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XVI

Nada era tan cambiante como la rutina por esos tiempos. El mundo se había desatado fuera de la botica y su inmutable combinación de aromas y todo lo que se previó entre sus frascos corría por el país perturbando hasta el aire.

Un gobierno de transición preparaba nuevas elecciones para octubre de 1911. Cada mañana los periódicos recién despertados a su arbitrio insultaban a quien mejor les parecía. Y cada tarde un grupo de inconformes con el resultado de su primera guerra, volvía a levantarse contra la voluntad temerosa que inventó licenciar a las tropas insurgentes, sin haber conseguido nada para ellas.

En casa de los Sauri se discutía el futuro de la patria como en otras se discuten los deberes del día siguiente, y la botica parecía una cantina desordenada donde los parroquianos dirimían sus apegos y ambiciones antes de subir a seguir discutiéndolos tras el caldo de frijoles que Josefa tenía para todo aquel que pasara por su comedor.

Cada quien hacía su recuento de agravios y su adivinanza de infortunios, cada quien creía de lo que iban viendo todo lo que mejor le parecía, y de lo que se ignoraba lo que prefería imaginar. Pero todos coincidían en que Madero y los gobiernos instalados en espera de nuevas elecciones, intentaban en vano resguardarse de los zarpazos que lanzaba un tigre inconforme con los deseos de aplacarlo sin darle de comer.

La ciudad, adivinar si también el país entero, se apretujaba en las manos de los mismos que habían peleado por ella durante los años anteriores, con el agravante de que ya no se sabía quién era quién, qué había tras las palabras de un millonario porfirista convertido a la pasión por Madero y qué tras la furia de un maderista incrédulo, dispuesto a guardar una pistola buena, entregando como prueba de su confianza en el gobierno, una carabina mala.

Aprovechando el caos, los conservadores volvieron a la política tratando de que la nueva circunstancia les procurara un gobernador cercano a sus intereses. Para hacerles frente, los revolucionarios no tuvieron más ocurrencia que devastarse entre sí. En lugar de buscar un candidato único, cada bando se hizo de uno diferente hasta que Madero propuso al suyo y consiguió imponerlo.

Diego Sauri estaba desolado y enfebrecido. Durante el día iba recibiendo las noticias y las comentaba sin descanso con todo el que apareciera bajo sus ojos. En las noches se dormía rumiándolas como si pensara que de tanto darles vueltas, adelgazaría la fuerza de su espanto.

Josefa, que cocinaba para una cantidad impredecible de visitantes diarios, le dejó a Milagros la responsabilidad de leer los periódicos, recoger las malas nuevas y tenerla al tanto de cuanto horror sucediera. Para su infortunio, Milagros cumplía con celo su comanda. Se consideraba en el deber de hacerlo, entre otras cosas porque ella y Rivadeneira comían ahí todos los días. Milagros nunca aprendió a litigar con la cocina y le parecía ridículo fingir que a su edad podría interesarse por algo que consideraba tan etéreo. Se presentaba muy temprano con el altero de periódicos y un lápiz y pasaba una hora antes del desayuno y dos después, leyendo hasta los avisos de ocasión. En cuanto terminaba le hacía a Josefa un resumen de los peores acontecimientos, una lista de los titulares más infames, y una descripción de las caricaturas más encarnizadas. Por ese tiempo tenía menos trabajo político y más dudas que nunca. No sabía en qué bando ponerse y aunque no coincidía con el modo en que maniobraba Madero, se resistía a oponérsele, deseando que sus buenas intenciones pudieran más que la perversidad de la inocencia ejercida desde el poder.

– Algo de la necia cordura de Rivadeneira se me ha de estar contagiando -le dijo a Josefa unos días antes del trece de julio, fecha en que Madero visitaría la ciudad.

Había sido necesaria su ayuda para organizar la nueva visita, pero no puso en ello ni la mitad del arrojo que la caracterizaba. Por supuesto acudirían al andén muchos maderistas espontáneos, unos cuantos partidarios apasionados, la mayoría quejosos, gente que anhelaba contar las desventuras que aún padecía. Milagros y los Sauri no pensaban ni siquiera en asomarse. A pesar de la supuesta paz, había en el aire sonidos de guerra y no estaba su desencanto como para salir a vitorear a nadie.

