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Quién era Antonio Zavalza además de un escuchador oficioso de las conversaciones ajenas, fue algo que la familia supo por completo en menos de una hora, porque el hombre no tenía remordimientos en la lengua y estaba solo. Apenas llevaba cuatro tardes bajo los techos de la ciudad, dijo, pero hacía varios años que fantaseaba con ella. Quería vivir ahí, caminarla de noche, aprenderse los escondites de sus calles. Quería que lo quisieran y ser todo sobre aquel suelo, menos un extraño.
Salió de la iglesia empeñado en convencer a Emilia de que no era un espía sino un cautivo de su voz. Y cuando llegaron a la fiesta que siguió al matrimonio religioso de Sol, cualquiera juraría que eran amigos desde la infancia. Antonio Zavalza era sobrino del arzobispo, aunque no compartiera con él nada más que el apellido paterno y una herencia. Había pasado cinco años estudiando medicina en París, y llegó a Puebla con el ánimo de establecer ahí su primer consultorio.
En cuanto la madre de Sol lo vio bailando con Emilia como si hubieran ensayado el vals con dos meses de anticipación, se precipitó a la mesa que ocupaban los Sauri y se hizo cargo de completar la información sobre el recién llegado. Antonio Zavalza era además de guapo, uno de los más importantes bisnietos de la Marquesa de Selva Nevada.
Su padre había muerto un año atrás, le había dejado una pequeña fortuna, con la que el muchacho tuvo a bien crear una fundación de auxilio a los viejos. Su amor propio lo tenía empeñado en vivir de su trabajo. Era médico, se había graduado con honores en París, no estaba de acuerdo con don Porfirio, le decía a quien quisiera oírle que la iglesia era una institución caduca, y rompió el compromiso de matrimonio que el arzobispo había hecho en su nombre con una hija de los De Hita.
– Te ha de parecer una ficha. ¿Por qué lo invitaste? -le preguntó Diego Sauri a la madre de Sol.
– Porque me lo pidió su tío, que está empeñado en relacionarlo con gente bien.
– Pues ya picó en mal sitio -dijo Milagros. -Te encanta desprestigiar a tu familia. Mira que el muchacho se ve encantado con Emilia.
– Se acaban de conocer -argumentó Josefa-. No empieces con tus fantasías.
– Ya ves que prenden mis fantasías. Sol está feliz -dijo su madre.
– Está ignorante -opinó Milagros-. ¿Hiciste el favor de explicarle cómo son las cosas o se va a pegar la sorpresa de su vida?
– Por supuesto que le expliqué cómo debe portarse con su familia política. Sabe disponer como una reina, es elegante y discreta, no habla de más ni pregunta lo que no debe.
– Ni te importa que sea infeliz en la cama -dijo Milagros haciendo palidecer a su hermana.
– Ése no es asunto suyo sino de Dios, querida -dijo la madre de Sol Ella entre menos tiempo piense en eso, mejor.
– Pobre criatura -opinó Milagros sacando el abanico como si con él pudiera cortar la pesadez que había en el aire.
Emilia y Antonio Zavalza se acercaron al grupo en ese momento.
– Sol quiere hablar contigo antes de irse -dijo la madre de Sol-. En lugar de tirar el ramo al aire quiere entregártelo.
Emilia dejó a su padre conversando con el médico recién llegado y fue en busca de Sol, que otra vez se perdía entre fondos y vestidos, detenida en medio de su recámara, lidiando con las agujetas de un corpiño que le apretaba la cintura y le daba a su cuerpo la forma de un maniquí erguido y tieso.
– Tiene razón tu tía Milagros, estas prendas son infames -afirmó sonriendo al verla entrar-. Dice mi madre que el matrimonio no es ingrato, pero que hay momentos en que lo mejor es cerrar los ojos y rezar un Ave María. ¿Tú entiendes eso? -preguntó con la mirada llorosa.
– Chula, chula -murmuró Emilia abrazándola. Luego, sin alejarla de su cuerpo, le habló quedo durante un rato largo mientras acariciaba su espalda.
Abajo, la música de una orquesta tocaba un vals de Juventino Rosas y el aire, trastornado por el aroma de unos nardos, anunciaba el anochecer.
