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Emilia Sauri no estuvo en ese concilio. Había salido del baño y cruzó el salón dejando un olor a flores y sahumerios.
– Voy a ver a mi enfermo -dijo y desapareció.
Su enfermo dormía. Revisó su pulso, su temperatura, y jaló una silla para sentarse junto a él a velarlo. Estuvo un rato mirándolo, bajo un silencio de espanto, hasta que también ella se quedó dormida.
No supo cuánto tiempo había pasado, cuando la despertó el ruido de la cerradura del portón destrabándose poco a poco. Tembló al imaginar la irrupción de aquella policía sobre cuya fuerza y barbaridades vivía oyendo, pero tras su primer temor, recordó que debía proteger al enfermo que tenía encomendado y fue hasta la puerta. Vio abrirse una rendija, vio cómo la oscuridad de la calle cortaba la tibia luz del farol sobre su patio, y se mantuvo erguida en espera de que una figura de uniforme entrara ordenándole quién sabía qué horror. Entonces, la puerta se abrió aún más y el cuerpo de Daniel, completo bajo la ropa de campesina enrebozada con que ya lo había visto aparecer otra vez, la puso a temblar como se había prometido no hacerlo frente a ningún policía.
No quisieron hablarse, vivían oyendo el eco de sus voces y oírlas ya no era desahogo para el impaciente amor de a ratos que los tenía en la vida. Emilia jugaba siempre a imaginarse desnudándolo y cuando lo hizo en la penumbra que los inundaba de sí mismos había en sus dedos una vieja destreza y en el aire que cortaba su boca una flama que ella sabía de siempre en vilo.
En la madrugada el doctor Cuenca bajó al estudio. Iba entrando a la habitación aún oscura cuando dio con el cuerpo y la voz de su hijo Daniel como un aparecido. Saliendo del amor sin resabios que los tenía tocados por en medio, los encontró a él y a Emilia todavía jadeantes y hermosos. A Emilia podían sentírsele las mejillas ardiendo y a Daniel, que no había terminado de abrocharse la camisa, el corazón le andaba como un loco.
– Quererse así hace daño -les dijo Cuenca con una sonrisa de las pocas que le había regalado al mundo durante su frugal existencia.
Dos días antes, el gobierno había detenido a Madero tras un discurso al que calificó de "conato de rebelión y ultrajes a la autoridad". Lo tenían preso en San Luis Potosí y estaban dispuestos a seguir encarcelando a todos aquellos que parecieran peligrosos amigos suyos en cada lugar de la fulminada república. Sobre todo a los viejos, a los que habían sido amigos del general Díaz en los tiempos de su republicana juventud. A ésos, por no entender, por pasarse de jóvenes, por andar de traidores, les iría peor y más rápido. De ésos era el doctor Cuenca, y sus hijos lo sabían mejor que nadie. Se habían reunido en San Antonio aun antes de imaginarse que a Madero pudieran encarcelarlo y decidieron poner a salvo a su padre, porque dejarlo en manos del grupo con que se reunía los domingos no parecía lo más seguro que pudiera preverse. Daniel había venido a Puebla para llevarlo a los Estados Unidos. Ya entre ellos, había pensado que lo mejor sería llevarse también a Milagros Veytia y con ella a los Sauri y a Emilia.
Para su desgracia sus deseos no eran órdenes y según parecía ninguno de aquellos por los que había hecho el viaje querría irse con él a ninguna parte. Ninguno salvo Emilia, que en dos horas olvidó sus deberes médicos y estaba lista para seguirlo a donde mejor lo decidiera su arbitraria cabeza.
– Cuando amanezca se habla -les dijo Cuenca para librarse al fin de la serie de razones que le daba el hijo y la serie de sinrazones que su alumna hacía militar entre sus labios.
