la lista de llegada. Desaparecían y ya. De nada servían sus mujeres todos los días preguntándole por ellos al guardia del portón. Aún no estaban registrados. Tal vez no los registrarían nunca.
Milagros vio a Emilia perderse tras la reja y buscó una banca donde apoyar su cuerpo y sus temores. Si su hermana supiera lo que estaba permitiendo, dejaría de quererla para siempre. Pero ella tenía el alma partida en dos mitades exactas y creyó que si una podía salvar a la otra no sería su voz la que lo impidiera. Rivadeneira se acomodó cerca y la consoló dándole unas palmadas en la mano. Sólo ella podía saber lo que significaban, viniendo de aquel hombre.
Durante unos minutos, Emilia y el guardián caminaron por un pasillo iluminado a medias. Por fin dieron contra la reja que impedía el paso a un cuarto en penumbra. Emilia pegó la cara a los barrotes para hurgar en busca de Daniel.
– Ése es -dijo, señalándolo. Su cabeza castaña se distinguía de las otra veinte, de ojos y piel oscura, que se apretaban en aquel cuarto.
– ¿Dónde agarraron a éste? -preguntó el jefe a los carceleros de turno.
– Pos sabe -contestó uno de ellos-. Ya estaba cuando nosotros llegamos.
– Pobre gringo -dijo Emilia, usando las habilidades histriónicas que aprendió en las tardeadas de los domingos-. Eso le pasa por andar haciendo turismo en las cantinas. No debería yo ni venir a buscarlo, pero tiene mejores ratos. Y si usted supiera lo importante que es en su país, no dudaría en soltarlo. Para mañana, el cónsul americano va a estar quejándose.
– Jálenlo pa' acá -pidió el jefe a los celadores.
No fue necesario. Daniel había descubierto a Emilia y ya se abría paso hasta la reja del galerón. Emilia divisó a unos metros su gesto enfurecido. Se mordía los labios y tenía en los ojos la lumbre de ira que muy pocas veces lo prendía.
– I am very sorry, you should not be here -dijo al acercarse a la mirada bendita de Emilia.
– I am just fine -le contestó ella sintiendo
las lágrimas subir desde su estómago. Empezaba a costarle trabajo la farsa.
– Así que éste es su gringo -dijo el carcelero jefe de turno, un hombre feo, como deben ser los carceleros, tosco y bruto como fue imaginado. Emilia asintió con la cabeza porque había perdido las palabras. Luego levantó la cara y las recuperó para preguntar, con el tono más dulce que jamás salió de su garganta, si sería posible que lo dejaran salir.
– Ándale cabrón, sácate al gringo -le ordenó el jefe al hombre que cuidaba la reja.
Acostumbrado a escuchar instrucciones mezcladas de improperios, el guardia le dio vueltas al llavero regido por la invariable lentitud con que hacía todo. En silencio, con los ojos puestos en la penumbra de aquel chiquero, Emilia esperó sin parpadear.
– ¿Tienes frío? -le preguntó el carcelero pasándole un brazo por la cintura y jalándola hacia su barriga inflada y tiesa.
– Un poco -contestó Emilia.
Hizo un esfuerzo para no perder el aplomo. Luego se quedó muda otra vez porque el hombre le puso una mano en los pechos y se los tentó como si estuviera escogiendo fruta en el mercado.
– Llévatelo ahora, chula -le dijo-, porque mañana ya quién sabe.
– Muchas gracias -contestó Emilia sin alejarse, sin temblar, sin perder la sonrisa de gratitud que se había puesto en la cara.
Después se fue zafando de aquel abrazo sin hacer escándalo, con la suavidad de una reina. Ya libre, se prendió a la mano que Daniel le extendió al cruzar la reja.
– No vayas a pegarle porque nos matan -le dijo usando el inglés que su padre la había obligado a aprender cuando ella estaba segura de que jamás le serviría de nada. Mantuvo la sonrisa todo el camino de regreso entre las celdas. Ni siquiera cuando enfrentó la cara de Milagros, angustiada por primera vez desde que la conocía, se deshizo de aquella expresión beatífica rigiéndole la boca.
