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XVIII

Izúcar era un pueblo caliente y arisco. Nadie lo hubiera considerado un buen lugar para su luna de miel, pero la luna era de miel sobre las cabezas de Emilia Sauri y Daniel Cuenca la noche que se tendieron en la yerba, al lado de los cañaverales, en la soledad oscura y tibia que los bordeaba. No había duda ni pena que cupiera bajo el cielo que los cubrió. Durmieron como muy pocos han logrado dormir sobre la tierra.

Al día siguiente, entraron al pueblo caminando por unas calles terrosas, a las que regía el olor de la caña fermentándose. Eran calles con casas chaparras por las que andaban hombres vestidos de calzón blanco y sombrero de petate, mujeres descalzas y palúdicas, con los hijos colgando como frutas en sus brazos. En la puerta de un salón, un poco más alto que las casas, había dos hombres esgrimiendo como armas dos vasos llenos de pulque. Uno de ellos sostenía con su mano izquierda la jarra de barro, enorme y brillante, de la que había servido su vaso y el de su amigo. Se miraban muy serios, como si estuvieran comprometiendo su destino con ese trago.

Había cerca de ambos unos doce hombres haciendo con sus voces una conversación densa, y en medio de ellos, tres niñas con los vestidos chorreados de mugre y las caras pringadas con barro de varios días. Los ojos de la más pequeña brillaban entre las piernas de los hombres que hacían brindis sobre su cabeza, tenía en las manos una muñeca de trapo y veía al frente tan seria como si también ella estuviera ahí para vislumbrar su vida.

– ¿Qué hacen tres niñas entre una bola de borrachos? -le preguntó Emilia a Daniel.

– Atestiguan -dijo Daniel, pasándole el brazo sobre los hombros para guiarla al cruzar la calle ardiendo.

Cuando se acercaron al grupo, el perro que jugueteaba sobre las rodillas de un viejo se puso frente a ellos ladrando con un escándalo de policía. Para asombro de Emilia, Daniel lo llamó por su nombre y lo calmó acariciando su lomo. El personaje con la jarra en la mano se acercó a Daniel misterioso y cálido. Era Chui Morales, cantinero y líder local de los revolucionarios. Daniel presentó a Emilia como su mujer y Emilia sintió dos pinzas apretándose a su cintura. Morales buscó su mano y se puso a sus órdenes con pocas palabras, luego le hizo saber que ahí casi todos la conocían de hacía mucho.

La niña de la muñeca se acercó para explicarle a Emilia que el perro era suyo. Agachándose hasta tener su cara frente a la de la niña, Emilia le preguntó cómo se llamaban ella y las demás.

Un hombre recién llegado de Morelos levantó los ojos del fondo de su vaso, para decir que. ahí no se aceptaban mujeres, que si Morales dejaba entrar a ésa no habría junta ninguna, ni acuerdo de paz, ni madres.

– Mujeres no, pero niñas ¿sí? -dijo Emilia.

– De estas mugrosas -dijo el hombre señalando a las niñas con un movimiento de la cabeza.

– Ella es de éstas -dijo Daniel-. Viene limpia porque fuimos a ver a su madrina, pero en un rato se enmugra.

– Llévatela -le dijo otro de los hombres. -A mí no me llevan y me traen -terció Emilia levantándose de enfrente a la niña.

– Con usted no estoy hablando -le contestó el hombre tocándose el sombrero.

– Pero yo sí estoy hablando con usted.

– No te metas Emilia -le dijo Daniel-. Las cantinas no son para mujeres. Tienen razón los señores.

– Claro que me meto -dijo Emilia acercándose a la puerta de la pulquería y cruzándola sin dar tiempo para que nadie la detuviera.

Después del sol que iluminaba el día de afuera, la penumbra de aquel cuarto pestilente la violentó. Había aserrín en el piso sobre el que dormitaban dos hombres. Emilia no tuvo tiempo ni de acercarse a ver si estaban vivos, cuando de entre los barriles amontonados salió tambaleándose otro que se fue sobre ella como sobre una aparición. La llamó virgencita y le pidió mil perdones por su borrachera, diciéndole mientras la abrazaba cuánta devoción le tenía y cómo nunca había pensado que tocándola sintiera por fin el cobijo de la madre de Dios.

