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XVII

Emilia Sauri abrió la carta sin premura. Por primera vez no rompió el sobre ni le temblaron las manos mientras sostenía los seis pliegos en que Daniel le contaba sus hazañas de los últimos meses. Era un texto largo, escrito como diario, sonando a veces a que sería entregado en propia mano, sólo para servir como guía de la voz con que el mismo Daniel pensaba ampliar cada historia. Tenía al principio el tono juguetón de sus mejores tiempos, pero después la prosa se volvía una voz enfebrecida y triste que Emilia desconocía.

Empezaba con una disculpa, contando las razones por las cuales no había podido buscarla en la ciudad de México. Todas razones políticas y revolucionarias que a Emilia le tocaron justo el amor propio que había prometido mantener a buen resguardo, para no dejarse lastimar otra vez por la banal pero inevitable sensación de ser tratada como algo siempre menos importante que la patria. Leyó de prisa, como se leen de compromiso las lecciones que no cautivan el ánimo. Daniel le contaba con detalle cada una de las pesquisas y los líos por los que había transcurrido su guerrera existencia en los últimos meses. Había un párrafo dedicado a describir con una morosidad fraterna, el gesto y los hábitos de un obrero textil llamado Fortino Ayaquica. Otro sobre las costumbres sexuales de Francisco Mendoza, un ranchero de los alrededores de Chietla, y uno aún más dilatado en torno a la sensibilidad de poeta que había descubierto en el corazón de Chui Morales, cantinero de Ayutla. Morales, Mendoza y Ayaquica eran los jefes de las fuerzas zapatistas en Puebla. Cada uno de ellos había jalado con unos trescientos rebeldes que divididos en bandas luchaban con furia pero como en un juego inexplicable, por el control de pueblos y rancherías. Daniel llegó a vivir entre ellos con la representación de Madero. En poco tiempo había aprendido a beber y conversar como uno de ahí, a sentir el mundo y descifrarlo con los ojos de aquellos hombres que no tardó en considerar guerreros ejemplares y que describía como seres humanos de excepción. Daniel explicaba que con ellos había ido a la capital el día que entró Madero, y que por lo necesario que era entre esos grupos, no había podido aún desprenderse de su lado.

Decía Daniel que su padre no estaba muy de acuerdo en que él hubiera ido a dar a los lugares donde la guerra era más a pelo y necesitaba menos de abogados y gente preparada, pero el muchacho pensaba, y así se lo explicó a Emilia, que todo el tiempo de vivir con esa gente le había enseñado cosas que jamás hubiera entendido desde la distancia.

Luego teorizaba sobre los peligros que tal distancia había generado en los liberales cultos y en el propio Madero. Una distancia que los condujo a pretender cosas como que esa gente aceptara licenciarse y dejar de pelear sin haber conseguido más que el puro cambio de nombres en el gobierno. Terminaba la carta lamentando que los muertos del día doce de julio no le hubieran permitido llegar a Puebla cuando la visitó Madero. Como estaban las cosas, él debía quedarse del lado de quienes lo necesitaban y no del de quienes estaban burlándose de los pobres que les habían dado un privilegio de opinión y mando que no se merecían.

Entre cada una de aquellas disertaciones políticas que Emilia leía con la misma distancia con que escuchaba la plática en el comedor de su casa, había párrafos en los que Daniel se quejaba de lo arduo que era estar lejos de sus pechos o le amontonaba en desorden las mismas palabras como un torrente que vertía en su oído a la hora en que perdido de sí, derramaba en ella la bendición que obtiene todos los perdones y borra todas las desdichas.

Sólo al pasar por una de esas frases, puesta entre signos de interrogación tras la pregunta ¿quieres oír?, Emilia Sauri dejó ver un segundo la turbación de su entraña. Luego terminó de enterarse con detalle de quiénes eran los muertos del día doce, de cómo había crecido la ira por los rumbos del sur la tarde en que no sólo los hombres, sino los niños y las mujeres, regresaron a sus pueblos atravesados en el lomo de la mula que los había llevado a Puebla vivos, entusiastas y crédulos como no volverían a estar.

La descripción de ese retomo era algo tan opresivo y tenebroso que Emilia lo leyó mientras ambicionaba irlo borrando de su memoria. La página terminaba con Daniel preguntándole si ella sabía qué maderista quedaría por esos rumbos. Él había dejado de serlo. Después, como si terminara porque ya no quería oírse, se despedía besándola con toda la pena de que era capaz.