Se acercó al muchacho herido y llamó a Emilia para que lo ayudara en la curación. Daniel prendió la bombilla de luz eléctrica que Diego había instalado en su despacho. Vio después a su padre y a Emilia entregarse a la pasión que ambos compartían. Pasó entonces de sentirse el centro en la vida de la Emilia con la que dio en la noche, a ser tan sólo un testigo intruso en ese universo de signos y términos que no sólo desconocía sino que le provocaron las primeras convulsiones de un sentimiento seco y necio: los celos lo fueron enfureciendo mientras su padre y Emilia tejían en sus narices la red de complicidades más perfecta que él podía haber imaginado. Su padre y su mujer sabían de sí mismos cosas que él ignoraba, compartían un lenguaje que no lo involucraba. Y verlos moverse y entender juntos algo que le era por completo ajeno, lo turbó hasta no saber a quién de los dos quería más o a cuál de ambos detestaba menos.
Emilia descifraba el aliento de ese hombre seco que había sido su padre y su padre hablaba con ella usando una suavidad con la que no había privilegiado nunca a sus hijos. Los dos juntos parecían estar bailando alrededor de aquel desconocido cuya vida cuidaban como no pensó que cuidarían la suya. Emilia quería a otro Cuenca además de a él y su padre quería a Emilia como nunca demostró quererlo a él.
Sólo hasta que terminaron su trabajo ella volvió la cara que le iluminaba un rayo de luz colándose por la ventana. Tenía el pelo amarrado en una trenza rápida y una aureola de cabellos recién nacidos se había ido despeinando sonriente por encima de su cabeza. Lo miró como quien mira al infinito, cerró los ojos y los abrió después muy rápido, en un guiño con el que le pidió perdón de golpe por la hora de infidelidad a la que se había entregado, sin matices, en su presencia.
Daniel también la perdonó de un golpe. Y la quiso de nuevo con la misma necesidad que sintió entre sus costillas mientras le daba vueltas a la llave con la que abriría la cerradura de su casa.
Después del desayuno el doctor Cuenca aceptó irse con su hijo al extranjero. Ya estaba demasiado viejo para andar corriendo riesgos con los que no hacía sino arriesgar a otros. Eso dijo refiriéndose a su completa certidumbre de que Milagros, Rivadeneira y los Sauri no sólo vivían pendientes de él, sino que estaban tan asociados a su nombre que peligraban procurándolo.
Otra vez había vuelto la vigilancia sobre su casa, no iba a ser fácil ver a sus hijos durante los siguientes meses, quién sabía si años, y como su trabajo con Emilia ya estaba descubierto, no tenía ni siquiera que preocuparse demasiado por la continuidad de su educación. Emilia estaba lista para seguir buscándose los conocimientos médicos que le hicieran falta, quizás si él se adelantaba, pronto los Sauri permitirían que su hija se inscribiera en una universidad norteamericana y si la suerte era buena y el cielo iluminaba el destartalado corazón del dictador, tal vez Madero ganaría las elecciones y él podría volver a su casa a esperar el nacimiento de un nieto con los ojos de su alumna Sauri.
Emilia hubiera preferido no despedirse de su maestro. Había tenido suficiente con despedirse de Daniel una vez y otra, tantas que ya ni cuando lo tenía cerca se permitía la paz de saberlo suyo. Sentía que al abrazarlo cuando apenas llegaba, lo estaba abrazando al mismo tiempo porque ya se iba. Por eso, porque lo buscaba en todas partes, había recalado en su padre como en lo más próximo. Perder también ese consuelo le parecía una infamia doble. Pero no quiso llorar ni lamentarse frente a su maestro. Le debía tanto, había aprendido tan bien de sus palabras y sus silencios que un buen médico no se deja aniquilar por la pena, que sólo mientras lo abrazaba pudo llorar la última lágrima infantil de su vida.
Se habían deshecho de su secreto mayor y sin embargo, tras dos años de saber a la medicina como una de las dos pasiones esenciales para aquella muchacha, mitad hija; mitad cómplice. de su vejez ensimismada, el doctor Cuenca tenía con ella muchos pequeños conjuros en común.