Emilia sacó un pañuelo diminuto del centro de sus pechos y se lo ofreció a su amiga. Fue a su bolsa por un poco de betabel para recomponer la palidez que sus explicaciones habían dejado en Sol. Luego, como si se tratara de su muñeca, le ayudó a vestirse con el complicadísimo atuendo de viaje que le había confeccionado la famosa Madame Giron de la calle Pensador Mexicano. Cuando terminó de prenderle el sombrero, la revisó de la cabeza a los pies como si fuera una obra de arte.
– No te has cambiado los zapatos -le dijo y fue al ropero por los botines de ante que se habían quedado, atestiguando la desolación de aquel mueble completamente vacío.
– Me siento tan hostil como se ve el ropero -dijo Sol.
– En el peor de los casos puedes ayudarte con la imaginación -le dijo Emilia desde el suelo en que se había hincado para abrocharle los botines.
– No hagas eso -le pidió Sol jalándole un rizo hacia arriba.
– ¿Me estás oyendo lo de la imaginación? -preguntó Emilia concentrada en los botones.
– Sí -le contestó Sol.
– El pájaro que la pone a volar está aquí abajo de tu sombrero -dijo Emilia levantándose a poner sus manos sobre las sienes de su amiga.
Una hora más tarde, en el momento de salir rumbo a la primera noche de su luna de miel, subida en el Panhard Levassor al que su marido dedicaba más atenciones que a ella, Sol buscó entre la gente los ojos de su amiga y, al encontrarlos, se puso las manos en las sienes y le hizo un guiño.
– ¿Qué te dice? -le preguntó Antonio Zavalza.
– Que intentará ser feliz -contestó Emilia agitando la mano para despedir a la novia.
El sol del día siguiente entró temprano por la ventana de Emilia Sauri que había olvidado cerrar los oscuros de madera, y le embargó la dicha que se había permitido el día anterior. Maldijo sin abrir los ojos. Buscó en silencio la razón por la cual la tenían tomada unas ganas opresivas de ponerse a llorar. Se lo preguntó en voz alta mientras recontaba con los ojos húmedos las vigas del techo. Luego metió la cabeza bajo la almohada y lloró sin darse tregua ni abrir la puerta durante los siguientes dos días.
Sus padres, que le conocían desde la infancia encierros de un rato, pasaron la primera mañana sin preocuparse demasiado. Pero cuando dieron las ocho de la noche sin que Emilia saliera al menos en busca de comida, Josefa Veytia ya no pudo guardarse los "te lo dije" que le apretaban la garganta. Dejó caer su lengua como una espada sobre los oídos de su marido hasta que el sueño le ganó la pelea cerca de las tres de la madrugada.
No había amanecido bien cuando volvió a las armas. Para el mediodía de aquel martes, hora en que Diego subió por cuarta vez de la botica a preguntar si algo había mejorado y por lo mismo él podía tener derecho a una sopa caliente, la furia de su mujer se había vuelto desolación. Llevaba una hora y media tocando a la puerta de su hija sin obtener ni un sollozo como respuesta.
– ¡Este Daniel es un imbécil! -dijo Diego para sorpresa de su mujer-. ¡Estoy de acuerdo contigo en que este Daniel es un muchacho imbécil!
– Yo nunca he dicho que sea un imbécil -aclaró Josefa-. Yo digo que es muy inteligente, pero muy egoísta. Que todos esos que dan en redimir a otros no saben pensar sino en cómo notarse. Al pobre lo mandaron a un colegio de interno, no tuvo cariño suficiente y ahora es un descobijado en busca de notoriedad.
– Por eso: ¡es un imbécil! -gritaba Diego entre frase y frase de su mujer. Pero nada pasaba. Emilia no se movía de su madriguera a pesar del escándalo que hacían sus padres. Lo mismo podía estar muerta. Al menos eso pensaron los Sauri.
Después de un rato y otro en aquel silencio sin respuesta, el mismo Diego se puso a llorar con tal zozobra que Josefa pasó de regañarlo a compadecerlo. Lo acariciaba hablándole al oído cuando Milagros Veytia cruzó la estancia y se detuvo frente a ellos. Con sólo ver la cara de su hermana supo que algo andaba mal con Emilia.
– ¿Está encerrada? -preguntó dándolo por un hecho.