Emilia cerró la carta con las lágrimas apretadas como piedras contra sus ojos, pero sin soltar una sola, le participó a la mirada expectante de su madre que Daniel decía lo mismo de siempre, que los quería y los extrañaba mucho. Luego rompió en pedazos los pliegos ya doblados en cuatro y se los entregó diciendo que podía echarlos a la lumbre de su estufa.

Josefa quiso levantar un brazo y hacerle una caricia al rostro impávido como el sol de marzo que su hija le dejaba caer encima. Pero no se atrevió a turbarlo aún más, demostrándole una compasión que le sabía insoportable. En eso y otras mil cosas, su hija era idéntica a su hermana. Y nadie conocía como Josefa la calidad de las murallas con que esas dos mujeres sabían sitiar sus emociones.

– Levantan muros de agua. Y hay que atravesarlos a nado -le había comentado a Diego una vez.

Nada más salió del cuarto en que dejó a su hija, Josefa cambió la paz con que había caminado hasta la puerta por una carrera de puntas hasta la mesa de su recámara. Le echó llave a la cerradura y una hoja tras otra armó el rompecabezas que le había entregado Emilia. Para colmo de sus trabajos la carta estaba escrita por los dos lados, así que le llevó toda la mañana leerla. Cada hoja había que armarla dos veces para poder leerla de un lado y otro, pero Josefa era tan hábil que, al cabo de tres horas, no sólo consiguió leer toda la carta, sino que adquirió la maestría necesaria para repetir el trabajo primero frente a Diego y después en casa de Milagros, frente a ella y Rivadeneira, quien la miró hacer y deshacer mientras pensaba que había en esa destreza un arte sin nombre, tan arduo como la poesía y, como si eso fuera posible, aún menos valorado. Por la noche, una vez que todos supieron el contenido de la carta, Josefa llevó los pedazos a la recámara de su hija y los dejó sobre el tocador, junto al cepillo con el que Emilia cruzaba trescientas veces por noche su melena de rizos oscuros.

Como no sólo los vicios se heredan, la muchacha supo armar la carta con la misma pericia que su madre, y estuvo leyéndola una vez y otra hasta el amanecer. Luego guardó los pedazos en la caja de cedro que Diego le había regalado, tras consumir los cuarenta habanos de lujo que traía dentro. Era una caja memorable porque se la llevó Rivadeneira de un viaje a Cuba y nunca pudo Diego encontrar en México unos puros con el sabor que descubrió en aquellos. Emilia tenía entonces diez años, y con ese regalo inició sin darse cuenta su larga inclinación a reverenciar las cajas.

Una vez encerrado entre aquellas paredes aromadas, el mensaje de Daniel dejó de entrometerse con su futuro. Lo mismo sucedió con la curiosidad de sus parientes, nadie volvió a preguntarle por Daniel, ni siquiera cuando por proclividades de la conversación salía a relucir, el doctor Cuenca. El nombre de Daniel desapareció de sus bocas y parecía que hasta de sus recuerdos, siempre que Emilia estaba entre ellos. Eso habían acordado los cuatro tras leer la carta: si Emilia podía vivir en silencio, se dijeron, ellos no eran nadie para llevarle la contra.

Una semana antes de las elecciones de octubre, la Casa de la Estrella aceptó formalmente la entrada de la sabiduría y la paciencia con que iba por la vida el doctor Antonio Zavalza. Josefa preparó una cena inolvidable, no sólo por el asunto que la provocaba, sino por el aroma a duraznos iluminando el pollo que sirvió. Como cualquier soltero, Zavalza tenía devoción por el pollo casero, cosa que no podía decirse del estómago de Diego Sauri, que como todo marido que se respete, vela al pollo con la displicencia con que miran la costumbre quienes han olvidado el horror de no tenerla. Así que Josefa se inventó lo de los duraznos para complacer de una vez la añoranza que su probable yerno sentía por lo doméstico, y la ambición de aventura que Diego necesitaba saciar durante las comidas.