Le había enseñado a escuchar la respiración de los enfermos, a oír con fervor el sonido de su sangre bajo la piel, a buscarles en los ojos la causa del mal que los lastima, a hurgar bajo sus lenguas, sobre sus lenguas, dentro de lo que callan o dicen sus lenguas. Le había enseñado que nadie cura sin el deseo intenso y entero de hacerlo, que ningún médico puede permitirse vivir lejos de tal deseo. Le había enseñado que la vida de los otros, el dolor de los otros, el alivio de los otros debía regir el aliento, las madrugadas, la valentía y la paz de todo médico. Le había dicho que los intestinos de la gente saben más de ella que su corazón y que la cabeza de la gente respira el aire que el corazón quiere mandarle. La había convencido de que nadie sobrevive a su deseo de morirse y de que no existe enfermedad capaz de matar a quien ambiciona la vida.
Además, le había regalado, como la única propiedad que su profesión sin ahorros podía regalarle, los más de cien privadísimos descubrimientos de su larga entrega a la medicina y sus enigmas. Emilia sabía dónde quedaba cada tornillo de los que arman el cuerpo humano. Sabía de qué color era por dentro, cómo corría la sangre y por qué arterias, qué sonidos internos explicaban qué penas. Sabía sacar a los niños de las panzas azules en que los guardan sus madres nueve meses, sabía coser heridas, desinflamar chichones, detener diarreas. Sabía ya que los caminos del dolor humano carecen de rumbo fijo y a veces no tienen fin. Pero sabía también que podían detenerse, que desde el principio de los tiempos la humanidad había encontrado formas para detenerlos, que no había una sola verdad médica y que siempre podría encontrar algo nuevo en las búsquedas de otros.
– Los médicos no sabemos nada, más que lo vamos sabiendo -le dijo Cuenca separándose de ella sin decirle adiós.
Daniel lo tomó del brazo y volvió a perder los ojos en Emilia.
– Ya tú sabes -le dijo.
– ¿Irás a la guerra? -preguntó Emilia.
– No habrá guerra -dijo Daniel. Emilia quiso creerle cada palabra.
Las siguientes semanas fueron difíciles para todos. Después de las elecciones, Milagros Veytia llegó a estar tan exhausta y desesperada que durante varios días no fue capaz ni de peinarse. Se mudó a vivir de lleno en la casa de su hermana, porque la soledad que había adorado empezó a pesarle como una sartén golpeándole la cabeza. En los días previos, el poeta Rivadeneira se había dolido tanto cuando ella no quiso irse de viaje con él, que tuvo a bien emprender el viaje de cualquier modo, en un intento más de los muchos que hacía a diario para vivir sin ella.
Desde antes de las elecciones ya estaba claro que serían un fraude. Ni Diego, ni Josefa, ni Milagros, aparecieron en las listas que por ley se publicaban en los periódicos ocho días antes de las votaciones primarias. Como ellos, muchos otros nunca recibieron las tarjetas que los autorizarían a votar.
En las cárceles habían desaparecido los guardianes "amigos". Desde su secuestro, Milagros no podía salir sola sin correr el riesgo de quedar otra vez detenida. Los tres Sauri la suplían en el trabajo de comprar libertades para los maderistas. Pero ni Emilia, intentando los caminos cortos con los cuales había salvado a Daniel, logró conseguir más de una libertad.
Un día se llevaron preso al único hijo de la mujer que cada semana iba a la Casa de la Estrella por las camisas de Diego y cada semana las devolvía planchadas y almidonadas como si fueran de azúcar. Parecía que el cielo le hubiera prestado todas sus aguas la tarde en que se presentó llorando porque su hijo ya estaba en la estación de trenes y eso sólo significaba que lo enviarían a morirse.