Josefa se limitaba a contar los disparos que alguna vez se oían en la distancia. Sabía con toda precisión cuándo venían del norte y cuando del sur, cuándo de por las fábricas cercanas a Tlaxcala, cuándo de los campos camino a Cholula y cuándo, como la noche larga del día doce de julio, de un rumbo incluso tan cercano como la plaza de toros.

Muy temprano en la mañana del trece de julio, mientras Emilia cimbraba el aire con su chelo y Josefa movía constante un guiso, Milagros entró con los muertos del día. Era para no creerlo, pero las tropas federales, las del gobierno provisional que había impuesto la revolución en espera de elecciones, habían matado más de cien maderistas.

Durante todo ese día no se habló una palabra. Mientras la casa se llenaba de silencio, Madero visitó la ciudad.

Todos esperaban que el hombre condenara en público al ejército federal por asesinar a sus seguidores. Pero nunca sucedió tal cosa.

– No se puede ser neutral cuando la gente se mata en tu nombre -dijo esa noche Diego con una raya profunda entre los ojos.

Ayer en la mañana no la tenía, pensó Josefa cuando volvió a mirársela, imborrable, al día siguiente.

Durante esos meses, Emilia oyó las opiniones más diversas sobre los hechos más extraordinarios que había presenciado su vida. Mientras estaban en el comedor se ocupaba escribiéndolos, y cuando alguien cambiaba de opinión sin que nadie pareciera darse cuenta, ella sacaba su libreta y hacía el registro de la nueva tesis sin darse tiempo para reprochar la incongruencia. Hubo amigos de su padre que en cuatro semanas cambiaron diez veces su apego a Madero por furia antimaderista, y de regreso.

Se había dado esa tarea como un consuelo para sus propias dudas. Si la gente cambiaba de parecer político tantas veces, ¿por qué ella no podía detestar el recuerdo de Daniel una mañana y ambicionar la humedad de su entrepierna la tarde siguiente?

Hacía semanas que las mismas preguntas rondaban por su cuerpo sin que Emilia se atreviera a repetirlas sobre los oídos de nadie. Todos estaban tan preocupados por las grandes razones. ¿A quién podría importarle si volvería Daniel o en qué estaría convertido?

Una mañana, a mediados de agosto, bajó a la botica adormecida por estas preguntas, sola, porque su madre alegó que veía en las ojeras de Diego el cansancio de los últimos meses y que lo obligaría a quedarse en calma un rato más. Los dejó sentados a la mesa de un desayuno tardío y disculpó a su padre de las primeras horas frente al mostrador.

Abrió la puerta que daba a la calle, preparó unas recetas, acomodó contra los estantes la escalera corrediza. Estaba hecha de encino y brillaba siempre como si acabaran de barnizarla. Servía para alcanzar y sacudir los pomos de porcelana que blanqueaban de lujo todas las paredes. Subida en el penúltimo escalón empezó a frotarlos de uno en uno con un trapo limpio. ¿Qué iba a pasarle si Daniel no regresaba?

Lo tenía grabado en las yemas de los dedos. Algunas mañanas hasta creía estar recorriendo la piel de su espalda. Sin embargo, a veces fantaseaba con la idea de perderlo. Fantaseaba con su muerte cuando el entendimiento ya no le permitía estar en paz. Entonces, en medio de un sosiego que muy de lejos ensombrecía la culpa, elucubraba como un río: si me avisaran de pronto que está muerto, si quien tocó la puerta trae un telegrama, si la próxima carta que voy a abrir está acompañada de una nota de pésame que algún amigo envía explicando los detalles de la refriega en que murió, contándome las últimas horas de su vida, tal vez diciendo que su última palabra parecía mi nombre.

Se lo figuraba muerto y al mismo tiempo más cerca que nunca, sin poder irse, asido a ella cada vez que su boca lo llamara, estremeciendo su cuerpo con la certeza de que sus brazos fantasmales la cobijarían cuando los deseara.

Estaba columpiándose en esa fantasía cuando un niño de ojos oscuros y cejas asustadas entró a la botica llamándola a gritos. Su mamá tenía la cara morada y en lugar de empujar para que a él le apareciera otro hermano, lo que hacía era pedir aire muy quedito y no moverse.