La política fue siempre una de las yerbas importantes de los guisos servidos en casa de los Sauri. Josefa sabía que era su aliada desde hacía mucho tiempo y para asegurarse de que nunca le faltaría su ayuda, se le ocurrió alguna vez poner sobre la mesa, para que la representara junto a la sal y la pimienta, un pote lleno de piedritas que al agitarse hacía ruido. Con ese talismán enfrente, Josefa se sentía segura del éxito siempre que alguna reunión la preocupaba. Al principio, el salero con piedras había sido motivo de cuanta hilaridad les gustó encontrar a sus familiares, pero con los años se había vuelto una costumbre para todos y hasta se habían olvidado de pensar en él. Sin embargo seguía estando en la charola en que se acomodaban la vinagreta, el chile, las sales y las especias en el centro de la mesa.

Esa noche todos parecían haberse hecho la propuesta de postergar el tema de la política. Durante el consomé se habló de viajes. A Zavalza le parecía urgente que Emilia conociera Europa y Diego coincidió con él en que uno era distinto y mejor tras haber caminado París hasta conocerlo como a la misma Puebla. Haciendo alarde de prudencia, Josefa no recordó que ella era quien era sin haber cruzado el Atlántico en toda su vida, y desde el otro lado de la mesa le suplicó a su hermana con los ojos que le hiciera el favor de no mencionarlo. Así que llegaron al pollo sin que la paz de la banalidad se interrumpiera. Quizás todo hubiera seguido tan bien como iba, si Zavalza en su afán por tomar la pimienta, no la confunde con el talismán de piedritas que agitó sobre su pollo haciendo sonar un río. Todos rieron y gastaron unos minutos en juguetear con la creencia de Josefa en los poderes invocadores de la política que tenía su talismán. Unos segundos más tarde, se oyó subir desde la calle el sonido de una flauta que tembló en los oídos de Emilia antes que en ningún otro y que la hizo levantarse de la mesa sin decir una palabra ni quitar de sus labios una sonrisa como un cetro en la mano. Su cara palideció un segundo y se encendió al siguiente. Nadie sino Daniel jugaba así con una flauta. Emilia abrió el balcón y se inclinó sobre el barandal. Al verla, Daniel cantó a gritos las dos últimas estrofas de la canción arisca y suplicante cuya melodía cruzaba el aire como un estilete:

y el consuelo que me queda

que te has de acordar de mí.

Zavalza no había oído nunca esa flauta, pero de sólo ver a Emilia entendió tan bien como sus parientes que se iría tras ella. No intentó retenerla. Nadie lo hizo. Todos miraron a Zavalza como si le debieran una disculpa, a cambio encontraron en los ojos de ese hombre el sello de una estirpe que le da muy pocos hijos a cada siglo. Cortando con su voz el hielo que sitiaba el aire y sin perder el sosiego de sus palabras, el doctor Zavalza los tranquilizó confesando cuán bien sabía él que algo así tendría que pasar tarde o temprano. Dijo que no quería mentirles haciendo alarde de comprensión, ni aceptar que lo prefería mejor de ese modo. Razonó su esperanza en que la pérdida hubiera sucedido más tarde y hasta hizo una broma en torno al fracaso del: tan planeado viaje por Europa. Luego, con una suavidad de maneras que envidiaría el príncipe mejor educado, siguió comiendo el pollo con duraznos de Josefa, comparó su aroma con las delicias de una estancia en París y se hizo cargo de que la cena no perdiera el curso beatífico que tuvo desde que fue planeada. Distrajo a sus anfitriones como si fuera él quien les debía una disculpa. En honor a Diego, describió el itinerario de su viaje a Marruecos y durante más de una hora, los tuvo a todos prendidos al perfume de hierbabuena que recorre sus calles, al misterio y las cinturas de sus mujeres, al idioma prodigioso en que cantan sus hombres, a la detallada enumeración de los secretos árabes que permearon la cultura española. Después habló de medicina y de poesía. Cuando llegaron las infusiones de Josefa, hizo el recuento de los afanes curativos que había en cada una de sus yerbas y después se dio el lujo de pedirle que tocara el piano, para cantar con ella la canción de amor infortunado que llevó en su repertorio la última compañía de zarzuela que pasó por la ciudad. Cuando la luz del amanecer iluminó el comedor, Zavalza se despidió sintiendo que de cualquier modo las dos mujeres Veytia y los hombres que con ellas vivían, lo habían dejado entrar a su familia y eran la familia toda que él siempre ambicionó. En Emilia no quiso pensar esa madrugada, su cuerpo aún la estaba sintiendo arrancándose de él, a pesar de la inmensa voluntad que ella había puesto en quererlo. La Emilia de razón lo había querido querer más que a nada. Pero no todo es querer, y porque él sabía eso, no sentía como un agravio el abandono.