Como sus padres estaban ocupados escuchando una de las disertaciones de Milagros, Emilia tomó a la mujer de un brazo y se fue con ella a la estación de trenes en busca de quién sabía quién. Oscurecía cuando entraron al andén. Una hermosa máquina empezó a rugir soltando al aire un humo denso. Emilia respiró el aire aquel, lo dejó vagar y repetirse en sus pulmones y sintió volver el eco de un viaje sagrado. No le pesaron los pies ni la lengua ni la garganta para caminar de prisa en busca del hombre que tenía a su cargo el vagón lleno de presos. Subió la escalerilla y golpeó la puerta ajetreando su boca con los gritos de una patrona exigente. Se puso el apellido con que adornaba su nombre el esposo de Sol y se acogió sin dudarlo a la influencia de la familia que poseía más de medio estado. Dijo que el muchacho de doña Silvina la lavandera era peón de su casa y que no veía el motivo por el cual lo tenían preso. Cuando le contestaron que porque había participado liderando una huelga, ella actuó un gesto sorprendido. Miró al encargado con los ojos de superioridad que le horrorizaban en las cuñadas de Sol y alegó que eso era imposible: ella había tenido al preso bajo su mirada noche y día durante los últimos cinco meses. Luego, ayudada por la autoridad que le concedía haber convencido de su alcurnia al militar bajo cuyas órdenes estaba el cuidado de la estación de trenes, se llevó consigo al muchacho tras firmar con su nombre prestado unos papeles que la hacían responsable de su vida y su fidelidad a la patria.
Doña Silvina quedó tan agradecida que al día siguiente se presentó en la casa de Emilia con una de sus nueve hijas. Como retribución por el regreso de su único hombre, le parecía justo entregar a una de sus mujeres. Era una criatura de trece años, mal comida y pálida, que sonreía con una mezcla de timidez y satisfacción mientras su madre explicaba las razones de su regalo. Emilia no supo qué decir. Había aprendido que era una gran ofensa no aceptar el regalo de un pobre. Pero de ahí a quedarse con la hija de aquella mujer como si fuera una gallina, debía haber un abismo.
Durante un rato perdió la locuacidad que tan útil le había sido el día anterior. Miraba a doña Silvina corno si quisiera indagar de qué estaba hecha, miraba a su hija buscándole la voz con una respuesta, y se clavaba las uñas en el interior del puño apretado. Hasta que la niña interrumpió con su duda ronca la divagación justiciera del dolor con el que Emilia ya no podía lidiar.
– ¿No me quiere usted? -la oyó preguntarle.
Emilia respondió que no era eso y vio cómo la sonrisa tensa de la niña se volvía complacencia mientras le decía a su madre que se fuera ya. La mujer dio las gracias otra vez y se disponía a desaparecer sin más cuando Emilia la detuvo del mandil diciéndole que no podía hacerle eso. Sacó un encaje de palabras con las que explicarle por qué ella no podía quedarse con su hija. La mujer no entendió sus razones, pero terminó aceptándolas convencida más por sus ojos húmedos que por el palabrerío dulzón en que la veía perderse.
Cuando por fin se fueron, Emilia salió corriendo en busca de Milagros que redactaba un manifiesto llamando al mitin en protesta por las trampas electorales. Escribir era ya lo único que la consolaba y escribía manifiestos todos los días y a todas horas, se publicaran o no, salieran o no de su confuso escritorio.
– Le hubieras hecho un bien quedándotela -dijo Milagros-. Ha de estar muerta de hambre.
Emilia recordó a la niña, a su gesto de súplica y coquetería y pensó que tal vez Milagros tuviera razón. Pero afirmó que de todos modos ella estaba más en paz con su negativa.
– Paz es lo que no hay por ninguna parte -dijo Milagros dejándose acariciar por el cepillo con que Emilia se propuso peinarla.
Trenzó primero su melena a la que se le habían multiplicado las canas y después le prendió la trenza en un chongo casi perfecto. Había pasado el tiempo y su ardor sobre Milagros, pero la belleza de sus facciones seguía siendo excepcional, arrogante y noble como en su desaforada juventud.
Decía Josefa que la inteligencia había sido siempre el lienzo sobre el cual la vida pintaba el gesto de su hermana. Y mirando sus ojos aquella mañana, Emilia comprobó esa verdad por encima de cualquier otra que hablara de su tía.