– Y no encuentro las llaves de repuesto -explicó Josefa como si fuera una novedad que en su casa se perdieran las llaves.
– Esa puerta se puede abrir de una patada -dijo Milagros.
– Quítate Diego -pidió Josefa sabiendo la distancia que había entre una ocurrencia y una acción de su hermana.
Una tras otra, cinco patadas le puso Milagros a la puerta hasta que la firme chapa alemana encargada de custodiar el cuarto de su sobrina murió cumpliendo con su deber.
La recámara de Emilia se dejó ver clara y armoniosa. El último sol de la tarde caía sobre la cama de latón y la colcha de piqué blanco. Pero Emilia no estaba tirada ahí con la cara contra la almohada en medio de mocos y lágrimas. Emilia parecía no estar en la recámara. Desbaratando el silencio que paralizaba a sus parientes, Milagros Veytia se preguntó en voz alta si la niña no habría escapado por el balcón. Caminó hacia el rectángulo que dejaba entrar la luz contra los visillos. Diego resintió la pregunta porque vivía como una ofensa el solo hecho de que alguien imaginara que su criatura tendría algo que esconderle.
Josefa Sauri caminaba adelante de su hermana y se detuvo de repente como si el piso se le acabara. A sus pies, metida en el camisón color de rosa de su última infancia, sorda a los gritos de sus padres y a las patadas de Milagros, yacía Emilia inmutable como un encanto. Había estado dormida desde quién sabe qué horas. Y se veía exhausta.
Exhausta de crecer, pensó Josefa.
Diego Sauri se acercó a besarle la frente para comprobar que no tenía fiebre. Después levantó los ojos hacia el rostro de su mujer. Así dormía ella cuando era joven, con la misma perdida conciencia de existir. Aunque claro, ella no había tenido un padre y una tía irresponsables. Porque tal vez tenía razón Josefa cuando lamentaba las libertades con que Milagros y Diego cansaron a su hija.
Josefa pareció descifrar su mirada.
– Hay algunos renovadores incapaces de entender lo esencial -le dijo.
– ¿Qué es lo esencial? -preguntó Milagros alzando la voz.
– Los hombres tienen pasiones, las mujeres tenemos hombres -le contestó Josefa-. Emilia no es un hombre. No la puedan tratar como si tuviera los sentimientos tan mal acomodados como ellos.
Diego terció con razones favorables a su causa subiéndose a la cama con todo y zapatos para tener más cerca la voz de su mujer. Pero ni al sentir cerca el olor a madera y tabaco que tanto la ataba a su marido Josefa dejó de culparlo.
– Ridícula estaba yo protestando mientras ustedes les tendían la cama a los muchachitos. Como si fuera un chiste que Daniel le quitara a Emilia la paz.
– La paz es para los viejos y los aburridos -dijo Milagros-. Ella quiere la dicha, que es más difícil y más breve, pero mejor.
– No hagas discursos, hermana -pidió Josefa levantándose de la cama y caminando hacia la puerta-Hace rato que no puedo con los discursos.
– Tiemblo cuando se enoja contigo -le dijo Diego a Milagros tras ver salir a su mujer.
– No te aflijas. Ella sabe que tenemos razón. Lo que pasa es que le cuesta mucho trabajo aceptarlo.
– Yo no estoy tan seguro en este momento de que hayamos hecho bien no casando a Emilia como se casan las demás. Lo nuevo angustia.
– Más angustia lo viejo. Y si quieres entrar en tema, más me angustia el viejo Díaz. No sé qué vamos a hacer. Si sigue tan terco como está con quedarse, esto se va a volver un lío de los mil demonios. La campaña electoral es un sainete. Este hombre no quiere más elección que la suya. Y entre más persiguen a la gente, más se radicaliza. Algunos ya quieren levantarse en armas.
– Líbrenos el destino de los redentores -dijo Diego.
– Mañana llegan de México unos enviados de Madero a intentar que Serdán abandone su idea de la rebelión armada y se limite a combatir con la ley.