La flauta que Daniel había hecho sonar para llamarla estaba tirada en el suelo, junto a sus zapatos. Emilia Sauri abrió los ojos al sol de las diez inundando la recámara, y los puso en el pedazo de carrizo tras el que había corrido la noche anterior. Sonrió. Necesitaba de la risa para perdonarse. ¿Qué le iba a hacer? No tenía remedio. Ni siquiera se había detenido a pensar una disculpa, ni hablar había querido. ¿Para qué? ¿Qué podía haber dicho que no supieran todos ahí? ¿Cuál era la novedad de su yugo? Antonio Zavalza lo sabía mejor que nadie. A él no lo engañó nunca. Aun cuando logró que la renuente Josefa le creyera el olvido, no había visto borrarse una última duda del filo oscuro que hacía aún más negros los ojos de Zavalza. Él sabía de qué estaba hecho su mutismo de unos ratos, de qué su escándalo en otros. ¿Y ella? ¿Qué podía decir de ella? Estaba feliz. Tanto, que no pudo seguir torturándose por su falta de carácter y sensatez más de los tres minutos que dedicó a contemplar la flauta de carrizo. Volvería a seguirla todas las veces que sonara.

Habían dormido en la casa de soltera que Milagros no quitó al mudarse con Rivadeneira. Daniel tenía consigo la llave y no la soltó ni en los momentos de guerra en que se pierde todo con tal de salvar la vida. La llevaba colgada del cuello y era su certidumbre de que tenía un hogar, de que alguien lo esperaba siempre, de que por más líos y muerte que tragara, tenía la vida a la vuelta de la esquina y no necesitaba sino correr a buscarla. Emilia estaba guardada para él. No había tenido jamás la mínima duda en torno a eso. Conocía todos los escondites de ese cuerpo, viajaba con su recuerdo y su cabeza como una parte de él, como consigo mismo. Para él, Emilia estaba también en la guerra, esperando la paz para continuar con el acuerdo sin firmas de toda su vida.

Cuando Emilia le preguntó por qué había vuelto, Daniel le dijo que extrañaba los lunares de su hombro izquierdo. No hablaron de Zavalza. Daniel sabía que si le daba permiso a su lengua de correr por ese tema, terminaría gritando insultos. Prefirió tocarla de nuevo, indagar si le tenía secretos, mientras allanaba hasta el último doblez que ella quiso guardarse en el cuerpo, reconocerla y sembrar en el centro mismo de todos sus deseos, el gozo extenuado que otra vez supo nada más suyo.

Emilia Sauri cerró los ojos y vio el mar, vio una luna inmensa y excéntrica columpiándose contra el cielo, vio a Daniel esperándola frente a la estación del internado a los doce años, vio el árbol del jardín, vio el estanque mojando sus piernas, la piedra negra sobre su mano, la tenue oscuridad del temazcal. Se imaginó por dentro: húmeda, belicosa, triunfante. Y por primera vez bendijo a su fortuna llamándola, por primera vez no quiso guardarse el ruido de montañas brotándole del cuerpo. No estaban los demás. Los que la protegían, los que la cercaban comprendiéndola, los que la habían hecho dudar de su fiebre porque a veces parecía también de ellos. Su guerra y su armisticio con Daniel eran nada más suyos, sólo frente a ella acreditaban su condición de años los instantes, y la fe de su queja rompió el aire en pedazos que se fueron gritando por la plaza.

Esa mañana, Milagros llegó temprano a casa de su hermana. Se instaló a beber café con leche y trató de iniciar una conversación.

– Las mujeres no vamos a cansarnos nunca de perder a los hombres perfectos -dijo.

Josefa levantó los hombros incapaz de saber qué responderle, apenada pero segura de que las cosas eran mejor así, y de que algo tenía que ver su hermana con el último ir y venir de las cosas.

– Querrás decir las mujeres de nuestra familia -sentenció deteniéndose a oír cómo silbaba la tetera, al tiempo en que todos los pájaros del corredor encendían un concierto inverosímil de un sol tan alto.