Emilia volvió a la realidad y le preguntó si había buscado a doña Casilda, la partera de medio mundo pobre. El otro medio era tan pobre que sus mujeres parían solas, como solas habían nacido y solas se quedaban al rato de que un hombre les dejaba el recuerdo encajado entre las piernas. Sabían parir hijos como ella fantasmas, sin más ayuda que su sangre, y solamente llamaban a la partera cuando algo equívoco se les atravesaba.

El niño le informó que Casilda estaba en su pueblo, como suplicándole que no le hiciera reandar el camino. Entonces Emilia le pidió que buscara al doctor Zavalza. Pero de buscar a Zavalza y no encontrarlo venía el niño. Emilia bajó por fin de las nubes y los tarros junto a los que había estado suspendida media mañana y, preguntándose a dónde habría ido Zavalza sin avisarle, salió corriendo tras la figura del muchachito.

Se llamaba Ernesto y era el mayor de los hijos que había parido una mujer de veinte años cuando tenía trece. Emilia la conocía bien porque dos veces le había regalado los remedios que el doctor Cuenca le recetó cuando había ido a buscarla con un bebé a punto de morirse.

Unos meses más tarde, Emilia la vio pasar frente a la botica con su panza otra vez creciendo. Desde lejos la invitó a entrar y cuando la tuvo cerca conversó con ella y le hizo algunas preguntas.

La muchacha le contó cosas que Emilia trató de olvidar durante muchos desvelos. Cincuenta veces despertó sintiéndose culpable de tener una cama, de tener desayuno y sopa y cena, de saber leer y ambicionar una profesión, de tener padre y madre y tía, de tener a Zavalza y de ir teniendo el cielo entre atisbos que le daba su pasión por Daniel. Esa mujer tenía sólo dos años más que ella y no había visto sino abandono y hambre, infamias y maltrato.

Quizás lo que más perturbaba a Emilia era recordarla haciendo el recuento de su vida. Tener veinte años, cinco partos, tres hijos muertos y dos vivos, ningún cónyuge fijo, ninguna casa además del cuarto en que se amontonaba con unos parientes por el barrio de Xonaca, no parecían entristecerla más de lo que no la entristecía estar chimuela, medir lo que un niño a los once años y acarrear por el mundo el sexto embarazo de un hombre que no la conmovió una sola noche. ¿Enamorarse? ¿Qué invento era ése?

Recargada en el mostrador mientras bebía el jugo de naranjas que Emilia le había dado, hablaba de prisa esgrimiendo de vez en cuando una carcajada para burlarse de las preguntas que iba haciéndole la boticaria. ¿De qué se le murieron tres hijos? Pues de qué había de ser, no quiso Dios que se lograran, decía sin enturbiarse.

El mayor de los vivos corría guiando a Emilia por el otro lado del río San Francisco, por el otro lado del mundo suave y aromático en el cual habían crecido las pasiones y certezas que a Emilia le parecían primordiales. Cruzaron frente a un grupo de niños que jugaban sobre un cerro de basura, frente a una mujer que volvía de ir en busca de agua caminando con la espalda doblada, frente a una cantina que olía a vómito y un borracho que dormía sus pesares acostado sobre un pedazo ennegrecido de crinolinas viejas, frente a dos hombres que echaban a otro de una tienda y lo alcanzaban para patearlo hasta hacerlo llorar y pedorrearse pidiendo clemencia.

Emilia se prendió a la mano del niño y caminó a ciegas para evitarse el horror que la cercaba. Al cabo de la última calle, cruzaron el umbral de un cuarto sin más luz que la de una ventana cubierta con trapos y sin más cobijo que el petate sobre el que vio tirada a la parturienta. A su alrededor daban consejos y opiniones contradictorias unas cinco mujeres de edad imprecisa. Todas parecían coincidir en que la muchacha no hacía el esfuerzo debido. Más que ayudarla, la regañaban, sin dejar de pasarle trapos mojados por la frente, las piernas, el cuello, la barriga.

El único hombre en la casa se le fue a golpes al niño reclamando su tardanza. Emilia intentó frenarlo y explicar la razón de su demora. El hombre no quiso ni oírla, pero se detuvo intimidado por aquella extraña. Cambió los golpes por preguntas. El niño contó que no había podido encontrar a nadie más, mientras Emilia se unía al círculo de opinantes que asediaba a la enferma.