– No creo que logren nada -dijo Diego-. ¿Quién convence a ese montón de pasiones? Quiere ser héroe. Y eso es muy peligroso. Los héroes no traen con ellos sino dictaduras. Hay que ver en qué se ha convertido ese gran héroe de la República que fue el general Díaz. ¿Me crees si te digo que tengo miedo? Una cosa es querer vivir en una sociedad digna de llamarse así, buscar justicia para otros como un modo de encontrarse con la propia justicia, y otra meterse en una guerra.
– Aseguran que sería una guerra corta -dijo Milagros.
– No hay guerras cortas. Empezar una guerra es como rasgar una almohada de plumas -opinó Josefa entrando con la charola del té-. Por eso me gusta Madero, porque es un hombre de paz.
– Se pasa de ingenuo-dijo Diego.
– Es un buen hombre. Como tú -le dijo su mujer.
– Con la diferencia de que a mí no se me ocurre acaudillar a nadie.
– Los dejo tan de acuerdo en ese tema como han estado siempre, y me voy a ver en qué va la manifestación, porque ya se me hizo muy tarde -dijo Milagros.
– No vayas, Milagros. Por un día que faltes no pasa nada -le pidió Josefa.
– Ya falté. Voy sólo a ver en qué acaba.
– Quiero ir contigo -dijo Emilia levantándose del suelo, despierta como un gallo.
– Y tú de dónde sales? -le preguntó Josefa con una sonrisa.
Diego había tomado una almohada de la cama, y le estaba quitando la funda para sentir las plumas. Se tocaban tan suaves, tan sumisas. Comparar a la guerra con una almohada rota. Eso sólo podía ocurrírsele a su mujer.
Milagros se despidió y corrió a la escalera. Diez segundos después, la oyeron azotar el portón de la entrada.
– Cierra las puertas como si quisiera sellarlas para siempre -dijo su hermana.
– Como si quisiera tirarlas -dijo Diego.
Emilia pidió una sopa y un pan con queso. Josefa le ofreció alubias. Nada le hubiera podido parecer mejor. Las iba comiendo y la cara le cambiaba de a poco. Cuando terminó su segunda ración, era otra.
– ¿Hasta cuándo vas a confundir el hambre con la tristeza? -le preguntó Diego-. Llevas dos días llorando y uno y medio has llorado de hambre.
– No te quites culpas, Diego -le advirtió Josefa.
– No las tengo. ¿Tú crees Emilia que yo tengo la culpa de que adores a Daniel?
– ¿A quién se le ocurrió eso?
– A tu mamá.
– Qué cosas se te ocurren -dijo Emilia-. Él sólo tiene la cuarta parte de la culpa. Otra cuarta la tiene mi tía Milagros por presentármelo cuando nací. Y de la mitad que queda, una parte es tuya porque me gustó que no te gustara y otra mía porque soy necia.
– Esa repartición me gusta -dijo Diego-. Con la cuarta parte estoy dispuesto a cargar.
– Faltaba menos -murmuró Josefa sirviéndole café a su marido.
El agua de tila se parecía esa tarde al té de la India. Emilia le puso un poco de leche y lo sorbió. Un ángel cruzó la mesa y tras el silencio de su paso se oyeron golpes en la puerta de abajo. Diego diagnosticó que ésa no podría ser otra sino Milagros y siguió a su mujer que fue a comprobarlo espiando desde el balcón. Un desorden de cabezas se apretujaba contra el quicio de la puerta. Los Sauri no entendieron qué pasaba, pero temblaron imaginándolo. Emilia bajó corriendo y abrió la puerta sin pensarlo dos veces. Entraron por ella dos hombres heridos que aún podían tenerse en pie, un joven cargando a otro y su tía Milagros como la pastora de aquella desgracia.
Las tropas habían marchado sobre la manifestación cuando estaba a punto de terminar. Cada quien había huido hacia donde le había llevado el instinto. Ellos llegaron hasta ahí con su olor a pólvora y su pánico a cuestas, guiados por Milagros y su certeza de que no había en el mundo un cobijo mejor que aquella familia.
Como si los hubiera presentido, sin la más mínima muestra de sorpresa, Emilia los condujo al cuarto lleno de libros que Diego Sauri tenía junto a su laboratorio en la planta baja de la casa. Se acercó al muchacho malherido mientras Milagros se ponía las manos en la cara, descompuesta por primera vez frente a su sobrina.