Emilia tardó unos segundos en reponerse del susto, pero cuando lo hizo empujó al hombre con todas las fuerzas de su ira, y forcejeó con él hasta que se libró de su hedor y sus babas rozándole la cara. El tipo era fuerte, pero traía una borrachera que, ayudada por el empujón, lo hizo caer sobre el aserrín anegado. Entonces Emilia giró en redondo y volvió a enfrentar el sol de afuera.

– Cuando el cabrón se reponga, caerá de nuevo con la pura memoria de que lo tiró una vieja -dijo Chui Morales sin soltar la jarra. Luego buscó un vaso para Emilia, por envalentonada, y entre risas convenció a los hombres de que la dejaran tomarse un trago con ellos.

– Por ti que me mastiquen, ¿verdad idiota? -le gritó Emilia al Daniel impávido contra el que se fue a golpes.

Interviniendo en la pelea con una naturalidad que frenó la rabia con que la muchacha golpeaba a Daniel, la más grande de las niñas le dio un vaso a Emilia, y Chui Morales se acercó a llenarlo con el aguamanil de barro al que parecía caberle un río de pulque. Luego tomó el vaso de Daniel y lo llenó también del líquido viscoso que a Emilia le había parecido siempre la bebida más repugnante inventada por sus compatriotas. Todos, incluyendo a las niñas, extendieron sus vasos. Morales se los fue llenando, moviéndose de un lado a otro, casi danzando con su jarra en alto, como si cumpliera un rito ancestral. Por último llenó su propio vaso y propuso un brindis por la recién llegada.

Emilia había pasado un rato contemplando con asco el brebaje en su vaso. Agradeció el brindis, pero alegó que no tenía sed.

– El pulque no se bebe por sed -dijo un hombre bajo, de gesto encantador, al que Daniel presentó como Fortino Ayaquica. Emilia le ofreció la mano y Fortino levantó su vaso para brindar con ella, mientras le daba toda clase de explicaciones sobre las bondades del pulque que salía de la jarra esgrimida por Morales.

– Éste no es del de allá adentro -le dijo Chui Morales bebiéndose de un trago todo su vaso y sin soltar la jarra.

El de adentro, explicaron, olía mal porque era tlachique, lo dejaban enmugrarse, no lavaban los toneles antes de guardarlo. El de la jarra lo había sacado Chui Morales de los magueyes de una hacienda tomada durante la rebelión. Estaba limpio como un manantial.

– Blanco como las nalgas de las niñas de la casa grande -dijo Fortino soltando al aire una risa.

– Ande bébale -pidió Chui con una carcajada que hacía bailar de arriba a abajo su bigote crespo.

Emilia acercó la boca al vaso. Maldijo el momento en que había querido salir tras Daniel y dio el primer trago preguntándose por cuántas cosas tenía que maldecir a Daniel, por cuántas sería que le provocaba la adicción que le tenía, por cuál centímetro de su boca no estaría dispuesta a morirse de verdad, no sólo de asco. Cuando se dio cuenta, había bebido el vaso entero.

– Qué mujer -dijo Chui, palmeando la espalda de Daniel, antes de escupir un gargajo gigante y almidonado.

Daniel agradeció la lisonja mientras Emilia, que se había agachado a conversar con las niñas, volvió a llenar su vaso y lo bebió con mucho más prisa que al primero.

– Tenemos que irnos -dijo Daniel pretextando que ya era tarde y que tenía que llevarla a casa de una conocida para que la junta empezara alguna vez.

– Nomás me va a faltar que tú digas cuándo nos vamos -le contestó Emilia sentándose en la tierra y pidiendo que le sirvieran la otra. En ese momento llegaba Francisco Mendoza, el tercero de los líderes rebeldes con los que Daniel necesitaba hablar. Lo acompañaba una mujer fuerte, de labios tiernos, ojos bruscos, lacia melena en trenzas oscuras, que reparó en Emilia como en una conocida y sin más se acomodó en el suelo junto a ella.

Atravesando el aire desde arriba, Chui Morales le sirvió su primer vaso con una precisión maestra y volvió a llenar el vaso de Emilia que, mareada sobre la tierra húmeda, empezó a sentir ganas de bailar y echar gritos. Por lo pronto abrazó a la mujer recién llegada y se puso a comadrear con ella. Se llamaba Dolores Cienfuegos y su vida le hacía honor a su apellido.