Se moría cuando logró quedar cerca de ella y oír su corazón latiendo extenuado. No hubiera servido de nada pretender que la dejaran sola, así que pidió que le dieran un hueco cerca de sus piernas y metió entre ellas la mano para buscar la entrada a su cuerpo. Quién sabía cuánto tiempo llevaba desangrándose. Quién sabía qué se le había roto por dentro y cómo.

El brazo entero de la aspirante a médico quedó empapado en sangre. Sintió que se moriría junto con la muchacha del susto y la compasión, pero supo disimular su horror con una retahíla de acciones inútiles. Buscó el sedante en gotas que había puesto en su bolso cuando aún creía que un parto no necesitaba más y lo virtió completo en la boca terrosa de la muchacha. Acuclillada en el suelo, revisó el color en sus párpados sólo para no estar inmóvil, con la sensación de impotencia que la devastaba. La mujer tenía medio cuerpo roto, debía estar sintiendo que le arrancaban en pedazos las entrañas, y no se quejaba.

– ¿Cómo te pasó esto? -le preguntó.

– Yo me lo hice -contestó la muchacha.

Emilia la besó, compadeciéndola con todo su delirio adolescente y, otra vez, sintió sobre ella la culpa como una golpiza. No pudo guardarse la turbación. Lloró un rato largo junto a la joven moribunda que la miraba como al horizonte. Lloró por la amistad que no tuvieron, por la distancia de sus mundos, por el ángel devastador en el borde de sus labios. Estuvo con ella hasta que la muchacha se perdió en su palidez. Luego Emilia Sauri se levantó del suelo a confesar su impotencia.

El hombre insultó al niño que lloraba unas lágrimas mudas y salió del cuarto echando maldiciones. Se fue sin ver hacia atrás, como se dice que hacen los hombres cuando saben que no pueden regresar.

La dueña del cuarto contó entonces que había oído a la muchacha quejarse cuando todavía estaba negro el cielo, pero que había creído que sus ruidos eran porque tenía encima al hombre. Dijo que la había aceptado ahí arrimada porque era la querida del hermano de su marido, ese borracho sin obligaciones que no tenía ni dónde dormir y que pedía cobijo allí cuando se le atravesaba una mujer.

Mientras hablaba señaló como el culpable al único hombre que Emilia había visto ahí. Era, según todas, un cabrón que nada se merecía. Le habían aceptado a la querida porque ella se reía como si tuviera de qué y porque su chiquillo era muy acomedido, pero si la muchacha se moría, ese cabrón borracho, porque ellas lo juraban, no iba a poner un pie de regreso ahí.

Un cura con la luz entre los dientes entró al cuarto como una gota de agua. Tenía la sotana raída y abierto el botón que cierra sobre el cuello como un yugo. Emilia lo conocía. Era el único sacerdote amigo de su padre. El único cura que ni rezaba por obligación ni hablaba de Dios cuando no era oportuno. El padre Castillo era yucateco como Diego, pequeño y prudente, incansable y buen conversador. Pasaba por la botica cada tercer día para tomarse un café. De él había escuchado Josefa aquello de la guerra como una almohada que se despluma.

Cuando Emilia lo vio entrar, sintió el abrazo de sus ojos y casi pudo sonreír. Se sentía tan perdida de sí misma, tan incapaz. Dio unos pasos para decirle lo que pasaba. Él le devolvió una palmada en el hombro y procedió a buscarse algo en los bolsillos del pantalón bajo la sotana arremangada. Después de algún trajín, encontró en el fondo de alguno su estola desteñida y pidió que lo dejaran a solas con la enferma. Las mujeres salieron a perseguir una sombra bajo el único árbol de aquel terregal.

Emilia conversaba con ellas, inmersa en un mundo que la espantaba, cuando el sacerdote salió. La muchacha había muerto.

– Ya descansó -dijo la dueña de la casa. Todas se precipitaron al cuarto para mirar a la muerta como si acabara de llegar. La rodearon de flores y cabos de cirio encajados en la tierra apisonada que era el piso del cuarto, le pidieron al cura que le rezara y la bendijera.