– Emilia está bendita -dijo Daniel, mientras intentaban acomodarse en el pequeño Oldsmobile del poeta Rivadeneira. La llevaba sobre las piernas, la besaba y se reía de su aplomo y sus habilidades teatrales-. Sin ella no me hubieran soltado nunca, tía.
– Ya le habíamos pagado -dijo Emilia, apretándose a él sin reparar en el olor a pocilga que le había quedado en el cuerpo.
– Si no me lo impide mato al tipo aunque me maten después. ¿Pero sabes qué hizo ella, tía?
– No le digas -pidió Emilia.
– Me lo imagino -dijo Milagros.
Guardando para ellos una parte de la historia, Daniel se empeñó en contar algo y dijo todavía medio confuso:
– Me dominó con la mirada. Con una voz muy dulcecita, como si fuera una diplomática saludando a su embajador, usó el inglés para pedirme que yo no hiciera nada, pero en el español más claro que pueda existir me dio con los ojos una orden de militar. Es terrible, tía. Le voy a tener miedo, no sabes la frialdad con que actuó. El guardia llegó a pensar que la farsa con que estaba de acuerdo era la pura verdad.
– Me imagino -volvió a decir Milagros secándose una lágrima con la punta del pañuelo que le extendía Rivadeneira.
– No tía -dijo Daniel-. No te la puedes imaginar. Es un monstruo -dijo Daniel apretándola contra él. -Sí me la puedo imaginar, pero no quiero.¿Me oyes Daniel? No quiero y te lo digo en serio.
– Tampoco fue para tanto, tía Milagros. Así tentamos siempre a las naranjas y nadie se aflige -dijo Emilia.
– Tú no eres naranja, Emilia. Si te oye tu papá se muere -dijo Milagros.
– Sí -contestó Emilia-. Pero no me va a oír. Ya no te aflijas. ¿A dónde vamos?
– Tú a tu casa -dijo Milagros-. Y este condenado a la mía. Es un imprudente y de aquí al martes lo voy a vigilar como su sombra.
– Yo también -dijo Emilia-. Porque tampoco vamos a estar gastando el dinero a lo tonto.
– ¿Y quién va a hacer mi trabajo? -preguntó Daniel.
– Nadie es imprescindible -dijo la tía-. Ya veremos quién, que sea menos conocido.
– Yo puedo hacer tu trabajo -se ofreció Rivadeneira.
– Ay Rivadeneira, Rivadeneira. Tú no te cansas de ser bueno, pero tampoco te cansas de ser iluso -le dijo Milagros-. Este muchacho se mueve como una mosca y así lo alcanzaron.
– Bueno -dijo Rivadeneira con su habitual parsimonia-, pero no todo será correr.
– En algunas cosas puede suplirme. En otras con que me acompañe -dijo Daniel.
– Ves, Milagros. Nunca me concedes habilidad para nada -dijo Rivadeneira.
– ¿Cómo de que no? Siempre he reconocido que eres un excelente poeta y que nadie sabe tanto de Sor Juana como tú, ni Amado Nervo, que se cree su descubridor.
– ¡Justicia, suelta el laurel! -dijo Rivadeneira-. Muchas gracias por concederme la gloria. Tú siempre habías creído saber más.
– ¡Todo en fin se sacrifique a vuestras divinas aras! -le contestó Milagros para seguir conjugando en desorden a la veneradísima Sor Juana-.¡Que es doble el necio que sobre necio, quiere ostentar serlo!
– ¿Cómo debo entender esto último? -preguntó Rivadeneira.
– Como un acto de humildad, de esos que tengo pocos, aprovecha.
– Amor, si tú eres cautelas, a mis cautelas ampara -dijo Rivadeneira, incapaz de ocultar el gozo.
Sin ninguna cautela y amparados en el olvido de quienes intercambiaban versos remotos, Emilia y Daniel se humedecían con toda clase de baboseos y arrumacos bajo la tibia oscuridad callejera de aquel mayo.
Cuando Milagros detuvo el auto frente a la Casa de la Estrella, los dos bajaron de un brinco y sin hacer ruido se despidieron agitando la mano.
– No pretendas ejercer tu autoridad porque siempre es tardía -le dijo Rivadeneira, temiendo que Milagros pretendiera llevarse a Daniel con ella.