– Te vas a emborrachar? -preguntó la niña

de la muñeca viendo a Emilia haciéndole caricias al perro que se había echado junto a ellas.

– Ya me estoy emborrachando -contestó Emilia con la vista perdida en los distintos verdes que se iban hasta el monte, cruzando el valle aromático y erizado que rodeaba el pueblo.

Las niñas de la cantina eran hijas de Chui Morales y Carmela Milpa, una mujer paralítica que a falta de fuerza en sus piernas tenía una sedosa voz de ángel, con la que cantaba las más desoladas canciones de amor y las más antiguas canciones de cuna. Ella con sus hijas, y Dolores Cienfuegos con su lumbre, vivían en una casa con piso de ladrillos tibios, sobre la que se derramaba como sudario una enredadera de flores pálidas que en las tardes olía a jazmín y en las mañanas a clavel. Ahí las dejaban Francisco Mendoza y Chui Morales cuando se iban a pelear. Ahí volvían a verlas, adoloridos o triunfantes.

Entre esas paredes de adobe y esas mujeres de piel oscura con ojos de venado, Emilia Sauri aprendió que el ir y venir de los hombres no era una pena que la privilegiara sólo a ella. Aprendió que las mujeres tejen la vida con recuerdos y crecen por dentro cada vez que los señores se marchan. Aprendió a bastarse con su cuerpo, a callarse lo inútil, a canturrear entre dientes, a burlarse de la guerra y a lidiar con el destino como las plantas con el clima. Aprendió el valor de un frijol, de un jarro de agua, de un trompo, de una tuerca, de un clavo, de un zapato, de un pedazo de reata, de un conejo, de un huevo, de un botón, de la sombra de un árbol, de la luz de una vela. Y enseñó a curar fiebres, a hervir el agua, a enmendar los dolores de cabeza, a coser una herida, a hilvanar una falda, a pintar mariposas, a doblar un papel para hacer un barquito, a limpiarse los dientes con carbón de tortilla, a matar con una infusión de pirú y flores de tabachín, las lombrices que se comían la panza de las niñas, a conocer los cinco días de riesgo que tiene cada mes, a revolver epazote y yerba dulce con crema de cacao para untarla en la vagina y evitar un embarazo, a distinguir las plantas venenosas de las curativas, mediante la ciencia que había aprendido de Casilda la yerbera. En dos semanas arregló el desorden menstrual de Dolores, les quitó las manchas de ictericia a dos de las niñas y las aftas de la boca a la más pequeña. Sobre todo, hizo dormir a la insomne Carmela con hojas de zapote blanco y unas aplicaciones de tintura de marihuana que ella misma preparó en un molcajete, y que untadas a las piernas de Carmela por la noche, convocaban un descanso del que no había sabido en los últimos tres años. Medio pueblo aprovechó para consultar con Emilia sus dolencias. Todas las mañanas instalaba un consultorio improvisado junto a la puerta de la cantina y revisaba cuanto enfermo quería ponérsele enfrente, cuanto niño con tos o diarrea le llevaban su madres, cuanta llaga, herida, vientre abultado, dolor en la espalda, infección o moribundo quisieron acercarle. En las tardes recorría el pueblo visitando a los enfermos que no podían moverse y todo el día la desesperaban su ignorancia de tanto y su falta de todo medio curativo que no pudiera sacarse de una planta cercana. Por fortuna, la tierra era fértil y desaforada por esos rumbos, así que en las madrugadas excursionaba con Dolores buscando por el monte las hojas que conocía, pero eran muchos los males y ella no sabía qué hacer frente a un niño convulsionándose, frente a una gonorrea o una sífilis. En ocasiones, ni siquiera sabía cómo llamar al mal que le llevaban. A pesar de su éxito en la cura de las enfermedades propias de la pobreza y la falta de higiene, como los parásitos en el estómago y las infecciones menores, se reconoció incapaz muchas veces, y todas esas veces pensó en Zavalza y se ayudó invocando el consuelo que él había sabido darle tras su primer fracaso. Había cien cosas con las que él hubiera sabido qué hacer y en las que ella no supo sino llevarse las manos a la cabeza y maldecir.