El muchacho se apretaba el vientre. Emilia le separó los brazos para hurgar entre su ropa. Segura de que se necesitaría morfina, se la pidió a su padre que en ese momento entraba en el estudio. Diego la oyó pedir sin aprobar su demanda, pero la contundencia adulta con que su hija volvió a urgirle que preparara la droga hizo al hombre dar vuelta y obedecerla sin más.
Emilia estaba apretando el puño del muchacho para contarle los latidos del corazón cuando él volvió con una jeringa, la droga y la seguridad de que su hija no sabría cómo ponerla. Pero ella, que había rasgado la orilla de su fondo para atarla en el brazo del muchacho, extendió su mano hacia él sin detenerse a verlo dudar. Encontró la vena que necesitaba y le inyectó la morfina como lo hubiera hecho una profesional. Luego se quedó un rato hincada junto al desconocido, pasándole la mano por la frente y hablándole al oído.
Josefa entró con trapos y agua caliente, avisó que Milagros había salido en busca del doctor Cuenca, y obtuvo de su hija una respuesta lacónica que dudaba por completo de que algo pudiera hacerse por aquel muchacho.
Los jóvenes que entraron con él a cuestas no tenían la menor idea de quién sería. Dijeron sólo que lo habían visto correr junto a ellos y luego caerse. No sabían ni cómo alcanzaron a recogerlo. Habían oído sus gritos sobre los tiros que les perseguían el cuerpo y la voz de Milagros pidiéndoles ayuda. A ese muchacho lo habían recogido porque gritaba, pero en el suelo había otros y ahí los dejaron.
Diego quiso saber si hubo muertos, pero ellos le contestaron que no habían estado las cosas como para andar investigando el destino ajeno. Después volvieron al mutismo pálido que aún los dominaba.
Milagros entró con el doctor Cuenca. Los últimos años habían apresurado la pendiente de su vejez, pero sus manos aún eran diestras. Se empeñó en buscar la bala en el cuerpo del muchacho.
– Se va a morir igual -le susurró Emilia-. ¿Para qué lo torturas?
– Eso nunca se dice -censuró el doctor Cuenca-. Ayúdame.
Emilia obedeció. Sabía con cuánta obsesión Cuenca llevaba adelante la consigna médica de pelearse con la muerte hasta el último momento. Pero había visto el cuerpo agujereado del muchacho y no imaginaba cómo sería posible salvarlo.
Las hermanas Veytia coincidían en su incapacidad para lidiar con la sangre y dejaron trabajar al doctor Cuenca ayudado por Diego y Emilia. Hicieron lo posible por dar cura a las heridas leves de los otros muchachos y conversarles hasta medio sosegarlos.
Dos horas después, cuando estuvo claro que el doctor Cuenca había tenido razón, Emilia acarició los párpados del adolescente aún dormido y le besó la cara como a un bendito.
Ni una lágrima, ni un gesto de horror pudo atisbar Diego Sauri en su hija durante todo ese tiempo. A veces la vio parpadear de prisa como si con eso pudiera borrarse de los ojos el destripadero que tenían bajo ellos. Otras, morderse los labios hasta lastimarse. Pero nunca tembló, ni mostró miedo. Parecía una vieja acostumbrada a la pena y sus infamias. Sólo sus ojeras se habían acentuado hasta ser dos manchas intensas bajo los ojos.
El herido tendría que permanecer bajo su techo porque moverlo era imposible. Emilia lo sabía y sabía también que en su condición de enfermera dependía del padre de Daniel. Así que le preguntó si podía salir un momento y, cuando obtuvo su aprobación, salió corriendo del estudio como si la persiguiera un mal espíritu.
Subió las escaleras a brincos, cruzó la estancia sin decirles una palabra a las hermanas Veytia y entró al baño sin detenerse a cerrar la puerta. Un líquido amargo le subía del estómago y ya no podía guardárselo más. Durante un rato largo, que a su madre le pareció eterno, la oyeron vomitar entre maldiciones estridentes y jaculatorias tergiversadas.
El doctor Cuenca había subido tras ella. Impávido y noble como el buen vino. No le gustaba notarse de más ni hacerle al héroe, pero esa tarde había ganado otra batalla y el éxito le permitía concederse un derroche verbal y un júbilo casi escandalosos en él.