Castillo accedió con la docilidad de quien cumple su deber sin protestar, ni presumir. Emilia notaba un freno en sus labios tan contundente como el que ella había decidido poner entre los suyos. Nunca había visto morirse a nadie, pero a esa mujer tampoco la había visto nunca vivir más que al reírse. El niño Ernesto se había parado junto a ella y no lloraba más.

– ¿A dónde se fue? -le preguntó a Emilia como si fuera la mismísima lengua que ella se mordía. Ella quiso responderle que a ninguna parte, pero se le atoraron esas palabras que su razón siempre tuvo por ciertas.

– A donde viven los muertos -contestó.

Al día siguiente, después de acompañarlo a enterrar a su madre en el panteón municipal, Emilia le extendió la mano para despedirse de él y abandonar por fin la pesadilla. Había acordado con Castillo caminar de vuelta hasta la botica, recoger ahí a Diego y subir a intentar comerse algo bajo la protección que siempre daba la mesa albeante de Josefa. Pero en cuanto el niño tuvo su mano entre las suyas, se aferró a tan conveniente suavidad y le pidió que se lo llevara con ella. Su hermana pequeña vivía regalada con una señora y él no sabía ni dónde buscarla. Tampoco supo nunca quién fue su padre, y esa noche no tendría lugar en qué dormir si ella lo abandonaba.

– ¿En dónde acaba esto? -murmuró Emilia Sauri en el oído del padre Castillo.

– En la nada -dijo el cura tomando la otra mano del niño.

Antonio Zavalza y Diego Sauri conversaban tras el mostrador de la botica cuando llegó hasta ahí el caviloso trío. Zavalza tenía puestos los anteojos porque había estado examinando uno de los libros antiguos con cuyas lecturas Diego satisfacía su ambición de viajes. Haber recorrido medio mundo y llevar la mayor parte de su vida en el mismo sitio, atado a los mismo ojos y el mismo delirio por la misma mujer, a veces lo traspasaba de inquietud. Entonces, seguro de que intentar cualquier otra cosa hubiera sido ridículo, Diego Sauri hundía la nariz entre las estampas de sus libros y viajaba tardes enteras por la India y Marruecos, Pakistán y China. Tras varios días perdido en la querella con sus deseos, regresaba completo a la estancia de su casa y al mostrador de su botica, renovado y excéntrico, seguro por todos lados de que no había elegido mal quedándose tras la invisible muralla que cercaba la ciudad de Josefa Veytia.

A nadie le contaba de aquellas escapadas hasta que dio con Zavalza. Ambos conocían otros mundos y compartían la pasión por las Veytia. A uno la madre y al otro la hija los habían vuelto locos por su mundo mentido de sencillez y lleno de recovecos, quieto y alrevesado, temerario y sonriente, trémulo y poderoso.

Zavalza llegó esa tarde a la Casa de la Estrella con los deseos como nudos en la nuca, urgido de vestir en el entrepecho del boticario hasta la última gota de sus incertidumbres. Durante las tres horas que tardó Emilia en el entierro tuvo tiempo para salir de todo y hasta para acompañar a Diego por Turquía y el Golfo Pérsico.

El boticario pensaba con la cabeza que no habría en el mundo mejor hombre para su hija que aquel médico, pero sabía que las cosas no son como uno las prefiere sino como son y que su Emilia estaba dada sin remedio a otro poderío. Sin embargo, había aprendido de Josefa a decir las verdades tan a medias como era posible cuando resultaba preciso no decirlas completas. Así que no descorazonó a Zavalza, y le dejó la responsabilidad de prodigar el desencanto a quien le correspondía. Emilia es una mujer del siglo XX, se dijo orgulloso, y ella sabrá qué hacer.

Zavalza no se quitó los anteojos al ver llegar a la joven de sus martirios. Y por un segundo pensó que tal vez era a causa de la deformación de los cristales que la veía acercarse de prisa, casi arrastrando al niño y al cura que llevaba de la mano.

Emilia le guiñó un ojo a su padre, dejó a Ernesto segura de que el sacerdote se haría cargo de explicar esa historia y fue derecho a Zavalza. Le ofreció la mano confesándole cuánto le había dolido su impotencia y cómo lo había necesitado junto a ella.