Mientras los hombres se iban, las mujeres trajinaban de sol a sol. No había tregua para sus brazos ni espacio que desperdiciaran sus lenguas. Emilia descubrió ahí que era capaz de cansarse mucho después de sentirse cansada, que tras cuatro horas de trabajo, con respirar profundo podía emprender otras cuatro. Descubrió el tamaño de su valor, saltó varias veces el precipicio de sus miedos y supo que el cariño no se gasta aunque se ponga completo en cada gente.

Estuvo menos veces con Daniel de las que se bañó en el río con Dolores, y retozó más tiempo con las niñas Morales del que pudo darse para tocar el cielo y contar cometas. Pero le bastó con lo que tuvo de cada cosa. Cuando al cabo de cinco semanas, Daniel le habló de marcharse, lloraba como si el mundo se le estuviera partiendo en dos.

Las elecciones le habían dado a Madero un triunfo absoluto. Pero su presencia en el gobierno no había mejorado en nada las cosas para los campesinos. Tras la persecución que devastó sus pueblos y cosechas, los amigos de Daniel decidieron apoyar la toma de tierras y la rebelión contra el gobierno que no les cumplía lo que prometió darles a cambio de su apoyo. No querían una paz de a mentiras, no podían salirle a su gente con que tras tanto muerto y tanto grito, los peones seguirían siendo peones y las haciendas tendrían los mismos dueños. No había palabra, ni mensaje, ni orden con los que convencer a los campesinos de quedarse conformes y en las mismas. Avergonzado y harto de representar la tibieza maderista, Daniel había decidido unirse a la revuelta. Para lo cual, lo primero que debía hacer era sacar a Emilia de Izúcar, donde su puro rostro y su modo de caminar la pondrían en peligro al desatarse la guerra.

Emilia se resistía a volver. Durante las varias noches que dedicaron a discutir las dificultades de su vida en esos rumbos, Emilia se negó mil veces a regresar. Alegó que prefería morirse ahí que perderlo de nuevo, gritó hasta que los árboles temblaron bajo el cielo de cristal que los amparaba, lloró, dejó de comer, maldijo a Madero, a la revolución, a la injusticia, a la noche de fiebre en que había vuelto a encontrarse con aquel amor, y al temblar de su boca cuando lo tenía cerca. Daniel la escuchó protestar de un modo y otro, pero se negó a todo lo que no fuera llevarla de vuelta a casa de los Sauri.

– De aquí no me sacan ni con todo su ejército de levantados -dijo Emilia-. Tú no estás para decidir mi vida.

– Pero sí para decidir que no te mueras -le contestó Daniel.

Sabía de sobra cuántas vidas dependían de la luz con que ella miraba y no se sentía en el derecho de ponerla en riesgo. Quería a Milagros y a los Sauri tanto como a su padre y lo mismo que a su causa. Y ni él, ni su causa, ni nadie valían el riesgo de que Emilia corriera un riesgo. Si tenía que amarrarla, la amarraría, pero no iba a dejarla tan cerca del peligro como estaría ese lugar en poco tiempo.

– Esta guerra no es tuya, Emilia -le dijo apretándose contra ella la última noche que durmieron bajo el techo de los Morales.

– ¿Qué es mío? -le preguntó Emilia.

– La Casa de la Estrella, la medicina, la botica, mis ojos -le dijo Daniel.

– Como no te los saque para guardarlos en alcohol -dijo Emilia, seca y furiosa con la verdad entre las manos-. Te estorbo, pero si tú te quedas en la guerra, esta guerra es mía. Yo no voy a ningún lugar al que no vayas tú para quedarte.

Harto de alegar sin resultado, Daniel dejó la cama y se echó al campo.

– Hombres -dijo Dolores Cienfuegos acercándose a Emilia-. Ni los matamos, ni nos matan.

Las dos se fueron caminando hasta el río y se sentaron en la orilla, bajo un sauce llorón, con el rumor del agua corriendo sobre las piedras como la otra única presencia entre ellas. Dolores tenía casi treinta años y no era una mujer tímida, ni tampoco en extremo prudente, pero le costó empezar la conversación. Se había encariñado con Emilia y admiraba su voz bien educada, la sonora precisión de sus palabras, el tino con que las usaba. Se pensó más incapaz que nunca de expresar las cosas con la claridad y la emoción con que las pensaba. No porque le faltara inteligencia, sino porque la pobreza le había negado el refinamiento a su lucidez. Y de eso ella no se había dado cuenta sino hasta que llegó Emilia, y midió con ella sus emociones y la escuchó decir las cosas que sentía con la misma habilidad y acierto que ella necesitaba siempre y no había podido encontrar nunca bajo su paladar.