– Tienes razón -le contestó la mujer recargando en él su cabeza exhausta de tanto no darse tregua nunca. Además, sus dos sobrinos tenían un halo común y ella no estaba para perturbarlos-. Quiéreme -le pidió a Rivadeneira que con los dedos de su mano derecha contaba las veces que le oyó tal ruego.
Emilia le tiró un beso a su tía, Daniel le guiñó un ojo y le dijo te quiero moviendo los labios sin hacer ruido. Luego la sobrina sacó de su bolsa la gran llave de la puerta y se la ofreció a Daniel que abrió como un experto la mañosa cerradura de los Sauri.
Diego y Josefa esperaban adormilados en un sillón de la sala, y escucharon los ruidos de romance subir por la escalera.
– ¿Qué no se había ido éste? -preguntó Josefa.
– Estaba en la cárcel -dijo Diego descansando-, pero se ve que Milagros pudo sacarlo.
– ¿Desde cuándo lo sabías? -le reprochó Josefa.
– Desde hace rato -contestó Diego.
– ¿Quién te lo dijo y a qué horas? -preguntó Josefa sonrojada y entristecida-. ¿Por qué no me lo habías dicho?
– No quise afligirte en balde. Ya ves que ahí viene. Tiene suerte.
– Aflígeme, pero no me arrincones -pidió Josefa.
– De ahora en adelante -contestó Diego levantándose para recibir a los muchachos y escapar de la furia que sentía crecer en su señora.
– ¿Cómo pudiste ganarme en el ajedrez sabiendo tal horror? -le preguntó Josefa sin moverse del sillón.
– Porque soy un buen estratega y me preocupo menos por lo irremediable -dijo Diego abriendo la puerta que daba a la escalera para que entrara el par de embebidos.
Emilia entró con la lengua desatada y el corazón en vilo. Habló y habló durante más de una hora, mezclando, en el desorden de su euforia, al carcelero con la trapecista y a su tía con la necesidad de una revolución, a Rivadeneira con el domador de leones y a Sor Juana con la muchachita que brincaba de un caballo al otro. Sin embargo, se cuidó de no contar lo que había sucedido tras la reja que cruzó para seguir al carcelero en busca de Daniel. Pasó por esa parte como si todo hubiera sido costura y canto.
A veces Daniel la interrumpía para elogiarla. Estaba sentado en el suelo liando un cigarrillo con el papel y el tabaco que Diego le ofreció en cuanto lo vio acuclillarse sobre el tapete, con un cansancio que le recordó sus días de encierro en el barco de Fermín Mundaca, hacía más de treinta años.
No lo podía evitar, le gustaba el hombre en que se había convertido Daniel, y no veía tan dramático como su mujer el hecho de que Emilia lo quisiera tanto. Quizás hasta fuera mejor eso que cualquier otro delirio. Total, en el lío antiporfirista estaban metidos también ellos. Y tal vez, todo eso no fuera ni tan peligroso ni tan desorbitado como parecía. A la mejor hasta tenía razón Josefa y Madero conseguía la democracia y la paz en un resuello.
Le dio el tabaco y volvió a sentarse junto a su mujer.
– Ya sabemos que ayer dormiste aquí -le asestó Josefa a Daniel en cuanto Diego se acomodó cerca de ella.
– Ya sé que saben -le contestó Daniel preguntándose cómo era posible que no le hubiera temido al interrogatorio que padeció en la cárcel, y sintiera congoja frente al que Josefa amenazaba con iniciar.
– Yo lo invité, mamá -dijo Emilia acercándose a la camisa sucia de Daniel.
– ¿Por cuánto tiempo? Acaba de llegar y se irá el martes en la tarde tras el prócer de la libertad -dijo Josefa, que para efectos prácticos ya no quería ni oír hablar de Madero.
– Josefa -le pidió Diego al oído-, éstos son otros tiempos. ¿Qué más podemos pedir para nuestra hija? Le ha tocado el amor, qué importa si no le tocan el orden y las ceremonias.
– Importa. ¿Por qué no he de querer para ella lo que hemos tenido nosotros?
– Porque sabes que la historia no se repite -le dijo Diego.