– ¿La niña está vomitando? -preguntó con una sonrisa deteniéndose en el umbral de la puerta.
Josefa Veytia le contestó moviendo la cabeza hacia abajo y con dos lágrimas alargándose por su cara sin que pudiera remediarlo. El doctor Cuenca se acercó y se puso a encender un largo tabaco liado en La Habana.
– Hay que vomitar mucho para convertirse en médico -dijo-, pero la niña tiene talento y pasión. Con darle bien de comer, está arreglada.
Después le pidió a Josefa una de las infusiones con las que ella lo curaba casi todo.
Diego Sauri aprovechó para buscarse un brandy y darle otro a su exhausta cuñada que volvía de investigar cómo iban las cosas para Emilia en el baño.
– Ahora, de remate, quiere ser médico -dijo Milagros tomando su copa.
Lo que siguió fue un desorden de increpaciones y preguntas. Sin inmutarse, el doctor Cuenca explicó que Emilia había cambiado las clases de chelo por las de medicina. Se habían prometido guardar el secreto por el gusto de saberse libres de observación y expectativas, pero Emilia había resultado una buena estudiante. Sumando lo que conocía de fármacos con lo que había aprendido de Cuenca, sabía para entonces por lo menos la tercera parte de lo que podrían enseñarle en la Escuela de Medicina.
– Me siento como un cornudo -dijo Diego, quejándose del secreto-. Se le va a hacer a usted el sueño de tener una hija doctora.
– Ojalá y fuera mi hija. Yo no tuve sangre para dar mujeres -dijo Cuenca cerrando la conversación en torno a Emilia para volver a su continua aflicción de los últimos tiempos: la guerra como un augurio y la prudencia como el último deber de un viejo cuya vida cruzó por el siglo más aguerrido y doloroso de la vida mexicana.
Temía lo irreversible, pero se empeñaba en moderar la precipitación de quienes aseguraban que un levantamiento en Puebla haría levantarse tras él a todo el país. No confiaba en quienes creían que sería fácil tomar cuarteles, asaltar tiendas, empujar huelgas, dejarse comer por la prisa y los excesos antes que por la mesura y las ideas. Ambicionaba la política, el quehacer político como el más generoso de los quehaceres, la paciencia y la razón por encima de la ira. Como Diego, desconfiaba de los hombres puros, de quienes estaban dispuestos a morirse y matar con tal de romper de una vez con el hábito de la paz que a él le resultaba tan preciado. No creía como otros que en México todo había sido igual los últimos treinta años. Creía que el sueño había. sido traicionado, porque la vida siempre traiciona los sueños. La república con que había soñado su generación debió ser democrática, igualitaria, racional, productiva, abierta a las novedades y al progreso. Pero él había envejecido viéndola convertirse en el reino de los grandes ricos, seguir siendo territorio de la desproporción y el autoritarismo. Era como cuando él nació, como cuando su abuelo luchó para librarla de la colonia española, una sociedad regida por el más necio catolicismo, guiada por fueros, privilegios y caciques.
Sin embargo, muchas cosas habían cambiado. El mundo era un mundo distinto al de treinta años antes. Muchas cosas no habían cambiado y muchas otras cambiaban tanto que no daba tiempo de contarlas. Había por todas partes miseria y estancamiento y entretejiendo esa desgracia, había riqueza y cambios. De remate, los viejos se empeñaban en gobernar un país que era ya el país de jóvenes para los que no había más mundo ni más pasión que el futuro.
Conversaron largo durante aquella noche de zozobras. Josefa le había puesto triple llave al portón asegurándose de que si alguien entre los seres por quienes ella respiraba quería rehacer el mundo durante las siguientes horas, lo haría desde su casa y con las pacíficas armas de la imaginación y las palabras.
El doctor Cuenca intentó irse como a las once de la noche, pero como la señora Sauri se negó a quitar la llave hasta que la luz del día siguiente hubiera corrido franca por las calles de la ciudad, él devolvió su sombrero a la percha de la estancia y aceptó un primer brandy.
No había razón para llevarse las penas a otra parte. Quienes ahí padecían el mundo eran todo su mundo además de sus hijos, y sus hijos hacía tiempo que andaban recorriendo el mundo en busca de la política y la libertad que no encontraron cerca de su casa.