Todo en un murmullo que hizo al médico sentirse tocado por el éxtasis. Sin soltar su mano, Zavalza acarició la mejilla de Emilia Sauri.

– Los médicos inmunes son pésimos médicos -le dijo como si elogiando su tristeza le dijera todo lo que él imaginaba de promisorio y bello en los abismos de su corazón.

No fue necesario pedirle que aceptara al niño en su casa. Él mismo lo propuso, cuando logró volver en sí del abrazo con el que Emilia premió sus palabras y su consuelo. Lo había abrazado largo rato, como quien descubre un tesoro. No recordaba una paz como ésa y no quería en la vida más que tenerla cerca.

– ¿Te quedarías conmigo? -le preguntó a Zavalza.

– ¿Crees que tengo otro remedio? -contestó él.

Un mes más tarde, el obispo envió a casa de los Sauri una carta en sobre lacrado anunciando su visita y pidiendo se le respondiera si tal visita sería propicia. Diego le respondió en el acto que sería un placer recibirlo, siempre y cuando quisiera visitarlos en su calidad de tío del doctor Antonio Zavalza y de ningún modo en su calidad de obispo. No se ahorró la-explicación de que en su familia a los jerarcas de la iglesia no se les respetaba sólo por el hecho de serlo.

El obispo recibió tal respuesta como un agravio más de los muchos que ya le hacía aquel boticario, con sólo haber procreado a esa muchacha cuya voz tenía de cabeza a su de por sí descabezado sobrino. De ese modo las pláticas oficiales destinadas a hacer llegar la solicitud matrimonial de Antonio Zavalza terminaron antes de iniciarse. Las no oficiales iban en cambio por muy buen camino. Tras el consentimiento de Emilia, Zavalza habló del tema con Josefa, visitó a Milagros que fue tan amable como se lo permitió su ánimo partidario de Daniel, le ganó a Diego un juego de ajedrez y empezó a pasar los domingos en compañía de la familia. Para la sorpresa de los Sauri y el pánico de Milagros Veytia, Emilia había aceptado casarse con el doctor Zavalza con la misma facilidad y firmeza de carácter con que había escogido ropa nueva cuando estuvo en la capital. Sin mostrar ni un momento de vacilación, sin cambios en la voz ni una gota de llanto, borró a Daniel de sus conversaciones y en apariencia de sus esperanzas.

No era como si lo hubiesen matado, porque de los muertos se habla con más pasión y repetida dulzura que de los vivos. Era como si nunca hubiese vivido. Mil veces intentaron preguntarle por él y las mismas mil veces evadió las preguntas como si no las escuchara. Todo lo que siempre siguió a la luz de su nombre, Emilia se hizo cargo de oscurecerlo con silencios y evasiones.

Decidió casarse con Zavalza aunque a su familia le pareciera apresurado, aunque Milagros hubiera llorado por primera vez en su vida toda una tarde con su noche rogándole prudencia, aunque Josefa la ahogara en tés y abrazos, aunque su padre jugara con el asunto fingiendo que no lo inquietaba. Se casaría con Zavalza porque sentía sosiego bajo sus ojos y confianza con sus manos, porque la que ría por encima de cualquier otra causa y le había sacado de encima la pena continua de querer a Daniel.

Todas estas cosas, cuya pura enumeración cansaba hasta la clarividente cabeza de Josefa, que al rato de intentarla sentía su corredor lleno de pájaros habitarle completo entre las sienes, habían pasado en sólo cinco meses. Era el fin de septiembre cuando Josefa encontró en el buzón una carta de Daniel. Al mirarla le brincó el estómago como le brincaba de joven con las emociones impredecibles, y su sobresalto fue doble porque hacía tiempo que había perdido la memoria de aquel brinco en el centro del cuerpo, como un conejo intentando salirse de su agujero.

– Vamos a ver si esto la deja tan firme como presume que anda -le dijo a Diego enseñándole la carta igual que si le mostrara una daga.

Diego alzó los hombros y fue a esconderse entre las botellas de agua destilada, fingiendo buscar algo que le urgía. Ni a Josefa quiso dejarla ver de qué modo estaba trastocado con los amores y desamores de su niña. Ya ocultos los ojos tras el ámbar de las botellas, le apostó a su mujer que nada cambiaría y la vio alejarse escaleras arriba llamando a gritos a su hija.