– No hagas discursos, esposo. Esto ya es muy complicado, como para empeorarlo con discursos.
Diego estuvo de acuerdo. Se quedó un rato en silencio chupando su tabaco. Luego se acercó a su mujer para tocarla como quien está urgido de dar con la tierra.
– En algo que tenga yo el gusto de coincidir contigo. Porque últimamente no consigo dar con una -le dijo la cavilosa Josefa.
Hacía rato que la discusión no tenía testigos. Emilia y Daniel no quisieron gastar su tiempo en atestiguarla. Se habían metido al baño azul y cuando Diego y Josefa, dando vueltas en círculos, volvieron a enfrentar sus desacuerdos y estaban a punto de gritarse como no lo habían hecho nunca en la vida, los detuvo un escándalo de risas que mezclado con el de la regadera sonaba a feria.
– ¿Qué más quieres, Josefa?. -le preguntó Diego al escuchar la música que corría bajo el agua-, piensa que hay cientos, miles, millones de seres humanos que jamás atisbarán el milagro en que está viviendo Emilia.
– Apenas tiene diecisiete años -le recordó Josefa.
– Mejor. Más tiempo tendrá para disfrutarlo.
– A saltos -lamentó Josefa.
– Porque lo único durable es el tedio. Eso sí que permanece. Pero el amor -dijo Diego haciendo girar los anteojos que tenía tomados de una pata- es a saltos. Tú lo sabes.
– Sí que lo sé -le contestó Josefa cabizbaja-. Hoy, por ejemplo, no te he querido para nada.
– No te hagas la que no entiende.
– Te entiendo, si eres muy obvio, pero las formas son las formas. Concédeme el derecho a estar triste.
– Con que no estés envidiosa -le dijo Diego sabiendo dónde picaba.
– ¿Vas a dejarme por un amor de adolescente? -le preguntó Josefa.
– No de momento -le dijo Diego.
– Entonces de momento no estoy envidiosa. Diego sonrió.
– No te pongas presumido. Bastante tengo yo con que seas liberal, como para que te eches encima otra vanidad.
– ¿Qué vanidad hay en ser liberal? -preguntó Diego.
– La vanidad de los que creen que lo saben todo.
– Culpa de eso a quienes dicen conocer hasta las intimidades de Dios.
– No voy Diego. Nada más me faltaba terminar hablando de Dios. Eres capaz de todo con tal de cambiarme el tema. La niña va a sufrir de más y nosotros tendremos la culpa.
– Nosotros no tenemos la culpa de que ella quiera un destino y se lo busque.
– Ella no sabe lo que quiere -aseguró Josefa.
– No menosprecies su buen juicio. Ella sabe
que quiere a Daniel.
– Pues se equivoca como una china -afirmó Josefa.
– ¿Cómo se equivocan las chinas? -preguntó Diego.
– Se equivocan así -le contestó Josefa tras un suspiro-, como se está equivocando Emilia. Pero la culpa la tengo yo por haber dejado que la llevaras al ensayo en casa de los Cuenca.
– ¿A cuál ensayo? -preguntó Diego.
– A ése al que no quería ir, por algo soñó feo la noche anterior.
– Josefa, creí que esa discusión se había acabado hace once años.
– Nunca se acabó. Ésta es la misma discusión de hace once años, y te lo vuelvo a decir, el niño de los Cuenca es un peligro.
– ¿Cuál de los niños? -preguntó Daniel que salía del baño con la mirada luminosa y la endiablada sonrisa de toda su vida. Tenía el pelo mojado y sin peinar cayéndole sobre la frente.
– Tú -le asestó Josefa.
Tía Josefa -dijo Daniel acercándose para acariciarle una mejilla-, ya sé que no soy lo mejor que le pudo pasar a Emilia, pero tampoco soy lo peor. Haz la cuenta: no soy borracho, no soy jugador, no soy mujeriego, no soy porfirista, no tengo gonorrea. Sé tocar el piano, la flauta, el violín y la chirimía. Sé historia, sé inglés, soy buen lector, no creo en la supuesta inferioridad natural de las mujeres y tengo veneración por ésta.
– Dios diría que es bueno, mamá -dijo Emilia que apareció color de rosa y alegre con un cepillo en la mano y una toalla en la cabeza.