– No es como a uno se le antoja, es que ni modo -le dijo para empezar, mirándola sin compasión, pero sin envidia.

Luego, soltó de golpe todas las cosas que tenía apretándole la frente:. Emilia en el pueblo acabaría por estorbar, habría que protegerla, que cuidarla de más, que alimentarla. En cambio si se iba para Puebla y desde ahí los ayudaba, podría serles más útil que un campamento de hombres armados. Ella sabía curar, hablar en inglés, descifrar el idioma que hablaban los del gobierno, preparar medicinas. Ella entendía de leyes, de trámites, de libros, de cosas que ahí nadie entendía. Ella, lejos estaría cerca, estando segura les daría certidumbres, entendiéndose con aquel mundo podría defender mejor el de ellos. Ella era necesaria y muy querida, pero su trabajo estaba en otra parte. Y eso nadie lo sabía mejor que ella, por más que llevara cinco días de no querer aceptarlo. ¿Para qué enturbiaba las horas que les quedaban juntos pensando en el futuro? No era tiempo de lujos, y el tiempo era un lujo que no podía tirarse a los regaños. Ella debía entender, acatar su destino como ellos obedecían el suyo.

Emilia escuchó todo lo que Dolores quiso decirle sin levantar la cabeza del regazo que ella le ofreció cuando se acomodaron bajo el sauce. Oía su voz mezclada con el rumor del agua rodando sobre las piedras. Creía en las razones que le iba oyendo mientras la recordaba caminando de prisa, sigilosa y atrevida, tallando la ropa contra una de las lajas acomodadas en un remanso del río, probando en la palma de su mano cómo estaban de sal los frijoles, limpiando una carabina con el pañuelo de encaje que Emilia le había regalado, palmeando las tortillas con la destreza de un escultor, atizando el carbón bajo el brasero, jugando al escondite con las niñas, gritando su pasión por Francisco Mendoza cuando en la punta de un cerro no las oía nadie, y regañándolo como un militar embravecido dos horas después.

– Oye cabrón, quítame de aquí estos miados -la había oído decir el primer amanecer que compartieron la pobreza de su cuarto con Emilia y Daniel. Toda su vida recordaría el regocijo que le provocó al hablar así.

Desde las primeras frases entendió que ella tenía razón, el resto del tiempo la escuchó extrañándola ya. La mañana de su regreso pasaron a la cantina por un pulque.

– Salud y cielo -le dijo Dolores entrecerrando los ojos para beber de prisa.

Llegaron a Puebla de madrugada. Habían pensado dormir un rato en el refugio de Milagros antes de presentarse a la Casa de la Estrella, pero el camino a uno pasaba por la otra y los caminos del corazón sólo se reconocen andándolos. Aún no había luz natural, un destello del farol callejero se marchitaba contra los balcones de su casa. Emilia Sauri imaginó a sus padres durmiendo tras los oscuros. Abrazados como los había visto dormir desde niña, como seguían durmiendo aunque les amaneciera torcidos. Imaginó la tersura del edredón sobre su cama, la madera brillante de los pisos, la paz acurrucándose sobre los sillones de la estancia, el olor desatado del café en las mañanas, el ruidero temprano de los pájaros, las horas demorándose entre los frascos de la botica y los sueños viajeros de su padre, el sosiego de anochecer mojando en leche un pan de su madre. Corrió a tocar a la puerta. No le importaron ni las razones en contra ni la prudencia que Daniel creía necesaria. Se fue sobre el aldabón y lo golpeó como sólo su tía Milagros era capaz de hacerlo.

Josefa saltó de la cama con el primer sonido que rozó la condición alerta de sus oídos, oyó a Diego protestar contra los modos y los horarios de Milagros, mientras ella buscaba en la oscuridad las mangas por las que entrar en la bata. Cruzó el corredor humedecido por la penumbra del amanecer y bajó las escaleras brincando.

– ¿Emilia? -preguntó antes de abrir. Porque ¿quién sino Emilia podría haberle echado a rodar el corazón por el cuerpo?