Pero la inteligencia descorazonada es peligrosa, y daba pena escuchar a Milagros prediciendo catástrofes. Cruzaba por su voz el Apocalipsis y una desolación de abismo que Emilia no estaba dispuesta a asumir como su único futuro. Así que se empeñó en corregir las predicciones que Milagros veía contundente en su privadísima bola de cristal.
Dedicó el resto de la mañana a escucharla con una frescura con la que hacía tiempo que nadie la escuchaba y le apostó los cincuenta y seis centímetros de su estrepitosa melena oscura a que Madero sería presidente de México aunque ni ella ni su padre ni al parecer Dios padre y la Coatlicue lo creyeran posible.
– Yo te apuesto la luz de mi ojo izquierdo a que eso no sucede -le dijo Milagros divertida con la oferta. Luego caminó hasta su escritorio y hurgó en una caja que había pertenecido a su padre.
– Toma -dijo extendiéndole un sobre sin abrir, dirigido a ella y cruzado por la letra de Daniel-. A ti ya quién te puede proteger de la vida.
La discusión con Milagros en que Emilia había dejado a sus padres el día anterior, tenía que ver con aquel sobre. Los tres sabían de qué trataría esa carta porque junto con ella habían recibido una del doctor Cuenca comentándola. Desde que intuyeron su contenido los Sauri decidieron escondérsela a Emilia mientras fuera posible. En la conversación de la noche anterior, Milagros había intentado convencerlos de que no se puede tapar el sol con un dedo y mucho menos con un dedo tembloroso, pero Josefa había terminado convenciéndola de que lo mejor sería esperar.
Lo único que pudo conseguir Milagros de su hermana fue la concesión para que nadie sino ella guardara la carta, con lo cual le otorgaban el derecho a decidir el día en que ya no se pudiera esperar más.
En la carta, con la misma tranquilidad con que en los meses pasados le había ido hablando del clima en Chicago, de la última película de Chaplin o de la trama de las novelas que iba leyendo, con la misma irónica rapidez con que un día le contó la historia del fundador del movimiento Scout y otro le describió el tamaño del puente de Manhattan que se terminaría ese año en Nueva York, la desordenada y alegre caligrafía de Daniel le comunicaba a Emilia que por un tiempo no recibiría noticias suyas. Madero había roto el arraigo a que estaba condenado en San Luis Potosí y había llegado a Texas. Desde ahí, él y quienes estaban contra la reelección de Díaz habían lanzado un documento que declaraba nulas las elecciones y convocaba a la insurrección para el veinte de noviembre a las seis de la tarde. Daniel iba a cruzar la frontera para unirse en Chihuahua a un grupo de arrieros y gente de las minas que formarían parte del levantamiento destinado a despertar al país de su letargo.
Después del aviso, Daniel aprovechaba para recomendarle que leyera la tercera sinfonía de un judío austriaco capaz de ordenar en una orquesta la presencia de veinte cornos y diecisiete trombones. "Si no fuera de Viena sería de Guamúchil." De ahí pasaba a despedirse con un beso en la boca de arriba y otro en la sonrisa de abajo.
Emilia terminó de leer despacio, dobló la carta con una parsimonia que sorprendió a su tía y le pagó una sorpresa con otra:
– Viene a comer Rivadeneira a las tres -dijo abriendo una sonrisa de niña aplicada. Luego buscó en su recámara el chelo del que se había olvidado y lo abrazó acariciándolo con el arco hasta arrancarle un sonido hermoso y lúgubre en el que fue quemando la pena que se había prometido no convertir en palabras.
Era el final de octubre y Sol no había vuelto aún de su luna de miel. Rivadeneira la había encontrado en Nueva York, amable, aburrida y preciosa. No quiso decirlo, pero fue la visión de esa pareja lo que lo había hecho volver como un venado en busca de la imprevisible Milagros Veytia. Quería envejecer junto a ella y se lo pidió con ceremonia, brindis y discurso al terminar la comida.
– Rivadeneira querido, lamento decirte que ya envejecimos -contestó Milagros.
Una semana después se mudó a vivir con él a la gran casa de la avenida Reforma que olía a papeles guardados y a hombre solo.