– No le preguntes cuál dios -aconsejó Diego riéndose.
– Ustedes se creen que es juego. Como se han estado abrazando desde siempre. Pero, ¿estás tú para tener hijos? -le preguntó Josefa a Daniel que todavía la tenía tomada de la mano con la que le había ayudado a contar sus cualidades.
– No creo que me salieran mal -contestó Daniel besando a la guerrera implacable que tenía por suegra.
– ¿Dónde aprendiste a tocar la chirimía? No puedo creer que eso te dé derecho a regar hijos -regañó Josefa.
– Mamá, tú tardaste doce años en tener una hija -interrumpió Emilia detenida frente a los ojos de su madre.
– ¿Y si sales a mi madre?
– Peligroso -dijo sentándose bajo la luz cerca de su padre-. Pero puedo salir a la tía Milagros y no embarazarme nunca.
– Deja de decir tonterías -le pidió Josefa mirándola sin poder librarse de una sensación de orgullo. El brebaje de amores que su hija había bebido esos días le puso en los ojos un matiz de aplomo que no tenían la semana anterior-. Voy a preparar un agua de canela y sea por Dios -dijo caminando con los hombros erguidos y el talle de bailarina que según determinó Daniel, le había heredado idénticos a Emilia.
Diego la miró pensando que había razón en sus argumentos, pero se cuidó de aceptarlo cuando ella volteó la cabeza sin cambiar la dirección de sus pasos y le advirtió apuntándole con el dedo:
– Y tú no me vayas a preguntar cuál dios.
– Tendría yo que estar loco -le contestó Diego levantándose del sillón para ir tras ella hasta la cocina.
Sin más trámite, Daniel quedó instalado en la casa de los Sauri y durante los siguientes días lo puso todo de cabeza. Emilia no volvió a trabajar en el laboratorio, Josefa dejó de leer y se puso a probar recetas de cocina con un fervor de recién casada, Floberto el perico enloqueció tratando de habituarse al silencio de las mañanas y el ruidero de las noches, Casiopea, la gata con que Josefa acompañaba sus lecturas, fue corrida de la estancia en que Daniel y Emilia retozaban hasta mucho después del desayuno, y Futuro, el perro negro con el que Emilia salía a caminar todas las tardes, tuvo que soportar el abandono y el encierro en que lo dejó su dueña.
La casa estaba suspendida en un alboroto constante. Las conversaciones nocturnas se prolongaban sin rigor ni concierto hasta la madrugada, la hora de la comida nunca era antes de las cinco y había hasta cuatro turnos para el desayuno.
Los distintos clubes que se disputaban el liderazgo antirreleccionista en la ciudad tenían, aparte de su vocación maderista, otra única coincidencia: su respeto por la postura independiente y tenaz del grupo de amigos que desde hacía veinte años se reunía en la casa del doctor Cuenca. Tal vez por eso, además de por su audacia y su habilidad conciliadora, fue que Madero eligió a Daniel para trabajar en Puebla los días previos a su visita.
Visto que el muchacho corría peligro andando por las calles, Diego Sauri ofreció su casa para que fueran ahí las reuniones y acuerdos entre los representantes de los distintos clubes partidarios de Madero. Así que desde las siete de la mañana y durante varios días hasta que la luz los alcanzaba dormitando sobre la mesa del comedor, la casa estuvo asediada por toda clase de visitas, iluminada con toda suerte de planes y bendecida por el lujo de cobijar una pasión sin recatos.
– Emilia, ¿es necesario que sobes a Daniel delante de Aquiles Serdán? -le preguntó una tarde Milagros Veytia a su sobrina llevándola a un rincón para no distraer a quienes discutían si era posible tener los partidarios suficientes como para hacer una valla junto a la vía del tren.
– Completamente necesario -le contestó Emilia.
– ¿Por qué? -le preguntó Milagros.
– Porque el hombre contagia una cosa rara.
Algo como triste -dijo Emilia-. Cuando quiero librarme de eso necesito tocar a Daniel.
– ¿Y cada cuánto tiempo necesitas librarte de eso?
– Cada todo el tiempo, tía -aseguró Emilia con una sonrisa alrevesada y fugaz.